La hermenéutica de la metáfora: de Ortega a Ricoeur

Dr. Tomás Domingo Moratalla
tomasdm@universia.es
Prof. Invitado Universidad Pontificia Comillas


 

"La metáfora es probablemente la potencia más fértil que el hombre posee... parece un trabajo de creación que Dios se dejó olvidado dentro de una de sus criaturas al tiempo de formarla"
(1)

 

El objetivo de este trabajo es exponer de manera sintética la hermenéutica de la metáfora de Ortega, la cual se encuentra, básicamente, en su “Ensayo de estética a manera de prólogo”.(2) La tesis fundamental que se mantiene en este texto, y en toda la teoría orteguiana sobre la metáfora, es que ésta no se reduce a mero efecto estético sino que posee una dimensión cognoscitiva o, dicho de otra manera, que el efecto estético es también, desde sí mismo y por sí mismo, conocimiento. Así puede pasar a considerarse el objeto estético “metáfora” en toda su envergadura. Esta afirmación, desde el nivel de las teorías de la metáfora actuales, nos puede parecer “obvia” pero no debemos olvidar que se realiza bastantes años antes; en este punto, como en tantos otros, Ortega es un innovador. Tampoco me quiero limitar a señalar lo que Ortega tiene de vislumbrador de un futuro que es nuestro presente, sino que quiero presentar su teoría de la metáfora como actual, es decir, por el valor que tiene para nosotros, por lo que realmente tiene que decirnos, no por el sólo análisis historiográfico, siempre necesario, y siempre insuficiente para la investigación filosófica y literaria. El núcleo de lo que aquí presento es el preciso y precioso análisis del funcionamiento metafórico que él hace.

Después de haber dado cuenta de la hermenéutica de la metáfora que Ortega desarrolla intentaré mostrar cómo se relaciona con la tradición hermenéutica sobre la metáfora, en concreto con Paul Ricoeur. La hermenéutica de la metáfora de Ortega -entendiendo por hermenéutica “interpretación”- se inscribe en la hermenéutica de la metáfora -siendo ahora hermenéutica sinónimo de “teoría de la interpretación”-.

Son tales los presupuestos y el alcance de la teoría metafórica orteguiana que por su proximidad (con respecto a los presupuestos) y su sintonía (con respecto al alcance) con la fenomenología hermenéutica de Ricoeur, podemos denominar a la filosofía de Ortega, con propiedad en este tema, y quizás también en otros muchos, fenomenología hermenéutica.

 

1. Ejecutividad y estética. La teoría de la metáfora de Ortega en contexto

La teoría de la metáfora de Ortega se encuentra perfectamente descrita en el texto “Ensayo de estética a manera de prólogo”. Se trata de un prólogo a un libro de poemas (J. Moreno Villa, El pasajero), el cual es presentado por Ortega como la celebración de un nacimiento, de un comienzo. Nos encontramos, pues, según Ortega, ante un verdadero poeta. El criterio para discernir al verdadero poeta es la presencia o no de un estilo. El poeta verdadero es el que tiene estilo, el que “enriquece” el mundo, “aumenta la realidad” (Obras Completas -OC en adelante-, VI, 247).

Si bien la materia se degrada, disminuye, y el universo avanza hacia un continuo enfriamiento (entropía), el poeta actúa a la contra, es el gran baluarte contra la entropía, “hace entrar en las cosas en un remolino y como espontánea danza” (OC, VI, 247), y por esta acción del poeta las cosas adquieren un nuevo sentido. Ricoeur también ve como misión del creador de metáforas la lucha contra la entropía, pues tiene como misión luchar contra la destrucción, contra la muerte; lo que una filosofía de la metáfora viva quiere olvidar es la entropía del lenguaje, dice expresamente Ricoeur.(3)

Lo propio de la poesía, tanto del poeta como del lector del poema, es infringir a la vida una especie de retirada; el arte no es cualquier cosa, no es algo normal. Si perdemos “el sentimiento de la distancia”, perdemos el miedo y el respeto al arte. El arte, si tal pérdida se produjera, y con él la poesía (la creación), se reduciría a lo doméstico y habitual. El arte busca lo insólito, lo que rompe la costumbre, por eso es incómodo. La poesía no es, ni puede ser, una ocupación habitual (OC, VI, 249).

Después de presentar estas ideas generales sobre estética pasa, casi repentinamente, a esbozar en rápidas pinceladas la manera adecuada de acercarnos, si es que se puede, al ser del yo, a la identidad individual. Todas las cosas, nos dice Ortega, pueden ser utilizadas, todas salvo una pueden ser convertidas en cosas: el yo (OC, VI, 251). El yo no es este hombre a diferencia de otros, o de las cosas, sino “todo en cuanto verificándose, siendo, ejecutándose” (OC, VI, 252). El yo es un estado de intimidad, de compenetración con algo.

El yo, como tal, no puede ser presentado ante mí para ser analizado (comprendido), y a partir del cual pueda ser deducido el universo entero. Esta es la posición subjetivista contra la que Ortega arremete, y ante la cual ve levantarse una posibilidad de superación: “acaso... una costa, la nueva manera de pensar exenta de aquella preocupación” (OC, VI, 253). Se está refiriendo a la fenomenología (Husserl) como forma de dar el salto más allá del inmanentismo subjetivista moderno (Descartes).

Al comprender algo lo transformamos en otra cosa, lo esquematizamos, lo conceptualizamos, y deja de ser lo que es. En relación íntima sólo nos tenemos a nosotros mismos, pero cuando esta intimidad la convertimos en imagen deja de ser íntima. La verdadera intimidad es algo en cuanto ejecutándose, la presencia de algo en mí y de yo en algo; en este momento se diluyen los límites entre lo externo y lo interno (OC, VI, 254). La intimidad es el verdadero ser de las cosas, y su comprensión es difícil. Se detiene aquí Ortega, en el espinoso problema de cómo podría hacerse objeto de contemplación lo que nunca puede ser objeto, y, saliendo del atolladero, se centra en el análisis del objeto estético, en concreto, de una obra de arte (“el Pensador”) (OC, VI, 254). En la “contemplación” de un objeto estético lo que vemos es una “absoluta presencia”, no es una mera representación de algo, sino, en el caso del objeto estético logrado, lo representado ejecutándose; en la representación hay distancia entre sí misma y lo representado, en el objeto estético logrado, el que no es re-presentación sino “presentación”, tenemos el acto mismo ejecutándose, y no es que proyecte mi yo en la obra, y la intimidad (la ejecutividad) que veo fuera la mía proyectada (esto sería subjetivismo, cuestión de introspección). Dice Ortega:

"Nada más falso que suponer en el arte un subterráneo de la vida interior, un método para comunicar a los demás lo que fluye en nuestro sucedáneo espiritual" (OC, VI, 255)

No debemos confundir el aludir (representar) con el ofrecer (presentar). La narración, entendida aquí por Ortega como paradigma de la alusión, hace de todo un fantasma de sí mismo (OC, VI, 256), lo aleja, lo traspone más allá “del horizonte de actualidad”. Es un objeto “muerto”, y ya no estético. El verdadero objeto estético “vivo” no nos narra las cosas, sino que nos las presenta como ejecutándose. Este es el gran misterio del arte, su gran enigma; el objeto estético nos ofrece una intimidad, todo en cuanto yo; nos hace patente la intimidad de las cosas, su “realidad ejecutiva”. Lo que no es arte (la ciencia, por ejemplo) sólo nos da “meros esquemas, remotas alusiones, sombras y símbolos”.

Cuando queremos mirar las cosas, y conocerlas, nos separamos, querámoslo o no, de ellas. De lo único de lo que no nos separaríamos sería de aquello que no nos opusiera resistencia, lo transparente, pero, por ser transparente no lo consideraríamos. Pero, entonces, nos preguntamos con Ortega, ¿hay algo que sea transparente y podamos considerarlo? Sí, el arte. Éste nos da un objeto transparente que captamos en sí mismo. El objeto estético “encuentra su forma elemental en la metáfora, (...) objeto estético y objeto metafórico son una misma cosa... la metáfora es el objeto estético elemental, la célula bella” (OC, VI, 257).

Resumamos el proceder de Ortega:

1) lo propio del yo es la intimidad: estar siendo con el mundo, la ejecutividad;

2) el yo, lo íntimo, es transparente, no puede ser objeto, captado, comprendido adecuadamente, entonces, ¿hay algo que pueda ser objeto y siga siendo transparente, conservando su ejecutividad?

3) Sí lo hay: el objeto estético, por ejemplo;

4) y, para concretar más el análisis, el objeto estético por antonomasia, la metáfora.

 

2. La descripción del proceso metafórico según Ortega

El tema de la metáfora sigue siendo, nos señala Ortega, inexplorado, terra incognita. El interés que tiene ahora en este escrito no es elaborar una teoría de la metáfora, sino sólo indicar cómo en ella se revela, genuinamente, el objeto estético, es decir, añadimos nosotros, “algo en cuanto ejecutándose”.

“Metáfora” es, a la vez, un procedimiento y un resultado, un proceso y un producto. El objeto metafórico no son las imágenes reales (‘ciprés’, ‘espectro’ o ‘llama’ en su ejemplo de metáfora -“el ciprés es como el espectro de una llama muerta”-); el objeto nuevo es el "ciprés-espectro de una llama". Tal ciprés no es un ciprés, tal espectro no es un espectro, tal llama no es una llama. Hay una nota real de identidad entre el esquema lineal del ciprés y el esquema lineal de la llama, ésta es la semejanza. Pero, dice Ortega: “en toda metáfora hay una semejanza real entre sus elementos y por esto se ha creído que la metáfora consistía esencialmente en una asimilación, tal vez en una aproximación asimilatoria de cosas muy distantes. Esto es un error” (OC, VI, 257). Las metáforas nos satisfacen por averiguar en ellas una coincidencia entre dos cosas más honda y decisiva que cualquier semejanza (OC, VI, 258). Por ello, el fundamento o razón de ser de la metáfora no es la semejanza. La semejanza puede ayudarnos para explicar la metáfora, pero no es lo constitutivo del proceso metafórico. La semejanza es sólo una primera articulación.

El mecanismo metafórico es otro: formamos un nuevo objeto, "ciprés bello", que no es el ciprés real; para eso, lo primero que tenemos que hacer es liberarnos del ciprés como realidad visual y física, “aniquilar el ciprés real” (OC, VI, 258), y luego, dotarlo de esa nueva cualidad. Para lograr lo primero lo asemejamos a algo que tiene cierto parecido y afirmamos la identidad absoluta, lo cual implica un absurdo, un imposible; se han unido mediante algo insignificante. Los restos de ambas imágenes se resisten a la compenetración, se repelen mutuamente. “Donde la identificación real se verifica no hay metáfora” (OC, VI, 258), nos señala oportunamente Ortega. En la metáfora hay conciencia clara de no-identidad. Esto se observa con claridad en las metáforas en las que no aparece el término “como”. La negación de una cosa es la afirmación de otra; el ciprés-llama no es el ciprés-real, es un nuevo objeto que conserva el árbol físico como un molde, un esquema, en el que se inyecta algo nuevo (‘materia espectral de una llama muerta’). Vemos algo a través de otra cosa. Se lleva a cabo en el hacer metafórico un “aniquilamiento de las cosas”; las imágenes reales, que son los elementos de la metáfora, chocan sus rígidos caparazones y su materia se fluidifica. La metáfora, al afirmar a la vez, su radical identidad y su radical no-identidad, nos hace que busquemos constituir desde ella, como mero punto de partida, la identidad en un nuevo objeto. La metáfora nos empuja a “otro mundo” (OC, VI, 259) donde sea posible la confrontación entre identidad y no-identidad.

Toda imagen tiene dos caras, ser imagen de algo y ser algo mío; con respecto al ciprés es sólo imagen, con respecto a mí es algo mío, momento de mi yo, de mi ser. La palabra ‘ciprés’ es nombre de una cosa, pero es un verbo (mi ‘ver el ciprés’). Si esta actividad mía se ha de convertir en objeto me pondré de espaldas a la cosa ciprés, y veré al ciprés des-realizándose mediante una actividad mía, mediante mi yo; transformo la palabra ‘ciprés’ de sustantivo en un verbo, haciéndola entrar en “erupción, actividad” (OC, VI, 260). Lo que toda imagen es como estado ejecutivo mío, como actuación de mi yo, se denomina sentimiento.

Se nos pone delante un ciprés, se nos quita el ciprés y se nos dice que donde veíamos un ciprés situemos el espectro de una llama: “hemos de ver la imagen de un ciprés al través de la imagen de una llama, lo vemos como una llama” (OC, VI, 260). Pero ambas imágenes se excluyen, y sin embargo, la compenetración es perfecta. La transparencia se verifica en el lugar sentimental de ambas. La metáfora nos comunica algo concreto, particular: “cada metáfora es el descubrimiento de una ley del universo” (OC, VI, 261). Con la metáfora sentimos simplemente una identidad, vivimos ejecutivamente el ciprés-llama, es decir, lo presentado en y por la metáfora (OC, VI, 261).

 

3. Hermenéutica de la metáfora desde la tradición hermenéutica (Ricoeur)

Como hemos dicho al principio, después de presentar la hermenéutica de la metáfora de Ortega procedemos a relacionarla con la hermenéutica contemporánea, en concreto en la hermenéutica de Ricoeur, el cual, ha estudiado en profundidad el “hacer” de la metáfora intentando ver en ella tanto su innovación de sentido como su poder heurístico, es decir, de re-descripción de la realidad.(4) Presento brevemente la hermenéutica de la metáfora de Ricoeur, en concreto la dinámica de la creación de sentido, de innovación semántica.

Después de analizar el amplio y complejo campo de los símbolos el hermeneuta Paul Ricoeur se introduce en el estudio de la metáfora. Ésta, con respecto a aquél, presenta ventajas: primero, no se refiere a campos de investigación tan amplios y dispersos y, segundo, en la metáfora no aparece, al menos de una manera tan directa, el doble nivel de lo articulado y lo no articulado. La metáfora es preferible, pues pertenece, de entrada, a una sola disciplina, y ofrece una constitución de lenguaje homogénea.

Comienza Ricoeur, como también lo hace Ortega, de una manera polémica. Revisa el concepto de metáfora recibido de la tradición antigua (para Aristóteles la comparación es una metáfora desplegada; para Cicerón y Quintiliano será una comparación condensada), e, igualmente, desplaza el problema de la metáfora desde una semántica de la palabra a una semántica de la frase.

Se suele clasificar la metáfora entre los tropos, figuras que conciernen a la variación de sentido en el uso de una palabra, definiéndola como la transposición de un nombre extraño. La metáfora es la extensión de sentido de palabras aisladas (teoría de la denominación), y ello en función de la semejanza. La metáfora tendría por tarea llenar una laguna de denominación y adornar el lenguaje, tendría un único valor emocional, sin contenido informativo, sin alcance semántico. El principal inconveniente de esta explicación “clásica” de la metáfora, es que mediante ella no se explica el carácter de innovación semántica.

En esta tradición retórica de la metáfora permanecen una serie de rasgos los cuales Ricoeur va a corregir, detenida y acertadamente, sirviéndose de los análisis más recientes en torno al tema.(5) Los rasgos más importantes que introduce y destaca son los siguientes:

a) La metáfora es un recurso de la frase, no de la palabra. La metáfora procede de una semántica de la frase antes de implicar una semántica de la palabra. Se trata de un fenómeno de predicación. Es resultado de poner dos términos en tensión (“manto de dolor”, por ejemplo). La metáfora procede la tensión entre todos los términos que constituyen un enunciado metafórico.(6)

b) La metáfora procede del conflicto entre dos significaciones. El principal rasgo de la metáfora es el funcionamiento mismo de la predicación a nivel de la totalidad del enunciado. La interpretación metafórica supone una interpretación literal que se destruye. Se trata de producir una “contradicción significante”, la tensión de la que antes hablábamos es una tensión, más que entre dos términos del enunciado, entre dos interpretaciones suscitadas por la metáfora. Esta transformación impone una torsión, que provoca una extensión de sentido, lo cual produce, a su vez, la creación de sentido de las palabras; no hablamos de un uso desviado de nombres, sino de predicados, no nombres empleados metafóricamente (denominación). La metáfora aparece por una inconsistencia del enunciado interpretado literalmente; esta inconsistencia es una “impertinencia semántica”. La impertinencia de la predicación debe seguir siendo percibida, a pesar de la emergencia de la nueva significación. Esta tensión, este conflicto entre el sentido literal y sentido metafórico debe mantenerse, sino ya no estamos ante una metáfora viva, sino muerta (es decir, debe seguir sorprendiéndonos hablar de “manto de dolor”).

c) La metáfora permite captar semejanza. Lo que está en juego en el enunciado metafórico es captar un “parecido”, una semejanza, allí donde la visión ordinaria no percibe ninguna conveniencia mutua; es un error calculado, asimilar cosas que no van juntas. Decía Aristóteles, en este sentido, que “hacer buenas metáforas es percibir la semejanza”. El funcionamiento de la metáfora se acerca a lo que Ryle denomina “category-mistake”, aproximar lo que está distante. Opone a la teoría clásica de la sustitución una teoría de la tensión: si nos quedamos en la concepción clásica, la metáfora no es más que un tropo, una sustitución de una palabra por otra, y la semejanza entre ambas es la que permite tal intercambio. La metáfora es una creación instantánea, es una innovación semántica en el choque entre dos interpretaciones. El momento creador reside en la emergencia de una nueva pertinencia sobre las ruinas de la predicación impertinente. Aquí es importante la semejanza. No por la semejanza aparece la metáfora, sino porque se da la metáfora aparece la semejanza, la aproximación; esto es, la asimilación predicativa. Esta nueva pertinencia suscita la extensión del sentido de las palabras aisladas: el fenómeno principal para la retórica clásica pasa a ser segundo en esta nueva comprensión de la metáfora.

d) La interpretación de la metáfora es infinita. No puede darse tal sustitución, argumenta Ricoeur, pues las metáforas verdaderas son intraducibles; no significa que no sean parafraseadas, sino que la paráfrasis es infinita y no agota la innovación de sentido.(7)

e) La metáfora nos informa sobre la realidad. La metáfora no es un ornamento del discurso. La metáfora tiene mucho más que un valor emocional, es una información nueva, nos dice algo sobre la realidad.

Resumiendo, los rasgos de la metáfora viva son: impertinencia literal, nueva pertinencia predicativa, torsión verbal. La innovación semántica está constituida por el segundo rasgo (nueva pertinencia predicativa), producida por el trabajo de la imaginación. La imaginación es quien lleva a cabo el momento de innovación semántica, siempre que no se entienda la imaginación como producción de imágenes en el sentido de residuo perceptivo -impresión debilitada- y se distinga de lo que sería -en terminología de Kant- la imaginación reproductora. Tiene por misión, pues, esbozar nuevas síntesis, su corazón es el esquematismo que Kant define como el método de dar una imagen al concepto.

"La imaginación desempeña el papel de un libre jugar con las posibilidades, en un estado de no compromiso con el mundo de la percepción y de la acción. En este estado ensayamos nuevas ideas, nuevos valores, nuevas maneras de ser en el mundo" (8)

 

4. Implicaciones de la hermenéutica de la metáfora: Ortega y Ricoeur

Las consecuencias del análisis del proceso metafórico llevado a cabo por ambos filósofos son de gran importancia, sobre todo en lo que respecta a cuestiones epistemológicas y ontológicas. Las enumero brevemente, haciendo notar que, aunque emplee el lenguaje o expresiones de uno, el otro podría reconocerse en él, es decir, sólo presento aquellas implicaciones que ambos compartirían.

4.1. Metáfora y conocimiento

Distingue Ortega dos usos posibles de la metáfora, uno más superficial, otro más profundo. En primer lugar, usamos la metáfora cuando no disponemos de una palabra para mencionar una novedad, pero también usamos la metáfora como “modo esencial de intelección” (OC, II, 390), porque con ella “podemos alcanzar contacto mental con lo remoto y más arisco” (OC, II, 391). De la metáfora hay, por ello, que destacar con igual fuerza su elemento “estético” (“fulguración deliciosa de belleza”, OC, II, 391) como su elemento de investigación (“la metáfora es una verdad, es un conocimiento de realidades”, OC, II, 391). Por todo esto las metáforas poéticas (metáforas vivas) son un descubrimiento de “identidades efectivas” (OC, II, 393). Nos ofrecen conocimiento.

Una nueva obra literaria con estilo significa, pues, para Ortega, “la promesa de que el mundo nos va a ser aumentado” (OC, VI, 263).

"Esto implica que en una de sus dimensiones la poesía es investigación y descubre hechos tan positivos como los habituales en la exploración científica" (OC, II, 391)

El lenguaje poético es, según Ricoeur, y esta es una de sus tesis fundamentales, referencial, es decir, está ligado, vinculado a lo que dice. La poesía está ligada a nuevas configuraciones de sentido de la realidad y, de esta manera, a nuevas maneras de “ser en el mundo”. La metáfora re-describe la realidad, actúa como un modelo científico, tiene una función heurística o de descubrimiento. Ricoeur resume su concepción de la metáfora, y su poder heurístico, de una manera clara en el siguiente texto:

“... el lenguaje poético tiene en común con el lenguaje científico el no alcanzar la realidad sino a través del rodeo de una cierta negación infligida a la visión ordinaria y al discurso ordinario que la describe. Al hacer esto... apuntan a un real más real que la apariencia... el sentido literal debe frustrarse para que el sentido metafórico emerja, de igual manera la referencia literal debe hundirse para que la función heurística cumpla su obra de redescripción de la realidad... La poesía no imita la realidad sino recreándola al nivel mítico (fabulador) del discurso" (9)

El lenguaje poético destruye la referencia espontánea del lenguaje ordinario, y en virtud de la distancia que toma con respecto a la realidad natural (mediante una suspensión de referencia o “epojé”, dicho en términos fenomenológicos), abre nuevas dimensiones de la realidad. Se anula una referencia descriptiva en beneficio de una referencia metafórica.

4.2. Metáfora y “mundo ordinario”

La metáfora, el objeto estético en general, “perturba nuestra visión natural de las cosas” (OC, VI, 263), y por esa perturbación pone de relieve y resalta “lo que de ordinario nos pasa desapercibido: el valor sentimental de las cosas” (OC, VI, 263). Son dos caras de un mismo proceso: 1) “superación” o “ruptura” de la manera ordinaria de vivir, y de la estructura real de las cosas, y, 2) nueva estructura o interpretación sentimental. La manera de realizar este proceso es el estilo. Un poeta supone la llegada de nuevos objetos, lo que un estilo dice no lo puede decir otro. “Cada poeta verdadero, cuantioso o exiguo, es, por tal razón, insustituible. Un científico es superado por otro que le sigue: un poeta es siempre literalmente insuperable” (OC, VI, 263). En ciencia tiene valor lo repetible, lo imitable, en arte está fuera de lugar la imitación, el estilo es siempre unigénito. Un poeta, un creador, nos propone salir y ampliar nuestro mundo, nuestra experiencia.

Por eso, gracias al trabajo de la imaginación, la metáfora nos desliga de la experiencia cotidiana, pues se trata de es ficción y conlleva una “suspensión” o ruptura de la realidad que vivimos de manera ordinaria. El lenguaje poético ofrece modos de ser, sentir, y pensar que la visión común oblitera y olvida.

4.3. Metáfora y sentimiento

El arte se suele definir como una expresión de la interioridad humana, de los sentimientos del sujeto. Ortega, desde su teoría de la metáfora, discrepa. El arte no es sólo una actividad de expresión, ¡cómo si lo todavía no expresado existiera previamente! (OC, VI, 262). Con el arte, en el arte, aparece un nuevo objeto que vive en el “mundo estético”, que no es ni mundo físico, ni mundo psicológico (OC, VI, 262). El idioma nos habla de las cosas, alude a ellas; el arte (la metáfora) las efectúa (“usa de los sentimientos ejecutivos como medios de expresión y merced a ello da a lo expresado el carácter de estarse ejecutando”). El arte es expresión, pero ejecutiva, es decir, vital.

El arte, también para Ricoeur, no es únicamente sentimiento. Mejor dicho, hay que entender por sentimiento algo muy distinto a lo que entendemos habitualmente: es una manera específica de encontrarse en el mundo, de orientarse en él, de comprenderlo e interpretarlo.

Comenzaba Ortega a elaborar el concepto de “objeto estético” de una manera polémica, en combate con el subjetivismo emotivista: el objeto estético no es la proyección de mi estado de ánimo en un objeto, ni el arte un subterráneo de la vida interior. Igualmente Ricoeur critica el concepto emotivista de connotación, y la idea, más extendida, del sentimiento como algo interno. Recordemos que para él, tras la estela de Heidegger y de Scheler, el “estado del alma” (sentimiento) es una manera de encontrarse en medio de la realidad, un modo de hallarse en el mundo; tiene, pues, un carácter denotativo. El sentimiento es ontológico.(10)

4.4. Metáfora y realidad del objeto estético

El arte es esencialmente irrealización (OC, VI, 262); es una nueva objetividad que nace de la previa ruptura y aniquilación de los objetos reales. El arte es irreal, primero, porque no es real, distinto de lo real, y, segundo, porque uno de sus elementos es la “trituración de la realidad”, por eso... “el territorio de la belleza comienza sólo en los confines del mundo real” (OC, VI, 262). La imagen introduce una nota suspensiva, un efecto de neutralización. El proceso metafórico entero está situado en la dimensión de lo irreal. Así pues, mediante el análisis de la metáfora se puede precisar el estatuto mismo del objeto estético.

4.5. Metáfora y filosofía

Ortega concede, por tanto, gran valor al uso de metáforas. No sólo a que el filósofo tenga en cuenta su funcionamiento, como el mismo hace, sino también, como también él hace, a su empleo efectivo. El uso de metáforas en filosofía no es criticable, pues como él dice:

"Cuando un escritor censura el uso de metáforas en filosofía, revela simplemente su desconocimiento de lo que es filosofía y de lo que es metáfora" (OC, II, 387)

Que se empleen mal las metáforas, tal es el caso de la crítica de Aristóteles a Platón, no es una objeción contra la metáfora en sí misma, sino contra los usos concretos. Ricoeur, por su parte, se distancia de aquellas filosofías que se han acercado “demasiado” a la metáfora, que suplantan el esfuerzo conceptual por el empleo de metáforas. Que entre metáfora y filosofía hay relación productiva significa, precisamente, señalar que el trabajo de la metáfora y el trabajo de los conceptos son distintos. El filósofo puede utilizar metáforas, como hace Ortega, pero siendo consciente de lo que significa tal uso y nunca de una manera perezosa.

 

5. De la fenomenología (descripción) a la ontología (realidad): tras las huellas de la metáfora

Pensamos que la interpretación del proceso metafórico tal y como lo hemos visto tanto en Ricoeur como en Ortega puede ponerse en relación, y no de manera forzada, con algunos de los aspectos más importantes del método fenomenológico, que tan importante ha sido para la filosofía del siglo XX (véase Sartre, por ejemplo). La hermenéutica de la metáfora no sería tal si el presupuesto con el que cuentan Ricoeur y Ortega no fuera el que es: la fenomenología. La intención de todo el análisis del enunciado metafórico se inscribe en un proyecto fenomenológico. Ambos utilizan nociones “nacidas” de la fenomenología de Husserl, en concreto de las Ideas, para explicar la innovación de sentido y la fuerza heurística del discurso metafórico.

Ambos autores, y otros representantes de la tradición fenomenológica, tienen mucho cuidado en distinguir un hacer poiético original, creativo, de otro inauténtico, más alusivo y menos profundo. La poesía es “creadora”, la poesía no cuenta historias, apresa “no lo que la obra cuenta sino lo que es”.(11) Esta tradición fenomenológica ha puesto de relieve de una manera precisa, no simplemente romántica, el poder creador del lenguaje. La poesía es auténtico camino de acceso a lo real, auténtico batiscafo del sentimiento del origen. En palabras de Heidegger: “Una cosa es contar cuentos de los entes y otra es apresar el ser de los entes”,(12) o, también, como dice Ortega: lo propio del arte no es “narrarnos las cosas, sino presentárnoslas como ejecutándose” (OC, VI, 256). O como diría el propio Ricoeur: frente a la metáfora muerta, que únicamente refiere ostensivamente (“cuenta cuentos” -Heidegger-, “alude” -Ortega-), la metáfora viva dice el ser, dice la eclosión del aparecer.

Ante el profundo parecido entre Ortega y Ricoeur se le ha criticado a éste que en una obra tan bien documentada (La métaphore vive) no cite en absoluto a Ortega cuando la descripción del funcionamiento metafórico es tan parecida.(13) Quizás podamos nosotros decir, y no es por disculpar a Ricoeur, que la crítica hay que hacerla no tanto a Ricoeur, sino más bien a aquellos que desde el ámbito hispano no han dado cuenta, de alguna manera, de esta proximidad. La proximidad con el planteamiento ricoeuriano avala, precisamente, la tesis del trasfondo fenomenológico de la interpretación orteguiana de la metáfora.

Los dos poseen este trasfondo fenomenológico, y además, en la dimensión más ontológica, tienen presente a Aristóteles; recordemos la definición de éste de metáfora: la metáfora “significa las cosas en acción” (Retórica, III 11, 1411 b 24-25). El arte tiene como misión hacer patente la intimidad de las cosas, su naturaleza en acción; éste es el concepto de “physis” cuyo pensamiento es un reto para la ontología implícita en el postulado de la referencia metafórica. En la metáfora lo que sucede es que averiguamos (creación y descubrimiento, decía Ricoeur) una coincidencia más honda y decisiva que cualquier semejanza reflexiva y calculada. La metáfora nos acerca a lo originario (“hondo y decisivo”).

El mecanismo de la metáfora, en su resonancia con el método fenomenológico, es el siguiente: con la metáfora formamos un nuevo objeto, opuesto al real. Son dos operaciones: nos liberamos del objeto visual y físico (momento negativo de la ‘reducción’), para, en un segundo momento, darle nuevas cualidades. Para conseguir esto lo que se hace es elaborar una estrategia de destrucción; buscamos, dice Ortega, un “absurdo, un imposible”, unimos dos imágenes que se resisten a la compenetración, que se repelen (impertinencia predicativa-literal, en terminología de Ricoeur). El resultado de esto es, palabras textuales, “el aniquilamiento de las cosas en lo que son como imágenes reales” (OC, VI, 259); recordemos que Ricoeur, en este punto, no es menos expresivo y utiliza, también, la terminología husserliana de “destrucción”, de “ruina”; por esta afirmación de la identidad y la no-identidad (es y no-es) “hemos de encontrar la identidad en un nuevo objeto, en “otro mundo” (en términos de Ricoeur, “nueva pertinencia predicativa”).

El arte es irrealización (Husserl y Ricoeur), es la creación de una nueva objetividad (momento positivo de presentación, de ‘re-con-ducción’, después de la reducción como “puesta entre paréntesis”), nacida del “aniquilamiento” de los objetos reales (OC, VI, 262). El arte es, en este sentido, doblemente irreal: no es real y tritura lo real. Son numerosos los textos de Ricoeur en los que para explicar el proceso metafórico recurre a terminología husserliana, por ejemplo nos dice:

"En el límite podemos considerar el proyecto poético como un proyecto de destrucción del mundo, en el sentido en que Husserl hace de la destrucción la piedra de toque de la reducción fenomenológica"(14)

La poesía está desligada del mundo de una manera, pero de otra manera está ligada; ligada a lo que crea:

"... la reducción de los valores referenciales del discurso ordinario es solamente la condición negativa para que sean llevadas al lenguaje nuevas configuraciones de sentido de la realidad y, a través de ellas, nuevas maneras de ser en el mundo, de habitarlo y de proyectar allí nuestras posibilidades más propias" (15)

Y, también:

"Nadie es’menos libre’ que el poeta. O mejor, su palabra no está libre de …-la visión ordinaria de las cosa-- sino porque se ha vuelto libre para ... para el ser nuevo que debe llevar al lenguaje"(16)

La reducción nos permite el acceso al mundo del sentido, permite que nos distanciemos del mundo en que vivimos para significarlo de nuevo, o para experimentar de nuevo el nacimiento del sentido, lo cual es parecido a lo que nos dice Ricoeur sobre el funcionamiento de la metáfora (y en Ortega se encuentra latentemente):

"El eclipse del mundo manipulable objetivo abre así el camino a la revelación de una dimensión nueva de realidad y verdad"(17)

Y, también:

"... lo propio del lenguaje poético es, en general, abolir la referencia del lenguaje ordinario, descriptivo en primer grado, didáctico, prosaico, y, en virtud de esta epoché de la realidad natural, abrir una nueva dimensión de realidad que queda significada por la fábula. En la parábola, la ficción es la que ejerce la epoché por la cual se anula la referencia que llamamos descriptiva en favor de la referencia metafórica..." (18)

La imaginación es un instrumento de trabajo imprescindible del fenomenólogo. La modificación de neutralidad (“poner fuera de juego”, “suspender”, “figurarse simplemente en el pensamiento”) es lo que hace posible la fenomenología, y la filosofía;(19) neutralización es sinónimo de epojé. La reducción trascendental (característica de la fenomenología) es presentada por Husserl en términos de neutralización. La neutralización de la tesis del ser, la modificación posible de la conciencia, es lo propio de la suspensión artística, y de la suspensión fenomenológica. La función neutralizante de la imaginación con respecto a la tesis del mundo es solamente la condición negativa para que sea liberada una fuerza referencial de segundo grado, dice Ricoeur:

"... el discurso, aún ficticio, es todavía sujeto de algo o de alguien que pueda ser identificado como ser pero de un modo neutralizado. Ahora bien, los modos neutralizados suponen modos posicionales y todas sus modificaciones. Esta filiación de la ficción y de la neutralización a partir de lo que Husserl llamaba la Ur-doxa, proto-creencia, confirma y no suprime el anclaje del discurso en el ser..."(20)

Todas las demás potencias del hombre lo inscriben en lo real, pero la metáfora, señala Ortega, permite la evasión, la creación, crear “arrecifes imaginarios”, “islas ingrávidas” (idea de reducción como suspensión). La metáfora se hace sustancia, no sólo ornamento, y es gracias a ello por lo que es también una profundización en lo real.

Como conclusión me gustaría destacar que Ortega no está sólo en su penetrante descripción de la metáfora, está en “buena compañía”, lo cual tampoco es garantía de verdad. El pensar nosotros aquello que nos interesa, en este momento el objeto estético (la metáfora), en compañía, incluso de la mano, de Ortega y de Ricoeur tampoco es garantía de verdad, pero es en diálogo con ellos, a favor de ellos y contra ellos, lo que nos consuela, quizás, de la ausencia de tal garantía y nos descubre, como decía Jaspers y recuerda Ricoeur, que el diálogo sí es, al menos, estructura de conocimiento verdadero.

 

NOTAS:

 

1. Ortega, Obras Completas (OC), Tomo III, p. 372.

2. Ortega, Obras Completas (OC), Tomo VI, pp. 247-264.

3. Ricoeur, La metáfora viva, Cristiandad, Madrid, 1980, p. 386; La métaphore vive, Seuil, Paris, 1975, p. 362. Sobre la filosofía de Paul Ricoeur pueden consultarse: T. Domingo Moratalla, “De la fenomenología a la ética”, en VV. AA. Lecturas de Paul Ricoeur, UPCo, Madrid, 1998, pp. 123-263. Y también T. Domingo Moratalla, Creatividad, ética y ontología. La fenomenología hermenéutica de P. Ricoeur, (Tesis doctoral), UPCo, Madrid, 1996.

4. Cfr. sobre todo el estudio VII de La metáfora viva.

5. Entre otros, seguirá muy de cerca los planteamientos de Black, Richards, Beardsley, Turbayne, y Wheelright.

6. P. Ricoeur, “Palabra y símbolo”, en Hermenéutica y acción, Docencia, Buenos Aires, pp. 7-25 (original en francés “Parole et symbole”, Revue des Sciences Religieuses, vol. 49, nº 1-2, 1975, pp. 142-161); p. 11.

7. Ibíd., p. 13.

8. P. Ricoeur, “Poética y simbólica”, en P. Ricoeur, Educación y política, Docencia, Buenos Aires, 1984, pp. 19-43; p. 32 (original “Poétique et simbolique”, en VV. AA., Initiation à la pratique de la théologie (Vol. I), dir. por B. Lauret y F. Refoulé, Du Cerf, Paris, pp. 37-61).

9. Ibíd., p. 24.

10. P. Ricoeur, La metáfora viva, p. 330-331 (original francés, p. 309).

11. J. Patocka, L'art et le Temps, Pol, Paris, 1990, p. 366, cfr. también L'Ecrivain, son ‘objet’, Pol, Paris, 1990.

12. M. Heidegger, Ser y Tiempo, § 49.

13. Por ejemplo, Ch. Maillard, La creación por la metáfora. Introducción a la razón poética, Anthropos, Barcelona, p. 111.

14. Ricoeur, “Palabra y símbolo”, p. 17.

15. Ibíd., 18.

16. Ibíd., 18.

17. Ibíd., 24.

18. P. Ricoeur, “Manifestación y proclamación”, en P. Ricoeur, Fe y Filosofía. Problemas del lenguaje religioso, Almagesto/Docencia, Buenos Aires, pp. 73-98; p. 85. (original en Archivio di Filosofia, vol. 44, 1974).

19. Para el estudio de la relación entre “imaginación” y fenomenología, véase Mª Manuela Saraiva, L'imagination selon Husserl, Colección Phaenomenologica, Martinus Nihjhoff, La Haye, 1970.

20. P. Ricoeur, “Discurso y comunicación”, Universitas Philosophica, Bogotá (Colombia), nº 11-12, 1989, pp. 67-88; p. 80 (original: Conferencia Inaugural del 15º Congreso de la Asociación de Sociedades de Filosofía en lengua francesa en Montreal en 1971).

 

© Tomás Domingo Moratalla 2003
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid

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