Fe, persona e Iglesia según J. Ratzinger


Pablo Blanco Sarto
Cfr. "Scripta Theologica" 37 (2005/3) 911

 

En la Introducción al cristianismo (1968), Ratzinger abordaba el problema de la fe en el mundo de hoy, es decir, en el contexto polémico y escéptico en que se veía inmerso el teólogo alemán a finales de los años sesenta. Se trataba de una fe problemática, de una fe en crisis. Retornaba allí una famosa historia contada por Kierkegaard. «En ella se cuenta que, en Dinamarca, un circo fue presa de las llamas. Entonces el dueño del circo mandó a pedir auxilio a una aldea vecina a un payaso que ya estaba disfrazado para actuar [...]. El payaso corrió a la aldea y pidió a los vecinos que fueran lo más rápido posible a apagar el fuego del circo en llamas. Pero los vecinos creyeron que se trataba de un magnífico truco para que asistieran a la función: aplaudían y hasta lloraban de la risa» [1]. No le creían. Es esta la situación del creyente y del teólogo en el mundo actual, concluía Ratzinger. Sin embargo, sigue diciendo-, la solución no consistirá tan solo en que el payaso se cambie de ropa y se vista de calle. «El que quiera predicar la fe y al mismo tiempo ser suficientemente crítico, se dará cuenta enseguida [...] no solo de lo difícil que es traducir[la], sino también de lo vulnerable que es la propia fe, la cual -al querer creer- experimenta en sí misma el inquietante poder de la incredulidad. Por eso, el que quiera hoy día dar honradamente razón de la fe cristiana ante sí y ante los demás, [...] debe hacerse a la idea de que su situación no es distinta a la de los demás» [2], a la de aquellos que no creen.

1. Fe, duda y conversión

Por eso la situación del creyente -seguía diciendo- es, sobre todo, una actitud: «la palabra 'creo' entraña una opción fundamental ante la realidad como tal; no significa afirmar estoco aquello, sino una forma primaria de situarse ante el ser, la existencia, lo real, todo lo propio o la misma realidad. [...] Digámoslo de otro modo: la fe es una decisión por la que afirmamos que, en lo más íntimo de la existencia humana, hay un punto que no puede ser sustentado ni sostenido por lo visible y comprensible; sino que linda de tal modo con lo que no se ve, que esto le afecta y se le presenta como algo necesario para su existencia» [3]. Y continuaba del siguiente modo: «A esta actitud se llega solo por medio de lo que la Biblia llama "retorno", "conversión". El hombre [...] tiene que cambiar para darse cuenta de lo ciego que es al fiarse solamente de lo que sus ojos pueden ver. [...] La fe siempre tiene algo de ruptura y de salto [...]. La fe siempre ha sido una decisión que afecta a la profundidad de la propia existencia, un cambio continuo del ser humano al que solo se puede llegar por medio de una firme resolución» [4]. Pero la fe no será sin más un salto en el vacío, sino que el creyente tendrá también una clara sensación -llena de posibles riesgos- de andar sobre seguro.

Así, tras una amplia introducción sobre el origen de los distintos símbolos del credo, Ratzinger hablaba también sobre la necesidad de la conversión para alcanzar la fe. Al referirse a la estructura dialógica del acto de fe, añade: «Ya hemos dicho que el credo, dentro del rito bautismal, es la respuesta a la triple pregunta: '¿Crees en Dios, en Cristo y en el Espíritu Santo?'. Añadimos ahora la triple contrapartida en positivo a la triple negación anterior: 'Renuncio a Satanás, a sus obras y a sus pompas'. Esto significa que el contexto de la fe es el acto de conversión, el cambio del modo de ser, que pasa de la adoración de lo visible y factible a la confianza en lo invisible. Formalmente, la expresión 'yo creo' se podría traducir por 'yo paso a', 'yo acepto'. [...] Con palabras de Heidegger, podemos afirmar que la fe es un 'viraje' de toda la persona, que estructura toda la existencia posterior. [...] Conversión, viraje existencial, cambio de ser» [5], concluía de un modo netamente existencialista.

Retorna también al final Ratzinger el tema central que nos ocupaba. «Después de esta breve digresión, volvamos a nuestro problema: ¿qué es la fe? Y nuestra respuesta es: la fe es la forma de situarse todo hombre de modo firme ante la realidad (forma que no se reduce al saber y que tampoco el saber puede medir); es la orientación sin la que el hombre sería un apátrida, que precede a todo cálculo y acción humana, y sin la cual sería imposible calcular y actuar. [...] Creer cristianamente significa confiarse al sentido que me sostiene a mí y al mundo, considerado como fundamento firme sobre el que puedo permanecer sin miedo alguno. Dicho de un modo más tradicional, creer cristianamente significa comprender nuestra existencia como respuesta a la palabra, al Logos que todo lo sostiene y lo soporta. Significa afirmar que el sentido que nosotros no podemos construir, que solo podemos recibir, se nos ha regalado; de manera que lo único que hemos de hacer es aceptado y fiamos de él. Según esto, la fe cristiana es optar a favor de que lo recibido precede al hacer» [6]. Creer es entender gracias a algo que hemos recibido: acoger a Cristo, comprender todo con él y después permanecer en él [7].

La fe comportará de este modo una serie de riesgos, que tendrán como premio superar la duda por medio de la conversión. «No significa saber a medias -afirmaba en 1970-, sino una decisión existencia!. Es vivir referidos al futuro que Dios nos concede más allá todavía de las fronteras de la muerte. Esta dirección es la que le da peso, medida, sus leyes y, precisamente de este modo, su libertad. En realidad, una vida en tomo a la fe se parece más bien a una ascensión a la montaña que a un somnoliento estar sentado frente a la chimenea. Pero quien se une a esta peregrinación sabe y experimenta cada vez más que la aventura a la que se nos invita vivir, vale la pena» [8]. Tal vez esto se enunciará de un modo más claro en una conferencia que el ya prefecto pronunciará en Toronto en el año 1986. Podría servir de resumen de las ideas que acabamos de exponer. «La fe -como se decía- requiere una conversión. Pero la conversión es un acto de obediencia a aquello que me precede y que no tiene origen en mí mismo. Y esta obediencia permanece, porque aquello que me precede, una vez que lo he conocido, no se convierte en una parte de mi pensamiento; ocurre exactamente lo contrario: soy yo el que me convierto en él; esta [=la fe] permanece siempre por encima de mí mismo. Además, para el cristiano, lo que le precede no es un 'algo', una cosa, sino que es una persona; mejor todavía, un "Tú". Es Cristo, el Hijo de Dios hecho carne; él es el nuevo inicio a partir del cual pensamos. Él es el nuevo sujeto, en el que ha desaparecido el límite de la subjetividad, han saltado por los aires las barreras entre sujeto y objeto, de manera que puedo decir: yo, pero ya no solo yo (non piu io)» [9]. La conversión nos lleva a volvemos y dirigimos hacia Cristo, para unimos íntimamente con Él.

2. Fe, persona y existencia

Según Ratzinger, la fe es un don que hemos recibido de Dios, nunca algo fabricado o inventado; requerirá por tanto a la vez actividad y receptividad, un acoger y un realizar, un don y una tarea, en definitiva. El tono teológico y a la vez personalista de esta idea resulta evidente [10]. Ratzinger saca a relucir aquí su interés por esta corriente que descubrió ya desde sus primeros estudios, a la vez que asume el ambiente de la Existenzphilosophie que adquirió un gran auge en Alemania de mediados del siglo XX, de modo especial con el pensamiento de Jaspers y Heidegger. Así, por ejemplo, observaba Ratzinger: «todavía no hemos hablado del rasgo más importante de la fe cristiana: su carácter personal. [...] Su enunciado clave no es 'creo en algo', sino 'creo en ti'. Es encuentro con el hombre Jesús, y en ese encuentro se experimenta el sentido del mundo como persona. [...] La fe es, pues, encontrar un tú que me sostiene y [...] vive de que no existe la inteligencia en estado puro, sino la inteligencia que me conoce y me ama; de que puedo confiarme a él con la misma seguridad con que un niño ve resueltos todos sus problemas en el tú de la madre» [11]. La fe será de este modo una amistad, una confianza que engendra conocimiento.

La fe es por tanto un acto eminentemente personal e interpersonal. En las citadas charlas radiofónicas mantenidas en tomo a 1970, explicaba este carácter personalista del acto de fe del siguiente modo: «Cuando decimos: 'te creo', [...] es tanto como decir: 'confío en ti', 'pongo mi confianza en ti'; quizá incluso 'me apoyo en ti'. El tú en el que yo confío me da una certeza distinta, pero no menos segura que la que viene del cálculo y de la experiencia. En el contexto del credo cristiano es este el sentido de la palabra. La forma básica de la fe cristiana no es 'creo en algo', sino 'creo en ti'. La fe es una apertura a la realidad que alcanza al que confía, al que ama, al que actúa como persona. Como tal, la fe no tiene su origen en la ciencia, sino que es -como ella- primordial: como ella, es nuclear y sustentadora de lo auténticamente humano» [12]. Pero además este acto implica la totalidad de la persona: razón y corazón, es decir, inteligencia, sentimiento y libertad.

En efecto, en una conferencia pronunciada en 1997 en la Academia de ciencias morales y políticas de París, ante el rabino Sztejnberg y otros representantes de otras religiones, el entonces prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe recordaba la universalidad de la fe cristiana. «La fe en el único Dios implica necesariamente el reconocimiento de la voluntad de Dios: la adoración de Dios no es sin más una inmersión, sino que nos devuelve a nosotros mismos y nos propone la tarea de la vida cotidiana, requiere todas las energías de la inteligencia, del sentimiento y de la voluntad. La fe en Dios no puede renunciar a la verdad, a una verdad que se puede definir en sus contenidos, a pesar de la importancia del elemento apofático» [13]. En la fe se encuentra implicada toda la persona. «La fe es una orientación de la totalidad de nuestra existencia -había dicho antes-: es una opción fundamental que se extiende a todos los ámbitos de nuestra existencia y que, además, solo se alcanza si es portadora de todas las fuerzas de esa existencia nuestra. La fe no es un acontecimiento meramente intelectual, ni meramente voluntario, ni meramente emocional, sino todo ello a la vez: es un acto del yo en su totalidad, de la entera persona en su unidad abarcante. En este sentido, en la Biblia se le designa como un acto del 'corazón' (Rm 10,9)» [14].

Todas estas afirmaciones contaban con algunos precedentes. Así, por ejemplo, en un artículo escrito en 1975 y publicado por primera vez en la recién creada revista Communio, se aprecia la orientación fenomenológica y personalista que ya aparecía en escritos anteriores. «¿Qué hace, propiamente hablando, un hombre cuando se decide a creer en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra?» [15]. El teólogo alemán intenta analizar en este momento el credo como opción fundamental del cristiano. En efecto, la fe cristiana intenta evitar -afirma- los extremos opuestos de la fe como pura teoría o como mera praxis. Según Ratzinger, la fe conlleva siempre cambios de conducta, a la vez que la iluminación del conocimiento. La increencia supone por el contrario el olvido de la ética. «El desconocimiento de Dios, el ateísmo, se expresa -en concreto- en una falta de respeto y reverencia del hombre hacia el hombre; conocer a Dios significa ver al hombre con ojos nuevos» [16]. 'Si Dios no existe, todo me está permitido', repetía una y otra vez Iván Karamazov.

De esta manera, la fe tiene una serie de manifestaciones eminentemente prácticas, también en el ethos de la persona, recuerda Ratzinger. Es teoría y praxis, conocimiento y acción. «Cristaliza aquí una profunda experiencia: el conocimiento y la confesión de Dios es un proceso activo-pasivo, no una construcción de la razón (sea teórica o práctica); es el acto de ser alcanzado e implicado, al que luego responden el pensamiento y la acción, pero al que también es posible negarse. Solo desde aquí -añade- se puede entender lo que significa que Dios es 'persona' y lo que quiere decir la palabra 'revelación'» [17]. En este conocimiento, el hombre no es el único elemento activo, sino que la iniciativa procede de Dios, que nos ofrece su revelación y nos manifiesta su íntima verdad. «El acto de fe consiste -añadía en 1978- en un proceso en el que tanto la razón como la existencia individual desbordan sus límites; es un tomar la razón individual, aislada y escindida, y encauzarla hacia el espacio de aquel que es el Logos, la razón y el fundamento racional de todas las cosas y de todos los hombres» [18].

La fe se dirige a la vida y a las ideas, al afecto y a la inteligencia. Por eso no supone en ningún momento el olvido de la razón, la renuncia a la propia actividad intelectual. «Quien separa demasiado el Dios de la fe del Dios de los filósofos, arrebata su objetividad a la fe, y escinde de nuevo al objeto y al sujeto en dos universos distintos. El acceso a Dios tiene, por supuesto, múltiples variantes. Los diálogos con sus amigos [científicos] de los que nos ha informado Heisenberg muestran cómo una mente que busca con sinceridad descubre en la naturaleza, a través del espíritu, un orden central que no solo existe, sino que impulsa» [19]. De este modo, el creyente llega más allá en su propio conocimiento, gracias a una relación privilegiada. «Para el que ha nacido y ha crecido en la tradición cristiana, el camino se inicia en el tú de la oración: sabe que puede hablar con el Señor; que este Jesús no es una personalidad histórica del pasado, sino que está presente por encima del tiempo. Ya sabe que, en el Señor, con él y por él, puede hablar al que Jesús llama 'Padre' » [20]. La información privilegiada que nos viene por medio de la fe se debe también a una relación igualmente privilegiada.

De manera que Ratzinger retorna ahora la pregunta planteada al principio del artículo: ¿qué quiere decir 'creo en Dios Padre'? «El primer artículo del credo se refiere, pues, también a un conocimiento sumamente personal y, al mismo tiempo, sumamente objetivo: el descubrimiento del tú que me da sentido, al que puedo confiarme de un modo incondicional. De este modo, este artículo no se formula como una frase neutral, sino como una oración: creo en Dios, creo en ti, me confío a ti» [21]. Es una oración que trae consigo un conocimiento y una relación que conlleva una apertura a la verdad. «La tarea definitiva del hombre no es inventar, sino adivinar, prestar oído con atención a la justicia del Creador, a la verdad misma de la creación. Solo esto garantiza la libertad, porque solo esto asegura el respeto del hombre por el hombre, por la criatura de Dios que es -según Pablo- distintivo de los que conocen a Dios. Esta tarea de adivinar, de aceptar la verdad del Creador en su creación, es adoración. A esto nos estamos refiriendo cuando decimos: Creo en Dios Padre todopoderoso, Creador del cielo y de la tierra» [22]. Decir 'creo en el Creador' implica aceptar las condiciones que él ha establecido para la creación, así como las verdades en ella contenidas.

Pero esta relación -insiste- es siempre positiva: supone un crecimiento en el ser y en el saber de la persona. En otro artículo de 1977, uno de los últimos publicados antes de ser obispo y titulado significativamente Evangelio: la fe como confianza y alegría, profundiza en estos aspectos antropológicos y relacionales de la fe, sin renunciar por ello a su dimensión cognoscitiva. El punto de partida son las críticas a la fe por parte de Nietzsche y del ateísmo del siglo XX al cristianismo: «¿No nos ha prohibido el cristianismo [comer del árbol que está en el centro del Paraíso y, como consecuencia, nos lo ha prohibido todo?» [23]. Frente a esta inquietante acusación, Ratzinger proponía como única alternativa clara el evangelio. Así, «el mensaje de Jesús es evangelio no porque nos guste de entrada de un modo incondicional, o porque nos parezca cómodo o agradable; sino porque procede de aquel que tiene la verdadera clave de la alegría. No siempre la verdad resulta cómoda al hombre; sin embargo, solo la verdad hace libres, y solo la verdad es alegre» [24], afirmaba con un estilo plenamente existencial y cristiano al mismo tiempo.

Más adelante, para hacer frente a la acusación nietzscheana de la cruz como la más aborrecible expresión del carácter negativo del cristianismo, Ratzinger explica el significado de la cruz. «La cruz es la sanción a nuestra existencia no con palabras, sino con un acto de tal radicalidad que hace que Dios se encarne y penetre de modo incisivo en la carne, que hace que -para Dios- merezca la pena morir en su Hijo hecho hombre. Quien es amado hasta tal punto que el otro identifica su vida con el amor y no es capaz de seguir viviendo sin él; quien es amado hasta la muerte, este resulta amado de verdad. Si Dios nos ama así, es que somos amados de verdad. Entonces el amor es verdad y la verdad es amor. Entonces la vida merece la pena. Justamente esto es el evangelio. [...] El cristianismo es, desde su mismo núcleo, gozo, posibilidad de ser y estar alegres: aquel jaire, 'alégrate' con el que inicia su andadura, resume toda su esencia» [25]. Amor y verdad, relación y conocimiento, y después, cruz y alegría, principio y final del evangelio están en la misma línea, recuerda Ratzinger.

Esta alegría evangélica, fruto de la fe, tiene su propia profundidad: «su alegría se hunde en las raíces más profundas de nuestro ser. Una de las pruebas -y no la más pequeña- de su fortaleza es el hecho de que nos sostiene incluso cuando todo lo demás, en nuestro entorno, son tinieblas. La alegría cristiana se dirige precisamente a los cansados y agobiados, a los que no ríen en este mundo» [26]. Se trataría pues de convertir en una fiesta lo que para otros constituiría un río de lágrimas, sigue diciendo. La clave está en la cruz de Jesús: frente a ella puede recuperarse la alegría perdida. «Donde la alegría está ausente, donde desaparece el sentido del humor, es seguro que ahí no está el Espíritu de Jesús. Y a la inversa: la alegría es signo de la gracia. Quien, desde el fondo de su corazón, se siente contento, quien ha sufrido pero no ha perdido la alegría, no puede estar lejos del Dios del evangelio, cuya primera palabra -en el umbral del nuevo testamento- dice: ¡alégrate!» [27].

3. Fe y conocimiento

Hemos mencionado ya la necesidad de la dimensión cognoscitiva en el acto de fe; profundicemos sin embargo algo más en este aspecto. En un artículo publicado en el Deutsche Tagepost, el prefecto volvía a referirse a un tema ya recurrente en su predicación y en sus escritos. «El amor al que venimos refiriéndonos [se refiere, como es lógico, al amor a Dios y a los demás] reclama a toda la persona. Para subrayar esta exigencia con toda claridad, el antiguo testamento menciona el corazón, el alma y todas nuestras fuerzas como portadores del amor de Dios [cfr Dt 6,5]. Jesús añade un cuarto elemento: el pensar [cfr Mt 22,37; Mc 12,30; Lc 10,27]. De este modo subraya que la razón interviene en nuestra relación con Dios y en nuestro amor a Él. La fe no es un asunto solo del sentimiento: algo que, como consecuencia de la existencia en el hombre de un anhelo religioso, promovamos como un asunto privado yuxtapuesto a los fines racionales de la vida privada. La fe es ante todo el orden de la razón, algo sin lo que esta pierde la medida y la capacidad acerca de los fines» [28]. Una vez más, la fe se dirige a la razón y en ella se apoya, a la vez que se constituye en su mejor garante. La fe será igualmente conocimiento, según Joseph Ratzinger, además de la mencionada relación: es, por tanto, una relación que engendra conocimiento.

Por eso, es un conocimiento peculiar, pues el acto de fe lleva a esa necesaria confianza que da lugar a un saber más, a un ver más lejos. El entonces profesor de Ratisbona escribía en 1975: «Hemos expuesto la necesidad de la fe a partir del amor, que forma parte de su esencia: el amor que procede de la fe ha de ser un amor comprensible, que no se contenta con darle al otro pan, sino que le enseña a ver. [...] Pero si la fe, como amor, concede la facultad de la visión, tal como se dice plásticamente en el relato de la curación del ciego de nacimiento (Jn 9), aquí se expresa ya algo sobre la fe misma: esta fe no es un acto ciego, una confianza sin contenido, una vinculación a una doctrina esotérica o algo parecido. Todo lo contrario: quiere ser un abrir los ojos, un abrir al hombre a la verdad. [...] La fe, en el sentido del nuevo testamento es algo más que una confianza elemental: es promesa de un contenido que me permite confiar. El contenido forma parte de la forma estructural de la fe cristiana. Y esto, a su vez, se desprende del hecho de que aquel a quien creemos no es un hombre cualquiera, sino que es el Logos, la palabra de Dios, en la que está encerrado el sentido del mundo: su verdad» [29]. Una vez más, la relación con Jesucristo -el Logos hecho hombre- trae también consigo un conocimiento que nos conduce hacia la verdad.

Por otra parte, ese conocimiento que nos proporciona la fe no será ajeno a la experiencia personal del creyente. «Sin experiencia, no hay conocimiento -escribió dos años más tarde, en 1977-: la afirmación es válida también en el ámbito de lo humano. Solo la experiencia de Dios puede formar el conocimiento de Dios. La sabiduría que hace estas afirmaciones no es, pues, irracional ni mucho menos antirracional, sino que reclama la unidad del hombre [u.]. Allí donde en el eros con lo eterno se funden amor y conocimiento, brilla en el amor la sobriedad de lo racional, y lo racional obtiene fruto y calor desde la profundidad del Espíritu: aquella profundidad en la que verdad y amor son indisolublemente una misma cosa» [30]. Amor y conocimiento deben encontrarse también entreverados en el acto de fe. Sin embargo, la fe no será sin más una iluminación, sino que se remitirá también a la experiencia de cada uno, para obtener de este modo un conocimiento firme, racional y plenamente personal.

Fe y experiencia: en este artículo de 1980, el ya obispo-teólogo desarrolla un tema que le parecía de gran actualidad. «El tema de la experiencia y de la fe se ha ido haciendo cada vez más apremiante en los últimos años. [...] En este lugar no se trata de ofrecer algo nuevo, ni tan siquiera de ofrecer una visión global del estado de la cuestión. [...] Lo que late en tomo a estas dos ideas [de fe y experiencia] es la estructura del espíritu y del conocimiento humanos, el problema de cómo puede entrar Dios en el espíritu del hombre» [31]. El punto de partida está tomado del pensamiento clásico. «Partimos aquí del axioma aristotélico que Tomás de Aquino ha resumido en la fórmula: Nihil est in intellectu quod non prius fuerit in sensu. Es decir, la percepción de los sentidos es la puerta imprescindible de todo conocimiento. Este principio de la epistemología era para Tomás tanto más convincente en cuanto trasladaba -también al ámbito del conocimiento- la fórmula antropológica básica que afirma que el hombre es un espíritu en el cuerpo; pero de tal manera que ambas magnitudes sean inseparables. Su fórmula anima forma corporis (el alma es la fuerza configuradora del cuerpo) mezcla y funde el alma y el cuerpo, de tal manera que solo juntos constituyen una existencia» [32].

¿Pueden pues los sentidos influir en el acto de fe? Para responder a la anterior pregunta, Ratzinger se remite a la predicación del Verbo encarnado. «Jesús enseñaba fundamentalmente mediante parábolas y comparaciones. Es un hecho que las comparaciones no son un truco pedagógico del que se puede prescindir alegremente. [...] Al analizar las cosas más de cerca, uno advierte que las parábolas tienen dos aspectos principales. Por un lado, trascienden el ámbito de la creación, para hacer luz sobre el Creador mismo. Por otro, asumen en sí la experiencia histórica de la fe, es decir, prolongan las parábolas acontecidas en la historia de Israel. Debemos añadir ahora un tercer elemento: las parábolas interpretan, además, el sencillo mundo de cada día, para mostrar cómo -desde él- arranca la escalera que lleva más allá de la cotidianidad humana. Por una parte, el contenido de la fe solo se muestra en parábolas pero, por otra, la parábola ilumina el núcleo de la realidad» [33]. Las parábolas nos hablan de la necesidad de la experiencia inmediata para el creyente, pero también nos llevan más allá de ella.

En efecto, esta experiencia sensible de Dios ha de tener unos límites. «Deus semper maior: Dios es siempre más grande. Fuera lo que fuere lo que se descubra, Dios lo supera siempre. Dicho de otro modo: si reconocemos el contenido de divinidad del mundo sensible, debemos comprobar -al mismo tiempo- que solo Dios es divino. [...] La realidad de Dios es siempre mayor que nuestras experiencias, incluidas las que tenemos sobre la divinidad. [...] La fe parte de la experiencia, pero nunca se reduce a una experiencia que está allí sin más. Dios -que es siempre mayor- solo puede ser conocido en la superación del 'siempre más', en la corrección permanente de nuestras experiencias. Y así es como fe y experiencia configuran el continuum de un camino que debe llevar a metas cada vez más lejanas. Solo de la mano de progresos renovados de la fe lleva a la auténtica "experiencia de la fe"» [34]. Dios trasciende la materia, a pesar de que esta nos remita de modo continuo a su Creador. Por eso la experiencia no tiene por qué estar lejos de la fe, pero esta debe transcender y superar a aquella, así como Dios transciende y supera siempre nuestro conocimiento.

Así, esta fe puede nacer de la propia experiencia religiosa normal y corriente (sin quedarse en ella), y no precisa de éxtasis y experiencias místicas extraordinarias. Para esto, en primer lugar, nos hemos de dejar ayudar por la vivencia común de la fe y del culto de la Iglesia. Además, deberá apoyarse también en la experiencia de fe que han tenido otros. «Al principio es una fe de 'segunda mano', tan solo una entrada hacia la fe 'de primera mano', hacia el encuentro personal con el Señor» [35]. Por tanto, «la figura de los santos proporciona una expresión elevada de este fenómeno cotidiano y constituye una de las funciones esenciales de la Iglesia. Los santos (como figuras vivientes de una fe experimentada y contrastada, de una trascendencia experimentada y acreditada) son, por así decido, ámbitos vitales en los que se puede entrar, en los que -en cierto modo- se almacena la fe como experiencia, se acondiciona antropológicamente y se acerca a nuestras vidas. [...] El hombre se apoya entonces en la realidad misma y ya no cree "de segunda mano"» [36]. La experiencia de los santos y de toda la Iglesia nos sirve para llevamos a la fe, a un conocimiento más pleno de Dios: alcanzamos así al final una fe 'de primera mano'. Los santos son también testigos directos de Dios.

Un conocimiento mediato, pero conocimiento al fin y al cabo. También en tiempos recientes Ratzinger ha insistido en el componente cognoscitivo y racional de la fe. Con motivo de la concesión del doctorado honoris causa en el año 2000 en la universidad de Wroc1aw/Breslau, en la actual Polonia, el teólogo-prefecto hacía un nuevo acercamiento a la cuestión de la fe como conocimiento racional, que bien nos puede servir de recapitulación del presente apartado. «Se dice, por ejemplo: 'creo que mañana hará buen tiempo'; o bien: 'creo que esta o aquella noticia no dice la verdad'. La palabra 'creer' equivale aquí a opinar: expresa una forma imperfecta de conocimiento. Se habla aquí de fe donde no se ha alcanzado el estatuto de saber. Muchas personas piensan que este significado de fe vale también en el ámbito religioso y que, entonces, los contenidos de la fe cristiana son un nivel previo [e] imperfecto del saber» [37]. Sin embargo, esta no es la acepción habitual de la principal palabra que repetimos en el credo. «En realidad, para los creyentes cristianos, la expresión 'creo' indica una certeza absolutamente peculiar, en algunos aspectos mayor que la de la ciencia; pero, desde luego, también lleva en sí misma un momento de 'sombra e imagen', un momento de 'todavía no'» 38.

Pensamiento y asentimiento a la vez, inteligencia y voluntad, conocimiento y libertad debidamente integrados, en definitiva. «El asentimiento es causado por la voluntad, no por la comprensión directa del entendimiento: en esto consiste la particular forma de libre albedrío en la decisión por la fe. Cetera po test horno nolens, credere non nisi volens, santo Tomás cita para esto a san Agustín: todo lo demás puede hacerlo el hombre sin quererlo, [pero] la fe solo puede alcanzarla voluntariamente. Con esta constatación se muestra ahora la particular estructura espiritual de la fe. La fe no es solo un acto del entendimiento, sino un acto en el que confluyen todas las potencias espirituales del hombre. Mas aún: el hombre lleva a cabo la fe en su propio yo, y nunca fuera de él; tiene un carácter dialógico por naturaleza. Solo porque el fundamento del alma, el corazón, es tocado por Dios, se pone en marcha toda la estructura de las potencias espirituales y confluye en el sí de la fe. [...] Cuando el corazón entra en contacto con el Logos de Dios, con la Palabra encarnada, se toca ese íntimo punto de su existencia» [39]. El conocimiento procederá de este modo de la confianza previa que uno deposita en aquel que le puede hacer merecedor de un conocimiento más elevado. Si uno acepta y confía en el Logos, el propio logos resultará profundamente enriquecido.

Tras el asentimiento viene el ineludible cometido del pensamiento, decíamos. «La 'voluntad' (el corazón), pues, ilumina previamente el entendimiento y lo introduce con ella en el asentimiento. Así comienza a ver también el pensamiento, pero la fe no surge del comprender, sino del escuchar. El pensar no ha llegado a su conclusión, no ha hallado todavía su quietud. Aquí se muestra de forma totalmente peculiar que la fe es un peregrinaje, también un peregrinar del pensamiento que todavía está en camino. [...] De aquí [santo Tomás] concluye también que, en la fe, pese a la firmeza del asentimiento, puede surgir un movimiento contrario (motus e contrario): permanece pensamiento que lucha y cuestiona, que ha de buscar una y otra vez su luz a partir de la luz esencial que resplandece en el corazón por la palabra de Dios. Asentimiento y movimiento reflexivo están 'de algún modo' (quasi) equilibrados, ex aequo» [40]. Asentimiento y reflexión, confianza y conocimiento permanecen en condiciones de igualdad en el acto de fe, que es firme e incierto a la vez. Luz y sombra, duda y certeza vuelven a aparecer de nuevo, pero también pueden resolverse de un modo feliz y armónico. La voluntad no anula en ningún momento al entendimiento, sino que le plantea nuevos retos. De ahí este continuo carácter de peregrinación en la fe, que llevará necesariamente al creyente como término final a la Iglesia.

4. Fe, Iglesia y bautismo

No olvidemos que Ratzinger es también un eclesiólogo, tal como avalan sus muchos estudios en esta disciplina, empezando por su primer trabajo sobre san Agustín. En su Introducción al cristianismo, a la vez que insistía en la dimensión personal del acto de fe al que nos hemos referido, Ratzinger hablaba también de su dimensión social y eclesial. «Es evidente que la fe no es el resultado de una cavilación solitaria en la que el yo deja volar la fantasía y, libre de toda atadura, medita exclusivamente sobre la verdad; [la fe] es más bien el resultado de un diálogo, la expresión de una escucha, de una recepción y una respuesta que, mediante el intercambio entre el yo y el tú, lleva a la persona, al 'nosotras de quienes creen lo mismo. San Pablo dice que la fe viene 'de la escucha' (Rm 10,17» [41]. Como consecuencia, «la fe no es fruto de mis pensamientos, sino que me viene de fuera. Por eso, la palabra no es algo de lo que dispongo y cambio a mi antojo, sino que es anterior a mí mismo: precede siempre a mi pensamiento. La nota peculiar del acontecimiento de la fe es el carácter positivo de lo que viene a mí, de lo que no nace en mí y me abre a lo que no puedo darme a mí mismo» [42]. La fe depende por tanto de algo más que está fuera de mí mismo [43].

La fe viene de fuera, pero resulta también profundamente interiorizada. Solo cuando se da a la vez obediencia y expresión de la propia personalidad, hay verdadera fe. La fe nace de la unión. El teólogo de Tubinga explicaba la dimensión social y comunitaria de este acto de fe con la etimología de la palabra 'símbolo'. «Symbolum viene de symballein: un verbo griego que significa concurrir, fusionar. El trasfondo de la imagen es un rito antiguo: dos partes de una sortija, de un anillo o de una placa que se podían ensamblar entre sí eran los signos por los que se reconocía a los huéspedes, mensajeros o partes contratantes. [...] Symbolum es la parte que necesita de la otra para ensamblarse, generando así unidad y reconocimiento mutuo: expresa la unidad y, a la vez, la posibilita» [44]. Por eso la fe se fundamenta en un símbolo, en la recitación conjunta del credo. «No es una doctrina aislada en sí misma para sí misma, sino una forma de nuestro culto divino y de nuestra conversión, que es un viraje hacia Dios y también hacia los demás, para glorificar todos a Dios» [45]. Del 'creo' hemos de pasar al 'creemos'.

De este modo, junto a la dimensión personal del acto de fe, hemos de referimos a la dimensión social y eclesial. «Por eso son esenciales para la fe: la profesión [personal de esta misma fe], la palabra y la unidad que la hace operante y, finalmente, la comunidad que llamamos Iglesia. La fe cristiana no es idea, sino vida; no es espíritu para sí, sino encarnación: espíritu en el cuerpo de la historia y en el nuestro» [46]. La esencia de ese entrar en la Iglesia supone «obediencia y servicio: superación del propio yo, liberación del yo mediante aquello que no puedo hacer ni pensar; ser libres por el servicio a la totalidad» [47]. Sin embargo, quiere profundizar en el sentido comunitario de la fe y la vida del cristiano al internarse en el mismo misterio de Dios. Refiriéndose a la unidad del credo, añadía a este respecto en 1975, ya en Ratisbona: «Lubac esclarece esta idea al explicar que, según esta creencia, Dios no es soledad sino ek-tasis, salida total de sí mismo. Y esto significa que 'el misterio de la Trinidad nos ha abierto una perspectiva enteramente nueva: el fundamento del ser es communio'. Crecer, trinitariamente significa volverse communio. En el terreno histórico, esto quiere decir que el yo de las fórmulas del credo es un yo colectivo: el yo de la Iglesia creyente al que pertenecen todos los 'yoes' particulares en cuanto creyentes. El yo del credo abarca también el paso del yo privado al yo eclesial» [48].

Con la fe, el creyente supera el mero monólogo intelectual. La fe nace también del diálogo en la Iglesia, a la vez que cuenta también con los sacramentos. En Bautismo, fe y pertenencia a la Iglesia (1976) profundiza ahora en el origen sacramental de la incorporación a la Iglesia y, por tanto, de la fe. Tras haber hecho algunas consideraciones sobre el valor existencial de los sacramentos, recuerda que la fe y la pertenencia a la Iglesia vienen por el primero de los sacramentos. Así, «el bautismo funda comunidad de nombre con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Bajo este aspecto, es comparable al proceso de la celebración del matrimonio, que crea entre dos personas una comunidad nominal, en la que se expresa que -a partir de ahora- constituyen una unidad nueva» [49]. Por eso, insiste Ratzinger, recibir la fe requerirá un largo proceso de aprendizaje, un continuo catecumenado. «La fórmula bautismal, que propiamente es un credo dialogado, presupone un largo proceso de aprendizaje. No solo quiere ser aprendido y entendido como texto, sino que debe estar ejercitado como expresión de una orientación existencial» [50]. Nace entonces la fe en la que se unen diálogo y conocimiento. Fe y obras, ortodoxia y ortopraxis constituyen un requisito para recibir el bautismo (al menos en los adultos) [51].

Vuelve a aparecer aquí una idea recurrente en Ratzinger: la intrínseca unión entre logos y ethos, ortodoxia y ortopraxis, así como la necesidad de la conversión para alcanzar la fe [52]. «El sacramento no es la simple realización del acto litúrgico, sino un proceso, un largo camino, que exige la contribución y el esfuerzo de todas las facultades del hombre: entendimiento, voluntad, corazón. [...] La fe cristiana es también un ethos. [...] Solo quien conoce a Jesús como camino, puede encontrarle también como verdad» [53]. La ética es también un requisito para alcanzar la verdad. Ratzinger cierra aquí el círculo, al vincular la fe, la Iglesia y el bautismo. «En efecto, no existe la fe como una decisión individual de alguien que permanece encerrado en sí mismo. Una fe que no fuera un ser concreto recibido en la Iglesia, no sería una fe cristiana. Ser recibido en la comunidad creyente es una parte de la fe misma y no solo un acto jurídico complementario. Esta comunidad creyente, a su vez, es comunidad sacramental, vive de algo que no se da a sí misma. Si la fe abarca el ser aceptado y recibido por esta comunidad, debe ser también -y al mismo tiempo- un ser aceptado y recibido en el sacramento. El acto del bautismo expresa, pues, la doble trascendencia del acto de fe: la fe es un don a través de la comunidad que se da a sí misma. Sin esta doble transcendencia, es decir, sin la concreción sacramental, la fe no es cristiana. La justificación por la fe pide una fe que es eclesial. Y esto quiere decir que es sacramental, que se recibe y se hace propia en el sacramento» [54].

La fe nos viene de Cristo, por medio de la Iglesia y del bautismo. También en una conferencia sobre la catequesis pronunciada en París y Lyón en enero de 1983, volverá a hacer mención de la dimensión eclesial del acto de fe, que nos puede servir de recapitulación. «La fe no se dirige tan solo a situamos ante el Tú de Dios y de Cristo: es también el contacto con aquellos a los que Dios mismo se ha comunicado. [...] La fe no es solamente un 'yo' y un 'tú', sino también un 'nosotras. En este 'nosotras está vivo el memorial que nos hace volver a encontrar lo que habíamos olvidado: a Dios y a su enviado. Dicho de otra manera: no hay fe sin Iglesia» [55]. La conclusión parece clara y definitiva. Relación personal y social al mismo tiempo, en el seno de la Iglesia: es esta la dimensión profunda del acto de fe. Lo personal debe integrarse armónicamente en lo eclesial. El 'creo en Jesucristo' se pronuncia siempre 'en' la Iglesia. Cristo, la Iglesia, la fe y el bautismo salen al encuentro de toda la persona y toda la existencia del creyente, podríamos concluir. El acto de fe constituirá por tanto un complejo y rico equilibrio entre distintos elementos; procederá sobre todo a la síntesis entre todos ellos.

La fe crece en un determinado ámbito, que es lo que llamamos Iglesia. Para ilustrar todas estas ideas, valga por último una breve imagen que el prefecto toma del evangelio, donde se resumen ese amor y ese conocimiento que nace del encuentro del creyente con Cristo en su Iglesia. «A Dios no se le conoce simplemente con el entendimiento, sino al mismo tiempo con la voluntad y el corazón. Por eso el conocimiento de Dios, el conocimiento de Cristo, es un camino que reclama la totalidad de nuestro ser. Lucas explica del modo más hermoso ese estar en camino nuestro, en el relato de los discípulos de Emaús [... cfr Lc 24,13-35]. Así, este camino de los discípulos de Emaús es al mismo tiempo una descripción de la Iglesia, una descripción de cómo madura el conocimiento que lleva a Dios» [56]. La fe llega a esos discípulos solo cuando se encuentran a Cristo en Emaús, como a nosotros nos viene solo en la Iglesia.

Notas

1) Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 20019,39.

2) Ibid., 41; cfr. A. Nichols, The theology of Joseph Ratzinger, Clark, Edimburg 1988, 105.

3) Introducción al cristianismo, 48-49.

4) Ibid., 49; cfr. A. Nichols, The theology of Joseph Ratzinger, 110-111.

5) Introducción al cristianismo, 77; desarrolla las relaciones entre el bautismo y la confesión de la fe en Taufe und Formulierung des Glaubens (1972) en Teoría de los principios teológicos, Herder, Barcelona 1985,119-131.

6) Introducción al cristianismo, 66-67.

7) Cfr. A. Bellandi, Fede cristiana come stare e comprendere, Pontificia Universita Gregoriana, Roma 1993, passim.

8) Fe y futuro, Sígueme, Salamanca 1973,42.

9) Natura e compito della teologia, Iaca Book, Milano 1992, 55. Cfr. Una mirada a Europa, Rialp, Madrid 1993, 142-145.

10) Cfr., por ejemplo, L. Pareyson, Esistenza e persona (1950), II Melangolo, Genova 1985, 184-185 y 214-215.

11) Introducción al cristianismo, 71; se citan aquí a J. Mouroux, Je crois en Toi. Structure personelle de la foi (París 1949); C. Cirne-Lima, Der personale Glaube, Innsbruck 1959; H. Fries, Glauben-Wissen, Berlín 1960. Sobre Jean Mouroux (1901-1973) puede verse: J. Alonso García, Fe y experiencia cristiana: la teología de Jean Mouroux, Eunsa, Pamplona 2002. Sobre la influencia de Mouroux en Ratzinger, puede verse D. Kaes, Theologie im Anspruch von Geschichte und Wahrheit, 45-46, 51.

12) Fe y futuro, 23, véase también 25.

13) La Chiesa, Israele e le religioni del mondo, San Paolo, Cinisello Balsamo 2000, 65.

14) Evangelio, catequesis, catecismo, Edicep, Valencia 1993, 20-21.

15) Teoría de los principios teológicos, 77.

16) Ibid., 78; remite aquí a los testimonios paulinos de 1 Tes 4,3ss.; Gal 4,8ss.; 1 Rm 18-32. Cfr. A. Belland, Fede cristiana come stare e comprendere, 182-186.

17) Teoría de los principios teológicos, 79.

18) Ibid., 396.

19) Teoría de los principios teológicos, 84

20) Ibid.

21) Ibid., 85; cfr. Natura e metodo della teologia, 129.

22) Teoría de los principios teológicos, 86-87; cfr. Convocados en el camino de la fe, Cristiandad, Madrid 2004,21-22.

23) Teoría de los principios teológicos, 88.

24) Ibid., 91

25) Ibid., 93-94; se refiere a Lc 1,28. Cfr. Fede e teologia, «Sacra Doctrina» 38 (1993) 8-12.

26) Teoría de los principios teológicos, 94-95.

27) Ibid., 97.

28) Colaboradores de la verdad, Rialp, Madrid 1991,274.

29) Teoría de los principios teológicos, 405-406.

30) Ibid., 434.

31) Ibid., 412-413.

32) Ibid., 413.

33) Ibid., 414.

34) Ibid., 416.

35) Ibid., 423.

36) Ibid.

37) Convocados en el camino de la fe, 18.

38) Ibid.

39) Ibid., 23-24; se cita allí el De veritate, q. 14 a.1 co.; la referencia agustiniana se encuentra en In Iohannis evangelium tractatus 26,2: PL 35,1607.

40) Convocados en el camino de laJe, 25; la cita sigue siendo del De veritate, q. 14 a.1 co., que a su vez remite a 2 Co 10,5.

41) Introducción al cristianismo, 79; cft. también La palabra en la Iglesia, Sígueme, Salamanca 1976, 20.

42) Introducción al cristianismo, 81; cft. también Evangelio, catequesis, catecismo, 23.

43) Sobre la importancia de la Iglesia y de lo que Ratzinger llama la Wir-Struktur, puede verse A. Bellandi, Fede cristiana come stare e comprendere, 220-227, 361; D. Kaes, Theologie im Anspruch von Geschichte und Wahrheit, Dissertationen Theologishe Reihe, Sto Ottilien 1997, 53ss.

44) Teoría de los principios teológicos, 84

45) Ibid., 85; sobre la historia y la importancia del credo, Ratzinger ha publicado Noch einmal:

'Kurtzformeln des Glaubens' (1973) y Das 1 Konzil von Konstantinopel 381 (1981), en Teoría de los principios teológicos, 143-153 y 131-143.

46) Teoría de los principios teológicos, 85.

47) Ibid.

48) Ibid., 24; la cita es de H. De Lubac, La foi chrétienne. Essai sur la structure du Symbole des

Apótres, Paris 1970, 13.

49) Teoría de los principios teológicos, 34.

50) Ibid., 39.

51) El problema del bautismo de los niños lo aborda en un anexo en Ibid., 46-49. Cfr. también

Evangelio catequesis, catecismo, 24-26.

52) Cfr. J. Rollet, Le Cardinal Ratzinger et la théologie contemporaine, Cerf, Paris 1987, 115-127.

53) Teoría de los principios teológicos, 40.

54) Ibid., 46.

55) Ibid., 20.

56) Convocados en el camino de laJe (2002), 301-302.