La espiritualidad eucarística

 

Jaime Sancho Andréu
Profesor de la Facultad de Teología
"San Vicente Ferrer" de Valencia.
Presidente de las Comisiones Diocesanas
de Liturgia y del Patrimonio Artístico
de la Archidiócesis de Valencia.


Introducción


La espiritualidad eucarística del sacerdote es una forma específica de la espiritualidad cristiana, que podría definirse como una identificación de lo más íntimo y subjetivo de la persona, su espíritu, con el de Jesucristo [1].


De este modo, dicha espiritualidad debería ser contemplada:

a) En el marco de las virtudes cristianas: Fe, esperanza, caridad (hacia Dios y el prójimo), virtud de la religión, piedad y espiritualidad. Y así escuchamos a san Pablo: «Lo que tenía por ganancia, lo reputo ahora por Cristo como pérdida, y aún todo lo tengo por pérdida a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo sacrifiqué y lo tengo por basura, con tal de ganar a Cristo y ser hallado en El no en posesión de mi justicia, la de la Ley, sino de la justicia que procede de Dios , que se funda en la fe y nos viene por la fe de Cristo; para conocerle a El y el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos, conformándome a El en su muerte por si logro alcanzar la resurrección de los muertos (Filip 3,7-11).

b) Como un aspecto o momento de la espiritualidad litúrgica. Espiritualidad litúrgica es la actitud del cristiano que funda su vida - toda su vida humana vivida conscientemente - sobre el ejercicio auténtico de la liturgia, de manera que ésta llega a ser culmen y fuente de toda su actuación (SC n. 10), para que, en definitiva, exprese en su vida el misterio pascual:

La espiritualidad litúrgica es el ejercicio (en lo posible) perfecto de la vida cristiana, con el que el hombre, regenerado en el bautismo, lleno del Espíritu Santo, recibido en la confirmación, participando en la celebración eucarística, marca toda su vida con estos tres sacramentos, para crecer, en el cuadro de las celebraciones repetidas del año litúrgico, a partir de una oración continua - concretamente: la oración o liturgia de las Horas - y de las actividades de la vida cotidiana, en la santificación, mediante la conformación con Cristo resucitado y resucitado, en la esperanza de la última consumación escatológica, para alabanza de la gloria de Dios (B. Neunheuser).

Como dice una oración del Sacramentario Veronense (n.1329): «Laudent te, Domine, ora nostra, laudet anima, laudet et vita: / et quia tui muneris est quod sumus, tuum sit omne quod vivemus».Que podríamos traducir de la siguiente forma: "Que te alaben, Señor, a la vez nuestras voces y nuestras almas, que te alaben también nuestras vidas; y ya que es don tuyo lo que somos, sea también para ti todo lo que vivimos».

Aplicado al tema que tratamos, la espiritualidad eucarística no sólo es fomento de las virtudes, sino, en primer lugar, recepción renovada de las virtudes teologales en la gracia del Espíritu Santo invocado sobre los dones y sobre los participantes: "Él haga de nosotros una ofrenda permanente" (Plegaria eucarística III).


1. La enseñanza de la Biblia


La espiritualidad eucarística debe alimentarse, en primer lugar, asimilando la forma peculiar de oración que es la plegaria eucarística, que hunde sus raíces en la espiritualidad israelita y alcanza su culmen en la plegaria de Jesucristo. Podemos repasar someramente sus características:


a) La oración de bendición ascendente y descendente.- Como podemos ver en muchos pasajes de la Biblia, el orante siente en primer lugar la admiración por la obra de Dios, y luego invoca la prosecución de la acción divina en favor propio o de la comunidad.


b) La piedad en en judaísmo de tiempos de Jesucristo.- Desde el Génesis y el Éxodo aparece el esquema de la berakah (bendición). Los ejemplos de ella que nos dan estos libros son ya de una nitidez tan sorprendente que se ve uno tentado a descubrir en ellos un reflejo de la piedad tardía de los escribas sacerdotales, últimos redactores o revisores de estos escritos. Las fórmulas aparecen, sin embargo, en ellos tan sencillas y tan espontáneas, que hay grandes probabilidades de que sean más bien modelos lejanos, retenidos y conservados, de la respuesta inmediata a la palabra, modelos que el desarrollo de ésta habría ido sencillamente rellenando, cada vez más.

En los Salmos, en los que se siente por todas partes este enriquecimiento de la oración primitiva, por la palabra cada vez más reveladora, el esquema de la berakah aparece más de una vez subyacente, aunque raras veces se destaca. Puede decirse que está ahí como un cristal en formación en su agua madre, invisible todavía a la mirada superficial, pero dispuesto a precipitar toda su sustancia en una forma que ésta exige. Cuando Eliezer, en el Génesis, encontró a Rebeca y tomó conciencia de la manera como Dios, que se había revelado a Abraham, lo había gestado todo, exclamó: «Bendito sea el Señor, Dios de mi amo Abraham, que no escatimó su benevolencia y su bondad a mi amo» (Gen 24,27).

En otras palabras: se bendice a Dios porque, ha mantenido sus promesas a aquel que había creído en su palabra. El objeto de esta bendición, por rudimentaria que sea, es el reconocimiento de lo que había de expresar san Pablo: "Dios hace que todas las cosas concurran al bien de los que él ama" (Rom 8,28).

Numerosos salmos no serán sino berakoth de este género, sencillamente desarrolladas. Desplegarán la plenitud del sentido de estas expresiones: bendecir (benedicere), cantar (cantare), confesar (confiteri), proclamar (praedicare) aplicadas a los mirabilia Dei, tal como los anuncia, los manifiesta, los produce la palabra todopoderosa. Ya sea su objeto precisado la creación en general, o algún beneficio recibido individualmente, en todo caso está siempre implicada en su alabanza la experiencia propia de Israel: Dios manifestado primeramente en la historia de los suyos, y que será luego reconocido por todas partes y en todo, hasta tal punto que para el israelita creyente todo es sencillamente un eco de su palabra, la obra que la atestigua.

Los salmos que son oraciones de petición suponen siempre el trasfondo de esta alabanza; ésta es el resorte de toda oración: el Dios al que ora Israel no es un desconocido. Es el Dios muy conocido por su palabra, reconocido en las altas gestas que la acompañan y que son su producto. Incluso cuando este presupuesto es sólo implícito, es él el que subentiende la oración el Dios que ha hecho esas maravillas que se creen, es el único de quien todo se puede esperar.

Pero muchos salmos esbozan ya, y con frecuencia no sólo esbozan, un desarrollo del esquema que vendrá a ser formal en las grandes berakoth litúrgicas de la sinagoga. En particular, en los salmos redactados para acompañar los sacrificios (y que parecen ser uno de los tipos más antiguos y más constantes en su estructura), una primera fase evoca en el gozo de una confesión de fe jubilosa las altas gestas pasadas de Dios en favor de los suyos. Luego se ofrece el sacrificio en medio de súplicas para que renueve, y confirme también, sus maravillas pasadas. Con frecuencia un oráculo sacerdotal, tomado sin duda en los orígenes, de los presagios discernidos a lo largo del rito, viene en este lugar a prometer la liberación o la gracia esperada. De esta manera el salmo, comenzado en la alabanza, desarrollado en la súplica, terminará en doxología: Dios es siempre el mismo; hoy y mañana, como en otro tiempo, colmará a los suyos. Este esquema aparece con particular relieve en un salmo como el 39, cuya cita en la carta a los Hebreos lo incorpora de pleno a la espiritualidad cristiana a través del sacerdocio de Cristo. Se abre con la proclamación de las liberaciones pasadas: «Puse toda mi confianza en el Señor, y se inclinó hacia mí y escuchó mi llamada. / Me sacó de la hoya de ruina, del fango cenagoso. / Afirmó mis pies sobre piedra e hizo seguros mis pasos. / Puso en mi boca un cántico nuevo, / un himno de gloria a nuestro Dios».

Viene luego la ofrenda-sacrificio, con la oración en que se ruega que se muestre Dios siempre el mismo, que haga todavía y que remate lo que ha comenzado en favor del que le invoca. Pero es al mismo tiempo una consagración del orante mismo, en su sacrificio y más allá de la oblación material, la cual no hace sino representar la confiada entrega de sí mismo a la voluntad divina.

Que aquí no había en modo alguno superación, sino interiorización del sacrificio, nada lo traduce mejor que un detalle de expresión de san Pablo. Le brota tan naturalmente, que debía ser ya habitual entre los judíos, pese a su giro tan paradójico que roza con el contrasentido. En uno de los más antiguos textos en que se traduce el sentido sacrificial dado a la cruz por los cristianos, dirá que Cristo se entregó a sí mismo por nosotros como "una ofrenda y un sacrificio a Dios en olor de suavidad" (Ef 5,2). Es evidente la referencia al salmo 39 que acabamos de citar. Pero el salmo decía literalmente: "lo que tú quieres no es la ofrenda», sino la aceptación de la voluntad divina. San Pablo traduce, o más bien transpone el sentido, diciendo lo que en las palabras es poco más o menos lo contrario: esta aceptación de la voluntad divina es la ofrenda querida por Dios.

«No te agradaron el sacrificio y la ofrenda, pero me has dado un oído abierto. / No deseas el holocausto y el sacrificio expiatorio. / Por ello dije: «Heme aquí que vengo.» / En el rollo de la ley se escribió de mí: / Tengo mi complacencia, ¡Dios mío!, en hacer tu voluntad, y dentro de mi corazón está tu ley; he proclamado tu justicia en la asamblea numerosa. No he tenido mis labios cerrados; tú, ¡oh Yahweh!, lo sabes: no he tenido encerrada tu justicia en el secreto de mi corazón, sino que he proclamado tu fidelidad y tu redención... No apartes de mí, ¡oh Yahweh!, tu misericordia: sean mi salvaguardia tu misericordia y tu piedad».

Desde esta base de la consagración a la voluntad de Dios puede, en efecto, brotar la oración. Lo hace con tal certeza, que la súplica misma se convierte espontáneamente en alabanza nueva y definitiva. El nudo de este salmo está en un pensamiento que se repite no pocas veces en el Salterio y que es una enseñanza capital de los profetas, en particular de Isaías (Cf. Is 1). No es la materialidad de ofrenda alguna la que puede satisfacer al Señor, sino la ofrenda de sí mismo. Sólo la consagración de nuestra voluntad a su voluntad, reconocida en su palabra, da sentido a nuestros sacrificios.

La exégesis del siglo XIX, bajo el influjo de prejuicios protestantes, quiso ver en estas fórmulas un repudio de los sacrificios, que se expresaría con la mayor fuerza en las palabras de Isaías que había de reasumir Jesús: «Misericordia quiero, y no sacrificio» (Os 7,8; Mt 19,13) . Pero, como lo ha mostrado bien la escuela escandinava contemporánea, hay ahí un falso literalismo que desconoce el estilo de la espiritualidad veterotestamentaria enraizada en la liturgia.


c) El ejemplo de Jesús.- Jesús, nuestro maestro de espiritualidad, aprendió desde niño a hacer de toda la jornada una oración eucarística, bendicional, permanente: Desde el despertar, la ablución matinal será santificada con la fórmula: «Bendito eres, Señor, Dios nuestro, rey de los siglos, que nos santificas con tus mandamientos y nos prescribiste lavarnos las manos». Una vez despejada la conciencia del sueño, añade el fiel: «Bendito eres, ... tú que restituyes las almas a sus cuerpos mortales, asociando así el despertar mañanero con las perspectivas de la resurrección». Al canto del gallo se dice: «Bendito eres, ... tú que diste al gallo la inteligencia para discernir el día de la noche». Entonces vendrán las tres bendiciones con que el israelita alaba a Dios por no haberle hecho gentil, ni esclavo, ni mujer. Estas no significan, como lo han explicado siempre los rabinos, enorgullecimiento por un mérito propio que no poseen los otros, sino un considerar de nuevo la gracia inmerecida de conocer a Dios, de poder y deber cumplir las prescripciones de la ley. La misoginia que un antisemitismo demasiado imaginativo ha creído descubrir en la última de las tres fórmulas, olvida sencillamente que a la mujer se le prescribe decir: «Bendito eres, ... tú que me has creado según tu voluntad».

Los rabinos explican ambas bendiciones diciendo que es una gracia para el hombre haber sido llamado a desempeñar ceremoniales, como para la mujer el haber sido dispensada de ellos para poder consagrarse a las ocupaciones del hogar. El fiel se incorpora luego diciendo: «Bendito eres, ... tú que levantas a los humildes».Dirige una primera mirada a lo, que le rodea y exclama: «Bendito eres, ... tú que abres los ojos de los ciegos». Se levanta, y poniendo los pies en el suelo, dice: «Bendito eres, ... tú que extendiste la tierra sobre las aguas». Se viste y dice: «Bendito eres, ... tú que vistes a los que están desnudos».

Ya todo lo largo del día no habrá objeto o ser que no remita su pensamiento a Dios y a su palabra de amor que lo creó todo para los suyos, ni acción en que no se entregue de la misma manera a la voluntad de Dios revelada.

El cardenal Schuster decía que Cristo había hallado en el salterio como el libro sacerdotal ya listo para poder leer en él la liturgia de su sacrificio [2]. Todavía más exacto, sería decir esto de la liturgia judía y de sus berakoth, aunque, hay que reconocer que éstas no hacen sino destacar lo que estaba latente bajo el salterio. Las palabras de Cristo suponen - como se ha hecho notar con frecuencia - un dominio sin igual de la Biblia hebraica, con un sentido soberano de aquello acerca de lo cual le correspondía a él, y a él solo, decir la última palabra. Sin embargo, Jesús aparece como el heredero predestinado de la piedad sinagogas. Puede decirse que a él estaba reservado descubrir al mundo entero todo lo que ésta encerraba en germen y hacerlo florecer en su propia piedad. Pero inscribiéndose en la piedad judía del Hijo de María es como la piedad del Hijo de Dios se había de expresar humanamente.

Como se puede decir de Jesús de Nazaret que es la palabra hecha carne, de su humanidad podría decirse que es el hombre que llegó a pronunciar la perfecta «bendición», esa en que, todo lo humano se entrega en una respuesta perfecta al Dios que habla la palabra divina, halla en la vida humana de Jesús su perfecta realización. De hecho, la perfecta bendición que pronunciará Jesús se consumará en el acto supremo de su existencia, en la cruz, profetizado sacramentalmente en la Última Cena.

Aparte de algunas breves invocaciones, los Evangelios sinópticos no nos han citado más que una sola oración desarrollada de Jesús. Lo mismo hay que decir de san Juan. Llama la atención el hecho de que la oración citada por Mateo y Lucas después de la primera misión de los doce, sea una berakah típica. He aquí el texto, tal como lo ofreció san Lucas, sin duda en la forma más próxima a las fórmulas que efectivamente debió de utilizar Jesús: «En aquella hora se sintió inundado de gozo por el Espíritu Santo y dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes, y las revelaste a los pequeñuelos. Sí, Padre, porque tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre, y quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo» (Lc 10,21-22. cfr Mt 11,25-27).

En este texto no hay un solo detalle que no esté pletórico de sentido. Para comenzar, la exultación de Jesús expresa ese gozo que es el alma de toda berakah. Es la exultación del que descubre por la revelación divina el sentido de toda cosa y de la vida misma se hallaba ya más que en germen, para los suyos, en la mencionada berakah de san Mateo y de san 1,ucas, donde Cristo expresaba el sentido de su misión, que habían de prolongar los apóstoles.

Es cierto que en el capítulo 17 de san Juan, la súplica, siguiendo una tendencia que hemos puesto, ya de relieve en las berakoth judías, refluye en cierto modo sobre la acción de gracias. Pero la acción de gracias, la «confesión» en la alabanza, se lee, como en transparencia, de un extremo a otro. Toda esta «oración sacerdotal», como se la ha llamado, surge de una contemplación de la glorificación de Dios, que fue la obra de Jesús en la tierra, para pedir su propia glorificación, en la que la del Padre será consumada en la salvación de los creyentes.

La lección de todo ello es que el cristiano, y especialmente el sacerdote, ha de hacer de toda su día una oración permanente en sintonía con la plegaria eucarística. Lo grato y lo adverso deben se contemplados como muestra de la misericordia y grandeza de Dios, para responder a la admiración con una petición de perdón, de gracia, de ayuda, en favor propio y ajeno.


2. La intención del Vaticano II


La Constitución sobre la Sagrada Liturgia encuadra la espiritualidad en la objetividad del culto, del que vienen a ser su elemento necesario subjetivo.

Las acciones litúrgicas son el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo (SC, n. 7), de modo que son cumbre y fuente de toda la actividad de la Iglesia (SC, n.10), aunque no la agoten (SC, n. 9). estos dos conceptos iluminan bien la naturaleza específica de la espiritualidad litúrgica: la liturgia es fuente y norma: quiere y debe desarrollarse en la totalidad de una vida espiritual, que a su vez reconduce a la acción litúrgica como a su vértice. Y la Iglesia debe introducir en la liturgia ya preparando para su celebración, o sea, predicando el mensaje y el misterio de Cristo, para que cada uno entre con fe recta y celebre las acciones sagradas no como si fueran algo extrínseco, de ceremonial, simples prescripciones cultuales que se deben observar legalísticamente, sino que participen en ella consciente, activa y fructuosamente (SC, n. 11). Después, una vez terminada la celebración, la acción sagrada impulsa a los fieles a que, saciados con los sacramentos pascuales, sean concordes en la piedad..., conserven en su vida lo que recibieron en la fe..., los enciende y rrastra a la apremiente caridad de Cristo (SC, n. 10). La comunión con el Señor, instaurada en la liturgia, invita además a la oración personal y a estar dispuestos a asumir en la propia vida los sufrimientos de Cristo, que muere para la transformación de todo el hombre, para que recibida por el Padre la ofrenda de la víctima espiritual, el hombre se convierta en ofrenda permanente (SC, n. 12). Todos los demás ejercicios piadosos se subordinan a las normas objetivas de estas leyes de la Iglesia y de estas formas de su liturgia (SC, n. 13).


3. La preparación a la santa Misa


El Misal Romano conserva una serie de oraciones de autores clásicos para la preparación a la celebración de la Misa. No tenemos ya las oraciones de la vestición de los ornamentos, pero no están prohibidas, antes bien, deberíamos tenerlas presentes y es una lástima que se pierda su sentido, tomado de los antiguos intérpretes alegoristas como Amalario de Metz. El sacerdote revestido es símbolo de Cristo, pero cada uno de los ornamentos puede encontrar un significado particular, esto es la alegoría. En este contexto de espiritualidad, los ornamentos tienen un doble significado: el referido a la pasión de Cristo y el relativo a las virtudes como son la modestia, pureza, castidad, fidelidad, ejercicio de buenas obras y caridad.

La preparación a la Misa puede llevarnos por un proceso espiritual de distanciamiento, indignidad y gratitud. Distanciamiento de la personalidad que se encarna en el celebrante: Es Cristo quien actúa en mí, pero yo sigo siendo el mismo, por ello sigue el sentimiento no de orgullo, sino de indignidad. Entonces es el Señor quien nos anima: "Amigo, sube más ariba", entra conmigo a presidir. Brota, debe brotar, en ese punto la gratitud. Celebramos de pie, pero interiormente debemos estar de rodillas.


4. La oración en la Liturgia


Los momentos de oración personal, el silencio sagrado. El ritual de la Misa prevé momentos de silencio, compartidos con el pueblo, que marcan el tono espiritual de la celebración, que no es un mero ejercicio material. Además de ellos, el sacerdote debe decir en secreto, es decir, mentalmente, una serie de oraciones y jaculatorias, muchas menos que antaño, que están ahí para facilitarle el situarse personalmente en cada momento de la celebración, de modo que su participación en ella sea también consciente, activa -exterior e interior - y fructuosa.


5. Después de la Liturgia


La clásica "ación de gracias después de celebrar" puede enlazar con los sentimientos expresados en la preparación; además se debería actualizar y personalizar lo hecho: ¿Cómo me afecta? ¿Qué voy a hacer ahora? Llevar a Cristo en mí, vida de mi vida.


La adoración eucarística.- La preocupación de la renovación promovidas por el Vaticano II para restituir a la liturgia su lugar central en la vida de la Iglesia ha manifestado más claramente la dependencia de la adoración eucarística con respecto a la celebración litúrgica. Ante todo, la adoración es considerada como "prolongación de la gracia del sacrificio" y especialmente de la comunión sacramental. Sea en forma pública, con tiempos de exposición prolongados o breves, sea en la forma privada de la devoción personal, la adoración eucarística tiene como finalidad el reconocer la presencia sacramental de Cristo resucitado, que se entrega a su pueblo como "pan de vida" y el favorecer una comunión más profunda con él.

La adoración eucarística es, pues, un medio precioso para profundizar en las actitudes fundamentales de la fe, gratitud y alabanza, de ofrenda, de oración universal y de amor adorador, que son el corazón de todo culto eucarístico. Como proclamó el Papa en el Congreso Eucarístico de Sevilla: "Sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo" (Mt 28,29). Son palabras de Cristo resucitado antes de subir al cielo el día de su Ascensión. Jesucristo es verdaderamente el Enmanuel, Dios-con-nosotros, desde su Encarnación hasta el fin de los tiempos. Y lo es de modo especialmente intenso y cercano en el misterio de su presencia permanente en la Eucaristía. ¡Qué fuerza, que consuelo, que firme esperanza produce la contemplación del misterio eucarístico! ¡Es Dios con nosotros que nos hace participes de su vida y nos lanza al mundo para evangelizarlo, para santificarlo" [3].


Notas


[1] Seguimos en este apartado la obra de LOUIS BOUYER, Eucaristía, Ed. Herder, Barcelona 1969.

[2] I. SCHUSTER, Liber Sacramentorum, tr. castellana, Herder, Barcelona 1935ss; p. 191 de la edición francesa.

[3] XLV Congreso Eucarístico Internacional. Textos y documentos, Publicaciones Obra Social y Cultural Cajasur, Córdoba 1994.