Breve análisis del Islam


José Morales
 



 

 

Morales, José: El Islam, Rialp, Madrid 2001 (extracto)

 

Sumario

1. Introducción.- 2. El Corán.- 3. La Tradición (Hadith).- 4. La mujer.

 

1. Introducción

El Islam ha estado siempre, como mundo religioso y cultural, muy próximo a la geografía del cristianismo, e incluso inmerso fragmentariamente en esa geografía. La fe y la civilización musulmanas han mantenido desde el siglo VII con los cristianos una relación constante, caracterizada generalmente por la tensión y el enfrentamiento, mucho más que por la convivencia y la colaboración. A diferencia de las religiones que se han desarrollado lentamente, a partir muchas veces de orígenes oscuros y legendarios, el Islam -la más joven y sencilla de las religiones universales- nació a la plena luz de la historia y se propagó acto seguido con la celeridad de un huracán. El interés por el Islam es un fenómeno incontrovertible y creciente en el mundo occidental. Se trata de un interés y de una atención polivalentes y cargados de ambigüedad. Atrae sin duda el hecho religioso musulmán, que ha llevado a Juan Pablo II a hablar de la «gran religión musulmana» y a mostrar su respeto hacia el Islam besando el Corán durante su visita a Egipto en marzo de 2000.

Despierta asimismo atención hacia el Islam el resurgir del radicalismo musulmán que, "extremo" o moderado, se considera un factor desestabilizador en el equilibrio del planeta y una amenaza a los intereses hegemónicos -económicos y políticos- de Occidente. Se impone además el hecho de la presencia en aumento de activas comunidades islámicas de cierta importancia numérica en casi todos los países que han representado históricamente la civilización cristiana. El mundo académico europeo y norteamericano acusa también una intensificación del interés por el Islam. Lo muestra el crecimiento de los estudios islámicos que las universidades de Occidente llevan a cabo en centros y departamentos de historia, lingüística, religión, filosofía, etc. Junto a los numerosos islamistas que trabajan en estos lugares, se encuentran no pocos musulmanes cultos que han hecho del Occidente su patria intelectual y la sede de su docencia e investigación. Estos hombres viven en el mundo académico y no representan necesariamente «el punto de vista» musulmán. Aunque se presentan en ocasiones como los verdaderos conocedores del Islam vivo, pueden no tener de éste más conocimientos reales que muchos cristianos y judíos.

La percepción que los hombres y mujeres occidentales tienen del Islam es una mezcla de temor, recelo, curiosidad y vago respeto. Se ha dicho que para el Occidente cristiano, los musulmanes fueron un peligro antes de convertirse en un problema. Puede afirmarse que el Islam y los musulmanes se nos presentan actualmente como peligro y a la vez como problema. Nadie se atrevería a pronosticar cuál será el impacto futuro de lo islámico en la situación religiosa de Europa y en la relación entre comunidades en el plano de la convivencia social. La actitud reivindicativa que, derivada del pasado colonial y de la dominación política y económica occidental, se advierte en los países musulmanes, añade un factor de incertidumbre a las relaciones presentes y futuras entre el Islam y el Occidente.

La civilización cristiana ha sentido históricamente, con raras excepciones de momentos y personas, antipatía y desprecio hacia el Islam. En una conferencia pronunciada en marzo de 1883, decía Emest Renan: «Islam es la unión inseparable de lo espiritual y lo temporal, es el reino del dogma, es la cadena más pesada que haya soportado la humanidad». Los tiempos han cambiado, y sobre todo lo han hecho las actitudes que, fruto de mayores contactos y de una mejor información, son capaces de superar prejuicios y sobre todo ignorancia. Son muchos los hombres y mujeres occidentales que lamentan el pasado y desean borrar o al menos compensar de algún modo las ofensas que se hayan infligido al Islam en el ámbito de la Cristiandad.

El Islam se presenta a sí mismo como la religión del sentido común. Ha entrado en la historia a principios del siglo VII de nuestra era como una religión de conquista en un mundo considerado decadente, y no como una secta oriental insignificante en un orden sólidamente establecido. A diferencia de otros nombres de religiones, como Hinduismo, Shinto, Cristianismo, que les han sido impuestos desde fuera, Islam -que significa sumisión a Dios- es el nombre con el que los mismos musulmanes designan su propia creencia, y el nombre con el que desean también ver designada la religión que practican. Piensan que es Dios mismo quien ha denominado Islam al monoteísmo predicado por Mahoma. Sólo recientemente han comenzado los occidentales a usar el nombre de Islam, que en la Edad Media eran simplemente «los sarracenos». Cuando hablamos del Islam lo hacemos, consciente o inconscientemente, en diversos registros. Nos podemos referir a este hecho religioso masivo como cultura, como refugio espiritual, como protesta reivindicativa, como esbozo de sistema económico, como realidad política, etc.

Pero lo que nosotros separamos es vivido por las masas arabe musulmanas como una unidad, que nos recuerda la solidaridad latente bajo múltiples divisiones y cuya alma es una fe común. Una misma realidad aparece en el Islam como «iglesia» o comunidad espiritual, cuando se la contempla desde una determinada perspectiva, y se manifiesta como estado o como poder político cuando se la mira desde otro ángulo. Pero el Islam es una realidad única e indivisible, que es una cosa u otra según cambie el modo de considerarla. El conocido y elemental principio de que el hecho religioso no existe en estado puro, y es al mismo tiempo un hecho histórico, sociológico, cultural, psicológico..., alcanza en el caso del Islam su máxima vigencia.

Es frecuente imaginar una comparación entre el Islam y el Occidente en la que éste aparece revestido de las notas positivas y la realización del respeto a los valores del humanismo y la democracia, mientras que el Islam sería, por el contrario, el reino del arcaísmo y la tradición inmóvil, la discriminación de la mujer y la barbarie del código penal. El Islam parece haber sido dejado fuera de la modernidad, lo cual no es juzgado por los mismos creyentes musulmanes como negativo. Pero es muy cierto que el Islam y toda la realidad geográfica, cultural y humana que supone ha sido el objeto y no el sujeto del cambio histórico desde el siglo XIII.

El proceso secularizador ha demostrado con toda su ambivalencia la capacidad del Cristianismo para enfrentarse y entenderse, según los casos, con el pensamiento filosófico, la ciencia, la historia crítica, y el desarrollo democrático y social del estado y la sociedad modernos. N o puede decirse lo mismo del mundo islámico, para el que estos desarrollos contendrían promesas de renovación pero sobre todo amenazadoras crisis, latentes o abiertas. Las estructuras sociales y familiares de las sociedades musulmanas sufren importantes disfunciones y problemas crónicos, a causa principalmente de la pobreza, el analfabetismo, las condiciones miserables de vida, y la multitud de familias rotas. Todo ello en un marco de estancamiento cultural y económico. La tragedia que ha significado para el mundo árabe la humillante derrota infligida por Israel en 1967 ha intensificado psicológicamente el impacto letal de tantos males, que se hacen cada vez más insoportables. Contrariamente a lo que muchos piensan, no es la religión musulmana la causa determinante de esta situación negativa, que no tiene visos de modificarse a corto plazo.

Mucho más importante es el despotismo oriental, que ignora por principio los derechos y la dignidad de la persona individual, y mantiene en casi todos los órdenes un régimen de arbitrariedad que bloquea cualquier evolución positiva de carácter individual o social. Al despotismo se unen las estructuras feudales y la corrupción a gran escala, así como, más recientemente, la desintegración del consenso político que había nacido después de la independencia de los poderes coloniales. Debe mencionarse asimismo la situación inferior de la mujer, porque el desarrollo armónico de una sociedad exige que muj eres y hombres sean tratados y actúen como iguales en cuanto seres humanos. Hay también otras causas, derivadas sin duda del pasado colonial y de las contingencias de la historia pretérita o reciente, pero ninguna encierra probablemente la importancia de un sistema político que, a pesar del impulso coránico, no parece capaz de buscar la justicia, y de los prejuicios culturales y sociales que imponen a la mujer un régimen permanente de tutela.

No es posible hablar o escribir sobre el Islam en nuestra cultura sin tener en cuenta el considerable volumen de informaciones y conocimientos que forman la memoria de una sociedad como la occidental, que asocia espontánea y necesariamente el hecho islámico con las Cruzadas, la Cristiandad, las incursiones recíprocas que han tenido lugar a lo largo de la historia, y el terrorismo del siglo XX. La imaginación de Occidente sobre el Islam no puede desprenderse fácilmente de los recuerdos y datos evocados por la revolución religiosa del Irán en 1979, la guerra del Líbano de 1977, la resistencia afgana, las erupciones de violencia social en Egipto y Argelia, el régimen de los Talibanes y la guerra que arde en Chechenia. Pocos europeos y norteamericanos hay capaces de pensar con imparcialidad en el mundo musulmán.

Puede afirmarse también que, de modo simétrico, la gran mayoría de los musulmanes nutren en sus mentes una visión deformada del Occidente, que para ellos es siempre cristiano, como un mundo de arrogancias imperialistas, corrupción social, y concesiones impías al secularismo y a la irreligiosidad. Es evidente al mismo tiempo que un cristiano de nuestros días que reflexione sobre la historia de la salvación dispuesta por Dios para la entera humanidad, ha de tener en cuenta, por respeto a los designios divinos, el hecho religioso del Islam. Es éste un fenómeno polivalente que ha modificado en alguna medida el curso de la historia humana, ha alimentado valiosas experiencias religiosas, y proporciona una identidad espiritual a millones de hombres y mujeres en los cinco continentes.

No se debe, sin embargo, idealizar el Islam ni su azarosa historia. La historia de los musulmanes no deja de ser la de seres humanos que no han sido ni son siempre fieles a todas las enseñanzas de su religión, y que con frecuencia han coaccionado injustamente, vejado, humillado y aniquilado Es preciso huir de la denigración sistemática del Islam y de los valores musulmanes, que era una actitud muy de moda a principios del siglo xx, cultivada por bastantes cristianos y por la mayoría de los orientalistas. Hace falta también controlar el excesivo entusiasmo que algunos círculos manifiestan hoy hacia el Islam y que conduce a una ingenua idealización de éste, y a un lamentable e injusto vilipendio del Cristianismo.

La relativa fascinación por el Islam, extendida actualmente en ámbitos occidentales y especialmente dentro de la Iglesia católica, impide en ocasiones un mínimo de objetividad, tanto científica como teológica. Es necesario un conocimiento desmitificado del pasado y una liberación de mitos e idealizaciones que impiden comprender el presente. No se pueden ignorar ni minimizar los aspectos de tensión que afloran a la superficie cuando se comparan y relacionan en serio dos religiones de vasta implantación que viven contiguas. La religión es el mejor camino para introducirse en la comprensión del mundo árabe, lo cual no es cierto en igual medida del mundo occidental. Porque si bien la raíz del mundo cultural de Occidente puede ser religiosa, el hecho es que los elementos e impulsos religiosos se ocultan con frecuencia bajo formas filosóficas, políticas o sociológicas.

El Islam muestra en cambio poderosas estructuras visibles de creencia, aunque la religión sea también aquí un arma política, en distinta medida según países, tiempos y circunstancias históricas. El Islam no es una religión de poco valor. Desde su nacimiento se ha presentado al mundo como una fuerza con la que hay que contar. Representa para muchos la negativa a ver el mundo de modo racional y crítico. Pero esta religión despreciada por siglos ha manifestado una energía, una solidez y una capacidad de unir a sus seguidores, que son objeto de asombro cuando no de alarma. No es una religión anquilosada. Habla a los corazones de millones de hombres y mujeres, a muchos de los cuales proporciona principios de temor de Dios y deseos de conducta honrada. El Islam afirma y encierra una fuerza orientada hacia el bien. Una vida conforme a sus mejores preceptos puede ser una vida que mira a lo moralmente irreprochable. (...)

2. El Corán

La predicación de Mahoma hizo saltar en su tiempo todas las estructuras sociales, políticas y religiosas del mundo árabe, que ya no volvería a ser el mismo. De esta predicación permanece un libro sagrado. Este monumento prestigioso de la lengua árabe representa un acontecimiento capital en el curso de las ideas, y ha tenido una influencia en numerosos dominios de la religión, la política y la cultura, que permite hablar en la historia universal del «hecho coránico». A pesar de su gran originalidad, el Corán no deja de ser el texto más representativo del pensamiento y de los modos de expresión artística propios del mundo arábigo en el siglo séptimo.

El mensaje que contiene es designado por los musulmanes con los. nombres de revelación (wahy), escritura (kitab), edificación (dikr) o predicación-recitación (Quran). El Corán contiene para los musulmanes la última palabra de Dios, hecha descender sobre Mahoma, que ha sido transmisor íntegro y fiel del mensaje divino. Según esta concepción religiosa del Libro sagrado del Islam, Mahoma no es tenido por autor del Corán, sino únicamente por el hombre que ha registrado en su mente las palabras divinas, para recitarlas luego a los suyos. El entero Corán es, por lo tanto, considerado palabra por palabra como discurso divino, y la mera idea de que el Profeta pueda ser su autor es juzgada blasfema. A diferencia de lo que ocurre con la Biblia, en el Corán desaparece del todo el autor humano.

El Corán mismo explica que su texto original y arquetípico ("la madre del Libro", 43, 3) se encuentra en el cielo, y que mediante un proceso que hace descender (tanzil) un fragmento tras otro, fue comunicado al Profeta. El Mediador fue un ángel, que es llamado a veces espíritu (26, 193), en otros momentos santo espíritu (16, 104) Y al final Gabriel (2, 91). Este ángel dicta las revelaciones a Mahoma, que las repite después de haberlas escuchado, y las proclama luego en su entorno (87, 6). La idea radical que Mahoma tiene de Dios, como un ser completamente por encima del mundo humano, excluye cualquier pensamiento de relación o diálogo directos con la divinidad. La función mediadora del ángel es esencial.

El texto coránico es palabra de Dios en el sentido más literal y estricto del término. «Por la Escritura clara y evidente hemos hecho de ella una recitación en árabe... Ésta es la Escritura Matriz que Nosotros tenemos» (43, 2-4). El Corán es inimitable, y la teología musulmana ha hecho de esta afirmación un dogma de la fe. En la sura podemos leer: «Si dudáis respecto a lo que hemos hecho descender sobre nuestro servidor, mostrad una sola sura semejante y llamad a vuestros testigos aparte de Allah, para que digan que tenéis razón» (v. 23). En torno a estas palabras se ha construido la doctrina musulmana de la inimitabilidad del Corán, que es presentada como el verdadero milagro del Profeta, a través de quien Dios ha trasmitido a los hombres un mensaje de incomparable belleza. Esta cualidad se presenta como un signo de la evidencia religiosa del Corán.

De modo que «esta revelación tan prodigiosamente bella y tan segura de provocar la conversión por su sola calidad literaria, aparece como un hecho sin vínculo alguno con la elocuencia ni con la poesía». La impresión producida por el Corán fuera del espacio musulmán ha sido muy diferente. Los datos históricos y literarios sobre el nacimiento y primeros desarrollos del texto coránico nos han llegado en condiciones azarosas e inseguras. No hay ningún libro canónico de una religión que se presente como revelada cuya trasmisión haya estado sometida a tantas dudas, hipótesis y conjeturas como el Corán.

Muchas valoraciones debidas a viajeros y conocedores superficiales del mundo árabe no consiguen prescindir de los prejuicios negativos hacia el Islam que imperan en Occidente. Lo único que tiene que decir sobre el Corán un distinguido y culto francés del siglo XVIII es que «es un libro construido a la buena de Dios, plagado de frivolidad y de fábulas pueriles». El francés Kasimirski, que publica una traducción y un comentario del Corán en 1840, considera que el libro es «un caos de preceptos confusos, comparable a los sueños de un cerebro agusanado». Estos juicios y otros semejantes de carácter injusto y ofensivo para los sentimientos musulmanes, no son los únicos que se formulan a lo largo del siglo XIX en el mundo culto occidental. Thomas Carlyle advierte también la agrupación arbitraria de muchos capítulos del libro, así como numerosas incongruencias. Pero las atribuye sobre todo al carácter ardiente del autor en su calidad de visionario y a las contingencias y corrupciones en la trasmisión del texto.

La crítica moderna ha procurado enjuiciar con la mayor sobriedad y objetividad posibles los méritos literarios y estilística s del Corán. Si bien el texto está redactado en primera persona, porque es Allah quien habla, predomina en él lo narrativo y por lo tanto los versículo s en tercera persona, lo cual hace emerger inevitablemente la personalidad del hagiógrafo. El Corán presenta sin duda un gran poder retórico y exhortativo, pero considerado estéticamente no es una obra de primera calidad. Hay en el libro mucha palabra superflua, así como innumerables reiteraciones, y en pocas ocasiones encontramos un curso firme y gradual del relato. La conexión de las ideas es con frecuencia abrupta y arbitraria, y aunque estas características deban en parte atribuirse al tono profético y apasionado que impregna el texto, no resulta fácil considerar a Mahoma un maestro de estilo, por mucho que esta afirmación deba sonar escandalosa en los oídos de un musulmán.

El texto que ha llegado hasta nosotros, y que podemos considerar la Vulgata coránica, deriva de un trabajo de elaboración comenzado en vida de Mahoma y continuado después de su muerte por los califas sucesores, y por doctores y exegetas a lo largo de dos siglos. Aunque el mensaje predicado por el Profeta se presenta públicamente como una revelación divina no alcanzó en su totalidad la condición ni la sanción de Escritura antes de la muerte de Mahoma. Expertos musulmanes de todas las épocas y estudiosos europeos o de formación europea piensan que la trasmisión del Corán fue confiada inicialmente a la memoria de compañeros y discípulos del Profeta, algunos de los cuales se habrían especializado como memorizadores de las revelaciones trasmitidas por éste. Este proceso de trasmisión oral no pudo mantenerse por mucho tiempo y hubo de ser abandonado muy pronto. Las primeras anotaciones hechas en materiales diversos y heterogéneos con ayuda de un sistema de grafía muy rudimentaria no podían ser correctamente descifradas si el lector no tenía el texto en su memoria.

Por orden de Abu-Bakr, el primer califa, un escriba llamado Zayd ibn Tabit compuso un texto a partir de diferentes escritos parciales ya existentes, a los que se añadieron numerosos fragmentos de revelaciones conservados solamente de memoria. Esta versión no tenía carácter oficial pero fue trasmitida a Ornar, sucesor de Abu-Bakr en el califato. Este texto coexistirá al principio con otras recensiones, que habían sido elaboradas privadamente por hombres próximos al Profeta. En estas circunstancias se produce la decisión de Utmán, tercer califa, que ordena la elaboración de un texto que debía servir como Vulgata definitiva del Corán.

Según la tradición, la iniciativa de Utmán fue provocada por las divergencias en la recitación del Libro sagrado entre los soldados dispuestos a entrar en batalla cerca de Kufa. Parece que el califa constituyó una comisión de la que formaba parte el escriba autor de la recensión ordenada pocos años antes por Abu-Bakr. Se apuntaba con el nuevo texto a eliminar las divergencias de recitación existentes en la comunidad musulmana por la coexistencia de múltiples recensiones todas ellas sin aprobación oficial. Había también una cuestión política de fondo que debía tenerse en cuenta. Bajo el califato de Utmán comenzaba a tomar cuerpo la oposición de Alí, yerno del Profeta y futuro califa. Este grupo poseía también su propio texto de las revelaciones, que procedía del mismo Alí. Parece, sin embargo, que el texto de Utmán no respondía aún a todas las exigencias de la comunidad, y que a lo largo de unos decenios hubo aún de experimentar reajustes y mejoras, así como las aportaciones de escribas que habían perfeccionado el sistema de grafía.

El texto del Corán está dividido en 114 capítulos o secciones denominados suras. Parece ser que esta división se remonta a Mahoma. Las suras son de extensión muy desigual. La mayor de ellas, la segunda, contiene 286 versículos. Son relativamente numerosas las suras de tres a seis versículos. La distribución ordenada de las suras se ha hecho por lo general de manera decreciente en cuanto a la extensión. Las suras iniciales son las más extensas, mientras que las últimas son las más breves. Se piensa que las suras del principio recogen las revelaciones recibidas por el Profeta en Medina (622-632), es decir, las que proceden de la segunda y última fase de su actividad. Con excepción de un pequeño número, las suras incluyen una yuxtaposición de revelaciones, recibidas incluso en momentos diferentes de la vida de Mahoma.

Todas las suras comienzan con la basmala, es decir, la invocación «En el nombre de Allah, el Misericordioso, el Compasivo». La sura primera o del inicio (Fatiha) reviste solemnidad y unción religiosa particulares. Dice así: «En el nombre de Allah, el Misericordioso, el Compasivo, Soberano del día del Juicio. A Ti sólo servimos y a Ti sólo imploramos ayuda. Dirígenos por la vía recta, la vía de los que Tú has agraciado, no de los que han incurrido en la ira, ni de los extraviados». Los estudiosos del Corán piensan que la asignación de las suras al período de La Meca o al de Medina puede hacerse con relativa seguridad. Es mucho más difícil, por no decir imposible, establecer un orden cronológico de las revelaciones dentro de las suras, que sea más o menos preciso. Es evidente que algunas suras, especialmente las normativas, acusan la operación de una o más manos redaccionales, que podrían haber agrupado los materiales unos junto a otros por afinidad de contenido.

No ha encontrado seguimiento importante, sin embargo, la idea de que el Corán, lejos de haber sido editado deliberadamente por unos pocos, sería el producto de un desarrollo orgánico, a partir de tradiciones originalmente independientes, durante un largo período de tiempo. La lectura pública y recitada del Corán encierra un cierto carácter litúrgico, y es una clara muestra de la veneración y el sobrecogimiento religiosos que el texto coránico suscita entre los musulmanes.

La importancia de esta lectura en la práctica musulmana es primordial. Se trata de una recitación salmodiada que debe ayudar a la adoración divina y a la meditación, a la vez que es capaz de producir un alto nivel de satisfacción estética por la sonoridad del texto. La recitación del Corán está ordenada a producir una armonía espiritual en el oyente musulmán, que le debería permitir liberarse del caos que amenaza la existencia humana. Los musulmanes pertenecen a diferentes áreas lingüísticas, y aunque los que hablan árabe son una minoría en el mundo, el Corán arábigo es venerado y recitado en el estudio y en el culto por millones de creyentes, para quienes el árabe es una lengua adquirida y no siempre comprendida del todo. La habilidad técnica necesaria para recitar el Corán ante una audiencia de fieles con la entonación, pronunciación y ritmo exigidos ha sido enseñada durante siglos y trasmitida de maestros a discípulos.

Existen dos técnicas de lectura recitada o cantada: el tachwid y el tartil. El primero es la perfección de la lectura correcta. El segundo permite además la comunión de mentes y corazones. Hay quienes asocian esta recitación salmodiada y ritual del Corán con el cante jondo andaluz. Existen unos determinados aspectos de etiqueta por parte del recitador. El Corán debe ser recitado a partir del texto escrito y tocado sólo por quienes se encuentran en estado ritualmente puro. Se permite ocasionalmente recitarlo de memoria. Se recomienda la recitación durante las oraciones diarias de la noche, antes del alba y después del ocaso, durante el mes de Ramadán, y en los diez primeros días del mes de la peregrinación.

El recitador debe sentarse en postura digna y humilde y en dirección a La Meca. Hay también una etiqueta para los oyentes, que prescribe el silencio y abstenerse de saludos recíprocos, conversaciones y consumir comida. Como práctica personal, el Corán es también leído por el creyente de modo individual. Puede hacerse, en la soledad, cualquier lectura. El lector no tendrá que rendir cuentas más que a Dios en el Juicio, ya que ningún musulmán posee autoridad sobre otro musulmán para imponerle una buena lectura del Libro.

La naturaleza del Corán como palabra directa de Dios en lengua árabe y el carácter único de sacralidad que esta circunstancia impone al texto para los musulmanes, explican la tradicional resistencia de éstos a la traducción del Libro sagrado. Piensan que las palabras elegidas y usadas por Dios mismo no son intercambiables por ningunas otras usadas por el hombre. Ninguna traducción conseguiría, además, reproducir la fuerza emocional contenida en los textos originales. Los términos con los que el musulmán conceptualiza el mundo le vienen dados en el Corán. Estos términos son conceptos que existen en la mente de Dios, y son por lo tanto últimamente válidos y permanentes. Supondría una arrogancia intolerable intentar criticarlos o mejorarlos.

A pesar de la comprensible actitud musulmana, era de esperar que el Corán fuera traducido relativamente pronto a otros idiomas, con fines informativos, polémicos, filológicos, e incluso religiosos y divulgativos dentro del área islámica. La primera traducción latina del Corán fue acabada por Roberto de Ketton en el año 1143, por encargo de Pedro el Venerable, abad de Cluny. El estudio críticohistórico del Corán ha sido llevado a cabo principalmente por la ciencia occidental, que ha aplicado al Libro sagrado de los musulmanes los mismos principios exegéticos que se usan desde el siglo XVII para interpretar la Biblia. El mundo islámico ha rechazado habitualmente con cierta vehemencia y sentido de ofensa este modo de proceder.

La gran mayoría de autores musulmanes piensa que quienes emplean los métodos críticos para estudiar el Corán consideran a éste como una producción humana socio-cultural, históricamente condicionada, y explicable en su totalidad por el marco espacio-temporal de su elaboración. El débil revisionismo exegético que se produce en los países islámicos a lo largo del siglo xx suele arrancar casi siempre de exigencias prácticas, tales como la modernización de las instituciones musulmanas, la promoción de una mayor libertad para la mujer, o una cierta apertura a la ciencia moderna. Pero no busca asimilar métodos modernos para leer e interpretar los textos coránicos.

El texto del Corán manifiesta en su autor un conocimiento fragmentario e impreciso, pero nada despreciable, de las Escrituras judías y cristianas. Mahoma habla con frecuencia de episodios bíblicos y sobre todo de determinados personajes importantes en el Antiguo Testamento y en el Nuevo con algunos anacronismos y datos alterados. Las revelaciones coránicas mencionan principalmente a Abraham, Moisés (el nombre más citado), David, Juan el Bautista, y Jesús. Nadie ha pensado nunca que Mahoma haya leído los libros sagrados de Judíos y Cristianos. Su información sobre la Biblia deriva sin duda de contactos más o menos habituales con personas de las numerosas comunidades cristianas y hebreas que habitaban por entonces en Arabia. Una de sus mujeres era judía y otra, María la Copta, bautizada cristiana.

Los datos que usa Mahoma proceden de materiales de origen rabínico y de narraciones cristianas generalmente de carácter apócrifo. Pueden derivar asimismo de grupos nestoriano s y monofisitas que tenían cierta implantación en el mundo beduino. Estas influencias no privan de originalidad a la predicación del Profeta del Islam. Este presenta su mensaje como el acto final y definitivo de Dios que se ha revelado ya antes a otros profetas, especialmente a los mencionados en la Biblia. Habla con frecuencia de las gentes del Libro (2, 105; 3, 64-5; 4, 123, etc.), no para referirse meramente a los pueblos que tienen Escrituras sagradas, sino para indicar a los que han recibido de Dios el Libro de la revelación (2,101; 3,19-20; 4,131, etc.): «aquéllos a quienes hemos dado el Libro» (2,121; 6,20; 13,36, etc.).

El Corán testimonia por lo tanto numerosas dependencias de las religiones judía y cristiana. Ha podido mostrarse, por ej emplo, cómo la idea coránica de revelación, así como los términos usados por Mahoma para referirse a ella (jurqan, masani) derivan del Judaísmo rabínico. La dependencia coránica de fuentes judías es también manifiesta en el uso de nociones típicamente hebreas como Shekina (2, 249; 48, 4) o Presencia-Inhabitación de Dios.

Ha sido por influencia cristiana como el Corán ha desarrollado la idea de una palabra eterna, que corresponde de algún modo a la Palabra o Verbo divino del misterio de la Trinidad. El Corán designa a Jesús como una palabra venida de Dios. En la Sura 3a, v. 39, leemos el anuncio hecho a Zacarías, que dice: «Dios te anunciará la buena nueva de Juan, que confirmará una Palabra (Kalima) que procede de Dios, y que será jefe, abstinente, profeta de los justos», Palabra es aquí un mandato creativo o cosa decretada por Dios. Aplicada a Jesús tiene sentido de denominación puramente extrínseca y quiere indicar sólo el modo de su origen temporal, que es en el Corán análogo al de Adán. Palabra como hipóstasis divina encarnada es algo completamente ajeno a las concepciones coránicas, y del Islam en general.

Para los cristianos, Palabra es un nombre propio aplicable solamente a la persona de Jesús. Para el Corán es solamente un término indefinido, también cuando se aplica al hijo de María. Un abismo separa en este punto capital las nociones musulmanas y cristiana ortodoxa. Se detecta una similitud entre los textos cristológicos del Corán y la doctrina nestoriana. Esta semejanza resalta más cuando se considera la terminología árabe original. El sentido de mandato creativo parece ser una interpretación nestoriana de palabra, aplicada a Jesús, y es con gran probabilidad fuente directa o indirecta de Mahoma en esta cuestión. "El discurso coránico sobre Jesús se dirige no sólo a los cristianos, sino también -y sobre todo, podría decirse- a los hebreos. A estos se reprochaba explícitamente no haber querido reconocer la misión de Jesús y haber tratado a María como mujer deshonrada. Parece que el Corán quiera interponerse en la disputa entre judíos y cristianos sobre la figura de Jesús, y proponer una especie de mediación: Jesús es profeta y ha sido concebido virginalmente, pero no es hijo de Dios, sino hombre como todos, creado y mortal".

Es evidente que en los temas mencionados, como en otros que podrían señalarse, las aproximaciones terminológicas externas encubren en realidad hondas diferencias de contenido y de espíritu, de modo que no puede hablarse en estos puntos centrales de un verdadero terreno común. Las influencias judeo-cristianas en el Corán forman un barniz superficial, y no afectan a la originalidad y carácter propio del Libro sagrado musulmán. Es muy conveniente, por lo tanto, no ceder a la tentación de hacer lecturas cristianas del Corán sin la oportuna prudencia. Como tendremos ocasión de decir más adelante con ocasión del misterio de Dios, estas lecturas suelen hacer violencia a las doctrinas cristianas, tanto en su letra como en su sentido, y entran también en contradicción con la exégesis musulmana tradicional. Se hallan guiadas por un noble y oportuno propósito de acercamiento al Islam, y quieren secundar los deseos de diálogo expresados por la Iglesia en las últimas décadas. Pero acusan frecuentemente una cierta ingenuidad y un desconocimiento de los límites que ha de mantener cualquier orientación irenista.

La doctrina musulmana presenta sin duda puntos positivos de contacto con el Cristianismo. No podía ser de otro modo, dada la matriz bíblica de numerosas enseñanzas islámicas. Pero el Corán contiene no sólo una fuerte tendencia a la abstracción, sino también y sobre todo doctrinas cruciales que son expresamente contrarias a misterios propiamente cristianos, como la Persona divina de Jesús de Nazareth y la Trinidad de Dios, por mencionar sólo los más importantes. Usando la alegoría, el simbolismo y la mutilación de textos coránicos según conviene al intérprete, pueden introducirse en ellos sentidos que son del todo ajenos a los pasajes interpretados. «Ver el misterio de la Encarnación en el versículo coránico de la luz (Corán 24, 35) puede ser muy bello.

En los planes del Dios único, la idea de la luz podría sin duda profundizarse y permitiría desde luego aproximaciones. Pero no sería legítimo hacer aplicaciones de detalle. La lámpara de la que habla el versículo sería el Verbo encarnado, y el cristal sería su humanidad. En cuanto al receptáculo, cabría ver en él a la Virgen María. Con semejante método puede afirmarse cualquier cosa, porque todo se hallaría en todo. Un libro aparecido en 1956 ha querido encontrar un acto de devoción mariana en el beso que los peregrinos musulmanes depositan en la piedra negra de la Kaaba. Porque está escrito: nigra sum sed formosa. Si hay que ser rigurosos, debe tenerse en cuenta el contexto general».

El Corán desempeña en la vida y el pensamiento de los musulmanes un papel de primera magnitud, que puede compararse a la significación de Jesucristo para los cristianos. Contiene para los seguidores del Islam no solamente el núcleo sino también el desarrollo detallado de las revelaciones recibidas por Mahoma. No cabe por lo tanto respecto a la enseñanza del Corán un desarrollo vivo operado en la historia. La labor de la teología y sobre todo de los juristas musulmanes es un trabajo de simple interpretación de la letra coránica.

El Libro sagrado es fuente esencial para la piedad de los creyentes, que han extraído de él a lo largo de la historia del Islam múltiples invocaciones y doxologías que acompañan habitualmente la vida cotidiana. El Corán proporciona un amplísimo repertorio de expresiones, alusiones y referencias que ayudan a mantener en el camino recto (al sirat al mustaquin) las acciones, sentimientos y palabras del buen musulmán. El éxito del Islam y su rápida implantación en extensos territorios no debe atribuirse solamente al influjo del Corán.

Han contribuido también poderosamente otras causas. Se encuentran, entre ellas, la situación religiosa preislámica en Arabia y las cualidades humanas de Mahoma, a las que se unieron las de muchos de sus primeros adeptos. Actuaba asimismo una suerte de dinámica histórica que en aquellos momentos parecía impulsar a los árabes a traspasar hacia el exterior sus propios dominios. Ha de valorarse igualmente la debilidad de los imperios bizantino y persa, que se vieron impotentes para resistir en su periferia los embates de un Islam celoso y guerrero. En este complejo juego de factores históricos, el Corán y la religión que enseña fueron una causa junto a otras, pero esta causa actuó como un catalizador insustituible.

3. La Tradición (Hadith)

La segunda fuente de la ley revelada del Islam es, junto al Corán, el amplio conjunto de hadith (narración, comunicación), o dichos y hechos del Profeta. El término se usa tanto en sentido colectivo como en singular. Los hadith forman la mayor parte de la tradición musulmana (Sunna: comportamiento, modo acostumbrado de vida, precedente, tradición acumulativa) y se les atribuye por la inmensa mayoría de los creyentes islámicos un rango religioso prácticamente similar al del Corán. A finales del siglo séptimo (primer siglo del Islam) se acuña ya el principio de que «la Sunna es el juez del Corán, y no viceversa». Este poder dado a la Sunna ha ido creciendo con el tiempo, junto con la convicción musulmana de que la Sunna fue revelada al Profeta tanto como el Corán.

Los musulmanes son denominados por este motivo pueblo de la Sunna. Los hadith trasmiten, en la concepción del Islam, modos de juzgar y sentir de Mahoma en las más diversas circunstancias y sobre los más variados asuntos. Son vistos por ese motivo como una extensiól1 o complemento intrínseco y natural del Corán, procedentes de su mismo nÚcleo religioso y en continuidad de fondo con su espíritu. Desaparecido Mahoma, sus compañeros recogieron narraciones y noticias de lo que él había dicho y hecho, e intercambiaron entre ellos esas sentencias y relatos, a fin de que la memoria viva del Profeta pudiera ejercer una influencia perenne sobre la comunidad de creyentes. «Los piadosos seguidores del Profeta -escribe Ignaz Goldziher- han repetido reverentemente las sentencias, iluminado las del maestro, y se han esforzado en conservar, para edificación e instrucción de la comunidad, todo lo que dijo, tanto en público como en privado, sobre la práctica de las obligaciones religiosas que había establecido, la conducta de vida en general, así como el comportamiento social.

Cuando la rápida sucesión de las conquistas llevó a muchos musulmanes a lejanos países, dieron a conocer estos hadith del Profeta a quienes no los habían escuchado con sus propios oídos, y después de su muerte añadieron muchas oportunas sentencias, que juzgaron de acuerdo con los sentimientos de Mahoma y podían, por lo tanto, atribuírsele legítimamente». Un hadith típico es, por ejemplo, el siguiente: «al oír a un musulmán recitar el Corán en una versión que no le era familiar, Ornar (segundo califa) le llevó ante el Profeta. Después de escuchar las dos versiones, éste declaró que ambas eran correctas, "porque el Corán ha sido revelado en versiones varias para conveniencia de los musulmanes"». Otro hadith dice: «El Profeta pidió permiso a Abu Bala (primer califa) para obtener la mano de su hija Aisha, y Abu Bala dijo: Pero tÚ eres mi hermano. El Profeta replicó: Tú eres mi hermano en la religión de Dios y en el Corán, pero ella es halal (algo permitido) para mí». El lenguaje de los hadith, que se cuentan por miles, suele ser directo, gráfico, algo repetitivo, y tiende al uso de expresiones formularias.

Originalmente fueron trasmitidos de modo oral, pero pronto nació la costumbre de fijarlos por escrito. Trascurrido algún tiempo, los hadith comenzaron a acompañarse de su garantía de autenticidad, que consistía en una cadena (isnad: apoyo) de nombres de personajes por quienes el texto habría sido trasmitido. Un hadith está formado, por lo tanto, de un texto y de la mención de las personas que lo han pasado de una a otra y sirven de testigos fidedignos de su genuinidad.

Después de dos siglos de coleccionar, trasmitir y enseñar hadith, musulmanes expertos en lo que ya había devenido una ciencia acometieron el trabajo de codificarlos. Suponía una tarea ardua, no sólo por el gran número de textos que debían ser ordenados y clasificados, sino sobre todo por el deseo de comprobar en lo posible su carácter auténtico. Los autores de las compilaciones de hadith, realizadas en el siglo noveno, no imaginaban probablemente la dudosa calidad de las cadenas de trasmisores que aceptaban corno fiables. Eran hombres honrados que creían sinceramente en la seriedad de la trasmisión de los textos. Lo muestra, entre otras cosas, la prontitud con la que criticaron isnads (cadenas de trasmisores) que no cumplían a su juicio los criterios que se habían impuesto. Eran conscientes de algún modo de que muchas personas habían usado interesadamente la autoridad de los hadith para dar peso a puntos de vista arbitrarios y a interpretaciones personales, no siempre nobles, de la ley revelada.

Los musulmanes suelen emplear desde entonces tres términos para referirse a la validez relativa de un determinado hadith. Éste puede ser genuino (sahih), bueno (hasan) o débil (da 'if). Todos ellos desempeñan, sin embargo, un papel. «Si se eliminasen todos los hadith débiles -ha escrito Louis Massignon-, los creyentes no encontrarían sino algunas prescripciones de higiene y de urbanidad». Parece indudable que aunque obviamente no resulta posible aceptar corno genuino el entero corpus de hadith, debe existir un núcleo auténtico. Pero nadie ha sido capaz hasta el étodo seguro para extraerlo. El terna encierra cierto dramatismo, dado que, en definitiva, los hadith son el único acceso que los musulmanes y los estudiosos del Islam tienen a Mahoma y al Corán.

Existen seis compilaciones importantes de hadith. Proceden todas del siglo noveno, y han logrado aceptación general en la comunidad musulmana sunita. Sobresalen en ellas las de al-Bukhari y de Muslim ibn alHajjaj. Los musulmanes shiítas usan también estas colecciones, pero no reconocen corno válidos los textos que proceden de algunos compañeros de Mahoma que son conocidos por su hostilidad a Alí (600-661), el cuarto Califa, que está en el origen histórico e ideológico del shiísmo. Los manuales de uso ordinario que contienen selecciones de hadith, editadas a partir de las grandes colecciones, suelen dividirse en capítulos que agrupan textos (tradiciones) acerca del mismo asunto. Un manual muy difundido, obra del pakistaní Muharnmad Alí, se distribuye en 31 secciones, que van encabezadas por los títulos siguientes: Cómo llegó la divina revelación al santo Profeta; Iman (fe) e Islam; Conocimiento; Purificación; Mezquita; Adham (anuncio de la oración) e Iqamah (ordenación de un asunto); Jama 'ah (congregación); El Imarri; Institución de la Oración ritual; Rito de la oración; La oración del viernes; Festivales; Oraciones supererogatorias; Oraciones variadas; Enterramientos; Caridad y limosna; Ayuno; Peregrinación; Guerra santa; Matrimonio; Divorcio; Comprar y vender; etc. Dado el carácter omnicomprensivo y abarcante de la ley islámica, que regula con detalle para el creyente todos sus menesteres divinos y humanos, esta clase de libros prácticos suministra una idea bastante exacta del carácter totalizador que caracteriza al Islam -al menos en teoría- respecto a la existencia humana.

El mundo islámico ha hecho siempre, y hace también ahora, un uso extenso y habitual de los hadith del Profeta en sus implicaciones relativas al orden temporal y político. Los movimientos ideológicos islámicos, que intensifican su presencia y su actividad en las últimas décadas del siglo XX, están dirigidos en muchas ocasiones por teóricos que acuden regularmente a los dichos de Mahoma para apoyar sus argumentos y exhortaciones a la acción, sin preocuparse demasiado, como es lógico, del debate científico sobre la autenticidad. «La adhesión al hadith constituye un verdadero ethos entre las masas árabes, y los líderes populares dependen de hadith cuidadosamente escogidos, que confieren autoridad profética a sus directrices».

Este modo de proceder no es una novedad de nuestro tiempo. En vísperas de la conquista de Constantinopla por los turcos otomanos en el reinado del Sultán Mehmet, todo musulmán estaba seguro de que el Profeta mismo concedería un lugar especial en el Paraíso al primer soldado que lograra entrar en la antigua capital cristiana. Un hadith decía: «Conquistarán Qostantaniya». Otro hadith, que había sido adaptado para la ocasión por los predicadores, narraba que el Profeta decía a sus discípulos: «¿No habéis oído hablar de una ciudad que tiene la tierra por un lado y el mar por los otros dos? No sonará la hora del Juicio antes de que setenta mil hijos de Isaac (quiere decir Ismael) la capturen».

Han sido los orientalistas europeos, especialmente Ignaz Goldziher y Joseph Schacht quienes primero han estudiado los hadith de manera sistemática y crítica. Ambos autores cuestionan la atribución de gran parte de los textos al Profeta, así como la fiabilidad de las cadenas de trasmisión. «El conocimiento detallado del hadith escribe Goldziher- recomienda una cautela escéptica más bien que confianza optimista sobre el material agrupado en las compilaciones». Piensa el autor que la mayoría de los textos son resultado de la evolución religiosa, histórica y social del Islam durante los dos primeros siglos de su existencia. El hadith serviría como reflejo de lasámica durante los años más modernos de su desarrollo, y es en este sentido una fuente documental de inestimable valor para conocer, entender y valorar las fases de la evolución del Islam, cuando a partir de fuerzas varias y a veces opuestas se constituía como un todo organizado.

El carácter apócrifo de numerosos hadith no les priva, por tanto, de gran interés histórico y religioso ni afecta a su importancia para comprender el Islam. La actitud religiosa de fondo que palpita en la creación de hadith es el respeto a los precedentes y a lo que han hecho tanto el Profeta como sus compañeros y discípulos más próximos. Decir de un musulmán que imita a sus antecesores es uno de los mayores títulos de alabanza que puede tributársele. La falta mayor que puede cometerse es, por el contrario, cualquier innovación de la práctica religiosa (bida) que no se apoye en algún ejemplo relevante de tiempos pasados, especialmente en el campo de la religión.

La exagerada, y a veces fanática, actitud hacia la sunna es imitada en la postura respecto a las innovaciones incluso en puntos triviales, que son tratadas como herejías. En el marco de esta mentalidad se hizo pronto necesario para los responsables de la comunidad musulmana armonizar las ideas fundamentales del Islam con las prácticas inamovibles de la vida cotidiana que llevarían fatalmente al anquilosamiento. Si lo que se enseñaba en teoría sobre las innovaciones se hubiera llevado a la práctica coherentemente, habría sido imposible la vida musulmana en circunstancias diferentes a las condiciones patriarcales de las tres primeras décadas del Islam en Medina. El hadith venía a desempeñar en este sentido una vía para salir del inmovilismo, porque propone desarrollos que estarían avalados por la autoridad del Profeta.

Tanto los Califas de la dinastía Omeya, que reinaron en Damasco, como los Abasidas que les sucedieron en el año 750 Y convirtieron a Bagdad en capital del califato por espacio de 500 años, supieron hacer un extenso uso político del hadith. Los Omeyas fomentaron la creación de hadith con el fin de asegurar sus privilegios y de legitimarse frente a la rama de Alí, cuarto Califa y descendiente del Profeta, mientras que los Abasidas los emplearon, ya en el poder, para distinguirse de los secularizados Omeyas como celosos seguidores de la propia religión e intolerantes de otros credos. Antes de destronar a los Omeyas, los Abasidas habían hecho ya circular numerosos hadith para mostrar al pueblo la indignidad de la dinastía rival. Junto a los intereses políticos y religiosos en juego por parte de los falsificadores, no debe olvidarse que existían en la sociedad islámica motivaciones favorables a la aceptación piadosa de los hadith.

El apoyo de una nueva doctrina o una práctica con la autoridad de Mahoma era la forma en que se veía adecuado expresar la alta justificación de la novedad. «Los musulmanes del siglo segundo del Islam (siglo octavo) eran del todo conscientes de que invocar un dicho de Mahoma era meramente una cuestión de forma para reconocer validez, y que entre los hadith tenidos por buenos había muchos que eran falsos. Se hacía decir al mismo Profeta esta observación en un hadith que resulta muy característico de estas circunstancias. "Después de mi muerte, dice Mahoma, aumentará el número de sentencias atribuidas a mí, del mismo modo en que muchas se han atribuido a profetas anteriores. Lo que se os diga como palabras mías habréis de compararIo con el Libro de Dios (el Corán) y lo que esté de acuerdo con éste viene de mí, lo haya pronunciado yo de hecho, o no". Sería imposible decir con mayor claridad que lo importante no era tanto la real autenticidad de un hadith como el que fuera religiosamente correcto, y que era permisible hacer circular en nombre del Profeta dichos y enseñanzas que él nunca había formulado».

Josef Schacht piensa haber demostrado que muchas normas legales contenidas en hadith que sirven de base a la sharia (ley revelada) no derivan de Mahoma, tal como se afirma en ellas, y ha detallado cómo se desarrollaron y recibieron sus cadenas de trasmisores. Las opiniones de Schacht gozan de sólida implantación entre los expertos occidentales, aunque no todos las comparten en sus pormenores. Algunos autores del llamado reformismo musulmán, que se desarrolla sobre todo a lo largo del siglo xx, han acometido con cautela estudios críticos sobre los hadith o introducido al menos nuevas vías para su estudio. Sobresalen entre ellos el egipcio Muhammad Abduh, el pakistaní Fazlur Rahman, y el argelino Mohammed Arkoun.

Todos ellos proponen un examen más riguroso de esta literatura religiosa. Lo consideran un esfuerzo necesario para superar el conformismo ciego en la aceptación y seguimiento del pasado por el simple hecho de serIo, y para estimular el uso de la razón. La intención fundamental que alienta en estas iniciativas es ayudar a los musulmanes a usar un mayor discernimiento a la hora de aceptar documentos y materiales tradicionalmente atribuidos al Profeta. Sin embargo, las posibilidades reales de que se constituya en el mundo musulmán una verdadera e influyente ciencia del hadith son prácticamente nulas. Los intentos críticos que ocasionalmente puedan hacerse apenas serán relevantes, si se tiene en cuenta la idiosincrasia del Islam y su orientación conformista en lo religioso.

4. La mujer

La situación de la mujer es una de las cuestiones más delicadas y tenidas en cuenta cuando se establecen comparaciones entre el mundo islámico y Occidente. Tanto la exposición misma del tema por unos u otros escritores o líderes religiosos, como las vivas reacciones que suele despertar, indican poderosamente que se trata de una cuestión impregnada de presupuestos culturales e ideología, y en la que probablemente no existe un punto de vista que pueda considerarse objetivo. El discurso occidental sobre la mujer en el Islam suele hacerse con base en los principios y objetivos del paradigma que domina en Occidente sobre las relaciones entre los dos sexos.

Es un paradigma que acentúa la liberación femenina de las ataduras patriarcales y la consecución de la igualdad en los terrenos económico, político y educativo. Las mujeres que habitan el mundo musulmán son percibidas y descritas frecuentemente como seres pasivos e incapaces de una acción eficaz para mejorar su condición; como prisioneras de la ley islámica sobre la familia; y como figuras patéticas privadas de su legítima herencia. Esta clase de afirmaciones, u otras semejantes formuladas con cautela y discriminación mayores, suscitan, por lo general, vehementes reacciones entre los musulmanes, que atribuyen tales apreciaciones a ignorancia, prejuicios invencibles, e incluso malevolencia hacia el Islam.

El tema reviste un alto nivel de complejidad y resulta imposible dominarlo racionalmente en todos sus aspectos. Estos aspectos pueden, sin embargo, ser presentados dentro de un marco interpretativo coherente, que permita una comprensión aceptable y suficiente de las cuestiones planteadas. Es bien sabido que el Corán mejoró considerablemente la condición de las mujeres árabes en comparación con los tiempos preislámicos. El infanticidio de las niñas era antes del Islam una práctica habitual; y las mujeres podían ser trasmitidas como parte de una herencia. La mujer casada venía siempre a ser considerada como propiedad del varón.

La sharia -ley revelada del Islam- abolió estas costumbres por inhumanas. Prohibió el infanticidio, y estableció el carácter contractual, es decir, no propietario, del matrimonio. La ley islámica ordena también que sea directamente la mujer, no el padre, quien reciba la dote; y que ella mantenga un cierto control sobre el uso de sus propiedades.

En el plano religioso, el Corán afirma la igualdad entre varón y mujer como sujetos con capacidad espiritual y responsabilidad. «Los hombres tendrán parte en la recompensa de Allah según sus méritos, y las mujeres también» (Sura 4, 32). La mujer no debe ocupar en la sociedad musulmana un lugar sin honor y dignidad. En algunos de los aspectos mencionados, el Islam no sólo resultaba innovador, sino también revolucionario. Lo es para muchos autores, por ejemplo, al establecer la posibilidad de herencia para la esposa y la hija, con lo que se hacían saltar reglas básicas de la sociedad arabo-beduinal.

Se ha afirmado con frecuencia que las mujeres del Profeta ocupaban un lugar muy importante en su vida, y que Aisha, su mujer preferida, fue la persona a quien más amó en el mundo. El trato afectuoso a sus esposas era algo de lo que Mahoma se sentía orgulloso. Pero en el plano de la jerarquía familiar, la mujer es considerada inferior al varón. El régimen del hogar y del clan se halla dominado por la masculinidad.

El Corán ha canonizado en este sentido elementos fundamentales de una cultura de grupo donde los hombres ejercen una hegemonía sin fisuras. Dice Dios: «Los hombres son superiores a las mujeres, porque Allah ha elegido a algunos de vosotros para estar por encima, y porque ellos las mantienen con sus bienes. Las mujeres han de ser obedientes y diligentes, porque Allah ha cuidado de ellas. Si de alguna teméis desobediencia, debéis amonestarla, ponerla en lecho aparte, y si es necesario podéis golpearla» (Sura 4, 34). En otra sura leemos: «Las mujeres tienen derechos equivalentes a sus obligaciones, conforme a la costumbre, pero los hombres están un grado por encima de ellas» (Sura 2, 228). Hay aquí sin duda concepciones, en gran medida de orden cultural, que ven al hombre como sujeto racional y vigoroso, y consideran que la mujer es, por el contrario, un ser débil, emocional e inestable, necesitado de control y tutela. Es como una menor permanente.

Estamos en presencia de una mentalidad que se halla también presente en otros ámbitos geográficos (África, China, India, Rusia,...) que no guardan relación con el mundo islámico y en los que la mujer es habitualmente discriminada tanto en la teoría como en la práctica. El carácter fuertemente conservador y tradicional de la sociedad árabe en la que nace el Islam ha percibido con claridad que la situación de la mujer resulta crucial para mantener estable el orden familiar y social, que no deben ser alterados por innovaciones en la relación entre los dos sexos. Es posible que la simple aplicación de los principios coránicos respecto a la condición femenina pueda experimentar con el tiempo desarrollos que destaquen lo permitido (halal) y eliminen gradualmente lo prohibido (haram) en sus aspectos de mayor severidad y anacronismo.

En la práctica nos encontramos actualmente con una gran variedad de situaciones dentro del mundo musulmán. Existe ciertamente un ambiente general y una mentalidad social que dan por supuesta la sumisión de la mujer.

Lo refleja la escritora marroquí Fátima Mernissi cuando escribe irónicamente: «Como buena y obediente musulmana, dejaré a los hombres esas cuestiones tan serias (los derechos humanos y los derechos políticos de las mujeres). Sé cuál es mi sitio; sólo puedo ocuparme de lo que me concierne, es decir, de fruslerías. Y en ese sentido, ¿qué mayor fruslería que dedicarse a investigar una clase de mujeres que tal vez jamás existieron: las mujeres que gobernaron estados musulmanes entre 622 y 1989?». La misma célebre autora cuenta lo siguiente: «Un día, cuando yo era pequeña y volvía de la escuela coránica con los pies hinchados por el castigo de la falaqa (aparato que sujeta los pies en un sitio para que las plantas puedan ser azotadas), mi abuela, que siempre trataba de enseñarme a ser feliz, me preguntó: "Pero, pequeña, ¿qué es lo que has hecho exactamente?" Contuve las lágrimas de humillación y comencé a responder. "Yo quise decir al faqiha (maestro) (...)" Y mi abuela, con cincuenta años de harén a sus espaldas, me interrumpió antes de que pudiera terminar mi primera frase: "No te molestes en continuar, niña. Has cometido una falta muy grave. Has querido, tú, decir algo a tufaqiha. No has de decir nada a tu edad, y menos aún a alguien mayor que tú. Guarda silencio. No digas nada. Ya verás que no volverán a pegarte". Mi abuela murió cuando yo tenía trece años, una hermosa tarde de verano. Crecí, desarrollé espaldas anchas, dejé la escuela coránica y salí al mundo con paso seguro en busca de dignidad. Pero mi progreso se vio siempre interrumpido por el desalentado consejo de quienes me aman y desean mi felicidad. Siempre dicen lo mismo: si no quieres que te peguen, has de permanecer callada».

La práctica del Islam tradicional, mantenida a lo largo de siglos, ha dejado una impronta, un estilo y una honda huella en el régimen legal y social de la mujer musulmana. Aunque la influencia occidental y la moderada tendencia secularizadora de algunos estados árabes puedan haber atenuado las rigideces de la ley islámica, pervive la costumbre casi instintiva de confinar a la mujer en la compañía exclusiva de otras mujeres dentro de su casa o en viviendas separadas reservadas únicamente para ellas. Se unen a estas prácticas las de llevar un vestido sencillo, usar velo, comportarse de modo silencioso que no llame la atención, y mantener la separación de los hombres en los lugares públicos. La exclusión de la mujer de la vida social se extiende generalmente a la educación, de modo que en las sociedades musulmanas más tradicionales, el índice de analfabetismo femenino puede alcanzar entre el sesenta y el ochenta por ciento.

La costumbre de la clausura para las mujeres tiene sus raíces tanto en la religión como en la praxis social. Algunos versículos del Corán prescriben separación y modestia en el traje y en el comportamiento femeninos. «¡Mujeres del Profeta! Vosotras no sois como otras mujeres cualesquiera. Si teméis a Dios, no seáis tan complacientes en vuestras palabras que llegue a codiciaras el enfermo de corazón. ¡Hablad, más bien, como se debe! ¡Quedaos en casa! ¡No os acicaléis como se acicalaban las antiguas paganas! ¡Haced la oración! ¡Dad la limosna legal! ¡Obedeced a Dios y a Su Enviado! Dios sólo quiere libraros de mancha, gente de la casa, y purificaros por completo» (Sura 33, 32-33).

Comentadores del Corán vinieron más tarde a presentar a las esposas del Profeta como modelos de conducta que debían ser imitados por la mujer musulmana. La exigencia de separación de sexos obedece también a la idea de que las mujeres son una fuente de tentación para los hombres, y al temor de relaciones ilícitas entre hombres solteros y mujeres, que puedan crear problemas en la comunidad de los creyentes. El Islam no fue el primero en establecer prácticas de clausura. Preexistían en Bizancio, en la Cristiandad siria, en Mesopotamia y Persia. Pero el Islam ayudó a institucionalizarlas y perpetuarlas, al conferirles un aura de santidad religiosa.

La expresión última y más conocida de estas costumbres de reclusión femenina es el harem. Esta práctica ha decaído desde los primeros decenios del siglo xx, debido a la educación y a diversas razones de orden económico, pero no ha desaparecido, y pervive principalmente en Afghanistán y en algunos países de la península arábiga. Se aprecia incluso un cierto resurgimiento a partir de los años ochenta, impulsado por predicadores y teólogos conservadores, que exigen el traje islámico (hijab), el velo, y el acceso limitado de la mujer a lugares públicos. Intelectuales radicales y grupos políticos de Arabia Saudita claman por el retorno a un régimen severo de clausura femenina y la terminación de cualquier trabajo de la mujer fuera del hogar. La esposa ocupa en la familia musulmana un lugar importante pero estrictamente subordinado al varón. No puede en realidad elegir libremente a su esposo. Ejerce una patria potestad restringida solamente con los hijos pequeños, y no se le confía realmente la responsabilidad de educar religiosamente a la prole. No debe salir de casa ni visitar a sus padres sin permiso del marido. Se encuentra excluida del terreno de la jurisprudencia, y no es elegible para cargos judiciales.

La mujer gobernante es del todo excepcional en el mundo islámico. Se atribuye al Profeta la afirmación de que «la comunidad que instale a una mujer como gobernante fracasará».

Algunas mujeres que han ejercido de facto el poder en tiempos medievales o más modernos en países musulmanes suelen ser silenciadas por la historiografía árabe. El caso de Benazir Bhuto, que venció en las elecciones de 1988 y fue, por unos años, primera ministra de Pakistán, no conocía precedentes en el mundo islámico. Su elección fue recibida con profunda consternación por muchos sectores del país. Invocando el hecho de que "jamás una mujer gobernó un estado musulmán", numerosos hombres públicos consideraron que, teniendo en cuenta la ley islámica, se trataba de un acontecimiento "contra natura".

El régimen matrimonial tradicional, a pesar de las innovaciones favorables del Corán respecto a la situación anterior, resulta particularmente oneroso para la mujer. Ésta puede contraer matrimonio solamente con un hombre, pero el hombre puede tener hasta cuatro esposas legítimas, además de las concubinas (Sura 4, 3). Una mujer musulmana no puede casarse con un no-musulmán. Pero el varón musulmán puede tomar por esposa a una cristiana o judía, dado que pertenecen a una religión revelada (Sura 5, 5). El casamiento de una musulmana con un no musulmán es inválido: es ésta una norma que incluyen todas las legislaciones modernas de los países árabes.

El Islam valora altamente la continuidad y la permanencia del vínculo matrimonial, y los contrayentes expresan su voluntad de que su matrimonio dure para siempre. Una tradición (hadith) del Profeta dice que «el divorcio es la más detestable ante Dios de todas las cosas permitidas». Pero cabe la posibilidad de disolver el matrimonio, aunque la disolución sea algo de lamentar. De hecho no es en el Islam un fenómeno que alcance las graves proporciones que alcanza en el mundo occidental. El repudio de la mujer puede ser efectuado por el marido sin alegar motivos mediante una declaración unilateral. Existía ya en la Arabia preislámica y era considerado casi como un derecho natural del varón, semejante al que recoge para los judíos el libro del Deuteronomio (24,1).

Parece que el Profeta hizo cuanto estaba a su alcance para debilitar la práctica del repudio o al menos para inculcar aversión hacia ella entre los musulmanes. «Casaos, y no repudiéis a vuestra mujer, porque el repudio hace temblar el trono de Dios». Para proteger a la mujer y atajar abusos en el uso del derecho marital a repudiar, algunas leyes recientes de países árabes prohíben el repudio privado, o bien lo reconocen legalmente sólo si ha sido efectuado ante un funcionario religioso (alim) o civil (cadi). Ocurre así en Argelia, Jordania, Irak, Marruecos y Siria.

Juzgar la condición de la mujer en el Islam es una de las tareas más arduas y difíciles que puede acometer un estudioso del mundo musulmán. Hay que contar con que muchas de las descripciones y valoraciones más difundidas suelen estar forjadas desde prejuicios y cliché s que son el repertorio prefabricado de cronistas, periodistas, políticos, e incluso hombres de cultura. La realidad es siempre más complicada de lo que dicen las leyes o mandan los usos.

Las situaciones pueden variar y de hecho varían de unos países y lugares a otros. Los valores que dan unidad al Islam y permiten hablar de un mundo cultural y religioso homogéneo, se refractan de modos diferentes en medios sociales, geográficos y políticos que han estado sometidos a desarrollos propios y que mantienen particularidades de importancia. El Islam tradicional que es inflexible en muchos de sus principios, es con frecuencia tolerante en la práctica, según tiempos y territorios.

El islamismo hubo de adaptarse, por ejemplo, a las costumbres y usos de las estepas asiáticas en cuanto al papel más abierto hacia las mujeres y su actividad en la vida pública. Por el contrario, tanto en Asia como en regiones bajo influencia indopakistaní, las mezquitas están cerradas al sexo femenino.

Quien lea, por ejemplo, la extensa obra del novelista egipcio Naguib Mahfuz, Premio Nobel de Literatura en 1988, puede encontrar numerosos personajes femeninos que apenas se ajustan a la idea que muchos occidentales se han hecho de la mujer árabe. En el abigarrado mundo del viejo Cairo, que incluye prácticamente todos los aspectos de la vida urbana de Egipto, el país árabe más destacado, aparecen con sus nombres numerosas mujeres que desempeñan en la sociedad egipcia actividades y papeles muy semejantes a los que existen en Occidente. Se percibe un moderado dinamismo femenino que no se ha separado de la religión, pero ha llevado a las muj eres a realizar fuera dón en campos diversos. Es un fenómeno ordinario que ciertamente provoca recelos y oposición por parte de muchos hombres, pero que goza de una aceptación cada vez mayor. Mahfuz recoge el siguiente comentario de uno de sus personajes masculinos: «La mujer debe regresar al hogar. No importa si recibe una educación, con tal de que lo haga en beneficio de la casa, y no para buscar un empleo». Son palabras de quien parece lamentar lo inevitable. Las mujeres del Islam no son únicamente las que viven en la sociedad mantenida por los talibanes del Afghanistán, las defensoras y víctimas entusiastas de la revolución islámica del Irán, o las mujeres discriminadas y silenciosas de Arabia Saudí y de algunos emiratos. El presidente de Libia, Muammar el Gaddafi, defiende y practica para la mujer un régimen que puede considerarse ilustrado. En el año 1984, tuvo que hacer frente a la oposición suscitada por su proyecto de secularizar en alguna medida el estatuto personal de las mujeres libias en lo relativo al matrimonio y al divorcio. En octubre del 2000, Gaddafi criticó en Arnman la política sobre la mujer existente en Arabia, y en un encuentro con mujeres jordanas se mostró partidario de abolir las ataduras del velo, que proceden en su opinión de una interpretación estricta, hoy injustificada, de la ley coránica. Reportajes gráficos recientes sobre la vida cotidiana de los libios muestran grupos de mujeres que en determinadas zonas rurales cubren completamente su figura, dejando solamente un resquicio en el rostro para que uno de los ojos pueda ver lo que tienen delante. Pero estas escenas responden sobre todo a los aspectos típicos de una sociedad que son ávidamente buscados por los fotógrafos. La realidad predominante en el país es la de mujeres de porte normal y alegre, que viven situaciones en la calle, el hogar o las fiestas, muy semejantes a las de Occidente. No sólo ocurre en Libia. Países como lordania (1951), Siria (1953), TÚnez (1956), Argelia (1984), entre otros, han promulgado códigos de familia que por influencia de las corrientes del llamado reformismo musulmán o por la presión de las propias mujeres, atenúan considerablemente la posición subordinada de éstas en el ámbito del hogar, y establecen, aunque sea débilmente, las condiciones para una presencia mayor en el terreno social y laboral.

La declaración de El Cairo sobre los derechos del hombre en el Islam, adoptada en agosto de 1990 por la 193 Conferencia Islámica, dice lo siguiente: «La mujer es igual al hombre en dignidad, y sus derechos son equivalentes a sus deberes. Goza de los derechos civiles, es responsable de su independencia económica y posee el derecho de conservar su apellido patronímico y sus vínculos familiares» (artículo 6, a). Se trata de una redacción cautelosa que, si bien establece sólo un mínimo de facultades y expectativas, resulta de gran valor como formulación de principios y representa un desarrollo de importancia. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que los países árabes se hallan dominados en gran medida por la idea de que la sharia, o ley revelada del Islam, es una normativa irreformable, y por lo tanto estática en todo lo referente al régimen familiar. Esta visión se ha acentuado durante los Últimos años, cuando ha tenido y tiene lugar un resurgimiento de lo islámico y un repudio correlativo de todo lo que pueda aparecer como occidental y por tanto corruptor.

Se ha impuesto así la idea de que la modernización de las sociedades musulmanas, en la medida que pueda ser deseable, no debe afectar a las leyes familiares, aunque se modifiquen otros aspectos de la vida social. Las reformas introducidas en los países árabes suelen separar lo que se considera código secular, que trata de la propiedad, los delitos y las penas, y las relaciones comerciales, y lo que se entiende por código religioso, que se ocupa de las leyes familiares, personales, y de la herencia. La impronta dejada por la sharia en la mentalidad y los comportamientos de las masas árabes sigue siendo muy profunda, y la actitud hacia la mujer oscila entre un ambiguo paternalismo y el moralismo más rígido.