La Bioética desde la Veritatis splendor

 

 

Aportaciones de Juan Pablo II a la Bioética desde su

 Encíclica «Veritatis splendor»

 

Josemaría Monforte Revuelta
I Curso Internacional de Bioética
Universidad Cardenal Herrera-CEU
Valencia, 16-19 octubre de 2002

 

Sumario

 

I. Introducción.- II. Primera parte: Contenidos morales de la encíclica «Veritatis splendor»: 1. La respuesta de Cristo a la pregunta moral; 2. Armonía entre la fe y el comportamiento moral; 3. La nueva evangelización y la Moral.- 4. Libertad, Verdad y Ley.- 5. La libertad humana, ¿un absoluto, fuente y origen de los valores?.- 6. La verdadera libertad y su dependencia de la verdad.- 7. La ley moral proviene de Dios y en Él tiene siempre su origen. III. Segunda parte: La "Veritatis splendor" y las cuestiones bioéticas (La ley natural): 1. La dignidad humana: ley, naturaleza y libertad; 2. La ley moral natural; 3. Libertad y naturaleza humana; 4. Universalidad de la ley natural; 5. Inmutabilidad de la ley natural.- A modo de conclusión.

 

I. Introducción


Agradezco en primer lugar a la Universidad Cardenal Herrera-CEU la invitación a participar en este I Curso Internacional de Bioética, donde se tratan temas de gran actualidad en relación a la vida humana y en la tradicional doctrina moral de la Iglesia.

La ponencia que me ha sido encomendada («Aportaciones de Juan Pablo II a la Bioética») en el último día viene precedida por las intervenciones muy variadas en torno a las cuestiones de Bioética. Por eso he tenido que limitarla a las aportaciones doctrinales del Papa en su principal encíclica moral, la «Veritatis splendor». En primera parte abordaré de modo global su mensaje moral, para luego en una segunda parte tratar con más detalle de los postulados morales que afectan más directamente a la Bioética.

Me sitúo, pues, en una perspectiva teológica, buscando en el Magisterio pontificio iluminar tantas cuestiones morales como se plantea en nuestros días la Biología y ciencias afines. Se ha dicho en sesiones pasadas, y es verdad, que la ética deriva de la antropología. Y la antropología está íntimamente relacionada con la teología, en particular con la Cristología. Sólo cuando captamos la verdad del hombre es cuando podemos discernir con acierto la bondad o maldad de los actos humanos. El actual Pontífice ha puesto al hombre en el centro de sus enseñanzas, desde el inicio de su Pontificado («Redemptor hominis», fue su primer encíclica). Su aportación doctrinal ha sido amplia y fecunda en las cuestiones de Bioética, pero la limitación de tiempo me ha hecho elegir el documento más profundo, a mi parecer, en materia moral. No hay que olvidar que por circunstancias de la vida y cultura de los hombres de nuestra época, y en particular por la aparición de diversas doctrinas teológicas en el seno de la comunidad católica, por primera vez en la historia milenaria de la Iglesia, un Papa publica una encíclica sobre los fundamentos de la Moral.

 

Primera Parte

 

Contenidos morales de la «Veritatis splendor»


Juan Pablo II expone sus enseñanzas en la encíclica en tres partes bien diferenciadas: una meditación bíblica; después el discernimiento doctrinal y, finalmente, una propuesta pastoral. Veamos brevemente cada una de ellas.


1. La respuesta de Cristo a la pregunta moral


«Nuestro común deber --dice el Papa--, y antes aún nuestra común gracia, es enseñar a los fieles, como Pastores y Obispos de la Iglesia, lo que nos conduce por el camino de Dios, de la misma manera como el Señor hizo un día con el joven del Evangelio, respondiendo a su pregunta: "¿Qué he de hacer de bueno para conseguir la vida eterna?"» (n. 114). Esta tarea forma parte de la misión apostólica conferida por Jesús al sucesor de Pedro (Mt 28,16-20) y, en comunión con él, a los Obispos, sucesores de los Apóstoles; misión que ha ser constantemente actualizada, con la ayuda del Espíritu Santo, para edificar la comunión eclesial, para la evangelización de los fieles y para mantener un diálogo con todos los hombres de todos los pueblos sobre la verdad, el bien y la libertad.

Han surgido en estos últimos años dentro de la comunidad eclesial algunas corrientes teológicas que rechazan la doctrina tradicional de la Iglesia en materia moral --objeciones de orden humano y psicológico, social y cultural, religioso e incluso específicamente teológico--, llegando a poner en duda la competencia del Magisterio para enseñar con autoridad las exigencias de los Mandamientos de la Ley de Dios. «Está también difundida la opinión que pone en duda el nexo intrínseco e indivisible entre fe y moral, como si sólo en relación con la fe se deba decidir la pertenencia a la Iglesia y su unidad interna, mientras se podría tolerar en el ámbito moral un pluralismo de opiniones y de comportamientos, dejados al juicio de la conciencia subjetiva individual o a la diversidad de condiciones sociales y culturales» (n. 4).

Frente a estos problemas, y ante la necesidad de un discernimiento para «guardar el depósito de la fe», el Romano Pontífice --como Supremo Pastor de la Iglesia-- se dirige a Jesucristo que nos ha enseñado, con sus palabras, gestos y obras, el camino de la verdadera libertad: «la verdad os hará libres» (Jn 8,32) y que ha dicho de Sí mismo que es «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14,6). El influjo de ciertas corrientes de pensamiento que exaltan la libertad hasta hacer de ella un "valor absoluto" está en la base de esta nuevas propuestas morales y, por ello, acaban por privar a la libertad humana de su esencial y constitutiva relación con la verdad (Cfr n. 34). Ante todas la falsificaciones, que con la pretensión de revalorizar la libertad la deforman y privan de sentido, es preciso decir de nuevo que la libertad se encuentra a sí misma sólo en relación con la verdad, con aquella Verdad que desde el "principio" brilla con todo su esplendor en el rostro e Jesucristo (Cfr 2 Cor 3,15-18).

La Encíclica, además de la Introducción y de la Conclusión, tiene tres capítulos centrales que me servirán de guía en esta breve exposición. El tercero es de carácter pastoral y tiene el objetivo de explicar la importancia decisiva de la doctrina moral católica para la vida de la Iglesia y del mundo; el segundo es de naturaleza doctrinal, y en él Juan Pablo II hace una valoración crítica de algunas tendencias de la Teología Moral actual a la luz de la Sagrada Escritura y de la Tradición viva de la Iglesia. Y, finalmente, el primero es una meditación bíblica sobre el diálogo de Cristo con el joven rico del Evangelio (Mt 19,1-22), que sirve para poner en evidencia los elementos esenciales de la moral cristiana.

En efecto, el diálogo de Jesús con el joven rico --resume el Papa-- permite «recoger los contenidos esenciales de la Revelación del Antiguo y Nuevo Testamento sobre el comportamiento moral. Aquellos son: La subordinación del hombre y de su obrar a Dios, aquel que sólo El es bueno; la relación entre el bien moral de los actos humanos y la vida eterna; el seguimiento de Cristo, que abre al hombre la perspectiva del amor perfecto; y, finalmente, el don del Espíritu Santo, fuente y fuerza de la vida moral de la nueva criatura (Cfr 2 Cor 5,17)» (n. 28).

La pregunta del joven rico es la pregunta clave de la vida moral, porque es la pregunta sobre el pleno sentido de la vida humana que aspira a la felicidad. Cristo le hace ver, en primer lugar, que su pregunta moral es una pregunta religiosa. Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien, porque El es el Bien (Cfr n. 9); y ya respondió a esta pregunta, primero en la creación --con la ley natural y la luz de la inteligencia humana-- y después en la historia del pueblo elegido con el Decálogo que entregó a Moisés en el marco de la Alianza del Sinaí. La vida eterna no es más que la participación en la misma vida de Dios, «que por la fe se convierte ya desde ahora en luz de verdad, fuente de sentido para la vida, incipiente participación de una plenitud en el seguimiento de Cristo» (Cfr n. 12).

Las exigencias morales de los Mandamientos constituye el terreno indispensable sobre el que puede brotar y madurar el deseo de perfección --resumido en la Bienaventuranzas (Cfr n. 15)--; dicho de otra manera, la realización de su significado en el seguimiento de Cristo. Nos enseña este diálogo evangélico que el joven, habiendo observado los mandamientos, es incapaz con sus fuerzas de dar el paso siguiente. Para hacerlo se necesita una libertad madura («si quieres») y el don divino de la gracia («ven y sígueme»). Es un ejemplo clarificador del crecimiento dinámico de la libertad hacia su madurez y que testimonia admirablemente la relación fundamental de la libertad con la ley divina: no se contraponen, se reclaman mutuamente (Cfr n. 17).

La «sequela Christi» es el fundamento de la moral y el camino de la perfección, de la santidad. La invitación de Jesús, a vender todo lo que tiene el joven y dárselo a los pobres, se dirige a todos, porque es una radicalización del mandamiento del amor al prójimo; de la misma manera que aquel «ven y sígueme» lo es del amor a Dios. En consecuencia, tanto los mandamientos como esta invitación del Señor están al servicio de una única e indivisible caridad (Cfr n. 19).

Ahora bien, imitar y revivir el amor de Cristo no es posible para el hombre con sus solas fuerzas. Si bien el amor es lo que nos lleva a guardar los mandamientos --quien no ama está radicalmente desmotivado--, ni el amor ni la vida según el Evangelio pueden proponerse bajo la categoría de precepto, porque lo que exigen supera las fuerzas del hombre; así la promesa de la vida eterna está vinculada al don de la gracia. Dicho de otra forma, el mandamiento del amor (y de la perfección al que está ordenado) es una posibilidad abierta al hombre por la gracia divina, y la conciencia de haber recibido este don es lo que genera y sostiene la respuesta razonable de un amor pleno a Dios y al prójimo. De nuevo la relación inseparable entre la gracia del Señor y la libertad del hombre, entre el don y la tarea. La ley Nueva no sólo dice lo que se debe hacer, sino que da también la fuerza para «obrar la verdad» (Cfr n. 24).

La Iglesia existe, entre otras razones, para que el hombre pueda encontrar a Cristo en cada momento de la historia. Las normas morales impartidas por Dios en la Antigua Alianza y perfeccionadas en la Nueva y Eterna en la persona misma del Hijo de Dios hecho hombre, deben ser custodiadas fielmente y actualizadas permanentemente en las diferentes culturas a lo largo de la Historia (Cfr n. 25). La catequesis moral de los Apóstoles y de los primeros cristianos --se diferenciaban de los paganos, no sólo por su fe y su liturgia, sino también por el testimonio de su conducta moral-- desde los orígenes de la Iglesia así lo atestiguan (Cfr n. 26). Por eso, ante los problemas de hoy, el Magisterio de la Iglesia hace su propio discernimiento a la luz de Sagrada Escritura y de la Tradición (enseñanzas de los SS. Padres, la vida de los Santos, la liturgia de la Iglesia, etc.) para ayudar al hombre en su camino hacia la verdadera libertad (Cfr n. 27).


2. Armonía entre la fe y el comportamiento moral


La Iglesia ha custodiado siempre la armonía entre la fe y el comportamiento moral. A lo largo de la historia y de sus cambiantes circunstancias, el Magisterio de los Pastores, con la asistencia del Espíritu Santo, ha desarrollado una interpretación auténtica de la ley de Cristo. En esta línea y con esta Encíclica, Juan Pablo II hace una valoración crítica de algunas tendencias presentes en la Teología Moral contemporánea. Junto al loable intento de renovar la Teología Moral, deseado por el Concilio Vaticano II, se han difundido, también en la Teología Moral católica, numerosas dudas y objeciones contra la enseñanza moral de la Iglesia. «Ya no se trata de contestaciones parciales y ocasionales, sino que, partiendo de determinadas concepciones antropológicas y éticas, se pone en tela de juicio, de modo global y sistemático, el patrimonio moral" (n. 4; cfr n. 29 al final).

Este rico patrimonio de enseñanzas morales --desarrollado particularmente en el Magisterio pontificio de los dos últimos siglos con referencia a los diversos ámbitos de la vida humana--, debe afrontar ahora el desafío de una nueva situación de la sociedad e incluso de la misma comunidad cristiana. Es verdad que dentro de la Teología Católica no se encuentran posiciones tan radicales, así como también se debe reconocer que, con una orientación más personalista, la Teología católica está recuperando los aspectos más valiosos de la tradición doctrinal clásica sobre la responsabilidad moral y sobre el papel de la razón y de la conciencia en la constitución del deber moral.

La respuesta de Cristo a la pregunta moral --como ya vimos-- no prescinde del problema de la libertad; al contrario, lo considera central, porque no existe moral sin libertad. Pero ¿de qué libertad se trata? Algunas corrientes teológicas de nuestro tiempo interpretan de manera nueva la relación libertad-ley, libertad-naturaleza humana y libertad-conciencia, proponiendo criterios innovadores de la valoración moral de los actos; y tienen en común la debilitación o incluso la negación de la dependencia de la libertad respecto a la verdad (Cfr n. 34).

Se subraya, en primer lugar, la constitutiva relación que liga la libertad a la verdad. «Algunos han llegado a teorizar una completa «autonomía de la razón" en el ámbito de las normas morales relativas al recto ordenamiento de la vida en este mundo. Tales normas constituirían el ámbito de una moral solamente humana, es decir, serían la expresión de una ley que el hombre se da autónomamente a sí mismo y que tiene su origen exclusivamente en la razón humana (...) Estas tendencias de pensamiento han llevado a negar, contra la Sagrada Escritura (Cfr Mt 15,3-6) y la doctrina perenne de la Iglesia, que la ley moral natural tenga a Dios como autor y que el hombre, mediante su razón, participe de la ley eterna, que no ha sido establecida por él» (n. 36). Es evidente que esta concepción de la autonomía moral es incompatible con la doctrina católica (Cfr n. 37).

En efecto, la «verdadera» autonomía moral, congruente con la doctrina católica, es aquélla según la cual la libertad del hombre y la ley de Dios se encuentran y se compenetran recíprocamente (Cfr n. 41). La ley moral natural, participación de la ley eterna de Dios en la criatura racional, implica en efecto la esencial subordinación de la razón humana, y de sus preceptos morales, a la Sabiduría divina (Cfr n. 44). Contra el relativismo, se afirma el carácter universal y permanente de los preceptos de la ley moral, los cuales expresan la verdad originaria sobre el bien de la persona, indicando el camino para la realización auténtica de la libertad. Esas exigencias éticas tienen su fundamento último en Cristo, que es siempre el mismo, ayer, hoy y siempre (Cfr Heb 13,8; Gaudium et spes, n. 10).

Añade el Papa después que tal como se presente la relación entre libertad del hombre y ley de Dios, así resultará la noción de conciencia moral --el «corazón» de la persona, o bien con palabras del Concilio Vaticano II, "el santuario del hombre"--, donde se oye la voz de Dios que llama a hacer el bien y a evitar el mal. La consecuencia de las tendencias morales antes citadas llevan a una interpretación «creativa» de la conciencia moral, con un doble estatuto de la verdad moral (uno, doctrinal y abstracto; y otro, existencial y concreto). Frente al subjetivismo de estas teorías, Juan Pablo II reafirma que la conciencia no es la instancia creadora del bien (Cfr n. 54). «En el juicio práctico de la conciencia, que impone a la persona la obligación de realizar un determinado acto, se manifiesta el vínculo de la libertad con la verdad» (n. 61). El juicio último de la conciencia personal debe dejarse iluminar por la ley divina, norma universal y objetiva de la moralidad.

Reconoce el magisterio pontificio el carácter fundamental de algunas opciones, en particular de la obediencia a la fe (Cfr Rom 16,26), pero se rechaza cualquier tipo de disociación entre una «opción fundamental» de carácter trascendental y la elección deliberada de actos concretos, que lleva a estos autores a hacer una revisión de la distinción tradicional de los pecados en mortales y veniales, porque miden la gravedad del pecado no desde la materia de dicho acto, sino desde el grado de compromiso de la libertad de la persona. «Por tanto, se afirma que la llamada opción fundamental, en la medida en que se diferencia de una intención genérica y, por ello, no determinada todavía en una forma vinculante de la libertad, se actúa siempre mediante elecciones conscientes y libres. Precisamente por esto, la «opción fundamental» es revocada cuando el hombre compromete su libertad en las elecciones conscientes de sentido contrario, en materia moral grave. (n. 67)

Termina el capítulo segundo de la Encíclica, que venimos exponiendo, con otra consecuencia de la relación entre libertad-ley, la que se manifiesta y realiza en el acto humano. Sólo el acto conforme al bien puede ser camino que conduce a la vida: la respuesta de Jesús al joven rico remitiendo a los mandamientos manifiesta también que el camino hacia el fin está marcado por el respeto a las leyes divinas (Cfr n. 72). Juan Pablo II sale al paso de las teorías morales conocidas como «teleologismo», «consecuencialismo» y «proporcionalismo» (Cfr n. 75).

Con relación a ellas, se afirma que la valoración moral de los actos humanos no se fundamenta únicamente en la ponderación de sus previsibles consecuencias ni en la proporción entre los bienes y males "pre-morales" que se ponen en juego. Tampoco la buena intención basta para justificar la bondad de una decisión libre. Aunque se deberá tener en cuenta tanto la intención subjetiva como las consecuencias previstas, «la moralidad del acto humano depende sobre todo y fundamentalmente del objeto elegido racionalmente por la voluntad deliberada» (n. 78). Se debe sostener, por consiguiente, que es posible calificar de «intrínsecamente malos» algunos comportamientos que, en sí mismos y por sí mismos (en virtud de su objeto moral), están en contradicción con la verdad y el bien de la persona (Cfr n. 79). Jamás será bueno el acto por el que alguien los elige, incluso en la hipótesis de que esa elección respondiese a una intención buena o fuese hecha para obtener unas consecuencias positivas. Jamás es lícito, ni siquiera por razones gravísimas, hacer el mal para que resulte un bien (Cfr Rom 3,8; Humanae vitae, n. 14).

Existen por tanto preceptos morales negativos (es decir, preceptos que prohíben ciertos comportamientos) que tienen un valor universal y que no admiten excepciones (obligan «semper et pro semper») (Cfr n. 82). La cuestión de la moralidad de los actos humanos --y sobre la existencia de actos "intrínsecamente malos"-- es la cuestión misma del hombre, de su verdad y de las consecuencias morales que de ella se derivan.


3. La nueva evangelización y la Moral


En la Iglesia --«experta en humanidad», como dijo ya Pablo VI-- esta siempre viva la conciencia de su «deber permanente de escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, de manera adecuada a cada generación, pueda responder a los permanentes interrogantes de los hombres sobre el sentido de la vida presente y futura y sobre la relación mutua entra ambas» (Gaudium et spes, n. 4). Los Pastores de la Iglesia, en comunión con el Sucesor de Pedro, tenemos la responsabilidad de estar cerca de los fieles en este esfuerzo, acompañarlos y guiarlos con nuestro magisterio para dirigirnos no sólo a los creyentes, sino a todos los hombres de buena de voluntad.

Como la fuerza salvífica de la verdad es contestada y se confía sola a ella, desarraigada de toda objetividad en la tarea de decidir lo que es bueno o malo, es preciso recuperar el vínculo esencial entre la Verdad, el Bien y la Libertad. Juan Pablo II, en el capítulo tercero de su última y reciente Encíclica, pone de manifiesto el significado auténtico de la libertad: el don de sí misma por amor, en el servicio a Dios y a los hombres; y que en Cristo crucificado alcanza su máxima expresión. La verdad es que lo que nos hace libres ante el poder y da fuerza al martirio (Cfr n. 87).

Se ha dicho muchas veces, y con razón, que vivimos en una sociedad "secularizada", porque quizá hemos descuidado los cristianos el contenido moral que lleva consigo la fe que profesamos. En la historia de la salvación los mártires, prefiriendo la muerte al pecado, han testimoniado la santidad inviolable de la ley de Dios y el respeto incondicionado debido a la dignidad personal de cada hombre (Cfr n. 90). En este testimonio los cristianos no nos encontramos solos, ya que se hallan confirmaciones en las grandes tradiciones religiosas y sapienciales del Oriente y del Occidente. (Cfr n. 94). La Iglesia enseña que la ley divina expresa, en los Mandamientos y en su valor absoluto, las exigencias del amor. Las normas universales e inmutables están al servicio de la persona y de la sociedad. (Cfr n. 95). Sólo una moral que reconoce normas válidas siempre y para todos, sin ninguna excepción, puede garantizar el fundamento ético de la convivencia social, nacional o internacional (Cfr n. 97).

La profunda renovación de la vida social y política, cuya necesidad se hace cada vez más evidente, sólo se puede llevar a cabo si la libertad se conjuga armoniosamente con la verdad (Cfr nn. 98 y ss). El relativismo ético, a pesar de lo que pudiera parecer en un primer momento, lleva inevitablemente a un totalitarismo negador del hombre; es más, sin una verdad última, las ideas pueden ser instrumentalizadas para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia (Cfr Centessimus annus, n. 46). La causa de la moral es la causa del hombre y la causa de su libertad.

La posibilidad real y concreta que cada hombre tiene que conocer y realizar la verdad moral, a pesar de la debilidad de su libertad debida al pecado las heridas del pecado original, enconada por los pecados personales, surge del misterio de la Redención de Cristo. En Cristo, el Padre nos ofrece no sólo la Verdad sobre el bien (el mandamiento del amor, que contiene en sí «las diez palabras»), sino también la Ley Nueva, que es la presencia del Espíritu Santo en nosotros, su Gracia, que nos hace capaces de amar y de hacer el bien. En Cristo nos sale al encuentro la misericordia de Dios, que es comprensiva con la debilidad humana, pero que no falsifica jamás la medida del bien y del mal con componendas que la adecúen a las circunstancias. Cuando el hombre peca, es humano reconocer la propia debilidad e implorar la misericordia divina; es, en cambio, inaceptable quien hace de su propia debilidad el criterio de la verdad sobre el bien (Cfr n. 104).

Por todo ello, la predicación de la moral cristiana, tan estrechamente ligada a la evangelización (Cfr n. 106), cae bajo la advertencia del apóstol San Pablo: "para que no se desvirtúe la Cruz de Cristo" (1 Cor 1,17). En la misión de anunciar, sin rebajarla, la justicia y la misericordia que brillan en la Cruz, es decisivo el ministerio de los teólogos moralistas (Cfr nn. 109 y ss.), que desempeñan un verdadero y específico servicio eclesial --en comunión con los Pastores--, que es sin duda también un servicio a la cultura humana y a la sociedad entera. Los teólogos han de esforzarse por clarificar, cada vez mejor, los fundamentos bíblicos, los significados éticos y las motivaciones antropológicas que sostienen la doctrina moral y la visión del hombre propuestas por la Iglesia. La enseñanza de la doctrina moral lleva consigo la asunción consciente de responsabilidades intelectuales, espirituales y pastorales, que los moralistas aceptan con el grave deber de educar a los fieles en el discernimiento moral, en el compromiso con el verdadero bien y en el recurso a la gracia divina. Finalmente, advierte Juan Pablo II, que el "disenso" a base de contestaciones calculadas y de polémicas a través de los medios de comunicación social, es contrario a la comunión eclesial y a la recta comprensión de la constitución jerárquica del Pueblo de Dios (Cfr n. 113).

A los Pastores corresponde la misión de vigilar para que en la predicación a los fieles, en la evangelización, en la enseñanza en los Seminarios y Facultades de Teología, en la praxis de las instituciones católicas, etc., la Palabra de Dios sea fielmente proclamada y aplicada a la vida (Cfr nn. 114 y ss). Como una llamada a la responsabilidad de los Pastores, dice el Papa que «es la primera vez que el Magisterio de la Iglesia expone con cierta amplitud los elementos fundamentales de esa doctrina, presentando las razones del discernimiento pastoral necesario en situaciones prácticas y culturales complejas y hasta críticas» (n. 115).

La Encíclica termina con una oración a María, Madre de Misericordia, para que en la vida moral de los fieles brille la Verdad del Hijo, para gloria de Dios. El Papa recuerda, en esta parte final, la extraordinaria simplicidad de la vida moral cristiana, que consiste en seguir a Cristo, dejándose transformar por su gracia y renovar por su misericordia, que se alcanzan en la comunión con la Iglesia.


4. Libertad, Verdad y Ley


El objeto de la Teología Moral es el estudio de la conducta, es decir, de los principios operativos y los actos que conducen (o apartan) al hombre de su último fin sobrenatural, que es la unión con Dios Uno y Trino(1). La Teología Moral es, pues, una reflexión que atañe a la «moralidad»; es decir, el bien y el mal de los actos humanos y de la persona que los realiza --y en este sentido está abierta a todos los hombres--, pero es también «teología», en cuanto reconoce el principio y el fin del comportamiento moral en Aquel que «sólo El es bueno» y que, dándose al hombre en Cristo, le ofrece las bienaventuranzas de la vida divina. Juan Pablo II con su exposición bíblica a la pregunta moral del «joven rico» del Evangelio, recoge la respuesta de Jesucristo.

Es una realidad que en la sociedad y en la misma comunidad cristiana se dan otras respuestas diversas a las del Maestro y de su Iglesia. El Concilio Vaticano II invitó a los estudiosos a «poner una atención especial en perfeccionar la Teología Moral»(2); y esto ha dado ya sus frutos. Pero es el Magisterio de la Iglesia a quien compete la misión de vigilar la sana doctrina(3), y por eso, el deber de hacer un discernimiento(4) sobre las diferentes tendencias de la moderna Teología Moral, para valorar sus aspectos positivos y rechazar aquellos que son negativos o confusos(5). La Iglesia «enviada por Jesús a predicar el Evangelio y a hacer discípulos a todas las gentes..., enseñándolas a guardar todo lo que Él ha mandado(6), la Iglesia propone nuevamente, todavía hoy, la respuesta del Maestro(7).

El capítulo segundo de la Veritatis splendor sale, pues, al paso de aquellos que se apoyan en una noción de libertad que ha roto su vínculo esencial con la verdad. Y la reivindicación de la libertad fuera de la verdad y contra ella manifiesta sus consecuencias negativas, especialmente en cuatro ámbitos de los que nos iremos ocupando en los sucesivos capítulos: el primero es el de la ley natural; el segundo es el de la conciencia, el tercero proviene de la libertad que encuentra su expresión más radical en la llamada «opción fundamental»; y el cuarto y último ámbito se refiere al acto moral.


5. La libertad humana, ¿un absoluto, fuente y origen de los valores?


En la cultura contemporánea, entre los problemas humanos más debatidos, ocupa un lugar destacado la reflexión sobre la libertad del hombre, punto de encuentro con otras muchas cuestiones morales(8). «En concreto, el derecho a la libertad religiosa y al respeto de la conciencia en su camino hacia la verdad es sentido, cada vez más, como fundamento de los derechos de la persona, considerados en su conjunto(9). De este modo, el sentido más profundo de la dignidad de la persona humana y de su unicidad, así como del respeto debido al camino de la conciencia, es ciertamente una adquisición positiva de la cultura moderna. Esta percepción, auténtica en sí misma, ha encontrado múltiples expresiones, más o menos adecuadas, de las cuales algunas, sin embargo, se alejan de la verdad sobre el hombre, como criatura e imagen de Dios y necesitan, por tanto, ser corregidas o purificadas a la luz de la fe»(10). Nos referimos a la crisis en torno a la verdad y a la libertad.


A) Crisis en torno a la verdad.- Efectivamente, «en algunas corrientes del pensamiento moderno se ha llegado a exaltar la libertad hasta el extremo de considerarla como un absoluto, que sería la fuente de los valores. En esta dirección se orientan las doctrinas que desconocen el sentido de lo transcendente o las que son explícitamente ateas. Se ha atribuido a la conciencia individual las prerrogativas de una instancia suprema del juicio moral, que decide categórica e infaliblemente sobre el bien y el mal. Al presupuesto de que se debe seguir la propia conciencia se ha añadido indebidamente la afirmación de que el juicio moral es verdadero por el hecho mismo de que proviene de la conciencia. Pero, de este modo, ha desaparecido la necesaria exigencia de verdad en aras de un criterio de sinceridad, de autenticidad, de "acuerdo con uno mismo", de tal forma que se ha llegado a una concepción radicalmente subjetiva del juicio moral»(11). Con este planteamiento se ponen las bases de una ética individualista; es decir, «cada uno se encuentra ante su verdad, diversa de la verdad de los demás. El individualismo, llevado a las extremas consecuencias, desemboca en la negación de la idea misma de naturaleza humana»(12).


B) Crisis en torno a la libertad.- Además, «paralelamente a la exaltación de la libertad, y paradójicamente en contraste con ella, la cultura moderna pone radicalmente en duda esta misma libertad. Un conjunto de disciplinas, agrupadas bajo el nombre de "ciencias humanas", han llamado justamente la atención sobre los condicionamientos de orden psicológico y social que pesan sobre el ejercicio de la libertad humana. El conocimiento de tales condicionamientos y la atención que se les presta son avances importantes que han encontrado aplicación en diversos ámbitos de la existencia, como, por ejemplo, en la pedagogía o en la administración de la justicia. Pero algunos de ellos, superando las conclusiones que se pueden sacar legítimamente de estas observaciones, han llegado a poner en duda o incluso negar la realidad misma de la libertad humana»(13).


6. La verdadera libertad y su dependencia de la verdad(14)


El discernimiento realizado por la Encíclica apunta a una cuestión común y de fondo a todos los nuevos planteamientos morales: la relación entre libertad y verdad(15). Así ocurre en algunas tendencias de la Teología Moral actual. «Bajo el influjo de las corrientes subjetivistas e individualistas ahora aludidas, interpretan de manera nueva la relación de la libertad con la ley moral, con la naturaleza humana y con la conciencia, y proponen criterios innovadores de valoración moral de los actos. Se trata de tendencias que, aun en su diversidad, coinciden con el hecho de debilitar o incluso negar la dependencia de la libertad con respecto a la verdad. Si queremos hacer un discernimiento crítico de estas tendencias --capaz de reconocer cuanto hay en ellas de legítimo, útil y valioso y de indicar, al mismo tiempo, sus ambigüedades, peligros y errores--, debemos examinarlas teniendo en cuenta que la libertad depende fundamentalmente de la verdad. Dependencia que ha sido expresada de manera nítida y autorizada por las palabras de Cristo: 'Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres'(16). Si existe el derecho a ser respetados en el propio camino de búsqueda de la verdad, existe aún antes la obligación moral grave para cada uno de buscar la verdad y de seguirla una vez conocida»(17).

La Encíclica afronta el problema de la relación verdad-libertad sobre dos vertientes: la primera es el ámbito de la «ley», es decir, de la ley de Dios, ya sea en su formulación universal (nn. 35-53), o bien en su aplicación a la situación personal concreta, «la conciencia» (nn. 54-64). La segunda es el ámbito de la «libertad», esto es, en su nivel de actuación --es el caso de la «opción fundamental» y opciones particulares (nn. 65-70)--, o bien en su término --el «acto moral» (nn. 71-83)--.

De una lectura atenta del segundo capítulo de la Veritatis splendor se desprende claramente que el «problema moral» de la relación verdad-libertad es en primer lugar un problema eminentemente «antropológico», es decir, tiene que ver con la identidad misma del hombre, de la persona humana. La ética presupone y expresa la antropología; y la antropología, a su vez, está intrínsecamente relacionada con la teología, más aún con la cristología; es decir, el hombre como «imagen de Dios» que sólo halla la verdadera luz en el misterio del Verbo encarnado, como le gusta repetir a Juan Pablo II. Por tanto, el rechazo o la aceptación del discurso ético de la Encíclica dependerá directamente del rechazo o acogida de su discurso antropológico(18).


7. La ley moral proviene de Dios y en Él tiene siempre su origen


La pregunta clave ahora es ésta: ¿están aliadas o se oponen entre sí la libertad y la ley? «La ley de Dios, pues, no atenúa ni elimina la libertad del hombre --afirma Juan Pablo II--, al contrario, la garantiza y promueve. Pero, en contraste con lo anterior(19), algunas tendencias culturales contemporáneas abogan por determinadas orientaciones éticas que tienen como centro de su pensamiento un pretendido conflicto entre libertad y la Ley.

Son las doctrinas que atribuyen a cada individuo o a los grupos sociales la facultad de decidir sobre el bien y el mal: la libertad humana podría "crear los valores" y gozaría de una primicia sobre la verdad, hasta el punto que la verdad misma sería considerada una creación de la libertad; la cual reivindicaría tal grado de autonomía moral que prácticamente significaría su soberanía absoluta(20).

Se trata de tendencias que han influido también en el ámbito de la Teología Moral católica, llegando algunos autores a distinguir entre un «orden ético» y un «orden de salvación»(21). Y esto con la conciencia de negar que la Revelación tenga un contenido moral específico y determinado(22) y que el Magisterio de la Iglesia tenga una competencia doctrinal específica sobre normas morales relativas al llamado «bien humano»(23); afirmando, pues, una completa autonomía de la razón en el ámbito de las normas morales(24).

Frente a esta tendencia --que comporta tesis incompatibles con la doctrina católica(25)--, la Encíclica destaca la verdadera autonomía moral, pero en el sentido de lo que podríamos denominar una teonomía participada. En realidad, el hombre ha sido creado libre, partícipe del señorío divino(26) con el que está llamado a gobernar el mundo y gobernarse a sí mismo(27). En efecto, «no sólo el mundo, sino también el hombre mismo ha sido confiado a su propio cuidado y responsabilidad. Dios lo ha dejado "en manos de su propio albedrío" (Sir 15,14) para que buscase a su Creador y alcanzase libremente la perfección. Alcanzar significa edificar personalmente en sí mismo esta perfección. En efecto, igual que gobernando el mundo el hombre lo configura según su inteligencia y voluntad, realizando así actos moralmente buenos el hombre confirma, desarrolla y consolida en sí mismo la semejanza con Dios»(28).
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Notas

1. Cfr García de Haro, R., La vida cristiana, Eunsa, Pamplona 1992, p. 25.

2. VS, n. 29b. En efecto, «el Concilio Vaticano II invitó a los estudiosos a "poner una atención especial en perfeccionar la Teología Moral; su exposición científica, alimentada en mayor grado con la doctrina de la Sagrada Escritura, ha de iluminar la excelencia de la vocación de los fieles en Cristo y su obligación de producir frutos en el amor para la vida en el mundo" (OT, 16). El mismo Concilio invitó a los teólogos a observar los métodos y exigencias propios de la ciencia teológica y "a buscar continuamente un modo más adecuado de comunicar la doctrina a los hombres de su tiempo, porque una cosa es el depósito mismo de la fe; es decir, las verdades; y otra, el modo en que se formulan, conservando su mismo sentido y significado" (GS, 62). De ahí la ulterior invitación dirigida a todos los fieles, pero de manera particular a los teólogos: "Los fieles deben vivir estrechamente unidos a los demás hombres de su tiempo y procurar comprender perfectamente su forma de pensar y sentir, lo cual se expresa por medio de la cultura" [Ibid.]». (VS, n. 29c).

3. «La Iglesia, y particularmente los Obispos, a los cuales Cristo ha confiado ante todo el servicio de enseñar, acoge con gratitud este esfuerzo y alientan a los teólogos a un ulterior trabajo, animado por un profundo y auténtico temor del Señor, que es el principio de la sabiduría (cfr Prv 1,7). Al mismo tiempo, en el ámbito de las discusiones teológicas postconciliares se han dado, sin embargo, algunas interpretaciones de la moral cristiana que no son compatibles con la doctrina sana (cfr 2 Tim 4,3). Ciertamente, el Magisterio de la Iglesia no desea imponer a los fieles ningún sistema teológico particular, y menos filosófico, sino que, para "custodiar celosamente y explicar fielmente" la palabra de Dios (DV, 10), tiene el deber de declarar la incompatibilidad de ciertas orientaciones del pensamiento teológico y de algunas afirmaciones filosóficas con la verdad revelada [Conc. Vaticano I, Dei Filius, cap 4: DS 3018]» (VS, n. 29 in fine).

4. «Al dirigirme con esta Encíclica a vosotros, Hermanos en el Episcopado, deseo enunciar los principios necesarios para el discernimiento de lo que es contrario a la doctrina sana, recordando aquellos elementos de la enseñanza moral de la Iglesia que hoy parecen particularmente expuestos al error, a la ambigüedad o al olvido». (VS, n. 30a).

5. «Estos y otros interrogantes, como ¿qué es la libertad y cuál es su relación con la verdad contenida en la ley de Dios? ¿Cuál es el papel de la conciencia en la formación de la concepción moral del hombre? ¿Cómo discernir, de acuerdo con la verdad sobre el bien, los derechos y deberes concretos de la persona humana?, se pueden resumir en la pregunta fundamental que el joven del Evangelio hizo a Jesús: "Maestro bueno, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna"». (VS, n. 30b).

6. Cfr Mt 28,19-20.

7. Es siempre bajo esta misma luz y fuerza que el Magisterio de la Iglesia realiza su obra de discernimiento acogiendo y aplicando la exhortación que el apóstol Pablo dirigía a Timoteo: 2 Tim 4,1-5; cfr Tit 1,10.13-14.

8. Cfr VS, n. 31a. «No hay duda de que hoy día existe una conciencia particularmente viva sobre la libertad. "Los hombres de nuestro tiempo tienen una conciencia cada vez mayor de la dignidad de la persona humana", como constataba ya la Declaración conciliar "Dignitatis humanae", sobre la libertad religiosa [DH, 1, remitiendo a Juan XXIII, Pacem in terris (11-IV-1963): AAS 55 (1963) 279; Ibid, 265; y a Pío XII, Radiomensaje, 24-XII-1944: AAS 37 (1945) 14]. De ahí la reivindicación de la posibilidad para que los hombres "actúen según su propio criterio y hagan uso de una libertad responsable, no movidos por coacción, sino guiados por la conciencia del deber" (DH, 1)» (VS, n. 31b).

9. Cfr RH, 17; Discurso a los participantes en el V Coloquio Internacional de Estudios Jurídicos (10-III-1984), n. 4: Insegnamenti VII 1 (1984) 656; Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Libertatis conscientia, n. 19 (22-III-1986): AAS 79 (1987) 561.

10. VS, n. 31 in fine; cfr GS, 11.

11. VS, n. 32a. «Abandonada la idea de una verdad universal sobre el bien, que la razón humana puede conocer, ha cambiado también inevitablemente la concepción misma de la conciencia: a ésta ya no se la considera en su realidad originaria; o sea, como acto de la inteligencia de la persona, que debe aplicar el conocimiento universal del bien en una determinada situación y expresar así un juicio sobre la conducta recta que hay que elegir; sino que más bien se está orientando a conceder a la conciencia del individuo el privilegio de fijar, de modo autónomo, los criterios del bien y del mal, y actuar en consecuencia» (VS, n. 32b).

12. VS, n. 32c.

13. VS, n. 33a. «Hay que recordar también algunas interpretaciones abusivas de la investigación científica en el campo de la antropología. Basándose en la gran variedad de costumbres, hábitos e instituciones presentes en la humanidad, se llega a conclusiones que, aunque no siempre niegan los valores humanos universales, sí llevan a una concepción relativista de la moral» (VS, n. 33 in fine).

14. Sobre este tema puede consultarse el artículo de A. Quirós Herruzo, La ley de Cristo, verdad del hombre, en "Scripta Theologica" 26 (1994/1) 155-169, donde el autor hace un profundo estudio de las relaciones entre libertad y verdad. Entre otras cosas afirma: "La vocación humana a la libertad, la vocación a la verdad, la capacidad moral del hombre se concretan en la sublime vocación a ser hijos de Dios en el Hijo (...). Así, pues, la progresiva profundización en la verdad del hombre, no sólo posibilita una libertad hacia la plenitud, sino que tal verdad se convierte en ley de realización personal. Toda esta dinámica se vislumbra con las solas luces de la razón, pero su último y pleno sentido sólo se encuentra en el seguimiento de Aquel que es Perfectus Homo".

15. «La pregunta moral [del joven rico], a la que responde Cristo, no puede prescindir del problema de la libertad; es más, lo considera central, porque no existe moral sin libertad: "El hombre puede convertirse al bien sólo en la libertad" (GS, 17). Pero, ¿qué libertad? El Concilio --frente a aquellos contemporáneos nuestros que "tanto defienden" la libertad y que la "buscan ardientemente", pero que "a menudo la cultivan de mala manera, como si fuera lícito todo con tal de que guste, incluso el mal"-- presenta la verdadera libertad: "La verdadera libertad es signo eminente de la imagen divina en el hombre. Pues quiso Dios 'dejar al hombre en manos de su propia decisión' (cfr Sir 15,14), de modo que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a Él, llegue libremente a la plena y feliz perfección" [GS, 17)» (VS, n. 34a).

16. Ioh 8,32.

17. VS, n. 34b. Cfr DH, 2; cfr también Gregorio XVI, Mirari vos arbitramur (15-VIII-1832): Acta Gregorii Papae XVI, I, 169-174; Pío IX, Quanta cura (8-XII-1864): Pii IX P.M. Acta, I, 3, 687-700; León XIII, Libertas Praestantissimum (20-VI-1888): Leonis XIII P.M. Acta, VIII, Romae 1889, 212-246]. «En este sentido el cardenal J.H. Newman, gran defensor de los derechos de la conciencia, afirmaba con decisión: "La conciencia tiene unos derechos porque tiene unos deberes" [A Letter Addressed to His Grace the Dike of Norfolk: Certain Difficulties Fel by Anglicans in Catholic Teaching (Uniform Edition: Longman, Green and Company, London 1868-1881), vol. 2, p. 250]» .

18. Cfr Tettamanzi, D., "Veritatis splendor". Introducción y guía de lectura, PPC, Madrid 1994, pp. 28-29.

19. «Leemos en el libro del Génesis: "Dios impuso al hombre este mandamiento: 'De cualquier árbol del jardín puedes comer, mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio'" (Gen 2,16-17). Con esta imagen, la Revelación enseña que el poder de decidir sobre el bien y el mal no pertenece al hombre, sino sólo a Dios. El hombre es ciertamente libre, desde el momento en que puede comprender y acoger los mandamientos de Dios. Y posee una libertad muy amplia, porque puede comer "de cualquier árbol del jardín". Pero esta libertad no es ilimitada: el hombre debe detenerse ante el árbol de la ciencia del bien y del mal, por estar llamado a aceptar la ley moral que Dios le da. En realidad, la libertad del hombre encuentra su verdadera y plena realización en esta aceptación. Dios, que sólo Él es Bueno, conoce perfectamente lo que es bueno para el hombre, y en virtud de su mismo amor se lo propone en los mandamientos» (VS, n. 35a). Toda esta doctrina está ampliamente resumida en el Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 385-390.

20. «El requerimiento de autonomía que se da en nuestros días no ha dejado de ejercer su influencia incluso en el ámbito de la teología moral católica. En efecto, si bien ésta nunca ha intentado contraponer la libertad humana a la ley divina, ni poner en duda la existencia de un fundamento religioso último de las normas morales, ha sido llevada, no obstante, a un profundo replanteamiento del papel de la razón y de la fe en la fijación de las normas morales que se refieren a específicos comportamientos "intramundanos", es decir, con respecto a sí mismos, a los demás y al mundo de las cosas. Se debe constatar que en la base de este esfuerzo de replanteamiento se encuentran algunas demandas positivas, que, por otra parte, pertenecen, en su mayoría, a la mejor tradición del pensamiento católico. Interpelados por el Concilio Vaticano II [Cfr GS, 40 y 43], se ha querido favorecer el diálogo con la cultura moderna poniendo de relieve el carácter racional --y por lo tanto universalmente comprensible y comunicable-- de las normas morales correspondientes al ámbito de la ley moral y natural [Cfr Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 71, a.6; ver también ad 5]. Se ha querido reafirmar, además, el carácter interior de las exigencias éticas que derivan de esa misma ley y que no se imponen a la voluntad como una obligación, sino en virtud del reconocimiento previo de la razón humana y, concretamente, de la conciencia personal» (VS, n. 36a).

21. El orden ético tendría un origen humano y valor solamente mundano, mientras que para el orden de la salvación sólo tendrían importancia algunas intenciones y actitudes interiores ante Dios y el prójimo: Cfr VS, n. 37a.

22. Es decir, universalmente válido y permanente. Por tanto, la Palabra de Dios se limitaría a proponer una exhortación, una parénesis genérica, que luego sólo la razón autónoma tendría el cometido de llenar de determinaciones normativas verdaderamente «objetivas», es decir, adecuadas a la situación histórica concreta: Cfr VS, n. 37b.

23. Estas normas morales no pertenecerían al contenido propio de la Revelación y no serían en sí mismas importantes en orden a la salvación. «No hay nadie --afirma Juan Pablo II-- que no vea que semejante interpretación de la autonomía de la razón humana comporta tesis incompatibles con la doctrina católica. En este contexto es absolutamente necesario aclarar, a la luz de la Palabra de Dios y de la tradición viva de la Iglesia, las nociones fundamentales sobre la libertad humana y la ley moral, así como sus relaciones profundas e internas. Sólo así será posible corresponder a las justas exigencias de la racionalidad humana, incorporando elementos válidos de algunas corrientes de la teología moral actual, sin prejuzgar el patrimonio moral de la Iglesia con tesis basadas en un erróneo concepto de autonomía» (VS, n. 37 in fine).

24. Algunos han llegado a teorizar una completa autonomía de la razón en el ámbito de las normas morales relativas al recto ordenamiento de la vida en este mundo. «Tales normas constituirían el ámbito de una moral solamente "humana", es decir, serían la expresión de una ley que el hombre se da autónomamente a sí mismo y que tiene su origen exclusivamente en la razón humana. Dios en modo alguno podría ser considerado Autor de esta ley; sólo en el sentido de que la razón humana ejerce su autonomía legisladora en virtud de un mandato originario y total de Dios al hombre» (VS, n. 36c).

25. Porque acaban negando las enseñanzas de la Sagrada Escritura (Cfr Mt 15,3-6) y la doctrina perenne de la Iglesia: la ley moral natural tiene a Dios como autor y el hombre --mediante su razón--, participa de la ley eterna, que no ha sido establecida por él. Cfr VS, n. 36 in fine.

26. «Citando las palabras del Eclesiastés, el Concilio Vaticano II explica así la "verdadera libertad" que en el hombre es "signo eminente de la imagen divina": "Quiso Dios 'dejar al hombre en manos de su propio albedrío' de modo que busque sin coacciones a su Creador y, adhiriéndose a Él, llegue libremente a la plena y feliz perfección" (GS, 17). Estas palabras indican la maravillosa profundidad de la participación en la soberanía divina, a la que el hombre ha sido llamado; indican que la soberanía del hombre se extiende, en cierto modo, sobre el hombre mismo. Éste es un aspecto puesto de relieve constantemente en la reflexión teológica sobre la libertad humana, interpretada en los términos de una forma de realeza. Dice, por ejemplo, san Gregorio Niseno: "El ánimo manifiesta su realeza y excelencia... en su estar sin dueño y libre, gobernándose autocráticamente con su voluntad. ¿De quién más es esto propio sino del rey?... Así la naturaleza humana, creada para ser dueña de las demás criaturas, por la semejanza con el soberano del universo fue constituida como una viva imagen, partícipe de la dignidad y del nombre del Arquetipo" [De hominis officio, c. 4: PG 44,135-136]» (VS, n. 38).

27. «Gobernar el mundo constituye ya para el hombre un cometido grande y lleno de responsabilidad, que compromete su libertad a obedecer al Creador: "Henchid la tierra y sometedla" (Gen 1,28). Bajo este aspecto cada hombre, así como la comunidad humana, tiene una justa autonomía a la cual la Constitución conciliar Gaudium et spes dedica una especial atención. Es la autonomía de las realidades terrestres, la cual significa que "las cosas creadas y la sociedades mismas gozan de leyes y valores propios que el hombre ha de descubrir, aplicar y ordenar paulatinamente" (GS, 36))» (VS, n. 38 in fine).

28. VS, n. 39a. «El Concilio, no obstante, llama la atención ante un falso concepto de autonomía de las realidades terrenas: el que considera que las "cosas creadas no dependen de Dios y que el hombre puede utilizarlas sin hacer referencia al Creador" (GS, 36). De cara al hombre, semejante concepto de autonomía produce efectos particularmente perjudiciales, asumiendo en última instancia un carácter ateo: "Pues sin el Creador la criatura se diluye... Adenás, por el olvido de Dios la criatura misma queda oscurecida" (GS, 36)» (VS, n. 39 in fine).

 

 

Segunda parte

La «Veritatis splendor» y las cuestiones bioéticas

(La ley natural)


Hoy día algunos autores rechazan, falsifican o deforman la ley natural; es decir, la rechazan porque la libertad misma se convierte en «fuente de valores»; la falsean porque la ley natural se interpreta de forma reductiva como si fuera una «ley biológica»; la deforman porque resulta incompatible con la unicidad e irrepetibilidad de la persona («ley universal») y con su historia («ley inmutable»).


1. La dignidad humana: ley, naturaleza, libertad


La ley moral proviene de Dios y en Él tiene siempre su origen. En virtud de la razón natural, que deriva de la sabiduría divina, la ley moral es, al mismo tiempo, la ley propia del hombre, porque «no es otra cosa que la luz de la inteligencia infundida en nosotros por Dios. Gracias a ella conocemos lo que se debe hacer y lo que se debe evitar. Dios ha donado esta luz y esta ley en la Creación»(1). Se da, pues, una actividad de la razón humana en la búsqueda y en la aplicación de la ley moral.


A) Autonomía moral relativa.- Ahora bien, la razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna(2), que no es otra cosa que la misma sabiduría divina(3). En este sentido, la doctrina de la Iglesia habla de una autonomía moral relativa; es decir, en relación con la verdad del hombre y, más radicalmente, con la verdad de Dios Creador del hombre. En efecto, «la verdadera autonomía moral del hombre no significa en absoluto el rechazo, sino la aceptación de la ley moral, del mandato de Dios: "Dios impuso al hombre este mandamiento..."(4). La libertad del hombre y la ley de Dios se encuentran y están llamadas a compenetrarse entre sí, en el sentido de la libre obediencia del hombre a Dios y de la gratuita benevolencia de Dios al hombre. Y por tanto, la obediencia a Dios no es, como algunos piensan, una heteronomía, como si la vida moral estuviese sometida a la voluntad de una omnipotencia absoluta, externa al hombre y contraria a la afirmación de su libertad. En realidad, si heteronomía de la moral significase negación de la autodeterminación del hombre o imposición de normas ajenas a su bien, tal heteronomía estaría en contradicción con la revelación de la Alianza y de la Encarnación redentora, y no sería más que una forma de alienación, contraria a la sabiduría divina y a la dignidad de la persona humana»(5).


B) Teonomía participada.- Por eso, «algunos hablan justamente de teonomía, o de teonomía participada, porque la libre obediencia del hombre a la ley de Dios implica efectivamente que la razón y la voluntad humana participan de la sabiduría y de la providencia de Dios. Al prohibir al hombre que coma "del árbol de la ciencia del bien y del mal", Dios afirma que el hombre no tiene originariamente este "conocimiento", sino que participa de él solamente mediante la luz de la razón natural y de la revelación divina, que le manifiestan las exigencias a las llamadas de la sabiduría eterna. Por tanto, la ley debe considerarse como una expresión de la sabiduría divina. Sometiéndose a ella, la libertad se somete a la verdad de la Creación. Por esto conviene reconocer en la libertad de la persona humana la imagen y cercanía de Dios, que está "presente en todos"(6); asimismo, conviene proclamar la majestad del Dios del universo y venerar la santidad de la ley de Dios infinitamente transcendente: Deus semper maior(7)»(8).


C) Conclusión.- La libertad del hombre y la ley de Dios están, además, llamadas a compenetrarse entre sí: «la libertad del hombre, modelada sobre la de Dios, no sólo no es negada por su obediencia a la ley divina, sino que solamente mediante esta obediencia permanece en la verdad y es conforme a la dignidad del hombre»(9). El hombre, ciertamente, puede y debe hacer libremente el bien y evitar el mal, para lo que previamente debe poder distinguir el bien del mal. «Y esto sucede, ante todo, gracias a la luz de la razón natural, reflejo en el hombre del esplendor del rostro de Dios. Todo esto aparece con mayor claridad a partir de la verdadera concepción de la ley moral"(10). De aquí se deduce el motivo por el cual esta "ley" se llama ley natural: no por relación a la naturaleza de los seres irracionales, sino porque la razón que la promulga es propia de la naturaleza humana(11).


2. La «ley moral natural»


A) Ley Eterna.- La Encíclica insiste en proponer la ley moral natural a la luz de la Ley Eterna, en el sentido de una participación suya en la criatura racional. «El Concilio Vaticano II recuerda que: "la norma suprema de la vida humana es la misma ley divina, eterna, objetiva y universal mediante la cual Dios ordena, dirige y gobierna, con el designio de su sabiduría y de su amor, el mundo y los caminos de la comunidad humana. Dios hace al hombre partícipe de esta ley suya, de modo que el hombre, según ha dispuesto suavemente la Providencia divina, pueda reconocer cada vez más la verdad inmutable"»(12). Así, pues, nos remite a la doctrina clásica sobre la ley eterna de Dios. San Agustín la define como "la razón o la voluntad de Dios que manda conservar el orden natural y prohíbe perturbarlo"(13); santo Tomás la identifica con "la razón de la sabiduría divina, que mueve todas las cosas hacia su debido fin"(14).

Ahora bien, «la sabiduría de Dios es providencia, amor solícito. Es, pues, Dios mismo quien ama y, en el sentido más literal y fundamental, se cuida de toda la creación(15). Sin embargo, Dios provee a los hombres de manera diversa respecto a los demás seres que no son personas: no "desde fuera", mediante las leyes inmutables de naturaleza física, sino "desde dentro", mediante la razón que, conociendo con la luz natural la ley eterna de Dios, es por esto mismo capaz de indicar al hombre la justa dirección de su libre actuación(16). De esta manera, Dios llama al hombre a participar de su providencia, queriendo por medio del hombre mismo, o sea, a través de su cuidado razonable y responsable, dirigir el mundo: no sólo el mundo de la naturaleza, sino también el de las personas humanas»(17).


B) Ley natural.- En esta línea, «como expresión humana de la ley eterna de Dios, se sitúa la ley natural: "La criatura racional, entre todas las demás --afirma Santo Tomás-- está sometida a la divina providencia de una manera especial, ya que se hace partícipe de esa providencia, siendo providente sobre sí y para los demás. Participa, pues, de la razón eterna; ésta le inclina naturalmente a la acción y al fin debidos. Y semejante participación de la ley eterna en la criatura racional se llama ley natural"(18)»(19).

La doctrina del "Doctor común" sobre la ley natural ha sido asumida por la enseñanza moral de la Iglesia. Ya, por ejemplo, León XIII «ponía de relieve la esencial subordinación de la razón y de la ley humana a la Sabiduría de Dios y a su ley. Después de afirmar que "la ley natural está escrita y grabada en el ánimo de todos los hombres y de cada hombre, ya que no es otra cosa que la misma razón humana que nos manda hacer el bien y nos intima a no pecar"»(20).


C) La ley positiva: ley mosaica y ley de Cristo.- «El hombre puede reconocer el bien y el mal --afirma el Papa-- gracias a aquel discernimiento del bien y del mal que el mismo realiza mediante su razón iluminada por la Revelación divina y por la fe, en virtud de la ley que Dios ha dado al pueblo elegido, empezando por los mandamientos del Sinaí. Israel fue llamado a recibir y vivir la ley de Dios como don particular y signo de la elección y de la Alianza divina, y a la vez como garantía de la bendición de Dios»(21). Por eso, «la Iglesia acoge con reconocimiento y custodia con amor todo el depósito de la Revelación, tratando con religioso respeto y cumpliendo su misión de interpretar la ley de Dios de manera auténtica a la luz del Evangelio. Además, la Iglesia recibe como don la Ley nueva, que es el "cumplimiento" de la ley de Dios en Jesucristo y en su Espíritu»(22).

La Teología moral suele distinguir entre ley divino-positiva y ley divino-natural, o bien entre Ley Antigua y Ley Nueva, si bien tales distinciones son más bien prácticas, porque en el fondo no hay que olvidar que con ellas se trata de expresar «los diversos modos con que Dios se cuida del mundo y del hombre, no sólo se excluyen entre sí, sino que se sostienen y se compenetran recíprocamente. Todos tienen su origen y confluyen en el eterno designio sabio y amoroso con el que Dios predestina a los hombres "a reproducir la imagen de su Hijo"(23). En este designio no hay ninguna amenaza para la verdadera libertad del hombre; al contrario, la acogida de este designio es la única vía para la consolidación de dicha libertad»(24).


3. Libertad y naturaleza humana


Sobre la ley natural y, especialmente, acerca de la relación con la naturaleza, se da hoy un interesante debate entre los estudiosos de ética y los teólogos moralistas(25): «la época contemporánea está marcada, si bien en un sentido diferente, por una tensión análoga. El gusto de la observación empírica, los procedimientos de objetivación científica, el progreso técnico, algunas formas de liberalismo han llevado a contraponer los dos términos, como si la dialéctica --e incluso el conflicto-- entre libertad y naturaleza fuera una característica estructural de la historia humana. En otras épocas parecía que la "naturaleza" sometiera totalmente al hombre a sus dinamismos e incluso a sus determinismos»(26).

Existe una gran confusión en amplios sectores de la sociedad actual acerca de lo que está bien y de lo que está mal, y están a merced de quienes tienen el poder de "crear" opinión e imponerse a los demás(27). Y es que en gran parte del pensamiento contemporáneo no se hace ninguna referencia a la ley natural garantizada por el Creador. Sólo queda a cada persona la posibilidad de elegir este o aquel objetivo como conveniente o útil en un determinado conjunto de circunstancias. Se afirman los derechos, pero al no tener ninguna referencia a una verdad objetiva, carecen de cualquier base sólida.


A) Los hechos morales en el «fisicismo» y en el «naturalismo».- Efectivamente, las realidades humanas son para muchos hombres de nuestro tiempo los únicos factores realmente decisivos: las coordenadas espacio-temporales del mundo sensible, las constantes físico-químicas, los dinamismos corpóreos, las pulsiones psíquicas y los condicionamientos sociales. «En este contexto, incluso los hechos morales, independientemente de su especificidad, son considerados a menudo como si fueran datos estadísticamente constatables, como comportamientos observables o explicables sólo con las categorías de los mecanismos psico-sociales»(28). De manera que la naturaleza humana, entendida así, podría reducirse y ser tratada como material biológico o social disponible, lo que significa definir la libertad por medio de sí misma y hacer de ella una instancia creadora de sí misma y de sus valores. En visión tan radical el hombre ni siquiera tendría naturaleza y sería para sí mismo su propio proyecto de existencia. ¡El hombre no sería nada más que su libertad!(29). Y más concretamente, las «objeciones» de las corrientes doctrinales llamadas fisicismo y naturalismo(30), se basan en el hecho de que la concepción tradicional de la ley natural no consideraría de manera adecuada el carácter racional y libre del hombre, ni el condicionamiento cultural de cada norma moral(31).


B) ¿Hacia una antropología dualista?.- En realidad, la Encíclica pretende precisar de qué modo la "acusación se vuelve contra los acusadores", en la medida en que profesan una antropología dualista que disocia al hombre en sus dimensiones de alma y cuerpo, exaltando de manera absoluta el alma (la libertad) y reduciendo al cuerpo a algo extrínseco a la persona. Es algo que se aprecia fundamentalmente en la distinción que hacen estos teólogos moralistas entre bienes morales y bienes físicos premorales. «Ante esta interpretación --apunta Juan Pablo II-- conviene mirar con atención la recta relación que hay entre libertad y naturaleza humana, y, en concreto, el lugar que tiene el cuerpo humano en las cuestiones de la ley natural. Una libertad que pretende ser absoluta acaba por tratar al cuerpo humano como un ser en bruto, desprovisto de significados y de valores morales hasta que ella no lo revista de su proyecto. Por lo cual, la naturaleza humana y el cuerpo aparecen como unos presupuestos o preliminares, materialmente necesarios para la decisión de la libertad, pero extrínsecos a la persona, al sujeto y al acto humano. Sus dinamismos no podrían constituir puntos de referencia para la opción moral, desde el momento en que las finalidades de estas inclinaciones serían sólo bienes "físicos", llamados por algunos "premorales". Hacer referencia a los mismos, para buscar indicaciones racionales sobre el orden de la moralidad, debería ser tachado de fisicismo o de biologismo. En semejante contexto la tensión entre la libertad y una naturaleza concebida en sentido reductivo se acaba produciendo una división dentro del hombre mismo»(32).


C) Libertad, naturaleza y unidad del ser humano.- Esta teoría moral no responde a la verdad del hombre(33). ¿Por qué? Porque la tensión entre la libertad y una naturaleza entendida de modo reductivo se resuelve con una división dentro del hombre mismo: «La persona --incluido el cuerpo-- está confiada enteramente a sí misma, y es en la unidad del alma y cuerpo donde ella es el sujeto de sus propios actos morales»(34). Por eso la reafirmación clara y rotunda del Magisterio, sobre la base de las fuentes de la Revelación: «una doctrina que separe el acto moral de las dimensiones corpóreas de su ejercicio es contraria a las enseñanzas de la Sagrada Escritura y de la Tradición»(35). Es preciso salvaguardar la unidad del ser humano para la recta comprensión de la ley natural(36). Pues bien, precisamente por todo esto, la ley natural se remite no a una naturaleza cualquiera, sino a la naturaleza «propia y original» del hombre, de la «persona humana». Un ejemplo lo encontramos en el deber de respetar absolutamente la vida humana(37). En consecuencia, «las inclinaciones naturales tienen una importancia moral sólo cuando se refieren a la persona humana y a su realización auténtica, la cual se verifica siempre y solamente en la naturaleza humana. La Iglesia, al rechazar las manipulaciones de la corporeidad que alteran su significado humano, sirve al hombre y le indica el camino del amor verdadero, único medio para poder encontrar al verdadero Dios. La ley natural, así entendida, no deja espacio de división entre libertad y naturaleza. En efecto, éstas están armónicamente relacionadas entre sí y mutuamente aliadas»(38).


4. Universalidad de la «ley natural»


La ley natural tiene dos rasgos fundamentales, universalidad e inmutabilidad, que repercutirán en el presunto conflicto libertad-naturaleza que acabamos de exponer. En efecto, la universalidad sería contradicha por la «unicidad e irrepetibilidad» de la persona humana; y la inmutabilidad por la «historicidad» y por la «cultura» propias de la persona(39).

La ley natural implica universalidad, en cuanto inscrita en la naturaleza racional de la persona y se impone a todo ser dotado de razón y que vive en la historia. «Para perfeccionarse en su orden específico, la persona debe realizar el bien y evitar el mal, preservar la transmisión y la conservación de la vida, mejorar y desarrollar las riquezas del mundo sensible, cultivar la vida social, buscar la verdad, practicar el bien, contemplar la belleza»(40). Ahora bien, «la separación hecha por algunos entre la libertad de los individuos y la naturaleza común a todos, como emerge de algunas teorías filosóficas de gran resonancia en la cultura contemporánea, ofusca la percepción de la universalidad de la ley moral por parte de la razón. Pero, en la medida en que expresa la dignidad de la persona humana y pone la base de sus derechos y deberes fundamentales, la ley natural es universal en sus preceptos, y su autoridad se extiende a todos los hombres»(41). En realidad, «esta universalidad no prescinde de la singularidad de los seres humanos, ni se opone a la unicidad y a la irrepetibilidad de cada persona; al contrario, abarca básicamente cada uno de sus actos libres, que deben demostrar la universalidad del verdadero bien. Nuestro actos, al someterse a la ley común, edifican la verdadera comunión de las personas y, con la gracia de Dios, ejercen la caridad, "que es el vínculo de la perfección"(42). En cambio, cuando nuestros actos desconocen o ignoran la ley, de manera imputable o no, perjudican la comunión de las personas, causando daño»(43).

Siendo el hombre un ser "relacional", un "yo" abierto al "tú", sólo sobre un "terreno común" puede encontrarse, dialogar, entrar en comunión con los demás: este terreno común es la «naturaleza humana». Y en relación con esa naturaleza común es como siempre y únicamente tienen sentido y pueden desarrollarse la unicidad y la irrepetibilidad de la persona. Nuestros actos, al someterse a la ley común, edifican la verdadera comunión de las personas(44); y tales leyes universales y permanentes --los llamados preceptos positivos-- corresponden a conocimientos de la razón práctica y se aplican a los actos particulares mediante el juicio de la conciencia. El sujeto que actúa asimila personalmente la verdad contenida en la ley; se apropia y hace suya esta verdad de su ser mediante los actos y las correspondientes virtudes. Ahora bien esta «comunión» encuentra su afirmación más fuerte en los llamados preceptos negativos(45) de la ley natural: éstos son universalmente válidos, obligan a todos y a cada uno, siempre y en cualquier circunstancia. «En efecto, se trata de prohibiciones que vetan una determinada acción semper et pro semper, sin excepciones, porque la elección de un determinado comportamiento en ningún caso es compatible con la bondad de la voluntad de la persona que actúa, con su vocación a la vida con Dios y a la comunión con el prójimo. Está prohibido a cada uno y siempre infringir preceptos que vinculan a todos y cueste lo que cueste; a no ofender a nadie y, ante todo, en sí mismos, la dignidad personal y común a todos»(46). Así, pues, con referencia a la universalidad de la ley natural, la Encíclica introduce ya el tema de los actos intrínsecamente malos, sobre el que volverá más adelante de forma más amplia y específica.


5. Inmutabilidad de la «ley natural»


Juan Pablo II aclara oportunamente que el concepto de historicidad(47) o de cambio, exige algo inmutable, así como el mismo concepto de cultura exige algo que sea el criterio de su conformidad o no con la dignidad de la persona. «No se puede negar que el hombre existe siempre en una cultura concreta, pero tampoco se puede negar que el hombre no se agota en esa misma cultura. Por otra parte, el progreso mismo de las culturas demuestra que en el hombre existe algo que las trasciende. Este "algo" es precisamente la naturaleza del hombre: esta naturaleza es la medida de la cultura y es la condición para que el hombre no sea prisionero de ninguna de sus culturas, sino que defienda su dignidad personal viviendo de acuerdo con la verdad profunda de su ser. Poner en tela de juicio los elementos estructurales permanentes del hombre, relacionados también con la misma dimensión corpórea, no sólo entraría en conflicto con la experiencia común, sino que haría incomprensible la referencia que Jesús hizo al "principio"(48), precisamente allí donde el contexto social y cultural del tiempo había deformado el sentido originario y el papel de algunas normas morales»(49).

Además, el dato de la historicidad y de la cultura establece una tarea legítima y obligada, aunque no siempre fácil: la de «buscar y encontrar la formulación de las normas morales universales y permanentes más adecuada a los diversos contextos culturales, más capaz de expresar incesantemente la actualidad histórica y hacer comprender e interpretar auténticamente la verdad»(50).

En definitiva, «esta verdad de la ley moral --igual que la del depósito de la fe-- se desarrolla a través de los siglos. Las normas que la expresan siguen siendo sustancialmente válidas, pero deben ser precisadas y determinadas "eodem sensu eademque sententia"(51), según las circunstancias históricas del Magisterio de la Iglesia, cuya decisión está precedida y acompañada por el esfuerzo de lectura y formulación propio de la razón de los creyentes y de la reflexión teológica»(52).


A modo de conclusión


En suma, la ley natural no es algo que se impone al hombre desde fuera, sino que nace desde dentro de sí mismo en cuanto que implica y prescribe el mismo bien del hombre, recogiendo las exigencias que manan de su propia naturaleza. De modo que los que niegan la existencia de un Dios personal, tienen también que negar la ley natural que tiene en él su fundamento.

La noción de ley natural que usa el Magisterio de la Iglesia no es una noción biologista: no se refiere a la naturaleza propia de los seres irracionales, sino a la naturaleza corpóreo-espiritual de la persona humana; va más allá de lo biológico. Es más, el ser humano la reconoce en su propio interior como un bien de sí mismo y es por eso una participación de la ley divina por la que Dios gobierna el mundo. Y, finalmente, la ley natural es accesible a la razón humana y, aunque se formule en normas generales (decálogo), se refiere a las exigencias concretas de la naturaleza humana. Todos los hombres tenemos una naturaleza común con unas exigencias fundamentales que son también comunes. En consecuencia desde una postura agnóstica --que niega la capacidad de la razón humana para alcanzar la verdad-- es lógico que se concluya en la incognoscibilidad de la ley natural.

La crítica que suele hacerse al Magisterio en el ámbito moral no es que esté desprovisto de competencia. Bastaría leer lo que dice el Catecismo recogiendo la Tradición (CEC, 2032ss). El problema radica más bien en señalar que el Magisterio, al igual que la misma Iglesia, está en camino de peregrinación. Nadie puede negar que las formulaciones del Magisterio sean perfectibles. Nadie puede decir tampoco que sean las mejores posibles. Todo es mejorable, sobre todo cuando se trata de formular el misterio de Dios. Sin embargo, todo progreso en la formulación, como siempre ha reconocido la Iglesia, no puede contradecir la verdad expresada en anteriores formulaciones; de otro modo la Iglesia no sería garantía de verdad.

Notas

1. Sto. Tomás de Aquino, In duo praecepta caritatem et in decem legis praeceptis Prologus: Opuscula theologica, II, n. 1129, Ed. Taurinens (1954), 245.

2. «La enseñanza del Concilio subraya, por un lado, la actividad de la razón humana cuando determina la aplicación de la ley moral: la vida moral exige la creatividad y la ingeniosidad propias de la persona, origen y causa de sus actos deliberados. Por otro lado, la razón encuentra su verdad y su autoridad en la ley eterna, que no es otra cosa que la misma sabiduría divina [Cfr Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 93, a. 3, ad 2]» (VS, n. 40a).

3. «La justa autonomía de la razón práctica significa que el hombre posee en sí mismo la propia ley, recibida del Creador. Sin embargo, la autonomía de la razón no puede significar la creación, por parte de la misma razón, de los valores y de las normas morales [Discurso a un grupo de Obispos de Estados Unidos de América en visita "ad limina" (15-X-1988), n. 6: Insegnamenti, XI 3 (1988) 1228]. Si esta autonomía implicase una negación de la participación de la razón práctica en la sabiduría del Creador y Legislador divino, o bien se sugiriera una libertad creadora de las normas morales, según las contingencias históricas o las diversas sociedades y culturas, tal pretendida autonomía contradiría la enseñanza de la Iglesia sobre la verdad del hombre (cfr GS, 47). Sería la muerte de la verdadera libertad: "Mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás, porque el día que comieres de él, morirás sin remedio" (Gen 2,17)» (VS, n. 40b).

4. Gen 2,16.

5. VS, n. 41a.

6. Cfr Eph 4,6.

7. Cfr S. Agustín, Ennarratio in Psalmum LXII,16: CCL 39,804.

8. VS, n. 41b.

9. VS, n. 42a; cfr GS, 17.

10. «A este respecto, comentando un versículo del Salmo 4, afirma Santo Tomás: "El Salmista, después de haber dicho: 'sacrificad un sacrificio de justicia' (Ps 4,6), añade, para los que preguntan cuáles son las obras de la justicia: 'Muchos dicen: ¿Quién nos mostrará el bien?'; y, respondiendo a esta pregunta, dice: 'La luz de tu rostro, Señor, ha quedado impresa en nuestras mentes', como si la luz de la razón natural, por la cual discernimos lo bueno y lo malo --tal es el fin de la ley natural--, no fuese otra cosa que la luz divina impresa en nosotros" [Summa Theologiae, I-II, q. 91, a.2]». (VS, n. 42 in fine).

11. Cfr CEC, 1955.

12. DH, 3.

13. Contra Faustum, lib. 22, cap. 27: PL 42,418.

14. Summa Theologiae, I-II, q. 93, a.1.

15. Cfr Sap 7,22; 8-11.

16. Cfr Summa Theologiae, I-II, q. 90, a.4 ad 1.

17. VS, n. 43b.

18. Summa Theologiae., I-II, q.91, a.2.

19. VS, n. 43 in fine.

20. Cfr León XIII, Libertas praestantissimum, (20-VI-1888): Leonis XIII P.M. Acta, VIII, Romae 1889, 219, cit. en VS, n. 44a.

21. VS, n. 44b. «Así Moisés podía dirigirse a los hijos de Israel y preguntarles: "¿Hay alguna nación tan grande que tenga los dioses tan cerca como lo está el Señor nuestro Dios siempre que le invocamos? Y ¿cuál es la gran nación cuyos preceptos y normas sean tan justos como toda esta Ley que yo os expongo hoy?" (Dt 4,7-8). Es en los Salmos donde encontramos los sentimientos de alabanza, gratitud y veneración que el pueblo elegido está llamado a tener hacia la ley de Dios, junto con la exhortación a conocerla, meditarla y traducirla en la vida: "¡Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos, ni en la senda de los pecadores se detiene, ni en el banco de los burlones se sienta, mas se complace en la ley del Señor, su ley susurra día y noche!" (Ps 1,1-2). "La ley del Señor es perfecta, consolación del alma, el dictamen del Señor, veraz, sabiduría del sencillo. Los preceptos del Señor son rectos, gozo del corazón; claro el mandamiento del Señor, luz de los ojos" (Ps 19,8-9)». (VS, n. 44 in fine).

22. VS, n. 45a. «Es una ley "interior" (Cfr Ier 31,31-33), "escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo; no en tablas de piedra, sino en tablas de carne, en los corazones" (2 Cor 3,3); una ley de perfección y de libertad (Cfr 2 Cor 3,17); es "la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús" (Rom 8,2). Sobre esta ley dice santo Tomás: "Ésta puede llamarse ley en doble sentido. En primer lugar, ley del espíritu es el Espíritu Santo... que, por inhabitación en el alma, no sólo enseña lo que es necesario realizar iluminando el entendimiento sobre las cosas que hay que hacer, sino también inclina a actuar con rectitud... En segundo lugar, ley del espíritu puede llamarse el efecto propio del Espíritu Santo, es decir, la fe que actúa por la caridad (Gal 5,6), la cual, por eso mismo, enseña interiormente sobre las cosas que hay que hacer... e inclina el afecto a actuar" [In Epistulam ad Romanos, c. VIII, lect. 1]» (VS, n. 45b).

23. Rom 8,29.

24. VS, n. 45 in fine.

25. «El presunto conflicto entre libertad y la ley se replantea hoy con una fuerza singular en relación con la ley natural y, en particular, en relación con la naturaleza. En realidad los debates sobre naturaleza y libertad siempre han acompañado la historia de la reflexión moral, asumiendo tonos encendidos con el Renacimiento y la Reforma, como se puede observar en las enseñanzas del Concilio de Trento [Ses. VI, Decreto sobre la justificación Cum hoc tempore, cap. 1: DS 1521]» (VS, n. 46a).

26. VS, n. 46b.

27. Cfr Juan Pablo II, Discurso en la vigilia de oración en la VIII Jornada mundial de la Juventud, 14-VIII-1993.

28. VS, n. 46c. «Y así algunos estudiosos de ética, que por profesión examinan los hechos y los gestos del hombre, pueden sentirse tentados de valorar su saber, e incluso sus normas de actuación, a partir de un resultado estadístico sobre los comportamientos humanos concretos y las opiniones morales de la mayoría. En cambio, otros moralistas, preocupados por educar en los valores, son sensibles al prestigio de la libertad, pero a menudo la conciben en oposición o contraste con la naturaleza material y biológica, sobre la que debería consolidarse progresivamente. A este respecto --sigue diciendo Juan Pablo II--, diferentes concepciones coinciden en olvidar la dimensión creatural de la naturaleza y en desconocer su integridad. Para algunos, la naturaleza se reduce a material para la actuación humana y para su poder. Esta naturaleza debería ser transformada profundamente, es más, superada por la libertad, dado que constituye su límite y su negación. Para otros, es en la promoción sin límites del poder del hombre, o de su libertad, como se constituyen los valores económicos, sociales, culturales e incluso morales. Entonces la naturaleza estaría representada por todo lo que en el hombre y en el mundo se sitúa fuera de la libertad. Dicha naturaleza comprendería en primer lugar el cuerpo humano, su constitución y su dinamismo. A este aspecto físico se opondría lo que se ha "construido", es decir, la "cultura", como obra y producto de la libertad» (VS, n. 46d).

29. Cfr VS, n. 46 in fine

30. La ley natural «presentaría como leyes morales las que en sí mismas serían sólo leyes biológicas. Así, muy superficialmente, se atribuiría a algunos comportamientos humanos un carácter permanente e inmutable, y, basándose en el mismo, se pretendería formular normas morales universalmente válidas. Según algunos teólogos, semejante "argumento biologista o naturalista" estaría presente incluso en algunos documentos del Magisterio de la Iglesia, especialmente en los relativos al ámbito de la ética sexual y matrimonial. Basados en una concepción naturalística del acto sexual, se condenarían como moralmente inadmisibles la contracepción, la esterilización directa, el autoerotismo, las relaciones prematrimoniales, las relaciones homosexuales, así como la fecundación artificial» (VS, n. 47a).

31. VS, n. 47b. «Ahora bien, según el parecer de estos teólogos, la valoración moralmente negativa de tales actos no consideraría de manera adecuada el carácter racional y libre del hombre, ni el condicionamiento cultural de cada norma moral. Ellos dicen que el hombre, como ser racional, no sólo puede, sino que incluso debe decidir libremente el sentido de sus comportamientos. Este "decidir el sentido" debería tener en cuenta, obviamente, los múltiples límites del ser humano, que tiene una condición corpórea e histórica. Además, debería considerar los modelos comportamentales y los significados que éstos tienen en una cultura determinada. Y, sobre todo, debería respetar el mandamiento fundamental del amor de Dios y del prójimo. Afirman también que, sin embargo, Dios ha creado al hombre como ser racionalmente libre; lo ha dejado "en manos de su propio albedrío" y de él espera una propia y racional formación de su vida. El amor del prójimo significaría sobre todo o exclusivamente un respeto por su libre decisión sobre sí mismo. Los mecanismos de los comportamientos propios del hombre, así como las llamadas "inclinaciones naturales" establecerían al máximo --como suele decirse-- una orientación general del comportamiento correcto, pero no podrían determinar la valoración moral de cada acto humano, tan complejo desde el punto de vista de las situaciones» (VS, n. 47 in fine).

32. VS, n. 48a.

33. Cfr Conc. de Vienne, Fidei catholicae: DS 902; Conc. V de Letrán, Bula Apostolici regiminis: DS 1440. «El alma espiritual e inmortal es el principio de la unidad del ser humano, es aquello por lo cual éste existe como un todo "corpore et anima unus" (GS, 14)en cuanto persona. Estas definiciones no indican solamente que el cuerpo, para el cual ha sido prometida la resurrección, participará también de la gloria; recuerdan igualmente el vínculo de la razón y de la libre voluntad con todas las facultades corpóreas y sensibles» (VS, n. 48b).

34. VS, n. 48c. «Es a la luz de la dignidad de la persona humana --que debe afirmarse por sí misma-- como la razón descubre el valor moral específico de algunos bienes a los que la persona se siente naturalmente inclinada. Y desde el momento en que la persona humana no puede reducirse a una libertad que se autoproyecta, sino que comporta una determinada estructura espiritual y corpórea, la exigencia moral originaria de amar y respetar a la persona como un fin y nunca como un simple medio, implica también, intrínsecamente, el respeto de algunos bienes fundamentales, sin el cual se caería en el relativismo y en el arbitrio» (VS, n. 48 in fine).

35. VS, n. 49a. «Tal doctrina hace revivir, bajo nuevas formas, algunos viejos errores combatidos siempre por la Iglesia, porque reducen la persona humana a una libertad "espiritual", puramente formal. Esta reducción ignora el significado moral del cuerpo y de sus comportamientos (cfr 1 Cor 6,19). El apóstol Pablo declara excluidos del Reino de los cielos a los "impuros, idólatras, adúlteros, afeminados, homosexuales, ladrones, avaros, borrachos, ultrajadores y rapaces" (cfr 1 Cor 6,9-10). Esta condena enumera como "pecados mortales", o "prácticas infames", algunos comportamientos específicos cuya voluntaria aceptación impide a los creyentes tener parte en la herencia prometida. En efecto, cuerpo y alma son inseparables: en la persona, en el agente voluntario y en el acto deliberado, están o se pierden juntos» (VS, n. 49b).

36. «Es así como se puede comprender el verdadero significado de la ley natural, la cual se refiere a la naturaleza propia y originaria del hombre, a la "naturaleza de la persona humana" (cfr GS,51), que es la persona misma en la unidad de alma y cuerpo; en la unidad de sus inclinaciones de orden espiritual y biológico, así como de todas las demás características específicas, necesarias para alcanzar su fin. "La ley moral natural evidencia y prescribe las finalidades, los derechos y los deberes, fundamentados en la naturaleza corporal y espiritual de la persona humana. Esa ley no puede entenderse como una normatividad simplemente biológica, sino que ha de ser concebida como el orden racional por el que el hombre es llamado por el Creador a dirigir y regular su vida y sus actos y, más concretamente, a usar y disponer del propio cuerpo" [Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación Donum vitae (22-II-1987), Introd. 3: AAS 80 (1988) 74; cfr HV, 10» (VS, n. 50a).

37. «Por ejemplo, el origen y el fundamento del deber de respetar absolutamente la vida humana están en la dignidad propia de la persona y no simplemente en el instinto natural de conservar la propia vida física» (FC, 11): cit. en VS, n. 50b.

38. VS, n. 50 in fine.

39. «¿Dónde, pues, están escritas estas reglas --se pregunta san Agustín--... sino en el libro de aquella luz que se llama verdad? De aquí, pues, deriva toda ley justa y actúa rectamente en el corazón del hombre que obra la justicia, no saliendo de él, sino como imprimiéndose en él, como la imagen pasa del anillo a la cera, pero sin abandonar el anillo» [De Trinitate, XIV, 15,21: CCL 50/A, 451]. Cit. en VS, n. 51a.

40. VS, n. 51b. Cfr Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 94, a.2.

41. VS, n. 51c.

42. Cfr Col 3,14.

43. VS, n. 51 in fine.

44. «Es justo y bueno, siempre y para todos, servir a Dios, darle culto debido y honrar como es debido a los padres. Estos preceptos positivos, que prescriben cumplir algunas acciones y cultivar ciertas actitudes, obligan universalmente; son inmutables [cfr GS,10; Sgda. Congragación para la Doctrina de la Fe, Declaración acerca de ciertas cuestiones de ética sexual Persona humana, n. 4 (29-XIII-1975): AAS 68 (1976) 80: "Cuando la Revelación divina y, en su orden propio, la sabiduría filosófica, ponen de relieve exigencias auténticas de la humanidad, están manifestando necesariamente, por el mismo hecho, la existencia de leyes inmutables, inscritas en los elementos constitutivos de la naturaleza humana; leyes que se revelen idénticas en todos los seres dotados de razón"]; unen en el mismo bien común a todos los hombres de cada época de la historia, creados para "la misma vocación y destino divino" (GS, 29)» (VS, n. 52a).

45. «Por otra parte, el hecho de que solamente los mandamientos negativos obligue siempre y en toda circunstancia, no significa que, en la vida moral, las prohibiciones sean más importantes que el compromiso para hacer el bien, como viene indicado por los mandamientos positivos. La razón es más bien la siguiente: el mandamiento del amor de Dios y del prójimo no tiene en su dinámica positiva ningún límite superior, sino más bien uno inferior, por debajo del cual se viola el mandamiento. Además, lo que se debe hacer en una determinada situación depende de las circunstancias, las cuales no se pueden prever globalmente con antelación; por el contrario, se dan comportamientos que nunca y en ninguna situación pueden ser una respuesta adecuada, o sea, conforme a la dignidad de la persona. En último término siempre es posible que al hombre, debido a presiones u otras circunstancias, le sea imposible realizar determinadas acciones buenas; pero nunca se le puede impedir que no haga determinadas acciones, sobre todo si está dispuesto a morir antes que hacer el mal. La Iglesia ha enseñado siempre que nunca se deben escoger comportamientos prohibidos por los mandamientos morales, expresados de manera negativa en el AT y en el NT. Como se ha visto, Jesús mismo afirma la inderogabilidad de estas prohibiciones: "Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos... No matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no levantarás testimonio falso" (Mt 19,17-18)» (VS, n. 52 in fine).

46. VS, n. 52b.

47. «La gran sensibilidad que el hombre contemporáneo muestra por la historicidad y por la cultura, lleva a algunos a dudar de la inmutabilidad de la misma ley natural, y por tanto de la existencia de "normas objetivas de moralidad" [Cfr GS, 16] válidas para todos los hombres de ayer, de hoy y de mañana. ¿Es acaso posible afirmar como universalmente válidas para todos y siempre permanentes ciertas determinaciones racionales establecidas en el pasado, cuando se ignoraba el progreso que la humanidad habría hecho sucesivamente?» (VS, n. 53a).

48. Cfr Mt 19,1-9.

49. VS, n. 53b. «En este sentido "afirma además la Iglesia que, en todos los cambios, subsisten muchas cosas que no cambian y que tienen su fundamento último en Cristo, que es El mismo ayer, hoy y por los siglos" (GS, 10). Él es el "Principio" que, habiendo asumido la naturaleza humana, la ilumina definitivamente en sus elementos constitutivos y en su dinamismo de caridad hacia Dios y hacia el prójimo [Cfr Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 108, a. 1. Santo Tomás fundamenta el carácter, no meramente formal sino determinado en el contenido, de las normas morales, incluso en el ámbito de la Ley Nueva, en la asunción de la naturaleza humana por parte del Verbo]. Ciertamente es necesario buscar y encontrar la formulación de las normas morales universales y permanentes más adecuada a los diversos contextos culturales, más capaz de expresar incesantemente la actualidad histórica y hacer comprender e interpretar auténticamente la verdad» (VS, n. 53c).

50. VS, n. 53d.

51. S. Vicente de Lerins, Commonitorium primum, c. 23: PL 50,668.

52. VS, 53 in fine. El desarrollo de la doctrina moral de la Iglesia es semejante al de la doctrina de la fe: Cfr Conc. Vaticano I, Dei Filius, cap. 4: DS 3020, y can. 4: DS 3024. También se aplican a la doctrina moral las palabras pronunciadas por Juan XXIII con ocasión de la inauguración del Concilio Vaticano II (11-X-1962): «Esta doctrina (la doctrina cristiana en su integridad) es, sin duda, verdadera e inmutable, y el fiel debe prestarle obediencia, pero hay que investigarla y exponerla según las exigencias de nuestro tiempo. Una cosa, en efecto, es el depósito de la fe o las verdades que contiene nuestra venerable doctrina, y otra distinta es el modo como se enuncian estas verdades, conservando, sin embargo, el mismo sentido y significado»: AAS 54 (1962) 792; cfr L'Osservatore Romano, 12 de octubre de 1962, p. 2».