Actitud cristiana ante la inmigración

 

Carmelo Rodríguez

I: Breve análisis de la situación actual

 

Sumario

 

1. Introducción.- 2. La inmigración como fenómeno social natural.- 2. La inmigración como problema humano y social.- 3. Marco general de los movimientos migratorios actuales.- 4. Principales obstáculos que encuentran los inmigrantes: a) Factores de rechazo y atracción; b) Indicadores de las desigualdades económicas; c) Principales obstáculos que encuentran los inmigrantes.- 5. Efectos negativos de la inmigración sobre la sociedad receptora: a) Deterioro del mercado de trabajo; b) El aumento de la delincuencia; c) Alteración de los patrones culturales y sociales dominantes; d) Conclusiones.- 6. Efectos positivos de la inmigración sobre la sociedad receptora: a) Mejora de la calidad de vida del inmigrante; b) Enriquecimiento cultural y técnico; c) Acceso universal a los medios de comunicación; d) Ventajas económicas; e) Conclusiones.- 7. Necesidad e importancia de la regulación jurídica de la inmigración



1. Introducción


La inmigración, en general, en Europa, y, en particular en España es una cuestión de candente actualidad. Ante estos hechos, ¿cuál debe ser la actitud de un cristiano?, ¿qué aspectos debe considerar a la hora de formular un juicio, y, sobre todo, ante la necesaria exigencia de comprometerse vitalmente?, ¿cómo llegar a un entendimiento profundo del fenómeno que nos lleve a tomar decisiones sensatas? Dedicaremos la primera parte de este trabajo a analizar el marco general de los movimientos migratorios actuales, y en una segunda parte presentaremos las enseñanzas del Magisterio más reciente de la Iglesia sobre la inmigración.


2. La inmigración como fenómeno social natural


Los desplazamientos de población de unos países a otros, ya fuera como resultado de conflictos políticos o religiosos, ya para satisfacer necesidades básicas o simplemente para conocer nuevos lugares, han sido una constante a través de la historia. Asumiendo, como parece cada vez más probable, que la creación del hombre se sitúa en el corazón de África (actual Tanzania-Kenia), la paulatina colonización de la Tierra se realizó a partir de movimientos migratorios, mucho antes de que comenzara a plantearse la existencia de fronteras. Las causas de esos movimientos pre-históricos parecen ser principalmente climáticas. Así las poblaciones primitivas se habrían movido a otros enclaves para buscar terrenos más pródigos en caza o en alimentos silvestres. Luego vendría la búsqueda de tierras más fértiles para la agricultura o el comercio.

Paralelamente a estos movimientos, las distintas tribus primero, y luego las primeras civilizaciones, irán difundiendo sus rasgos culturales, aprendiendo a la vez del nuevo entorno en el que habitaban. En definitiva, las migraciones de población han sido decisivas en la difusión de las grandes tradiciones culturales a lo largo de la historia, como la romanización del Mediterráneo en la época clásica, la ruptura que supuso la irrupción de los pueblos godos en el inicio de la Edad Media, o la colonización europea de América. Los movimientos migratorios han permitido desde difundir las grandes innovaciones culturales y técnicas: literatura, arte, nuevas plantas o modos de cultivo y fabricación de utensilios, hasta transmitir credos religiosos de unos lugares a otros. Por ejemplo, la evangelización del mundo clásico vino acompañada del desplazamiento de los primeros cristianos, que actuaron como fermento de la sociedad donde se asentaban, como gráficamente nos muestra el ejemplo de Aquila y Priscila recogido en los Hechos de los Apóstoles.

Nuestro país tiene amplia experiencia en movimientos migratorios. Durante más de 700 años, la población se desplazó en el interior del territorio según avanzaba hacia el sur la frontera con los dominios musulmanes, mientras que durante los quinientos años siguientes fue constante nuestro peregrinar a tierras americanas. Más recientemente, sobre todo en la década de los sesenta, se produce la principal emigración española hacia el centro y el norte de Europa, a la vez que desde las áreas rurales a las ciudades medias y grandes. Este movimiento es paralelo, y sin duda tiene gran influencia, en el despegue económico de nuestro país. Por tanto, puede afirmarse que la emigración constituye una característica connatural a muchas regiones de nuestra geografía.

En síntesis, el desplazamiento de la población de un lugar a otro resulta un fenómeno tan común a lo largo de la Historia como cualquier otra necesidad básica del ser humano. Nada sería igual sin las migraciones, que han permitido fundir culturas, impulsar la actividad económica y revitalizar demográficamente territorios en recesión o aliviar otros con excesiva carga.


3. La inmigración como problema humano y social


Si se trata de un fenómeno tan natural, podemos preguntarnos por qué suscita actualmente tanta preocupación entre los responsables civiles y la gente de la calle, por qué se contempla como un proceso de enorme complejidad, que implica notables repercusiones sobre la organización social y sobre nuestros modos de vida. Esta reacción puede ser debida, por un lado, al cambio en la tendencia de los flujos migratorios, y por otro a la rapidez del proceso. Con el primer hecho, nos referimos a que los países más desarrollados económicamente se han convertido de emisores en receptores, acogiendo ahora población procedente de países que habitualmente les recibieron, como ocurre principalmente con América Latina, en nuestro caso, o con el norte de África para otros países europeos.

En cuanto a las cifras, los volúmenes actuales son ciertamente muy importantes, pero no puede afirmarse con rotundidad que representen el cenit de los movimientos mundiales de población, que seguramente se produjeron en el siglo XIX, especialmente si lo comparamos con la población residente del momento. Entre 1815 y 1915, salieron de Europa Occidental más de 35 millones de personas, principalmente hacia América y, en mucha menor medida, hacia Australia. Sólo entre el Reino Unido e Italia, se contabilizan más de 22 millones de desplazados en ese período. España vio emigrar a casi el 15% de su población (en torno a 2 millones de personas) durante la misma época. En los años 60 esta emigración se dirigió fundamentalmente hacia Europa, con un promedio anual que superó en ocasiones los 100.000 emigrantes. Conviene además recordar que hoy todavía existen más españoles en el exterior (se calculan unos 1,2 millones) que extranjeros en nuestro país.

Los datos actuales implican un giro de 180º en la tendencia observable hasta hace sólo pocas décadas, ya que hoy existe un neto predominio del desplazamiento demográfico desde los países en vías de desarrollo hacia los más ricos. Con datos de 1996, se contabilizaban en la Unión Europea casi 10 millones de inmigrantes, con un neto predominio de los países ribereños al sur y al este del Mediterráneo (Argelia, Turquía, Marruecos...) y, en menor medida, de América Latina y el África sub-sahariana. Con los últimos datos del Instituto Nacional de Estadística, existían en España en el año 2000 unos 900.000 extranjeros (un 2.2% de la población española), de los cuales más de la tercera parte proviene de otros países miembros de la Unión Europea; 200.000, de América, con mayor presencia de ecuatorianos, peruanos, dominicanos y colombianos. Casi la misma cantidad procede de Marruecos, siendo los contingentes de asiáticos y sub-saharianos notablemente más pequeños.

El incremento, al margen de la imagen que pueden dar algunos medios de comunicación, es importante pero no catastrófico, ya que todavía nuestro país acoge una de las proporciones más bajas de población extranjera en el marco de la Unión Europea. Según datos del Ministerio del Interior, la cifra de inmigrantes de procedencia extra-comunitaria se ha incrementado en torno a un 13% anual, de los 180.000 en 1991 a los cerca de 500.000 en el año 2000. De este número, unos 385.000 cuentan con permiso de residencia, después de los importantes procesos de regularización que se han realizado en el último año.

Los flujos recientes de inmigración implican un cambio en la composición demográfica de los países receptores, así como una posible transformación en los patrones culturales y sociales, que para algunos supone una amenaza para el mantenimiento de nuestras formas de vida, de ahí que el asunto se contemple con preocupación.


4. Marco general de los movimientos migratorios actuales


Los desplazamientos de población nunca son un fenómeno aleatorio, sino que obedecen a una serie de motivaciones más o menos voluntarias. Parece lógico pensar que, en principio al menos, toda persona quiere vivir en su propia patria, y que sólo una combinación de factores adversos le llevará a plantearse la emigración como la solución más adecuada o la única posible para su pervivencia o la de su familia.


a) Factores de rechazo y atracción.- Tradicionalmente, los demógrafos distinguen dos grandes grupos de causas en todo fenómeno migratorio, que denominan factores de rechazo y de atracción. Aunque pueden ser complementarias, las primeras hacen referencia a fenómenos que tienden a expulsar a la población de un determinado lugar (sequías, guerras, persecuciones, etc), mientras las segundas indican aquellos aspectos que los atraen a un determinado lugar, con la esperanza de que allí podrán encontrar solución a esos problemas. Como indica el profesor Alban d'Entremont, las causas de las migraciones se basan, por un lado, en la "falta de satisfacción" con la vida presente, y , por otro, en el "vago presentimiento" de una mejor vida en otro lugar. Si estas razones no fueran suficientemente serias, no se explicaría que las personas estén dispuestas a afrontar el tremendo cambio que supone emigrar a otros países, lo que casi siempre implica separación física de los seres queridos, enfrentarse a nuevas costumbres, modos de vida, organización social, y a veces a un nuevo idioma y a otro tipo de trabajo. En consecuencia, resulta clave conocer adecuadamente los factores implicados para entender más globalmente el fenómeno de la inmigración, ya que si no se actúa en las causas, difícilmente podrán obtenerse soluciones duraderas.

Entre los factores de rechazo y de atracción que antes comentamos, sin duda los primeros han sido históricamente más importantes para explicar los movimientos de población, siendo todavía los más destacados en las migraciones internacionales. Los factores de expulsión más importantes son las guerras y conflictos político-religiosos, de un lado, y las carencias económicas, de otro. Los primeros dan lugar a un enorme volumen de población que se desplaza, en un período muy corto de tiempo, hacia lugares más seguros. El Alto Comisionado para los Refugiados de la ONU estima en unos 50 millones los refugiados existentes en el mundo. Se trata de grandes contingentes demográficos, que siempre implican una gran precariedad. Recientes conflictos en África o en Asia Central nos permiten a todos conocer el impacto sobre la población civil de esos enfrentamientos. Más alejado en el tiempo, aunque desgraciadamente todavía persiste en algunos reductos, es el comercio de esclavos, que supuso el traslado forzoso desde África a América, de casi 15 millones de personas entre los siglos XV y XIX.

En cuanto a las causas económicas, la inseguridad para garantizar la propia subsistencia, o la de la familia que depende de uno, constituye sin duda la causa principal de las migraciones de los países en desarrollo hacia los más ricos. La falta de horizontes en el propio entorno (factores de rechazo), unido a la imagen de opulencia de Occidente que proporcionan los medios de comunicación (factores de atracción), son los principales responsables del desplazamiento demográfico desde los países del sur a los del norte. La crisis económica y estructural que padecen algunos países de África, Asia o América Latina, las tremendas desigualdades sociales, la corrupción generalizada y la falta de perspectivas de futuro son, en definitiva, las causas de la inmigración que recibimos en los países más prósperos, por lo que la única manera de aliviar ese flujo es actuar eficazmente contra esos problemas en los países de origen. En otras palabras, si no se resuelven las carencias que afectan a los países emisores, difícilmente podrá evitarse el éxodo. Juan Pablo II glosaba esta idea con las siguientes palabras: «es un derecho primario del hombre vivir en su propia patria. Sin embargo, este derecho es efectivo sólo si se tienen constantemente bajo control los factores que impulsan a la emigración. Éstos son, entre otros, los conflictos internos, las guerras, el sistema de gobierno, la desigual distribución de los recursos económicos, la política agrícola incoherente, la industrialización irracional y la corrupción difundida» (Juan Pablo II, Discurso al IV Congreso mundial sobre la pastoral de emigrantes y refugiados, 1998).


b) Indicadores de las desigualdades económicas.- Un breve repaso a algunos indicadores de las desigualdades económicas y sociodemográficas en el mundo bastará para entender las tendencias actuales de los movimientos migratorios. La población mundial supera ya los 6000 millones de habitantes. Ello supone haber duplicado el censo en los últimos 40 años, sosteniendo en ese tiempo un incremento medio anual de 75 millones de habitantes. El mapa de crecimiento medio anual muestra una fuerte disparidad: África, Próximo Oriente, América latina, el Sureste Asiático y Australia crecen a un ritmo superior al 3%, mientras el continente europeo se hunde en valores por debajo del 1% y no son pocos los países netamente regresivos. El Banco Mundial pronostica una cierta desaceleración del crecimiento demográfico en los países que en la actualidad se muestran muy activos y un hundimiento todavía mas acusado de las tasas de crecimiento en los países ricos.

El proceso de envejecimiento se acelera en éstos y su reposición generacional no quedará asegurada, enfermando gravemente su propia estructura demográfica. Los contrastes son bien elocuentes: un continente europeo muy envejecido frente a la pujanza de los países en vías de desarrollo que, con unas tasas de fecundidad altas, alimentan la base de la pirámide demográfica. No hace falta insistir en la fuerza demográfica del denominado Tercer Mundo frente a la esclerosis de los países ricos, notablemente los países europeos. Este desequilibro terminará necesariamente por encontrar su corrección en la emigración. Los países sin vitalidad demográfica deben esperar la llegada de generaciones de inmigrantes que suplan el déficit.

La emigración no obedece solo a la influencia de un único factor, como ya se ha dicho, sino a una compleja trama de circunstancias. No resulta ajena a este fenómeno la situación económica ni, en un sentido mas amplio, al estado de bienestar y satisfacción de los servicios mas básicos. La renta per cápita se ha utilizado tradicionalmente para expresar esos desequilibrios que caracterizan a países, amplias regiones y continentes en cuanto a la posesión y disfrute de la riqueza.

A este respecto los hechos manifiestan un dramático desequilibrio: frente a los países ricos, con niveles generalizados de rentas superiores a los 15.000 y 20.000 dólares por habitante, se sitúa un elevado numero de países africanos, asiáticos y centroamericanos que no superan los 1.000 dólares por persona ( incluso no son pocos los que están por debajo de los 500). Según el último informe del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), los países ricos cuadriplican su status de desarrollo humano respecto a los más pobres, o lo que es lo mismo, mientras en los primeros se aprecia una insuficiencia de desarrollo humano del 7% en los segundos alcanza el 75%. Este enorme desequilibrio se manifiesta en múltiples facetas del acceso a los recursos naturales, a la educación y a la salud. Así, ese bajo porcentaje de los países más prósperos acumula el 86 % del PIB mundial, el 70 % de la energía que se consume, el 85 % de la madera, el 75% de los metales o el 82% de las exportaciones.

La situación reciente, lejos de tender a equilibrar este abismo, parece seguir ahondando en las diferencias, ya que el ritmo de crecimiento económico en los países desarrollados sigue superando con creces al grupo más desfavorecido. Por ejemplo, la diferencia entre el 20% de los países más pobres y más ricos ha pasado de 30 a 1 en 1960, a 74 a 1 en 1997, pese a tratarse de un período en el que ha aumentado notablemente la ayuda internacional y las actividades de cooperación al desarrollo. La situación sanitaria o educativa no dista mucho de este esquema, ya que perviven enfermedades endémicas de los países más pobres, consecuencia directa de la falta de acceso a la medicina preventiva y de las carencias alimentarias.

En resumen, estos desequilibrios económicos, junto a la dinámica demográfica antes comentada, impelen, se quiera o no, a un movimiento migratorio a gran escala. No se observan horizontes nuevos que hagan pensar en una desaceleración del proceso; más bien al contrario, los países pobres continúan anclados en una situación difícil, cuando no angustiosa, que les hace inoperantes de su propio desarrollo, mientras los ricos avanzan en sus niveles de bienestar: estas diferencias en condiciones demográficas y económicas son la verdadera clave de los movimientos migratorios, histórica y actualmente.


c) Principales obstáculos que encuentran los inmigrantes.- Es obvio que la llegada de nueva población no está exenta de dificultades, tanto para el que emigra, como para la sociedad que lo acoge. Son múltiples las barreras que un inmigrante tiene que afrontar cuando llega a un nuevo país, o incluso a una región distinta dentro de su propia nación. Cuanto mayor sea el contraste entre la sociedad que lo recibe y su propio bagaje cultural, tanto más difícil será su adaptación y, seguramente, más probable suscitar roces con la población ya residente. Éste es sin duda el elemento más conflictivo de los movimientos migratorios, y donde radica el origen de posibles rechazos por parte del país destinatario.


5. Efectos negativos de la inmigración sobre la sociedad receptora


a) Deterioro del mercado de trabajo.- Efectos negativos de la inmigración sobre la sociedad receptora pueden ser el deterioro del mercado laboral, el aumento de la conflictividad social, la alteración de valores establecidos, mientras que para el país emisor la emigración también puede implicar como efectos negativos su empobrecimiento a largo plazo, ya que puede perder una parte significativa de sus mejores fuerzas laborales.

En lo que se refiere a la sociedad receptora, el posible deterioro del mercado de trabajo se percibe como un elemento negativo de la inmigración, como manifiestan encuestas de opinión realizadas en distintos países. El inmigrante sería, en este contexto, un peligroso competidor, ya que, llevado de su propia indigencia estaría dispuesto a aceptar condiciones laborales más precarias, lo que repercutía en la pérdida de empleos, y en general de la calidad laboral para la población autóctona. Este hecho se desmiente en la práctica de muchos países, ya que han coincidido los períodos de inmigración con los de crecimiento económico, y por tanto de reducción del paro, puesto que la llegada de nueva mano de obra también contribuye a la revitalización de la economía. Así ocurrió en EE.UU. en las primeras décadas del s. XX, o en la Alemania de postguerra, que recibió 7 millones de inmigrantes coincidiendo con el denominado "milagro económico alemán".

Esto no quiere decir que efectivamente la masiva llegada de población inmigrante no pueda en ocasiones deteriorar el mercado laboral, pero su efecto se centra principalmente en ramas de la actividad económica poco atendidas por la población local, al tratarse de sectores en recesión, que se han reflotado con la llegada de estos nuevos trabajadores. Por ejemplo, la población inmigrante en nuestro país ha permitido renovar considerablemente la agricultura intensiva, generando a su vez puestos de trabajo en industrias auxiliares, muy deterioradas previamente.


b) El aumento de la delincuencia.- En cuanto a la relación entre la inmigración y el aumento de la delincuencia, el análisis más detallado nos indica que tampoco la percepción más generalizada es necesariamente correcta. Ciertamente, la falta de arraigo de algunos inmigrantes, su precaria condición laboral, sobre todo entre la población menos cualificada, y la falta de vínculos familiares puede provocar que algunos se deslicen hacia la marginalidad, pero no es ése el objetivo de la inmensa mayoría de los emigrantes, como no lo fue el de nuestros compatriotas que marcharon a América o al centro y al norte de Europa en tiempos pasados.

La relación entre delincuencia e inmigración nos parece más relacionada con circunstancias de marginalidad, a veces derivadas de la falta de acogida en el país receptor, o de la dificultad para regularizar legalmente su residencia, que de una actitud de partida, con los matices que queramos introducir al respecto. Asimismo, no hemos de olvidar la acción depravada de las mafias delictivas, que explotan a esta población más vulnerable a través de redes de extorsión y negocios clandestinos: droga, prostitución, contrabando, etc.


c) Alteración de los patrones culturales y sociales dominantes.- Otro aspecto potencialmente negativo de la inmigración es la alteración de los patrones culturales y sociales dominantes en el país receptor. Este efecto, de gran calado a largo plazo, ha sido subrayado especialmente en el contexto de la inmigración de origen musulmán, ya que presenta rasgos muy distintos a la cultura europea, especialmente en lo que afecta al papel social de la mujer y a la concepción teocrática del orden político. Hasta qué punto la vitalidad demográfica de esta población puede alterar la vigencia de unos determinados valores culturales y religiosos, e incluso de derechos humanos elementales, en la denominada "civilización occidental" es motivo de seria preocupación de algunos intelectuales y buena parte de la sociedad de estos países.


d) Conclusiones.- Aun tratándose de un fenómeno complejo, que requeriría un análisis mucho más detallado, esta creciente multiculturalidad forma también parte de la apertura de espíritu y sincera fraternidad que caracterizan a un cristiano: «Entre los grandes cambios del mundo contemporáneo --nos señalaba Juan Pablo II en la Redemptoris Missio--, las migraciones han producido un fenómeno nuevo: los no cristianos llegan en gran número a los países de antigua cristiandad, creando nuevas ocasiones de comunicación e intercambios culturales, lo cual exige a la Iglesia la acogida, el diálogo, la ayuda y, en una palabra, la fraternidad» (nº 37, 1990).

La Comisión de Migraciones de la Conferencia Episcopal Española ha tratado en varias ocasiones éste y otros aspectos de la inmigración en nuestro país. Recientemente, alentando contra el peligro de racismo y de xenofobia que puede llevar consigo este subrayar las diferencias culturales frente a unos valores ya establecidos, que algunos consideran como exclusivos, señalaba con firmeza: «Frente a esta situación queremos ofrecer el universalismo cristiano como proyecto pluricultural, tal y como lo presenta el Concilio Vaticano II en la Lumen Gentium, donde se define a la Iglesia como nuevo pueblo de Dios, que vive en todos los pueblos de la tierra y toma de ellos sus ciudadanos, recordando que el camino no es marcar diferencias, sino subrayar los elementos comunes» (CEM, 1998). Esta actitud abierta es perfectamente compatible con la exigencia al inmigrante de un respeto hacia los valores auténticamente humanos que encuentra en la sociedad de acogida, tal y como señala el Catecismo de la Iglesia Católica: «El inmigrante está obligado a respetar con gratitud el patrimonio material y espiritual del país que lo acoge, a obedecer sus leyes y contribuir a sus cargas» (CEC, nº 2241), lo que requiere por su parte un actitud también abierta hacia la cultura que le alberga.


6. Aspectos positivos de la inmigración en la sociedad receptora


a) Mejora de la calidad de vida del inmigrante.- En cuanto a los aspectos positivos de la inmigración, indudablemente, el más importante es la solución, o al menos aliviamiento, de las condiciones de vida que llevaron al inmigrante a tomar la decisión de abandonar su país. En este sentido, el principal beneficiarIo de la inmigración debería ser el propio inmigrante, que encuentra en otros lugares medios para subsistir pacíficamente, evitando persecuciones por cuestiones políticas o conflictos bélicos, y para ganarse honradamente la vida y procurar el sustento de su familia. Aun en el caso de que sólo pueda acceder a trabajos considerados de menor importancia en la escala social, frecuentemente también los peor pagados, el salario recibido suele ser muy superior al que puede obtener en su país de origen, permitiéndole comenzar una vida más digna y, con frecuencia, ayudar también a los parientes que dejó en su lugar de origen.


b) Enriquecimiento cultural y técnico.- Otra ventaja del fenómeno de la inmigración, ya subrayada en parte en nuestra breve presentación histórica, es poner en contacto a civilizaciones más o menos contrastadas, lo que supone un factor de indudable enriquecimiento cultural y técnico. Históricamente, las migraciones han permitido "exportar" los avances de una determinada civilización a otros lugares (pensemos, por ejemplo en los nuevos cultivos que se obtuvieron a un lado y otro del Atlántico tras la colonización de América), sirviendo para globalizar, como hoy se diría, los aspectos positivos de cada territorio. Citando de nuevo a la Comisión Episcopal de Migraciones. podemos afirmar que «las migraciones son hoy un medio para que los hombres se encuentren, para que puedan derribar perjuicios, aumentar la comprensión y crear un ESPÍRITU DE ENTENDIMIENTO con vista a la fraternidad de la familia humana» (CEM, 1998)


c) Acceso universal a los medios de comunicación.- Actualmente, con el acceso prácticamente universal a los medios de comunicación y con la facilidad para el desplazamiento masivo que proporcionan los sistemas de transporte, este intercambio de información resulta accesible por otros medios. Sin embargo, no cabe duda de que los patrones culturales que se transmiten a través de los medios de comunicación dominantes no son precisamente universales, sino más bien responden a una visión muy particular del ser humano (la que comparten los principales propietarios de esos medios). La comunicación directa con personas de otras culturas permite ampliar nuestro horizonte vital, conocer otras lenguas, otras formas de vida, otros valores, muchas veces más sólidos que los dominantes en nuestra sociedad en lo que atañe a la familia, a la amistad o al compromiso religioso.


d) Ventajas económicas.- Lamentablemente estos beneficios se ponen en un discreto plano, cuando no se ignoran completamente, frente a la valoración que se realiza de las ventajas económicas, para el país receptor, que acompañan a la inmigración. En este aspecto, pocos autores niegan que la inmigración constituye un "combustible" imprescindible para mantener el elevado nivel de vida de los países desarrollados.

Como ya hemos visto, el continuado descenso de las tasas de fertilidad en los países occidentales -y especialmente en Europa, en donde se habla de un auténtico "suicidio demográfico"-, supone que la población autóctona sea incapaz de mantener ciertos sectores de la economía, normalmente los que requieren un mayor esfuerzo físico y menor cualificación profesional, poniendo además en peligro los beneficios sociales de la población dependiente (jubilados, enfermos, niños), que cada vez resulta más gravosa para los económicamente activos.

Por ejemplo, si analizamos el crecimiento natural de la población española, se observa un espectacular descenso de la natalidad a partir de los años 70, que ha pasado de cifras relativas próximas al 20%o a los valores actuales que no alcanzan la mitad de esta tasa. Puesto que la mortalidad se mantiene estable (en torno al 9%o), esos valores de natalidad implican un crecimiento población próximo a 0, y una severa alteración de la pirámide de edades, que pasa de un contorno triangular (amplia base de población joven, pequeña altura de población anciana), a una forma casi rectangular. Las consecuencias que eso tiene sobre la disponibilidad de puestos escolares son ya bastante evidentes en nuestro país, y lo serán pronto sobre el mantenimiento de las prestaciones sociales a la población dependiente (ancianos, jubilados).


e) Conclusiones.- En resumen, la población inmigrante es necesaria para mantener nuestro propio bienestar, y en esa medida se acepta o incluso fomenta por ciertos sectores de la sociedad, dejando a un lado que deberían ser ellos los principales beneficiarios del fenómeno, ya que sus necesidades son mucho más perentorias que las nuestras.

La visión simplificada de que los inmigrantes suponen una competencia desleal a la población autóctona y una carga para el Estado, uno de los factores de rechazo para parte de la opinión pública, puede fácilmente rebatirse ante los balances que incluyen diversos estudios especializados sobre esta cuestión. Por ejemplo, en un reciente trabajo del Instituto Universitario de Estudios sobre Inmigración, extraían de las estadísticas oficiales que los gastos de la administración estatal imputables a inmigrantes (incluyendo educación, atención sanitaria, seguridad ciudadana y desempleo) podían estimarse en torno a los 110.000 millones de ptas. (media del período 1996-1998). Frente a ello, los beneficios económicos directos de la población inmigrante (incluyendo sólo las cotizaciones directas, pero no los impuestos indirectos que también suponen un beneficio fiscal para el estado) se cifraban en unos 274.000 millones de ptas., para el mismo período.


7. Necesidad e importancia de la regulación jurídica de la inmigración


A corto plazo, estos beneficios económicos se extienden también al país emisor, ya que el ahorro producido en los lugares de destino permite enviar un flujo financiero que puede llegar a ser vital para el despegue económico de estos países. Así ocurrió en buena medida en España, especialmente durante la emigración europea de los años 60. Como hemos indicado antes, en caso de que estos flujos se pierdan, por situación de arraigo en el país receptor, los inmigrantes alivian a corto plazo la situación de paro de su propio país, pero a largo plazo pueden alterar significativamente su estructura demográfica.

Pese a los beneficios que pueda reportar la llegada de inmigrantes a un determinado país, resulta bastante generalizado aceptar que estos movimientos no pueden ser completamente espontáneos, sino que el Estado tiene de algún modo que regularlos. La Iglesia acepta ese papel, que debe convivir, a veces en difícil equilibrio, con el derecho a emigrar de toda persona. En el mismo punto del Catecismo antes citado, se declara que: "Las naciones más prósperas tienen el deber de acoger, en cuanto sea posible, al extranjero que busca la seguridad y los medios de vida que no puede encontrar en su país de origen. Las autoridades deben velar para que se respete el derecho natural que coloca al huésped bajo la protección de quienes lo reciben. Las autoridades civiles, atendiendo al bien común de aquellos que tienen a su cargo, pueden subordinar el ejercicio del derecho de inmigración a diversas condiciones jurídicas, especialmente en lo que concierne a los deberes de los emigrantes respecto al país de adopción" (CEC, 2241).

Este derecho del Estado se ha ejercido de modos muy diversos a lo largo de la Historia. Desde una ausencia completa de reglamentación, hasta estrictos controles. Simplificando un poco las cosas, puede afirmarse que los Estados menos tolerantes con la inmigración han sido precisamente los que disfrutaban de mayor nivel de prosperidad. Canadá y Australia, por ejemplo, cuentan con una tradición bastante rigurosa en cuanto a inmigración, mientras EE.UU. ha experimentado diversos períodos, siendo en general mucho más abierto para recibir población extranjera. Con cierta frecuencia, la regulación de los movimientos migratorios ha pasado por las llamadas "leyes de cuotas", que suponían la aceptación de un determinado contingente anual, a veces clasificado en función de los orígenes étnicos o culturales de los peticionarios.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos reconoce explícitamente el derecho de toda persona "a salir de cualquier país, incluso el propio, y regresar a su país" (art. 13), aunque curiosamente no añade el derecho a ser recibida en otro. Establece el derecho a emigrar pero no a inmigrar, parece que de modo intencionado para evitar desplazamientos incontrolados, si bien no deja de incurrirse en una notable contradicción.

La regularización jurídica de la inmigración implica que se establezcan determinadas condiciones para el acceso y permanencia en el país receptor. El incumplimiento de esas condiciones genera, inevitablemente, dos tipos de inmigrantes: legales e ilegales. Lógicamente, estos últimos sufren las consecuencias de esa situación marginal, a la vez que pueden generar los principales problemas que antes aludíamos (delincuencia, deterioro laboral, etc.). Como es lógico, la práctica totalidad de las personas prefiere una condición legal, que le permita ejercer una serie de derechos que no le son reconocidos, en la práctica, en situación irregular. La facilidad para acceder a esa condición de estabilidad jurídica dependerá de las disposiciones legales del país receptor, si bien parece inevitable que existan inmigrantes clandestinos, la mayor parte de los cuales intentan alcanzar las condiciones de regularización. Contra la percepción de que el fenómeno de inmigrantes irregulares es reciente, baste indicar que se estima al menos en un 25% la proporción de emigrantes españoles a América a inicios del s. XX que lo hicieron de modo clandestino (Vilá Valentí, 1978).

Independientemente de las consecuencias jurídicas del status legal de un inmigrante, conviene recordar que ciertos derechos son inalienables a toda persona, con independencia de su origen nacional, como recoge el articulo 2 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, y ha subrayado en repetidas ocasiones el Magisterio reciente de la Iglesia. Puesto que otros derechos pueden limitarse por la legislación específica de un Estado, resulta complejo establecer un equilibrio que salvaguarde el respeto de esos derechos fundamentales, a la vez que se permite la acción reguladora de un país sobre los flujos de llegada.

En nuestro ordenamiento jurídico reciente, conviene subrayar el carácter restrictivo que se ha concedido al fenómeno de la inmigración, poniendo en el punto de mira más un control del proceso que una regularización. Así, la ley de 1985 podía calificarse como de las más severas de Europa, pese a contarse en aquel momento con un contingente muy pequeño de inmigrantes. Por ejemplo, no se contemplaba ningún cauce para la regularización de los inmigrantes ilegales, se incluía la posibilidad de expulsión por vía administrativa, sin orden judicial, y no se contemplaba el acceso a residencia permanente ni al derecho de reagrupación familiar.

Sucesivos reglamentos suavizaron posteriormente esta legislación, adaptándola a los convenios internacionales de protección de fronteras (principalmente el acuerdo de Schengen). Así, en 1996 se introdujo la posibilidad de contar con un permiso permanente de residencia y se facilitó la renovación de los temporales, se creó el Foro Social de la Inmigración y se impulsaron medidas más integradoras de la población extranjera. Por otra parte, la ley de Asilo de 1984, aplicable a refugiados políticos, también se aplicó más bien con una mentalidad restrictiva, ya que en 12 años (1984 a 1996) únicamente se concedió este status a 6.400 personas, apenas un 6% de los que lo solicitaron.

Tras el intenso debate surgido por la ley de 1999, posteriormente reformada en el 2000, la situación legal de la inmigración es más adecuada que en el ordenamiento jurídico precedente, clarificándose los procedimientos de acceso a la residencia e introduciéndose algunas medidas para evitar la discriminación social y laboral de los inmigrantes regulares. Se penalizan específicamente la realización de actos discriminatorios por motivos raciales, nacionales, étnicos o religiosos, y la contratación ilegal de mano de obra. No obstante, siguen siendo poco nítidos los procedimientos para obtener permiso de trabajo desde el exterior. Aunque se ha producido una gran cantidad de regularizaciones, todavía la inmigración ilegal sigue siendo muy problemática, ya que engendra una desgraciada dependencia de los inmigrantes de las mafias locales, que les introducen en el país a cambio de cifras enormes de dinero.

II: Enseñanzas del Magisterio de la Iglesia

 

Sumario

 

1. Implicaciones morales en la inmigración.- 2. Algunos textos de la Sagrada Escritura.- 3. Enseñanzas del Magisterio de la Iglesia.- 4. El testimonio de los católicos.- 5. Posibles iniciativas en situaciones concretas.- 6. Conclusión.



1. Implicaciones morales de la inmigración


Como es lógico, en el contexto en que estamos realizando esta presentación, vamos a tratar ahora con mayor detalle de las implicaciones morales y doctrinales que la inmigración representa, haciendo referencia a algunos documentos del Magisterio reciente sobre este tema.

La visión de la Iglesia sobre las migraciones tiene como punto de partida su propia visión del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios y, por tanto, sujeto de un valor inalienable, independiente de su situación social o de su lugar de residencia. La Iglesia es madre, y como madre acoge a todos los hombres, estén donde estén. Como Pablo VI declaró en la homilía de clausura del Concilio Vaticano II: «Para la Iglesia Católica nadie es extraño, nadie está excluido, nadie está lejos».


2. Algunos textos de la Sagrada Escritura


Esa visión hospitalaria y caritativa que promueve la Iglesia sublima el fondo natural radicado en todo hombre y enlaza perfectamente con todos aquellos que, desde muy diversas culturas, han abogado por atender con solicitud al extranjero en necesidad. Leemos en la Odisea: «Éste es un infeliz que viene perdido y es necesario socorrerle, pues todos los forasteros y pobres son de Zeus y un exiguo don que se les haga le es grato» (Homero, Odisea, 700ac).

En varios pasajes del Antiguo Testamento nos señala el Señor la importancia de guardar una especial consideración hacia el foráneo, mientras recuerda al pueblo elegido su reciente pasado emigrante. Así, señala el Éxodo: «No hagáis daño al extranjero; ya sabéis lo que es un extranjero, pues extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto» (Ex. 23,9), y en el Levítico se lee: «Si viene un extranjero para habitar en vuestra tierra no le oprimáis; tratad al extranjero que habita en medio de vosotros como al indígena de entre vosotros; ámale como a ti mismo, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto» (Lev. 19, 34).

Con la predicación de Jesucristo, ese respeto y atención al forastero se convierte en amor y entrega por todos los hombres, pero especialmente por quien sufre y está más necesitado de nuestro amor. Entre las condiciones que nos marca para acceder a su Reino, hace una especial mención a la acogida al extranjero: «Venid, benditos de mi Padre (...) Porque era forastero y me acogisteis» (25, 34-35). Él también sufrió el rechazo de los habitantes de Belén, que no supieron encontrar sitio en su pueblo para que naciera el Hijo de Dios, y vivió como emigrante en Egipto, cuando marchó con San José y La Virgen huyendo del decreto exterminador de Herodes. «Jesús ha vivido y muerto --nos señala la Comisión Episcopal de Inmigración-- para derribar el muro de la enemistad que separaba a judíos y gentiles, haciendo de los dos pueblos un hombre nuevo, una humanidad nueva, mediante su sangre. De esta forma, para los cristianos y toda la Iglesia, el inmigrante es signo de su propio caminar, como extranjeros y forasteros, hacia la patria de la realización definitiva» (CEM, 1995).


3. Enseñanzas del Magisterio de la Iglesia


Aunque la atención que la Iglesia dedica a los inmigrantes puede rastrearse a lo largo de toda la historia cristiana, es en los siglos XIX y XX cuando el Magisterio comienza a dedicar una atención especial a este problema. León XIII es el primer papa que dedica un documento específico al tema de las migraciones, autorizando mediante la carta Quam aerumnosa la constitución de parroquias nacionales, sociedades y patronatos a favor de los emigrantes. Los sucesores de este Papa continúan la línea de su predecesor, al instituir obras católicas específicas para los emigrantes. S. Pío X subraya el papel de las diócesis de origen en este servicio; mientras Benedicto XV y Pío XI hacen ver la responsabilidad de la acogida por parte de las iglesias locales.

Con Pío XII, se consolida y refuerza esta tradición magisterial. Sobre la base del derecho natural de cada hombre a usar de los bienes materiales de la tierra, pues son creados por Dios para todos los hombres, formula un doble principio: todos los hombres tienen derecho a un espacio vital familiar en su lugar de origen, pero en caso de que aquel se frustre, tienen derecho a emigrar y ser acogidos en cualquiera otra nación que tenga espacios libres. Por eso, aboga por una mayor colaboración entre los países receptores y los emisores: «si las dos partes --indicaba el Papa---, la que permite dejar la tierra natal y la que admite a los advenedizos, continúan lealmente solícitas en eliminar cuanto podría impedir el nacimiento y el desarrollo de una verdadera confianza entre los países (...) todos los que participan en este cambio de lugares y de personas saldrán favorecidos» (La solemnitá della Pentecoste, 1941).

En las encíclicas Pacem in Terris y Mater et Magistra, Juan XXIII reafirma los principios incoados por Pío XII, y aporta nuevas luces ante los crecientes fenómenos de globalización que se iniciaban en los años 60. Reafirma con toda claridad el derecho a emigrar cuando las circunstancias económicas o sociales impidan garantizar las necesidades básicas. Leemos en la Pacem in Terris: «entre los derechos de la persona humana debe contarse también el de que pueda lícitamente cualquiera emigrar a la nación donde espere que podrá atender mejor a sí mismo y a su familia. Por lo cual es un deber de las autoridades públicas admitir a los extranjeros que llegan y, en cuanto lo permita el verdadero bien de su comunidad, favorecer los propósitos de quienes pretenden incorporarse a ella como nuevos miembros» ( nº 106). A la vez, insiste en la importancia de promover el desarrollo en los países de origen, primando el movimiento de capitales (inversión donde está la mano de obra) sobre el de personas (concentración laboral en las regiones más desarrolladas).

El Concilio Vaticano II abundó en la misma línea, a la vez que proponía una legislación generosa con los recién llegados. La Gaudium et Spes incluye numerosas referencias al problema de los movimientos migratorios. Reclama el reconocimiento de derechos a los inmigrantes y la eliminación de toda discriminación que puedan sufrir, insistiendo en el carácter inviolable de la dignidad de toda persona: «Con respecto a los trabajadores que, procedentes de otros países o de otras regiones, cooperan en el crecimiento económico de una nación o de una provincia, se ha de evitar con sumo cuidado toda discriminación en materia de remuneración o de condiciones de trabajo. Además, la sociedad entera, en particular los poderes públicos, deben considerarlos como personas, no simplemente como meros instrumentos de producción. Deben ayudarles para que puedan llamar junto a sí a la familia y procurarse alojamiento decente y favorecer su inserción en la vida social del país o de la región que les acoge» (Gaudium et Spes, n. 66)

Pablo VI continúa en esta línea marcada por el Concilio y sus predecesores e instituye la Comisión Pontificia para la Pastoral de las Migraciones, a la que confía la misión de coordinar el cuidado pastoral de las personas desplazadas. Insiste en los derechos básicos de todo emigrante: el propio derecho a emigrar, a convivir con su familia, a disponer de los bienes necesarios para la vida, a conservar y desarrollar el propio patrimonio étnico, cultural y lingüístico, a profesar públicamente la propia religión; en definitiva, a ser tratado en conformidad con la dignidad de persona en cualquier circunstancia (cfr Mensaje de Pablo VI a la ONU, 1973).

Finalmente, el Papa Juan Pablo II ofrece en sus escritos múltiples referencias al problema de los emigrantes, desarrollando ampliamente la Doctrina Social de la Iglesia sobre este tema. Comentaremos ahora con más detalle algunos de estos textos al repasar una serie de consecuencias prácticas que se derivan de estos documentos magisteriales.

Tal vez sea el Papa actual la figura pública que más frecuente y profundamente ha hablado de la solidaridad, anclándola sobre la fraternidad universal que se deriva de nuestra condición de hijos de Dios, hermanos en Cristo. Esta virtud tiene manifestaciones de especial nitidez en lo que se refiere a la emigración, al tratarse de sectores de población especialmente necesitadas de nuestro compromiso vital. En su Mensaje para la jornada mundial del Emigrante y Refugiado, en 1995, nos indicaba: «La solidaridad es asunción de responsabilidad ante quien se halla en dificultad. Para el cristiano el emigrante no es simplemente alguien a quien hay que respetar según las normas establecidas por la ley, sino una persona cuya presencia lo interpela y cuyas necesidades se transforman en un compromiso para su responsabilidad».


4. El testimonio de los católicos


A los católicos nos toca, entonces, ser testimonio de apertura, de acogida, ante una sociedad que llevada del egoísmo teme a los inmigrantes como sospechosos de poner en peligro su nivel de confort material. Siguiendo la parábola del buen samaritano, Jesucristo nos interpela para no ser indiferentes ante las situaciones de abandono o indigencia que podemos encontrar en los recién llegados. No se tratará únicamente de soluciones materiales, sino también de dedicarles nuestro tiempo y afecto, pues se trata muchas veces de personas que han abandonado a su familia y se encuentran especialmente solos. Nos recordaba Juan Pablo II, en su homilía en la Misa del Jubileo de los emigrantes e itinerantes del año 2000 que «desde el momento en que el Hijo de Dios "puso su morada entre nosotros" todo hombre, en cierta medida, se ha transformado en el "lugar" del encuentro con él. Acoger a Cristo en el hermano y en la hermana que sufren necesidad es la condición para poder encontrarse con él "cara a cara" y de modo perfecto al final de la peregrinación terrena».

Por tanto, parece consecuente que un católico ofrezca una mentalidad abierta ante la población inmigrante, ya que se trata de hermanos nuestros en Cristo, a quienes es preciso acoger con caridad sincera, dando así testimonio al resto de la sociedad civil de los valores auténticamente cristianos. La búsqueda del bien para el recién llegado tiene múltiples manifestaciones, que van desde la atención de sus necesidades materiales y educativas, hasta su mejoramiento espiritual. Esta actitud abierta nos llevará a implicarnos por resolver los problemas que puedan encontrar a su llegada (inseguridad jurídica, desconocimiento del idioma, acceso a la sanidad o a la educación, alimentación y vestido...).

Además, podremos encontrar, también entre la población inmigrante, nuevos frentes de apostolado de amistad y confidencia, tan propio de nuestro espíritu, siendo conscientes de que muchas veces estas personas traen consigo un bagaje humano de una riqueza extraordinaria. En tantas ocasiones, además, el trato con estas personas nos llevará a poder ejercitar el "apostolado ad fidem" tan grato al Beato Josemaría. Ya en 1990 nos alentaba el Papa en esta misma línea en su carta encíclica Redemptoris missio: «Más numerosos son los ciudadanos de países de misión y los que pertenecen a regiones no cristianas, que van a establecerse en otras naciones por motivos de trabajo, de estudio, o bien obligados por las condiciones políticas o económicas de sus lugares de origen. La presencia de estos hermanos en los países de antigua tradición cristiana es un desafío para las comunidades eclesiales animándolas a la acogida, al diálogo, al servicio, a compartir, al testimonio y al anuncio directo. De hecho, también en los países cristianos se forman grupos humanos y culturales que exigen la misión ad gentes. Las Iglesias locales, con la ayuda de personas provenientes de los países de los emigrantes y de misioneros que hayan regresado, deben ocuparse generosamente de estas situaciones» (n.82, 1990).

Con la gracia de Dios, con un trato perseverante, tal vez de largos años, a través de nosotros el Señor puede dar la gracia de la Fe a personas que carecen de ella, o no la tienen en plenitud. También el Señor sabrá enviar vocaciones entre esas personas, que tal vez en el futuro --ellos o sus hijos-- serán piedra angular de la labor en sus países de origen. Esto ha ocurrido ya en muchas ocasiones en otros países, donde la Obra promueve labores de apostolado entre población extranjera. En definitiva, como escribió el Beato Josemaría Escrivá:«El cristiano ha de mostrarse siempre dispuesto a convivir con todos, a dar a todos --con su trato-- la posibilidad de acercarse a Cristo Jesús. Ha de sacrificarse gustosamente por todos, sin distinciones, sin dividir las almas en departamentos estancos, sin ponerles etiquetas como si fueran mercancías o insectos disecados. No puede el cristiano separarse de los demás, porque su vida sería miserable y egoísta: debe hacerse todo para todos, para salvarlos a todos [1 Cor IX, 22.]» (Es Cristo que pasa, n. 124).


5. Posibles iniciativas en situaciones concretas


Esta actitud abierta, además, se manifestará en múltiples iniciativas concretas, que implicarán frecuentemente una mayor dedicación personal de nuestro tiempo y esfuerzo. Enlazando con los principios básicos de la Doctrina Social de la Iglesia sobre este tema, podemos citar algunos aspectos específicos en donde puede mostrarse esa actitud:


1º) En primer lugar, promover la solución de las condiciones de conflictividad política o subdesarrollo económico causantes de la emigración en los países de origen. Este aspectos puede concretarse en varias acciones: rezar y trabajar, en la medida de nuestras posibilidades, por la solución a los conflictos bélicos; estimular una ayuda (y no sólo económica) más generosa de nuestro país hacia los más necesitados, que se traduzca en acciones eficaces que mejoren el sistema productivo, alivien la ineficacia económica, reduzcan la corrupción política, faciliten una distribución más justa de los recursos en los países en vías de desarrollo, principalmente en aquellos más directamente relacionados, ya sea por lazos culturales (Latinoamérica), ya por proximidad (Magreb). En este sentido, nos indicaba el Papa en 1998 que cualquier intento de regular la inmigración debe considerar sus causas: «poniendo en marcha una cooperación internacional encaminada a promover la estabilidad política y a eliminar el subdesarrollo. Es un desafío que hay que afrontar con la conciencia de que está en juego la construcción de un mundo donde todos los hombres, sin excepción de raza, religión y nacionalidad, puedan vivir una vida plenamente humana, libre de la esclavitud bajo otros hombres y de la pesadilla de tener que vivirla en la indigencia» (Juan Pablo II, Discurso al IV Congreso mundial sobre la pastoral y refugiados, nº 3).


2º) En segundo lugar, impulsar un ordenamiento jurídico generoso que proteja los derechos de la población inmigrante en el país de acogida, evitando discriminaciones sociales o económicas de todo tipo. Como ya hemos señalado, la Iglesia reconoce como un derecho humano universal la capacidad de emigrar, cuando se desea mejorar la situación personal, familiar o del propio pueblo, teniendo en cuenta el bien común particular y universal. Junto a ello, también reconoce el derecho del Estado a regular los flujos migratorios, lo que puede generar situaciones de ilegalidad entre la población inmigrante, con sus consecuencias de indefensión y de marginalidad. Ya hemos comentado algunos aspectos donde esa legislación de extranjería puede resultar especialmente gravosa con el inmigrante, como el difícil acceso a un permiso oficial de residencia y de trabajo, la plena equiparación con los derechos laborales de los nacionales, el derecho a la reagrupación familiar, o el respeto a la propia identidad cultural del inmigrante, aspectos todos ellos que han sido repetidamente defendidos en la Doctrina Social de la Iglesia (Cfr. CEM, 1995, p. 147). Basten por ejemplo, las siguientes palabras de Juan Pablo II en la Laborem Excersens: «La emigración por motivos de trabajo no puede convertirse de ninguna manera en ocasión de explotación económica o social. En lo referente a la relación del trabajo con el trabajador inmigrado, deben valer los mismos criterios que sirven para cualquier trabajador de aquella sociedad. El valor del trabajo debe medirse con el mismo metro y no en relación con las diversas nacionalidades, religión o raza. Con mayor razón, no puede ser explotada una situación de coacción en la que se encuentra el emigrado» (nº 23).

Las situaciones de discriminación jurídica resultan especialmente graves en el caso de los inmigrantes irregulares, los denominados "sin papeles", que, como nos indicaba la Comisión Episcopal de Inmigración en 1996, se «encuentran en la situación más dura de todas las que puede generar la emigración, ya que administrativamente no existen, por lo que no son sujetos de ningún derecho, pero que tienen que vivir» (CEM, 1996). Esto les lleva a sufrir precariedades de todo tipo: en su atención sanitaria, en la educación de sus hijos, en el acceso a la vivienda, y en las condiciones laborales, pues «son sujetos ideales para la explotación fácil por parte de empresarios poco escrupulosos, puesto que nunca podrán reclamar nada» (CEM, 1996). Incluso en estas situaciones, la Iglesia sale al paso de cualquier ser humano para servir de voz a quien no la tiene, defendiendo sus derechos inalienables. Como señalaba el Papa Juan Pablo II en 1995, «La condición de irregularidad legal no permite menoscabar la dignidad del emigrante, el cual tiene derechos inalienables, que no pueden violarse ni desconocerse» (Juan Pablo II, Mensaje para la jornada mundial del Emigrante y Refugiado, 1995).


3º) La Doctrina Social de la Iglesia nos llevará, en tercer lugar, a evitar cualquier discriminación del inmigrante, en razón de su raza, cultura o religión. La diversidad cultural no puede ser motivo para la segregación de los recién llegados, sobre los que con frecuencia caen tópicos que les hace aparecer como responsables de situaciones de conflictividad social a las que con tanta frecuencia son ajenos, cuando no sus principales víctimas. De ahí al nacimiento de fenómenos de racismo y xenofobia, puede mediar un corto trayecto. En este aspecto, la visión de la Iglesia es especialmente firme. Como indicaba el Papa en 1995: «Es necesario vigilar ante la aparición de formas de neorracismo o de comportamiento xenófobo, que pretenden hacer de esos hermanos nuestros chivos expiatorios de situaciones locales difíciles (...) Cuando la comprensión del problema esté condicionada por prejuicios y actitudes xenófobas, la Iglesia no debe dejar de hacer oír la voz de la fraternidad, acompañándola con gestos que testimonien el primado de la caridad». Y más recientemente, el propio Juan Pablo II denunciaba que «por desgracia se dan aún en el mundo actitudes de aislamiento, e incluso de rechazo, por miedos injustificados y por buscar únicamente los propios intereses. Se trata de discriminaciones incompatibles con la pertenencia a Cristo y su Iglesia. Más aún, la comunidad cristiana está llamada a difundir en el mundo la levadura de la fraternidad, de la convivencia entre personas diferentes, que también hoy podemos experimentar durante este encuentro».


En suma, parte de nuestro compromiso cristiano es alentar la integración de la población extranjera, con toda la prudencia que sea precisa, mediante una sincera apertura hacia sus valores culturales, de tal forma que participar en la sociedad de acogida no signifique automáticamente perder su propia identidad y sus raíces.


5º) Finalmente, una manifestación concreta de nuestra acogida cristiana a los inmigrantes será promover eficazmente su atención material y espiritual, que puede concretarse en múltiples iniciativas: apoyo jurídico para los inmigrantes irregulares, asistencia sanitaria elemental, cursos de español y de las lenguas autóctonas, actividades de formación profesional, etc. Lógicamente, como antes hemos indicado, de ese trato personal también surgirá un apostolado eficaz, a través del trato personal o de medios de formación cristiana, que incluso pueden ser específicos para estas comunidades de inmigrantes, como de hecho ocurre en otros países, donde la Obra organiza actividades de formación para determinadas comunidades étnicas o lingüísticas; por ejemplo, con los hispanos en EE.UU., en su propio idioma.

A este respecto, la Iglesia sugiere una prudencia específica, que lleva a discernir lo que resulte más apropiado para la atención pastoral de estas personas, ya sea a través de los medios pastorales ordinarios o de estructuras específicas. Como indicaba el Papa en 1995: «es preciso considerar esa atención pastoral a la luz de los principios de valorización y discernimiento que regulan la relación entre la única fe y las diversas culturas (...) Los obispos se esfuerzan por formar comunidades étnicas o lingüísticas, creando parroquias personales o misiones con cura de almas en los lugares donde, a su juicio, se dan las condiciones de utilidad y oportunidad pastoral. La integración en la comunidad de acogida es ciertamente un proceso natural y sin duda alguna también deseable; sin embargo, la prudencia insisten en que no debe apresurarse. Una acción pastoral específica, dirigida a respetar su diferente identidad cultural y particular patrimonio espiritual, servirán de garantía a sus legítimos vínculos con su país de origen en la fase de integración social gradual» (Juan Pablo II, Mensaje para la Jornada Mundial del emigrante, 1995).


6. Conclusión


En resumen, como acabamos de ver, los movimientos migratorios han acompañado el devenir de las generaciones humanas. No es una novedad, por lo tanto, que determinados contingentes de población se muevan de unos países a otros. La novedad está en el marco en el que se producen hoy esos movimientos: los países ricos, tradicionalmente exportadores de savia joven, son hoy los receptores; un planeta globalizado económicamente, aunque con graves desequilibrios sociales y de bienestar, a la vez que bien comunicado, despierta el interés de amplios sectores de población de los países en vías de desarrollo que, en buena medida, acuden a la llamada del primer mundo.

La fe cristiana, expandida a lo largo y ancho de todo el mundo con la generosa contribución de misioneros, peregrinos y, al fin y al cabo, de multitud de emigrantes, debe impulsarnos a desplegar todas nuestras energías a favor de una justa acogida a todos aquellos inmigrantes que llegan a nuestra sociedad.

Las líneas maestras del mensaje de la Iglesia sobre las migraciones pueden resumirse en los siguientes aspectos, tomados de la Comisión Episcopal de Migraciones: «primero, la defensa de la dignidad del ser humano y el consiguiente reconocimiento del destino universal de los bienes; segunda, la denuncia de las estructuras y mecanismos internacionales que originan los grandes desequilibrios mundiales con la consiguiente apelación a los pueblos y sus gobernantes para que busquen soluciones a los mismos, dando prevalencia al trabajo sobre el capital; tercera, trátese al inmigrante con justicia y fraternidad socio-económicas, lo que exige el reconocimiento de sus derechos humanos --civiles, económicos, sociales--, al igual que se le exige su aportación productiva y su adaptación; cuarta, en definitiva, la apertura de la sociedad, en la acogida y el reconocimiento del otro, con su propia cultura, que conduzca a la auténtica integración y no a la simple asimilación" (CEM, 1995, n. 71).

La dignidad como personas e hijos de Dios exigen de nuestra parte no sólo un trato fraterno hacia los inmigrantes, sino caritativo, es decir, pleno del amor de Dios, y ese trato forma parte de nuestro propio compromiso cristiano. A este respecto, termino citando al Beato Josemaría: «No me asegures que vives cara a Dios, si no te esfuerzas en vivir -siempre y en todo- con sincera y clara fraternidad cara a los hombres, a cualquier hombre» (Surco, n. 624).