REFLEXIONES SOBRE LA EUCARISTÍA

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

 

1. TERMINOLOGÍA.

2. LOS ORÍGENES.

3. LA CELEBRACIÓN DE LA MISA. EXPLICACIÓN DE SUS RITOS.

3.1. RITOS INTRODUCTORIOS.

1. La señal de la Cruz.

2. La Liturgia Penitencial.

3. Gloria.

4. Oración colecta.

3.2. PRIMERA PARTE: LITURGIA DE LA PALABRA

5. Lecturas.

6. Credo.

7. Preces.

3.3. SEGUNDA PARTE: LITURGIA EUCARÍSTICA.

8. Ofertorio.

9. Prefacio.

10. Epíclesis.

11. Anámnesis-Memoria-Consagración.

12. Padre Nuestro y rito de la Paz.

13. Comunión.

3.4. RITOS CONCLUSIVOS.

14. Bendición final.
 


 

1. TERMINOLOGÍA.

La Iglesia ha recuperado en los últimos decenios el término "Eucaristía" para indicar el sacramento del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Durante siglos fue un nombre común en la Iglesia para indicar este misterio, aunque no el único. En los escritos bíblicos encontramos la "Kyriakón deîpnon" Cena del Señor (1Cor 11, 20-23) y la "Klásis toû ártou" fracción del pan (Lc 24, 35; Hech 2, 42.46; 20, 7.11; 27, 35). La Didajé, S. Ignacio, S. Justino, S. Ireneo, Tertuliano, la Traditio Apostólica... y otros documentos de las primeras generaciones cristianas generalizarán el nombre "eujaristía", en clara dependencia de la "Berakah" acción de gracias hebrea, subrayando el momento de la gran acción de gracias que precede a la consagración (el prefacio). En los mismos autores y en S. Cipriano y la Didascalía se encuentra también el término "prosphorá" (oblatio en los latinos) ofrenda, en alusión a la aportación de los fieles para los pobres. S. Agustín y S. León Magno prefieren el término "sacrificium", subrayando el efecto de la acción de los ministros (sacrum facere). "Anaphora", "leitourgía", "synaxis", "agápe", "Kyriaké" son otros términos que se usaron con frecuencia en Oriente, así como su traducción latina en Occidente. En el Norte de África se generalizó el uso de "collecta", subrayando el aspecto de la reunión.

En el siglo IV, la palabra "missa" significaba despedida. La salida de los catecúmenos después de la homilía y antes de presentar los dones era el momento que subrayaba el misterio que estaba para suceder y se generalizó en Occidente para calificar al sacramento. Lo encontramos en S. Ambrosio de Milán, en la Beata Egeria, en San Isidoro... Todos los nombres han utilizado una parte de la celebración para denominar al todo, cada uno un aspecto de la misma. Ninguno es mejor que el otro, siempre que nos quedemos con lo que quieren significar.

2. LOS ORÍGENES.

La primera Eucaristía fue celebrada por Jesús en la Última Cena. Él, «la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y dando gracias lo partió y lo dio a sus discípulos diciendo: "Tomad y comed todos, porque esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros. Haced esto en conmemoración mía". Y lo mismo hizo con el Cáliz» (1Cor 11, 23ss). En esta noche de la Pascua, noche de fiesta y júbilo para Israel, Jesús «se entrega» por nosotros. Judas se presentó ante los Sumos Sacerdotes y les ofreció «entregarles» a Jesús. Ellos aceptaron, ofreciendo «entregarle» por él treinta monedas. Jesús es detenido por una «turba con machetes y palos», guiada por uno de los Doce, uno de los elegidos por Él personalmente. Comienza aquí el misterio de la entrega: Jesús se deja hacer; «ofrecí la espalda a los que me apaleaban, las mejillas a los que mesaban mi barba; no me tapé el rostro ante ultrajes y salivazos» (Is 50,6). Al recibir el beso de Judas, mirándole con cariño le dijo: «Amigo, ¿con un beso "entregas" al Hijo del Hombre». Más tarde, también Pilato «lo "entregó" para que lo crucificaran». Judas, los judíos y los romanos «entregan» a Jesús. Sin embargo, antes ya Jesús había dicho: «No me quitan la vida, sino que yo la "entrego"... Esto es mi Cuerpo, que se "entrega" por vosotros». Es en esta noche (Jn 13,30), en esta hora del poder de las tinieblas, cuando los hombres creen llevar las riendas, misteriosamente están cumpliendo las Escrituras.

La Cena De Despedida. Dejando de lado si se realiza la víspera de Pascua (sinópticos) o si se adelanta (Juan), se realizó en ambiente pascual y en referencia a la fiesta. Por su contenido, es anticipo de la Cruz y Resurrección del Señor, de su "paso" de la muerte a la vida y de este mundo al Padre. "¡Ardientemente he deseado cenar esta Pascua con vosotros!" (Lc 22,15). Finalmente, ha llegado el momento definitivo, la "hora" de la verdad (v 14), el banquete tantas veces pregustado y deseado. Jesús nos va a sorprender nuevamente con sus palabras y con sus acciones: Lava los pies a los Apóstoles, nos regala la Eucaristía... La postura interior, simbolizada en el lavatorio, toma cuerpo en el reparto de sí mismo, que anticipa e introduce la Pasión.

Jesús Asocia Sus Discípulos A Su Pascua. Lo primero que nos sorprende es la insistencia de Jesús en unir sus discípulos a su Pascua y a su destino. Ellos quieren prepararLE la Pascua (Mt 26,17; Mc 14,12). Él quiere celebrarla CON ellos (Mt 26,18; Mc 14,14; Lc 22,8.30), como anticipo de su futura participación en el sufrimiento y posterior destino glorioso de Jesús: "Vosotros habéis perseverado conmigo en mis pruebas. Yo os entrego la dignidad real que mi Padre me entregó a mí, para que comáis y bebáis a mi mesa cuando yo reine, y os sentéis en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel" (Lc 22, 29-30).

El Lavatorio De Los Pies (Jn 13). Para entender el gesto no hemos de pensar en nuestras calles asfaltadas. En la época de Jesús muy pocas personas usaban calzado; y las que lo llevaban, se limitaban a unas simples sandalias. En las calles de tierra se tiraban los restos orgánicos y las comidas de los animales. Lavarse los pies al entrar en casa era un ritual obligado y necesario. Correspondía hacerlo a los esclavos o a los siervos. En las familias pobres lo hacían la esposa o las hijas. Jesús que lava los pies, se pone en el lugar más bajo, indicando dos cosas: él viene a servir y no admite que unas personas sean consideradas inferiores a otras. En otra ocasión había dicho el Señor: "Cuando el siervo llega a casa después de haber trabajado todo el día en el campo, ¿se sentará a la mesa o servirá primero a su amo?". Jesús es el Señor que atiende a los criados; que no vino a ser servido, sino a servir y a dar la vida en rescate por todos (Mt 20,28; Mc 10,45). Aquí se manifiesta su verdadera identidad (y en su imitación, la identidad de sus discípulos).

La Institución De La Eucaristía. El Señor dice a los discípulos: "a vosotros no os llamo siervos, sino amigos" (Jn 15,15). Él desea una relación personal, intensa, con sus fieles. San Pablo explicará la celebración de la Cena como "comunión con el Cuerpo y la sangre de Cristo" (1 Cor 10,16), como participación de su misma vida. El rito eucarístico de la Cena ha conservado acciones y palabras de Jesús («Os recuerdo lo que yo mismo recibí» 1Cor 11,23ss) que más tarde aparecerán llenas de significado y nos revelan la actitud de Jesús ante su muerte: Él mismo ofrece su vida en el momento definitivo. No se somete pasivamente a ella ni la acepta como un paso necesario hacia su triunfo pleno. Jesús se entrega en conformidad con el plan amoroso de Dios, del que su muerte forma parte; dejando a Dios la última palabra. Los hombres pensábamos que arrebatábamos su vida al Señor, sin embargo, Él se nos adelanta: "esto es mi Cuerpo, que se entrega por vosotros... esta es la copa de la nueva alianza sellada con mi Sangre, que se derramada por vosotros" (Lc 22,19-20). Ante este misterio sólo cabe exclamar, con Santa Teresa de Jesús: "¡Oh amor, que me amas más de lo que yo me puedo amar ni entiendo". Aquí confluyen las instituciones del A.T.: La Alianza llega a su cumplimiento en esta «sangre de la Alianza derramada» (Mc, Mt, cf. Ex 24,8); la Profecía culmina en el «cáliz de la Nueva Alianza» (Lc, Pablo, cf. Jr 31,31); la teología martirial (Macabeos) y vicaria (Deuteroisaías) desemboca en la promesa de la entrega «por muchos» (Mc 14,24); y las ideas profundamente unidas de banquete y sacrificio (Ex 24,8.11) son asumidas en la relación entre el pan y el vino, con la superación de la contradicción carne-sangre y espíritu-vida.

La institución de la Eucaristía se nos narra 4 veces: Marcos 14, 22-25; Mateo 26, 26-29; Lucas 22, 15-20 y 1ª Corintios 11, 23-25, aunque otros textos también nos hablen de ella: 1Cor 10, 16-17; 11, 26ss; Hech 2, 42.46; 20, 7.11; Jn 6, 51-58, etc. El texto de S. Pablo es el más antiguo. S. Pablo escribe desde Éfeso su carta a los de Corinto, en Enero del año 56. Les recuerda lo que ya les había enseñado en su primera estancia allí (en el año 50), que es lo mismo que enseñaba en las otras comunidades por él fundadas y que él, a su vez, aprendió en el momento de su conversión (año 40) como tradición firmemente guardada como proveniente del Señor. El contexto es el de una impresionante reprimenda por las divisiones de la Comunidad y por los abusos que se producían al celebrar la Eucaristía. Después de denunciar los fallos les recuerda lo esencial, que es lo que deben recordar para celebrarla con el estilo y sentido originales.

"El Señor, la noche en que iba a ser entregado". Se recogen las circunstancias y el momento del origen exacto de la institución, subrayando cómo en medio de la noche más absoluta, en que los amigos traicionaron y abandonaron al Maestro y los enemigos se ensañaron con él, por medio de su acción prodigiosa quedó superada toda oscuridad. "Tomó pan y dijo... Esto es mi cuerpo, entregado por vosotros". Jesús nos entrega voluntariamente su cuerpo, su misma vida, ya que tiene poder para entregarla y para recuperarla. "Este cáliz es la nueva Alianza en mi sangre". Se recuerda la conclusión del pacto del Sinaí (Ex 24) y el nuevo pacto que habían prometido los profetas (Jer 31, 31). Cuando la Carta a los Hebreos recuerde que sin derramamiento de sangre no hay alianza ni reconciliación, nos ayuda a comprender que Jesús está donándonos su propia vida, su propia muerte, en el sacramento de la cena. Lo que el Viernes se realizará en la Cruz, él lo quiere adelantar sacramentalmente en el Cenáculo. "Haced esto en memoria mía". Lo repite el Señor después de repartir el pan y después de repartir la copa. Sólo obedeciendo a un mandato del Señor podemos entender que la primera comunidad pudiera hablar de comer carne y beber sangre, cuando eran ideas que les horrorizaban y que sirvieron a muchos judíos para motivo de burla y desprecio.

El Sacerdocio Ministerial. Cristo pide a sus Apóstoles que sigan celebrando la Cena como memorial suyo. No se trata de un simple recuerdo, sino de una verdadera y real actualización y comunión en el ofrecimiento que el Señor hace de sí mismo. Los Apóstoles (la Iglesia) reciben un Ministerio que es participación y ha de ser reflejo de la misión de Cristo en la Tierra: Anuncio del Reino, Comunión de vida con el Padre y entre ellos, Servicio generoso a todos los hombres.

El Mandamiento Del Amor Hasta El Fin. Jesús no nos pide que seamos buenas personas, que nos amemos mucho. Él quiere más de nosotros: "que nos amemos los unos a los otros como Él nos ha amado" (Jn 13,34). Ya en otras ocasiones nos había invitado a "ser perfectos como nuestro Padre Celestial" (Mt 5,48), o a "ser compasivos como nuestro Padre es compasivo" (Lc 6,36), que es lo mismo. Hemos de tener los mismos sentimientos de Jesús, los sentimientos de Dios. Está claro que solos no podemos. Pero si Él vive en nosotros, si nos alimentamos con su Cuerpo y con su Palabra y nos dejamos transformar por Él, caminaremos sin descanso, acercándonos cada día un poco más a la meta (cf. Jn 6, 51-57).

3. LA CELEBRACIÓN DE LA MISA. EXPLICACIÓN DE SUS RITOS.

Nota: Muchas de las ideas expuestas de aquí en adelante son un resumen, comentario o reflexiones a partir del libro Meditaciones bíblicas sobre la Eucaristía de Luis Alonso Shökel.

3.1. RITOS INTRODUCTORIOS.

A pesar de ser unos ritos breves, tienen su importancia. Nos detendremos en algunos de ellos.

1. LA SEÑAL DE LA CRUZ. Al empezar la Misa (y muchas otras actividades), decimos: «En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén», al mismo tiempo que realizamos la señal de la cruz en nuestro cuerpo. Este pequeño rito es tan importante, que será bueno detenernos unos momentos para explicarlo.


La señal, marca, sello... es un uso cultural muy antiguo, que conserva su validez en nuestros días. Las excavaciones en territorios del Oriente Antiguo han sacado a la luz asas de jarra con letras o signos grabados. Algunos indican el productor y otros el propietario de una mercancía: Grano, vino, aceite producidos por N., o bien propiedad de N. Son innumerables los sellos en forma cilíndrica provenientes de Mesopotamia y otros en forma de escarabajo provenientes de Egipto. Había sellos de anillo, otros se suspendían del cuello o de la muñeca. Podían pertenecer al rey, a un ministro, a un secretario, y se empleaban con valor jurídico en los documentos. El Antiguo Testamento da testimonio de esta costumbre: «El Faraón se quitó el sello de la mano y se lo puso a José» (Gn 41, 2), delegando en él su autoridad imperial. Jezabel «escribió unas cartas en nombre de Ajab, las selló con el sello del rey y las envió a los concejales y notables de la ciudad» (1 Re 21, 28). El rey Asuero dice a Ester y a Mardoqueo: «Vosotros escribid en nombre del rey lo que os parezca sobre los judíos y selladlo con el sello real, pues los documentos escritos en nombre del rey y sellados con su sello son irrevocables» (Est 8, 8; cf. 3, 12)... Así se indicaba la procedencia y la pertenencia: un edicto emanado del rey, una casa propiedad de un personaje. La costumbre pervive en nuestros días con cambios accidentales. Gran parte de la publicidad, sí no toda ella, se monta sobre la marca, que el consumidor debe reconocer. Vemos una circunferencia con tres radios y reconocemos la marca del coche. Lo mismo sucede con ropas, detergentes, licores y películas.


Muchas veces, en la Biblia aparecen marcas como signo de pertenencia a Dios. Por ejemplo, todos los útiles del templo de Jerusalén llevaban grabado: «consagrado a Yavé». Otras veces, es Dios mismo el que coloca una marca protectora sobre las personas: «El Señor marcó a Caín, para que no lo matara quien lo encontrara» (Gn 4, 15). El profeta Ezequiel tuvo una visión: Jerusalén será castigada por sus pecados, pero Dios ordena que se marque en la frente a todos los que son fieles, antes del castigo sobre la ciudad: «Recorre la ciudad, atraviesa Jerusalén y marca en la frente a los que se lamentan afligidos por las abominaciones que en ella se cometen. Después recorred la ciudad hiriendo sin piedad ni compasión a viejos, mozos y muchachas, a niños y mujeres; pero a ninguno de los marcados lo toquéis» (Ez 9, 4-6).


Marca, en hebreo, se dice «tau». Esta letra, antiguamente se escribía con dos trazos en cruz. El escribano va marcando la «tau», la cruz, en la frente. Esta señal salva de la matanza. Algo parecido a aquella marca de sangre en jambas y dinteles de las puertas, cuando en Egipto pasaba el exterminador castigando a los opresores y respetando a los hebreos (Ex 12, 23). O como la cinta roja en la casa de Rajab, junto a la muralla de Jericó, que sirvió para salvar a toda la familia (Jos 2, 81). El Apocalipsis recoge y transforma la escena de Ezequiel: «Vi un ángel que subía de oriente llevando el sello de Dios vivo. Con un grito dijo a los cuatro ángeles encargados de dañar a la tierra y el mar: "No dañéis a la tierra ni al mar ni a los árboles hasta que marquemos en la frente a los siervos de nuestro Dios". Oí también el número de los marcados: ciento cuarenta y cuatro mil de todas las tribus de Israel». (Ap 7, 2-4). El cristiano se incorpora por la fe a Cristo y queda marcado. El bautismo es una señal, una marca que no se borra; esa marca es nada menos que el sello del Espíritu, impuesto por Dios. Desde ese momento hay un hombre nuevo, porque el bautizado es hijo de Dios: «Fuisteis sellados con el Espíritu Santo prometido, garantía de nuestra herencia ... No entristezcáis al Espíritu de Dios, que os selló para el día de la liberación». (Ef 1, 13; 4, 30)


Los esclavos llevaban en su brazo la marca de su amo (como sucede hoy con las reses). Al hacer la señal de la cruz, recordamos cuál es nuestra marca, a quién pertenecemos. Además, la acompañamos con la fórmula: «en el nombre del Padre...», para hacerlo todo más claro. Hace falta una aclaración importante, porque la fórmula española «en el nombre de» significa «en lugar de», «representando a» (por ejemplo: «vengo en nombre de mi madre, porque ella no ha podido venir»). En hebreo, sin embargo, el nombre significa la persona. Por eso: «Él edificará un templo a mi nombre» (2 Sm 7, 13); «Ofrecen sacrificios y ofrendas a mi nombre» (Mal 1, 11); o los cristianos estaban contentos de sufrir persecuciones por el nombre. Cuando, al hacer la señal de la cruz, decimos «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo», estamos significando una consagración, una pertenencia a la Santísima Trinidad. Ya fuimos bautizados «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»; es decir, fuimos consagrados «al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo». Cada vez que hacemos la señal de la cruz, con esta fórmula, tomamos conciencia de que pertenecemos a Dios, somos suyos, estamos marcados con su sello.

2. LA LITURGIA PENITENCIAL. A la señal de la cruz, con la que afirmamos nuestra pertenencia a Dios, sigue el acto penitencial, en el que tomamos conciencia de que no siempre hemos vivido como verdaderos cristianos. Por eso, antes de participar en la Eucaristía, pedimos perdón. San Pablo nos recuerda que «Dios nos reconcilió consigo a través del Mesías y nos encomendó el servicio de la reconciliación ... Somos, pues, embajadores de Cristo, y es como si Dios os exhortara por nuestro medio» (2 Cor 5, 18-20). La Iglesia nos invita a reconciliarnos con Dios. Hay que subrayar el carácter interpersonal de la acción. Hay un ofensor y un ofendido. Más que quebrantar una norma objetiva, hemos faltado a un compromiso de amor con otra persona. Dios es la parte ofendida. Nosotros los ofensores.

En la Biblia, cuando surge un conflicto entre dos personas, normalmente se realiza un juicio particular entre ellos dos, para solucionar el conflicto. Recordemos que antiguamente la gente vivía en pueblos pequeños, en los que todos se conocían y eran parientes entre sí. Los problemas se solucionaban sin acudir a terceros. El ofendido iba donde el ofensor y le hacía tomar conciencia de lo que había hecho mal. Si el ofensor aceptaba su culpa, correspondía al ofendido establecer la pena que había de pagar (devolver lo sustraído, una multa, un castigo... o podía contentarse con que el otro reconociera su culpa y no exigir nada a cambio). Por último, se restablecían las relaciones. Pongamos un ejemplo: el burro de mi vecino entra en mi huerto y se come mis lechugas. Yo voy a su casa y se lo digo. Él puede negar que haya sido su burro. Sólo entonces se acude a un juez de fuera y se buscan testigos. Pero él puede aceptar que se dejó el burro suelto y pedir perdón. Entonces soy yo quien decido qué tiene que darme a cambio (unas lechugas nuevas, el dinero que valían, una multa simbólica, recibir unos azotes...) o puedo también contentarme con sus disculpas y darle mi perdón.

En las liturgias penitenciales del AT Dios no se presenta nunca como juez imparcial, que tiene que decidir sobre algo que no le afecta. Él es siempre la parte ofendida, que invita a tomar conciencia al ofensor para que pueda realizarse la reconciliación. Él no puede decir: «no me importa, lo olvido todo, no ha pasado nada», antes de que el ofensor complete su proceso de transformación. Si el ofensor ha quebrantado sus compromisos, ha pasado algo serio. Dios inicia un proceso, para que el ofensor comprenda las consecuencias de su actuar y pida perdón. Sólo así se restablecen las relaciones rotas. El proceso se desarrolla en tres actos: acusación, confesión, perdón.


Primer acto: acusación. La parte ofendida convoca al ofensor, le recuerda los compromisos, le echa en cara su incumplimiento. El AT tiene muchos ejemplos: «Dios en persona viene a juicio. Escucha, pueblo mío, que voy a hablarte, Israel, voy a dar testimonio contra ti ... Esto haces, ¿y me voy a callar?, ¿crees que soy como tú? Te acusaré, te lo echaré en cara» (Sal 50, 6ss). «¿Qué delito encontraron en mí vuestros padres para alejarse de mí? Siguieron tras vaciedades y quedaron vacíos ... Dos maldades ha cometido mi pueblo: me abandonaron a mí, fuente de agua viva, y se cavaron aljibes, aljibes agrietados que no retienen el agua» (Jr 2, 5ss). La acusación se basa siempre en los compromisos contraídos. Existe un compromiso mutuo, que se ha articulado en una serie de cláusulas: La alianza del Sinaí con sus diez mandamientos (el decálogo). En base a esas cláusulas, Dios puede querellarse con su pueblo por no haber cumplido los compromisos solemnemente contraídos. El pueblo a una había prometido: «Haremos cuanto dice el Señor» (Ex 19, 8; 24, 3.7). El cristiano no vive en la vieja alianza, sino en la nueva. El protocolo de la nueva alianza no es el decálogo del Sinaí, sino el evangelio de Jesucristo: las bienaventuranzas, el sermón del monte, el mandato de perdonar a los enemigos... Las normas del evangelio, que se concentran en el doble amor a Dios y al prójimo. El evangelio es un anuncio feliz, una buena noticia, pero también es una denuncia de nuestro mal comportamiento. Primero nos acusa, después nos ofrece perdón y nos reconcilia.


Segundo acto: confesión. La parte acusada podría defenderse, negar las acusaciones. Pero cuando es Dios quien nos echa en cara nuestra conducta, ¿cómo podremos negarla? «¿Cómo te atreves a decir: No me he contaminado... si sois todos rebeldes?» (Jr 2, 23ss). En este caso no hay más que confesar la culpa y pedir perdón. El AT nos suministra innumerables ejemplos y fórmulas de este segundo acto: «Propuse: Confesaré al Señor mi pecado» (Sal 32, 5); «Por tu inmensa compasión, borra mi culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi pecado, pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado» (Sal 51, 3-5); « Aquí estamos, hemos venido a ti, porque tú, Señor, eres nuestro Dios... nos acostamos sobre nuestra vergüenza y nos cubre el sonrojo, porque pecamos contra el Señor nuestro Dios» (Jr 3, 22ss).


Tercer acto: el perdón. Dios no viene como juez a condenar al culpable, sino como parte ofendida, a reconciliar al hombre consigo. El hombre no puede por su cuenta reconciliarse con Dios. La acción es de Dios Padre y de Jesucristo. El acto final de un juicio entre dos partes puede suceder de tres formas. El ofensor o deudor restituye o satisface totalmente al ofendido y se restablece así la relación justa entre ambos. Sucede una avenencia o composición; el ofendido acepta una compensación parcial, una reparación modesta, y se da por satisfecho; el ofensor repara así la culpa y hasta queda agradecido. El ofendido renuncia a sus derechos, perdona enteramente la deuda, totalmente la ofensa. Toca a la parte ofendida escoger la salida del proceso; el ofensor sólo puede suplicar. La liturgia penitencial eucarística entra en el tercer desenlace: Dios perdona y sellará la reconciliación con el banquete.

3. GLORIA (LOS DÍAS DE FIESTA). Es un antiguo himno de alabanza, inspirado en el canto de los ángeles la noche de Navidad.

4. ORACIÓN COLECTA. Se llama así porque «recoge» las ideas principales de la fiesta del día. Si no supiéramos qué fiesta estamos celebrando, bastaría escuchar esa oración inicial: «Oh, Dios que nos concedes celebrar la fiesta del Nacimiento de tu Hijo... Al celebrar la fiesta de la Virgen del Carmen, te pedimos... Mira con amor a estos hijos tuyos, que van a unirse en santo matrimonio...».

3.2. PRIMERA PARTE: LITURGIA DE LA PALABRA.


Una sola mesa para alimentarnos con el pan de la Palabra y el pan de la Eucaristía. El agua está compuesta de hidrógenos y oxígeno. Nadie dirá que H2 es más importante que 0 en el agua. Los dos son igualmente necesarios. Lo mismo pasa en la Misa: sus dos partes (liturgia de la Palabra y liturgia de la Eucaristía) son igualmente necesarias y forman un solo acto de culto.

5. LECTURAS. Normalmente, los domingos hacemos tres lecturas (una del Antiguo Testamento, otra del Nuevo y otra del Evangelio) y los días de diario dos. Están organizadas de tal manera, que si vamos a Misa durante tres años todos los domingos, habremos leído toda la Biblia. Si vamos a Misa durante dos años de diario también habremos leído toda la Biblia (de diario se leen menos lecturas, pero hay más días, por lo que se tarda menos). Los domingos están organizados de tal manera que un año leemos el Evangelio de S. Mateo, otro el de S. Marcos y otro el de S. Lucas. El de S. Juan lo leemos en las grandes fiestas (Navidad, Pascua...). Además, al ser S. Marcos el Evangelio más corto, no da de sí para todos los domingos de un año, por lo que durante algunas semanas del año que toca S. Marcos, leemos también a S. Juan.

Podemos preguntarnos: ¿para qué tantas palabras?, ¿no estamos hartos de palabras? Hay un refrán en español que dice: «Una cosa es predicar, y otra dar trigo». Muchos podrían decir: «dadnos menos palabras y más alimentos». Jesús también sufrió esa tentación. Cuando se encontraba en el desierto, sintió hambre y el diablo le dijo: «Di que esas piedras se conviertan en panes». Pero Jesús replicó: «No de sólo pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 3-4). Es una cita del Deuteronomio que explica cómo Dios fue educando a su pueblo en el desierto, como un padre a su hijo: «Él te afligió haciéndote pasar hambre, y después te alimentó con maná, para enseñarte que el hombre no vive sólo de pan, sino de todo lo que sale de la boca de Dios (sus preceptos)» (Dt 8, 3). No bastan palabras, es verdad. Pero si esas palabras son palabras de Dios, pueden vivificar al hombre: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68). Jesús es la Palabra, que «al principio estaba junto a Dios» (Jn 1, 1) y luego se hizo carne para hablarnos a nosotros: «En múltiples ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los profetas. Ahora, en esta etapa final, nos ha hablado por su Hijo» (Hb 1, 1-2). Todas las palabras de la Sagrada Escritura son un testimonio de Cristo, y nos ayudan para conocerle más y amarle mejor, para ser más felices.


Si en la Misa quitamos las Palabras que nos enseñan cómo tenemos que vivir, perdería gran parte de su sentido. Los profetas de Israel, denunciaron muchas veces que el culto tiene que acompañarse de una vida religiosa y honesta. En cierta ocasión, Baruc, en nombre de Jeremías, leyó en el templo de Jerusalén: «Os hacéis ilusiones con razones falsas, que no sirven: ¿De modo que robáis, matáis, cometéis adulterio, juráis en falso, quemáis incienso a Baal, seguís a dioses extranjeros y después entráis a presentaros ante mí, y en este templo que lleva mi nombre, decís: Estamos salvados, para seguir cometiendo tales abominaciones? No os hagáis ilusiones con falsas razones, repitiendo: El templo del Señor, el templo del Señor» (Jr 7, 8ss). El profeta no rechaza el culto, sino el culto pervertido. Isaías lo llama «dones vacíos, incienso execrable... no aguanto reuniones y crímenes» (Is 1, 13). La Palabra de Dios nos enseña cómo tenemos que comportarnos y nos denuncia cuando no somos honestos. Por eso, las lecturas no son una ceremonia más, hay que escucharlas con fe, porque cumplen lo que anuncian y tienen poder para salvarnos: «Se agosta la hierba, se marchita la flor, pero la Palabra de nuestro Dios se cumple siempre ... Como bajan la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así será mi Palabra: no volverá a mí vacía, sino que hará mi voluntad y cumplirá mi encargo» (Is 40, 7; 55, 10-11).

6. CREDO. Los días de fiesta, después de la homilía renovamos nuestra fe, con la fórmula del Credo, que es un resumen de las verdades reveladas: Dios Padre Creador, Dios Hijo Salvador, Dios Espíritu Santo Santificador, la Iglesia, los Sacramentos y la Vida Eterna.

7. PRECES. Elevamos a Dios súplicas por la Iglesia y por la sociedad civil, especialmente por los que más sufren, por los presentes y por los ausentes, por los vivos y por los difuntos, para que Dios tenga misericordia de todos.

3.3. SEGUNDA PARTE: LITURGIA EUCARÍSTICA.

En la Última Cena, Jesús consagró el pan y el vino. En la cena pascual se utilizaban otros alimentos (verduras amargas, cordero, dulces...). De ellos tomó Jesús sólo el pan y el vino para darles un sentido nuevo, muy concreto. Éstos son los dones que la Iglesia presenta sobre el altar, en fidelidad a su Señor, que nos mandó: «Haced esto en conmemoración mía». En el pan y en el vino consagrados, se hace presente Jesús resucitado para ser nuestro alimento y compañero de camino.

8. OFERTORIO. ¿Por qué eligió Jesús pan y vino para darnos su Cuerpo y su Sangre? El pan de trigo es el alimento fundamental en la cuenca mediterránea. El más barato, el más abundante y el más necesario. Si Jesús hubiera vivido en América, habría utilizado las tortillas de maíz. Si hubiera vivido en África, habría usado la masa de mijo (cereal parecido al alpiste). Si hubiera vivido en Asia habría utilizado el arroz. En todas las culturas hay algún cereal que se utiliza como alimento básico de la población: fácil de cultivar y de preparar, rico en hidratos de carbono, altamente digestivo. Jesús vivió en Israel y su alimento básico era el pan de trigo, y éste es el que usó en la Última Cena y el que eligió para darnos su propio Cuerpo como alimento. Desde tiempos remotos el pan se convierte en símbolo de lo necesario para vivir: Dios dijo a Adán: «te ganarás el pan con el sudor de tu frente» (Gn 3, 19). El pan se refiere a lo necesario: alimento, vestido, alojamiento, educación de la prole... El pan no es lo refinado ni lo exótico ni lo caro, sino lo simple y accesible. Cuando está tasado, aprieta la necesidad; cuando falta, sobreviene el hambre: «El hambre apretó en la ciudad, porque no había pan para la población» ( Jr 52, 6). El pan es humilde y sencillo, se puede comparar con la prosa de cada día.

Con el vino sucede lo mismo que con el pan, es la bebida que normalmente se usaba en la cuenca mediterránea para celebrar las fiestas (en otros lugares se bebía cerveza u otros licores destilados). En Israel no se bebía vino todos los días, sino sólo en la cena de los sábados y en los días de fiesta. El vino representa la poesía, la propina, la fiesta. Pan y agua son lo indispensable: «Son esenciales para el hombre agua y pan, casa y vestido» (Eclo 29, 28). A los fugitivos se les ofrece lo urgente: «Al encuentro del sediento sacad agua... llevadles pan a los fugitivos» (Is 21, 14). Pero cuando se agasaja o festeja a una persona, se le ofrece pan y vino, que equivale a convite, banquete. Si al fugitivo se le ofrece pan y agua, al vencedor que vuelve de la batalla se le ofrece pan y vino: «Melquisedec, rey de Salén, le sacó pan y vino, y le bendijo» (Gn 14, 28). El vino es esa propina de la vida (la palabra «propina viene de «pro pino», «para beber»), que representa lo inútil de la vida y que, sin embargo, da sentido a la vida, y sin lo cual la vida quizá no valga la pena; lo inútil puede ser más importante que lo útil. Así, el vino representa la poesía junto a la prosa; es como el color frente a un mundo en blanco y negro; es la música frente a rumores y ruidos; es la danza frente al caminar; es el juego frente al trabajo; es el arte frente a la técnica; es el humor frente a la seriedad «El vino es bueno para el hombre, si se bebe con moderación ¿Qué es la vida si falta el vino? Fue creado para alegrar a los hombres» (Eclo 31, 27). Esto, siempre que se beba con mesura, porque también son numerosas las advertencias de la Biblia sobre los peligros de beber en exceso: «El exceso de vino produce amargura, apasionamientos y contiendas. La borrachera enfurece al necio para su perdición, le quita fuerzas y le causa males» (Eclo 31, 29-30).


Al ofrecer el pan y el vino sobre el altar, decimos: «Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan y este vino, frutos de la tierra y del trabajo del hombre, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentarnos. Ellos serán para nosotros pan de vida y bebida de salvación». ¿Por qué se pronuncia aquí el título «Dios del universo»? Traemos un poco de pan y vino: ¿por qué una invocación tan grande y solemne? Porque en lo humilde se nos revela el Sublime. Porque escogemos un don que es el resumen de múltiples dones. El pan es «fruto de la tierra». Por lo tanto, en el pan está presente la tierra, que con su fertilidad nos alimenta. ¡Bendito seas, Señor, por el don de la tierra! Durante millones de años la has ido preparando para que fuese morada de tus hijos. No hay pan sin una tierra que reciba en su seno la semilla. También recibe la lluvia, por lo cual el pan es también fruto del agua. ¡Bendito seas, Señor, por la lluvia, que hace crecer los brotes! El pan es también fruto del sol, que con su luz permite la función clorofílica y con su calor permite que crezcan y maduren las plantas. ¡Bendito seas, Señor, por el sol! El sol, que pertenece a un sistema, que centra y equilibra los planetas y se incorpora a constelaciones y galaxias. Astros que giran y se mantienen en equilibrio móvil, prodigioso; sin tropezar, sin cansarse; cada uno en su puesto ejercitando la fuerza exacta y precisa, de modo que la tierra pueda recibir en su momento la lluvia y pueda producir su fruto: el pan, fruto de la tierra y del agua y del viento y de los astros. Fruto de la tierra, con sus fuerzas físicas y químicas, sus jugos que chupan las raíces, su presión que sujeta los tallos, su callada actividad escondida. La planta alberga en sí fuerzas opuestas y coordinadas: la fuerza que empuja hacia abajo las raíces, venciendo la resistencia mineral, y la fuerza que empuja hacia arriba, venciendo la fuerza de la gravedad. El pan, fruto de la planta, de la tierra, de sus fuerzas plurales. Fruto de la tierra significa también tiempo y ritmo, porque no brota el grano de repente, en un momento. Si ha de contar con el pulso breve de noche y día, depende también del ritmo de las estaciones. Todo es necesario para que llegue a cuajar este trozo de pan. Y no hemos terminado, porque este pan, esta cosecha, es fruto de una simiente, tomada de la cosecha del año anterior; y ésta fue fruto de otra precedente; y así, sin interrupción, nos tenemos que remontar siglos, milenios. Este pan que hoy te ofrecemos cierra un proceso de milenios. Significa mucho este trozo de pan, y por eso te lo ofrecemos como don menudo y apretado. Lo explicamos con causas físicas y químicas, elementos y astros; detrás de todo ello y en todo ello te descubrimos a ti, Señor del universo, como padre de familia solícito que trabaja sus campos para dar el pan a los suyos: «Tú cuidas de la tierra, la riegas y la enriqueces sin medida. La acequia de Dios va llena de agua; preparas sus trigales, riegas los surcos, igualas los terrones, tu llovizna los deja esponjosos, bendices sus frutos; coronas el año con tus bienes, tus carriles rezuman abundancia» (Sal 65, 10-12).


Es, también, «fruto del trabajo del hombre». Es decir, de los hombres. Para confeccionar este trozo de pan han colaborado muchos hombres: campesinos que lo han sembrado y cosechado, mecánicos que han manejado y puesto a punto las máquinas, transportistas, horneros, repartidores, tenderos. En cada etapa un grupo de colaboradores. Se añade el trabajo intelectual de muchos hombres. Un día un hombre inventó el cultivo. Más tarde, otro inventó la extracción y elaboración del hierro y otros muchos lo perfeccionaron. Alguien inventó el arado. Más tarde se descubrieron otras fuentes de energía: gasolina para las máquinas, electricidad para los hornos... ¡Cuántos inventos sucesivos y convergentes se dan cita en el círculo estrecho de este pedazo de pan! Es fruto del trabajo del hombre, y como tal te lo ofrecemos, como cosa nuestra. Es verdad que tú nos lo has dado, «lo recibimos de tu generosidad». Tú nos has dado la tierra; pero la tierra no daría pan sin el trabajo del hombre, que es nuestro. Nos has dado las fuerzas para trabajar, la inteligencia para inventar, la prudencia para organizar. Por todo ello queremos darte nuestro reconocimiento y gratitud. Un reconocimiento que no humilla, antes exalta, porque nos permites llegar hasta ti con nuestros dones. Recibe nuestro pan: «ahora te lo presentamos». También el vino es un universo condensado que me revela al Señor del universo. Al trabajo de cultivar las viñas se une ese tiempo de silencio o de murmullo que es la fermentación. El mosto yace a oscuras mientras millones de bacterias laboran en sus entrañas transformando el azúcar en alcohol. Fruto de la tierra por mediación de la vid, fruto de la vid por mediación de microorganismos o sustancias químicas. También la actividad silenciosa está presente en el vino, también ella es don de Dios, también numerosos hombres han colaborado para que el fruto de la vid esté hoy en nuestras copas y resulte en don nuestro.

El texto litúrgico continúa: «ellos serán para nosotros pan de vida y bebida de salvación». Nosotros ponemos la mesa, extendemos los manteles, encendemos luces, añadimos flores... Y a este banquete invitamos nada menos que a Dios. Y Él acepta la invitación., de tal modo que invierte los papeles y nos invita él, transformando nuestro pan y nuestro vino. Dios toma el pan y lo convierte en el cuerpo glorificado de su Hijo, para que la vida gloriosa se nos comunique en figura de alimento. Jesús había dicho: «Yo soy el pan de la vida... El que coma de este pan vivirá para siempre... El pan que voy a dar es mi carne, para que el mundo viva» (Jn 6, 47-50). En la Eucaristía lo cumple. Del mismo modo acepta el vino y lo transforma en la sangre glorificada de su Hijo, la que derramó en la pasión. La sangre que es el sacrificio por amor. Nos la va a dar en forma de bebida. Trigo triturado como Cristo fue triturado; hecho pan y entregado al hombre para deshacerse dando vida, como Cristo se entregó plenamente por los hombres y vuelve a entregarse hecho pan. Mosto de uvas aplastadas, como Cristo fue aplastado; y convertido en vino para calmar la sed y reanimar, como Cristo se desangró y vuelve a entregarse hecho vino, para calmar nuestra sed abismal de ser y vivir.

9. PREFACIO. Después del ofertorio y de la oración sobre las ofrendas, tiene lugar el prefacio, que comienza con el diálogo:

El Señor esté con vosotros. – Y con tu espíritu.

Levantemos el corazón. – Lo tenemos levantado hacia el Señor.

Demos gracias al Señor, nuestro Dios. – Es justo y necesario.

A continuación vienen los motivos por los que damos gracias a Dios, y que cambian según las fiestas: «porque en el nacimiento de tu Hijo nos has hecho partícipes de su divinidad... porque nos permites celebrar la fiesta de Santa Teresa del Niño Jesús... porque por medio del bautismo has convertido a estos hermanos nuestros en hijos tuyos...». El prefacio siempre termina con el canto del Santo, que es un eco del canto de los ángeles ante el trono de Dios, que Isaías escuchó en una visión.

10. EPÍCLESIS. El sacerdote impone las manos sobre las ofrendas y pide a Dios que envíe el Espíritu Santo para que Jesús se haga presente en el pan y en el vino. La palabra «epíclesis», en griego significa invocar. Invocamos a Dios para que Él realice una obra que está por encima de nuestras capacidades. Una visión del profeta Ezequiel en el destierro de Babilonia, nos ayuda a comprender la obra del Espíritu Santo. El pueblo, desterrado y esclavizado, se siente como muerto, sin esperanzas. Dios hace ver al profeta un campo lleno de huesos secos y le pide que invoque el espíritu sobre ellos. Cuando lo hace, vuelven a la vida. Dios le dice al profeta: así es la obra de mi Espíritu en vosotros. Os vivifica y renueva: «El Espíritu del Señor me llevó a un valle lleno de huesos. Eran muchísimos y estaban calcinados. Me ordenó: "Conjura así a esos huesos: Huesos calcinados, escuchad la palabra del Señor: Yo os voy a infundir espíritu para que reviváis"... Pronuncié el conjuro que se me había mandado... los huesos se ensamblaron. Vi que habían prendido en ellos los tendones, que habían criado carne y tenían la piel tensa; pero no tenían aliento. Entonces me dijo: "Conjura al Espíritu, hijo de Adán, diciéndole: Esto dice el Señor: Ven, Espíritu, desde los cuatro vientos, y sopla en estos cadáveres para que revivan". Pronuncié el conjuro que se me había mandado. Penetró en ellos el Espíritu, revivieron y se pusieron en pie: era una muchedumbre inmensa» (Ez 37, 1ss). Es el Espíritu quien vivifica; el profeta es ministro de la palabra de Dios, ejecutor de una orden. Lo mismo sucede en la Santa Misa. El sacerdote invoca al Espíritu, para que Él realice el milagro y Jesús se haga presente en el pan y en el vino consagrados: «Envía, Señor, tu Espíritu, para que este pan y este vino sean el Cuerpo y la Sangre de Jesús, Nuestro Señor». Hemos de notar la concentración trinitaria de la fórmula: pedimos al Padre que envíe al Espíritu para que haga presente al Hijo. Exactamente lo mismo que sucedió en la Encarnación del Señor.

11. ANÁMNESIS-MEMORIA-CONSAGRACIÓN. Anamnesis es una palabra griega que significa «recuerdo». Se aplica a esa parte de la Eucaristía que consiste en traer a la memoria lo que Jesús hizo por nosotros y lo que nos mandó en la Última Cena. Después de la epíclesis, dice el sacerdote: «El cual, la noche en que iba a ser entregado tomó pan en sus manos, y dándote gracias lo bendijo, lo partió y se lo dio a sus discípulos, diciendo: "Tomad y comed... Haced esto en conmemoración mía"».

Israel no sólo ejercita la memoria, sino que tiene una ley sobre ello: «Lo que oímos y aprendimos, lo que nuestros Padres nos contaron, no lo ocultaremos a nuestros hijos, lo contaremos a la generación venidera: las glorias del Señor, su poder, las maravillas que realizó. Porque él hizo un pacto con Jacob dando leyes a Israel. Él mandó a nuestros padres que lo enseñaran a sus hijos, para que lo supiera la generación venidera y los hijos que nacieran después. Que los descendientes se lo cuenten a sus hijos para que pongan en Dios su confianza y no olviden las acciones de Dios» (Sal 78, 3ss). Gran parte del Antiguo Testamento brota del recuerdo de las intervenciones salvíficas de Dios. Además de esto, Israel establece celebraciones, para conmemorar hechos capitales, o llena de contenido histórico fiestas agrarias precedentes. La Pascua ha de recordar la salida de Egipto; la fiesta de las Tiendas, el camino por el desierto. Los israelitas recuerdan las historias de los patriarcas y, especialmente, la liberación de Egipto. Su profesión de fe es una confesión de hechos, no de doctrinas.


El pueblo cristiano hereda el talante y la urgencia del recuerdo. La Eucaristía, además de acción de gracias, es memoria. Son las dos caras de una sola moneda. A una persona que nos ha hecho un beneficio insigne le estamos agradecidos. La Eucaristía es recuerdo agradecido del que nos salvó la vida. Recordamos y celebramos con agradecimiento la muerte y resurrección del Señor, el sacrificio por el cual se nos perdonan los pecados. Después de repetir en forma narrativa las palabras de la última cena, añadimos: «Por eso, Señor, nosotros tus siervos y todo tu pueblo santo, al celebrar este memorial de la pasión gloriosa de Jesucristo, tu Hijo nuestro Señor, de su santa resurrección del lugar de los muertos y de su admirable ascensión a los cielos, te ofrecemos...». El momento de la muerte y resurrección supone y arrastra una serie de hechos, toda una vida, desde la concepción hasta la glorificación. Recordamos los beneficios que nos impulsan al agradecimiento y a la imitación. Si nuestra identidad brota de un sacrificio por amor, no podemos persistir en el egoísmo como forma de vida. Cada momento de la vida de Cristo nos habla, nos interpela, nos exige una «conformidad». Somos de Cristo, seamos cada vez más como Cristo. Su recuerdo nos incita: «Cristo sufrió por vosotros dejándoos un modelo para que sigáis sus huellas» (1 Pe 2, 21).


No vivimos sólo del pasado, igualmente vivimos del futuro. El Señor, que ha venido, tiene que venir. Toda la historia de la Iglesia es como un largo camino entre Cristo que vino en la humildad de la carne hace 2000 años y Cristo que vendrá en la plenitud de la gloria al final de los tiempos. Él es camino. Las últimas palabras de la Biblia son «Ven, Señor Jesús». Después de la consagración, el sacerdote añade: «Este es el sacramento de nuestra fe»; es decir, el resumen de nuestra fe, que es nuestra adhesión, nuestro compromiso con el Señor. Y el pueblo responde: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección; ¡ven, Señor Jesús!». Así, el presente de nuestra celebración eucarística queda prendido entre el recuerdo de la primera venida de Cristo y la esperanza de la última. Se hace presente el Señor muerto y resucitado y nos comunica sacramentalmente la vida futura. La Eucaristía es un anticipo, una pregustación de la vida eterna: el mismo Jesús que nació de María y que ahora vive glorioso y que volverá al fin de la historia es el que ahora se hace presente en el pan y en el vino para ser nuestro alimento. En la vida eterna le veremos cara a cara y gozaremos para siempre de su compañía. Ahora ya se nos da, bajo las especies del pan y del vino. Por eso dice S. Juan de la Cruz: «¡Qué bien sé yo la fonte que mana y corre, / aunque es de noche! / Aquesta eterna fuente está escondida / en este vivo pan por darnos vida, / aunque es de noche. / Aquesta eterna fuente que deseo / en este pan de vida yo la veo, / aunque es de noche».

Después de las palabras de la consagración, tenemos una larga oración por los vivos y los difuntos, y por la unidad de todos los creyentes, suplicando la intercesión de la Virgen María y de todos los Santos. Como conclusión, el sacerdote aclama, diciendo: «Por Cristo, con Él y en Él, a ti, Dios Padre Omnipotente, en la unidad del Espíritu Santo, todo honor y toda gloria, por los siglos de los siglos». El pueblo responde: «Amén», que significa al mismo tiempo «así es» y «así sea». Es una confesión de fe y una súplica.

12. PADRE NUESTRO Y RITO DE LA PAZ. Antes de acudir a comulgar con el Cuerpo de Cristo, recitamos el padrenuestro y nos damos la paz unos a otros. Del reconocimiento de Dios como Padre, pasamos al reconocimiento de los otros como hermanos. La paz no es sólo un gesto de urbanidad o de amistad. Es un gesto comprometedor. No podemos ir a comulgar con Cristo si no estamos en actitud interior de comunión con el hermano. Los vecinos a los que damos la mano o el abrazo son representantes de todos aquellos con los que entramos en contacto en la vida. El gesto no es un signo de lo bien que van las cosas, o de la fraternidad que ya reina entre nosotros, sino de la que queremos y nos comprometemos a construir. 

13. COMUNIÓN. Solemos llamar «comunión» el acto de recibir el pan eucarístico, el Cuerpo de Cristo. Aunque toda la Misa nos pone en común-unión con Jesús, hemos de reconocer que el momento culminante es cuando Jesús mismo, bajo las especies del pan y del vino, entra sacramentalmente en nosotros.

En el desierto, Dios alimentó al pueblo con el maná: «Alimentaste a tu pueblo con manjar de ángeles, proporcionándole gratuitamente, desde el cielo, pan a punto, de mil sabores, a gusto de todos; este sustento tuyo demostraba a tus hijos tu dulzura, pues servía al deseo de quien lo tomaba y se convertía en lo que uno quería» (Sab 16, 20-21). El maná basta para satisfacer la necesidad de cada uno, y no sirve para crear ricos y pobres. Es don de Dios, lluvia celeste, y a los hombres sólo toca recogerlo: «Moisés dijo: "Es el pan que el Señor os da para comer. Las órdenes del Señor son que cada uno recoja lo que pueda comer"... Así lo hicieron los israelitas: unos recogieron más y otros menos. Y al medirlo en el celemín, no sobraba al que había recogido más ni faltaba al que había recogido menos. Había recogido cada uno lo que podía comer» (Ex 16, 16ss). Cada día se recoge y consume la ración cotidiana; el viernes se recoge también la ración del día siguiente, que es día de descanso.


La comunidad comparte tanto las lecturas de la palabra de Dios como el pan eucarístico. Ya S. Agustín observó el hecho de una palabra única, que suena en boca de uno, se reparte sin partirse. Todos comparten el pan de la palabra, cada uno según su capacidad y necesidad; ni a uno le sobra ni a otro le falta. Y compartiéndolo, estrechan su unidad. La comunión eucarística fortalece nuestra comunión. Compartimos el Cuerpo y Sangre glorificados de Cristo, porque el Padre nos ha comunicado a su Hijo: una persona, no una simple información. El Cuerpo sacramental de Cristo une a los que comulgan de un solo pan en el Cuerpo místico de la Iglesia. En la comunión, la comunidad forma con Cristo-Cabeza un solo cuerpo y un solo espíritu. Uno es el pan y uno el cáliz; muchos son los que los comparten y, al compartirlos, estrechan la unidad entre ellos.

3.4. RITOS CONCLUSIVOS

Después de la comunión, es conveniente recogerse interiormente para dar gracias al Señor. Nos encontramos en el momento más oportuno para orar, ya que tenemos la certeza de que Jesús está presente dentro de nosotros y nos escucha. A la acción de gracias, sigue la oración final, la bendición y la despedida.

14. BENDICIÓN FINAL. Nuestra eucaristía concluye con una bendición del sacerdote, mientras invoca a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, mientras todos realizamos el signo de la cruz, como al inicio de la Eucaristía.

Cuando el hombre bendice a Dios, sólo puede reconocer y agradecer sus dones. Pero cuando Dios bendice al hombre, pronuncia una palabra eficaz, que cumple lo que anuncia. El salmo 134, que se rezaba en el momento del relevo de la guardia sacerdotal en el templo, nos puede ayudar a comprender el significado de la bendición. Día y noche se sucedían los turnos de servicio en la casa del Señor, para entonar los cantos, cuidar de las lámparas, ofrecer el incienso... Por medio de sus sacerdotes, el pueblo se hace presente ante el Señor. Los turnos estaban asignados a familias sacerdotales, que se iban alternando. El salmo se rezaba cuando los que tenían que hacer el turno de la noche relevaban a los del turno de día. Los que terminan pasan una consigna a los que comienzan: «Durante la noche, bendecid al Señor. Y ahora bendecid al Señor, siervos del Señor, los que pasáis la noche en la casa del Señor. Levantad las manos hacia el santuario y bendecid al Señor». La función de los sacerdotes es «bendecir al Señor» es decir, agradecerle en nombre de la comunidad todos sus beneficios o bendiciones. Mientras vecinos y ciudadanos duermen, su corazón vela en la persona de los sacerdotes. Esas manos alzadas hacia el santuario, o sea, hacia el lugar más santo del templo, representan a la comunidad. Como los brazos de Moisés que se alzan intercediendo (Ex 17, 11 s). Dios bendice al pueblo con sus dones, el pueblo responde bendiciendo a Dios, dándole gracias.

El diálogo no termina ahí. El jefe del grupo bendice en el nombre del Señor: «El Señor te bendiga desde Sión; el que hizo cielo y tierra». El hombre, al bendecir a Dios, da gracias, «biendice», expresa sentimientos, no realiza, no ejecuta. En cambio Dios, cuando bendice, pronuncia palabras eficaces: diciendo bien, hace bien. Su bien-decir es bien-hacer. Él, que en un principio «creó el cielo y la tierra con su palabra poderosa», puede conservar y enriquecer a su pueblo con su palabra de bendición. He ahí el ritmo de nuestra Eucaristía. Al final, el que hizo cielo y tierra, el que transformó frutos de la tierra en el cuerpo glorificado de su Hijo, nos bendice. El Cuerpo de su Hijo, que ya nos ha dado, es garantía y fuente de todas las bendiciones que Dios nos entrega en Cristo: «¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesús Mesías, que por medio del Mesías nos ha bendecido desde el cielo con toda clase de bendiciones del Espíritu!» (Ef 1, 1).


Como nuestra vida se realiza en una serie de obras y empresas, invocamos la bendición de Dios para que las haga fecundas: «haz prosperar la obra de nuestras manos». Algunos piden a Dios que les dé las cosas hechas o que las haga Él mismo. Más justo es pedir de ordinario que nos capacite para hacerlas. La Eucaristía es una pausa en nuestras tareas. Cuando vamos a emprender una nueva etapa, nos inclinamos a recibir la bendición de Dios para nuestras tareas: corporales, intelectuales, espirituales, individuales, sociales... Como dice el Deuteronomio: «Bendito seas en la ciudad, bendito seas en el campo. Bendito el fruto de tu vientre, el fruto de tu suelo, el fruto de tu ganado, las crías de tus reses y el parto de tus ovejas. Bendita tu cesta y tu artesa. Bendito seas al entrar, bendito seas al salir» (Dt 28, 3-6).


La bendición que cierra la Eucaristía tiene forma de cruz. ¿Puede ser bendición la cruz? «Maldito el que cuelga de un madero», dice la ley (Dt 21, 23). Y contesta la carta a los Gálatas: «El Mesías nos rescató de la maldición de la ley, haciéndose por nosotros un maldito, pues dice la Escritura: Maldito el que cuelga de un madero; y esto para que la bendición de Abrahán alcanzase a los paganos y por la fe recibiéramos el Espíritu prometido» (Gal 3, 13-14). La cruz en sí no es bendición, sino suplicio ignominioso. Pero el sacrificio por amor es fecundo; por eso la cruz de Cristo es fuente o cauce de bendición. La forma de cruz que la liturgia imprime a la bendición está recordando que la fecundidad que brota de la Eucaristía pasa por el sacrificio del egoísmo. Que el servicio, y también el sufrimiento al servicio de los otros, es fuente de fecundidad, porque está bendecido por Dios. Empalmamos así con el comienzo de la celebración, que nos marcaba con este signo de salvación. La bendición se hace además invocando el nombre trinitario. El texto clásico de la bendición de Israel explica la ceremonia: «Así bendeciréis a los israelitas: "El Señor te bendiga y te guarde,  el Señor te muestre su rostro radiante y tenga piedad de ti, el Señor te muestre su rostro y te conceda la paz". Así invocarán mi nombre sobre los israelitas, y yo los bendeciré» (Nm 6, 24-27). Bendecir aquí es propiamente acción de Dios. Los sacerdotes son invitados a invocar el nombre del Señor por tres veces. La invocación que clausura la celebración eucarística también se hace por invocación del nombre de Dios, no tres veces, sino del nombre trinitario: «La bendición de Dios Todopoderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo, descienda sobre vosotros». Día a día, semana a semana, nuestra vida cristiana «crece y se multiplica» por efecto de la repetida bendición. Pero el ritmo de la existencia no debe hacernos olvidar la esperanza. «A esto os llamaron: a heredar una bendición» (1 Pe 3, 9). Como Jacob heredaba de Isaac la bendición divina, e Isaac de Abrán, así nosotros heredamos por Cristo la bendición del Padre. Ahora como prenda y promesa; un día escucharemos: «Venid los bendecidos por mi Padre a poseer el reino» (Mt 25, 34).