ORAR CON EL SALMO 150

INVITACIÓN A LA ALABANZA UNIVERSAL

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

 

1. ¡Aleluya!

Alabad al Señor en su templo,

alabadlo en su augusto firmamento,

2. alabadlo por sus obras magníficas,

alabadlo por su inmensa grandeza.

3. Alabadlo tocando trompetas,

alabadlo con arpas y cítaras,

4. alabadlo con danzas y tambores,

alabadlo con laúdes y flautas,

5. alabadlo con platillos sonoros,

alabadlo con platillos vibrantes.

6. Todo ser vivo alabe al Señor

¡Aleluya!

El salmo 150 es la conclusión del Salterio, su «Amén» final. A pesar de lo breve que es, contiene diez imperativos (número perfecto, que hace referencia a la totalidad), que repiten la misma palabra: «Hallelú» (alabad). Nos indica que la vocación humana, vivida en su plenitud, es la alabanza, la bendición. Un hermoso comentario resuena en la afirmación de S. Ireneo de Lyón: «la gloria de Dios es el hombre viviente y la vida del hombre está en dar gloria a Dios».

El salmo se desarrolla en tres momentos. El principio y el final (más breves) son como el marco de la parte central (la más extensa):

1.- Al inicio, en los primeros dos versículos (vv. 1-2), la mirada se dirige al Señor en su Templo de Jerusalén y en el Firmamento (Templo Cósmico). Lugares que significan el señorío de Dios sobre Israel y sobre el mundo entero. «En su Templo» se le alaba «por sus obras magníficas» en la historia de Israel y «en su Firmamento» se le alaba «por su inmensa grandeza», que se refleja en la Creación.

2.- En un segundo momento se une a la alabanza la orquesta del templo de Sión, con distintos instrumentos musicales para acompañar las canciones y los bailes (vv. 3-5).

3.- En el último versículo del salmo (v. 6), se invita a «todo ser vivo» (todo cuanto respira, en hebreo) para que alabe a su Creador.

«Alabad al Señor en su Templo». La primera sede en la que se desarrolla la oración de alabanza es el Templo de Jerusalén, lugar elegido por Dios mismo para habitar en medio de su pueblo, para escuchar sus oraciones, para derramar misericordia sobre los que le invocan. En el lugar más santo del Templo de Jerusalén se conservaba el Arca de la Alianza con las Tablas de la Ley de Moisés, su vara, la serpiente de bronce, un poco del maná y los distintos utensilios necesarios para el culto, según las leyes precisas que Dios había dado a Moisés en el Sinaí. Era el Templo construido por Salomón en el palacio de David, destruido por los Babilonios y reconstruido después del Exilio. Allí habían predicado Isaías, Jeremías, Ezequiel... anunciando la nueva y definitiva alianza. Este último había tenido la visión del torrente de agua viva brotando del costado del templo. Hay también una referencia al Templo del cielo, a cuya imagen se había construido el de la tierra. Allí, como precisará el libro del Apocalipsis, se celebra la eterna liturgia del Cordero (cf., por ejemplo, Ap 5, 6-14). Allí viven los Santos la perfecta comunión con Dios. De hecho, la antigua traducción griega de los Setenta y la traducción latina de la Vulgata propusieron, en vez de «santuario», la palabra «santos»: «Alabad al Señor entre sus santos».

«Alabadlo en su fuerte firmamento». Aunque Dios reside voluntariamente en el Templo, porque desea vivir en medio de los hombres, no podemos olvidar que su verdadera morada es «el Cielo», semejante a una fortaleza inaccesible al hombre. Imagen de su trascendencia y de su misterio incomprensible. Y, a pesar de eso, está cerca de nosotros: se halla presente en el Templo de Sión y actúa en la historia a través de sus «obras magníficas», que revelan y hacen visible «su inmensa grandeza». Así, entre la tierra y el cielo se establece un canal de comunicación, en el que se encuentran la acción del Señor y el canto de alabanza de los fieles. La liturgia une los dos santuarios, el templo terreno y el cielo infinito, Dios y el hombre, el tiempo y la eternidad. Durante la oración realizamos una especie de ascensión hacia la luz divina y, a la vez, experimentamos un descenso de Dios, que se adapta a nuestro límite para escucharnos y hablarnos, para encontrarse con nosotros y salvarnos. El sueño de Jacob, que vió una escalera desde su cabecera hasta el cielo, por la que subían y bajaban los ángeles (Gn 28, 12), se hace realidad cuando los fieles alaban a Dios.

«Alabadlo por sus grandes hazañas». Estas hazañas son descritas en toda la Biblia. El salmo 105 nos presenta un resumen e invita a los israelitas a recordar «las maravillas que ha hecho Dios, sus hazañas prodigiosas»: la alianza que pactó con Abrahán, la historia extraordinaria de José, los prodigios de la liberación de Egipto y del viaje por el desierto, el don de la tierra, etc. Éstas son las obras magníficas por las que el orante alaba a Dios. La alabanza se transforma en profesión de fe en Dios, Creador y Redentor.

«Alabadlo por su inmensa grandeza». Una grandeza y un poder que se han manifestado en la Creación, en la historia de la salvación y, especialmente, en su misericordia. El salmo 106 es, como el anterior, un memorial histórico. Pero, junto al recuerdo de la obra de Dios se narran las continuas infidelidades de los hombres, que «pronto se olvidaron de las grandes hazañas del Señor» (v. 13). A pesar de todo, Dios perdona a su pueblo. Y este perdón capacita a los hombres para alabar a Dios, para descubrir su grandeza.

«Alabadlo tocando trompetas». El salmista nos invita a utilizar un subsidio para nuestra oración: los instrumentos musicales de la orquesta del templo de Jerusalén, como son las trompetas, las arpas, las cítaras, los tambores, las flautas y los platillos sonoros. También la procesión formaba parte del ritual en Jerusalén (cf. Sal 117, 27). Esa misma invitación se encuentra en el Salmo 46, 8: «Tocad con maestría». La insistencia de los salmos en que usemos el canto, los instrumentos y la danza en la oración, nos debe hacer comprender que no basta con orar a Dios con fórmulas teológicamente exactas, sino también de modo hermoso y digno. No debemos ceder a la rutina, impropia de enamorados. Por el contrario, hemos de servirnos de todos los medios que mejor nos sirvan para que nuestra oración sea cada día más auténtica.

«Todo ser vivo alabe al Señor». Literalmente dice «todo soplo», «todo ser que alienta», todas las criaturas en las que hay un aliento de vida (cf. Gn 7, 22). A través del ser humano, portavoz de la creación entera, todos los seres vivos alaban al Señor.

Los manuscritos hebreos, al transcribir los versículos del salmo 150, reproducen a menudo la Menorá, el famoso candelabro de siete brazos situado en el Santo de los Santos del templo de Jerusalén. Así sugieren una hermosa interpretación de este salmo:  todo el hombre, con todos los instrumentos y las formas musicales que ha inventado su genio (trompetas, arpas, cítaras, tambores, danzas, trompas, flautas, platillos sonoros, platillos vibrantes) pero también «todo ser vivo» es invitado a arder como la Menorá ante el Santo de los Santos, en constante oración de alabanza y acción de gracias.