MÍSTICA, CONTEMPLACIÓN Y ESPIRITUALIDAD EN EL SIGLO XXI

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

 

1. Introducción.

2. El malestar religioso de la sociedad contemporánea.

3. Una sociedad necesitada de trascendencia.

4. ¿Qué es la espiritualidad?

5. ¿Qué es la espiritualidad cristiana?

6. ¿Qué es la mística?

7. Conclusión.

1. INTRODUCCIÓN. Hace sólo diez días, me encontraba en El Salvador, dando un curso sobre la Eucaristía. Unas 1.000 personas llenaban la sala cada día, la mayoría jóvenes. Tuve que dar también algunas charlas a grupos y movimientos eclesiales. Por ejemplo, a los secretarios de los encuentros conyugales, al que pertenecen más de 12.000 familias en el país; o a los responsables de la Renovación Carismática de la Parroquia del Carmen, en la que participan al menos 2.000 personas. Estos números no están abultados. Son la realidad ordinaria en aquella pequeña república centroamericana. Por otro lado, después de haberme desplazado más de catorce veces a Estados Unidos y a otros países del continente americano por razones de ministerio, puedo testimoniar que al otro lado del Atlántico hay una profunda sed de Dios. De hecho, hasta las camisetas y los autobuses van adornados con eslóganes religiosos, sin olvidar el «in God we trust» que luce en todos los billetes de dólares. A mi regreso a España tengo que preparar esta conferencia sobre «mística, contemplación y espiritualidad en el siglo XXI». Pero ¿hay sitio para la espiritualidad y la mística en la Europa contemporánea? ¿o nos encontramos en una sociedad postcristiana, neopagana y materialista, sin interés por las cuestiones del espíritu? Curiosamente, ambas cosas coexisten, como vamos a ver.

2. EL MALESTAR RELIGIOSO DE LA SOCIEDAD CONTEMPORÁNEA. Durante el último año, la prensa y la televisión han hecho continuas referencias a los conflictos entre la Iglesia Católica y el gobierno español. Incluso varias instancias vaticanas se han hecho eco de la polémica en distintas ocasiones. Algunos obispos insisten en que la Iglesia es la única defensora de los valores humanos fundamentales y afirman que el Partido Socialista ha orquestado una campaña de acoso y derribo contra ella, porque se opone a sus pretensiones en materias relacionadas con la sexualidad, la familia y la educación. Por su parte, los representantes del gobierno afirman que únicamente están respondiendo a las demandas de la sociedad española, que apoya sus decisiones, y presentan a la Iglesia como una institución anacrónica, anclada en el pasado, contraria al avance de la ciencia, «casposa», deseosa de dominar sobre la sociedad civil para conservar privilegios ancestrales. Sin entrar ahora a analizar esos desencuentros, me gustaría subrayar que el verdadero problema no está en las difíciles relaciones de la Iglesia con el actual gobierno, sino con la sociedad entera. La crispación actual es sólo una muestra del profundo malestar religioso de nuestra sociedad.

Es fácil constatar que, a partir de los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, la invasión de Afganistán, la guerra de Iraq, los atentados en Yemen, Filipinas, Moscú, Madrid..., muchos periodistas presentan continuamente a las religiones como causa de conflictos, se habla mucho de choque de civilizaciones (el presidente Rodríguez Zapatero habla, también, de una necesaria «alianza de civilizaciones» para superar esos conflictos). Las religiones se han vuelto sospechosas y sólo se consiente su existencia en el plano exclusivamente personal, sin repercusiones sociales.

Independientemente de estos acontecimientos, hemos de reconocer que, en Europa occidental, cada año desciende el número de Bautismos, Primeras Comuniones, Confirmaciones y Matrimonios por la Iglesia. Entre los jóvenes, la celebración de estos rituales ha dejado de ser algo que se daba por descontado. Además la práctica religiosa semanal ha disminuido alarmantemente (no llega al 20% de los españoles), así como las vocaciones a la vida consagrada y sacerdotal. Los parlamentos nacionales y europeo no toman en cuenta la opinión de la Iglesia a la hora de legislar. Incluso no ha resultado posible hacer ni una mención a la influencia histórica del cristianismo entre las raíces europeas a la hora de redactar una constitución para el continente. La gran mayoría de nuestros contemporáneos es incapaz de identificar los motivos tradicionales del arte religioso o de responder correctamente en las intervenciones de los laicos durante los (cada vez más escasos) oficios religiosos a los que asisten. Hemos de reconocer que vivimos en un ambiente postcristiano, profundamente secularizado. Un terrible soneto de Rafael Alberti describe perfectamente la situación contemporánea:

«Entro, Señor, en tus iglesias... Dime,

si tienes voz, ¿por qué siempre vacías?

Te lo pregunto, por si no sabías

que ya a muy pocos tu pasión redime.

Respóndeme, Señor, si te deprime

decirme lo que a nadie le dirías:

si entre las sombras de esas naves frías

tu corazón anonadado gime.

Confiésalo, Señor. Sólo tus fieles

hoy son esos anónimos tropeles

que en todo ven una lección de arte.

Miran acá, miran allá, asombrados,

ángeles, puertas, cúpulas, dorados...

y no te encuentran por ninguna parte».

Tradicionalmente, la Iglesia Católica ofrecía la única explicación global del mundo y del hombre aceptada en nuestra cultura, dando un sentido último a la vida humana. Al menos desde el s. XVIII, diversas instancias fueron disputando a la Iglesia ese monopolio. En ocasiones se hacía desde un pensamiento razonado, en otras desde el enfrentamiento y la burla. Ya en el s. XIX el cientifismo y el marxismo intentaron deslegitimizar a la Iglesia y a la Religión, ofreciendo explicaciones no religiosas del mundo y del hombre. Incluso prometían sus propios «paraísos» sobre la tierra (el progreso y la sociedad comunista, respectivamente). Para eliminar la competencia de la Iglesia se produjo una persecución mediática (presentando al Cristianismo como enemigo de la razón y de la libertad) e incluso armada (con miles de encarcelados y asesinados por los regímenes marxistas). En la URSS se llegó a crear un importante museo del ateísmo, donde se recogían ejemplos de los extremos y fanatismos religiosos, descontextualizándolos y ridiculizándolos. Se afirmaba que la desaparición de la Religión sólo era cuestión de tiempo. Los datos parecían confirmar este proceso: la Acción Católica, la Legión de María, la Adoración Nocturna y otras asociaciones de fieles de gran importancia en la vida eclesial de hace algunos decenios, se han convertido en algo meramente testimonial, se han cerrado monasterios, numerosos templos se han convertido en museos o se han adaptado a nuevos usos por falta de fieles, el universo simbólico cristiano se ha vuelto incomprensible para muchos de nuestros contemporáneos, el desencuentro entre la jerarquía católica y los fieles se hace cada día más pronunciado, continúa disminuyendo la participación en el culto, los Medios de comunicación son cada día más intransigentes con los errores cometidos por los líderes religiosos y hasta la ética ha perdido toda referencia a la religión. Esto llevó en el pasado s. XX a la publicación de numerosos estudios que anunciaban la inmediata desaparición de las religiones.

Aquellas previsiones no se han cumplido. De hecho, no es menos cierto que las numerosas hospederías de monasterios y casas de espiritualidad están siempre llenas. También ha crecido la participación en las manifestaciones religioso-culturales asociadas a determinadas fiestas y santuarios (peregrinaciones, ofrendas florales, procesiones, romerías, encuentros de jóvenes con el Papa, etc.), y han surgido nuevos movimientos eclesiales con decenas de miles de afiliados (Comunidades Neocatecumenales, Comunión y Liberación, Carismáticos...). Desaparecen unas prácticas religiosas y surgen otras: «Un hecho parece innegable: la no disminución de la religiosidad y la forma distinta de vivirse y manifestarse. En resumen, ante la complejidad de la situación religiosa existe consenso entre los expertos: ni el análisis catastrofista de hace unos decenios ni el diagnóstico ingenuo que preconiza un retorno masivo de los creyentes. Más bien estamos en una situación de cambio religioso, de transformación».

3. UNA SOCIEDAD NECESITADA DE TRASCENDENCIA. Sin negar el secularismo creciente de nuestra sociedad, al adentrarnos en el nuevo milenio nos encontramos, con sorpresa para muchos, ante un difuso y creciente interés del hombre contemporáneo por todo lo relacionado con la oración y la espiritualidad. Esto lo podemos constatar independientemente de la cultura, la religión o la zona geográfica de proveniencia. Después de tantos defensores de la muerte de Dios (incluso entre los teólogos), parece que en lo más profundo del corazón del ser humano sigue latiendo el deseo de trascendencia. «Nos detendremos un momento en el hecho innegable de que hoy "la cuestión espiritual" ha vuelto a primer plano. Se ocupan de ella intelectuales, escritores, editorialistas, críticos de arte y personas cultas, y también comerciantes y amas de casa. Aparecen temas de espiritualidad en revistas y periódicos...». Basta dar una ojeada a las secciones, cada vez más amplias, que las librerías destinan al apartado de espiritualidad, religión o esoterismo, o a las numerosas páginas web tanto sobre temas religiosos como sobre gnosis y ocultismo, así como a la proliferación de sectas y movimientos pseudoreligiosos.

Durante semanas, me he esforzado en leer los libros más demandados en la Biblioteca Pública Municipal de la ciudad donde resido. Los títulos y la maquetación son atractivos, todos se acompañan de numerosos testimonios sobre el bien que ha hecho su lectura a distintas personalidades y todos alcanzan decenas de ediciones en una media de veinte idiomas: El poder está dentro de ti, de Louise L. Hay; ¿Quién se ha llevado mi queso? Cómo adaptarnos a un mundo en constante cambio, de Spencer Johnson; La princesa que creía en los cuentos de hadas, de Marcia Grad; El gato que encontró a Dios, de Robert Fisher y Beth Kelly; Dios vuelve en una Harley, de Joan Brady... Se presentan como «una nueva vía hacia la espiritualidad» e invitan a romper con las tradiciones anteriores, a no dejarse influenciar por los representantes del pasado (familia, iglesias, sociedad...). Curiosamente, en todos estos libros aparece algún agente externo (un búho que habla, una reencarnación de Dios, un extraterrestre, un compañero de clase que ha alcanzado la iluminación, una conferenciante...) que guía al buscador hacia un nuevo estado. Lo importante es romper con todo lo anterior y lanzarse confiadamente en brazos de estos nuevos gurús del crecimiento personal y de la autocuración, comprar sus libros y asistir a sus cursos.

No podemos dejarnos engañar; bajo la sed de espiritualidad que manifiestan nuestros contemporáneos, encontramos una variedad tan grande de propuestas y de concepciones de la vida y del mundo, que es difícil establecer unos puntos de referencia comunes. A las filosofías venidas del lejano Oriente se han sumado métodos de adivinación, deseos de una vida sana en contacto con la naturaleza, ejercicios para liberarse de la ansiedad, manuales de autoayuda, meditación trascendental y la surtida oferta de un amplísimo supermercado de las religiones, en el que cada uno se abastece de los elementos que más le atraen en cada momento. «Un cóctel de esoterismo, astrología, pseudociencias, dietas de adelgazamiento, técnicas orientales, psicoterapias timadoras y conspiraciones de acuario se ofrece en las baldas de las librerías, convertidas en barras de la credulidad». Es lo que se ha dado en llamar con el nombre de «New Age», o «Nueva Era», porque sus seguidores están convencidos de que, con la llegada del nuevo milenio, hemos entrado en una nueva etapa de la historia, que conlleva un cambio total de valores, criterios y relaciones. Para el 2000 se anunciaba la llegada de la reconciliación final, la «era de acuario», y el establecimiento de unas nuevas relaciones con Gaya, la madre tierra. Los representantes de la «Nueva Era» dicen que hemos entrado en una Era Mística, una nueva etapa en el camino del crecimiento del Espíritu.

Si hemos de buscar unos puntos de convergencia entre las diversas corrientes que conforman la «New Age», el primero es el valor absoluto que otorgan a la libertad individual. De él deriva un relativismo total: todos los valores, culturas o creencias son válidos en tanto que me son útiles y sólo durante el tiempo que me son útiles. Siempre pueden ser cambiados, abandonados o recuperados: «Por lo que respecta a las creencias, predomina lo que se llama "religión a la carta". El feligrés elige el repertorio de creencias que más le satisface. Es una especie de sincretismo espontáneo». El segundo sería el convencimiento de que el fin último de las prácticas religiosas es el bienestar del individuo (físico, psicológico y emocional), la satisfacción de sus «necesidades» vitales y su autorrealización. La salvación es entendida como felicidad, goce, estética... al margen de obligaciones, morales, dogmas, leyes ni representantes. Por último, el Dios que nos presentan es una fuerza cósmica, impersonal, pagana, para el que a veces se usan títulos de la tradición cristiana, pero sin identificarse con los contenidos tradicionales.

En este contexto, la «espiritualidad» ya no hace referencia, necesariamente, a la religión y son muchos los que buscan experiencias «espirituales» en otros foros: «la satisfacción de las necesidades materiales, emocionales e intelectuales no basta para sustentar a la gente de un modo profundo. Así, tarde o temprano, la mayoría de personas busca caminos espirituales en la vida, ya sea a través de religiones organizadas tradicionales, de sistemas de creencias no tradicionales, de la sabiduría perenne de Oriente, de planteamientos new age o, incluso, de la filosofía secular. El espíritu puede manifestarse en muchos caminos distintos... ¿Y qué es el espíritu? Dicho de modo sencillo, es una especie de fuerza o energía no material... El espíritu desempeña un papel importante en las religiones organizadas, como es lógico. Pero también es posible (y a veces deseable) crecer espiritualmente sin pertenecer a ningún grupo religioso concreto».

El problema es que la espiritualidad se ha convertido en la búsqueda de sensaciones nuevas (cuando ya se ha probado todo). La oración y la mística se han reducido a «productos de consumo con la consiguiente apropiación de sus características. Satisfacción efímera, descontextualización, banalización, simulacros, fetichismo...». La confusión es demasiado grande como para ignorarla. Si hace unos años había un consenso en Occidente sobre lo que se quería decir al hablar de «espiritualidad», de «mística» o de «contemplación», hoy ya no es así; por lo que nuestro primer trabajo ha de ser el de intentar clarificar los términos.

4. ¿QUÉ ES LA ESPIRITUALIDAD? Hablando de una manera amplia, la espiritualidad es aquella dimensión que diferencia a los seres humanos de los animales, dotándolos de una sensibilidad hacia valores superiores, que dan calidad, consistencia y sentido a la propia existencia. Los animales se mueven por los instintos, que les permiten alimentarse, reproducirse, defenderse de los enemigos, transformar elementalmente la naturaleza en su propio servicio (haciendo nidos, madrigueras, diques, etc.). Además de esto, los seres humanos realizan numerosas actividades no instintivas ni relacionadas directamente con la socialización entre los miembros del grupo o con la lucha por la supervivencia y, aparentemente, inútiles o improductivas. Por ejemplo, el deporte, la música, la poesía y las bellas artes.

Todas las golondrinas de todos los países y de todos los tiempos hacen sus nidos siguiendo las mismas técnicas y todos los canarios cantan de manera parecida, pero los hombres de cada generación y de cada lugar se visten distinto, fabrican sus casas de forma diferente y añaden a sus ropas adornos innecesarios (colores, joyas, accesorios...), así como a sus casas (cuadros, adornos, recuerdos...). No sólo cubren sus necesidades vitales (casa, vestido, alimento), sino que lo hacen de manera caprichosa, pudiendo llegar a convertir en arte las actividades más ordinarias (arquitectura, alta confección, gastronomía). Además, dedican mucho tiempo y esfuerzo a aprender cosas que no les servirán para nada práctico en sus vidas (leen sobre las costumbres de países que jamás visitarán, se interesan por obras de arte que jamás podrán adquirir, etc.).

No deja de resultar extraño que algunas personas pretendan negar la trascendencia del ser humano, su dimensión espiritual, cuando ésta debería ser la experiencia ordinaria. Es como si un ciego negara la existencia de los colores. Por otro lado, no percibimos la existencia de los rayos infrarrojos, los rayos x, la radiación electromagnética... y no significa que no existan. Los místicos de todos los tiempos y de todas las religiones nos dan testimonio de un estado de conciencia superior (el éxtasis, la iluminación), que permite una nueva percepción del mundo, de los otros hombres y de Dios

Albert Hofmann, el inventor del LSD y dos veces premio Nobel, plasmó en su libro Mundo interior, mundo exterior su propio testimonio sobre la dimensión espiritual del ser humano. Él recuerda como, siendo niño, en cierta ocasión que paseaba por un bosque se sintió invadido por una extraña sensación. Por primera vez tomó conciencia de la belleza del bosque, de la luz que penetraba a través de las ramas, de los sonidos y de los olores... sintiéndose parte del mismo bosque y del universo entero. A partir de ahí distingue entre el acercamiento especulativo a la Creación, para intentar apropiarse de ella mediante la comprensión, y la «experiencia» de la misma, una relación con el mundo desde la emoción. En sus investigaciones posteriores con el LSD y con otras drogas, comprobó como muchas personas entran en un nivel de conciencia alterado, en un estado de estimulación que les permite un acercamiento similar a la realidad: una vivencia del mundo y del propio yo que difiere de la conciencia cotidiana, porque desaparece la barrera y se comprende a uno mismo como parte del universo. De ahí surgieron sus numerosos estudios sobre el uso de estimulantes psicotrópicos en numerosos rituales de las religiones primitivas, así como sus investigaciones sobre los efectos negativos del uso descontextualizado de dichas drogas. Es curioso que algunas personas que niegan la dimensión espiritual del ser humano paguen sumas extraordinarias para provocar experiencias falsificadas de trascendencia. La verdad es que la potenciación de nuestra dimensión espiritual está en nuestras manos y es más simple de lo que creemos: basta con aceptar que el pensamiento racional nos sirve en nuestro esfuerzo científico de comprensión de la realidad, pero no la agota, ya que vivimos en un universo más grande y complejo del que podemos percibir a través de nuestros sentidos. Lo afirmado en nuestra relación con el mundo sirve también para nuestra relación con los hombres: su misterio no se agota en nuestra comprensión intelectual.

Somos más de lo que comprendemos (y, por supuesto, más de lo que producimos o consumimos). En una sociedad dominada por el materialismo, donde se trabaja para poseer cosas, en la que «todo necio / confunde valor y precio» (A. Machado), es bueno redescubrir aquellas actividades improductivas y gratuitas que hacen la vida más agradable, más humana: disfrutar de un paseo, sentir el viento o el sol sobre la piel, escuchar el sonido del agua que corre, oler un jazmín, visitar a un amigo, acariciar a un niño, disfrutar de los sabores naturales, leer un buen libro, pasear por un bosque... En este contexto, la dimensión espiritual de la vida es la que ofrece a nuestra existencia un significado verdaderamente humano, dando sentido a lo que somos y hacemos, procurándonos esa extraña sensación de bienestar que llamamos felicidad (y que se encuentra por encima de la salud o de tener cubiertas las propias necesidades).

5. ¿QUÉ ES LA ESPIRITUALIDAD CRISTIANA? Para los griegos, «espíritu» se opone a «materia», a «cuerpo». En la Biblia no es así; la «ruah» es la fuerza, el principio de acción que hay en Dios. No se opone a «cuerpo», sino a «carne», a la realidad terrestre del hombre, caracterizada por la debilidad y por su carácter perecedero: «El egipcio es un hombre y no un Dios y sus caballos son carne y no espíritu» (Is 31, 3). La sanción del diluvio está preparada por la constatación de que los hombres quieren vivir sólo de su propio principio terrestre: «No permanecerá para siempre mi espíritu en el hombre, puesto que él es pura carne» (Gn 6, 3). Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, el Espíritu es la fuerza de Dios, que actúa en los hombres, pero que no puede ser dominado por ellos. Es libertad absoluta y fuente de libertad: «El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu» (Jn 3, 8). El Espíritu de Dios capacita a los hombres para que actúen como Él quiere, de manera que se realicen sus planes. Jesús lo promete y lo envía sobre los fieles, para que puedan vivir conforme al Evangelio. Es importante tener presentes estas nociones bíblicas para comprender lo característico de la espiritualidad cristiana. De hecho, «a menudo se habla de lo espiritual como si fuese lo mismo que lo inmaterial, identificando en el lenguaje común estas dos realidades. Esta identificación lleva a una comprensión parcial o errónea de lo que es verdaderamente espiritual».

En el cristianismo, la espiritualidad es la manera concreta en que los individuos y los grupos, dejándose guiar por el Espíritu Santo, asumen y realizan en su propio contexto el estilo de vida propuesto por Jesús. Los contenidos generales de la vida cristiana son asumidos personalmente y vividos de una manera concreta por cada creyente. En principio, hay sólo una espiritualidad cristiana (la que presenta los valores esenciales del cristianismo, para que sean acogidos vitalmente, experiencialmente) y, al mismo tiempo, hay muchas espiritualidades (porque los cristianos, que vivimos en el espacio y en el tiempo, somos limitados en nuestra capacidad de acoger el evangelio y vivimos nuestra fidelidad a lo esencial con mentalidades y modalidades diferentes, poniendo el acento en determinados misterios de nuestra fe, en la práctica de algunas virtudes o en actividades concretas, según la propia vocación). Estamos hablando de:

Vida. La espiritualidad no es algo teórico, sino que compromete todas las dimensiones de la existencia: Identidad, conciencia, actitudes, relaciones, escala de valores...

Vida cristiana. La persona y la enseñanza de Jesús son nuestro punto de referencia, por lo que hay unos elementos fundamentales comunes a todas las espiritualidades: El seguimiento de Cristo, los valores evangélicos, la eclesialidad, la vivencia sacramental...

Vida cristiana en el Espíritu. No hablamos de la oposición griega espíritu-materia, sino del Espíritu bíblico, la fuerza creadora de Dios, el Espíritu santificador, que Jesús envía a su Iglesia y a nuestros corazones.

Personalización de la vida cristiana en el Espíritu. Lo que significa asumir unos valores comunes, haciéndolos propios. Esto conlleva diversificación (según la propia sensibilidad, vocación y estado) y progresividad (desarrollo, crecimiento, maduración).

S. Pablo repite en sus cartas que, por el bautismo, se realiza en nosotros una verdadera recreación: «habéis sido lavados, santificados y justificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Cor 6, 11). Ya se nos ha dado lo que un día esperamos alcanzar en plenitud: la filiación divina, la misma vida de su Hijo: «la señal de que ya sois hijos es que Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo» (Gal 4, 6). El Espíritu ha entrado en nuestra profundidad más íntima, ha transformado nuestras raíces más secretas, por lo que nos hemos convertido en «Templos del Espíritu» (1 Cor 3, 16; 6, 19). El Espíritu es ya la pregustación y la garantía de lo que un día alcanzaremos: «fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es prenda de nuestra herencia» (Ef 1, 13-14), «Dios nos ungió y nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones» (2 Cor 1, 22).

Por eso insiste en que vivamos conforme a la dignidad que ya hemos recibido. Sus escritos son una continua invitación a vivir como hijos de Dios, guiados por el Espíritu, a apropiarnos de los sentimientos de Cristo, a revestirnos de la mente de Cristo: «Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios» (Rom 8, 14). «Os pido que caminéis según el Espíritu... Si vivimos gracias al Espíritu, procedamos también según el Espíritu» (Gal 5, 16-26). «El hombre mundano no capta las cosas del Espíritu de Dios... Pero a nosotros se nos ha dado la mente de Cristo» (1Cor, 2, 14-16). «No viváis como los no creyentes... Renovaos espiritualmente y revestíos del hombre nuevo... Sed, pues imitadores de Dios... a imitación de Cristo» (Ef 4, 17-5, 2). «Tened los sentimientos que corresponden a quienes están unidos a Cristo Jesús» (Flp 2, 5). «Despojaos del hombre viejo y de sus acciones, y revestíos del hombre nuevo que, en busca de una sabiduría cada vez mayor, se va renovando a imagen de su Creador» (Col 3, 9-10). La espiritualidad es el camino que seguimos para identificarnos con Cristo, para revestirnos de sus sentimientos, adaptándolos a nuestra situación y sensibilidad concretas.

El hombre «viejo» o «carnal» es el que se deja guiar por sus instintos: deseos de posesión, egoísmo, violencia, venganza, etc. El hombre «nuevo» o «espiritual» es el que es capaz de actuar de una manera distinta, que no corresponde a nuestra naturaleza, sino que es don del Espíritu: el compartir, la generosidad, el perdón, la misericordia, etc. El hombre viejo es el que refleja la figura del primer Adán, el hombre nuevo es el que se parece a Jesucristo en sus sentimientos y en su actuar.

6. ¿QUÉ ES LA MÍSTICA? La mística es experiencia del misterio. No conocimiento por medio de ideas y de palabras, por medio del pensamiento y de la reflexión, sino a través de la unión amorosa. A efectos prácticos, podemos considerar «mística» y «contemplación» como sinónimos. A veces pensamos que la contemplación y la mística son un modo de vida reservado a unos pocos agraciados con fenómenos extraordinarios. Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz nos repiten que todos estamos llamados a la contemplación, a la vida mística. En esto coinciden con los Padres de la Iglesia, para los que contemplar es el modo más auténtico de ver la realidad, no quedándonos en las apariencias, sino buscando el sentido último de las cosas en Dios. De hecho, «el término griego theôria se interpreta como el compuesto de Theos (Dios) y horao (ver). La contemplación (theôria o también gnosis) se define entonces como el esfuerzo continuo de ver a Dios en todo lo que existe. En manera perfecta fue contemplativo Adán en el Paraíso. Contemplando, volvemos al estado del hombre inocente antes del pecado y degustamos las primicias de la felicidad futura».

A lo largo de los siglos, podemos encontrar místicos en todas las religiones: personas de mirada limpia que han alcanzado la «iluminación» y han enseñado a otros el camino para hallarla. Como es natural, también hay una mística cristiana, con sus características específicas. El primero que utilizó el término en la tradición cristiana fue el Pseudo Dionisio Areopagita, en una obra de capital importancia para el cristianismo posterior: La Teología Mística, donde la presenta como un conocimiento experiencial, inmediato, interno y sabroso de las realidades divinas, un conocimiento «teopático», en el que la realidad divina «es padecida más que sabida». El hombre no la alcanza a través de su esfuerzo, de su meditación, de su ascesis. Todo lo que puede hacer es prepararse, pero es don de Dios, que viene a su encuentro en el momento que él considera oportuno.

Son muchos los que han seguido las huellas del Pseudo Dionisio. Entre ellos brillan con luz propia los místicos del Carmelo, por la abundancia y calidad de sus obras escritas. Ellos también repiten que la experiencia es una forma de conocimiento misterioso de Dios, aunque «no es un conocimiento sensible, ni deductivo, que aumenta el caudal de conocimientos conceptuales sobre Dios, sino una toma de conciencia de Dios mismo presente en su ser y comunicándose amorosamente a él. Es otro tipo de saber, que no es el de la ciencia, sino el de la sabiduría que comunica la experiencia contemplativa». Por otra parte, subrayan especialmente el puesto del amor en el camino de la unión mística, describiendo detenidamente el proceso de transformación que sufre el individuo.

De este conocimiento que no es fruto del estudio ni de la reflexión, sino don de Dios en el Espíritu, ya escribió ampliamente San Pablo, al hablar de su propia predicación: «Para que vuestra fe no se fundara en la sabiduría humana, sino en el poder de Dios (...) Hablamos de una sabiduría divina, misteriosa, escondida, que Dios destinó para nuestra gloria antes de los siglos y que ninguno de los poderes de este mundo ha conocido (...) Lo que el ojo no vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede llegar a imaginar, nos lo ha revelado Dios por medio de su Espíritu (...) El hombre mundano no capta las cosas del Espíritu de Dios. Carecen de sentido para él y no puede entenderlas, porque sólo a la luz del Espíritu pueden ser discernidas...» (1Cor 2, 1-16).

San Juan de la Cruz nos habla de tres maneras de ver, que producen tres tipos de conocimiento:

La visión con los ojos del cuerpo, junto con las experiencias que nos llegan a través de los otros sentidos, produce el conocimiento racional. Es el ordinario, que nos sirve para desenvolvernos en la vida cotidiana. Una forma de ver y un conocimiento que, sin embargo, no nos sirven para Dios, ya que nuestro entendimiento natural no tiene suficiente capacidad, así como nuestros ojos no pueden mirar directamente al sol.

La fe purifica y plenifica el entendimiento, permitiéndonos conocer cosas que desbordan nuestras capacidades a través de la revelación; especialmente, en la vida y doctrina de Jesucristo, verdadera «Palabra del Padre».

Hay un tercer modo de conocimiento, el contemplativo, proveniente de la experiencia mística, infundido por Dios sin mediación de nuestras capacidades, en el nivel más profundo de nuestro ser: «Esta noche oscura es una influencia de Dios en el alma... que llaman los contemplativos contemplación infusa o mística teología, en que de secreto enseña Dios al alma y la instruye en perfección de amor, sin ella hacer nada ni entender cómo» (2N 5,1). En esta «noche dichosa» en que se produce la unión de amor, la Revelación y la Teología se transforman en contemplación, en «sabiduría de Dios amorosa». Este tercer tipo de conocimiento ilumina y completa los dos anteriores y se corresponde a la palabra de Jesús: «Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios» (Mt 5,8). No se corresponde con un nuevo «conocimiento» racional, sino con una manera distinta de «conocer», en sintonía con la Biblia, para la que el verdadero conocimiento es el encuentro, la experiencia, la comunión. En las siguientes coplas nos narra S. Juan de la Cruz su propia experiencia.

Entréme donde no supe
y quedéme no sabiendo
toda ciencia trascendiendo.

Yo no supe dónde entraba
pero cuando allí me vi
sin saber dónde me estaba
grandes cosas entendí
no diré lo que sentí
que me quedé no sabiendo
toda ciencia trascendiendo.

(...) Y si lo queréis oír
consiste esta suma ciencia
en un subido sentir
de la divinal esencia
es obra de su clemencia
hacer quedar no entendiendo
toda ciencia trascendiendo.

7. CONCLUSIÓN. El malestar religioso de nuestros contemporáneos se manifiesta, principalmente, en el rechazo de unas imágenes de Dios que han quedado caducas. Muchas veces, los cristianos hemos confundido a Dios y al mensaje del Evangelio con las estructuras eclesiales y sociales, con las mediaciones temporales, con sus representaciones. S. Juan de la Cruz nos recuerda continuamente que Dios es siempre mayor a todas nuestras imágenes y explicaciones, que deben ser continuamente purificadas. Dios no puede ser encerrado en palabras o en pensamientos. Está siempre más allá de todo lo que podemos comprender o expresar. La unión mística con Dios no consiste en el conocimiento de Dios mediante el pensamiento, sino el acto de experimentar la unidad con Dios por la fe y el amor. La situación actual, de rechazo de las imágenes heredadas, al mismo tiempo que de búsqueda de una experiencia personal de la trascendencia, puede servirle a la Iglesia de purificación, para desprenderse de las adherencias históricas que hoy no sean significativas y para vivir mejor el encuentro con el Dios vivo y verdadero cantado por los místicos.

Los creyentes necesitamos urgentemente un reencuentro con el Dios cristiano: personal, gratuito, amor, liberándonos de cualquier caricatura que haya podido suplantarlo. Sólo la experiencia personal permitirá pasar de la fe heredada a la fe personalizada. De hecho, la fe en Dios, en su existencia, en su justicia, en su amor no es lo mismo que la experiencia de Dios. Karl Rahner escribió que «el cristiano del s. XXI será místico a no será». No hay duda de que la búsqueda de una experiencia personal del misterio, más allá de la religiosidad sociológica heredada, es la característica que mejor define a un número cada vez mayor de creyentes contemporáneos. El poema de la Noche, de S. Juan de la Cruz puede servirnos para definir nuestra situación: nos encontramos a oscuras, desconcertados, sin seguridades; pero esta es nuestra oportunidad para «salir» de nuestra mediocridad y encontrarnos con Cristo, que puede saciar nuestra sed de vida en plenitud.

En una noche oscura
con ansias, en amores inflamada,
¡oh dichosa ventura!
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada.

A oscuras y segura,
por la secreta escala disfrazada,
¡oh dichosa ventura!
a oscuras y en celada,
estando ya mi casa sosegada.

En la noche dichosa,
en secreto, que nadie me veía,
ni yo miraba cosa
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.

Aquesta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía
en sitio donde nadie aparecía.

¡Oh noche, que guiaste!
¡Oh noche amable más que la alborada!
¡Oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!