EL ESPÍRITU SANTO

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.

 

I. EL ESPÍRITU SANTO EN EL ANTIGUO TESTAMENTO.

1- INTRODUCCIÓN.

2- EL NOMBRE.

3- YHWH MANIFIESTA SU GLORIA.

4- LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU DE YHWH.

5- EL ESPÍRITU Y LA CREACIÓN.

6- EL ESPÍRITU SANTO Y EL MESÍAS.

7- LA SABIDURÍA DE DIOS Y EL ESPÍRITU SANTO.

8- EN RESUMEN.

II. EL ESPÍRITU SANTO Y LA VIRGEN MARÍA.

1- INTRODUCCIÓN.

2- EL SALUDO DEL ÁNGEL.

3- LA PROMESA DEL ESPÍRITU, LA NUBE Y LA SOMBRA.

4- EL ESPÍRITU SANTO DESCIENDE SOBRE MARÍA PARA HACER UNA CREACIÓN NUEVA.

5- EL ESPÍRITU DESCIENDE PARA HACER UNA ALIANZA NUEVA.

6- EL ESPÍRITU SANTO DESCIENDE PARA INAUGURAR UNA NUEVA PRESENCIA DE DIOS.

7- MARÍA EN PENTECOSTÉS.

8- CONCLUSIÓN.  

III. JESÚS Y EL ESPÍRITU SANTO.

1- INTRODUCCIÓN.

2- LA CONCEPCIÓN DE JESÚS.

3- EL BAUTISMO.

4- LA VIDA PÚBLICA.

5- LA PROMESA.

6. LA PASCUA.

7- JESÚS, FUENTE DEL ESPÍRITU.

IV. EL ESPÍRITU SANTO Y EL MISTERIO DE LA IGLESIA.

1- EL HOMBRE ESPIRITUAL.

2- EL ESPÍRITU EN LA IGLESIA.

3- ESPÍRITU Y CARISMAS.

V. EL ESPÍRITU SANTO Y LA LITURGIA.

1. LOS PILARES DE LA IGLESIA.

2. LA LITURGIA.

3. LA VIDA COMO LITURGIA.

4. EL ESPÍRITU Y LAS FUNCIONES EN LA COMUNIDAD LITÚRGICA.

5. EL ESPÍRITU Y LOS SACRAMENTOS.

VI. EL ESPÍRITU SANTO Y LA COMUNIDAD RELIGIOSA.

1. DIOS ES COMUNIDAD.

2. EL HOMBRE ES COMUNIDAD.

3. LA IGLESIA ES COMUNIDAD.

4. LA VIDA RELIGIOSA ES COMUNITARIA.

5. LA COMUNIDAD RELIGIOSA ES UN DON.

6. EL ESPÍRITU SANTO ES FUENTE DE UNIDAD Y DE DIVERSIDAD.

7. COMUNIDAD PSÍQUICA - COMUNIDAD ESPIRITUAL.

 


 

I. EL ESPÍRITU SANTO EN EL ANTIGUO TESTAMENTO.

1- INTRODUCCIÓN. Es difícil hablar del Espíritu Santo. En el A. T., el Padre nos revela algo de su propia identidad («Yo no quiero la muerte del pecador», etc.). En el N. T. se manifiesta el Hijo («Yo soy el camino», etc.). El Espíritu Santo está presente en la Sagrada Escritura desde el principio (Gn 1, 2) hasta el final (Ap 22, 17), pero nunca se nos ha dirigido con el pronombre personal «Yo». Permanece en el anonimato.

«Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Cor 2, 11). El Espíritu, que conoce la intimidad de Dios, nos revela al Padre y al Hijo, pero no se revela a sí mismo. San Pablo nos dice que «El E. S. clama en nuestros corazones Abba, Padre» (Ga 4, 6) y que «nadie puede decir que Jesús es Señor si el E. S. no le mueve» (1 Cor 12, 3). El Espíritu se manifiesta en total referencia al Padre y al Hijo. Es el «vinculum caritatis» que une y diferencia al Padre y al Hijo; es la relación entre ambos, la fuerza que impulsa a Dios a salir de sí mismo. Está al origen de la creación, de la revelación, de la encarnación; pero permanece oculto, inefable.

Desde nuestra experiencia, sabemos lo que es un padre y podemos hacernos una idea de la primera persona de la Santísima Trinidad (aunque imperfecta). También tenemos experiencia de lo que significa ser hijo y, mirando a Jesús, podemos comprender algo sobre la segunda persona de la Santísima Trinidad (aunque siempre nos quede lo más y mejor por descubrir). Pero no tenemos puntos de referencia para hablar del Espíritu Santo. Él no tiene forma ni figura, ni encontramos analogías para explicar su misterio. La misma palabra «Espíritu» puede ser aplicada también al Padre y al Hijo. Y con la calificación «Santo» sucede lo mismo: también el Padre y el Hijo lo son. Al Espíritu Santo no lo podemos conocer por lo que es en sí mismo, sino por sus efectos, por su obra en la creación, en la historia de la salvación y en nosotros mismos, ya que el Espíritu es la acción misma de Dios: el Poder con el que Dios actúa, la Gracia por la que Dios es gracioso, el Amor con el que Dios ama.

2- EL NOMBRE (ruah - pneuma - spiritus). La palabra hebrea significa originalmente soplo, aliento, aire, viento, alma. Tiene un profundo sentido dinámico. En hebreo es de género femenino, por lo que su relación con la vida, con la generación, es muy fuerte. La palabra ruah se utiliza 389 veces en el A. T. (277 su traducción «pneuma» en los LXX), con tres significados claramente diferenciables, según el contexto:

1- simplemente el viento, el soplo del aire; a veces suave (brisa): «el viento acaricia mi rostro» (Job 4, 15) y a veces fuerte (huracán): «YHWH hizo soplar durante toda la noche un fuerte viento del Este, que secó el mar y dividió las aguas» (Ex 14, 21). Es Dios quien lo «hace soplar» (Ex 10, 13), lo «envía» (Nm 11, 31), lo «saca de sus depósitos» (Jr 10, 13), lo «suscita (Sal 107, 25)...

2- la respiración, la fuerza vida que hay en el hombre: «el Señor formó el espíritu en lo íntimo del hombre» (Zac 12, 2), la sede del conocimiento y de los sentimiento: «su espíritu estaba conturbado» (1 Sam 1, 15), el alma: «desconoció al que le modeló, al que le inspiró el alma» (Sab 15, 11). También aquí Dios es su origen: «Él tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre» (Jb 12, 10); «vuelva el polvo a la tierra, a lo que era, y el Espíritu vuelva a Dios, que es quien lo dio» (Qo 12, 7).

3- la fuerza de vida de Dios, por la que él obra y hace obrar: «Si retiras tu Espíritu, expiran y vuelven al polvo; si envías tu Espíritu son creados y renuevas la faz de la tierra» (Sal 104, 29-30). Es el principio por el que Dios crea y entra en relación con sus criaturas y con el hombre, la energía con la que Dios actúa en las personas y en la historia para realizar su proyecto de salvación.

El paso de usar la palabra «ruah» para designar el aire, el aliento, a designar también el alma, la vida, es natural. La respiración distingue a un hombre vivo de un cadáver. Si hay aliento, hay vida. Lo original en el A. T. es la insistencia en que el «soplo», el «espíritu» del hombre y el «Soplo», el «Espíritu» de Dios no son dos realidades distintas, sino un único elemento vivificador que Dios concede al hombre. Sin el Espíritu, los seres son sólo carne, impotencia, con el Espíritu se nos da la posibilidad de vivir la misma vida de Dios, de actuar como él: «infundiré mi Espíritu en vosotros para que os conduzcáis según mis preceptos y observéis mis normas» (Ez 36, 27. Ver también Ez 11, 19; Sal 51, 12; Is 32, 15; Zac 12, 10; etc.).

Para los griegos, «espíritu» se opone a «materia», a «cuerpo» (espíritu se identifica con «fantasma», con la existencia inmaterial en el mundo de las ideas). En la Biblia no es así; la ruah es la fuerza, el principio de acción. No se opone a «cuerpo», sino a «carne», a la realidad terrestre del hombre, caracterizada por la debilidad y por su carácter perecedero: «El egipcio es un hombre y no un Dios y sus caballos son carne y no espíritu» (Is 31, 3). La sanción del diluvio está preparada por la constatación de que los hombres quieren vivir sólo de su propio principio terrestre: «No permanecerá para siempre mi espíritu en el hombre, puesto que él es pura carne» (Gn 6, 3).

Se habla del Espíritu que invade (Nm 24, 2), llena (Dt 34, 9), se apodera de (Jc 6, 34), empuja (Jc 13, 25), irrumpe sobre (Jc 14, 6. 19), se aparta de y se adueña de (1 Sam 16, 14ss), lleva lejos (1 Re 18, 12), arroja (2 Re 2, 16), se derrama desde arriba (Is 32, 15), entra en (Ez 2, 2), levanta y arrebata (Ez 3, 14), conduce (Ez 8, 3), cae sobre (Ez 11, 5)... Verbos que no hacen referencia a algo, sino a Alguien que actúa, que no está a control de los hombres, que toma la iniciativa. El estudio del origen de la palabra «ruah» y de su uso es importante, pero no nos basta para comprender su significado, de qué o de quién hablamos al nombrar este «soplo» divino. Veamos la historia de su manifestación y los efectos de su obrar.

3- YHWH MANIFIESTA SU GLORIA. Desde los textos más antiguos, Dios manifiesta su santidad (su trascendencia, su distancia radical frente a todo lo creado) y al mismo tiempo su presencia en medio del pueblo por medio de su «gloria». Tema ya presente en el Éxodo (13, 21-22; 24, 15-17), en el que la gloria de Dios es la señal de su presencia poderosa guiando al pueblo en forma de nube. Salomón construyó un Templo al Señor en Jerusalén. Durante su consagración, la gloria de Dios desciende para indicar que está junto a su pueblo, que escucha sus plegarias (1 Re 8, 10-29).

A partir del tema de la gloria, de la nube y de la presencia, se prepara el tema de la «Shekináh», que se refiere al hecho de que Dios «desciende» para «morar» en medio de su pueblo: en el desierto, en el templo, en el destierro, entre los fieles. Numerosos textos, como Is 6, 1-5; Ez 1, 4-5. 26-28..., insisten en que la gloria es la manifestación de la santidad de Dios que se hace presente como salvador en medio de Israel. Al hablar de la gloria de Dios que acompañaba al pueblo por el desierto en forma de nube, Isaías dice: «El Espíritu del Señor los condujo al reposo» (63, 14).

4- LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU DE YHWH. El Espíritu de Dios capacita a los hombres para que actúen como Él quiere, de manera que se realicen sus planes. El Espíritu suscita una experiencia de visión y de sabiduría en algunos elegidos. En algunos casos provoca un discernimiento y sabiduría «naturales», aunque entregadas para que se realice el proyecto salvador de Dios: El faraón, refiriéndose a la profunda sabiduría de José, dice de él: «¿Dónde encontraremos un hombre como éste, que tenga el Espíritu de Dios?» (Gn 41, 38). Dios concede a Moisés una ayuda para que pueda solucionar los conflictos que surgían entre el pueblo: «Llama a setenta ancianos de Israel... Les trasmitiré del Espíritu que hay en ti para que puedan hacerse cargo del pueblo y no tengas que llevar esa carga solo» (Nm 11, 16-30).

En otros casos, es un don que trasciende las posibilidades del hombre. Balaam quiere profetizar contra Israel, pero se ve obligado a pronunciar, contra su propia voluntad, un oráculo de Dios: «El Espíritu de YHWH vino sobre él y entonó este oráculo...» (Nm 24, 2. Ver los capítulos 22 a 24). Samuel, movido por el Espíritu anuncia a Saúl: «A la entrada de la ciudad... Te tomará el Espíritu de YHWH, entrarás en trance y serás cambiado en otro hombre... Lo invadió el Espíritu de YHWH y se puso a profetizar en medio de ellos» (1 Sam 10, 6-10. Ver todo el capítulo).

Este Espíritu desciende para capacitar a aquellos que deben realizar una misión en nombre de Dios, a favor del pueblo. Al igual que en Moisés, «en Josué, hijo de Num, está el Espíritu» (Nm 27, 18; Dt 34, 9) para introducir al pueblo en la tierra prometida. Otro tanto sucede con los jueces, personajes carismáticos suscitados por Dios para liberar a Israel de los peligros en que se encontraba continuamente por culpa de sus propios pecados, durante los 150 años que separan la conquista de la tierra y la institución de la monarquía: «El Espíritu de YHWH vino sobre Otniel y se puso al frente de Israel... Revistió de fuerza a Gedeón... invadió a Sansón...» (Jc 3, 10; 6, 34; 14, 6). Saúl es el último de los jueces y él primero de los reyes. Desde entonces cesa esta forma momentánea de infusión del Espíritu para una misión concreta. Con la unción del más pequeño de los hijos de Jesé se realiza una donación más duradera, aunque siempre en función de una misión a favor del pueblo: «El Espíritu de YHWH permaneció sobre David desde aquel día» (1 Sam 16, 13). Otros reyes y personajes que tienen que actuar en favor del pueblo para salvarlo de los enemigos o juzgar los conflictos internos, lo harán, igualmente, impulsados por el Espíritu de YHWH.

El Espíritu de Dios es llamado, también «Espíritu de profecía» por su estrecha relación con los Profetas: Él los suscita y los «inspira» para que vean, comprendan y hablen (Is 59, 21; Ez 3, 12. 14. 24...). Porque el Espíritu los ilumina, pueden ver y comprender lo que los demás no entienden; porque el Espíritu actúa en ellos, realizan gestos poderosos en nombre de Dios y se cumple lo que anuncian. Isaías habla 50 veces de la Ruah y Ezequiel 46. Ellos, iluminados y movidos por el Espíritu, interpretan la catástrofe de la invasión y la prueba del Exilio como obra de este mismo Espíritu, que actúa también fuera de Israel y de forma sorprendente mueve los corazones, la historia... para que se realice el proyecto de Dios. Nos presentan el Espíritu de Dios como aquél que purifica los corazones, penetra en la interioridad, santifica al pueblo de Dios y realizará la salvación definitiva, escatológica, para todos los pueblos, cuando -al derramarse el Espíritu sobre todos- Dios lo será todo en todos. Hablan del Espíritu que realizará una nueva Creación, un nuevo Éxodo, una nueva Alianza, un nuevo Pueblo de Dios... de los que los anteriores eran sólo promesa, prefiguración.

En los tiempos próximos a la venida de Cristo, el pueblo judío se consideraba privado del Espíritu: «Ya no hay signos entre nosotros, ya no tenemos profetas y nadie sabe hasta cuándo...» (Sal 74, 9); «Después de la muerte de Zacarías, Ageo y Malaquías, los últimos Profetas, el Espíritu Santo cesa en Israel» (Talmud). Se esperaba la definitiva manifestación y donación cuando viniera el Mesías, en los últimos tiempos. Esto nos ayuda a comprender el entusiasmo suscitado por la actividad profética de Juan, primero, y de Jesús, después, y la continua pregunta: «¿Eres tú el que había de venir o tenemos que seguir esperando?».

5- EL ESPÍRITU Y LA CREACIÓN. La predicación profética hace comprender que si el Espíritu de Dios puede actuar en todos los territorios, en todos los hombres, es porque ha sido el intermediario de la Creación y todo depende de él para mantenerse en la existencia. Todo lo creado se hizo por medio de la Palabra poderosa de Dios: «Dijo Dios, sea la luz, y la luz fue...» (Gn 1, 3) y de su Espíritu, que «al principio se cernía sobre las aguas» (Gn 1, 2). La Palabra y el Espíritu aparecen juntos en numerosos textos que hablan de la creación: «La Palabra del Señor hizo los cielos, el Aliento de su boca todas sus estrellas» (Sal 33, 6). San Ireneo insiste en que el Padre modeló todo con sus dos manos, que son su Hijo y su Espíritu.

El Espíritu creador es el que mantiene todo en la existencia. Sin Él, las criaturas sólo son carne y polvo: «Si retiras tu Espíritu, expiran y vuelven al polvo» (Sal 104, 29). En especial, el hombre es una admirable mezcla de tierra modelada por Dios (como los demás animales o las plantas) y de su «aliento», que lo convierte en un ser viviente (Gn 2, 7). El Espíritu, que Dios comunicó al hombre al crearlo, le permite ser un «tú» ante Dios, un interlocutor capaz de dialogar con él.

6- EL ESPÍRITU SANTO Y EL MESÍAS. Sobre el Mesías (= Cristo = Ungido) descenderá y se quedará el Espíritu del Señor: «Del tronco de Jesé brotará un vástago y un retoño de sus raíces. Sobre él se posará el Espíritu del Señor: Espíritu de sabiduría e inteligencia, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y temor del Señor» (Is 11, 1-2). Los rasgos del Mesías se revelan sobre todo en los cantos del siervo, que anuncian el perdón de los pecados y el don del Espíritu para dar vida al pueblo. Jesús mismo inaugura su misión apropiándose de uno de estos cantos (Lc 4, 18-19): «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido y me ha enviado para anunciar a los pobres la Buena Noticia, para proclamar la liberación de los cautivos...» (Is 61, 1ss).

Lleno del Espíritu, el Mesías llevará la salvación a todos los pueblos (Is 42,1). Lo poseerá como algo propio y podrá comunicarlo a todos los hombres sin distinción de edad, sexo ni condición social (Jl 3,1-2), de manera que el Espíritu se deposite en sus corazones para realizar una alianza nueva y definitiva, no escrita en tablas de piedra, sino en los corazones (Ez 36, 24-28; Jr 31, 31ss). El E. S. purificará a los hombres de sus pecados (Sal 51, 12-13), les dará sabiduría (Sab 9,17), comunicará vida más allá de la muerte (Ez 37, 1-14) y renovará toda la creación (Is 32, 15-20).

7- LA SABIDURÍA DE DIOS Y EL ESPÍRITU SANTO. Durante los 4 siglos que preceden la venida del Señor se desarrolla la literatura sapiencial, que pondrá en estrecha relación la Sabiduría de Dios y el Espíritu de Dios (algunos Padres de la Iglesia vieron en la Sabiduría un preanuncio del Espíritu y otros del Verbo). La Sabiduría creadora procede de Dios y es su acción en beneficio de sus criaturas para conducirlas rectamente. Goza de una difusión universal: «La Sabiduría es Espíritu que ama al hombre... Pues el Espíritu del Señor se ha difundido por todo el universo» (Sab 1, 6-7) «En ella hay un Espíritu inteligente, santo, único, múltiple, sutil, ágil, penetrante... En todas las edades entra en las almas santas, haciendo amigos de Dios y profetas...» (Sab 7, 21 - 8, 1).

8- EN RESUMEN. La Sabiduría, el Soplo, el Espíritu de Dios es Dios para nosotros, con nosotros, en nosotros; la acción misma de Dios.

- En primer lugar, es aquella fuerza de Dios por la que él se manifiesta activo para crear todo, dar la vida a los seres y mantener todo en la existencia.

- En segundo lugar, es la manifestación del poder de Dios, por medio del cual realiza una historia de salvación: conduce a su pueblo, suscitando para él guías, profetas y sabios y que actuará en plenitud en el Mesías.

- Por último, es el don personal por el que Dios actúa en cada hombre, dándole la salvación sobrenatural, la plenitud de la vida, un corazón nuevo, la posibilidad de vivir la vida de Dios, el perdón de los pecados, la resurrección.

 

II. EL ESPÍRITU SANTO Y LA VIRGEN MARÍA.

1- INTRODUCCIÓN. El ángel anunció a María que sería Madre del Mesías. A la pregunta sobre cómo sucedería aquello, Gabriel responde: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra» (Lc 1, 35). Nunca entenderemos esta respuesta si no tenemos en cuenta lo que significa en el A. T. la sombra del Altísimo que desciende para habitar en medio de su pueblo. Para transmitirnos su mensaje, los autores del N. T. utilizan y las imágenes con las que están más familiarizados: las del A. T. Por eso hemos de estudiar juntas las unas y las otras.

2- EL SALUDO DEL ÁNGEL. «Entrando donde ella, le dijo: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1, 28). En griego hay varias formas de saludar. El evangelio, aquí, recoge ésta y no otra: «Jaire» («alégrate»). Los profetas insistieron en que, cuando llegue el Mesías, repartirá el Espíritu sobre todos; y esto será motivo de profunda alegría. Al dirigir el ángel estas palabras a María está haciendo referencia a los oráculos a la hija de Sión. Éstos son una continua invitación a la alegría, porque el Señor se hace presente para salvar: «Alégrate y regocíjate, hija de Sión, porque yo vengo a habitar dentro de ti» ( Zac 2, 14); «lanza gritos de júbilo, hija de Sión, alégrate... YHWH, Dios de Israel, está en medio de ti» (Sof 3, 14-18. Ver también Jl 2, 23-27; Zac 9, 9; Is 12, 6, etc.). A María, además de invitarla al gozo, se le dice: «el Señor está contigo». El motivo de su alegría ha de ser la presencia en ella del Dios Salvador. El texto hace referencia al cumplimiento en María de los anuncios mesiánicos realizados por los antiguos profetas.

Añade el ángel: «Kejaritomene» (llena de gracia). La traducción no es fácil, porque esta forma verbal en griego (participio perfecto) hace referencia a un estado que se posee porque se ha llegado a él, se ha alcanzado («llena de gracia porque te han llenado de gracia») que, además, es un pasivo teológico; es decir, no se dice el sujeto agente, pero queda supuesto que es Dios («llena de gracia porque has sido llenada de gracia por Dios»). De hecho, el ángel insistirá más adelante: «has hallado gracia ante Dios; Dios te ha agraciado» (Lc 1, 30). María es, pues, la mujer que Dios escoge y prepara con su gracia, con su Espíritu, para una misión concreta: ser la madre de su Hijo. «Llenada de gracia por Dios» es el nombre con el que el ángel se dirige a María, así como Simón es llamado «Piedra» (Mt 16, 18) o Gedeón «Guerrero de valor» (Jc 6, 12). El nombre que define a María es éste: «llenada de gracia por Dios»; preparada por Dios para realizar una misión. María ha sido llenada del Espíritu de Dios (la Gracia) para que pueda realizar lo que el ángel le anuncia.

Y continúa diciendo: «el Señor está contigo». Al saludo jubiloso (alégrate) y al nombre que la define (agraciada) sigue la presencia de Dios, garantizando la verdad de todo lo indicado: el Dios que la ha escogido, la acompaña. A lo largo de toda la historia de la salvación, Dios ha otorgado su Espíritu a los que debían realizar una misión en favor del pueblo. Lo mismo hace con María: el don del Espíritu la capacita para ser Madre del Señor y el mismo Espíritu realiza en ella la Encarnación.

3- LA PROMESA DEL ESPÍRITU, LA NUBE Y LA SOMBRA. La primera palabra del ángel a María es una invitación a la alegría porque ha sido agraciada y porque el señor está en ella: «Alégrate agraciada, el Señor está contigo». La segunda es una confirmación de lo anterior, una invitación a la confianza y una presentación del plan de Dios: «No temas, porque has sido agraciada por Dios; concebirás en tu seno...». La tercera es la explicación de cómo se realizará lo anunciado: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra».

Cuando Israel fue liberado de la esclavitud de Egipto, Dios acompañaba al pueblo en su caminar hacia la tierra prometida, haciéndose presente en una nube que les cubría con su sombra y les indicaba cuándo debían ponerse en camino y dónde establecer el campamento. Además, la nube descendía sobre el Arca de la Alianza, para indicar la presencia de la Gloria de Dios en medio del pueblo: «La gloria de Dios descendió sobre el Sinaí y la nube lo cubrió durante seis días...» (Ex 24, 15-18); «Moisés no podía entrar en la Tienda del Encuentro, porque la nube la cubría con su sombra y la gloria de Dios llenaba la Morada...» (Ex 40, 34-38); «La nube cubrió la Morada...» (Nm 9, 15-23); «La nube cubrió la Casa de YHWH y los sacerdotes no pudieron continuar en su servicio porque la gloria de YHWH llenaba el Templo» (1Re 8, 10-11 y 2 Cr 5, 14), etc. Israel identificará esa presencia misteriosa de Dios en la nube, guiando al pueblo, con el Espíritu Santo. Cuando Isaías comenta el tema, dice: «El Espíritu del Señor los condujo» (63, 14). Todas estas ideas confluyen en María y la unión nube-Gloria-presencia de Dios-Espíritu Santo continuará a lo largo del Nuevo Testamento. Baste el texto de la Transfiguración, como muestra (Lc 9, 34).

4- EL ESPÍRITU SANTO DESCIENDE SOBRE MARÍA PARA HACER UNA CREACIÓN NUEVA. El Espíritu creador, que al principio se cernía sobre las aguas (Gn 1, 2), que mantiene todo en la existencia y que los Profetas anunciaron que «descendería del alto» para hacer una nueva creación (Is 32, 15-20; 44, 1-5; Ez 37, 1-14, etc.), viene ahora sobre María. Lo mismo que su «descenso» sobre la tierra hizo posible la Creación, su descenso sobre María realizará ahora la nueva Creación que anunciaban los Profetas, llevará a plenitud la obra de Dios.

Este Espíritu Creador crea la humanidad de Jesús: «Concebirás un hijo» (Lc 1, 31). De alguna manera, se habla ya de la Iglesia, al afirmar el ángel: «Reinará para siempre sobre la casa de Jacob y su reino no tendrá fin» (Lc 1, 33). Aquí se anuncia el pueblo sobre el que reinará Jesús, y que surgirá por obra del Espíritu. Jesús promete ese Espíritu a los discípulos antes de volver al Padre (Hch 1, 8). Su plena donación a la Iglesia se realizarán cuando «descienda» sobre los creyentes en Pentecostés (Hch 2, 1ss).

La genealogía de Jesús (Lc 3, 23-38) asciende desde él hasta «Set, hijo de Adán, hijo de Dios», presentándolo como el definitivo Adán, que renueva toda la Creación y la da cumplimiento. Al inicio, el Espíritu situado sobre las aguas (Gn 1, 2) hizo posible la Creación. Ahora, ese Espíritu que desciende sobre María lleva a plenitud su obra en la Encarnación del Verbo.

María se presenta como la tierra fértil de donde brota el Salvador, según lo anunciado por Isaías: «Destilad, cielos, como rocío de lo alto; derramad, nubes, la victoria; ábrase la tierra y produzca al Salvador; que germine en ella la justicia» (Is 45, 8). La tierra no puede germinar si no recibe la semilla y la lluvia. La humanidad tampoco puede producir por sí misma al Mesías. El Espíritu que desciende sobre María fecunda en ella la semilla (el Verbo) que él mismo ha colocado. Notemos que no es el mismo caso que en la procreación humana, donde el hijo es el fruto de la unión de una célula masculina y una femenina. El Espíritu no actúa como Padre de Jesús, sino que hace posible que el eterno Verbo de Dios se encarne en el vientre de María. (De ahí lo impropio de hablar de María como esposa del Espíritu Santo; siendo más correcto hablar de «pneumatófora», «portadora del Espíritu», «transparencia del Espíritu», etc., como hacen los cristianos orientales).

5- EL ESPÍRITU DESCIENDE PARA HACER UNA ALIANZA NUEVA. El pacto entre Dios y su pueblo realizado sobre el Sinaí (Ex 19-24) es el núcleo de todo el A. T. Dios, a través de Moisés, hizo una propuesta a Israel: «Si guardáis mi alianza, seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos» (Ex 19, 5). El pueblo ratificó solemnemente la Alianza, aceptando la propuesta del Señor, comprometiéndose a escuchar su Palabra, a obedecer sus leyes, a seguir sus caminos: «Haremos lo que dice el Señor» (Ex 19, 8).

Cada generación de israelitas actualiza estas palabras en la Pascua. La alianza se volvió a ratificar en muchas ocasiones. Siempre se presenta un mediador, que puede ser un jefe del pueblo (Jos 24, 1ss), un rey (2 Re 23, 1ss), un profeta (Jr 42, 1ss), un sacerdote (Esd 10, 10-12). Su función era explicar la voluntad de Dios a sus hermanos. A lo que el pueblo respondía: «Cumpliremos las Palabras de YHWH» (Ex 24, 3), «cumpliremos tus palabras» (Esd 10, 12). Compromiso continuamente roto y olvidado. Dios prometió por medio de los Profetas un nuevo Éxodo y una nueva Alianza, más perfectos que lo anterior, definitivos. Para ello utiliza una terminología muy similar a la del libro del Éxodo: «Yo os recogeré de entre las naciones... pondré en ellos un Espíritu nuevo... para que observen mis preceptos y cumplan mis Palabras. Ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios» (Ez 11, 16-20. Ver también Ez 36, 24-28 y Jr 31, 31-34).

El E. S. debe crear el corazón nuevo que posibilite la Nueva Alianza. María dispone su corazón a la obra del Espíritu: «Aquí está la esclava del Señor», aceptando cumplir las cláusulas de la Alianza: «Se cumpla en mí tu Palabra». También en su caso hay un mediador (el ángel) que le expone la voluntad de Dios. Ella reacciona como muchos otros personajes de la historia de Israel: al principio se siente turbada (Lc 1, 29), después presenta una objeción (v. 34) y por último acepta, poniéndose en manos de Dios (v. 38). La fe de Israel ha madurado en los labios de María y la nueva alianza que se ha de ratificar en la persona de Cristo, de alguna manera se anticipa en su persona.

María se manifiesta como peregrina de la fe, dispuesta a colaborar con Dios en todo, aunque no termine de entender las cosas; deseosa de cumplir lo que Dios quiere, porque sabe que eso es lo mejor que le puede pasar. Dios ofrece su Espíritu a María; María ofrece su vida a Dios.

6- EL ESPÍRITU SANTO DESCIENDE PARA INAUGURAR UNA NUEVA PRESENCIA DE DIOS. Como Dios se hacía presente en el Santuario: «me harán un Santuario y habitaré entre ellos» (Ex 25, 8), descendiendo en la nube sobre el Arca de la Alianza (Ex 40, 34-35), Dios se hace presente ahora al descender el Espíritu sobre María, en la que se encarna el Hijo de Dios. Al ser Jesús el Dios-con-nosotros, la presencia definitiva de Dios entre los hombres, María se convierte en la Nueva Arca de la Nueva Alianza realizada en Cristo. Tema insinuado por San Lucas y abundantemente desarrollado por los Padres de la Iglesia (San Gregorio Nacianceno, especialmente).

En efecto, igual que se traslada el Arca desde Quiriat Yearín, en Galilea, a Jerusalén, hacia el año 1000 a. C., (2 Sam 6); al llegar la plenitud de los tiempos, realiza María prácticamente el mismo viaje desde Nazaret a las montañas de Judá (Eim Karim está tan cerca de Jerusalén que hoy es un barrio suyo). Ambos traslados son acompañados de reacciones paralelas: David dijo: «¿Cómo es posible que el Arca de mi Señor venga a mi casa?» (2 Sam 6, 9) e Isabel dijo: «¿Cómo es posible que la Madre de mi Señor venga a mi casa?» (Lc 1, 43). David, lleno de alegría, saltaba delante del arca (2 Sam 6, 14) y Juan saltó lleno de alegría en el vientre de su madre, delante de María (Lc 1, 44).

Ante el saludo de María, Isabel siente como el niño «lleno del Espíritu desde el seno de su madre» (Lc 1, 15) salta de gozo en su vientre (Lc 1, 41). Ella misma se llena del Espíritu y ejerce una acción profética, aclamando a María y bendiciéndola por su fe (Lc 1, 42-45). El texto nos dice que lo hace «alzando la voz». Lo mismo se dice de los sacerdotes y cantores que oficiaban ante el arca (1 Cro 15, 28; 16, 4; 2 Cro 5, 13). A continuación, María también profetiza llena del Espíritu, entonando el magníficat (Lc 1, 46-55). Y lo mismo sucede con Zacarías que «lleno del Espíritu, profetizó diciendo: Bendito sea el Señor...» (Lc 1, 67-79).

Los dones del Mesías serán la alegría y el Espíritu, la alegría por haber recibido el Espíritu. Aún no ha nacido el Mesías, pero -ante la presencia de María, la llena del Espíritu, la preñada del Mesías- estos dones se reparten como un anticipo, una pregustación de lo que ha de suceder.

7- MARÍA EN PENTECOSTÉS. «Pedro, Juan... y Judas el de Santiago perseveraban en la oración, con un mismo espíritu, en compañía de las mujeres, de María, la madre de Jesús y de sus hermanos» (Hch 1, 13-14). Este texto nos da una lista fundacional de los primeros miembros de la Iglesia. En ella se encuentran los once, con Pedro a la cabeza, cuyos nombres se citan expresamente. Son los «apóstoles», que acompañaron a Jesús en su vida terrena y son testigos de su resurrección. Garantizan la continuidad entre lo vivido y predicado por Jesús y la experiencia pascual.

Junto a ellos están las mujeres, que acompañaron a Jesús desde el principio, estuvieron presentes junto a su cruz y se encontraron la tumba vacía. Son María Magdalena (que ocupa un lugar destacado), Juana, Susana, María la de Cleofás y otras. Han servido a Jesús, le han visto morir, han participado en su entierro y son las primeras que han experimentado el gozo de la resurrección. Elegidas por Jesús mismo para evangelizar a los apóstoles.

Encontramos también a los parientes de Jesús. Normalmente, Santiago es el portavoz del grupo. Pertenecen a la vieja familia del Señor. En un principio lo rechazaron, pero en cierto momento (quizás a partir de la experiencia de la pascua) han entrado a formar parte del grupo de los creyentes. Ellos ofrecen el testimonio de los orígenes de Jesús, su humanidad, su pertenencia al pueblo.

En una situación especial se sitúa María, la madre de Jesús. Ella, que ha sido preparada por el Espíritu para ser madre del Señor y que también se encuentra al inicio (Caná) y al final (cruz) de su actividad pública, está presente ahora que nace la Iglesia. Al principio, recibió el Espíritu de una manera individual, para realizar una misión personal, única e irrepetible. Ahora recibe el Espíritu en compañía de los otros creyentes, en comunión con ellos, para una nueva misión: la que Jesús mismo le ha encomendado en la cruz.

El Espíritu que desciende sobre María da unidad al origen de Jesús y al origen de la Iglesia. En el primer caso, el Espíritu actúa sobre María y la prepara para dar a luz al Mesías. Ahora, el Espíritu desciende sobre la Iglesia y la capacita para seguir haciendo presente a Jesús entre los hombres. Es lo que encontramos reflejado de nuevo en el Apocalipsis (12, 1-18): La mujer vestida de sol que ha de dar a luz a Cristo, entre las persecuciones y dificultades continuas. La Iglesia realiza continuamente el mismo gesto de María: fecundada por el Espíritu de su Señor, le hace presente en el mundo.

8- CONCLUSIÓN.  A la luz de los textos bíblicos, María se nos manifiesta como la mujer de fe, testimonio ante los hombres de lo que puede ser una vida humana abierta plenamente a la acción del Espíritu Santo, guiada por él. El Espíritu de Dios la ha preparado, capacitado para una misión y ella ha colaborado acogiendo libremente y realizando el proyecto de Dios con la ayuda del mismo Espíritu. Lo ha hecho de una manera tan plena, que se ha convertido en modelo de todos los creyentes y en figura de la Iglesia, que en cada generación, debe dejarse preparar, iluminar y guiar por el Espíritu Santo para hacer presente a Cristo entre los hombres.

 

III. JESÚS Y EL ESPÍRITU SANTO.

1- INTRODUCCIÓN. En el A. T., el Espíritu de YHWH había descendido en numerosas ocasiones sobre aquellos personajes que tenían que actuar en nombre de Dios, para guiar, iluminar o salvar al pueblo. Los profetas habían anunciado que el Espíritu Santo consagraría al Mesías y que en su tiempo se donaría a todos los miembros del pueblo para renovar los corazones, establecer una nueva y definitiva alianza, llevar a plenitud la creación entera. Se cumpliría, así, el deseo de Moisés: «Ojalá todo el pueblo del Señor fuera profeta y recibiera el Espíritu del Señor» (Nm 11, 29).

En el Nuevo Testamento, como en el Antiguo, el Espíritu es la fuerza misma de Dios, que actúa en los hombres, pero que no puede ser dominado por ellos. Es libertad absoluta y fuente de libertad: «El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu» (Jn 3, 8). Como novedad, descubrimos que el Espíritu es constantemente puesto en relación con Jesús. Está presente en su nacimiento y en su vida pública, en sus promesas y en su donación pascual, hasta el punto de ser llamado «Espíritu de Cristo» (Rom 8, 9), «Espíritu de Jesucristo» (Flp 1, 19), «Espíritu del Señor» (2 Cor 3, 17), «Espíritu del Hijo» (Gal 4, 6).

«Al llegar la plenitud de los tiempos» (Gal 4, 4) descubrimos la presencia del Espíritu Santo como creador (de la humanidad de Jesús, de la Iglesia, de la nueva humanidad), inspirador profético, soplo de santidad. El Espíritu de Dios anima a Juan, a Zacarías, a Isabel, a Simeón, como hacía con los antiguos profetas (Lc 1, 15. 17. 41. 67; 2, 25-26). María misma concibe por la fuerza del Espíritu Santo, que «desciende» sobre ella y la «cubre con su sombra» (Lc 1, 35), como antiguamente hacía la nube con el pueblo en el desierto. Así vemos la profunda relación interna entre los dos Testamentos. De alguna manera, podemos decir que el Antiguo da a luz al Nuevo.

Los semitas ven el destino de las personas y de las cosas en sus orígenes (importancia de los nombres, de las genealogías, de los relatos etiológicos). Si tenemos esto en cuenta, comprenderemos que la efusión del Espíritu que acompaña la llegada del Mesías, anuncia y anticipa la que se realizará en Pentecostés, después de la glorificación del Señor: «Este Jesús ha sido resucitado por Dios y exaltado a su derecha; y ha recibido el Espíritu Santo prometido y lo ha derramado, como vosotros mismos veis y oís» (Hch 2, 32-33).

2- LA CONCEPCIÓN DE JESÚS. Se realiza por obra del Espíritu Santo (Lc 1, 35; Mt 1, 18. 20). El don del Espíritu comunicado a María, la capacita para el desarrollo de su misión. Su hijo es concebido por la fuerza del Espíritu, «por eso el que ha de nacer de ella será llamado Santo e Hijo de Dios» (Lc 1, 35). El Espíritu Santo, que hace posible la generación y la comunicación en Dios, que es la «energía» con la que el Padre genera al Hijo, que es la «vida» que el Padre entrega al Hijo, hace posible el «envío» del Hijo por parte del Padre, el «salir de sí» de Dios, la Encarnación.

3- EL BAUTISMO. Jesús fue concebido por obra del Espíritu Santo y está lleno de él desde el principio, pero antes de su bautismo no aparece en los evangelios actuando con el poder del Espíritu, ni mucho menos comunicándolo. De hecho, sus compatriotas de Nazaret no vieron en él nada extraordinario y hasta les cuesta aceptar que después del bautismo se presente como profeta (Lc 4, 22ss). Con motivo del bautismo, se da una nueva efusión del Espíritu en Jesús, una consagración como Mesías, una toma definitiva de conciencia de su misión y el inicio de su actividad pública, en la que actúa con el poder del Espíritu, y que se manifiesta: en la predicación, en los signos poderosos, en la victoria sobre el mal y en la elección de discípulos.

El Evangelio comienza con la llamada de Juan a la conversión y con el bautismo de Jesús: «Comienzo de la Buena Noticia, que es Jesús, que es el Mesías, que es Hijo de Dios, conforme a lo escrito por el profeta Isaías: Mira que envío a mi mensajero delante de ti... Apareció Juan bautizando en el desierto... y sucedió que Jesús vino desde Nazaret y fue bautizado por Juan en el Jordán» (Mc 1, 1-11). El bautismo del Señor es narrado por los cuatro evangelistas, y los Hechos de los Apóstoles repiten continuamente que la vida pública de Jesús empieza en su bautismo. Baste de ejemplo la elección de Matías en el lugar de Judas: «Conviene que uno de los que anduvieron con nosotros desde el bautismo de Juan hasta que Jesús fue llevado al cielo sea constituido testigo de la resurrección con nosotros» (Hch 1, 21-22).

Jesús participa en el rito penitencial del bautismo: «la gente confesaba los pecados y se hacía bautizar» (Mt 3, 6). No tiene necesidad de purificación, pero se hace bautizar «para que se cumpla toda justicia» (Mt 3, 15). Mientras está en oración (Lc 3,21) se abren los cielos, desciende el Espíritu sobre Jesús y se oye la voz del Padre. Voz que se dirige a Jesús: «Tú eres mi Hijo; yo te he engendrado hoy» (Lc 3, 22), citando el Sal 2, 7, que se recitaba en la entronización de los reyes, para indicar que Jesús es el Mesías-Rey, descendiente de David, que cumple las promesas de los profetas. En el caso de Mc y Mt se recogen las palabras: «Tú eres mi Hijo, en quien me complazco», uniendo al salmo anterior el primero de los cantos del siervo, que comienza diciendo: «He aquí a mi siervo, a quien yo sostengo; mi elegido, en quien me complazco. He puesto mi Espíritu sobre él... para ser alianza del pueblo y luz de las naciones» (Is 42, 1ss).

Aquí se manifiesta el más profundo misterio trinitario. Como insisten en repetir los Padres de la Iglesia, el Padre se revela como el que consagra, el que unge, el que envía, el que ama; Jesús como el consagrado, el ungido, el enviado, el amado; el Espíritu como la consagración, la unción, el envío, el amor. Jesús toma conciencia de su vocación, de su misión: Él es el enviado por el Padre, con la fuerza del Espíritu, para establecer el reinado de Dios por su consagración como Mesías-Siervo de YHWH.

4- LA VIDA PÚBLICA. El Bautista da testimonio de que el Espíritu ha descendido sobre Jesús en el Bautismo «y se ha quedado sobre él» (Jn 1, 32). Este mismo Espíritu que consagra a Jesús, «lo lleva al desierto» (Mt 4, 1) y después lo devuelve a Galilea (Lc 4, 14). Desde este momento, vemos a Jesús «exultar en el Espíritu» (Lc 10, 21), hablar con autoridad, actuar con poder, expulsar a los demonios «con el dedo de Dios» (Lc 11, 20), que es el Espíritu (Mt 12, 28). El Espíritu, pues, desciende y permanece sobre Jesús que, desde este momento actuará con su fuerza. En su bautismo, Jesús es designado y consagrado como aquél por cuya palabra y obras el Espíritu entra en nuestra historia como don mesiánico y, al menos en arras, como don escatológico. Jesús mismo, al presentar su misión, citando a Isaías 61, lo explicará como una consagración del Espíritu para realizar esas obras con su fuerza: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Noticia, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos... Hoy se ha cumplido esta Escritura» (Lc 4, 16-21).

Jesús es tan consciente de que el Espíritu de Dios actúa en él, que habla de una blasfemia contra el Espíritu que no puede ser perdonada, en referencia a los que afirman que es el mismo Belcebú el que realiza sus obras y no el Espíritu. Con ello, se sustraen a la posibilidad de recibir el perdón y la salvación que se realizan en Jesús por la fuerza del Espíritu (Mc 3, 28-30).

5- LA PROMESA. Jesús posee el Espíritu en plenitud, por eso lo promete y lo envía a sus fieles: «Cuando os lleven a los tribunales por mi causa, no os preocupéis, porque el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros» (Mt 10,18-20). «Os conviene que yo me vaya, porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (Jn 16, 7).

San Juan nos relata como «el último día, el más solemne de las fiestas, Jesús, de pie, gritó: Quien tenga sed, venga a mí, y beba el que crea en mí. Como dice la Escritura: de su seno brotarán torrentes de agua viva. Esto lo decía refiriéndose al Espíritu que habían de recibir los que creyeran en él» (Jn 7, 37-39). La fiesta de las tiendas recordaba la fuente que manó de la roca en el desierto (Ex 17) y anticipaba la alegría de los días del Mesías, en que Dios, de nuevo, «hará brotar agua en el desierto para dar de beber al pueblo» (Is 43, 20); días en que se derramará sobre todos los creyentes «un agua pura que os purifique de todas vuestros pecados... infundiré mi Espíritu en vosotros y viviréis» (Ez 36, 24 - 37, 14); agua que brotará del costado del templo para dar vida hasta al mismísimo Mar Muerto (Ez 47, 1ss). Y he aquí que Jesús proclama que ha llegado esta hora, que de su propio costado brotarán los ríos del Espíritu. El pueblo será bautizado con Espíritu, tal como prometió Juan (Mc 1, 8). El Evangelista añade que «aún no había Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado» (Jn 7, 39). El envío del Espíritu forma parte del misterio pascual: Jesús ha muerto para la salvación del mundo, para darnos el Espíritu. El anuncio realizado durante la fiesta de las tiendas era una profecía, en la línea de la realizada por Zacarías: «derramaré un espíritu de gracia y de oración y mirarán hacia aquél a quien traspasaron... Aquel día habrá una fuente abierta para lavar el pecado y la impureza» (Ez 12, 10 - 13, 1).

6. LA PASCUA. Después de la resurrección, los apóstoles toman conciencia de que Jesús estaba lleno del Espíritu desde el momento de su concepción. Esto no elimina el que fuera ungido por el Espíritu en su bautismo para ser Mesías, ministro de salvación y de santidad: «A Jesús de Nazaret, Dios lo ungió con Espíritu Santo y con poder, pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos por el diablo» (Hch 10, 38). Lo recibirá de nuevo y lo derramará sobre todos en su resurrección. No es que el Espíritu se divida o se entregue a plazos, sino que -al no ser un objeto, sino la fuerza, la vida, el amor de Dios- el mismo Espíritu hizo posible la Encarnación, actuó en toda la vida pública de Jesús y fue derramado por él sobre sus fieles. Siempre se manifiesta como la energía salvadora de Dios que actúa en Jesús y que en cada momento le lleva a realizar lo que conviene. En Jn 3, 34 tenemos una afirmación profundamente significativa de Jesús, que puede traducirse por: «Aquel a quien Dios ha enviado habla las palabras de Dios porque le da el Espíritu sin medida» o «porque él da el Espíritu sin medida». Interesante ambigüedad: él da el Espíritu sin medida porque Dios le da el Espíritu sin medida.

En el último instante de su vida terrena, como manifestación suprema de su amor, Jesús «inclinando la cabeza, entregó el Espíritu» (Jn 19, 30). Esta es la hora en que Jesús realiza la promesa, en una doble entrega: nos da el Espíritu al darse a sí mismo. Como un frasco que se rompe y derrama el perfume que llevaba dentro, Cristo reparte su Espíritu al morir. Añade el Evangelista que «un soldado le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua. El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido y él sabe que dice la verdad. Esto sucedió para que se cumpliera la Escritura: Mirarán al que atravesaron» (Jn 19, 34-37). S. Juan subraya la importancia del acontecimiento y su relación con las promesas anteriores.

Jesús había prometido a la samaritana que quien bebiera del agua que él nos daría, nunca más tendría sed, «sino que el agua que yo le daré se convertirá en él en fuente de agua que brota para la vida eterna» (Jn 4, 13-14). Esta vida eterna se nos da en el bautismo, que hace renacer del agua y del Espíritu (Jn 3, 5); del Espíritu del que el agua es símbolo.

Cristo nos entrega su vida (la sangre) y su Espíritu (el agua). Como las fuentes que surgen de las profundidades de la tierra a través de aberturas, formando los manantiales; el Espíritu Santo, que es la interioridad de Dios, surge del corazón de Jesús y brota por la hendidura de su costado atravesado (Ez 12, 10), golpeado como la roca (Ex 17, 6), oprimido como cordero degollado (Is 53, 7). Aquí se realiza lo afirmado por el Evangelista S. Juan: «habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1).

Como Eva surgió del costado de Adán, mientras éste dormía; la Iglesia nace del costado de Cristo «dormido» en la cruz. En Pentecostés se realizará la confirmación en el Espíritu de todos los creyentes, la universalización del don del Espíritu (Hch 2). Precisamente en la fiesta en que se celebraba el don de la Ley en el Sinaí (Ex 31, 18), se cumple lo anunciado por los profetas: «pactaré con ellos una alianza nueva... pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré...» (Jer 31, 31-34). Así como el nuevo santuario es Cristo, la Ley del amor no escrita en tablas de piedra, sino en los corazones es el don del Espíritu.

7- JESÚS, FUENTE DEL ESPÍRITU. Jesús fue concebido, ungido y enviado con la fuerza del Espíritu de Dios. La Pascua supone para Jesús una nueva manera de existir, como un nuevo nacimiento. Ya no es la «carne», sino el «Espíritu Santo» su principio constitutivo: «Nacido de la estirpe de David según la carne, constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu de santificación por su resurrección de la muerte» (Rom 1, 3-4). El «Espíritu de Dios», que actuó en Jesús y lo resucitó de entre los muertos, se convierte ahora en el «Espíritu de Jesús», que él, generosamente, comunica a los creyentes: «No me atreveré a hablar de cosa alguna que Cristo no haya realizado por medio de mí... con la fuerza del Espíritu» (Rom 15, 18-19). Pedro explica así lo sucedido en Pentecostés: «Exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre el Espíritu Santo, lo ha derramado sobre nosotros, tal como estáis viendo y oyendo» (Hch 2, 33).

S. Pablo nos dice que «Adán, el primer hombre, fue hecho alma viviente; Cristo, el definitivo Adán, Espíritu que da vida... Del mismo modo que llevamos la imagen del hombre terreno, llevaremos la del celeste» (1 Cor 15, 45-49). Llegaremos a ser como Jesús, porque él nos da su mismo Espíritu, su propio principio vital. El Espíritu nos hace hijos de Dios en el Hijo: «Los que son guiados por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios... y coherederos con Cristo» (Rom 8, 14-17).

 

IV. EL ESPÍRITU SANTO Y EL MISTERIO DE LA IGLESIA.

1- EL HOMBRE ESPIRITUAL. El Espíritu realiza en nosotros una recreación: «habéis sido lavados, santificados y justificados en el nombre de nuestro Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Cor 6, 11). Ya nos ha dado lo que un día esperamos alcanzar en plenitud: la filiación divina, la misma vida de su Hijo: «habéis recibido un Espíritu de hijos adoptivos que os hace clamar Abba» (Rom 8, 15), «la señal de que ya sois hijos es que Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo» (Gal 4, 6). Mientras tanto, el Espíritu «ha sido enviado a nuestros corazones» (Gal 4, 6), ha entrado en nuestra profundidad más íntima, ha transformado nuestras raíces más secretas, por lo que nos hemos convertido en «Templos del Espíritu» (1 Cor 3, 16; 6, 19).

El Espíritu es ya la pregustación, la posesión anticipada, la garantía de lo que un día alcanzaremos (el ya pero todavía no), la «prenda», la «fianza», las «arras», el «sello» de nuestra herencia prometida: «fuisteis sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es prenda de nuestra herencia» (Ef 1, 13-14), «con él fuisteis sellados para el día de la redención» (Ef 4, 30), «el que nos ha destinado a esto es Dios, que nos ha dado en arras el Espíritu» (2 Cor 5, 5), «Dios nos ungió y nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones» (2 Cor 1, 22)

2- EL ESPÍRITU EN LA IGLESIA. S. Pablo insiste en que a la base de la Iglesia está el Espíritu (cfr. Gal 3, 2-3) y llega a presentar la comunidad cristiana como «una carta de Cristo, escrita por el Espíritu de Dios vivo» (2 Cor 3, 3). El Espíritu construye la unidad de la Iglesia, ya que hace de nosotros un único pueblo, en el que todos los miembros participan de una radical igualdad, en cuanto poseedores del único Espíritu, que hace de cada uno un elemento precioso, único: «en un solo Espíritu hemos sido bautizados todos, para no formar más que un solo cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres» (1 Cor 12, 13). Para explicarlo mejor insistirá en las imágenes del templo y del cuerpo:

El Espíritu hace de nosotros piedras vivas en la construcción de la Iglesia: «Ya no sois extraños ni forasteros, sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios... formando un templo santo en el Señor, por el que también vosotros estáis integrados en el edificio, para ser mediante el Espíritu, morada de Dios» (Ef 2, 19-22). «¿No sabéis que sois santuario de Dios ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros?... El santuario de Dios es sagrado y vosotros sois ese santuario» (1 Cor 3, 16-17) Nótese el plural: entre todos se construye el santuario, cada uno es importante.

«Del mismo modo que el cuerpo es uno, aunque tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, no obstante su pluralidad, no forman más que un solo cuerpo, así también es Cristo. Porque en un solo Espíritu hemos sido bautizados todos, para no formar más que un cuerpo... Vosotros sois el cuerpo de Cristo y cada uno es un miembro suyo» (1 Cor 12, 12-27). Los distintos miembros, todos necesarios, son los creyentes enriquecidos con los distintos carismas que suscita el Espíritu para el bien común (1 Cor 13-14). Así, el Espíritu es el principio de la comunión en la Iglesia:

- Comunión en la igualdad, ya que todos recibimos la misma llamada (seguir a Cristo), participamos de la misma vocación (ser hijos del Padre) y tenemos el mismo medio para realizar este proyecto (el don del Espíritu Santo).

- Comunión en la diversidad, ya que es el Espíritu Santo el que crea la variedad de vocaciones específicas, de carismas, de formas de vida, para la construcción de la única Iglesia. El que hace de todos nosotros un único Cuerpo, concede a cada uno un carisma personal, aunque al servicio de los demás.

- Comunión en la participación, porque nos hace a todos responsables, miembros activos de la construcción de la Iglesia, en la que cada uno es importante y debe ocupar su propio lugar para el bien del Cuerpo.

Ya las lenguas de fuego, que descendieron repartiéndose sobre los creyentes en Pentecostés, anunciaban la universalidad del testimonio cristiano, la profunda unidad en la diferencia. El Espíritu era el mismo, el único, pero se posó de manera particular sobre cada uno, asumiendo a esa persona concreta, con sus valores y limitaciones y potenciando en ella sus propios dones para el bien común. Cada uno hablaba distintos idiomas y se dirigió, después, a lugares distintos y lejanos entre sí. El don del Espíritu hace de todos los creyentes un único pueblo con un solo corazón, sin borrar la originalidad de las personas: El anuncio es el mismo, aunque los idiomas, las formas exteriores sean distintas.

3- ESPÍRITU Y CARISMAS. De lo dicho hasta aquí se desprende que el Espíritu en persona es el verdadero responsable de la pluralidad carismática: «Hay diversidad de dones, pero el Espíritu es el mismo... A cada uno se le da la manifestación del Espíritu para el bien común... Todo esto lo lleva a cabo el único y mismo Espíritu, repartiendo a cada uno sus dones como quiere» (1 Cor 12, 4ss). El Espíritu tiene una capacidad tan sumamente diversificada de intervenir en el tejido eclesial, que los hombres por sí solos no sabrían hacerlo con tanta fantasía. San Pablo llega a rogarnos que no extingamos las manifestaciones del Espíritu, queriendo uniformar a todos (1 Tes 5, 19).

La potencia carismática del Espíritu llega a cada uno de los bautizados, sin excepción (Ef 4, 7). El cristiano muestra su madurez cuando sabe ejercer su propio papel en la Iglesia, asumiendo su responsabilidad. Todos los dones y carismas se reciben «para el bien común», no para la autosatisfacción o el goce estéril: «procurad abundar en dones espirituales para la edificación de la asamblea» (1 Cor 14, 12). Ningún carisma puede romper la unidad de la Iglesia, ya que el Espíritu se da para la comunión. Si se lacera el cuerpo del Señor, se está usando mal del carisma recibido o se están camuflando las propias manías bajo títulos que no les corresponden.

El Espíritu llega a pedirnos en ocasiones que renunciemos a nuestros propios derechos en favor de los hermanos más débiles: «Todo me es lícito, dicen algunos. Sí, pero no todo es conveniente. Y aunque todo sea lícito, no todo aprovecha a los demás. Que nadie busque su propio interés, sino el del prójimo» (1 Cor 10, 23). El Espíritu, que construye la comunidad, nos entrega sus dones para la construcción de la comunidad. La diferenciación personal es también un don del Espíritu, pero, si conduce a la división, estamos haciendo un mal uso de ella. Por tanto, «Mostraos solícitos en conservar, mediante el vínculo de la paz, la unidad que es fruto del Espíritu» (Ef 4, 3).

 

V. EL ESPÍRITU SANTO Y LA LITURGIA.

1. LOS PILARES DE LA IGLESIA. Enseñanza, Fraternidad, Eucaristía y Oración. Todas importantes y necesarias: «Los que habían sido bautizados perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la unión fraterna, en la Fracción del Pan y en la oración» (Hch 2,42).

1. Se comienza con la «Enseñanza»: el anuncio, la explicación de las verdades de la fe. Aquí entran tanto el primer anuncio misionero como la catequesis.

2. Los que creen, se abren a la «Fraternidad»: integración en la Iglesia, caridad, generosidad, servicio.

3. Sólo entonces se puede participar en la «Liturgia» y en los «Sacramentos», recibir las «cosas santas», especialmente el Pan compartido en la «Eucaristía».

4. Esto nos lleva a la relación personal con el Padre por Cristo en el Espíritu, a la «Oración», al trato íntimo con Dios. El proceso conduce a la oración y se realiza en la oración.

En estas cuatro dimensiones de la Iglesia, el Espíritu Santo (que hizo nacer la iglesia y la mantiene) está presente como agente principal que ilumina los entendimientos, mueve las voluntades, cohesiona los corazones. Aquí trataremos únicamente de su relación con la liturgia.

2. LA LITURGIA. El término griego leiturgía, originalmente indicaba la obra de libre iniciativa realizada por un privado en favor de la colectividad. Con su institucionalización perdió su carácter de libertad y pasó a denominar los servicios oficiales al estado o a las divinidades. En la biblia griega de los LXX, liturgia indica siempre el servicio público y oficial de los levitas a YHWH. El culto privado se traduce por latría o dulía. El término no se utiliza prácticamente en el Nuevo Testamento, por su vinculación al sacerdocio levítico. Con la separación del judaísmo, reaparece para indicar el culto de la comunidad primitiva. Sin embargo, al traducirse los textos al latín, el término no pasó a occidente. Aparecerá en el s. XVI para indicar los libros rituales antiguos, en principio, y las rúbricas y ceremonias después. El movimiento litúrgico de principios del s. XX inició un cambio de mentalidades. La «Mediator Dei» de Pío XII la define como «la continuación del oficio sacerdotal de Cristo». Con el Vaticano II se enriquecerá y profundizará esta definición:

«En esta obra tan grande, por la que Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados, Cristo asocia siempre consigo a su amadísima esposa la Iglesia, que invoca a su Señor, y por él tributa culto al Padre Eterno. Por consiguiente, toda celebración litúrgica, por ser obra de Cristo sacerdote y de su Cuerpo, que es la Iglesia, es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia, con el mismo título y en el mismo grado, no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia» (Sacrosanctum Concilium, 7).

Los sacramentos, liturgia de las horas, sacramentales y ejercicios piadosos que realiza la comunidad cristiana «en Espíritu y verdad» son acción de Cristo y del pueblo de Dios, por eso son medios por los que Dios santifica a los hombres y los hombres ofrecen un culto agradable a Dios.

La liturgia nos habla de gratuidad: Dios nos ha salvado y nos salva gratuitamente y nosotros se lo queremos agradecer en una celebración también gratuita. Todos los pueblos y todas las religiones tienen celebraciones cultuales en las que ofrecen a Dios su tiempo y su vida por medio de símbolos: flores y perfumes, banquetes, bailes, momentos de silencio... Aunque algunas veces se busca algo a cambio, muchas otras se da por nada, como una cura religiosa del egoísmo innato. (Pensemos en nuestras propias «liturgias» de cada día: un mantel en la mesa, una flor en el jarrón, una alfombra en el recibidor, un apretón de manos... gestos inútiles que hacen nuestra vida más «humana», no sólo instintiva). La liturgia cristiana cuenta con estos elementos y, al mismo tiempo, es mucho más (Cristo se nos ofrece y se une a nuestra ofrenda al Padre).

Por lo tanto, la liturgia tiene una doble dimensión:

1. Descendente (katabática), salvífica (soteriológica). Lo que Dios obra en nuestro favor.

2. Ascendente (anabática), de glorificación a Dios (latréutica). Lo que nosotros obramos en honor de Dios.

El Espíritu Santo hace posible esta doble dimensión de la liturgia: Él se nos da como don y él hace válido nuestro culto (espiritual y agradable a Dios). En la liturgia se refleja la obra misma de Dios: El Padre, por Cristo, en el Espíritu, crea todas las cosas (movimiento descendente) y en el Espíritu Santo, por Cristo, somos llevados al Padre. Este es el camino de la deificación (theosis) de la que tanto hablan los Padres de la Iglesia. El Espíritu Santo, por el que Dios realizó la creación, la encarnación y el nacimiento de la Iglesia en Pentecostés, hace posible hoy la llegada de la salvación de Dios a los hombres concretos. Este mismo Espíritu eleva nuestra plegaria, nuestra vida y a nosotros mismos a Dios, haciéndonos agradables a sus ojos. Él hace que estas dos dimensiones no sean dos realidades: la santificación de los hombres y la glorificación de Dios no van cada una por su lado, sino que la glorificación de Dios se da en la santificación de los hombres. Quienes se dejan guiar por el Espíritu reciben la justificación y reconocen a Dios como su único Señor. Lo expresa hermosamente San Ireneo al decir: «La gloria de Dios es la vida del hombre y la vida del hombre es dar gloria a Dios».

En algunas escuelas litúrgicas ha reaparecido la comprensión de la liturgia como un ordenamiento concreto del culto oficial de la Iglesia, falseando la concepción auténticamente cristiana. Así, a las celebraciones que no están reguladas en un ritual las llaman «paraliturgias», tienen normas escrupulosas sobre cuántas sedes hay que colocar en el presbiterio, quién tiene que entonar los cantos y desde dónde, cómo hay que colocar el purificador en el cáliz y el misal en el altar, cuántas moniciones hay que realizar y en qué momentos... Confunden las legítimas sensibilidades estéticas con el contenido de la liturgia (queriendo, además, imponer las propias como únicas válidas).

Sería bueno recordar que liturgia es toda forma de culto cristiano, no sólo aquél oficial, preestablecido por unas normas rituales y que es precisamente el Espíritu Santo el que da valor a la liturgia (a toda liturgia realizada con autenticidad, con sencillez de espíritu), no la obra de los hombres (perfecta repetición de fórmulas, estudio de todos los suplementos publicados, multiplicación de subsidios...).

3. LA VIDA COMO LITURGIA. Al purificar el Templo de Jerusalén, Jesús termina con una manera de relacionarse con Dios a base de repetir ritos invariables con palabras invariables en un lugar invariable. San Juan lo justifica con una cita de Zacarías, que nos habla de los tiempos mesiánicos y del culto que entonces se ofrecerá a Dios: «Los cascabeles de los caballos llevarán escrito consagrado a YHWH. Las ollas del Templo serán tan sagradas como las copas que se usan para esparcir la sangre ante el altar. Y en Jerusalén y Judá cualquier olla estará consagrada a YHWH de los ejércitos; de tal modo que si alguien quiere ofrecer un sacrificio, podrá usarlas y cocer en ellas la carne ofrecida. Aquel día ya no habrá mercaderes en la Casa de YHWH» (Zac 14, 20-21). Con la purificación del Templo y el uso de esta cita, nos indica el Señor que ha llegado el tiempo de ofrecer a Dios el «culto en espíritu y verdad» que el Padre quiere (Jn 4, 23). Un culto no ligado a los montes Sión ni Garizín ni a los ritos que allí se realizaban, sino a la vida de los que se dejan guiar por el Espíritu del Señor.

La existencia íntegra del creyente en el mundo, vivida en fidelidad al Espíritu de Cristo, puede llegar a convertirse en «culto espiritual», en culto perfecto y definitivo: «os exhorto, hermanos, por la misericordia de Dios, a que ofrezcáis vuestros cuerpos como una víctima viva, santa, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual» (Rm 12, 1ss). Pablo invita a un culto nuevo: la liturgia de la vida, en la que los distintos carismas y ministerios se ponen al servicio de la comunidad. Su mismo ministerio es presentado en clave litúrgica: «Os escribo por la misión que Dios me ha dado al enviarme como liturgo de Cristo Jesús entre los paganos para anunciarles la Buena Noticia» (Rm 15, 16). 1Pe 2, 5 nos dice que somos «piedras vivas con las que se construye el templo espiritual destinado al culto perfecto, en el que se ofrecen sacrificios espirituales y agradables a Dios por Cristo Jesús». Nuestra vida será un culto agradable a Dios si nos dejamos guiar por el Espíritu.

4. EL ESPÍRITU Y LAS FUNCIONES EN LA COMUNIDAD LITÚRGICA. La asamblea que se reúne para celebrar la liturgia es una comunidad mesiánica, es decir, ungida por Cristo con el Espíritu Santo, para que participe de su triple dimensión profética, sacerdotal y real, como él mismo fue ungido por el Espíritu Santo con poder (Hch 10, 38). San Pablo nos dice que «Aquel que nos confirma en Cristo y nos da la crismación de Dios, nos ha marcado con su sello y ha puesto en nuestro corazón las arras del Espíritu» (2Cor 1, 21-22) y en otro texto «habéis sido sellados con el Espíritu Santo de la promesa... No entristezcáis al Espíritu Santo con el que habéis sido sellados» (Ef 1, 13; 4, 30). De modo que todos los miembros de la comunidad cristiana son profetas, sacerdotes y reyes, por esa «crismación recibida que permanece en vosotros» (1Jn 2, 27). Por lo tanto, todos estamos capacitados para realizar una liturgia agradable a Dios y todos somos miembros activos de la misma.

Nuestra asamblea será activa, dinámica, si acojemos los distintos carismas que el único Espíritu suscita (1Cor 12-14). Cuando la comunidad se reúne para la celebración litúrgica cada uno actúa según el carisma que el Espíritu le ha concedido. A través de los cantos, las artes que ayudan a manifestar la fe, los testimonios de la Palabra vivida, los ministerios... que surgen y se desarrollan en la asamblea cultual, se hace presente el Espíritu. Gracias a esta participación diferenciada en distintos servicios y ministerios, pero unida por el mismo Espíritu que obra en todos, el grupo reunido deja de ser un público anónimo, amorfo, y se transforma en una comunidad armoniosamente estructurada, donde todos se complementan y enriquecen. La liturgia no puede ser el mantenimiento de unos ritos incomprensibles para casi todos, con la idea de tener así contento a Dios.

El Espíritu es libertad, y «donde está el Espíritu hay libertad». Él suscita carismas que ayudan a la comunidad a tomar conciencia de su gloriosa vocación, medios para que acojan la salvación que Dios quiere otorgarles y puedan ofrecer el culto agradable a Dios. Como no hay un único estilo artístico o arquitectónico que sirva para expresar la fe, no puede haber una única sensibilidad litúrgica en las fórmulas, en los ritos, en los cantos... Por la admirable condescendencia de Dios, el Espíritu se adapta a nuestras capacidades y suscita en cada época personas sensibles que ayuden a la comunidad a plasmar su fe y a vivir la liturgia (así interpreta el mismo libro primero de los Reyes los talentos que Dios concedió a los artistas para poder realizar el Templo de Jerusalén).

5. EL ESPÍRITU Y LOS SACRAMENTOS. San Ireneo repite continuamente: «El Hijo de Dios se ha hecho hombre para que el hombre pudiera llegar a ser hijo de Dios». Esta expresión, con pequeñas variantes, la encontramos en todos los Padres: «Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios», «El hombre llega a ser por la gracia aquello que Dios es por naturaleza». Al explicarla, ellos mismos la traducen como «La Palabra se ha hecho carne para que podamos recibir el Espíritu Santo... Dios se ha hecho portador de la carne para que nosotros podamos ser portadores del Espíritu» (San Atanasio), «Éste fue el fin y la disposición de toda la obra salvadora de Cristo, que los fieles recibieran el Espíritu Santo» (San Simeón el Teólogo) u otras parecidas. Estas ideas nos resuenan como un eco a los que estamos familiarizados con la enseñanza de San Juan de la Cruz, tan cercano en su pensamiento a los Padres antiguos. Cristo no sólo nos ha enseñado el camino de la salvación y de la vida, sino que nos ha dado la salvación y la vida. Su salvación y su vida, la theosis (deificación) se nos da de una manera concreta, aquí y ahora, en los sacramentos, precisamente por la acción del Espíritu Santo.

Ciertamente, en Cristo los hombres somos salvados y nos unimos para formar un solo cuerpo. Pero no debemos olvidar que en esa unidad se conserva la multiplicidad de las personas humanas, a las que el Espíritu Santo otorga los dones que necesitan y en las que el Espíritu Santo actúa de manera concreta, histórica, la salvación que Cristo realizó una vez para siempre. Los teólogos orientales subrayan una triple acción divina en la Iglesia:

- El Padre siempre está al origen de todo, como el que envía al Hijo y al Espíritu para que realicen su eterno proyecto de salvación.

- El Hijo encarnado realizó la salvación (redención, unificación, recreación) de la naturaleza humana con su encarnación, ministerio, muerte y resurrección.

- El Espíritu Santo se dirige a las personas concretas para que cada uno según sus capacidades reciba la plenitud de la gracia y se transforme en colaborador consciente de Dios, iniciando un proceso personal de apropiación de la salvación de Cristo, de divinización; actuando por medio de las «acciones sagradas» o «mysteria».

La epíclesis (de Kalein -invocar- el nombre divino y epi -sobre-) es componente esencial de toda «acción sagrada». El que está al frente de la asamblea dirige, en nombre de la comunidad, la súplica al Espíritu Santo para que los gestos y palabras que se van a realizar tengan eficacia (como en los «ôt» de los profetas antiguos). El que es la fuerza iluminadora de la Iglesia y el que la lleva a plenitud, hace que se actualicen los grandes misterios que conmemoramos y que se realice un nuevo Pentecostés en cada «mysteria», para que la imagen de Dios se pueda reflejar en la Iglesia. Efectivamente, así como Dios es Unidad en la Trinidad de personas, el único acontecimiento salvador se hace presente en la multitud de los cristianos. Así, este Espíritu que hace eficaces los sacramentos, produce, al mismo tiempo, la unidad de los fieles con Dios y entre sí, realizando la «Koinonía» entre los fieles, como en Pentecostés, que el único fuego se posó en lenguas distintas sobre los que estaban reunidos en un mismo lugar (Hch 2, 1ss).

«Aquí todo se concentra en una palabra: la epíclesis; esta oración que el sacerdote en comunión con el pueblo de Dios pronuncia en el centro de toda acción sacramental, para implorar del Padre que envíe su Espíritu sobre la materia del sacramento y sobre todos los fieles, para integrarlos -materia y fieles-, en el sôma pneumatikon, el cuerpo espiritual del resucitado: de ningún modo desmaterializado, sino copiosamente vivificado y vivificante, divinizado y divinizante» (Olivier Clément).

VI. EL ESPÍRITU SANTO Y LA COMUNIDAD RELIGIOSA.

1. DIOS ES COMUNIDAD. En el A. T., Dios se manifiesta por medio de su Palabra (Sabiduría) y de su Espíritu. Con ellos crea, se revela, actúa en la historia de la salvación, suscita Jueces, Reyes, Profetas... Jesús nos ha revelado el misterio de la Santísima Trinidad. El Padre, la Palabra y el Espíritu forman la comunidad original. Dios, desde siempre, es donación y acogida. El Espíritu Santo es el «vinculum caritatis», la posibilidad de diferenciación y de relación entre el Padre y el Hijo. «Sólo se vencerán las odiosas divisiones de este mundo contemplando la Unidad de la Trinidad» (S. Sergio).

2. EL HOMBRE ES COMUNIDAD. Hemos sido creados a imagen de Dios y reflejamos en nuestro ser su misma estructura comunitaria. Somos capacidad de amor (acogido y donado) en libertad. Ningún ser humano puede darse la vida a sí mismo ni se basta a sí mismo. El hombre desarrolla sus capacidades, llega a ser verdaderamente hombre en comunidad. Empezando por los niños. «Poned atención / un corazón solo / no es un corazón» (A. Machado).

3. LA IGLESIA ES COMUNIDAD. Jesucristo buscó un grupo de hombres y mujeres con los que compartir su fe, a los que educar en el camino del Reino, a los que enviar a predicar. El Espíritu Santo hace de todos los cristianos un único cuerpo y el mismo Espíritu suscita multitud de carismas personales para la construcción de la Iglesia (no olvidemos que Iglesia significa asamblea, comunidad). El Espíritu hace que la salvación que Cristo actuó para todos de una vez para siempre, se haga presente en la vida concreta de cada creyente por medio de la comunidad (nadie puede bautizarse ni perdonarse a sí mismo; ningún carisma es autosuficiente...).

Desde siempre hemos sido elegidos para formar parte del cuerpo de Cristo, para estar unidos a él. Un día, la comunidad que formamos en la tierra será una comunidad eterna junto a él, porque le pertenecemos, hemos sido creados para eso. En Cristo, los demás cristianos son hermanos en el Señor. Él establece una relación que va más allá de la carne y de la sangre (¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?...). Mi prójimo es mi hermano gracias a lo que Cristo hizo por él. Yo soy hermano de mi prójimo gracias a lo que Cristo hizo por mí.

Los hombres estamos divididos por el pecado, pero Cristo es nuestra paz (Ef 2, 14). Él nos ha enseñado quién es Dios y es el camino que nos lleva a él, el puente, el mediador. Él nos ha enseñado lo que es el hombre y su vocación a la vida en fraternidad y él hace posible el amor mutuo. Él nos une con Dios y con los hermanos. Dios es mi Padre porque Cristo me ha hecho su hermano. El otro es mi hermano porque Cristo lo ha unido a sí y nos encontramos en él. «Yo os daré el Espíritu de la verdad... Aquel día sabréis que yo estoy en mi Padre y vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn 14, 16. 20).

Comunidad cristiana significa comunidad en Jesucristo y por Jesucristo. Jesucristo fundamenta la necesidad que los creyentes tienen unos de otros y Jesucristo hace posible la comunión. Necesitamos de otros hermanos que nos anuncien la palabra de la salvación, que sirvan de mediación para el encuentro con Cristo.

4. LA VIDA RELIGIOSA ES COMUNITARIA. La vocación a la vida religiosa es eminentemente comunitaria. Estamos llamados a reflejar la vida del hogar de Nazaret, la de los discípulos/as reunidos con el Señor; a ser un anticipo (imperfecto y parcial, por supuesto) de los cielos nuevos y la tierra nueva, donde Dios lo será todo en todos. Somos promesa de vida eterna. El Señor ha suscitado numerosos carismas en la Iglesia por medio de su Espíritu: predicación, gobierno, sabiduría, misión... Un importantísimo foco carismático en la Iglesia es el de las familias religiosas; cada una subraya un aspecto de la vida de Cristo y de su Iglesia (atención a los más necesitados, enseñanza de los niños, adoración del Padre...), pero todas tienen en común la dimensión comunitaria de su consagración (no sólo de su actividad).

5. LA COMUNIDAD RELIGIOSA ES UN DON. Muchas veces deseamos una comunidad distinta de la que tenemos, más perfecta, más ideal. Aquí está el error: en que queremos una comunidad según nuestras ideas e ilusiones; pero, en primer lugar, la comunidad religiosa no es un ideal humano, sino una realidad dada por Dios. Lo importante no son nuestros sueños, por muy honestos, serios y sinceros que sean, sino la realidad que Dios nos regala en Cristo.

Mi comunidad es YA una realidad que se me ofrece, antes de mi intervención. En ella recibo los sacramentos y se proclama la Palabra de Dios, en ella comparto la bendición de la gracia con otros hermanos pecadores, pero llamados por Dios al igual que yo mismo.

En primer lugar, he de ser agradecido a Dios por mi comunidad. Dios da lo mucho a quien sabe agradecer y valorar lo poco que recibe cada día. Nuestra comunidad es ya un don. También con su pobreza. Con la comunidad sucede lo mismo que con nuestra santificación. Es algo que necesitamos, que deseamos, pero que no merecemos. Es un puro regalo. Dios nos perdona y salva gratuitamente. Dios nos regala gratuitamente una comunidad. La fraternidad cristiana no es -en primer lugar- un ideal a realizar, sino una realidad creada por Dios en Cristo, de la que él nos permite participar. (Como la Iglesia es ya una. Podemos crecer en la unidad, pero no inventarnos las formas de convertirla en una nosotros. Tema importantísimo en el campo del ecumenismo).

6. EL ESPÍRITU SANTO ES FUENTE DE UNIDAD Y DE DIVERSIDAD. San Pablo insiste en presentarnos la variedad de los carismas en la Iglesia como don del espíritu: él es el que siembra en nuestros corazones unas capacidades para realizar la misión que nos pide y él nos da la fortaleza y sabiduría necesarias para desarrollarlas. La imagen del cuerpo le sirve para subrayar la interdependencia entre todos los carismas: el pie no es ojo ni el estómago es boca, pero ninguno se basta a sí mismo y todos forman parte de un organismo mayor. Al ser el único Espíritu el que hace de nosotros miembros distintos, capacitando a cada uno para realizar uno o varios servicios concretos en favor de la comunidad, hace también de nosotros un único cuerpo. Él mismo nos hace comprender que nadie puede considerarse superior a los demás por los dones que ha recibido, ya que todos provienen del mismo origen (el Espíritu) y tienen el mismo destino (construir el cuerpo de Cristo). Al respecto, se puede ver 1 Cor, 12-14.

7. COMUNIDAD PSÍQUICA - COMUNIDAD ESPIRITUAL. La comunidad, la fraternidad religiosa no es una realidad de orden psíquico: expresión de nuestros deseos, fuerzas, posibilidades naturales...; sino espiritual: basada en el don del Espíritu Santo que nos permite llamar «Abba» a Dios y reconocer a Jesús como Señor. La realidad psíquica se construye sobre nuestras ilusiones, pasiones, deseos y necesidades. La realidad espiritual, sobre la palabra de Dios.

En la comunidad psíquica, humana, nos mueven unos intereses (comunidad de vecinos, club de fútbol, el mismo matrimonio): nosotros nos escogemos para ayudarnos. En la comunidad espiritual nos mueve la llamada de Dios: él nos escoge para salvarnos. En la primera, se buscan unos objetivos y se realizan unos proyectos, se desarrollan todos nuestros talentos para realizar aquello que vemos como conveniente (la imposición es legítima). Si no podemos llevarlo a cabo nos sentimos hundidos (inútiles, fracasados) o agresivos (culpando a los otros, despreciándolos). En la segunda se busca cumplir la voluntad de Dios y se sabe ceder, tener paciencia, acoger, perdonar, ofrecer las propias ideas y aceptar que no sean tenidas en cuenta... porque lo importante no es que se realicen mis planes, sino que se realice la voluntad de Dios. El amor psíquico ama en el otro lo que nos gusta, sus valores, su belleza, lo que nos identifica..., en el espiritual se ama al otro por Cristo, aunque no se lo merezca, aunque no me atraiga, aunque me repugne, aunque sea su enemigo. La primera es deseo, la segunda es caridad, servicio desinteresado.

En la comunidad espiritual descubro que el cimiento no es mi amistad, mis gustos... sino Cristo. Sólo él puede salvar a mi hermano y a mí. Sólo él puede perdonarle a él y a mí. Debo renunciar a mis intentos apasionados de manipular, forzar o dominar a mi prójimo. Los otros quieren ser amados tal como son, tal como Cristo los ama. Por ellos vino Cristo al mundo, murió y resucitó. Éste es su principal valor para mí. El amor psíquico crea su propia imagen del prójimo, de lo que es y de lo que debe ser, quiere manipular su vida. El amor espiritual parte de Cristo y descubre su imagen en cada hombre, deseando su salvación, su felicidad... por Cristo, no por mí.

Lo que nos une no son las ideas, gustos, trabajos... sino la fe en Cristo, en su llamada, en su perdón, en el misterio de su presencia entre nosotros. Él es nuestra paz y nuestra unidad.