Tema 72. LA MUERTE, FIN DE LA VIDA TERRENA, FIJA AL HOMBRE EN SU
OPCION ANTE DIOS.

EL INFIERNO: EL PECADO ETERNIZADO

 

OBJETIVO CATEQUÉTICO

  • Anunciar al preadolescente que Dios tiene un único proyecto sobre el hombre: la salvación. El Infierno no es creación de Dios, sino resultado del pecado del hombre.

  • Anunciar que las palabras de la Escritura sobre el infierno son para el creyente el aviso amoroso de Dios, que quiere evitarnos ese estado definitivo de condena.

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    El enigma del infierno

    81. Sobre la realidad del infierno se opina a veces: "El infierno no existe", "Es un invento de los curas". A veces también salen al paso preguntas como éstas: "Si Dios es bueno, ¿cómo puede haber infierno?", "¿Puedo hacer yo algo que merezca un castigo tan grande?"... Y muchas veces, en el fondo de estas opiniones e interrogantes, late la pregunta: ¿Qué es realmente el infierno?

    ¿Qué dice la Palabra de Dios?

    82. Una cosa es cierta. El infierno es una realidad de la que no tenemos una experiencia directa. La realidad del "más allá" nos es dada a conocer por revelación de Dios. Por ello el creyente que vive convencido del efectivo cumpliminto de la Palabra de Dios y aún tiene desde la fe experiencias, todo lo parciales que se quieran, de dicho cumplimiento, toma en serio lo que la Sagrada Escritura dice acerca del infierno y lo recibe como un aviso amoroso de Dios que quiere evitarnos la caída en él y no simple-mente dar pábulo a una pura especulación inútil. Pues el proyecto y la voluntad de Dios son de salvación. Como él mismo dice por el profeta Jeremías: "Mis pensamientos son pensamientos de paz y no de aflicción" (Jr 29, 11).

    Dios quiere la salvación de todos

    83. En efecto, la Palabra de Dios anuncia, por encima de todo, la voluntad de Dios de salvar a todos los hombres. Dios "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tm 2, 4). Esto es lo que dice Jesús a Nicodemo: "Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por El" (Jn 3, 17; cfr. Jn 12, 47-48).

    El infierno es fruto del pecado: el pecado eternizado

    84. A pesar de esta voluntad de salvación por parte de Dios, el hombre puede oponer un "no" al proyecto salvador de Dios y elegir una vida cerrada sobre sí mismo, de espaldas a Dios, a los demás y al mundo de la nueva creación. Cuando al hombre con su muerte se le convierte en fija e irrevocable su opción frente a Dios, entonces entra el hombre en el estado que llamamos infierno. Como el pecado, el infierno es obra del hombre, no de Dios. Así como Dios no puede querer ni (puede) crear el pecado, tampoco puede ni querer ni crear el infierno. El infierno es el estado de pecado, irrevocable, consumado y, por decirlo así, eternizado. Para que haya infierno, no es necesario que Dios lo haya creado. Basta con que haya hombres que opten por vivir su vida al margen de Dios. Por lo que a Dios toca, Dios es, más bien, amigo de los hombres y ha optado por su vida, no por su muerte, pues "Dios no hizo la muerte ni goza destruyendo a los vivientes. Todo lo creó para que subsistiera" (Sab 1, 13-14). El infierno supone la lejanía total de Dios y de los otros. Es la ruptura definitiva de toda alianza.

    El infierno, la realidad final de un mundo sin Cristo. La "muerte segunda"

    85. Para confesar la muerte de Cristo, el Símbolo Apostólico utiliza esta expresión antigua: "Descendió a los infiernos". Del condenado en el juicio de Dios decimos también que desciende al infierno. Estas dos afirmaciones se refieren a dos sucesos diversos con consecuencias también diversas: Cristo desciende para ascender nuevamente con una muchedumbre innumerable de hermanos que estaban padeciendo la común suerte de la humanidad, mientras que para el condenado el infierno cierra tras él definitivamente sus puertas. En estas dos afirmaciones, sin embargo, usamos la misma palabra: infierno. No se trata de una coincidencia casual; más bien hay en ello una lógica profunda. Los "infiernos" del Símbolo Apostólico son, como el "infierno" el reino de la muerte, y sin Cristo no habría en el mundo más que un solo infierno y una sola muerte, la muerte eterna, la muerte "señora de la historia". Si hay para algunos una muerte primera, provisional y separable de una "muerte segunda" (Ap 21, 8), la causa está en que Jesucristo destruyó el reinado de la muerte a secas. Por haber bajado Jesús a los infiernos, los infiernos no son ya el infierno; pero lo serían, si él no hubiese bajado. El infierno significa, en suma, la realidad final de un mundo sin Cristo.

    Antes de Cristo

    86. Antes de su venida, Cristo 'es prometido y esperado. El hombre del Antiguo Testamento, en la medida en que acoge esta promesa, ve iluminar-se su situación (sus "infiernos") con una claridad que se convierte en certeza. Y viceversa, en la medida en que la rechaza, se oscurece su situación y él mismo se sume en un abismo, en el que el poder de Satán se hace más horroroso: sus infiernos se convierten en infierno.

    Como Sodoma y Gomorra, como el valle de la Gehenna

    87. Dios quiere que el hombre evite esta situación de ruptura definitiva de toda alianza con él y con el prójimo. Las palabras de Dios sobre el infierno son un aviso amoroso. La Sagrada Escritura expresa este aviso mediante una gran variedad de imágenes. Todas ellas vienen a apuntar a la misma realidad: una situación de condena, la más desgraciada, la más des-esperada de todas. El Antiguo Testamento alude a dos experiencias terribles como imágenes de la suerte reservada a los impíos: la consunción de Sodoma y Gomorra por las llamas (Gn 19, 24-25; Am 4, 11; Sal 10, 6) y la devastación del paraje de Tofet, en el valle de la Gehenna, lugar de placer destinado a convertirse en lugar de horror: "Y al salir verán los cadáveres de los que se rebelaron contra mí: su gusano no muere, su fuego no se apaga, y serán el horror de todos" (Is 66, 24).

    Negación de la comunión con Dios

    88. El Nuevo Testamento determina el estado del condenado mediante ex-presiones que significan todas, diversamente, la negación de aquella comunión que constituye la dicha de la vida eterna: perder la vida (Mc 8, 35), no ser conocido (Mt 7, 23), ser echado fuera (Le 13, 23ss), etc. Todas estas expresiones presentan el estado de condenación como consistente, ante todo, en la exclusión del acceso inmediato a Dios y a Cristo por el que se logra la vida eterna. El infierno es, pues, la negación definitiva de la comunión de vida con Dios, lo contrario de la vida eterna.

    La privación eterna de Dios, total fracaso de la vida del hombre y el mayor de los sufrimientos

    89. El Nuevo Testamento, además, amontona expresiones imaginativas para apuntar hacia algo tan fuera del alcance de nuestra experiencia, la muerte eterna. A propósito de ella se habla de gehenna de fuego (Mt 18, 9), horno de fuego (Mt 13, 50), tinieblas exteriores (Mt 22, 13), llanto y crujir de dientes (Mt 13, 42), etc. Este lenguaje quiere subrayar que la privación eterna de Dios lleva consigo para el hombre el total fracaso de su vida y, por tanto, el mayor de los sufrimientos. El fuego, como destino de aquello que no servía ya para nada, era corriente en Palestina. En el lenguaje conminatorio del Bautista, el árbol que no da fruto será echado al fuego (Mt 3, 10); lo mismo sucederá con la paja, una vez separada del trigo (Mt 3, 12). Jesús se expresa de modo semejante (Mt 7, 19; 13, 30.40-42).

    La negación de toda comunidad

    90. Desde el punto de vista de la relación con los otros, el infierno es la incomunicación, la soledad. _El que se había elegido a sí mismo como centro exclusivo de su vida, encontró ya al fin lo que en el fondo quería: se tiene sólo a sí mismo. El infierno es el egoísmo llevado a término. Quien no quiere amar, renuncia a ser amado. En esa soledad del infierno, nadie habla con nadie, nadie conoce a nadie. Ha cesado todo diálogo. La imagen sobrecogedora del único lenguaje posible en el infierno es el crujir de dientes de los textos sinópticos, el sonido inarticulado, no significativo, no comunicativo. El infierno es, en verdad, el "no pueblo", la "anticiudad", la negación de toda comunidad.

    La hostilidad de la creación

    91. Desde el punto de vista de su relación con el mundo, el condenado no puede prescindir de la Nueva Creación, pero no encuentra su sitio en ella. El Mundo nuevo no resulta para él morada, albergue acogedor. El condenado tiene experiencia del mundo como de algo extraño, medio inhóspito que le asedia y oprime ,sin que él pueda evadirse. El universo saldrá "a pelear contra los insensatos" (Sb 5, 20).

    El infierno comienza ya ahora

    92. Como sucede con el Reino de Dios, también su oponente, el infierno, comienza ya desde ahora a desplegar en cierta forma su poder. La experiencia de cada día nos depara situaciones verdaderamente infernales en la familia, en la sociedad, en el mundo, a causa del pecado. Nuestra historia contemporánea sabe de hombres animados por una voluntad realmente satánica: hombres que no dudan en levantar sus vidas sobre los despojos de sus semejantes.

    Lo contrario de lo que el hombre está llamado a ser

    93. De espaldas a Dios, a los demás y al mundo, el hombre viene a ser justamente lo contrario de lo que estaba llamado a ser. La vida humana queda sin sentido, sin razón de ser, sin esperanza. Es tan inútil como el árbol sin fruto o la paja sin grano, algo que se echa al fuego porque no sirve para nada: "Lo mismo sucederá al final del tiempo, dice Jesús: saldrán los ángeles, separarán a los malos de los buenos y los echarán al horno encendido. Allí será el llanto y el rechinar de dientes" (Mt 13, 49-50; cfr. Mt 7, 19 y 3, 12).