Tema 55. EUCARISTÍA: LA CENA DEL SEÑOR

 

OBJETIVO CATEQUÉTICO

— Presentar la Eucaristía como la celebración gozosa de la presencia real del Señor Resucitado entre nosotros bajo el signo del pan y del vino.

— Destacar que la comunidad cristiana celebra en cada Eucaristía la actualidad siempre nueva del sacrificio de la Muerte del Señor y su Resurrección gloriosa.

 

"Tu preparas ante mí una mesa."

82. La existencia cristiana, iniciada germinalmente por la incorporación bautismal a la Iglesia, tiende por su propio dinamismo a la comunión plena que tiene lugar en la Eucaristía: "el Bautismo es tan sólo, por sí mismo, un inicio y punto de partida..., se ordena a la profesión íntegra de la fe, a la incorporación íntegra en la institución salvadora —tal como Cristo la quiso— y, finalmente, a la íntegra inserción en la comunión eucarística" (UR 22).

Los antiguos ritos de la iniciación cristiana expresaban admirablemente la connatural vinculación del Bautismo y la Eucaristía cuando los recién bautizados marchaban en procesión desde el baptisterio al templo, mientras cantaban el salmo 22, en el que se alude a la mesa preparada por el Buen Pastor para los suyos: "purificado ya y adornado con sus ricos aderezos distintivos (la túnica blanca, el cirio encendido, etc.) el pueblo avanza hacia el altar de Cristo... Se ha despojado de los viejos vestidos pecaminosos y, rejuvenecido con la juventud del águila, se apresura a entrar en el banquete celestial gritando con intenso júbilo: 'Tú preparas ante mí una mesa"' (San Ambrosio, Sobre los misterios 8, 43).

La celebración de la Eucaristía es el centro de toda la vida cristiana, de las Iglesias locales y del cuerpo de las Iglesias que es la Iglesia universal: "los trabajos apostólicos se ordenan precisamente a que, una vez hechos hijos de Dios por la fe y el bautismo, todos se congreguen, alaben a Dios en medio de la Iglesia, participen en el sacrificio y coman la cena del Señor" (SC 10).

La Eucaristía, centro de la vida de la Iglesia

83. A partir del Bautismo y sobre todo de la Eucaristía, a la que el Bautismo se dirige como a su cumbre, se estructura y gira toda la economía de los sacramentos: la Confirmación perfecciona la incorporación primera; la Penitencia y la Unción de los Enfermos restablecen la comunión vital de la comunidad creyente y la llenan de esperanza; el Matrimonio manifiesta simbólicamente la unión íntima de Cristo con la Iglesia que brota y se afianza en la Eucaristía; el Orden se relaciona con el origen mismo de la celebración eucarística. "Los demás sacramentos, lo mismo que todos los ministerios eclesiásticos y actividades apostólicas, forman un todo ofgánico con la Sagrada Eucaristía y a ella se orientan. En la Sagrada Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia" (PO 5). Ella es "el fin de todos los sacramentos" (Sto. Tomás de Aquino. Sama Teológica 3, 73, 3, ad 3).

"Haced esto en conmemoración mía."

84. La Eucaristía es, en la vida de la Iglesia, el cumplimiento de un mandato recibido de Jesús. La noche en que iba a ser entregado, cenando con sus discípulos, Jesús les encomendó que hiciesen lo que El había hecho en aquella comida: "Pronunciando la Acción de Gracias, lo partió y dijo: Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía. Lo mismo hizo con el cáliz, después de cenar, diciendo: Este cáliz es la Nueva Alianza sellada con mi sangre; haced esto cada vez que lo bebáis, en memoria mía" (1 Co 11, 24-25; cfr. Lc 22, 19). La Iglesia en la celebración eucarística expresa su firme convicción de que realiza lo mismo que Jesús realizó en la Cena última y de que así permanece siempre fiel al testamento confiado: ella transmite lo que recibió del Señor (Cfr. 1 Co 11, 23).

A lo largo de la historia, la predicación eclesiástica va haciendo entrega de esta tradición a las sucesivas generaciones. He aquí dos hitos de esa transmisión: "en la última Cena la noche en que iba a ser entregado para dejar a su amada Esposa la Iglesia un sacrificio visible, por el que se hiciese de nuevo presente el sacrificio cruento que una vez por todas tendría lugar en la cruz y su memoria permaneciese hasta el fin de los tiempos..., entregó a los apóstoles su cuerpo y su sangre bajo las apariencias de pan y de vino para que los tomasen, y a ellos y a sus sucesores en el sacerdocio les ordenó con estas palabras que los ofreciesen: 'Haced esto en conmemoración mía' " (C. Trento: DS 1740). "Nuestro Salvador, en la última Cena, la noche en que era entregado, instituyó el Sacrificio Eucarístico de su Cuerpo y Sangre, por el cual iba a perpetuar a través del tiempo hasta su retorno el Sacrificio de la Cruz y a confiar así a su amada Esposa la Iglesia el memorial de su Muerte y Resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual..." (SC 47).

En las plegarias eucarísticas la Iglesia dice también lo que ella intenta y entiende cuando renueva los gestos del Señor en la víspera de su Pasión: suplica al Padre que el Espíritu santifique el pan y el vino que ella ha presentado "de manera que sean Cuerpo y Sangre de Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro, que nos mandó celebrar estos misterios" (Plegaria Eucarística III) "y así celebramos el gran misterio que nos dejó como alianza eterna" (Plegaria Eucarística IV). Para esclarecer el sentido de la acción que los creyentes celebran en la Eucaristía, la catequesis cristiana considera insuficientes los esfuerzos que proceden de las comparaciones con los ritos sacrificiales de las religiones o de las concepciones que alcanza la reflexión humana. La Iglesia penetra en este misterio de fe contemplando los mismos signos con que ella renueva lo que Jesús hizo por primera vez y profundizando en el contexto en que Jesús vivió y en la intención que le inspiró cuando instauró la Nueva Pascua (Cfr. Eucharisticum Mysterium [EM], 15).

"Comimos y bebimos con EL"

85. Comer y beber juntos es signo de convivencia íntima, de amistad, de fraternidad. En la perspectiva bíblica, la comunidad en la comida y la bebida tiene el sentido trascendente de compartir con Dios la intimidad familiar y, al mismo tiempo, victoriosa. La alianza de Yahvé con su pueblo se sella con un banquete: "Subieron Moisés, Aarón, Nadab, Abihú y los setenta ancianos de Israel, y vieron al Dios de Israel: bajo los pies tenía una especie de pavimento brillante como el mismo cielo. Dios no extendió la mano contra los notables de Israel, que pudieron contemplar a Dios, y después comieron y bebieron" (Ex 24, 9-11). El sacrificio de comunión (Lv 3), rito central en el antiguo pueblo de Israel, consistía en un banquete sagrado, una de cuyas partes consumían los fieles, mientras que la otra se ofrecía a Yahvé: era la expresión culminante de la comunidad de vida entre el pueblo y su Dios. Los profetas describirán los tiempos y los triunfos del juicio escatológico mediante la imagen de un banquete: "un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos" (Is 25, 6); "comeréis grasa hasta saciaros y beberéis sangre hasta embriagaros: es el banquete que os he preparado" (Ez 39, 19).

Pablo, resumiendo en clave cristiana la intimidad de Yahvé con su pueblo durante el éxodo, aludirá al alimento y bebida con que fue sostenido Israel en su peregrinación: "Todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo" (1 Co 10, 4).

Enlazando con la temática de los profetas, Jesús se referirá al Reino que promete a los discípulos con la imagen de la mesa: "y yo os transmito el Reino como me lo transmitió mi Padre a mí; comeréis y beberéis a mi mesa en mi Reino" (Lc 22, 29-30). Como anticipo del Reino que vendrá y como señal de su condición de Mesías, Jesús gustará de comer y beber con los pecadores (Cfr. Mc 2, 16). Los apóstoles, en su predicación, proclamarán su familiaridad con el Resucitado afirmando que comieron y bebieron con El: "a nosotros, que hemos comido y bebido con él después de su resurrección" (Hch 10, 41).

Trasfondo del pan y del vino

86. El pan y el vino, alimento y bebida elementales, se relacionan espontáneamente con las acciones de comer y beber. En el lenguaje de los sabios, se introducirá la personificación de la Sabiduría invitando a un banquete de pan y vino: "Venid a comer de mi pan y a beber el vino que he mezclado" (Pr 9, 5).

El pan es considerado como el alimento principal, condición necesaria para mantener la vida y desarrollarla. De alguna manera, designa la comida en general. El pan, don de Dios, es para el hombre una fuente de fuerza (Sal 103, 14-15), un medio de subsistencia tan esencial que carecer de pan es carecer de todo (Am 4, 6; cfr. Gn 28, 20). El pan y la vida se muestran como inseparables. El pan es el símbolo de la vida, pues mantiene la corporeidad del hombre. En la oración que Cristo enseña a sus discípulos, el pan resume todos los dones que nos son necesarios (Lc 11, 3).

En la celebración de la Pascua judía, el pan tenía un simbolismo característico: el pan ácimo era el alimento de los perseguidos, el pan de la miseria y de la prisa, el pan que hubo que llevar y cocer antes de que fermentara (Ex 12, 34.39). El ritual judío de la Pascua desarrolla el sentido de este simbolismo: "Este es el pan de miseria que nuestros antepasados comieron en Egipto: que aquel que se sienta necesitado venga a celebrar la Pascua." El pan de la Pascua remitía al Dios que actuó en la historia liberando a su pueblo oprimido. Pero aquel acontecimiento, para los judíos, no pertenecía sólo al pasado; era una experiencia religiosa de valor permanente: todo aquel que sea esclavo, ¡que venga a celebrar la Pascual Dios pasa sa'vando. El pan de la Pascua evocaba también el alimento del desierto, el maná, auxilio proporcionado por Dios y que el hombre no hubiera podido alcanzar por sí mismo, auxilio que procede de la iniciativa gratuita de Dios.

Juntamente con el pan, el vino forma parte del alimento cotidiano. Ambos son el símbolo típico de la comida. El vino tiene la particularidad de regocijar el corazón. Dios da no sólo el pan que fortalece, sino también el vino que alegra el corazón del hombre (Cfr. Sal 103, 15; Jc 9, 13). Dios alimenta a su pueblo "con la flor de la harina de trigo, y por bebida, con la sangre fermentada de la uva" (Dt 32. 14). El vino anima el cuerpo, lo mismo que la sangre. Existe una relación estrecha entre ambos: están íntimamente vinculados a la vida. Las catequesis de San Cirilo de Jerusalén dirán: "el vino es hermano de la sangre" (Catequesis 22, 2).

El vino constituye, además, uno de los elementos del banquete mesiánico, donde tendrá lugar la auténtica acción de gracias en la que se podrá, con toda verdad, levantar "la copa de la salvación" (Cfr. Sal 115, 13). En el lenguaje de Jesús, el cáliz tiene también otro sentido: es una imagen de la pasión cercana. Es lo que expresa Jesús cuando dice a los hijos de Zebedeo: "¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?" (Mc 10, 38). Como el bautismo de que habla, la copa anuncia el dolor. Bautizar significa sumergir: Jesús será sumergido en un abismo de sufrimientos y habrá de enfrentarse con la copa amarga a la que alude en su oración en el huerto de los Olivos: "Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz. Pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya" (Lc 22, 42).

Pan y vino fueron presentados por Melquisedec, rey de Salén, el sacerdote del Dios Altísimo cuando bendijo a Abrahán, librado de sus enemigos (Cfr. Gn 14, 18-20). La tradición patrística ha subrayado el carácter universalista del gesto de Melquisedec. La ofrenda que se descubre en ese gesto puede ser presentada en todo lugar: no se limita al pueblo de Israel ni se circunscribe al templo de Jerusalén. Melquisedec, rey y sacerdote, se inscribirá en la tradición mesiánica (Cfr. Sal 109, 4) y su figura se verá cumplida en Cristo (Hb 7).

La Pascua judía

87. Todo este conjunto de resonancias religiosas, albergadas en el transfondo bíblico del pan y del vino, se entrecruzan en el marco de la Pascua judía y en ella han de ser contempladas para entender más de cerca el sentido profundo del misterio eucarístico. En la celebración pascual convergen, en efecto, los grandes motivos temáticos de la liberación de los enemigos, de los sufrimientos salvadores, de la plenitud de vida y fortaleza en la comunión íntima con Yahvé, de la victoria universalista vinculada a los tiempos mesiánicos y escatológicos... Jesús instauró su rito propio en el contexto de la Pascua; por ello, en esa atmósfera, encuentran todo su nuevo y radical significado la fracción del pan y la distribución de la copa que Jesús realizó cenando con sus discípulos. La fiesta judía tenía su momento cumbre, su centro, en la comida del cordero inmolado. Jesús se reúne para cenar con sus discípulos "el primer día de los Azimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual" (Mc 14, 12).

El cordero y su sangre derramada rememoraban la sangre con que se marcaron en Egipto las puertas de las casas israelitas: "Y cuando entréis en la tierra que el Señor os va a dar, según lo prometido, observaréis este rito. Y cuando os pregunten vuestros hijos qué significa este rito, les responderéis: es el sacrificio de la Pascua, cuando el Señor pasó junto a las casas de los israelitas, hiriendo a los egipcios y protegiendo nuestras casas. El pueblo se inclinó y se prosternó" (Ex 12, 25-27). La sangre del cordero evocaba otra sangre ligada a los grandes sucesos liberadores de Israel: con sangre se ratificó la Alianza en el Sinaí: Moisés, tomando la sangre de los animales sacrificados, derramó parte sobre un altar y, después de leer ante el pueblo el libro de la Alianza, roció con sangre el pueblo diciendo: "Esta es la sangre de la alianza que hace el Señor con vosotros, sobre todos estos mandatos" (Ex 24, 8). La comida del cordero inmolado en la Pascua judía conmemoraba de generación en generación la liberación de Israel y la ratificación definitiva del antiguo pacto por la sangre.

Esta comida iba precedida de la fracción del pan, gesto tradicional de introducción al banquete: el que presidía la mesa, el cabeza de familia o el que hacía sus veces partía el pan y lo repartía a cada uno de los comensales. El gesto conclusivo de la cena pascual consistía en la bendición de la copa: el uso oriental de hacer circular durante las comidas una copa en la que beben todos, es un símbolo de comunión; en el ritual de Pascua ,la copa que se toma después de cenar (Cfr. Lc 22, 20) —la tercera copa, llamada copa de Elías— simboliza la venida del Reino y es copa de maldición para las naciones opresoras que no han creído en Yahvé y copa de liberación para los creyentes.

El ritual judío de la Pascua unía al gesto de la comida y la bebida explicaciones evocadoras, plegarias y cantos, en los que se manifestaba el significado de los gestos festivos. Sobre un ritmo, de letanía se alababa a Yahvé en una acción de gracias que ponía de relieve cómo los beneficios de Dios superan siempre la esperanza humana. Dayenou es el estribillo Titánico, esto es, "nos habría bastado" : "¡Con cuántos favores nos ha colmado.!... Si hubiese dividido para nosotros el mar sin habérnoslo hecho pasar a pie seco, eso nos habría bastado. Dayenou... Si nos hubiera dado la Ley sin hacernos entrar en el país de Israel, eso nos hubiera bastado. Dayenou..." (Haggada).

La celebración pascual era, para los judíos, un memorial, algo más que el recuerdo subjetivo de un acontecimiento pasado: a lo largo del tiempo, se hacían revivir ante Yahvé sus grandes hazañas en favor de su pueblo para moverlo a mantener la fidelidad a sus promesas y disponerlo a continuar ejerciendo sus intervenciones llenas de misericordia. El memorial de la Pascua situaba también a cada judío fiel en el dinamismo de los acontecimientos, en la historia de la salvación: cada uno es Abrahán, recibiendo de Dios la orden de abandonar su patria y ponerse en camino; es Moisés, huyendo de Egipto y peregrinando por el desierto... La liturgia judía precisaba el. significado siempre actual del éxodo liberador: "Aquel que esté oprimido, venga a celebrar la Pascua."

La Pascua de la Nueva Alianza

88. Al cenar con sus discípulos antes de su pasión, Jesús sustituye el rito de la antigua Pascua por uno nuevo: han llegado los días en que se va a establecer la Alianza definitiva: "Mirad que llegan los días—oráculo del Señor— en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No como la alianza que hice con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto" (Jr 31, 31-32). También esta alianza será sellada con sangre, pero no será ya la sangre del cordero simbólico: Jesús conseguirá la redención eterna no con sangre ajena, sino con su propia sangre (Cfr. Hb 9, 12.15.25).

La comida del cordero desaparece en el nuevo ritual, pues el verdadero Cordero que Dios ha dado a los hombres para redimirlos es Jesús: "Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo" (Jn 1, 29). Jesús opone su propia sangre a la que se derramó al salir de Egipto y a la que anualmente se derramaba para celebrar el memorial de la liberación: "Porque ha sido inmolada nuestra víctima pascual: Cristo" (1 Co 5, 7). Jesús, el Siervo de Yahvé (Is 53) que, en su obediencia filial hasta la muerte, cargará con los pecados de los hombres, ofreciéndose como el auténtico "cordero expiatorio" (Lv 14) y como cordero pascual, está ahora presente en medio de sus discípulos: la atención se aparta del precario cordero de la Pascua judía y la Nueva Pascua se vinculará a la fracción del pan y a la bendición de la copa de la salvación. El pan de la miseria y de la prisa será ahora el signo del Cuerpo sacrificado de Cristo, que es el verdadero pan que Dios nos ha dado, el pan de vida, vivo y vivificante: "Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo" (Jn 6, 51).

La acción de la fracción del pan será una acción sacramental en el sentido estricto del término, esto es, un gesto del mismo Cristo que la Iglesia renovará en la celebración de la Eucaristía. Y el vino de su copa será el signo de la sangre que será derramada por una muchedumbre, el vino de una copa de bendición (Cfr. 1 Co 10, 16). La distribución del cáliz será la acción sacramental que haga presente el gesto del Señor que lo dio a sus discípulos diciendo: "Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre" (1 Co 11, 25). La Nueva Pascua será el memorial de la muerte salvadora de Jesús aceptada por el Padre y la acción de gracias que festeja la misericordia y la fidelidad de Dios, su intervención decisiva en favor de los hombres.

La Eucaristía, sacrificio del Señor bajo el signo de un banquete

89. "La Misa o Cena del Señor es a la vez e inseparablemente:

El sacrificio irrepetible del Señor

90. Jesús ofreció el sacrificio de su vida una vez para siempre (Cfr. Hb 7, 27; 9, 12.28; 1 P 3, 18). El suceso de su muerte constituyó un acontecimiento histórico único e irreversible. Pero su muerte, aceptada por el Padre que lo resucitó de entre los muertos y lo exaltó dándole el Nombresobre-todo-nombre, continúa irradiando siempre su eficacia en la existencia gloriosa de Cristo: en un ahora perenne se hace presente "para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros" (Hb 9, 24). Jesús se ha realizado como Mediador por la obediencia filial de su muerte y su sacrificio se ha incrustado, por decirlo así, en su propia existencia, ha dejado en ella algo más que unas huellas transitorias, ha llevado a la perfección su realidad humana y la ha consumado (Cfr. Hb 5, 9). Por la obediencia de su muerte, Cristo es el mediador perfecto, el sacerdote único y la oblación plenamente realizada: siempre vivo, "puede salvar definitivamente a los que por medio de él se acercan a Dios..." (Hb 7, 25). Donde Cristo esté presente actualizando su salvación eterna, allí está presente e irradiante el sacrificio de su muerte agradable al Padre.

El memorial del sacrificio del Señor

91. En la última Cena, al dar a los Apóstoles su Cuerpo y Sangre bajo los signos del pan y del vino, al entregarse a sí mismo en su total integridad (totus et integer Christus: C. Trento, DS 1641), Jesús confió a su Iglesia el memorial de su muerte irrepetible y siempre eficaz, la Eucaristía. Este memorial es un banquete sagrado. Lo que los Apóstoles pudieron contemplar —mesa, pan, vino— y la invitación de Jesús a que comieran y bebieran les situó en el ambiente de una comida. Se trataba de una comida singular cuyos elementos conectaban con las múltiples resonancias sacrificiales de la Pascua de la Alianza Antigua y que venía a sustituirla, a mostrar su condición caduca y prefiguradora.

El memorial que Jesús entrega a sus discípulos no es sólo una evocación subjetiva; tampoco es una simple imagen o una representación. Cuando Jesús encomendaba a los Apóstoles que hiciesen hasta su retorno lo que El acababa de realizar, les encargaba que celebrasen un banquete en el que se actualizaba su muerte salvadora porque El mismo, en su existencia gloriosa, se actualizaría realmente en él. Pablo recordaba a los cristianos de Corinto que al congregarse para "comer la Cena del Señor", han de tener presente esto: "Cada vez que coméis de este pan y bebéis del cáliz, proclamáis la muerte del Señor, hasta que vuelva" (1 Co 11, 20.26). El banquete de la Eucaristía hace presente al mismo Cristo glorificado y vivo cuyo ser es inseparable de su obediencia hasta la muerte, aquella obediencia por la que Jesús actuó el sacerdocio de la Alianza Nueva y eterna, la obediencia por la que hizo de su muerte un sacrificio.

En su "acción de gracias", la Iglesia ofrece al Padre "el sacrificio vivo y santo", la ofrenda del Cuerpo y Sangre de su Hijo bajo los signos del pan y del vino y en ella Dios contempla la misma Víctima que en la inmolación única de la Cruz nos reconcilió con El: "Dirige (Padre) tu mirada sobre la ofrenda de tu Iglesia y reconoce en ella la Víctima por cuya inmolación quisiste devolvernos tu amistad" (Plegaria Eucarística III), "esta Víctima que tú mismo has preparado a tu Iglesia" (Plegaria Eucarística IV), "el sacrificio puro, inmaculado y santo: pan de vida eterna y cáliz de eterna salvación" (Plegaria Eucarística 1), "te ofrecemos, Padre, el pan ae vida y el cáliz de salvación" (Plegaria Eucarística II).

Sacrificio y banquete

92. "El sacrificio y el banquete sagrado pertenecen a un mismo misterio de tal manera que están íntimamente unidos. Pues el Señor se inmola en el mismo sacrificio de la Misa cuando "comienza a estar sacramentalmente presente como alimento espiritual de los fieles bajo las especies de pan y vino" (Pablo VI, Mysterium Fidei). Y Cristo entregó a la Iglesia este sacrificio para que los fieles participen de él espiritualmente por la fe y la caridad y sacramentalmente por el banquete de la Sagrada Icornunión. Además, la participación en la Cena del Señor es siempre Comunión con el Cristo que se ofrece en sacrificio al Padre por nosotros" (EM 3).

La presencia de Cristo inmolado en la acción eucarística

93. Al celebrar la Eucaristía, la Iglesia congrega a los creyentes en torno a Cristo que le prometió su presencia cuando dijo: "Donde dos o tres están reunidos eñ mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18, 20). Esta promesa de Jesús es eminentemente válida cuando se trata de la asamblea local de la Iglesia Santa convocada para celebrar el Memorial del Señor (Cfr. Nuevas Normas de la Misa. Ordenación General del Misal Romano [OGMR], 7). La presencia del Señor se actualiza de modo particular en la asamblea cristiana cuando se escucha su Palabra, "pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es El mismo quien habla" (SC 7). En la persona del ministro que preside la celebración se hace también presente Cristo "ofreciéndose ahora por ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz" (C. Trento: DS 1743).

Pero la acción sagrada alcanza su vértice en la Plegaria Eucarística que el sacerdote, que representa a Cristo, dirige a Dios en nombre de todo el pueblo santo y de todos los circunstantes (Cfr. OGMR 10). Las palabras de la Plegaria Eucarística determinan últimamente los gestos de la celebración. Es una oración de acción de gracias y de consagración: en ella se alaba a Dios Padre, agradeciéndole todos los dones que concede a los hombres en la creación y sus intervenciones salvadoras en la historia de la humanidad que culminan en el misterio pascual de Cristo, muerto y resucitado. En esta Plegaria se implora la efusión del Espíritu (epíclesis) para que los dones presentados —el pan y el vino— sean consagrados, es decir, se conviertan en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

En ella, con palabras y gestos de Cristo, se representa la última Cena en la que Jesús encargó a los apóstoles que renovasen este misterio y, recordando (anámnesis) los acontecimientos salvíficos del Señor —su pasión, resurrección y ascensión al cielo—, se ofrece al Padre en el Espíritu Santo el sacrificio de Cristo. En comunión con toda la Iglesia, celestial y terrena, se suplica que Dios envíe su salvación, la remisión de los pecados y los bienes del Reino (Cfr. OGMR 54-55).

En este momento que es el centro y la cumbre de toda la celebración, cuando la Iglesia celebra lo que Jesús hizo en la Cena, sucede la singular presencia propia del Memorial de la Eucaristía, el encuentro de Cristo con los creyentes en la verdadera y gloriosa realidad de su existencia consumada de Sacerdote único y de Oblación perfecta.

Fe de la Iglesia

94. "El pan y el vino —comenta San Cirilo de Jerusalén— te aparecen en su estado puramente natural; no te detengas ahí, según la afirmación del Maestro, son el Cuerpo y la Sangre de Cristo" (Catequesis 22, 6). Esta presencia de Cristo bajo los signos sacramentales del pan y del vino "se llama real no por su exclusión, como si las otras no fuesen reales, sino por razón de su excelencia" (Pablo VI, Mysterium Fidei).

La fe de la Iglesia en este misterio, profesada firmemente a lo largo de su historia, fue expresada así en el Concilio de Trento: "Una vez consagrados el pan y el vino, nuestro Señor Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, está presente verdadera, real y sustancialmente en el Santo sacramento de la Eucaristía bajo la apariencia de esas realidades sensibles" (DS 1636). "Por la consagración del pan y del vino se realiza la conversión de toda la sustancia del pan en la sustancia del Cuerpo de Cristo Señor Nuestro, y de toda la sustancia del vino en la sustancia de su Sangre. Esta conversión ha sido llamada justa y propiamente por la Santa Iglesia católica transustanciación" (DS 1642). Al permanecer "solamente íntegras las propiedades del pan y del vino, que percibimos con nuestros sentidos" (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 25), la fe en el misterio de la conversión eucarística garantiza que el sacrificio de Cristo se hace realmente presente en la Iglesia y testimonia que, en los elementos creados, se da un ámbito de realidad que traspasa los límites de lo que nuestros sentidos y nuestra ciencia humana experimentan: es en esa profunda realidad donde el influjo divino opera por la acción del Espíritu la admirable transformación eucarística.

"Tomad y comed", "tomad y bebed": comunión con el Señor resucitado

95. El Cuerpo y la Sangre del Señor, ofrecidos bajo los signos del pan y del vino —signos de banquete pascual—, se destinan a ser recibidos por los creyentes como alimento espiritual. El banquete eucarístico es la Cena nupcial del Cordero inmolado: "Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero" (Ap 19, 9). La Iglesia invita con estas palabras a participar en el convite sagrado: "Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. ¡Dichosos los llamados a esta Cena!"

En su condición gloriosa, la misma Carne de Cristo y su Sangre son entregadas como verdadera comida y verdadera bebida en orden a la vida eterna: por medio de este alimento, se establece una comunión personal entre el Señor Resucitado y los cristianos: entramos con El y con el Padre, en el Espíritu, en una relación de vida que ni siquiera la muerte podrá rescindir: "El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron: el que come este pan vivirá para siempre" (In 6, 56-58).

La Eucaristía es así anticipación de la vida eterna y medicina de inmortalidad, como afirma la más antigua tradición de la Iglesia. En la comunión sacramental del Cuerpo y Sangi e de Cristo se consuma, alcanza su última perfección el sacrificio eucarístico. "Los fieles participan más perfectamente en la celebración por la comunión sacramental de la Eucaristía... La comunión, cuando se hace bajo las dos especies, adquiere su forma plena en su aspecto de signo. Pues en aquella forma (manteniendo los principios establecidos por el Concilio Tridentino, según los cuales, bajo cualquiera de las do$ especies, se recibe a Cristo en su total integridad y un verdadero sacramento) aparece más perfectamente el signo del banquete eucarístico y se expresa con mayor claridad la voluntad que ratifica el nuevo y eterno Testamento en la Sangre del Señor y el vínculo que existe entre el banquete eucarístico y el banquete escatológico en el Reino del Padre (Cfr. Mt 26, 27-29)" (EM 31-32).

La Comunión eucarística constituye para los creyentes el momento máximo en la participación de la gracia salvadora y representa el elemento esencial de la incorporación a la Iglesia. Esta, siguiendo la enseñanza apostólica, recuerda a los cristianos que, antes de acercarse a la Comunión sacramental, cada uno examine y purifique su conciencia —si es preciso, celebrando la Penitencia sacramental—: "Examínese cada uno a sí mismo antes de comer el pan y beber del cáliz porque el que come y bebe sin apreciar el cuerpo, se come y bebe su propia sentencia" (1 Co 11, 28-29).

Aunque la Eucaristía es "remedio que nos libra de las culpas de cada día y nos preserva de los pecados mortales" (C. Trento: DS 1638; cfr. DS 1740.1743), no se debe olvidar que la participación plena en el misterio eucarístico por la Comunión debe ser la ratificación de una voluntad de cumplir las exigencias de vida y los imperativos de conducta que comporta el seguimiento de Cristo que verdaderamente nos sale al encuentro.

La Eucaristía: sacrificio de la Iglesia y centro de su unidad

96. La celebración de la Eucaristía, acción eminente de Cristo en e] seno de su comunidad, es también el sacrificio de la Iglesia que "esposa y ministro de Cristo, cumpliendo con él el oficio de sacerdote y de hostia, lo ofrece al Padre y se ofrece a sí misma toda entera con El" (EM 3). Todos cuantos participan en el Memorial de la Nueva Alianza han de procurar una consciente lucidez para unirse a los sentimientos y entrega generosa de Cristo Jesús, ofreciéndose a sí mismos "al ofrecer la hostia inmaculada no sólo por manos del sacerdote, sino juntamente con él" (SC 48). La existencia cotidiana, con sus trabajos, proyectos, dificultades y alegrías, no es ajena al culto cristiano que tiene su manifestación suprema en el sacrificio eucarístico: "También vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo" (1 P 2, 5), y se destinan a ser ofrecidos al Padre junto con la oblación del Cuerpo del Señor (Cfr. LG 34). La Eucaristía es la cumbre de la vida cristiana, pero es también la fuente de la que procede el amor operante y eficaz: "Los fieles de Cristo, contemplando asiduamente en la fe el don recibido y guiados por el Espíritu Santo, han de vivir su vida ordinaria en acción de gracias y produciendo frutos más abundantes de caridad" (EM 38).

En la celebración de la Eucaristía corresponde un lugar específico a los Obispos y los presbíteros: a ellos pertenece, por el carácter ministerial recibido en la ordenación, actuar en la persona de Cristo, Cabeza de su Iglesia, y consagrar el Cuerpo y la Sangre del Señor: "Es propio del sacerdote consumar la edificación del Cuerpo de Cristo por el sacrificio eucarístico" (LG 17); "el mismo Señor, con el fin de que los fieles formaran un solo cuerpo, en el que no todos los miembros desempeñan la misma función" (Rm 12, 4), constituyó a algunos de ellos ministros que, en la sociedad de los creyentes, tuvieran la potestad sagrada del Orden para ofrecer el Sacrificio y perdonar los pecados" (PO 2; cfr. Mysterium Ecclesiae).

Ahora bien, toda legítima celebración de la Eucaristía es dirigida por el Obispo al que ha sido confiada la misión de ofrecer a Dios el culto cristiano y de administrarlo según los mandatos del Señor y las leyes de la Iglesia (Cfr. LG 26). "En la celebración eucarística presidida por el obispo, rodeado de su presbiterio y sus ministros, con la participación activa de todo el pueblo santo de Dios, se encuentra la principal manifestación de la constitución jerárquica de la Iglesia" (EM 42).

La Eucaristía significa y realiza la Iglesia. La Iglesia de Cristo está presente allí donde una comunidad de cristianos se congrega para celebrarla en comunión con su Obispo con el colegio episcopal y con el Sucesor de Pedro: esta comunión se expresa siempre en las Plegarias Eucarísticas. "En cualquier altar, bajo el ministerio del obispo o del sacerdote que hace las veces del obispo se "manifiesta el símbolo de aquella caridad y unidad del Cuerpo místico, sin la cual no puede haber salvación." En estas comunidades, muchas veces pequeñas y pobres, que viven en la diáspora, está presente Cristo, en cuya virtud se reúne la Iglesia una, santa, católica y apostólica" (EM 7).

La Eucaristía realiza la unidad de la Iglesia y es signo de ella: "Al participar realmente del Cuerpo del Señor en la fracción del pan eucarístico, somos elevados a la comunión con El y entre nosotros. Porque el pan es uno, y así nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo cuerpo, porque comemos todos el mismo pan (1 Co 10, 17). Así, todos nos convertimos en miembros de ese Cuerpo (Cfr. 1 Co 12, 27), y cada miembro está al servicio de los otros miembros" (Rm 12, 5)" (LG 7). Por esta unidad, rezó Jesús en la última Cena. Esa unidad es esencial para el cumplimiento de la misión evangelizadora; más aún, es el signo que el mundo entenderá: "Para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también lo sean en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (In 17, 21). La unidad de los corazones, que brota de la Eucaristía y es signo de ella, lleva también consigo a una efectiva comunicación de bienes (Cfr. Tema 40).

Adoración de Cristo presente en la reserva eucarística

97. San Justino, en uno de los escritos cristianos más primitivos relativos a la Eucaristía (data de mediados del siglo Il), después de describir el rito de la celebración, señala que "las realidades eucaristizadas", es decir, el pan y vino consagrados, "se envían a los ausentes por medio de los diáconos" (Apología primera, 67). Encontramos aquí un antiguo indicio de la costumbre que se introducirá en la Iglesia de custodiar con especial veneración los dones eucarísticos para hacerlos llegar a quienes no pudieron tomar parte en la acción sagrada, entre los que ocupan un lugar principal los enfermos y moribundos. La Iglesia ha actuado así porque creyó siempre que la presencia verdadera del Señor, acontecida en la celebración del Memorial de su Pascua, continúa, también después, vinculada al pan y al vino consagrados.

Llevada por esta profunda convicción de su fe, la Iglesia adora en la reserva a Cristo Resucitado, presente bajo los signos sacramentales, lo mismo que lo adora mientras celebra su presencia en la acción eucarística, "pues no debe dejar de ser adorado (este sacramento) por el hecho de haber sido instituido por Cristo Señor para ser comido" (C. Trento: DS 1643). El tabernáculo es "como el corazón vivo de nuestros templos" (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios, 26): en él ha puesto su Morada, ha acampado, la gloria del Resucitado al que pueden honrar los creyentes como lo honraron las mujeres en la mañana de Pascua ("se postraron ante él y le abrazaron los pies": Mt 28, 9) y en el que pueden reconocer a su Señor y su Dios, como Juan, en el mar de Tiberíades ("Es el Señor", Jn 21, 7) o como Tomás en el cenáculo ("¡Señor mío y Dios mío!", Jn 20, 28). En el tabernáculo permanece presente el Cordero que está en pie y, al mismo tiempo, se manifiesta como degollado (Cfr. Ap 5, 6), del que brota el río de aguas vivas del Espíritu (Cfr. Ap 22, 1), ante el que se postra en la liturgia celestial el Reino de Sacerdotes (Cfr. Ap 5).

Cuando los fieles veneran a Cristo presente en la reserva eucarística recuerdan con acción de gracias la celebración sacrificial en la que esta presencia tiene su origen y alientan el deseo de unirse más íntimamente con Cristo, Pan de vida, especialmente a través de la Comunión sacramental: es un mismo impulso el que los acerca a la Comunión y el que los mueve a participar lo más plenamente posible en todas las riquezas encerradas en el misterio pascual.

Así tratan de responder con generosidad a los bienes de la Alianza —la vida divina— que Cristo, siempre presente entre nosotros hasta el fin de los tiempos, infunde continuamente en los miembros de su Cuerpo. "Permaneciendo ante Cristo, el Señor, disfrutan de su trato íntimo, le abren su corazón pidiendo por sí mismos y por todos los suyos y ruegan por la paz y la salvación del mundo. Ofreciendo con Cristo toda su vida al Padre en el Espíritu Santo, extraen de este trato admirable un crecimiento en su fe, su esperanza y su caridad. Así fomentan las disposiciones debidas que les permiten celebrar con la devoción conveniente el Memorial del Señor y recibir con frecuencia el Pan que nos ha dado el Padre" (EM 50).

La convivencia con Cristo glorioso, presente en la reserva de los templos, conduce a la Iglesia a expresiones comunitarias de su experiencia de fe, que admiten muy diversas modalidades: "Este culto de adoración se basa en razones muy sólidas y firmes, sobre todo porque a la fe en la presencia real del Señor le es connatural su manifestación externa y pública" (EM 49).

Un banquete extraordinario para todos los pueblos

98. Todas las narraciones de la institución de la Eucaristía señalan de una u otra manera la relación de la misma con la venida gloriosa del Señor "hasta que vuelva" (1 Co 11, 26). Por ello, en las reuniones de la Iglesia primitiva surge espontánea esta oración de esperanza y de ansia ante la anunciada venida del Señor: "Ven, Señor Jesús" (1 Co 16, 22; Ap 22, 20; cfr. Tema 74). La presencia de Cristo en la Eucaristía nos introduce ahora ya en la vida de Dios, pero, sobre todo, nos anuncia la participación plena en el banquete mesiánico, en el que se saciarán todos los que tengan hambre (Cfr. Is 55, 1-2; Mt 5, 3.6; Lc 22, 30; Mt 26, 29; 8, 11). En efecto, al final de la história, Dios prepara un banquete extraordinario para todos los pueblos. El arrancará el velo que oscurece realmente el horizonte de los hombres, el paño que tapa a todas las naciones: aniquilará la muerte para siempre (Cfr. Is 25, 6ss).