CAPITULO IV. NACIDOS DEL AGUA Y DEL ESPÍRITU. EL HOMBRE NUEVO.

ARTICULO 1.—EL HOMBRE NUEVO, CONFIGURADO CON CRISTO: VIDA DE GRACIA

ARTICULO 2.—EL HOMBRE NUEVO VIVE CONFORME A LA PALABRA DE DIOS: MORAL DE GRACIA

ARTICULO 3.—EL HOMBRE NUEVO NACE DE LA COMUNIDAD Y VIVE EN ELLA: LA IGLESIA

ARTICULO 4.—EL HOMBRE NUEVO NACE Y VIVE POR LA CELEBRACIÓN DEL MISTERIO DE CRISTO: LOS SACRAMENTOS

 

OBJETIVO CATEQUÉTICO

    Anunciar:

— que Cristo hace posible el renacimiento del hombre a través 'de su Espíritu. Por sí mismo, el hombre no puede hacerlo. Con el don del Espíritu es posible ser hombre nuevo.
 


 

ARTICULO 1.-EL HOMBRE NUEVO, CONFIGURADO CON CRISTO: VIDA DE GRACIA

 

Tema 34. EL HOMBRE NUEVO, CONFIGURADO CON CRISTO POR EL DON Y LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO. LA VIDA DE GRACIA

 

OBJETIVO CATEQUÉTICO

Anunciar:

 

La crisis de identidad

1. El preadolescente, inquieto ante las transformaciones que vive, se interroga sobre sí mismo y abandona la seguridad de la etapa anterior. El entorno también le cuestiona, percibe en los adultos un trato distinto, una actitud crítica ante su actual situación. El preadolesoente se enfrenta, en estos momentos, con una de las crisis más importantes en la vida del hombre, la crisis de identidad, encrucijada, que ,una vez franqueada dejará en su personalidad una huella duradera.

¿Quién soy yo? ¿Qué quiero llegar a ser?

2. Para comprender la inquietud que domina la vida del preadolescente es preciso tener en cuenta que en esta edad, y a lo largo de toda la adolescencia se concentran, de algún modo, los interrogantes sobre el valor de las etapas recorridas y la desorientación del hombre sobre lo que quiere llegar a ser. Se pregunta muchas veces: ¿cómo soy yo? ¿Cuáles son mis defectos, mis posibilidades, mis aptitudes, personalidad? En definitiva, ¿quién soy yo? ¿Qué quiero llegar a ser? Es una etapa oportuna para reflexionar sobre la propia vocación.

¿Qué es el hombre?

3. De una u otra forma, la crisis preadolescente irá siendo superada. La crisis pasará. Sin embargo, el preadolescente irá descubriendo dentro de sí, y a su alrededor, que hay interrogantes que no tienen fácil respuesta. Que los propios adultos se hallan divididos, cuando se trata de identificar lo que es específicamente humano: ¿Qué e,s el hombre? ¿Un mecano, un robot, un animal más, un semidios...? Un día terminará por descubrir que el hombre no podrá nunca conocerse del todo: es siempre para sí mismo un problema abierto o un misterio insondable.

Identidad y vida de fe

4. El hombre que acepta con fe viva la revelación de Dios tiene una nueva luz ,para saber quien es Dios y quien es el hombre. Dios nos ha hablado de nuestro origen y de nuestro destino. Nos ha mostrado nuestro camino. Quiere hacer de nosotros, en Cristo Jesús, un hombre nuevo. Sólo Dios puede esclarecer plenamente el misterio del hombre: su situación presente, sus aspiraciones profundas, su libertad, su pecado, su dolor, su muerte, su esperanza de vida futura. El cristianismo construye su identidad personal en la vida de fe, esperanza y caridad. El creyente afirma su personalidad al profundizar en su relación personal con Cristo.

Dios dirige la historia

5. Tanto el Viejo como el Nuevo Testamento anuncian un hecho que conmueve los cimientos de la experiencia humana común: el hecho es que Dios actúa en la historia. Su acción es muchas veces inadvertida. Como dice el salmista: "por el mar iba tu camino, por las inmensas aguas, tu sendero, y no se descubrieron tus pisadas" (Sal 76, 20). Desde Abraham al último de los profetas, éste es uno de los aspectos más profundos y característicos de la historia de Israel: Dios dirige la historia sin suprimir ni limitar la libertad de los hombres. Dios no nos abandona (Cfr. Is 49, 15ss). A veces Dios interviene en ella de manera significativa y manifiesta. Israel tuvo experiencia de esta intervención misericordiosa de Dios: "Cuando el ,Señor cambió la suerte de Sión, nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares" (Sal 125, 1-2).

El gran acontecimiento: Jesús ha resucitado. Cristo es el Señor

6. El Nuevo Testamento nos presenta una nueva intervención de Dios, verdaderamente inaudita, inesperada: "Todo Israel esté cierto de que al mismo Jesús, a quien vosotros crucificasteis, Dios lo ha constituido Señor y Mesías" (Hch 2, 36). Este es el gran acontecimiento de la historia de salvación: un muerto, Jesús, condenado y ejecutado por la justicia de los hombres, ha sido constituido Señor de la historia. ¡Al igual que a Yahvé le corresponde el Nombre-que-está-sobre-todo-nombre! Este es el kerygma (mensaje, proclamación) del Nuevo Testamento.

El amanecer de un nuevo día que no se cerrará jamás

7. La Iglesia primitiva tiene experiencia de esto, pues se le ha dado el reconocer a Jesús en los múltiples signos que se producen como fruto de su pascua. Su misterio pascual ha inaugurado para el mundo entero el amanecer de un nuevo día, el día de la resurrección, el "tercer día". El "tercer día" no es un día solar de calendario, sino todo un período, el tiempo que sigue a la resurrección de Jesús. El "tercer día" es un día que queda abierto y que no se cerrará jamás (Cfr. Tema 18). Es el propio futuro del hombre el que ha quedado inaugurado con la resurrección de Jesús y su constitución como Señor de la historia. En Jesucristo ha aparecido así el verdadero prototipo del hombre. "Cristo manifiesta plenamente el hombre al hombre" (GS 22). El es, por antonomasia, el hombre nuevo (Ef 2, 15).

El nacimiento de un nuevo hombre

8. Pablo sabe por experiencia que el que se ha encontrado con Cristo es como si hubiera vuelto a nacer, una criatura nueva, un hombre nuevo (2 Co 5, 17). El confiesa que ha encontrado el verdadero y definitivo sentido de su vida gracias al amor de Dios manifestado en Cristo Jesús; ya nadie ni nada podrá separarle de ese amor (Rm 8, 35-39): en un sentido profundamente cierto en el encuentro con Cristo ha sido recreado. La pro, fundidad de la relación interpersonal de Pablo con Cristo queda expresada de forma difícilmente superable en la siguiente fórmula: "Vivo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 20).

Pablo, un hombre nuevo

9. El descubrimiento de este acontecimiento saca a Pablo "fuera de sí", derriba sus viejos centros die interés, invierte su jerarquía de valores, quebranta los cimientos de su mundo: "Todo eso que para mí era ganancia, lo consideré pérdida comparado con Cristo, más aún, todo lo estimo pérdida, comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo y existir en él, no con una justicia mía —la de la ley— sino con la que viene de la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios y se apoya en la fe" (Flp 3, 7-9). Pablo es un hombre nuevo, radicalmente transformado, está poseído totalmente por Jesús, con el que se ha encontrado ya para siempre y de cuyo mensaje será el pregonero más fiel. Proclamará no su palabra, sino la Palabra de Dios viva y operante en los creyentes (1 Ts 2, 13).

Cristo sigue creando hombres nuevos: en la cruz ha quebrantado la fuerza de la carne

10. Cristo, que transformó a Pablo y a los Apóstoles, continúa hoy transformando y renovando a todos aquellos que se convierten y se unen a El por la fe y por el bautismo. Cristo renueva y vivifica constantemente a la Iglesia que es su cuerpo.

Cristo, con su muerte redentora, venció el pecado y nos hizo capaces de vivir, no según la carne, sino según el espíritu, opuesto a la carne; "Lo que no pudo hacer la ley, reducida a la impotencia por la carne, lo ha hecho Dios: envió a su Hijo encamado en una carne pecadora como la nuestra, haciéndolo víctima por el pecado, y en su carne condenó el pecado. Así, la justicia que proponía la ley puede realizarse en nosotros, que ya no procedemos dirigidos por la carne, sino por el Espíritu" (Rm 8, 3-4). San Pablo usa con frecuencia el término carne o la expresión vivir según la carne no en el sentido de pecados de lujuria, sino en un sentido más amplio: la carne, sede de las pasiones y pecados, destina a la corrupción y a la muerte, hasta el punto de ser como una personificación del Mal, enemiga de Dios y hostil al Espíritu de Dios. Cristo, asumiendo la condición humana, menos en el pecado, ha dado muerte en la cruz al mismo pecado.

"El que es de Cristo ha sido hecho nueva criatura." El bautizado, un ser creado en Cristo-Jesús

11. La obra que se ha realizado en la muerte y resurrección de Cristo no es sólo la victoria sobre el pecado; es una nueva creación, es el comienzo de puna humanidad nueva. El hombre nuevo por excelencia es Cristo. Si Adán fué el jefe de la primera creación, Cristo es el primer hombre de la nueva humanidad (Cfr. Rm 5, 12-21; 1 Co 15). Si el hombre ha sido creado a imagen de Dios, Cristo-Jesús es la imagen de Dios en un sentido pleno (Cfr. 1 Co 15, 49; Rm 8, 29; Col 1, 15-20).

Por la fe y el bautismo los cristianos participan de la muerte y resurrección de Cristo (Rm 6), se unen a su victoria sobre el pecado y se incorporan a la nueva humanidad que se inicia en Cristo: "De suerte que el que es de Cristo ha sido hecho nueva criatura" (2 Co 5, 17). Un bautizado es un ser creado en Cristo Jesús (Ef 2, 10).

Por el bautismo somos de Cristo. El cristiano debe seguir a Cristo

12. El bautismo nos vincula a Cristo de modo especial: hemos sido hechos una cosa con El (Cfr. Rm 6,5), hemos quedado injertados en El. El es la vid y nosotros los sarmientos (Jn 15, 5). Somos miembros suyos (1 Co 12, 12ss.). Somos de Cristo ,para siempre.

Por razón de esta especial incorporación del bautizado a Cristo, el cristiano ha de llevar una conducta propia de un miembro de Cristo (Cfr. 1 Co 6, 15-19; 12 y 13): "Los que son de Cristo Jesús han crucificado, su carne con sus pasiones y sus deseos" (Ga 5, 24). El cristiano debe seguir a Cristo, participar de sus sentimientos (Flp 2, 5), imitarle. Por el bautismo nacemos del agua y del Espíritu, nacemos de lo alto, nacemos de nuevo (Cfr. Jn 3, 3.5.7ss.). Cristo nos hace partícipes de la vida divina, nos concede el don de la gracia santificante. Esta vida de gracia se realiza y manifiesta como vida de fe, de esperanza y de caridad.

El encuentro con Cristo en el bautismo, fundamento de una moral de hombre nuevo, raíz de una moral de gracia

13. Este pertenecer a Cristo definitivamente y haber sido asociados a su muerte y resurrección en virtud del bautismo, es para el cristiano fundamento de una moral propia de hombres nuevos, contraria al hombre viejo dominado por el pecado, una moral de gracia. La muerte y resurrección de Cristo ha de traslucirse permanentemente en la conducta moral del cristiano.

"Andemos en una vida nueva"

14. "¿Es que no sabéis que los que por el bautismo nos incorporamos a Cristo, fuimos incorporados a su muerte? Por el bautismo fuimos sepultados con El en la muerte, para que, así como Cristo fue resucitado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva. Porque, si hemos quedado incorporados a él por una muerte como la suya, lo estaremos también por una resurrección como la suya. Comprendamos que nuestro hombre viejo ha sido crucificado con Cristo, destruida nuestra personalidad de pecadores y nosotros libres de la esclavitud al pecado; porque el que muere ha quedado absuelto del pecado.

Por tanto, si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con El; pues sabemos que Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre El. Porque su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre; y su vivir es un vivir para Dios. Lo mismo vosotros, consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús. Que el pecado no siga dominando vuestro cuerpo mortal, ni seáis súbditos de los deseos del cuerpo. No pongáis vuestros miembros al servicio del pecado como instrumentos para la injusticia; ofreceos a Dios como hombres que de la muerte han vuelto a la vida, y poned a su servicio vuestros miembros, como instrumentos para la justicia. Porque el pecado no os dominará: ya que no estáis bajo la ley, sino bajo la gracia" (Rm 6, 3-14; cfr. 1 Co 6, 15-19; Col 2, 11-13).

¡Conflguraos con Cristo! ¡Despojaos del hombre viejo! ¡Revestíos del nuevo!

15. El designio de Dios es que nos configuremos con su Hijo, como modelo y prototipo (Cfr. Rm 8, 28-30; 2 Co 3, 18). Esto se inicia con el bautismo. Se logrará plenamente, en cuerpo y alma, el día de la resurrección, cuando Cristo haya transfigurado este cuerpo de bajeza conforme a su cuerpo glorioso (Flp 3, 21). Entonces deberá revestirse del hombre celestial (1 Co 15, 49). Pero entre tanto, a lo largo de su vida, el cristiano trata de asemejarse a Cristo por su amor y pureza de vida, según la exhortación de Pablo: "Sed imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros" (Ef 5, 1-2; cfr. Col 3, 12-15). Configurarnos con Cristo es revestirnos del hombre nuevo, lo cual implica despojarnos del hombre viejo: "En consecuencia, dad muerte a todo lo terreno que hay en vosotros: la fornicación, la impureza, la pasión, la codicia y la avaricia, que es una idolatría. Eso es lo que atrae el castigo de Dios sobre los desobedientes. Entre ellos andábais también vosotros, cuando vivíais de esa manera; ahora, en cambio, deshaceos de todo eso; ira, coraje, maldad, calumnias y groserías, ¡fuera de vuestra boca! No sigáis engañándoos unos a otros. Despojaos del hombre viejo con sus obras, y revestíos del nuevo, que se va renovando como imagen de su creador, hasta llegar a conocerlo" (Col 3, 5-10).

Para vivir esta moral de gracia, Cristo resucitado concede a su Iglesia el don del Espíritu Santo

16. Para que seamos capaces de vivir según esta moral de gracia, moral de la nueva alianza y seamos hombres nuevos en Cristo Jesús, según el designio de Dios, Jesucristo resucitado concede a su Iglesia el don del Espíritu Santo. De este modo se cumple lo anunciado por los profetas, como dice Pedro el día de Pentecostés: "En los últimos días —dijo Dios—derramaré mi Espíritu sobre todo hombre: Profetizarán vuestros hijos e hijas, vuestros jóvenes tendrán visiones y vuestros ancianos soñarán sueños; y sobre mis siervos y siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días y profetizarán. Haré prodigios arriba en el cielo y signos abajo en la tierra" (Hch 2, 17-19). El Espíritu se nos concede en virtud de la resurrección de Cristo: "El último día, el más solemne de las fiestas, Jesús en pie gritaba: El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí que beba. (Como dice la Escritura: de sus entrañas manarán torrentes de agua viva). Decía esto refiriéndose al Espíritu, que habían de recibir los que creyeran en él. Todavía no se había dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado" (Jn 7, 37-39). El Espíritu Santo ha sido enviado por el Padre y por el Hijo para dar testimonio de Cristo, y para que a su vez den testimonio de Cristo los Apóstoles: "Cuando venga el Defensor, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de la Verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí: y también vosotros daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo" (Jn 15, 26-27).

El Espíritu Santo suscita en nosotros tendencias contrarias a las de la "carne"

17. El Espíritu Santo suscita en nosotros tendencias contrarias a las de la carne: "Porque los que se dejan dirigir por la carne, tienden a lo carnal; en cambio, los que se dejan dirigir por el Espíritu, tienden a lo espiritual. Nuestra carne tiende a la muerte; el Espíritu, a la vida y a la paz. Porque la tendencia de la carne es rebelarse contra Dios; no sólo no se somete a la ley de Dios, ni siquiera lo puede. Los que viven sujetos a la carne no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo, no es de Cristo" (Rm 8, 5-9). "Las obras de la carne están patentes: fornicaciones, impurezas, libertinaje, idolatría, hechicería, enemistades, contiendas, envidias, rencores, rivalidades, partidismo, sectarismo, discordias, borracheras, orgías y cosas por el estilo. Y os prevengo, como ya os previne, que los que así obran no heredarán el Reino de Dios. En cambio, el fruto del Espíritu es: amor, alegría, paz, compren, Sión, servicialidad, bondad, lealtad, amabilidad, dominio de sí. Contra esto no va la Ley" (Ga 5, 19-23).

El Espíritu Santo nos transforma realmente en hijos de Dios y coherederos con Cristo

18. El Espíritu Santo nos transforma realmente en hijos de Dios. El nos guía para que vivamos como miembros del Cuerpo de Cristo (Cfr. 1 Co 12, 4) y como hijos de Dios. En efecto, "todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibísteis un espíritu de esclavitud para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abba! (Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y, si somos hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados" (Rm 8, 14-17).

Disponibilidad ante la acción del Espíritu Santo: deseo de hacer, como Jesús, la voluntad del Padre

19. El Espíritu Santo es maestro interior y principio de una vida propiamente divina en nosotros (Cfr. Jn 3, 5). El discípulo de Cristo, para configurarse plenamente con Cristo, ha de ser fiel al Espíritu Santo. Ha de estar abierto a la acción del Espíritu, aunque a veces no sepa claramente a donde le lleva: "El viento sopla donde quiere, y oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que ha nacido del Espíritu" .(Jn 3, 8). Esta es la experiencia de Pablo, cuando se dirige a Jerusalén sin saber lo que allí sucederá (Hch 20, 22); o la de Felipe, cuando toma el camino de Jerusalén a Gaza (Hch 8, 26ss.).

Esta actitud de disponibilidad presupone el deseo firme de querer ante todo, como Jesús, hacer la voluntad del Padre (Mt 26, 42; Lc 22, 42; Jn 4, 34; 6, 38). El hombre nuevo tiene por religión y por ética el cumplimiento de la voluntad de Dios (Cfr. Hb 10, 7). Este es el deseo que expresamos cada día en la oración que nos enseñó Jesús: "Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo" (Mt 6, 10). Es también el deseo entonado en este salmo: "Indícame el camino a seguir, pues levanto mi alma a ti" (Sal 142, 8). Para conocer la voluntad de Dios, el cristiano necesita que el Padre le dé la "gran cosa", el don del Espíritu (Cfr. Lc 11, 12; Hch 1, 14).

La fidelidad al Espíritu, inseparable de la fidelidad a la Palabra de Dios. Cristo, "camino, verdad y vida"

20. La fidelidad al Espíritu es inseparable de la fidelidad a la Palabra de Dios, tal como la interpreta y proclama¡ la Iglesia vivificada por el mismo Espíritu de Dios (Cfr. Lc 10, 16; Jn 16, 13). El hombre necesita la palabra de Dios como necesita el alimento (Cfr. Mt 4, 4). Pero Dios nos ha hablado de muchas maneras y por último nos ha hablado por medio de su Hijo (Hb 1, 1). Jesucristo es, en persona, la Palabra misma del Padre (Jn 1, 14). El es para nosotros "camino, verdad y vida" (Jn 14, 6). Para vivir como hijos de Dios, como hombres renovados por el Espíritu, debemos seguir a Jesús (Mt 16, 24; Jn 12, 26), escucharle (Mt 17, 5), cumplir los mandamientos de Dios (Le 18, 20ss.), practicar las enseñanzas y mandatos de Jesús (Jn 15, 1-14); en especial, vivir según el espíritu de las bienaventuranzas (Mt 5-7) y el mandamiento nuevo del amor fraterno (Jn 13, 34), reproducir en nosotros la imagen de Cristo (Rm 6 y 8, 29), dejándonos guiar por la sabiduría de Cristo crucificado (Cfr. 1 Co 1, 17-30; 2, 2ss.), apoyándonos en la cruz victoriosa de Cristo, en quien encontramos la resurrección y la vida (Cfr. Jn 11, 25).

Situación y conducta del hombre nuevo. Las bienaventuranzas, una llamada y una exhortación

21. Entre las enseñanzas de Jesús sobre la situación y la conducta del hombre nuevo, del hombre que pertenece ya al Reino de Dios, destaca el mensaje de las bienaventuranzas (Mt 5-7; Lc 6, 20ss.). En la literatura judía y griega hay una profusión de "bienaventuranzas", pero casi siempre en forma de máximas de sabiduría humana. Proclaman bienaventurados a los hombres privilegiados que tienen una mujer virtuosa, hijos ejemplares, éxitos, buena suerte, o bien, en inscripciones funerarias, a los que terminaron felizmente su camino aquí abajo. Los sabios israelitas del Antiguo Testamento afirman además que el camino para alcanzar esta felicidad está en Dios: "Dichosos los que esperan en El" (Is 30, 18). "Dichoso el hombre que confía en ti" (Sal 83, 13).

Las bienaventuranzas de Jesús no son máximas de sabiduría, sino —como la enseñanza de los profetas— una llamada y una exhortación. Jesús, en el sermón de la montaña habla de los pobres y afligidos que no tienen nada que esperar de este mundo, pero que lo esperan todo de Dios; los que en su ser y en su conducta son mendigos ante Dios; los misericordiosos que abren su corazón a los otros; los artífices de paz que triunfan de la fuerza y die la violencia con la reconciliación, los que no se encuentran a gusto en un mundo lleno de astucias, etc. Desde ahora, los dichosos de este mundo no son ya los ricos, los satisfechos, aquellos que son alabados por los hombres, sino los que tienen hambre, los que lloran, los pobres, los perseguidos (Cfr. 1 P 3, 14; 4, 14). El mensaje de las bienaventuranzas se dirige a todos los hombres. Se les invita a tomar las actitudes de mansedúmbre, paciencia y humildad, a renunciar a la violencia y a no oponerse al mal con el mal.

El anuncio de un don y la proclamación de una exigencia: "El Reino de Dios está cerca; convertíos." (Mc 1, 15)

22. La palabra de Jesús, prometiendo la bienaventuranza, no es sólo el anuncio de un consuelo para la otra vida; significa también que el reino de Dios viene a nosotros. Todas las bienaventuranzas se orientan al reino inminente de Dios: Dios quiere estar presente y estará presente en todos los que tienen necesidad de El, para cada uno en particular; Dios les consolará, les saciará, tendrá misericordia de ellos, les llamará hijos suyos; les dará la tierra como heredad, les manifestará su rostro. Va a establecer su reino en favor de ellos. Y este reino está cerca. Las bienaventuranzas evangélicas no son sólo la proclamación de una exigencia, sino ante todo el anuncio de un don. La auténtica felicidad humana no se encuentra en la satisfacción de los propios egoísmos o en las posesiones y bienes de este mundo, sino en el camino de la generosidad, del amor, de la entrega total en las manos de Dios. Dios se entrega al hombre como un don. Jesús nos llama a vivir ya en conformidad con esta situación de salvación que El nos ofrece de parte de Dios. La gracia precede a la exigencia.

Jesús vivió personalmente el espíritu de las bienaventuranzas. Jesús está en el centro de las bienaventuranzas evangélicas

23. Jesús quiso encarnar las bienaventuranzas viviéndolas personalmente, mostrándose manso y humilde de corazón (Mt 11, 29). Cuando el Evangelio le llama a alguien bienaventurado, lo hace siempre en referencia a Jesús (Cfr. Le 1, 48; 11, 27). Jesús llama bienaventurados a los que escuchan la palabra de Dios (Le 11, 28), a los que creen sin haber visto (Jn 20, 29), a Simón, a quien el Padre reveló que Jesús es el Hijo de Dios vivo (Mt 16, 17), a los que han visto a Jesús (Mt 13, 16), a los discípulos que, esperando el retorno del Señor, serán fieles, permanecerán vigilantes (Mt 24, 46) y perseverarán dedicados por completo los unos a los otros (Jn 13, 17; cfr. Ap 1, 3; 22, 7; 16, 15; 19, 9; 20, 6).

La alegría del tesoro escondido

24. Un aspecto importante del sermón de la montaña es la alegría. La alegría es una característica esencial del Evangelio. La expresión bienaventurados (dichosas), no sólo contiene una promesa, sino también una felicitación. Jesús anuncia la llegada del Reino de Dios en medio de felicitaciones, de congratulaciones, de bienaventuranzas (Mt 5, 3-12). Sería una contradicción anunciar la Buena Noticia en medio de la tristeza: "El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder, y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo" (Mt 13, 44). El "ir", el "vender", el "comprar" se debe a la alegría de haber descubierto en la propia vida la acción de Dios. Esa alegría subyace a todas las decisiones y, también, a todas las renuncias. Brota en medio de los insultos y de las persecuciones (Mt 5, 11-12) y se hace incontenible cuando el discípulo experimenta el poder de la Buena Nueva que anuncia (Le 10, 17). Por encima de todo, el verdadero motivo de la alegría evangélica es éste: "Vuestros nombres están inscritos en el cielo" (Le 10, 20).

Entrad desde ahora en el Reino de Dios

25. Cristo vino a proclamar los mandamientos que liberan: "Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra. Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán los Hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos" (Mt 5, 3-10).

Actitudes básicas de la existencia cristiana: fe, esperanza y caridad

26. Si las bienaventuranzas nos describen la orientación global de la existencia cristiana, las actitudes básicas de esta existencia cristiana son las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad. La existencia cristiana integra todas las dimensiones del hombre (su relación al mundo, a los demás hombres y a Dios) y las unifica en Cristo. Es vivir de Cristo y para Cristo: ser en Cristo. Lo decisivo para el cristiano es Cristo mismo, su aparición en la historia, su muerte y resurrección. Este acontecimiento ha dado a la existencia humana (personal y comunitaria), y a la historia un sentida nuevo y definitivo: el hombre está llamada a tomar posición ante Cristo, a estar con El o contra.El (Le 11, 23). El dilema que se presenta al hombre es o aceptar la gracia de Dios y por tanto aceptar el ser salvado por Cristo, o por el contrario, rechazar el don de la salvación y pretender salvarse a sí mismo, prescindiendo de Dios y prescindiendo de Cristo. Es la situación de alianza creada por Dios y no por el hombre. El hombre está llamado a responder al don de Dios con una actitud de fe, de esperanza y de caridad.

Ya en sus primeras cartas, San Pablo sintetiza toda la existencia cristiana en "la fe, esperanza y caridad" (1 Co 13, 13; 1 Ts 1, 3; 5, 8). Estas son las actitudes básicas de la existencia cristiana. La Iglesia de Cristo, dentro de la cual el cristiano responde al don de Dios, es la comunidad de fe, de esperanza y de caridad: "Cristo, el único Mediador, instituyó y mantiene continuamente en la tierra a su Iglesia santa, comunidad de fe, esperanza y caridad, como un todo visible, comunicando mediante ella la verdad y la gracia a todos" (LG 8). Desde el siglo XIII se las llama virtudes teologales porque tienen por objeto a Dios mismo: la fe es creer a Dios y creer en Dios; la esperanza es esparar a Dios y esperar en Dios; la caridad es amar a Dios y amar por amor a Dios.

La actitud de fe: plena aceptación de Dios, reconocimiento de Cristo, obediencia al Evangelio, comunión con la Iglesia

27. La fe es ante todo la plena aceptación de Dios tal como El se nos revela. En el Antiguo Testamento, la actitud de fe se caracteriza por la confianza en Dios. El hombre que cree en Dios, se fía de su palabra, da crédito a sus promesas de salvación y se apoya en El como en una roca. La fe es la confianza del hombre en la fidelidad y en la gracia de Dios (Cfr. Ex 4, 28-31; 14, 31; Dt 1, 32; Is 7, 9).

En el nuevo Testamento, la actitud de fe se caracteriza por el reconocimiento de que las promesas de Dios se han cumplido en Jesucristo. La resurrección de Cristo pone fin a las promesas de Dios e inaugura el comienzo de una nueva etapa, cuya plenitud esperamos. El cristiano, creyendo en la muerte y resurrección de Cristo, reconoce que la salvación y el perdón nos viene de Dios. Creer es aceptar la verdad, la realidad de lo que Dios nos ha revelado en Cristo resucitado (1 Co 15, 12-20). La adhesión del hombre al mensaje cristiano es obediencia al Evangelio. La fe se identifica a veces con la sumisión (Rm 1, 5; 15, 18; 16, 26; 1 Co 15, 28). El hombre no se salva por sí mismo. Su salvación es don de Dios en Cristo Jesús. La respuesta 'de la fe es aceptación del amor de Dios; es aceptar la gracia de Dios revelada y cumplida en Cristo. La fe es conocer a Cristo. Conocer a Cristo quiere decir aceptar su testimonio, reconocerle como revelador del Padre; en una palabra, creer en El. La salvación del hombre, la vida eterna consiste en conocer a Cristo y, en Cristo, al Padre (Cfr. Jn 1, 10-13; 3, 11-16.32-36; 8, 24-30; 17, 3.21.23). La fe es adhesión personal a Cristo: venir a El, seguirle, oír su voz, recibir su testimonio, vivir así de su misma vida (Jn 1, 12; 3, 11-12.32-36; 5, 40-43; 7, 37-38; 8, 12.47; 17, 8; 12, 47-48). La fe es reconocer que Jesús es el Hijo de Dios, que ha recibido todo del Padre y que el Padre está en El. La fe es sumisión del hombre a Cristo; no es sólo creer en Cristo, sino creer a Cristo (Jn 5, 38.46; 6, 36; 8, 31.46.47; 10, 37-38); es aceptar sus enseñanzas y confiar en El, entregarse a El. Para el creyente, Cristo es el centro de la propia existencia (F1p 2, 21; 3, 8). Y a través de Cristo, entrega total al Padre. El cristiano vive esta adhesión de fe en comunión con la fe de la Iglesia (Ef 4, 5.13).

Por la fe, el hombre se confía libre y totalmente a Dios

28. La fe cristiana es respuesta a la palabra de Dios, conocimiento de la verdad revelada, adhesión libre de nuestra voluntad, confianza en Dios, entrega de toda nuestra persona a Dios, por medio de Jesucristo. El Concilio Vaticano II describe así la actitud de fe: "Cuando Dios revela hay que prestarle la obediencia de la fe (Rm 16, 26; cfr. Rm 1, 5; 2 Co 10, 5-6), por la que el hombre se entrega libre y totalmente a Dios, prestando a Dios revelador el homenaje del entendimiento y de la voluntad y asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por El. Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios que previene y ayuda, y los uxilios internos del Espíritu Santo, el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y da a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad" (DV 5).

Fidelidad a la Palabra de Dios, proclamada por la Iglesia

La certeza del creyente descansa en Dios. Creemos lo que Dios nos ha revelado. Creemos a Dios. Creemos lo que Dios nos ha manifestado por medio de su Hijo Unigénito. Creemos lo que los Apóstoles, guiados por el Espíritu Santo, nos transmiten en la Iglesia como revelado por Dios. La fe implica ser fieles a lo que Dios nos ha dicho, con una fidelidad que no se reduzca sólo a la aceptación intelectual de la doctrina sino que sea sobre todo plena adhesión de toda nuestra persona a Dios en Cristo Jesús. Este deseo de absoluta fidelidad a la palabra de Dios, como exigencia radical de la fe, aparece en el Nuevo Testamento con singular relieve. Se denuncia con especial energía el error y el peligro de error (Cfr. Rm 16, 17; Ef 4, 14; 1 Tm 1, 3; 6, 3; Ap 2, 14.24). La comunidad cristiana debe estar en guardia contra los falsos doctores (Cfr. 2 Tm 4, 3; 2 P 2, 1). El Apóstol San Pablo llega a decir: "Pues bien, si alguien os predica un Evangelio distinto del que os hemos predicado, seamos nosotros mismos o un ángel del cielo, ¡sea maldito!" (Ga 1, 8). La fidelidad a la palabra de Dios implica unidad ene la fe y en la caridad (Ef 4, 4ss.; 1 Co 1, 13ss.). La Iglesia una, santa, católica, y apostólica contiene íntegra esta revelación de Dios. Es "columna y base de la verdad" (1 Tm 3, 15).

La esperanza cristiana: confianza sin limites en la promesa de Dios cumplida en Cristo

29. En el Nuevo Testamento la fe cristiana va con frecuencia unida a la esperanza. San Pablo propone como ejemplar la fe de Abraham: Abraham creyó a Dios, se apoyó en Dios, puso en El su confianza (Rm 4, 3; Ga 3, 6). La fe y la esperanza se entrecruzan (Cfr. Rm 4, 17.24-25). La) esperanza, inseparablemente vinculada a la fe, es un aspecto fundamental de la vida cristiana (Rm 12, 12; Ef 1, 12). Los que no creen en Cristo se caracterizan por la falta de esperanza (1 Ts 4, 13; Ef 2, 12). La esperanza cristiana es confianza sin límites eu la promesa de Dios cumplida en la resurrección de Cristo; es esperar la salvación como participación en la gloria de Cristo; es aguante paciente y perseverante que se mantiene firme en medio de los sufrimientos; es ayuda apoyada en la certeza del amor y del poder salvador de Dios presente en Cristo-Jesús (Rm 5, 2.5; 8, 15.23-25; 12, 12; 15, 5.17; 1 Co 1, 7-8; 15, 19; 2 Co 1, 6; 3, 4.12; Ga 5, 5; Ef 3, 12; Flp 1, 20; 3, 3.20-21; Col 1, 27; 1 Ts 3, 13). "Nuestra esperanza es Cristo" (1 Tm 1, 1; Col 1, 27; 2 Tm 1, 12).

El cristiano vive la esperanza en relación personal con Cristo, el Hijo de Dios que se hizo hombre por nosotros, y por nosotros murió y resucitó como primogénito de la humanidad, primicia die los que mueren, el cual intercede ahora por nosotros ante el Padre (Rm 4, 25; 5, 15-17; 6, 10-11; 8, 3.10.29.32).

La esperanza cristiana surge de la presencia del Espíritu en el corazón del creyente (Rm 15, 13; 8, 23; Ga 5, 5). El don del Espíritu no es solamente prenda y comienzo de la salvación venidera, sino también principio vital de la misma: el cristiano recibe desde ahora la comunión de vida con Cristo como participación anticipada en su gloria (Rm 6, 11; 8, 11.14-17. 23-24; Ga 2, 20; 4, 6; 6, 8). La esperanza cristiana anticipa ya desde ahora la plenitud de vida que el creyente recibirá en la resurrección (Col 2, 12; 3, 1; Ef 2, 6).

La actitud de caridad: el amor a Dios

30. Fe y esperanza cristiana se relacionan íntimamente con la caridad, con el amor a Dios y al prójimo. Sin amor, la fe y la esperanza están muertas (St 2, 17.26). La caridad es el más excelente de todos los dones de Dios (1 Co 13).

En el Nuevo Testamento aparece con especial relieve el amor con que Dios nos ama (Rm 5, 8; 8, 31-39; Ef 1, 3-6; 2, 4-5). A este amor de Dios debe corresponder nuestro amor filial a Dios (Cfr. Rm 8, 28; 1 Co 2, 9; 8, 3): "El que no quiera al Señor, fuera con él" (1 Co 16, 22). El amor de Cristo hacia nosotros nos apremia; por eso el cristiano debe vivir para Cristo (2 Co 5, 14-15; Ga 2, 20; Ef 5, 1-2).

El Padre ama a Cristo, su Hijo Unigénito, y en Cristo ama a los hombres. Cristo corresponde al amor dél Padre con la entrega de su vida por la salvación de la humanidad (Jn 3, 16; 5, 20; 10, 15.17.30; 13, 1). El Padre expresa su amor a los hombres dándonos a su Hijo unigénito que se entrega por nosotros a la muerte. Nosotros debemos corresponder al amor de Dios amándole con todo nuestro corazón, con toda nuestra mente, con todo nuestro ser, por encima dé todas las cosas. Hemos de amar a Dios como verdaderos hijos de Dios, y por tanto con un amor semejante al  amor con que le ama Jesucristo. Jesús nos ha enseñado cómo hemos de amar a Dios. Nuestro amor a Dios es participación del amor con que Cristo ama al Padre. El amor cristiano a Dios toma forma concreta en el amor a Jesús, ya que El es el Hijo de Dios igual al Padre (Jn 17, 21-23).

Dios nos amó primero. Llamados a la comunión de amor y de vida con el Padre y con el Hijo

31. Es Dios quien ha tomado la iniciativa del amor supremo en el don de su Hijo (1 Jn 3, 16; 4, 8-16; cfr Jn 3, 16). "Dios es amor" (1 Jn 4, 8.16). Nuestro amor a Dios es también gracia de Dios, don que Dios nos concede por medio de su Hijo y del Espíritu Santo. La comunión de amor y de vida que hay entre Cristo y el cristiano que ama a Dios, es participación en la comunión de amor y de vida que hay entre Cristo y el Padre en el Espíritu Santo. Dice San Juan: "Eso que hemos visto y oído os lo' anunciamos, para que estéis unidos con nosotros en esa unión que tenemos con el Padre y con su Hijo Jesucristo" (1 Jn 1, 3).

La actitud de caridad: el amor al prójimo

32. El amor hacia el prójimo se funda en la paternidad universal de Dios (Mt 5, 45-48; 7, 7-11; 6, 30). La actitud cristiana de amor fraterno se inspira en este amor universal y desinteresado de Dios (Mt 5, 38-47; 6, 12-15; 7, 2-12). Quien ama a Dios, ama a quienes Dios ama y como Dios ama. Pero la motivación específicamente cristiana es que todo hombre es hermano de Cristo; lo que se hace en favor de los hombres se hace a Cristo mismo (Mt 25, 40.45). El amor de Cristo a los hombres es el fundamento y el ejemplar supremo del amor cristiano al prójimo (2 Co 8, 9.14; Flp 2, 1-9; Ef 4, 32; 5, 1-2; Col 3, 12-14). El amor y servicio a Cristo ha de expresarse y concretarse en el amor y servicio al prójimo. En la persona de Cristo se centra y unifica la actitud del cristiano para con Dios para con los hombres.

El amor a Dios, inseparable del amor al prójimo

33. En la respuesta del hombre al Dios que es amor, la primacía corresponde a Dios mismo (1 Jn 4, 21; 5, 1), pero de tal modo que el amor a Dios y al prójimo constituyen una unidad indivisible: "Todo el que ama (a los hermanos), ha nacido de Dios y conoce (ama) a Dios. Quien no (los) ama, no conoce a Dios" (1 Jn 4, 7-8). "Quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve" (1 Jn 4, 20; cfr. 3, 17). El amor al prójimo se funda en el amor del Padre al damos su propio Hijo, Cristo (1 Jn 4, 11.19); es el amor que viene de Dios (1 Jn 4, 7.16; 3, 17). Si amamos a Dios de verdad, amamos a quienes Dios ama, a nuestros prójimos.

Al responder al amor de Dios con el amor del prójimo, el hombre participa en la vida misma del Dios-amor. Quien ama al prójimo "ha nacido de Dios", "conoce a Dios", "Dios está en él y él en Dios" (1 Jn 1, 3.6-7); "Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud" (1 Jn 4, 12); "Dios es amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él" (1' Jn 4, 16). La caridad es el fruto más excelente de la acción del Espíritu Santo en el corazón de los discípulos de Jesucristo: con la práctica concreta del amor cristiano a Dios y al prójimo se inicia la comunión de amor y de vida con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, que va a constituir nuestra patria definitiva con todos los bienaventurados.

La fe, esperanza y caridad, actitudes permanentes de la existencia cristiana. El cristiano fiel vive por Cristo, como Cristo vive por el Padre

34. La vida de fe, esperanza y caridad del cristiano es la respuesta al Dios-amor que se ha revelado en Jesucristo. Es entrega del hombre a Dios por medio de Jesucristo, con la fuerza del Espíritu Santo. Es comunión d'e vida y de amor del hombre con Dios Padre y con Jesucristo en el Espíritu Santo. Es participación misteriosa del hombre en la vida que Jesús, el Hijo de Dios tiene en común con el Padre y con el Espíritu. El cristiano que es fiel vive poe Cristo, como Cristo vive por el Padre (Cfr. Jn 6, 57; 5, 26; 3, 15; 10, 10; 6, 35-58). Cristo es vida del cristiano (Cfr. Jn 1, 4; 11, 25; 14, 6). El Nuevd Testamento no reduce la existencia del cristiano a los actos de fe, de esperanza, de amor a Dios, sino que presenta la fe, la esperanza y la caridad como actitudes permanentes de la persona (Cfr. Rm 4, 5.11.24; 8, 23-39). Cristo vive en el creyente por la fe (Ga 2, 20; 3, 26; Ef 3, 17), una fe que no es sólo conocimiento, sino entrega personal a Cristo. La presencia permanente del Espíritu de Cristo en el creyente crea en él una actitud de amor filial para con Dios (Rm 5, 5; 8, 11.14-16; Ga 4, 6; Ef 3, 16-19). La fe operante en la caridad pertenece a la nueva creación, es decir, al hombre nuevo creado en Cristo, vivificado y guiado permanentemente por su Espíritu (Ga 5, 5.16.22; 6, 15; Ef 2, 10. 21-22; 4, 24; 2 Co 5, 17; Col 3, 9-11; 1 Co 3, 16; 6, 19). El verdadero discípulo de Cristo permanece fiel a su palabra y a su amor (Jn 8, 31; 15. 4-7.9-10). La adhesión a Dios por medio de una fe viva implica el ser y permanecer en Dios y en Cristo, el nacer de Dios (1 Jn 2, 4-6.23.24.29; 3, 6.9.10.24; 4, 6.7.12.13.15.16; 5, 1).

La gracia santificante: vida nueva en Cristo-Jesús. Quien peca gravemente, pierde la vida de gracia

35. San Pablo expresa así esta realidad de nuestra comunión con Cristo: "Estoy crucificado con Cristo: vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí" (Ga 2, 19-20). Esta vida en Cristo tiene que ser para nosotros una vida en Dios (Ga 2, 19; 2 Co 5, 15; Rm 6, 11.13). El don del Espíritu Santo suscita en el corazón del hombre una vida nueva de comunión con Cristo en la fe, en la esperanza y en la caridad. Esta vida nueva, permanente, interior, real, del hombre en Cristo es lo que se denomina gracia santificante o gracia habitual. Es unan participación en la naturaleza divina (2 P 1, 4). Esta vida divina en nosotros es incompatible con el pecado grave. Quien peca gravemente, pierde la vida de la gracia. El pecado es muerte para el pecador. El pecador que se convierte de sus pecados y se vuelve a Dios, no sólo recibe el perdón de Dios, sino además el don de la gracia.

Por la gracia el hombre se convierte de injusto en justo, de enemigo en amigo de Dios

36. Por la comunicación de la vida de gracia, el pecador queda verdaderamente justificado, transformado realmente en justo delante de Dios, mediante la acción del Espíritu Santo: "Según su propia misericordia nos ha salvado: con el baño del segundo nacimiento y con la renovación por el Espíritu Santo; Dios lo derramó copiosamente sobre nosotros por medio de Jesucristo nuestro Salvador. Así, justificados por su gracia, somos, en esperanza, herederos de la vida eterna" (Tt 3, 5-7). El Concilio de Trento enseña expresamente: "La justificación no es sólo remisión de los pecados, sino también santificación y renovación del hombre interior, por la voluntaria recepción de la gracia y los dones, de donde el hombre se convierte de injusto en justo, y de enemigo en amigo, para ser heredero según la esperanza de la vida eterna" (DS 1528). Esta vida divina en nosotros es un don gratuito de Dios; es el comienzo de la comunión de vida y de amor que tendremos con Cristo glorioso más allá de la muerte.

Unidos a Cristo, hijos de Dios y coherederos con Cristo

37. La vida de gracia es un revestirse de Cristo (Ga 3, 27; Col 3, 9ss; Ef 4, 22ss; Rm 8, 29). Por su inserción en Cristo, como el sarmiento en la vid, el cristiano vive la vida de Cristo, la vida de la gracia, la vida de fe, esperanza y caridad (Jrt 15, 1-8; 17, 23-26; Ga 3, 26). A su vez, el cristiano, por la vida de fe, esperanza y caridad, se enraizará más en Cristo, en su gracia vivificante. En esta comunión con Cristo alcanzamos la verdadera filiación divina. Cristo es, al mismo tiempo, el Hijo unigénito del Padre (Jn 1, 14; 3, 16) y el primogénito entre muchos hermanos (Rm 8, 29). En Cristo nuestro hermano somos hijos del Padre que está en los cielos. Cristo nos da su Espíritu que nos transforma realmente en hijos de Dios (Rm 8, 15; Ga 4, 6; 1 P 1, 23). Esta filiación divina nos hace partícipes del mismo destino de Cristo: "Y si somos hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo" (Rm 8, 17; Ga 4, 7; Ef 1, 13-14. 17-18; Col 3, 24; 1 P 1, 3-4).

El Espíritu Santo habita en nosotros

38. Si vivimos unidos a Cristo por la vida de fe, esperanza y caridad, el Espíritu Santo habita en nosotros (Ga 4, 4-6; Rm 8, 12-16; cfr. Tema 19). "Así, unos y otros podemos acercarnos al Padre con un mismo Espíritu. Por él (Cristo) también vosotros os vais integrando en ia construcción para ser morada de Dios, por el Espíritu" (Ef 2, 18.22; 1 Co 3, 16-17; 6, 19-20).

Dios nos ama de manera singular

39. En virtud de esta participación en la vida divina, Dios nos ama de manera singular. "El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rm: 5, 5). El Padre nos ama en unión del Hijo en el Espíritu Santo (Cfr. Jrx 14, 26; 15, 26; 16, 7). San Juan dice: "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamamos hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que cuando ,se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es" (1 Jn 3, 1-2).

La efusión del Espíritu en nuestros corazones nos permite tener parte en el amor con que se aman el Padre y el Hijo en el Espíritu Santo (1 Jn 3, 24; 4, 13.16). Somos amados por el Padre y vivimos en comunión con el Padre y con el Hijo: "El Padre mismo os quiere, porque vosotros me queréis y creéis que yo salí de Dios" (Jn 16, 27). "Yo en ellos y tú en mí." (Jn 17, 23), dice Jesús en la oración al Padre. Y también: "Les he dado a conocer y les daré a conocer tu Nombre, para que el amor que me tenías esté en ellos, como también yo estoy en ellos" (Jn 17, 26; cfr. Jn 17, 6-8.19.22.24).

La vida de gracia: participamos en la vida del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

40. La justificación por la vida de gracia es una participación en la vida misma de Dios: "El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él" (Jn 14, 23; cfr. Rm 5, 5). Las especiales relaciones del hombre que vive en gracia con Cristo y con el Padre son relaciones de verdadera amistad: "Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 14-15). San Pablo se expresa así: "Ya no sois extranjeros ni forasteros, sino que sois conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios" (Ef 2, 19); "La gracia del Señor Jesucristo y el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sea en todos vosotros" (2 Co 13, 13).

Las obras buenas que realiza el hombre que vive en gracia tienen carácter meritorio

41. La conducta del hombre que vive en gracia de Dios es una conducta que debe estar informada ,por la fe, la esperanza y la caridad. La vida de gracia es un don gratuito de Dios que se nos concede por medio de Jesucristo y en unión con el Espíritu Santo. Nos la comunica Jesucristo principalmente por medio de los ,sacramentos, y a través de toda la vida de la Iglesia. Esta vida de gracia es germen y anticipación de la vida eterna; crece y se desarrolla en nosotros aquí en la tierra por la acción gratuita del Espíritu Santo y por nuestra libre cooperación al don de Dios. Las obras buenas que realiza el hombre que vive en gracia de Dios tienen carácter meritorio. Si por una parte son fruto de la gracia de Cristo, en nosotros, por otra parte son obras verdaderamente nuestras. Nuestra vida de fe, esperanza y caridad, siendo un don de Dios, es al mismo tiempo una verdadera realización de nuestro ser personal. Para expresar la relación entre nuestra conducta recta y la vida eterna, Jesús emplea con frecuencia el término recompensa (Cfr. Mt 6, 4.18; Mc 10, 21; Mt 24, 47; 25, 21.23; 19, 28-29). En la parábola de los obreros de la viña aparece claro que esta recompensa sigue siendo siempre un don de la bondad y del amor de Dios (Mt 20, 8.14; 16, 27).

"¿No sabéis que en las carreras del estadio todos corren, mas uno sólo recibe el premio?" (1 Co 9, 24)

42. San Pablo nos exhorta a que nos esforcemos por obtener la recompensa como el corredor en el estadio por conseguir la corona de la victoria (1 Co 9, 24; 3, 8; Rm 2, 6; 2 Tm 4, 8; Col 3, 23-24). El autor de la carta a los Hebreos dice a propósito del servicio dado a los santos: "Dios no es injusto para olvidarse de vuestros trabajos y del amor que le habéis demostrado sirviendo a los santos ahora igual que antes" (Hb 6, 10; cfr. 6, 12; 10, 35; 11, 6.26; Ap 22, 12). El objeto del mérito es la vida eterna, el estar con Dios para siempre. Dios personalmente se convierte en recompensa del hombre. También es objeto de mérito el aumento de la gracia. Cualquier obra realmente meritoria ha de realizarse en Cristo, con Cristo y por Cristo. Los cristianos hemos sido creados en Cristo para dedicarnos a las buenas obras (Ef 2, 10). El es la verdadera causa de nuestros méritos. Para esto no es necesario que seamos plenamente conscientes de lo que Cristo realiza por nosotros. Cuando servimos al prójimo con generosidad servimos a Cristo aunque no pensemos en ello (Cfr. Mt 25, 40). Nunca podemos gloriamos de nuestras buenas obras delante de Dios, sino sólo en el Señor (1 Co 1, 31), que es quien produce las buenas obras en nosotros (Cfr. Ef 2, 10; Ga 5, 22; 2 Ts 2, 16-17; 2 Co 9, 8; Col 3, 17). Dios, al otorgar mérito a nuestras buenas obras, lo hace a los dones que hemos recibido ya gratuitamente de El (Cfr. Concilio de Trento, DS 1548, 1574, 1576, 1581, 1583). Estas buenas obras son, ante todo, obras en la imitación de Cristo, que brotan y crecen de la raíz del amor y de la gracia, obras que se orientan espontánea y directamente a Dios y al prójimo.

Con la muerte termina el tiempo de merecer para la vida eterna

43. El tiempo de trabajar para la vida eterna es la etapa dé nuestra vida en la tierra. Es el tiempo de la sementera que termina con la muerte. En el tiempo de la cosecha ya no hay nada nuevo que hacer (2 Co 5, 10; Ga 6, 7-10; Concilio de Trento, DS 1535, 1545). Quien está en estado de enemistad con Dios no puede merecer oon sus obras buenas ni la vida eterna ni el aumento de gracia. Es la vida de gracia, la gracia de nuestra unión con Cristo, infundida por el Espíritu Santo en nosotros, la que nos hace gratos a Dios y hace meritorias nuestras buenas obras. Las obras buenas que hace el hombre en pecado, le acercan a Dios, no por mérito del hombre, sino por gracia y misericordia de Dios. La conversión y la justificación son pura gracia y no mérito (Cfr. Rm 4, 4-5; DS 1532). Quien muere en pecado grave, no tiene la vida de gracia, no vive en estado de amistad con Dios y, por tanto, no podrá jamás entrar en la vida eterna. Quedará excluido para siempre del cielo (Cfr. Mt 25, 12.30.41). El morir en gracia de Dios es un don de la misericordia de Dios que debemos pedir a Dios Padre, por medio de Jesucristo, todos los días de nuestra vida. A quien hace lo que está de su parte, Dios no le niega su gracia.

El hombre nuevo vive conforme a la Palabra de Dios

44. La vida de fe, esperanza y caridad nace y se desarrolla con la obediencia a la Palabra de Dios. El hombre nuevo vive conforme a la Palabra de Dios. El hombre nuevo nace de Dios. Es el que recibe su Palabra (Jn 1, 12), el que la escucha. La Palabra de Dios es su Manifestación; se ha cumplido en Cristo: Cristo es la mejor exégesis del Padre; en Cristo, la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros (Jn 1, 14). El resto de la Escritura, la Ley y los Profetas, es presentado desde la óptica del Nuevo Testamento, donde el Antiguo alcanza no su abolición, sino su cumplimiento (Mt 5, 17), esto es, su consumación, su consecución de la meta terminal, donde se condensa y sublima todo cuanto fue dicho anteriormente. Y el Nuevo Testamento es presentado desde la óptica del Sermón de la Montaña, una de las síntesis más significativas de las exigencias prácticas del Buen Anuncio de Jesús.

El hombre que nace del Sermón de la Montaña, ese sí que es hombre nuevo, recuperado: al recobrarse, se manifiesta desconocido, distinto. Por la presencia eficaz de Jesús en medio de nosotros y la comunicación de su Espíritu, se vuelve posible el cumplimiento de las bienaventuranzas a quien no podía cumplir la ley. Escuchar la palabra de Dios no es sólo prestarle un oído atento, sino abrirle el corazón (Hch 16, 14), ponerla en práctica (Mt 7, 24ss). Es ser como la buena tierra que, acogiendo la semilla de la Palabra, responde a la voluntad del Sembrador (Mt 13, 3ss).

El hombre nuevo nace de la comunidad y vive en ella

45. La vida de fe, esperanza y caridad nace y se desarrolla en el seno de la Iglesia. El hombre nuevo nace de la comunidad y vive en ella. Vive en comunión con los hermanos. Es el hombre de la Alianza. Nace a la fe —y vive— en el contexto de una Alianza con Dios y entre los hombres. El hombre nuevo es un hombre comunitario, es Pueblo de Dios (1 P 2, 10; LG II), Cuerpo de Cristo resucitado (Ef 1, 22-23; LG 7), Iglesia (Mt 16, 18; 1 Co 1, 2; LG I), pueblo jerarquizado (Mt 10, 1-42; In 21, 15-17; LG III) y pueblo carismático a la vez (1 Co 12, 4ss; LG 12), signo en medio de las naciones de cuanto es verdadera salvación y justicia, sacramento universal de salvación (LG 1), pueblo de promesas y comunidad de esperanza (LG VII), pueblo que honra a María, Virgen y Madre de Dios, como imagen consumada de lo que él mismo está llamado a ser (LG VIII).

El hombre nuevo nace y vive por la celebración del misterio de Cristo

46. La vida de fe, esperanza y caridad nace y se desarrolla en el encuentro del hombre con Cristo, de una manera especial, a través de los Sacramentos. El hombre nuevo nace y vive por la celebración del Misterio de Cristo, bajo la acción del Espíritu. El hombre nuevo es el hombre de la Celebración, de la Liturgia, de la Fiesta. Los grandes momentos de la vida de fe están significativamente configurados por la presencia eficaz del Espíritu. Son los sacramentos. El Bautismo, sacramento del nacimiento a la fe; la Confirmación, sacramento del testimonio de la fe; la Penitencia, sacramento de la reconciliación, misterio de misericordia y de conversión; la Eucaristía, sacramento del Pan de Vida y celebración de la Pascua del Señor; la Unción de los enfermos, sacramento de la esperanza cristiana frente al dolor de la enfermedad y de la muerte; el Orden, sacramento del servicio a la comunidad de los creyentes; el Matrimonio, sacramento del amor humano, signo de fidelidad definitiva y de paternidad sabia y responsable (Cfr. LG 11).