TERCERA PARTE

CRISTO NOS DESCUBRE EL MISTERIO DEL HOMBRE. "Por nosotros los hombres y por nuestra salvación."

DEL HOMBRE VIEJO AL HOMBRE NUEVO

CAPITULO I. Un "paso" que transforma al hombre.

Tema 22.—Introducción: Del hombre viejo al hombre nuevo.

CAPITULO II. Bajo el dominio del pecado. El hombre viejo.

Tema 23.—Convencidos de pecado por el Espíritu: Conciencia de pecado a la luz de la fe.

Tema 24.—El pecado.

Artículo 1.-Impacto del pecado en los diversos órdenes de la vida.

Tema 25.-Sin la gracia, no podernos amar al prójimo con amor auténtico.

Tema 26.-Sin la acción del Espíritu, no podemos colaborar verdaderamente con los demás: explotación y utilización del hombre.

Tema 27.-Sin el Espíritu de Cristo, no podemos servir al prójimo con amor verdadero. Dominio del hombre sobre el hombre.

Tema 28.-Sin la gracia del Espíritu, no podemos adorar al Dios verdadero en espíritu y en verdad.

Artículo 2.-Algunos problemas concretos.

Tema 29.-Sin el don del Espíritu, no es posible establecer una relación entre hombre y mujer, según el designio de Dios. El desprecio dél otro sexo.

Tema 30.-Sin la gracia de Dios, no podemos establecer una relación adecuada con las cosas. En una sociedad de con-sumo.

Tema 31.-Sin el Espíritu de Cristo, no podemos vencer la tentación de la violencia.

Tema 32.-Sin la gracia del Espíritu, no podemos respetar de verdad el derecho y la dignidad del otro. El menosprecio de la dignidad y derechos del hombre.


CAPITULO III.
La conversión.

Tema 33.-Mi situación puede cambiar: la conversión. La gracia nos transforma y hace capaces de amar de verdad a Dios y al prójimo.


 

DEL HOMBRE VIEJO AL HOMBRE NUEVO

OBJETIVO CATEQUÉTICO

Proclamar:


 

CAPITULO I

UN "PASO" QUE TRANSFORMA AL HOMBRE

 

Tema 22. INTRODUCCIÓN: DEL HOMBRE VIEJO AL HOMBRE NUEVO

 

OBJETIVO CATEQUÉTICO

Descubrir que a lo largo de la vida del creyente se realiza un verdadero proceso de conversión, de renacimiento por la fuerza del Espíritu. Este proceso transforma al creyente de hombre viejo en hombre nuevo.

 

  • EN PROCESO DE CONVERSIÓN.


  • En una relación nueva con respecto a Dios, a los demás, al mundo y a si mismo

    1. El nuevo nacimiento y la consiguiente experiencia religiosa, que transforma al hombre de la carne en hombre del Espíritu (Rm 8, 8-9), que reproduce la imagen de Jesús (Rm 8, 29), coloca al hombre en una relación nueva con respecto a Dios, a los demás, al mundo e incluso a sí mismo. La acción del Espíritu divino en la vida del creyente transforma profundamente la manera como el hombre comprende a Dios, al mundo, a los demás y a sí mismo.

    Del hombre viejo al hombre nuevo. En proceso de conversión

    2. Por ello dicho cambio es vivido en el cruce de dos coordenadas esenciales a toda antropología: a) la persona en relación con los otros; b) la persona en relación con el mundo. La primera coordenada (antropológico-existencial: ser con los otros) es principal, no exclusivamente interpersonal. El creyente es el hombre que se sabe en relación con Dios y sus hermanos. Es el hombre de la Alianza. En el cumplimiento de las exigencias de la misma, que realizó Cristo, consisten toda la Ley y los profetas. Dicho cumplimiento no es tanto una conquista por parte del hombre, cuanto su acogida a una dinámica de gracia que procede en último término del Padre. De hecho, nos encontramos en un régimen de gracia, que

    culmina en la presencia eficaz del Espíritu prometido por Cristo. Toda existencia humana se desenvuelve entre el rechazo de ese régimen de gracia, rechazo que configura al hombre, según la concepción bíblica, como hombre viejo, y la aceptación de la oferta del Padre que renueva, vivifica y salva lo que estaba perdido (hombre nuevo).
    Este cambio profundo se llama conversión. Desde sus orígenes, la Iglesia distingue claramente entre conversión primera, conversión segunda y con-versión continua. La conversión primera es propia de quien abraza la fe por primera vez (Cfr. Hch 2, 38). La conversión segunda es la de aquellos que por el pecado pierden la gracia bautismal y han de ser de nuevo justificados por el sacramento de la penitencia. A este sacramento, los Santos Padres le llamaron con propiedad "la segunda tabla después del naufragio que supone el perder la gracia" (Jn 20, 22-23; cfr. Concilio de Trento, DS 1542). La conversión continua es propia de los justos que frecuentemente han de orar con humildad y verdad: "Perdónanos nuestras ofensas" (Mt 6, 12; cfr. DS 1536). En definitiva, la vida del cristiano es todo un proceso de conversión en un hombre nuevo por la continua acogida al don del Espíritu.

    El pecado, condición histórica del hombre ante Dios

    3. El pecado, en efecto, configura al hombre corno hombre viejo. Sin embargo, el hombre no reconoce por sí mismo que es pecador. Es preciso que venga el Espíritu para que convenza al mundo de pecado (Jn 16, 8) y el hombre pueda reconocer su pecado contra Dios (Sal 50. 6). Airadas las cosas desde Dios, y su designio salvador, todo lo humano está bajo el signo del pecado o bajo el signo de la gracia. El pecado constituye pues una de las dos formas de estar y vivir históricamente ante Dios. El pecado lleva consigo caída, oscuridad y ceguera, y se manifiesta en la corrupción de órdenes fundamentales de la vidas familia, trabajo, política, religión. El pecado es la rebelión humana contra el orden de cosas configurado, según el designio original de Dios, como Alianza, por relaciones de fidelidad y de amor; y, consiguientemente, el pecado toma cuerpo en una determinada forma de desarrollo histórico a través del cual Dios ya en el presente condena al hombre (Rm 1, 18).

    El pecado: no a Dios, serie de rupturas, callejón sin salida

    4. Toda una serie de rupturas descoyunta y deshace la realidad tal como había proyectado Dios originalmente. El corte de la religación del hombre con Dios es la raíz que origina y mantiene cualquiera otra ruptura. "Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, rompe el hombre la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación, tanto por lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto de la creación... El pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud" (GS 13). Su pretensión fracasa; el pecado, lo divide en sí mismo, lo empequeñece, desviándolo de la plenitud a la que estaba destinado y, además, lo coloca en una situación de la que no puede salir por sí mismo. Así, el pecado lleva consigo una negación frente a Dios, las consiguientes rupturas y una situación como de un callejón sin salida. La Biblia expresa este estado de cosas con diversas imágenes.

    En proceso de conversión: de la sed al agua de la vida

    5. El pecado aparece como sequía y agostamiento de una tierra destinada por Dios a ser fértil y productiva: "Doble mal ha hecho mi pueblo: a mí me dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas; cisternas agrietadas que el agua no retienen" (Jr 2, 13). El pecado deja al hombre con tal sed que nada ni nadie fuera de Dios puede apagarla. La llamada a la conversión lo es a apagar esa sed: "¡Oíd, sedientos todos, acudid por agua!" (Is 55, 1). Es la llamada que hace Jesús a la Samaritana: "Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva...; el que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna" (Jn 4, 10-14).

    En proceso de conversión: de la ceguera a la luz

    6. El pecado aparece también en la Sagrada Escritura como ceguera total que incapacita al hombre para ver la acción de Dios en medio de la naturaleza y de la historia. En este sentido, todos los hombres somos ciegos de nacimiento. Nuestra ceguera original debe ser curada lavándonos en la piscina del Enviado, es decir, en la piscina de Cristo, que custodia celosamente la Iglesia: Bautismo y Penitencia. Y nuestros ojos inútiles se abrirán al horizonte de la fe: a Cristo, Luz del Mundo. Jesús concedió la vista al ciego de nacimiento. "Escupió en la tierra, hizo barro con la saliva, se lo puso en los ojos al ciego, y le dijo: Ve a lavarte a la piscina de Siloé (que significa Enviado). El fue, se lavó y volvió con vista" (Jn 9, 6-7). La llamada a la conversión es una llamada a la luz, Cristo nos ofrece la curación de nuestra ceguera. "Jesús añadió: Para un juicio he venido yo a este mundo; para que los que no ven, vean, y los que ven, queden ciegos" (Jn 9, 39).

    En proceso de conversión: de la muerte a la vida

    7. Como los pasajes evangélicos de la Samaritana y del ciego de nacimiento, el pasaje de la resurrección de Lázaro pertenece a la antigua liturgia catecumenal y, dentro de ella, a la de los domingos más antiguos de la Cuaresma (tercero, cuarto y quinto). Quien se encuentra en proceso de conversión es un hombre que está pasando de la muerte a la vida. Es un hombre que, como Lázaro, se encontraba muerto y ante cuya tumba dijo Jesús: "Quitad la losa". Marta, la hermana del muerto, le dijo: "Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días". Jesús le dijo: "¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?". Entonces quitaron la losa. Y dicho esto, gritó con voz potente: "Lázaro, ven afuera". El muerto salió, los pies y las manos atadas con vendas y la cara envuelta en un sudario. Jesús les dijo: "Desatadlo y dejadlo andar" (Jn 11, 39-44). De forma semejante, el hombre que nace a la fe es un hombre a quien Dios ha hecho salir de su sepulcro y ha recuperado para la vida. Así se cumple la profecía de Ezequiel para los tiempos mesiánicos: "Esto dice el Señor: Yo mismo abriré vuestros sepulcros, pueblo mío, y os traeré a la tierra de Israel. Y cuando abra vuestros sepulcros, pueblo mío, sabréis que soy el Señor; os infundiré mi espíritu y viviréis" (Ez 37, 12-14).

     

    • POR LA FUERZA DEL ESPIRITU

    En proceso de conversión por la fuerza del Espíritu

    8. De la sed al agua viva. De la ceguera a la luz. De la muerte a la vida. El paso del hombre viejo al hombre nuevo, la conversión del corazón, es un nuevo nacimiento por la fuerza del Espíritu. Como dice Jesús a Nicodemo: "En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu; No te asombres de que te haya dicho: Tenéis que nacer de lo alto. El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu" (Jn 3, 5-8).

    El mensaje cristiano llama a la conversión, pero no se contenta sólo con exhortar al cumplimiento de unos deberes morales, sino lleva de suyo consigo el don del Espíritu que crea el corazón nuevo prometido por los profetas para los tiempos mesiánicos. Por ser regalo de Dios el Espíritu creador del corazón nuevo, la conversión del corazón le es ofrecida al hombre gratuitamente, es decir, de balde: "¡Oh, todos los sedientos, id por agua, y los que no tenéis plata, venid, comprad y comed, sin plata y sin pagar vino y leche!" (Is 55, 1).

    El Espíritu obra en el corazón

    9. El Espíritu obra en el interior del hombre, en su conciencia religiosa y moral. La Escritura, además del término conciencia (Rm 14, 5; 1 Co 10, 25-29), utiliza frecuentemente la palabra corazón y también la palabra Espíritu. En nuestra manera de hablar, el corazón se considera ligado a la vida afectiva. Para el hebreo se trata de algo mucho más amplio. El corazón es lo más íntimo del hombre; ahora bien, en lo más íntimo se encuentran los sentimientos, pero también los recuerdos y los pensamientos, los razonamientos y los proyectos. El corazón del hombre designa entonces toda su personalidad vista como un todo, desde el fondo de su ser, desde su centro viviente y original.

    El problema religioso se juzga en el corazón del hombre

    10. Así el problema religioso del hombre radica en el corazón. Israel fue comprendiendo cada vez mejor que no es suficiente una religión exterior. Para hallar a Dios hay que buscarlo "con todo el corazón" (Dt 4, 29). Israel comprendió, al fin, que debía fijar su corazón en Dios (1 S 7, 3) y amarle con todo el corazón (Dt 6, 5), viviendo con entera docilidad a su ley. Pero toda su historia es una clara prueba de su impotencia radical para realizar tal ideal. Es que el mal se le ha instalado en su mismo corazón. Este pueblo tiene un corazón rebelde y contumaz (Jr 5, 23), un corazón incircunciso (Lv 26, 41), un corazón doble (Os 10, 2). En lugar de poner su fe en Dios, ha seguido la inclinación de su mal corazón (Jr 7, 24; 18, 12), y así han caído sobre él calamidades sin cuento. Ya no le queda sino desgarrar su corazón (Jl 2, 13) y presentarse delante de Dios con un corazón quebrantado y humillado (Sal 50, 19), rogando al Señor que les cree un corazón puro (Sal 50, 12).

    Un cambio de corazón, un cambio profundo. Un nuevo nacimiento

    11. "De dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos testimonios, injurias. Eso es lo que hace impuro al hombre" (Mt 15, 19-20). En esta situación resulta necesario un corazón nuevo, una conciencia nueva, una personalidad nueva. Los profetas anuncian para el futuro mesiánico un cambio radical, un cambio de corazón (Jr 31, 33; 32, 39; 24, 7; Ez 18, 31). Dios mismo realizará ese cambio: "Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne" (Ez 36, 26).
    El Nuevo Testamento entiende este cambio del corazón en el sentido de nuevo nacimiento, nueva creación. El hombre nuevo es de Dios (Jn 8, 47), nace de Dios (Jn 1, 13; 1 Jn 5, 18), participa de la naturaleza divina (2 P 1, 4), está destinado a reproducir la imagen del Hijo resucitado y a ver a Dios (Rm 8, 29). Toda la tradición de la Iglesia ha llamado "gracia" a este nuevo ser. Es la gracia que constituye al creyente en hijo adoptivo de Dios. Es la gracia creada, consecuencia del don del Espíritu (gracia increada).

    El problema religoso del hombre, problema de "oído"

    12. Para la Escritura, actitud primordial del hombre creyente es la actitud de escucha: ¡Escuchad la palabra de Dios! (Am 3, 1; Jr 7, 2; Dt 6, 4; Mc 12, 29; 4, 3.9). En el centro de las relaciones entre Dios y el hombre, tal como nos las presenta la Sagrada Escritura, está la palabra de Dios al hombre, que éste debe escuchar y acoger en su corazón y en el seno de la comunidad fraterna. Ahí está en juego la vida entera del creyente: escuchar la voz del Señor. Como dice el salmista: "Ojalá escuchéis hoy su voz" (Sal 94, 7), palabras que glosará ampliamente la Carta a los Hebreos (3, 7-1 1).

    ¡Un pueblo sordo oirá...!

    13. Ahora bien, escuchar y acoger la palabra de Dios no es sólo prestarle un oído atento sino abrirle el corazón (Hch 16, 14), ponerla en práctica (Mt 7, 24ss), es obedecer. Tal es la obediencia de la fe que requiere la predicación oída (Rm 1, 5; 10, 14ss). Pero el hombre no quiere escuchar (Dt 18, 16.19), y en eso está su drama. Es sordo a las llamadas de Dios; su oído y su corazón están incircuncisos (Jr 6, 10; 9, 25; Hch 7, 51). Tal es el pecado de los judíos que denuncia Jesús: "(Vosotros) no podéis escuchar mi palabra... El que es de Dios oye lo que Dios dice; por eso vosotros no lo oís. porque no sois de Dios" (Jn 8, 43.47). En efecto, sólo Dios puede abrir el oído de su discípulo (Is 50, 5), para que le obedezca (Sal 39, 7-9). Así, en los tiempos mesiánicos los sordos comprenderán la palabra de Dios y la obedecerán (Is 29, 18; 35, 5; 42, 18ss; 43, 8; Mt 11, 5). Es lo que la voz del cielo proclama a los discípulos: "Este es mi Hijo muy amado, escuchadle" (Mt 17, 5).

    Rechazar la palabra del Señor es embotar el propio corazón y endurecer el oído

    14. Rechazar la palabra del Señor, endurecer el propio corazón y oscurecerse la conciencia, son una misma cosa. Escuchar la voz del Señor y abrir el corazón a Dios es lo mismo que creer en el sentido pleno que esta palabra tiene de ordinario en la Biblia y es lo opuesto a la idolatría. La fe en Dios se opone al servicio de los ídolos, pues este servicio no deja

    oír la voz de Dios, endurece el corazón y oscurece la conciencia. Así se cumple una y otra vez la profecía de Isaías: "Oíd con vuestros oídos, sin entender; mirad con vuestros ojos, sin comprender. Embota el corazón de ese pueblo, endurece su oído, ciega sus ojos: que sus ojos no vean, que sus oídos no oigan, que su corazón no entienda, que no se convierta y sane" (Is 6, 9-10; Mt 13, 14-15).
     

    • LA CONCIENCIA MORAL Y LA LIBERTAD DEL HOMBRE

    La conciencia debe ser obedecida y formada

    15. La conciencia es "el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquella" (GS 16). Solamente a través de su propia con-ciencia, aún errónea, llega al hombre el conocimiento de cualquier exigencia moral y religiosa. Por la conciencia han de pasar todos los requerimientos de Dios y del prójimo. Es camino ineludible. Por ello la conciencia propia debe ser escuchada. La Iglesia ha enseñado constantemente que la con-ciencia obliga siempre aunque pueda ser errónea, porque todo lo que no procede de "la buena fe" es pecado (Rm 14, 23). Pero precisamente por este carácter insoslayable de la obediencia a la propia conciencia le urge al hombre formarse una "recta conciencia" (Cfr. GS 16), es decir, con-forme a la norma moral objetiva. El hombre fiel a Dios busca sinceramente qué es lo que honestamente debe hacer. La fidelidad a la conciencia implica fidelidad a la verdad. Esta urgencia es tanto más imperativa para el creyente cuanto que su propia existencia de creyente encuentra su sentido en la docilidad a la Palabra de Dios.

    El hombre, en manos de su propia decisión

    16. El paso de la condición de hombre viejo a la de hombre nuevo es libre. Dios ha hecho libre al hombre para que pueda escoger la vida. aún a riesgo de que a veces prefiera la muerte. Como dice el Concilio Vaticano II, "Dios ha querido dejar al hombre en manos de su propia decisión para que así busque espontáneamente a su Creador y adhiriéndose libremente a éste, alcance la plena y bienaventurada perfección" (GS 17). El hombre es libre porque es un ser personal. Por voluntad divina el hombre es protagonista y artífice de su propia realización humana, responsable de su propia existencia. Gracias al riesgo de la libertad, el hombre puede ser, de veras, hijo de Dios, y consiguientemente también de veras, hombre. Jesús, el hombre libre, es el prototipo y origen de toda libertad plena a través de su Espíritu.

    La libertad humana, ineludible responsabilidad ante Dios y los hombres

    La libertad del hombre ante el bien y el mal (Dt 30, 15ss; Ga 6, 7-8) implica una ineludible responsabilidad: "Mira: Hoy te pongo delante la vida y el bien, la muerte y el mal... Elige, pues, la vida, y viviréis tú y tu descendencia, amando al Señor, tu Dios, escuchando su voz, pegándote a él, pues él es tu vida" (Dt 30, 15.19-20). El hombre puede apartarse del amor fraterno, puede separarse de Dios, puede pecar. La libertad humana puede degradarse. Es una limitación propia de la libertad humana. Dios, en cambio, sólo es capaz de amar. El hombre está llamado a darse a sí mismo a Dios. La respuesta al amor de Dios ha de ser una respuesta de amistad. Ahora bien, la verdadera amistad es libre. El pecado —y su consecuencia, la condenación— consiste en rechazar libremente la amistad que Dios ofrece gratuitamente al hombre para siempre.

    Dominio de si mismo. Al servicio de Dios y de los otros

    17. La libertad no es sólo ausencia de coacción interna o externa. El hombre está llamado a alcanzar un dominio de sí mismo, a ser verdadera-mente dueño de sus actos. Para ello deberá luchar contra los poderes que le esclavizan: el egoísmo, el apetito de placer, el afán de riqueza y poder, la presión del ambiente. La maduración de la libertad humana está en vencer los propios egoísmos y darse a los demás. El amor verdadero es raíz y término de la libertad humana. Pero esta liberación no es posible sin la gracia de Cristo. La auténtica libertad humana supone que el hombre, con la ayuda de la gracia de Dios, se esfuerza por ser fiel a su conciencia, fiel a la verdad, fiel a los derechos y deberes de la persona humana, fiel a Jesucristo. La verdadera libertad es, ante todo, capacidad de escucha y atención a los requerimientos de Dios y del prójimo. San Pablo afirma: "Hermanos, habéis sido llamados a la libertad, sólo que no toméis de la libertad pretexto para la carne: antes al contrario, servíos por amor unos a otros" (Ga 5, 13).

    Condicionantes de la conciencia y de la libertad

    18. El hombre en el ejercicio de su libertad puede quedar limitado por diversos factores de distinta naturaleza como la fuerza física de otros que le impidan actuar, las amenazas, las torturas, o cualquier forma de influir en la conducta ajena por el terror, el miedo, las drogas, las enfermedades que perturban seriamente la capacidad de reflexión y decisión, el atractivo del placer, el dominio del erotismo, el soborno, las experiencias que se han vivido desde la infancia, el ejemplo o el escándalo que se haya recibido, y otros factores que condicionan la responsabilidad y la lucidez y rectitud de la conciencia. Algunos factores influyen más directamente en la capacidad de juicio, como puede ser la mala información, la ignorancia, las ideas dominantes en el ambiente en que se vive, la tradición del grupo a que se pertenece, las idologías más influyentes en la clase social o en el sector profesional en el que cada uno está integrado, el poder de los grupos de presión, etc. Este conjunto de factores desorientan con frecuencia la conciencia, la oscurecen y condicionan en mayor o menor grado la capacidad concreta de decisión de cada persona. El hombre es más libre cuanto más independiente es del influjo de estos factores.

    No juzgar por las apariencias. Vivir comunitariamente. Promover la auténtica libertad de los hombres

    19. La atenta consideración de las diversas circunstancias que condicionan el ejercicio de la libertad humana debe llevarnos a tres consecuencias importantes para nuestra vida cristiana. Primera: ser muy cautos y prudentes a la hora de juzgar la conducta de nuestro prójimo. Jamás debemos atenernos a las meras apariencias. Hemos de recordar siempre la palabra de Jesús: "No juzguéis y no seréis juzgados". Segunda: No podemos pretender vivir cristianamente sin contar con el apoyo de la comunidad humana y cristiana. El nivel moral de la sociedad en que se vive favorece o dificulta la libertad de ;sus miembros. Esta es una de las razones por las que el Señor ha dispuesto que nuestra vocación cristiana ha de realizarse en el seno de una comunidad de fe, de esperanza y de caridad. La Iglesia es, en el plan de Dios, una respuesta comunitaria en el orden de la gracia opuesta a las estructuras sociales en las que se hace presente el poder del pecado. Según el designio de Dios, la Iglesia es constitutivamente un espacio de libertad y una liberación del hombre. Tercera: los cristianos, como miembros de la Iglesia, deben sentirse llamados a promover la auténtica libertad de los hombres y para ello deben juzgar a la luz del Evangelio las ideologías vigentes y las situaciones concretas para liberar las conciencias de toda ilusión y de toda verdadera alienación.