Tema 11. ENCONTRAMOS A CRISTO EN LA FIESTA, EN LA PAZ, EN LA ALEGRÍA: UNA PAZ QUE EL MUNDO NO PUEDE DAR, UNA ALEGRÍA QUE NADIE NOS PUEDE QUITAR

 


OBJETIVO CATEQUÉTICO

 

Creados para ser felices

188. Todos tenemos sed de alegría, de comunicación, de convivencia fraterna, de felicidad. Esperamos con ilusión el fin de semana, las vacaciones, la salida al campo y al mar, la visita a una ciudad. Deseamos que llegue la fiesta del pueblo o del barrio, el cumpleaños, la fiesta familiar, la reunión con los amigos. Desde la infancia a la ancianidad, el deseo de felicidad es una llamada que brota constantemente en el corazón humano. Hemos sido creados para ser felices: la alegría, la paz, el encuentro con los hermanos, la celebración, la fiesta, entran de lleno en el proyecto creador y salvador de Dios.

El juego y la fiesta, en el plan de Dios

189. Dios no aplasta al hombre, sino que estimula sus fuerzas creadoras. El ser humano crea no sólo por medio del trabajo, sino también en el juego y en la fiesta. El hombre se realiza no sólo como horno faber, trabajador, sino también como homo ludens, hombre que juega, que se eleva por encima de las necesidades inmediatas de su existencia, que se libera de las tareas rentables para disfrutar de la convivencia y de la fiesta. La exhortación de Jesús a no andar agobiados por la vida muestra un rasgo esencial del ser humano redimido.

Las alegrías de la vida humana, bendición de Dios

190. Las alegrías de la vida humana son parte integrante de las promesas y bendiciones de Dios: la alegría incontenible de vivir, la alegría del esposo y de la esposa, la alegría de los hijos, la alegría del deber cumplido, la alegría de la obra bien hecha, la alegría limpia de la pureza, la alegría compartida de la amistad, la alegría del servicio generoso a los otros.

La felicidad espera a quien escucha la voz de Dios

191. El Deuteronomio, recogiendo diversos temas de la predicación profética, expresa de modo concreto la felicidad que espera a quien escucha la voz de Dios: "Bendito seas en la ciudad, bendito seas en el campo, bendito el fruto de tu vientre, el fruto de tu suelo, el fruto de tu ganado, las crías de tus reses y el parto de tus ovejas; bendita tu cesta y tu artesa, bendito seas al entrar, bendito seas al salir; que el Señor te entregue ya vendidos los enemigos que, se alcen contra ti: saldrán contra ti por un ca-mino, y por siete caminos huirán; que el Señor mande contigo la bendición, en tus graneros y en tus empresas, y te bendiga en la tierra que va a darte el Señor tu Dios" (Dt 28, 3-8).

Un mínimo de bienes materiales es necesario

192. Este carácter sumamente concreto de la felicidad humana supone que, al menos, un mínimo de bienes materiales son necesarios para realizarla. En esta perspectiva se sitúa la oración del sabio: "Aleja de mí falsedad y mentira; no me des riqueza ni pobreza, concédeme mi ración de pan; no sea que me sacie y reniegue de ti, diciendo: ¿Quién es el Señor?; no sea que, necesitado, robe y blasfeme el nombre de mi Dios" (Pr 30, 8-9). Como la felicidad, la desgracia humana se realiza también de un modo sumamente concreto. Por ello, dice Pablo V'I, los hombres deben "unir sus fuerzas para procurar al menos un mínimo de alivio, de bienestar, de seguridad, de justicia, necesarios para la felicidad de las numerosas poblaciones que carecen de ella. Tal acción solidaria es ya obra de Dios y corresponde al mandamiento de Cristo" (Exhortación apostólica Gaudete in Domino [GD]).

... Pero no basta para alcanzar la felicidad y la alegría verdaderas

193. Un mínimo de bienes materiales es necesario, pero no hasta para alcanzar la felicidad y la alegría verdaderas. La experiencia de nuestro mundo lo manifiesta especialmente. En nuestros días "la sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría. Porque la alegría tiene otro origen. Es espiritual. El dinero, el "confort", la higiene, la seguridad material, no faltan con frecuencia; sin embargo, el tedio, la aflicción, la tristeza, forman parte, por desgracia, de la vida de muchos. Esto llega a veces hasta la angustia y la desesperación que ni la aparente preocupación ni el frenesí del gozo presente o los paraísos artificiales logran evitar. ¿Será que nos sentimos impotentes para dominar el progreso industrial y planificar la sociedad de una manera humana? ¿Será que el porvenir aparece demasiado incierto y la vida humana demasiado amenazada? ¿O no se trata más bien de soledad, de sed de amor y de compañía no satisfecha, de un vacío mal definido? Por el contrario, en muchas regiones, a veces bien cerca de nosotros, el cúmulo de sufrimientos físicos y morales se hace oprimente: ¡tantos hambrientos, tantas víctimas de combates estériles, tantos desplaza-dos!" (GD).

Sin la alegría del conocimiento vivo de Dios

194. El hombre, abandonado a sí mismo, no puede dominar su propio corazón ni controlar las fuentes de la felicidad, de la alegría, de la paz. El problema es prófundo. "Es el hombre, en su alma, el que se encuentra sin recursos para asumir los sufrimientos y las miserias de nuestro tiempo. Estas le abruman; tanto más cuanto que a veces no acierta a comprender el sentido de la vida; que no está seguro de sí mismo, de su vocación y destino trascendentes. El ha desacralizado el universo y, ahora, la humanidad; ha cortado a veces el lazo vital que lo unía a Dios. El valor de las cosas, la esperanza, no están suficientemente asegurados. Dios le parece abstracto, inútil: sin que lo sepa expresar, le pesa el silencio de Dios... Se puede hablar aquí de la tristeza de los no creyentes, cuando el espíritu humano, creado a imagen y semejanza de Dios, y por tanto orientado instintivamente hacia El como hacia su bien supremo y único, queda sin conocerlo claramente, sin amarlo y, por tanto, sin experimentar la alegría que aporta el conocimiento, aunque sea imperfecto, de Dios y sin la certeza de tener con El un vínculo que ni la misma muerte puede romper. ¿Quién no recuerda las palabras de San Agustín: "Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en Ti"?" (GD).

La venida de Jesús, una gran alegría para todo el pueblo

195. La alegría plena del conocimiento vivo de Dios se centra en la Buena Nueva de Jesús: por su venida, por su Día, ya se alegró Abrahán: "Vuestro padre, saltaba de gozo pensando ver mi día: lo vio, y se llenó de alegría" (Jn 8, 56). La venida de Jesús crea un clima de gozo indescriptible. María recibe el anuncio jubiloso del ángel que invita a la alegría: "Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo..." (Le 1, 28). La misma alegría inunda a su prima Isabel„ cuyo hijo Juan salta de gozo en el seno materno (Le 1, 44). María proclama las alabanzas del Señor que obra maravillas en favor de los pobres: "'Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador" (Lc 1, 46). Los ángeles de Dios anuncian la gozosa noticia del nacimiento de Jesús: "No temáis, os traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador: el Mesías, el Señor" (Le 2, 10-11). Este acontecimiento colma la esperanza de los justos: "Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz", dice Simeón (L 2, 29; 'cfr. Mt 13, 17; Lc 2, 23-38).

Invitados a un banquete de bodas

196. En la persona de Jesús está ya presente el Reino de Dios (Mc 1, 15; Lc 17„ 21). Ahora se hacen realidad todas las promesas y esperanzas que anunciaron los profetas: ha llegado la "plenitud de los tiempos" (Ga 4, 4; Ef 1, 10), la hora de la gran cena (Le 14, 16-17). "El Reino de los Cielos, dice Jesús, se parece a un rey que celebraba la boda de su hijo" (Mt 22, 2). Cuando Jesús comienza su predicación, Juan el Bautista se llena de alegría al oír la voz del Esposo (Jn 3, 29); mientras el Esposo está presente, sus amigos permanecen en fiesta y no pueden ayudar (Le 5, 34). Al banquete de bodas, todos los invitados han de llegar con el traje de fiesta (Mt 22, 11-12).

La alegría del Reino de Dios

197. Jesús anuncia la llegada del Reino de Dios en medio de felicitaciones, de congratulaciones, de bienaventuranzas (Mt 5, 3-12). Sería una contradicción anunciar la Buena Noticia en medio de la tristeza. La expresión bienaventurados (dichosos), no sólo contiene una promesa, sino también una felicitación. Es la alegría de los hombres que entran en el Reino, vuelven a él o trabajan en él, y la alegría del Padre que los recibe. Es la alegría que siente Jesús con los niños que quieren acercarse a El, con la acogida que se da a la Palabra, la liberación de los posesos, la conversión de una mujer pecadora o de un publicano, la generosidad de una pobre viuda, la manifestación del Reino de Dios a los pequeños, el anuncio de la Buena Noticia a los pobres, de la vista a los ciegos, de la libertad' a los oprimidos (Le 4, 18). Los milagros de Jesús y sus palabras de perdón son también fuente de alegría y de paz: toda la ,gente se alegraba de las máravillas que hacía y daba gloria a Dios (Le 13; 17; Mt 9, 8).

Alegría desbordante

198. La alegría del discípulo por haberse encontrado el Reino de Dios es desbordante. Tanto es así, que, todo queda subordinado a este descubrimiento; en adelante, todo gira en torno a él: "El Reino de los Cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder, y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo" (Mt 13, 44). La alegría del discípulo de Jesús subyace a todas las decisiones e, incluso, a todas las renuncias. Brota también en medio de los insultos y de las persecuciones (Mt 5, 11-12, Hch 5, 41), y se hace incontenible cuando el discípulo descubre el poder de la Buena Nueva que anuncia (Le 10, 17), el Reino de Dios en acción. En la tarea de la evangelización, al tiempo de la cosecha, se alegra el sembrador, lo mismo que el segador (Jn 4, 36).

El himno de la alegría: el Reino de Dios manifestado a los pequeños. "¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis!"

199. En cierta ocasión, los setenta y dos discípulos volvían entusiasmados junto a Jesús, pues hasta los demonios se les sometían en su nombre. Jesús les dice que deben alegrarse por un motivo mayor: porque sus nombres están escritos en los cielos (Le 10, 17-20). Jesús entona entonces el "himno de la alegría", pues la Buena Noticia del Reino de Dios se manifiesta por medio de El a los pequeños: "Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo, y aquél a quien el Hijo se lo quiere revelar" (Le 10, 21-22). Los discípulos son dichosos, pues a ellos se les revela el Reino de Dios: "Y volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: ¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que veis vos-otros y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron" (Le 10, 23-24; Ofr. 8, 10).

La alegría de la conversión

200. La alegría del Evangelio brota pujante ante el acontecimiento de la conversión. Es la alegría del pastor que encuentra la oveja perdida (Le 15, 4-7), o la de la mujer 1que, al fin, halla la dracma (15, 8-10), o la del padre que celebra con una gran fiesta la vuelta del hijo que estaba perdido (15, 11-32). De cada conversión se alegrarán los discípulos, como se alegran en el cielo el Padre y los ángeles: "Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse" (Le 15, 7).

La alegría pascual, una alegría que nadie os puede quitar

201. La alegría cristiana brota también frente al dolor y la cruz. Por la cruz va Jesús al Padre; los discípulos deberían alegrarse de ello, si le amaran y si comprendieran el sentido de su partida: "Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy no vendrá a vosotros el Defensor. En cambio, si me voy, os lo enviaré" (Jn 16, 7). Gracias al don del Espíritu, vivirán de la vida de Jesús (Jn 14, 16-20); entonces su tristeza se cambiará en alegría, una alegría que nadie se la podrá quitar, la alegría pascual: "Pues sí, os aseguro que lloraréis y os lamentaréis vosotros mientras el mundo estará alegre; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. La mujer, cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre. También vosotros ahora sentís tristeza; pero volveré a. veros y se alegrará vuestro corazón y nadie os quitará vuestra alegría" (Jn 16, 20-22).

La alegría de una nueva presencia de Cristo resucitado en nuestra condición humana actual

202. "Sucede que, aquí abajo, la alegría del Reino, hecha realidad, no puede brotar más que de la celebración conjunta de la muerte y de la resurrección del Señor. Es la paradoja de la condición cristiana que esclarece singularmente la de la condición humana: ni las pruebas, ni los sufrimientos quedan eliminados de este mundo, sino que adquieren un nuevo sentido, ante la certeza de compartir la redención llevada a cabo por el Señor y de participar en su gloria. Por eso el cristiano, sometido a las dificultades de la existencia común, no queda, sin embargo, reducido a buscar su camino a tientas, ni a ver en la muerte el fin de sus esperanzas. En efecto, como ya lo anunciaba el profeta: El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierra de sombras y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo... La alegría pascual no es solamente la de una transfiguración posible: es la de una nueva presencia de Cristo resucitado, dispensando a los suyos el Espíritu para que habite en ellos (GD).

La alegría cristiana, don del Espíritu de Jesús

203. La palabra de Jesús produce su fruto: los que creen en él tienen en sí mismos su alegría colmada (Jn 17, 13); su comunidad vive en una alegría sencilla (Hch 2, 46) y la predicación de la Buena Nueva es en todas partes fuente de gran alegría (8, 8); el Bautismo llena a los creyentes de un gozo que viene del Espíritu (13, 62; cfr. 8, 39; 13, 48; 16, 34) y que hace que los apóstoles canten en medio de las persecuciones (16, 23-25). El gozo es, en efecto, fruto del Espíritu (Ga 5, 22) y una nota característica del Reino de Dios (Rm 14, 17).

Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero

204. El mundo camina, según el plan de Dios, hacia la plenitud del Reino que ha comenzado ya en la persona de Jesús, hacia una gran fiesta que no tiene fin: la fiesta de las bodas del Cordero. Quienes participen en ella darán ,gloria a ,Dios con cantos de triunfo y de alegría: "Oí después en el cielo algo que recordaba el vocerío de una gran muchedumbre; cantaban: Aleluya. La victoria, la gloria y el poder pertenecen a nuestro Dios... Con alegría y regocijo démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su Esposa se ha engalanado y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura —el lino son las buenas acciones de los santos. Luego me dice: Escribe. Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero" (Ap 19, 1.7-9).

"La paz os dejo, mi paz os doy"

205. Alegría y paz son una misma cosa. La alegría, por sí sola, sería algo superficial y pasajero. Sin la paz, sin la alegría, en la Igelsia no se transmite nada; tampoco el Evangelio. Cuando nos abandonan, debemos interrogarnos: "Sería muy extraño que esta Buena Nueva, que suscita el aleluya de la Iglesia, no nos diese un aspecto de salvados" (GD). Como la alegría, la paz nos la da Jesús: "La Paz os dejo, mi Paz os doy; No os la doy como la da el mundo" (Jn 14,27). "A la luz de la fe y de la experiencia cristiana del Espíritu, esta paz, que es un don de Dios y que va en constante aumento como un torrente arrollador, hasta tanto que llega el tiempo de la "consolación", está vinculada a la venida y a la presencia de Cristo" (GD).

Una paz que el mundo no puede dar

206. La paz de Jesús se extiende a las regiones heridas de nuestro ser, a esa amargura que pesa y hostiga, a esas plagas donde fermentan los sentimientos contradictorios, los espejismos de la duda y de la división interior. La paz de Cristo no elimina pruebas ni sufrimientos. Pero éstos ya no nos desbordan; son dominados en el interior del hombre, quedando en acción las fuerzas vivas. La paz no es insulsa tranquilidad, pasividad interior o huida del prójimo. No hay paz en el olvido del prójimo, pues todos los días suena la misma pregunta: ¿Qué has hecho de tu hermano? Es ilusoria la paz que no suscita la comunicación y la unidad fraterna. Pacificado, el hombre es conducido al prójimo.

El secreto de Jesús: el Padre le ama. Estad siempre alegres: Dios nos ama.

207. Es preciso "destacar el secreto de la insondable alegría que Jesús lleva dentro de sí y que le es propia... Si Jesús irradia esa paz, esa seguridad, esa alegría, esa disponibilidad, se debe al amor inefable con que se sabe amado por su Padre. Después de su bautismo a orillas del Jordán, este amor, presente desde el primer instante de su Encarnación, se hace manifiesto: Tú eres mi hijo amado, mi predilecto. Esta certeza es inseparable de la cónciencia de Jesús. Es una presencia que nunca lo abandona" (GD). Jesús vive alegre: el Padre le ama. Todos estamos llamados a participar de esta alegría de Jesús: "Les he dado a conocer y les daré a conocer tu Nombre, para que el amor que me tenías esté con ellos, como también yo estoy en ellos" (Jn 17, 26). Nuestra alegría y paz más profundas proceden del mismo hecho: Dios nos ama. Desde ahí podemos acoger la invitación de San Pablo: "Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad ale-gres" (Flp 4, 4).

La alegría de las Bienaventuranzas

208. "Esta alegría de estar dentro del amor de Dios comienza ya aquí abajo. Es la alegría del Reino de Dios. Pero es una alegría concedida a lo largo de un camino escarpado, que requiere una confianza total en el Padre y en el Hijo, y dar una preferencia a las cosas del Reino. El mensaje de Jesús promete ante todo la alegría; esa alegría exigente ¿no se abre con las bienaventuranzas?: "Dichosos vosotros los pobres, porque el Reino de los Cielos es vuestro. Dichosos vosotros los que ahora pasáis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos vosotros los que ahora lloráis, porque reiréis" (GD).

La alegría en la Iglesia y en el corazón de los santos

209. La alegría no ha cesado de brotar en la Iglesia y, especialmente, en el corazón de los santos. El primer puesto corresponde a la Virgen María, llena de gracia, la Madre del Salvador. Ella, mejor que ninguna otra criatura, ha comprendido que Dios hace maravillas, es fiel a sus promesas y ensalza a los humildes. Ella recapitula todas las alegrías, vive la perfecta alegría prometida a la Iglesia (ls 61, 10). Volviendo los ojos hacia la que es madre de nuestra esperanza y madre de la gracia, los cristianos la invocamos confiadamente como causa de nuestra alegría. "Después de María, la expresión de la alegría más pura y ardiente la encontramos allá donde la Cruz de Jesús es abrazada con el más fiel amor, en los mártires... La fuerza de la Iglesia, la certeza de su victoria, su alegría al celebrar el combate de los mártires, brota al contemplar en ellos la gloriosa fecundidad de la Cruz" (GD). La alegría cristiana la encontramos también en los Padres de la Iglesia y en muchos santos cuya felicidad nos conmueve.

Un canto de alabanza en el corazón de todos los cristianos: Hemos encontrado a Cristo

210. Igualmente, la alegría del Evangelio aparece en todos aquellos cristianos cuya vida es un continuo canto de alabanza al Padre y de acción de gracias á El por el don que nos ha hecho en la persona de su Hijo Jesucristo. En definitiva, el motivo más profundo de nuestra alegría, el que los resume todos, es aquél que Andrés no puede callar y que comunica a su hermano Simón Pedro: Hemos encontrado a Cristo (Jn 1, 41).