SUICIDIO
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. Caracteres actuales del fenómeno. 

II. Interpretación de las ciencias positivas: 
1. Sociología; 
2. Psicología. 

III. Enfoque tradicional del problema. 

IV. La reflexión ética actual: 
1. El
problema; 
2. Ubicación del tema dentro de la nueva problemática sobre el
    derecho a vivir y a morir: 
    a)
El suicidio filosófico, 
    b)
El suicidio por amor, 
    c) La eutanasia. 

V. Perspectivas.


 

La noticia de una persona conocida que se quita la vida constituye una inquietante pregunta para los que siguen viviendo. ¿Qué sentido tiene ese gesto? ¿De qué motivación ha surgido? ¿Qué mensaje contiene? Casi siempre el suicida logra hacer que surja un sentimiento de profunda inquietud y de culpa en el que sobrevive, porque replantea de modo dramático el problema de la existencia.

Ante tales interrogantes se buscan respuestas, que en parte intentan sondear la misteriosa intimidad de la víctima y en parte tienden a tranquilizarse a sí mismo. La filosofía y la reflexión ética han expresado tradicionalmente una valoración abstracta del fenómeno, considerándolo desde un punto de vista objetivo como algo moralmente ilícito. La aproximación al fenómeno mediante los instrumentos de la psicología y de la sociología desde hace algún tiempo han alterado las respuestas inmediatas, pero también las reflexiones abstractas. Sin embargo, el aspecto que hace hoy más actual el fenómeno del suicidio está estrechamente ligado a las transformaciones culturales relativas al significado de la vida y de la muerte.

La investigación moral en cuanto "re-flexión", es decir, vuelta sobre la realidad, no puede separarse de los fenómenos sociales y de las interpretaciones culturales de nuestro tiempo, puesto que tales fenómenos cambian la imagen que el hombre tiene de sí, de sus derechos y deberes, comprendidos los inherentes a la realidad del vivir y del morir. Esto significa que sólo podemos reflexionar de modo válido desde un punto de vista ético, partiendo de la base de un adecuado conocimiento del fenómeno a través de los datos de la ciencia positiva.

I. Caracteres actuales del fenómeno

Puede parecer poco útil una aproximación fenomenológica al suicidio. Éste se encuentra tan ligado a factores y elecciones personales, que encuadrarlo en los esquemas de la sociología o de la psicología parece surtir sólo el efecto de una generalización que no puede explicar de ningún modo el drama concreto. En realidad, las indicaciones estadísticas no trivializan los dramas particulares en una brutal superposición, sino que los iluminan de modo diverso, ayudando a superar las recriminaciones apresuradas y los prejuicios fáciles.

La fiabilidad de los datos se ha puesto a menudo en discusión: ante todo porque no siempre es fácil establecer si se ha tratado de una desgracia o de un suicidio, especialmente si el difunto no ha dejado comunicaciones escritas que atestiguen su intención de quitarse la vida; pero sobre todo a causa del sentido de culpa y de vergüenza que despierta el suicidio; en efecto, cuanto más cerrada y tradicionalista es una región, tanto más se ocultan los datos sobre el suicidio. Por consiguiente, las estadísticas sólo pueden servir en parte, si se las utiliza como términos de confrontación con otras regiones; en cambio conservan validez, incluso en caso de subestimarlas, si se las usa para estudiar el fenómeno dentro de una misma región.

En lo que se refiere al fenómeno a escala mundial, según la estima de la Organización Mundial de la Salud (OMS) de 1975, se quitarían la vida unas mil personas al día y cerca de medio millón al año.

Por encima de los datos particulares y de su consistencia numérica, hay algunas constantes que encontramos en todos los países occidentales. Por ejemplo, respecto al sexo, son más los hombres que las mujeres los que se suicidan, mientras que son más las mujeres que intentan el suicidio que los hombres. Por orden de edad, aunque hoy la diferencia tiende a reducirse, es más elevado él suicidio entre los ancianos que entre los jóvenes, mientras que el intento de suicidio es más frecuente en los jóvenes con relación a los ancianos. Contrariamente a una opinión según la cual "la miseria protege", como escribió Durkheim en 1897, el suicidio -observa P. Baudry (Fattori vecchi e fattori nuovi in materia di suicidio, 1929) no es un lujo de las personas ricas o famosas, sino que significa la miseria de los débiles, es decir, de los debilitados. De hecho, en los intentos están sobrerrepresentados los desempleados, los que no tienen profesión y los inválidos; obreros y empleados andan cerca de la media, mientras que los funcionarios y las profesiones liberales están infrarrepresentadas. Hay que notar que no es sólo la pobreza económica lo que es determinante; no se puede, por ejemplo, deducir normas generales del hecho del desempleo o de situaciones de crisis.

Un aspecto decisivo parece ser el aislamiento; pobre o acomodado, es el individuo en estado de soledad el que se suicida. A este propósito otra constante dice que el suicidio es tanto más frecuente cuanto más disminuye la dimensión de la comunidad de residencia. Contrariamente a lo que ocurría en el siglo pasado, el suicidio tiene lugar hoy con mayor frecuencia en el campo que en la ciudad.

Otros factores parecen confirmar la misma constante; ante todo, en lo que atañe a las condiciones de vida, los viudos, los divorciados y los célibes se matan más que los hombres casados del orden de cinco, tres y dos veces. Es además determinante la presencia de niños: al multiplicar las relaciones, constituyen un disuasor contra el suicidio. Finalmente, el tiempo mismo -estaciones o días de la semana- en que tienen lugar los suicidios parece estar determinado por factores de mayor o menor socialización; por ejemplo, están infrarrepresentados los meses de vacaciones y los fines de semana, señal de que un mayor intercambio reduce el estado de aislamiento y la tendencia suicida.

II. Interpretación de las ciencias positivas

1. SOCIOLOGÍA. Es útil ver cómo interpretan las teorías sociológicas los datos estadísticos. En su tiempo Durkheim, en la obra Le suicide (1897), distinguía tres tipos de suicidio: suicidio egoísta, señal de debilitamiento de los lazos sociales; es decir, al no estar lo bastante vivo el sentimiento de solidaridad, con lo que se debilita la intensidad y la vitalidad de los grupos, se sigue una afirmación excesiva del yo individual. Suicidio altruista, donde el exceso de integración del individuo puede causar la muerte voluntaria, como en el caso de la esposa que sigue la suerte del marido difunto o del anciano que se deja morir. Suicidio anómico: corresponde a momentos de profundo cambio, en los cuales la existencia colectiva se resquebraja en un estado de exacerbación ilimitada de las necesidades. En sustancia, según Durkheim, el suicidio está en relación con el grado de integración social de un determinado grupo o de una sociedad.

Intentando establecer el grado de integración, Gibbs y Martin han modificado la teoría de Durkheim en el sentido de la teoría de la integración en el status. En la sociedad una persona desempeña roles diversos; cuanto más fuerte es el conflicto que surge entre esos roles en la fase de integración en una imagen de status, tanto más elevada es la probabilidad de un caso de suicidio. Conflictos entre roles, choque entre posiciones diversas, contradictorias y no integrables tienen como efecto favorecer el suicidio.

Mejor que seguir el desarrollo de las varias teorías, es preferible reunir algunos datos establecidos. Siguiendo la investigación citada de P. Baudry, el notable aumento del número de suicidios en los jóvenes, su sobrerrepresentación entre las tentativas, lo destacado del índice de suicidio de los ancianos, el carácter desencadenante de dramas familiares (muerte del cónyuge, divorcio, celibato forzoso), todo esto puede comprenderse en función de cambios difíciles que es preciso realizar. Se puede pensar que se produce el suicidio cuando el cambio se impone y se lo rechaza: tendríamos entonces un mecanismo de fuga; pero también se puede decir que se produce el suicidio para modificar un estado de cosas y acelerar un cambio. Particularmente el suicidio y su intento en los jóvenes pueden prestarse a esta lectura. Del mismo modo, el suicidio del anciano puede entenderse no tanto como la voluntad de acabar, cuanto más bien como una especie de exasperación del estado de muerte social padecido.

Así pues, existe una profunda relación entre el yo la sociedad, entre el cuerpo propio y el cuerpo social. "El cuerpo marginado, privado de compromiso social en un intercambio social, afectivo; el cuerpo patológico, es decir, el cuerpo que sufre, constituye una condición de vida insoportable, manifiesta la dificultad de un paso que no puede darse en un marco social. Paradójicamente -pero el suicidio es indudablemente un proceder eminentemente paradójico- es posible que se trate de matarse para conquistar un reconocimiento corporal. Se ve aquí la ambivalencia de una práctica que, morbosa en apariencia, quizá sea la expresión interna de un deseo de vivir" (BAUDRY, 29).

2. PSICOLOGÍA: Una notable contribución al conocimiento de la realidad del suicidio viene de la psicología. La lectura psicológica del fenómeno parte de la perspectiva subjetiva, del interior de la historia de la persona, y pone ulteriormente en crisis la idea tradicional que no dudaba de la responsabilidad moral del sujeto. Incluso se corre en psiquiatría el riesgo contrario: el de ver el suicidio como una enfermedad fatal, antela cual los motivos que la desencadenan resultan irrelevantes, hasta el punto de descuidarlos en la consideración terapéutica. El gesto suicida sería, pues, el "término de una evolución morbosa" (E. Ringel). El descubrimiento de los motivos inconscientes y la posibilidad de sacarlos a la luz por medio del psicoanálisis (Freud, 1916) impide tanto un juicio moral apresurado como una actitud de resignación terapéutica.

Habitualmente el suicidio está motivado como fuga y liberación de un estado de angustia debido a sufrimientos presentes o previstos, como acto de desesperación por una resistencia estimada imposible, como gesto de expiación o como último acto de libertad. Otras veces el suicidio se entiende como gesto agresivo contra personas a las que se está ligado sentimentalmente -como padres, el hijo o hija propios=, presuntos culpables del sufrimiento. Hoy, sobre todo a propósito de los jóvenes o muchachos que se quitan o intentan quitarse la vida, sorprende la poca o nula importancia de los motivos aducidos: una mala nota en el colegio, la primera desilusión amorosa, un reproche de los padres, las dificultades de la vida militar. ¿Es posible que por cosas de tan escasa importancia haya de privarse del don inestimable de la vida?

La perspectiva clínico-psicopatológica pone de relieve el verdadero fondo del hecho del suicidio; no se detiene en las motivaciones que el suicida declara, sino que dirige su atención a las causas que dan origen a las tendencias suicidas. El resultado más interesante es que por lo regular el suicida no busca la muerte en cuanto tal, sino la solución de los urgentes problemas de la vida. Según H. Henseler (Psicologib del suicidio, 49), "la autoagresión se inicia cuando se ve amenazada la relación con un objeto que es fuente de desilusión, pero que se vive como irrenunciable. Se trata, pues, no simplemente de un conflicto ligado a la agresión, sino de la salvación de una relación objetual. El furor hay que dirigirlo contra la propia persona de modo que no destruya tal relación".

Resumiendo, el material de la investigación empírica muestra claramente que la representación del hombre que rechaza, con libertad y un lúcido balance, una vida que se le ha vuelto intolerable o carente de sentido, no es verdadera en la mayoría de los casos. Los hombres que se arriesgan al suicidio se encuentran normalmente con dificultades externas o internas superiores a la media; están en una situación en laque paradójicamente querrían seguir viviendo, pero no pueden hacerlo en las condiciones presentes.

III. Enfoque tradicional del problema

La moral tradicional se ha ocupado del suicidio "directo", entendido como el acto por el que la persona se da directamente la muerte con libertad y conocimiento de causa.

Si se mira la historia, encontramos una doble valoración del suicidio. Los estoicos formulaban en ciertos casos un juicio positivo; Séneca, por ejemplo, condenaba el suicidio cometido sólo por deseo de morir, mientras que lo aprobaba cuando era un gesto de dignidad y de valor. En cambio, fueron contrarios al suicidio en la antigüedad Platón, que veía en él un acto de insubordinación contra la divinidad (Fedón, 6); Aristóteles, que lo consideraba un acto vil, contrario al bien social (Eth. Nic. III, 11; V, 15); los neoplatónicos, que veían en el suicidio un impedimento a la plena liberación del alma y al cumplimiento en la vida terrena de la plena explicitación de las posibilidades del hombre.

Pero fue el cristianismo el que formuló de modo claro la condena del suicidio. Para los Padres, la afirmación de que la vida es un don de Dios y el hombre sólo su administrador lleva a la conclusión de que no se puede disponer libremente de ella; el suicidio es siempre un "autohomicidio". Por otra parte, los Padres refieren numerosos casos de suicidio perpetrados en momentos difíciles de la Iglesia para sustraerse a la maldad de los impíos. El caso de la anciana Apolonia o el de algunos cristianos como Nicomedia, referidos por Eusebio, son típicos al respecto. El juicio positivo expresado en tales situaciones ha llevado a alguno a pensar que la Iglesia primitiva equiparó el suicidio religioso con el martirio. En realidad, ese juicio está ligado al hecho de que aquí no se trata de una decisión orgullosa sobre la vida propia, sino más bien de un gesto realizado nutu divino, o sea, como respuesta heroica a una inspiración divina en una situación dramática.

San Agustín es el que trata más por extenso el tema, partiendo de la idea de que matarse es rechazar el dominio de Dios sobre nuestra existencia, y por tanto malo en todo caso. Agustín está al corriente de las excepciones famosas honradas por la Iglesia; pero aunque nosotros no podemos conocer el consejo de Dios, que puede haber llamado a algunas personas con una vocación particular, su comportamiento no constituirá jamás norma para la Iglesia.

Santo Tomás (S. Th., II-II, q. 65, a. 5) funda la ilicitud del suicidio en tres motivos. Ante todo en el hecho de que va contra la ley natural de la autoconservación y del amor de sí. En segundo lugar en la consideración, derivada de Aristóteles, de que todo hombre es parte de un todo representado por la communitas en que está concretamente insertado; la vida humana tiene, pues, siempre significado y valor para los otros hombres; por lo que el suicidio es iniuria communitati. Últimamente la no licitud del suicidio se funda en el hecho de que el hombre no es el dueño de su vida, por lo que no le corresponde a él decidir sobre su fin. Darse la muerte se convierte entonces en -deserción individual de las tareas que nos esperan y que Dios nos ayuda a cumplir; -en deserción social de los servicios que estamos llamados a prestar a los demás; -en deserción religiosa del cometido que Dios nos ha fijado. Es, pues, un pecado gravísimo contra Dios, la sociedad y contra nosotros mismos.

Este planteamiento quedará sustancialmente inmutado también en la sucesiva exposición de los manuales. La Iglesia se ha expresado siempre de modo severo en este campo, y constantemente ha considerado el suicidio como un pecado particularmente grave, como "un contrasigno de la ausencia de la fe o de la esperanza cristiana" (Pío XII, Discorsi e radiomessaggi, Ed. Pol. Vat., Roma 1958, XIX, 774) y como un gesto que "lesiona en el más alto grado el honor del Creador" (GS 27). Además, últimamente la declaración sobre la eutanasia de la Congregación para la doctrina de la fe ha afirmado que "la muerte voluntaria, o sea el suicidio, es inaceptable, al igual que el homicidio" ("AAS" 72 [1980] 545).

Esto explica la severidad de las disposiciones canónicas con los suicidas, a los que se consideraba pecadores públicos, privados por el gesto mismo suicida de pedir perdón a Dios de su pecado. De ahí el rechazo de la sepultura eclesiástica, decretada por el Il concilio de Braga (572) y mantenida casi hasta nuestros días (cf CIC de 1917, can. 1240, § 1, 3.°).

El nuevo CIC (1983) no enumera a los suicidas entre los excluidos de la sepultura eclesiástica y de la misa de exequias (cánn. 1184-1185). "El problema de la justificación o de la condena moral del suicida cae fuera del hecho de que se dé una sepultura cristiana a quien se ha quitado la vida. El grado de lucidez y de responsabilidad con que una persona comete suicidio es sumamente diverso de un caso a otro; sin embargo, los que en vida han sido miembros de la Iglesia pueden ahora ser sepultados todos con ritos cristianos. Con todo, sería conveniente celebrar estos ritos con una cierta flexibilidad, teniendo en cuenta las ambigüedades inherentes a las varias situaciones" (D. POWER, Riti funebri per i suicidi..., 113).

IV. La reflexión ética actual

1. EL PROBLEMA. En la valoración ética debemos, pues, distinguir más cuidadosamente que en el pasado el plano de la valoración abstracta y el aspecto existencial concreto. Al tratar la problemática del suicidio los argumentos aducidos en favor y en contra permenecen a menudo abstractos e incompletos si no se los amplía con los conocimientos de las dimensiones patológicas y trágicas del fenómeno del suicidio. La responsabilidad del sujeto es relativa a su efectiva libertad. Pero la valencia subjetiva del fenómeno no quita que el hombre tenga el derecho y el deber de reflexionar, abstrayendo de las situaciones inmediatas, para preguntarse cómo se puede defender y realizar un determinado valor.

El argumento que la ética cristiana ha mirado siempre como fundamental para negar la licitud moral del suicidio lo ha constituido desde el principio la soberanía de Dios, creador y señor de la vida y de la muerte: el hombre es el administrador de su existencia, nunca su dueño, que puede ponerle fin a su antojo. En realidad, la Biblia refiere sin particular condena algunos suicidios, y a veces incluso alabándolos. Saúl y su escudero se traspasan con su propia espada para no caer en manos de los enemigos: 1Sam 31,3-5; Ajitofel se cuelga después del fracaso de su intriga política: 2Sam 17,23; Sansón hizo que el templo se derrumbara sobre él y los filisteos: Jue 16,23-31; el sacerdote Razis es incluso alabado por haber elegido generosamente morir antes que caer en manos criminales y padecer ultrajes indignos de su cuna: 2Mac 14,37-46. Sin embargo, la tradición judeo-cristiana ha condenado siempre el suicidio como gesto en que el hombre se abroga unilateralmente un poder absoluto, sustrayéndose al diálogo con Dios.

No obstante, el argumento de la soberanía de Dios, que parece tan convincente y definitivo, si se lo analiza más a fondo aparece de hecho problemático para fundar un juicio apodícticamente negativo sobre el suicidio. Según B. Schüller (La fondazione dei giudizi morali, Cittadella, Asís 1975, 171ss), cuando se argumenta: Dios es el dueño de la vida y de la muerte, por tanto no el hombre, se habla de Dios y del hombre en términos unívocos y no análogos, con la consecuencia de que, sin darse cuenta, se concibe a Dios como un soberano humano. Entre los derechos de un soberano humano y los derechos de los súbditos existe una cierta relación de concurrencia: partiendo de los derechos del soberano se puede deducir inmediatamente qué derechos no tienen los súbditos. Pero la gramática teológica prohibe sacar de ningún predicado de Dios conclusiones directas acerca del comportamiento del hombre. Si hablamos del amor de Dios y de la necesidad de obrar de acuerdo con él, hemos de traducir este compromiso sirviéndonos de las categorías humanas de solidaridad, benevolencia, etc. La soberanía de Dios es, pues, sólo una instancia dirigida a la responsabilidad del hombre. Por tanto, habrá que concluir que el problema ético no consiste en definir el suicidio como "malum in se", sino más bien en tomar conciencia del hecho de que el hombre, suscitado como ser creado y libre por Dios, debe administrar responsablemente el bien "vida" puesto en sus manos.

El hecho mismo de fundar la dignidad humana en la relación con Dios, sacando de ahí la consecuencia de la ilicitud de disponer de la vida propia, replantea a su vez el interrogante de si es posible sacar inmediatemente de una afirmación teológicosalvífica principios normativos. Se plantea el problema de si del "sí" dador de sentido que Dios dirige al hombre es posible deducir la prohibición de quitarse la vida, o si no es cometido del hombre descubrir por sí lo que es justo y tiene sentido.

Concluyamos con A. Holderegger (Si ha diritto di scegliersi liberamente la propria morte? 139): "Se podrá decir... que el suicidio se vuelve transgresión culpable en la medida en que es rebeldía voluntaria y negación arbitraria del sentido que es fundamento de la libertad humana, aunque luego queda el problema de si en situaciones críticas extremas no se puede devolver la vida al Creador". O sea, ¿es posible que la muerte sea una desgracia, pero que seguir viviendo en algunas circunstancias sea una desgracia mayor aún? Es ésta una pregunta que la cultura actual hace cada vez más dramática.

2. UBICACIÓN DEL TEMA DENTRO DE LA NUEVA PROBLEMÁTICA SOBRE EL DERECHO A VIVIR Y A MORIR. En la edad moderna la realidad de la vida es sustraída cada vez más a la consideración meramente biológica y se experimenta como realidad confiada a la responsabilidad del hombre, y por tanto a su libertad. El mismo progreso científico y técnico, al desmitizar la idea de la absoluta intangibilidad de la vida humana y de su fatalidad mediante la posibilidad de manipularla y de desplazar sus límites naturales, ha acentuado la disponibilidad de la vida humana en orden a la calidad de la misma, pero también en orden a la calidad de la muerte; la vida humana parece ser algo de lo que se puede disponer en principio. En esta situación, "la antigua cuestión ética del derecho al suicidio se ha emancipado de la problemática de los casos límite, y se ha ligado mucho más imperiosamente que antes al problema de si y hasta qué punto es sensato, en caso de limitarse la capacidad de hacer frente a las necesidades fundamentales, seguir con una vida disminuida o que se va extinguiendo" (HOLDEREGGER, o. C., 130).

No se trata ya del problema abstracto formulado por el iluminismo, que consideraba el suicidio como "piedra de toque de la autonomía de la libertad", como posibilidad de "morir libres frente a la muerte", sino más bien del contraste entre una promesa de vida y una no vida de hecho. ¿Cuántos se sienten hoy a gusto en su piel? Esta situación es la que parece replantear hoy en términos nuevos y dramáticos algunas cuestiones clásicas: el suicidio filosófico, el suicidio por amor, la eutanasia.

a) El suicidio filosófico. Las posibilidades de condicionamiento y de manipulación de que goza nuestra sociedad colocan a menudo al individuo en la imposibilidad de vivir si no es dejando de vivir, o sea, renunciando a ser uno mismo y a ponerse como originalidad. Para una persona que no ha cultivado la relación con el Absoluto, frente al cual toda vida adquiere significado, la alternativa dramática puede ser ver la única posibilidad de ponerse como originalidad en el gesto suicida que se transforma de modo dramático en rechazo del carácter imperioso del condicionamiento. Y quizá sea la intuición de que a menudo el suicida no anda equivocado, porque revela de modo cruel nuestro desorden social, lo que crea una profunda sensación de turbación. Es una pregunta que la cultura actual hace cada vez más dramática y que suscita desde un punto de vista teórico el problema del derecho al suicidio, y desde un punto de vista práctico toda una serie de movimientos que defienden tal derecho.

¿Se le puede pedir a una persona que no ve ya el sentido de la vida que siga viviendo? ¿Se puede deducir del hecho de existir el deber de hacerlo? Ante la invocación del derecho a la muerte, la conciencia cristiana experimenta sin duda una sensación de embarazo y de inquietud; y es cierto que no existe un derecho a la muerte en el sentido de que en otros existiría el correspondiente deber de procurarla. Mas ¿cómo negar que para los que actualmente no consiguen ver en su vida una posibilidad de sentido, el suicidio pueda parecer la vía más lógica para expresar la propia autonomía frente a la falta de sentido y al condicionamiento social, aunque esta elección se produzca por el procedimiento trágico de la renuncia y de la fuga?

b) El suicidio por amor. Si a veces puede considerarse el suicidio la única salida para realizarse uno mismo, en algunas situaciones se ha realizado como único modo de vivir el amor al prójimo. En la fe en Cristo, que se hace solidario del pobre y del oprimido, el creyente comprende que el sufrimiento, la lucha no violenta, la oración tienen un significado y un poder de liberación más fuerte en su debilidad que el medio violento del suicidio. Pero evidentemente no se puede deducir de la fe la absoluta irracionalidad de un comportamiento vivido como deseo de liberación para los otros y como afirmación de la propia fe en el bien.

c) La eutanasia. Hoy, ante la posibilidad de la medicina de prolongar la vida en situaciones de sufrimiento extremo, se habla cada vez más de derecho a morir en paz. Esto no equivale a discutir el valor de la persona moribunda, sino más bien a preguntarse si constituye para ella un valor el seguir viviendo.

La moral tradicional, al aceptar la naturaleza como medium cualificado de la acción de Dios, resolvía la cuestión con la distinción entre medios ordinarios para conservar la vida (obligatorios) y medios extraordinarios (no obligatorios). Concretamente, el problema nace hoy de no permitir que la naturaleza siga su curso. Se trata entonces de ver cómo dar sentido y verdad a una vida que, en cuanto recibida del amor salvífico de Dios, conserva siempre un significado, pero que está por determinar concretamente en la situación particular.

La vida del hombre no es un mero acontecimiento físico, sino que adquiere su significado más profundo en cuanto historia de libertad. Si el interés viene dado por la búsqueda de sentido de la vida, no se debe preguntar cuál es el medio que sirve para propugnarla de cualquier modo, sino cuál es el modo de hacerla más significativa, más humana, más vivible en cada momento. Afrontando el problema en esta perspectiva, no hay que juzgar de manera demasiado apresurada en sentido negativo todas las intervenciones que tienen por fin permitir o dar mayor serenidad y libertad, en una palabra, "espacio humano", al individuo, aunque tuviesen como consecuencia acortar la vida física del mismo. Es claro que el empleo de fármacos que pueden abreviar la vida no podrá hacerse siguiendo una praxis rutinaria, puesto que ciertas personas pueden soportar más que otras el dolor o conseguir darle un significado más profundo. El verdadero peligro está más bien en el hecho de que esta problemática es afrontada a menudo con criterios utilitaristas e individualistas.

V. Perspectivas

Así pues, el problema del suicidio parece plantear de modo dramático el tema de la existencia y de su significado dentro de las coordenadas de posibilidad y de condicionamiento de una sociedad dada. Ante este problema la reflexión filosófica no encuentra argumentos apodícticos para condenar siempre y en todo caso un gesto que a veces parece la única posibilidad de escapar a la falta de sentido de una vida que se ha hecho imposible para el sujeto o que, en algunas circunstancias, parece incluso cargarse de significados positivos.

La fe en Dios, señor que da la vida, más que demostración se convierte en llamada a administrar responsablemente el don recibido y a hacer perceptible su significado en cada situación. En el intento de indicar modalidades concretas de ello, es particularmente interesante la intuición citada por santo Tomás, según el cual el suicidio es "iniuria communitati". De hecho, al determinar los derechos y deberes, nuestra cultura occidental está atenta sobre todo a definir la autonomía, la libertad y la dignidad del individuo. En este sentido no se comprende por qué en algunas condiciones o circunstancias (antes recordadas) el hombre no ha de tener derecho a disponer de su vida. En cambio, si, como en la visión de santo Tomás, se considera a todo hombre parte de un único designio salvífico universal: recuperar este significado social, histórico y solidario de la persona -por el que cada uno, siempre y en cualquier situación, está constitutivamente ligado, como don recibido y ofrecido, a la familia humana entera-, el suicidio se convierte negativamente en el rechazo a cumplir este deber social e histórico, mientras que positivamente constituye un profundo interrogante formulado a nuestra cualidad de vida, que condena a un número cada vez más considerable de personas al aislamiento, a la soledad o, en cualquier caso, a la incapacidad de percibir el sentido mismo de la vida.

La pregunta, falsa y tendenciosa, en labios de Caín: "¿Acaso soy el guardián de mi hermano?" parece resultar hoy aceptable y legítima en labios del ciudadano de una sociedad impersonal y anónima. En nuestra sociedad el otro es el consumidor, el rival, el término de confrontación, un término de acercamiento insignificante y sin verdadero intercambio. Se ha establecido una distancia entre hombre y hombre que no permite ya percibir el significado de proximidad. Quizá tenemos aquí, como observa G. Angelini (Non uccidere: Per una rinnovata comprensione del quinto comandamento, en "RTM" 72 [ 1986] 33-45) el interrogante ético más importante de todo el argumento. Ya se ha advertido que el rechazo de la vida o la petición de morir encubre de hecho otra pregunta: la de vivir, o por lo menos la de no dejarle a uno morir, es decir, de no ser abandonado a una muerte vista como una agresión por parte de una potencia hostil y extraña, con la que no tendría sentido alguno luchar. Si no deseo consentir a esa trágica demanda, es preciso que de algún modo me empeñe en atestiguar nuevamente al otro la permanencia de mi presencia, la promesa de vida que tal presencia intenta expresar.

"Ciertamente no se puede olvidar la distancia objetiva que las relaciones sociales introducen entre el individuo y el socio. Pero esa distancia no puede entenderse como si suspendiese la urgencia del imperativo de amar al prójimo, de hacerse prójimo de todo hombre; por tanto, de buscar el bien del otro como si fuese mi propio bien" (ANGELINI, 43-44). Sin embargo, es cierto que los criterios de ese bien no se pueden buscar en la evidencia espontáneamente suscitada de la relación inmediata con el otro, sino que hay que determinarlos mediante una búsqueda refleja y en muchos aspectos compleja, que comprende también momentos de apreciación técnica.

En definitiva, no se trata de decir simplemente no al suicidio, demostrando de modo apodíctico su grave negatividad moral, sino de sentar las bases de una superación de ese cansancio generalizado de la vida que llega a la negación de sí, sobre todo a través de la recuperación de la "projimidad", que ha de encarnarse en formas concretas de ejercicio, ya sea a nivel estructural, ya interpersonal.

Ciertamente, uno de los grandes campos de intervención es la familia. La actual situación de crisis de muchas familias provoca situaciones de alejamiento y de falta de diálogo entre padres e hijos, que no sólo no ayudan al normal crecimiento psicológico de los últimos, sino que provocan situaciones de soledad afectiva y de inseguridad, con consiguientes repliegues sobre sí mismo y la dificultad de establecer relaciones correctas con la realidad circunstante. Si los problemas son más dramáticos en las familias en apuros, también las familias unidas deben hoy reconsiderar su deber respecto a los hijos, sobre todo en lo referente a los valores que se persiguen. El privilegio otorgado generalmente a los valores adquisitivos no es evidentemente a propósito para dar sentido y estabilidad a la vida de muchos chicos; hay que revisar también algunos modelos educativos, preguntándose cuál es el modo más oportuno de formar caracteres fuertes y personas capaces de afrontar las inevitables dificultades de la vida.

Por otra parte, la vivencia de la familia se inserta en la más amplia de la sociedad. Esto nos lleva a una pregunta más seria todavía: ¿cuál es la imagen de realización de sí y de felicidad que propone nuestra sociedad? El estilo de vida más generalizado se caracteriza por un hedonismo individualista en el que todos los valores humanos son instrumentalízados y mercantilizados. En este clima nada tiene sentido; mas un mundo sin significado sólo puede vivirlo un hombre sin significado. Si se estima que la vida sólo tiene sentido cuando es plena, realizada y 'sin sufrimientos, puede parecer irrazonable seguir viviendo cuando hace acto de presencia el sufrimiento, la humillación y el fracaso. Sólo la percepción de los valores fundamentales para el sentido de la vida puede darle al hombre la fuerza de soportar también las pruebas más dramáticas. Se puede entonces afirmar que la prevención más eficaz del suicidio es de orden moral y religioso.

Mas si partimos de la tesis de que nuestra vida proviene de Dios, que le da un sentido, subsiste, según se ha visto, la pregunta: ¿Cómo ve todo esto el individuo en lo concreto de su existencia? Se abre aquí una ingente tarea ética, porque de hecho somos acompañados tanto en la percepción de los valores como en ser pesimistas u optimistas frente a cuanto nos espera, igual que somos también educados en un cierto modo de entender la vida y su realización, precisamente por la familia, la escuela, la sociedad, por todo hombre que se convierte en compañero de viaje de nuestra existencia.

[l Corporeidad; l Eutanasia; l Salud, enfermedad, muerte].

BIBL.: AA.VV., todo el fascículo de "Con" 199 (1985): El suicidio y el derecho a la muerte (en particular: BAUDRY P., Nuevos datos sobre el suicidio, 315-326; ID, Sociología del suicidio a partir de Durkheim a nuestros días, 327-338; HENSEUR H., Psicología del suicidio, 339-348; BLAZQUEz N., La moral tradicional de la Iglesia sobre el suicidio, 387-400; POWER D., Las exequias por un suicida y su desarrollo litúrgico, 401-410; JOSSUA J.-P., "La vida no tiene ya sentido para mí"; 411 -422; HOLDEREGGER A., ¿Existe un derecho a elegir libremente la muerte?, 423434); DURKHEIM E., El suicidio, Akal, Torrejón de Ardoz 1982; ELIZARI F.L, El suicidio. Aproximación moral, en "Iglesia Viva" 125 (1986) 439-455; ESTRUCH J. y CARDGS C., Los suicidios, Herder, Barcelona 1982; FRANCESCD A., Psicodinamica della colpa e del suicidio, Lalli, Siena 1985; HOLDEREGGERA., Suicidio, Cittadella, Asís 1979; KAUFMANN A.E, Suicidio, en Diccionario de sociología, Paulinas, Madrid 1986, 16281642; LóPEz AZPITARTE E., El suicidio y la ofrenda de la propia vida, en "Razón y Fe" 221 (1990) 589-599; MATHIS P., Percorsi del suicidio. II corpo e la scritto, Sugarco, Milán 1979; ROJAS E., Estudios sobre el suicidio, Salvat, Barcelona 1978; STENGEL E., Suicidio e il tentato suicidio, Feltrinelli, Milán 1977.

G. Pellizzaro