PROPIEDAD
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. La noción de propiedad.

II. La relación hombre-riquezas en la Escritura.

III. La función de la propiedad en los Padres y en santo Tomás.

IV. La concepción de la propiedad en la teología moral de los siglos XVII al XX.

V. La concepción de la propiedad en el magisterio social desde León XIII a la "Gaudium et spes':

VI. La propiedad en la economía contemporánea:
1. Las variaciones de la realidad económica en los últimos siglos;
2. La confrontación de la realidad económica actual con el anuncio evangélico.


 

La noción de propiedad

La palabra propiedad se entiende hoy comúnmente como una relación entre un individuo y una cosa; una relación tal que el particular titular de la relación, y él sólo, puede disponer de la cosa (cualquiera que sea); es decir conservarla, alienarla, modificarla, destruirla, etc. El principio de esta relación puede asumir formas diversas [/abajo, IV]; pero la relación, una vez establecida, es perenne e inviolable por otros, y normalmente también por la autoridad pública. Esta noción de propiedad es típica de la cultura occidental y no se remonta más allá de los siglos XVI-XVII; pero es la común, que en la mente del hombre medio occidental -y del cristiano en particular- se considera natural.

En realidad, no es fácil establecer una noción de propiedad que pueda valer en general en diversos ámbitos culturales, en diversas épocas y también en ordenamientos jurídicos diversos. Se puede pensar en una serie de hechos o actos que, dentro de un cierto grupo (una tribu, un Estado, etc.) y en un cierto momento histórico dan origen a una relación parti cular entre un individuo y una cosa: herencia, donación, adquisición o cambio, producción, toma de posesión son ejemplos comunes. Esta relación particular puede dar origen a una serie de consecuencias jurídicas o socialmente reconocidas y garantizadas de los más diversos títulos; ejemplos de ello pueden ser la disponibilidad para el uso, la disponibilidad de los frutos eventuales, el derecho de alienar, destruir o transformar. Todo esto en un tiempo determinado o indeterminado, con o sin condiciones de varias clases, con o sin límites cuantitativos o cualitativos, con o sin la autorización de la autoridad reconocida en el grupo (p.ej., la autoridad política o administrativa).

La propiedad, en su forma más general, puede ser concebida entonces como una de las muchas combinaciones posibles entre algunos elementos de la primera serie y algunos elementos de la segunda. En ésta la concepción de la propiedad como Zwtschenbegriff-elemento conceptual intermedio sin contenido propio-, que conecta en las formas más dispares, y teóricamente con todas las combinaciones matemáticamente posibles, un grupo de elementos de la serie actos o hechos con un grupo de elementos de la serie consecuencias jurídicas (o, en general, socialmente reconocidas).

Nosotros, sin embargo, con muchos estudiosos contemporáneos, estimamos que se puede establecer un denominador común de las infinitas formas concretas que puede asumir la noción de propiedad. Este denominador común puede concebirse como constituido por dos elementos: la disponibilidad y la exclusividad (es decir, la garantía contra las interferencias ajenas). Los dos elementos pueden tener (y en general han tenido siempre) limites más o menos estrictos; esos limites a la disponibilidad exclusiva se relacionan con las estructuras sociales, y en especial económicas, en las que el grupo está organizado y que garantizan la subsistencia del grupo.

Si ahora nos preguntamos qué problemas morales dicen conexión con la propiedad, hay que distinguir entre la noción comúnmente recibida hoy en la cultura occidental y la noción teórica más general que acabamos de describir. En el primer caso hay un único problema moral, que es el de no violar la propiedad ajena una vez legítimamente adquirida; la relación entre el individuo y sus cosas no plantea problemas morales particulares. Podrán surgir problemas del uso que uno haga de las cosas de su propiedad; pero esos problemas no se refieren a la relación del hombre con la cosa, ni un mal uso puede romper el vínculo de propiedad.

En cambio, en la noción más general de propiedad aparece el hecho social (o relaciona!) como determinante de la noción misma de propiedad. La propiedad no tiene también una función social, sino que ella misma es una función social.

II. La relación hombre-riquezas en la Escritura

El tema de la propiedad, y más en general el tema de la actitud del hombre respecto a las riquezas (las riquezas han de entenderse aquí como cosas deseables, adquiribles, disfrutables, independientemente de su identidad) es un tema bíblico ampliamente desarrollado, tanto en el AT como en el NT. Ha sido un grave error haber olvidado esta amplia evolución, reduciendo todo el anuncio moral cristiano en materia económica sólo a no robar. Así ha ocurrido en la teología moral de los tres últimos siglos; las razones y las formas de este reduccionismo ético se expondrán /abajo IV.

Aquí nos limitamos a una alusión a la presencia del tema en el NT. En el AT el tema de la riqueza está siempre ligado a situaciones históricas y estructurales particulares. Sería delicado y arriesgado, aunque no imposible, obtener de los textos veterotestamentarios indicaciones éticas válidas para otros cuadros estructurales o para momentos históricos diferentes. En cambio, en el NT esas dificultades no subsisten; el Señor y la Iglesia apostólica no dictan leyes civiles para el pueblo de Israel. No hubieran podido hacerlo ni lo pretendieron. La preocupación central es reorientar la actitud respecto a las riquezas (la relación hombre-cosas) dentro de la lógica del creyente en Cristo, del ciudadano del reino.

En los sinópticos y en Santiago la riqueza tiene siempre una connotación ética negativa. Y adviértase que aquí riqueza no indica gran cantidad de posesiones, sino simplemente cosas poseídas o a cuya posesión se aspira. La riqueza sofoca la Palabra (Mt 13,22 par.), aparta de la atención a Dios y del abandono confiado en él (Lc 12,15-21.23-24), hace difícil el acceso al reino (Mt 19,23-24 par.), vuelve insensible al sufrimiento del pobre (Lc 16,19ss), impide la verdadera pureza cultual ("dad más bien lo de dentro" -es decir, lo que tenéis- como limosna: Lc 11,38-42 par.). Esto está duramente resumido tanto en las bienaventuranzas de Lc 6 como sobre todo en el antagonismo radical entre Dios y riquezas (mammona) en Mt 6,24 (en el contexto de 6,19-34) y en Lc 16,13 (en el contexto de 16,1-15).

La alternativa evangélica, sin embargo, no es entre riqueza (siempre mala) y pobreza (siempre buena), sino entre riqueza y Cristo. Sólo él es riqueza para el creyente; no se da seguimiento sin abandono de las riquezas (Mt 16,24; 19,21 par.); la pertenencia al reino empuja a renunciar a cualquier otro bien (el tema del tesoro: Mt 6,19-21; 13,44-46). La riqueza, lo mismo poseída que deseada, es un amo alternativo de Dios. Por eso para el creyente existe riqueza verdadera y riqueza deshonesta, riqueza ajena y riqueza vuestra (Lc 16,11-12, a lo cual sigue inmediatamente, en el v. 13, el tema de los dos amos). Creemos que todo esto puede resumirse así: para el cristiano la riqueza como posesión o aspiración a bienes terrenos no es riqueza para él. Los bienes terrenos no tienen otro valor que el de instrumento para vivir mejor en la lógica del reino, que es lógica del don de sí. La riqueza no puede buscarse nunca como un bien, ni puede tener otro uso que darla o emplearla para el prójimo. Los dos grandes pecados acerca de la propiedad son, pues, la avidez -o intentar enriquecerse- y la avaricia -o no dar también más que lo superfluoEstos dos pecados se enumeran repetidamente en san Pablo entre los vicios más graves con el término pleonexia, que indica tanto avidez como avaricia; ambas son consideradas en el mismo nivel de inmoralidad que la idolatría, el adulterio, la lujuria desenfrenada (cf p.ej., Rom 1,29; 1Cor 6,10; Col 3,5; Ef 4,19; 5,3 -con sentido más incierto- 5,5). La misma valoración moral de la relación hombre-riqueza la tenemos en Juan: "Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él: porque todo lo que hay en el mundo, las pasiones carnales, el ansia de las cosas y la arrogancia, no provienen del Padre" (Un 2,15-17). En este difícil pasaje una cosa es cierta: la soberbia de la vida indica la soberbia que brota de la riqueza, la arrogancia del que posee y confía en el poder que se deriva de la posesión.

Este rápido examen de algunos pasajes significativos del NT lleva a una conclusión ético-normativa unívoca e inevitable, de la que el no robar es sólo un caso particular y muy secundario. Resumimos esta univocidad de tenor neotestamentario en dos preceptos generales: 0 no busques enriquecerte; 11 si tienes, tienes para dar. Se los puede leer como primera especificación del principio generalísimo de enriquecerse delante de Dios y no delante de los hombres (cf Lc 12,21; 16,15).

III. La función de la propiedad en los Padres y en santo Tomás

Los Padres se ocuparon con mucha frecuencia de la relación hombreriquezas, pero no de forma sistemática. No pudiendo analizar aquí la profundidad y la amplitud de esa preocupación, nos limitamos a resumirla en unos pocos puntos esenciales, comunes prácticamente a todos los Padres, tanto griegos como latinos, remitiendo a obras especializadas para una justificación analítica de nuestra síntesis.

- En el orden de la creación, y por tanto en el plan de Dios, los bienes de la tierra entera deben estar disponibles para todos los hombres de la tierra. - Donde existen contemporáneamente ricos y pobres, hay una situación de injusticia. El rico que guarda su riqueza o que desea más es injusto; es un ladrón que retiene lo que en el plan de Dios no le pertenece. - Si uno es rico sin culpa suya (el heredero), es su padre o su antepasado el que ha cometido injusticia. - La malicia del hurto se deduce de la malicia de la avidez y de la avaricia; si es pecado no dar de lo propio, es pecado a fortiori quitar bienes a los otros.

Los puntos que acabamos de enumerar reflejan perfectamente la lógica del evangelio, acentuando su preocupación social: la corrupción y el abismo entre miseria y riqueza de los tiempos del bajo imperio imponían esta lectura. Hoy la situación universal no parece muy diversa.

La misma doctrina sobre la propiedad y sobre los problemas morales con ella relacionados se encuentra en santo Tomás, propuesta esta vez en un cuadro lógico muy preciso. Nos referimos aquí a la Summa Theologiae, II-II, q, 66, "De furto et rapina". Los dos primeros artículos no se refieren al hurto, sino al concepto cristiano de propiedad y a los deberes morales consiguientes. Hay que recordar que por entonces no había nacido aún la idea moderna de propiedad privada, por lo cual tampoco existía el término propiedad. Existía la posesión -que es un puro dato de hecho, y no un título de propiedady también la posibilidad de garantía social de la posesión privada, garantía dada en general por una autoridad superior civil.

Por eso santo Tomás habla de "rem aliquam quasi propriam possidere" (poseer algo propio). La posesión como dominio absoluto es sólo de Dios; ningún hombre puede arrogarse tal dominio. Sólo Dios es verdaderamente "amo" de todas las cosas de la tierra. Pero Dios le da al hombre el uso de los bienes de la tierra, para que los emplee y haga fructificar con su razón; en este sentido se puede hablar de un "naturale dominium" del hombre sobre las criaturas inferiores. Esto no tiene nada que ver con la propiedad: sólo al hombre en general le ha confiado la tarea de dominar la tierra. No es concebible ninguna "possessio" que sea independiente del "dominium principale" de Dios (a. 1).

En este cuadro general, santo Tomás formula la pregunta: "Utrum liceat alicui rem aliquam quasi propriam possidere" (si es licito a un hombre poseer como propia alguna cosa: a. 2). La respuesta sigue una rígida secuencia lógica: -Es lícito, y es también necesario, que el individuo pueda procurarse bienes y dispensarlos. -"Quod homo propria possideat" (que el hombre posea bienes como propios) es lícito y necesario por tres razones: para que emplee y haga fructificar los bienes con mayor cuidado; para que se evite la confusión que nacería de una asignación deficiente de la titularidad de lo poseído ("si quilibet indistincte quaelibet procuraret"); para que se mantenga mejor la paz social, "dum unusquisque re sua contentus est" (contentándose cada uno con sus cosas). -Así pues, la base de la legitimidad de la posesión privada está en la finalidad social del mejor uso, de la mejor distribución, de la paz social. Esta posesión de bienes terrenos por parte del individuo no es de derecho natural -del cual no se deriva ninguna "distinctio possessionum"-,sino que es fruto del "humanum condictum, quod pertinet ad jus positivum" (del acuerdo humano, que entra en el derecho positivo), y tiene finalidades precisas. -El que puede considerar una cosa "quasi propriam" en cuanto a la adquisición, no puede, sin embargo, considerarla tal en cuanto al uso; en el uso de los bienes terrenos el hombre debe respetar siempre el designio del verdadero y supremo "dominus", que es Dios. Y por eso "non debet homo habere res exteriores ut proprias, sed ut communes: ut scilicet de facili afiquis eas communicet in necesitate aliorum" (el hombre no debe considerar las cosas como propias, sino como comunes, es decir, debe estar dispuesto a compartirlas en las necesidades ajenas). -Por tanto, la adquisición de cosas para hacerlas mejor disponibles a los otros no es pecado; en cambio es pecado la adquisición con el intento de excluir a los otros del disfrute de la cosa: el rico "peccat si álios ab usu illius re¡ indiscrete prohibeat" (peca si impide irrazonablemente a otros el uso de los bienes adquiridos).

Un ejemplo de esta lógica lo tenemos en la valoración moral de la actividad comercial ("negotiatio"). Si yo adquiero una cosa a un cierto precio, no puedo revenderla a un precio superior. Sería una injusticia, sería enriquecerse a costa de la necesidad ajena. El comerciante [/Comercio] que presta un servicio a la sociedad como mediador de cambio, podrá eventualmente aumentar el precio sólo en lo que es necesario para su sustento; en ese caso él "lucrum expetit non quasi finem, sed quasi stipendium laboris"(tiene como mira el lucro no como fin, sino como compensación de su trabajo). En caso contrario, el comercio Meservit cupiditati lucri" (satisface el afán de lucro), lo cual "vituperatur" moralmente, es inaceptable (ib, q. 77, a. 4).

Hay, pues, que reconocer que el anuncio evangélico sobre la relación hombre-riquezas ha permanecido sustancialmente invariable durante mil doscientos años, incluso a través de las situaciones históricas y estructurales más diversas. Siempre se han mantenido los dos deberes opuestos a la avidez y a la avaricia que hemos recordado: no buscar enriquecerse, y considerar la propiedad como instrumento de servicio al prójimo.

IV. La concepción de la propiedad en la teología moral de lo siglos XVII al XX

Estos dos deberes morales, que permanecieron constantes durante siglos incluso a través de diferentes concretizaciones de la noción de propiedad, no pasan, en cambio, a los manuales de teología moral. Los problemas de la moral económica en los manuales -o sea, a partir de mediados del s. XVII- se abordan con una lógica diversa de la recibida por santo Tomás; la organización de toda la materia económica sigue un esquema conceptual que permanece prácticamente constante durante tres siglos hasta la GS. Expongamos ese esquema, que, si es superado por la enseñanza conciliar, sigue sin embargo aún muy vivo en la mentalidad media de la cristiandad occidental.

Como es sabido, los manuales de moral se dividen en dos tipos: un tipo es el manual que expone la moral especial por preceptos, reduciendo los varios deberes y prohibiciones a los preceptos del decálogo, siguiendo el esquema del Catecismo Romano (así, p.ej., H. Noldin); el segundo tipo es el manual por virtudes; en él los deberes y las prohibiciones de la moral cristiana se resumen bajo las diversas virtudes teologales, morales o cardinales, con notable elasticidad de enumeración (así, p.ej., D. M. Prümmer). En los manuales por preceptos, el problema moral de la propiedad se examina dentro del séptimo mandamiento, "no robar"; en los manuales por virtudes el problema es examinado siempre dentro de la virtud de la justicia, entendida como la virtud que dispone dar a cada uno lo suyo.

En el esquema de preceptos, el "no robar" significa la prohibición de quilarle a alguno algo que es "suyo" [l Hurto]. Por eso implica inevitablemente la definición de "suyo". En el esquema por virtudes, esa definición es requerida por la definición misma de la justicia. Así pues, el primer capítulo de todo manual se dedica siempre a la definición de "suyo"; esto significa establecer unívocamente lo que es propiedad, para proceder luego a enumerar las varias formas de violación de la propiedad y los varios deberes de tutela de la misma.

Los deberes morales que brotan de la relación hombre-riquezas son reducidos así a los deberes morales de cada uno respecto a las riquezas ajenas. Ningún deber se deriva de la virtud de la justicia o del séptimo mandamiento respecto a la relación de cada uno con la riqueza propia o de la que uno desea apropiarse. Toda la vasta reflexión neotestamentaria, patrística y escolástica acerca de la malicia de buscar enriquecerse se pierde enteramente; lo mismo que se pierde el deber propio del que posee riquezas, a saber: hacerlas disponibles para la comunidad, y en especial para el que se encuentra en necesidad.

Sin que los autores se percaten de ello, en los manuales de teología moral se pierde la parte dominante del anuncio evangélico sobre la propiedad. No existen deberes de justicia para el que posee riquezas ni para el que aspira a aumentar su propia riqueza. La relación entre el individuo y su propiedad, una vez constituida del modo debido, no interesa ya a la moral cristiana. Con ello la propiedad es de hecho sacralizada y también totalmente privatizada. Sólo muy recientemente, en el magisterio social pontificio, como veremos luego, se ha vuelto a la idea de que la riqueza (privada) pueda tener una función social. La idea de que sea una función social está aún lejos de ser recibida por la mentalidad cristiana media.

Ello es debido a causas históricas a las que haremos referencia dentro de poco. Pero en el plano sistemático esto se deriva necesariamente de los dos conceptos-clave del tratado de los manuales: la justicia como dar a cada uno lo suyo por un lado, y la concepción de suyo como relación establecida para siempre entre un individuo y una cosa, relación tal que sin el consenso del individuo no puede jamás ser violada, ni el individuo está nunca obligado por justicia a consentir (excepto rarísimas excepciones).

Aquí se plantean dos problemas. El primero está ligado a la definición de !justicia. Se dan las nociones de justicia legal, distributiva y conmutativa: la primera es el conjunto de deberes del ciudadano para con el Estado en materia económica, deberes que normalmente están establecidos por las leyes; la segunda es el complejo de deberes económicos del Estado hacia sus miembros; la tercera es el conjunto de deberes de los particulares (individuos o grupos) para con los particulares. Pero el Estado no posee en sentido estricto un "suyo", ni puede reivindicar en sentido estricto un "suyo" cuando exige que se paguen los impuestos. Así pues, justicia en sentido estricto es sólo la justicia conmutativa, y en la práctica sólo de ella se ocupa toda la teología moral de los últimos siglos.

El segundo problema es el del modo de adquisición de la propiedad. Se distinguen en modos naturales y modos convencionales. Los primeros hay que considerarlos de derecho natural: la occupatio o toma de posesión de algo sin propietario, la accessio o titularidad automática sobre lo que por naturaleza se añade a algo ya poseído, la praescriptio o la adquisición de propiedad de lo que de hecho se posee desde hace largo tiempo y en buena fe, y otros semejantes. Los modos convencionales, en cambio, son los modos legítimos de cambio de propiedad: dado que nadie puede ser despojado forzosamente de lo suyo, todo cambio de propiedad requiere una convergencia de voluntad (convenio) entre quien cede y quien adquiere. Se trata, en general, de contratos en las formas más variadas. Nótese que si sólo los primeros son llamados naturales, también de los segundos nace un derecho natural.

El Estado, en general, regula por ley modalidades y formas de adquisición de la propiedad en ambos casos, pero no genera la adquisición o el paso de propiedad, pues la justicia conmutativa prevalece siempre sobre la distributiva o legal. También la expropiación por motivos de bien común no sólo debe realizarse únicamente por razones graves, sino también de tal modo que deje al propietario indemne; es decir, se podrá despojar al propietario de una cosa determinada (un campo, una casa), pero no de la riqueza abstracta que le corresponde.

Nace así la idea de un derecho de propiedad privada (la verdadera propiedad, el "suyo" en sentido estricto, es siempre privada) absoluto e inviolable en cualquier circunstancia. Ni siquiera ante el que se muere de hambre impone la justicia dar pan; el único deber de justicia es no impedir que el miserable lo coja (para la discusión de los casos excepcionales, l Hurto). El respeto de este "terrible derecho" (como lo designa C. Beccaria) es en la práctica el único deber moral contemplado por la teología moral. Yo puedo enriquecerme mientras me sea posible, a condición de que lo haga dentro de los límites establecidos por las leyes que regulan los modos de adquisición de la propiedad, y al hacerlo puedo crear miseria, desesperación, muerte de hambre sin violar la virtud de la justicia; no de la conmutativa, porque no he robado; no de la legal, porque he respetado las leyes civiles; no de la distributiva, porque ésta grava sólo sobre la autoridad pública.

Es claro que la propiedad ha invertido su función respecto al evangelio o a santo Tomás; en ellos la propiedad (privada) es un instrumento útil para perseguir mejor el proyecto originario divino (el verdadero derecho natural). Se recordará que la justificación de la propiedad en santo Tomás es exclusivamente finalista. En la concepción de los manuales la propiedad privada es un derecho natural inviolable si se adquiere dentro de los modos debidos; la finalidad social (el proyecto divino) es accesoria y subordinada a ese derecho; no funda ya ni prevalece nunca sobre el derecho de propiedad privada. Estimamos que esta ruptura, que se manifiesta sólo después de la segunda escolástica, tiene dos causas principales: 0 el cambio del concepto de riqueza en la economía occidental (causa de hecho), 0 el nacimiento del individualismo contractualista en la relación entre Estado y ciudadano (causa filosófica). Basta recordar que para J. Locke el derecho de propiedad está presente en el individuo anteriormente a su ingreso en sociedad; más aún, la sociedad civil nace justamente para garantizar mejor a los individuos la tutela de la vida, de la libertad y de la propiedad. Sobre el cambio del concepto de riqueza volveremos luego.

V. La concepción de la propiedad en el magisterio social desde León XIII a la "Gaudium et spes"

En la encíclica Quod apostolici muneris (1878), León XIII permanece totalmente ligado al esquema que acabamos de exponer, por lo demás común en toda la catequesis y la predicación del siglo xix: que hay pobres y ricos es un hecho natural, que responde a un designio divino, dato que la Iglesia afronta recomendando a los ricos la /limosna, y a los pobres, en cambio, recordándoles que de ellos es el reino de los cielos. En la encíclica Rerum novarum (1891) aparece algo nuevo. El esquema general permanece inmutable, pero se reconoce la idea verdaderamente tradicional de un designio divino originario, que los hombres han de poner en práctica, y del que la propiedad privada es instrumento necesario (1. GIORDANI, 179).

La reflexión sobre las consecuencias de la concepción moderna de la propiedad, por tanto sobre la posibilidad de su crítica, se desarrolla con Pío XI en la encíclica Quadragesimo anno (1931), pero también en otros textos del mismo Pío XI, ligados todos ellos a las consecuencias de la gran depresión de los años 1929-31 (encíclica Caritate Christi compulsi, del 1932, en 1. GIORDANI, 527ss). No sólo se recoge y amplía la alusión hecha ya por León XIII, sino que se indican situaciones en las cuales la propiedad privada puede perjudicar al bien común: "Existen ciertas categorías de bienes que hay que reservar sólo a los poderes públicos, cuando llevan consigo tal preponderancia que no puede dejarse en manos de los ciudadanos privados sin peligro del bien común" (ib 473).

Sin embargo, la propiedad (privada) como derecho natural no se toca. Tampoco Pío XII se aparta del principio recibido: los obreros no tienen derecho a participar en la gestión de la empresa, por corresponderle por justicia únicamente al propietario (alocución del 3 de junio de 1950).

El salto cualitativo en la doctrina, preparado gradualmente desde 1891 en adelante en el cauto desarrollo del magisterio social, se da sólo y definitivamente en la GS (69-71). Resumimos aquí los puntos que cualifican a una doctrina que sólo espera ya una elaboración ético-normativa adecuada. El Existe un proyecto divino, el verdadero derecho natural, por el cual todos los bienes de la tierra deben ser participados por todos los hombres de la tierra. Este principio urge siempre a la conciencia de todos. 0 La propiedad, cualquiera que sea la forma que asuma en los diversos tiempos o culturas, es siempre un instrumento subordinado a este principio. 0 La falta de bienes suficientes no sólo viola el designio divino, sino que hace a los hombres incapaces de aquella radical autodeterminación que constituye la dignidad de la persona. O La propiedad u otra forma similar de dominio es necesaria para que la persona pueda disfrutar de un mínimo de libertad; existe así un verdadero derecho natural, ligado a la dignidad de la persona, y es el derecho a la propiedad, que puede estar en contraste, y de hecho hoy lo está, con el derecho de propiedad, y que debe, dentro de ciertos límites, prevalecer sobre él.

Puede decirse que con este instrumento la justicia distributiva vuelve a prevalecer en el anuncio cristiano sobre la conmutativa. En términos técnicos se debe hablar de un predominio de la economía de subsistencia (de la familia humana) sobre la economía de mercado (K. Polanyi), de suerte que la segunda no sea en absoluto la ley suprema o el mecanismo natural de la vida económica, sino que, en cambio, sea el instrumento para asegurar la primera, y como tal está sujeta a las limitaciones necesarias a su fin. Vuelve así en la escena de la moral cristiana el problema de la propiedad en los términos en que tanto el evangelio, como los Padres, como la gran escolástica lo habían visto. Sólo que hoy la situación de hecho no es ya la del siglo xiii; por eso las indicaciones éticas habrán de ser reconsideradas a la luz de la realidad económica contemporánea.

VI. La propiedad en la economía contemporánea

No es aquí posible exponer la investigación histórica de los cambios de la vida económica de Occidente que se han desarrollado gradualmente desde el 1200 hasta hoy. Sin embargo, ese estudio es esencial para comprender cómo han surgido nuevos poblemas morales: la falta de este estudio hace todavía hoy difícil la comprensión de problemas morales nuevos, que también la teología moral tiene el deber de afrontar. ¿Con qué hemos de confrontar los grandes preceptos evangélicos? ¿Qué consecuencias normativas brotan de esta confrontación? Intentamos aquí a continuación una respuesta esquemática a estas preguntas.

1. LAS VARIACIONES DE LA REALIDAD ECONÓMICA EN LOS úLTIMOS SIGLOS. La primera variación es de tipo geográfico. Sólo hacia el siglo xiii sale Europa de una infinidad de economías-mundo (sistemas económicos cerrados) de mínimas dimensiones; esto tiene lugar con el comienzo del comercio que hoy llamanos internacional. De las ferias de Champagne, adonde cada uno va con sus mercancías, se llega gradualmente a la constitución de grandes centros comerciales, en los cuales las mercancías más diversas son reunidas, almacenadas y revendidas. Esta ampliación del espacio geográfico de sistemas económicos pasa sucesivamente de Venecia a Génova y Lisboa, a Amberes, a Amsterdam, a Londres y, finalmente, en nuestro siglo, a Nueva York. Y en cada paso se da una ampliación de los sistemas, hasta llegar hoy a un sistema económico universal único.

Hoy ni siquiera existe un polo geográfico determinado, sino pocas y enormes centrales de poder no localizables ni identificables con un Estado. Ningún Estado, por poderoso que sea, es del todo soberano en materia económica; lo que ocurre en cualquier país tiene siempre consecuencias en todas las partes del planeta. La unicidad práctica, si no teórica, del sistema económico hace que toda elección económica, grande o pequeña, pueda tener consecuencias -a menudo imprevistas o ignoradas- en otros países o en otras áreas de la tierra.

Ello plantea graves problemas de justicia distributiva, que la concepción todavía dominante de Estado soberano no permite resolver. Pero ello le plantea problemas también al operador económico particular; sus elecciones respecto a la propiedad -que ha de conquistar, alienar, usar- plantean siempre el problema moral de las consecuencias que pueden crear, aunque sea en pequeña medida, para la humanidad entera.

Una segunda, y gravísima, variación es la del concepto mismo de riqueza, y por, tanto de lo que constituye propiedad. La ampliación del radio de los sistemas económicos ha impuesto el uso de medios de pago cada vez más complejos. Los medios de pago se han convertido en riqueza capaz de producir otra riqueza, si se crean un mercado, y han ocupado el puesto de las cosas que hasta ahora eran consideradas deseables de poseer. Objeto de propiedad es ahora cada vez menos un bien de uso o de consumo; o es cada vez más la riqueza abstracta. Esta riqueza (dinero, títulos, créditos, etc.) ha adquirido en la economía occidental su fecundidad.

De ahí dos consecuencias: - Mientras que no se pueden desear casas o campos en número infinito, se puede desear sin límite alguno riqueza abstracta. - Dado que esta riqueza es fecunda, el fin de la riqueza viene a ser primariamente producir otra riqueza. El deseo de enriquecerse cada vez más no es, pues, considerado un mal moral, sino algo "natural". El criterio de la suma utilidad personal en cada operación económica se vuelve casi ley de naturaleza, motor respetable y hasta necesario del desarrollo económico. En especial toda operación sobre la riqueza abstracta está regulada por una única ley: el sumo provecho; ni se concibe cómo, dentro de esta lógica, puede regularse de otra manera.

Una tercera variación es la inversión de la relación entre poder político y poder económico. Mientras que en nuestros manuales de filosofía moral se piensa todavía hoy en el poder político que regula el poder económico en orden al bien común, en la realidad -y hace ya siglos- el poder económico (la propiedad o el control de la riqueza abstracta) es tal que puede controlar al poder político. Hoy, en las democracias occidentales, es muy raro que se pueda acceder a los resortes del poder político sin el apoyo y el beneplácito de los centros de poder económico. Así pues, las leyes del Estado no están ya en condiciones de trabajar por el bien común en el campo que les es propio: el de la justicia legal, y sobre todo el de la justicia distributiva. El poder político no es ya una variable independiente respecto al poder económico, sino que está gravemente condicionado por él, cuando no está enteramente determinado.

2. LA CONFRONTACIÓN DE LA REALIDAD ECONÓMICA ACTUAL CON EL ANUNCIO EVANGÉLICO. En estas condiciones, indiscutibles como dato de hecho, es inconcebible una moral de la propiedad que respete la matriz evangélica y escolástica, excepto como anuncio profético y compromiso político contra las estructuras económicas vigentes; más profundamente, un anuncio contra el mismo "principio de realidad" de la cultura occidental. La moral económica de los manuales es compatible con esta situación, y por ello es incapaz de anuncios proféticos; basada principalmente en el respeto a la propiedad y en la observancia de las leyes civiles, no está interesada por las variaciones que acabamos de describir. Sin embargo han surgido gradualmente problemas morales gravísimos, que están a la vista de todos.

Ciertamente no es evangélico intentar enriquecerse indefinidamente; menos lo es aún el criterio del lucro supremo; y menos todavía la renuncia a la determinación social del uso de la propiedad. Pero sobre todo es dramáticamente antievangélico que esto ocurra en un sistema mundial cerrado, en el que el enriquecimiento de uno se paga siempre de algún modo con el empobrecimiento de otro; y además en un sistema donde el poder político no está en condiciones de controlar y limitar la adquisición y el uso de las riquezas de modo que sirvan al proyecto del Dios creador.

Los dos principios que hemos enunciado como principios bíblicos sobre la relación hombre-riquezas pueden y deben iluminarnos. El que busca regular su conducta económica sobre la doble base: -no busca enriquecerse; -si se tiene, se tiene para dar, se coloca fuera de la lógica interna del sistema (complejo orgánico de estructuras) en que actúa. Por otra parte, el cristiano no puede sustraerse a esas exigencias evangélicas. Todas las elecciones del individuo particular en su relación con la propiedad deberán ser expresión y traducción concreta -en un cuadro cultural dado- de esos dos principios. Con esta rigurosa fidelidad el cristiano persigue, y está obligado a perseguir, dos fines. El primer fin es el respeto de la propia conciencia de ciudadano del reino: la fe, según es justo que sea, se convierte en apoyo de elecciones incómodas, cuya ausencia hace dudar de la fe del que obra. El segundo fin es realizar gestos proféticos; gestos que, precisamente por ser extraños a la lógica de nuestro sistema económico, asumen la fuerza de una predicación y un anuncio.

La objeción a la que el cristiano se opone es que arruina (tendencialmente) todo el sistema económico. El debilitamiento de la voluntad de enriquecerse y de destacar económicamente es contemplado como un debilitamiento del progreso, del estímulo a la investigación y a la producción; es visto y juzgado como riesgo de empobrecimiento de la humanidad entera. La realidad que tenemos ante los ojos (cf Informe Brandt, bibl.) denuncia la debilidad de la objeción. La lógica actual hace que aumente la riqueza y (sólo en parte) la producción, pero no riqueza y producción para el bienestar de la humanidad entera. Los gastos militares aumentan la producción de armas y la riqueza de quienes las producen, pero disminuyen proporcionalmente los recursos disponibles para las necesidades humanas de la familia humana. Del mismo modo, el estímulo de las necesidades a través de los medios de comunicación hace aumentar la demanda y la producción de bienes inútiles o nocivos, que tienen como única ventaja acrecentar el provecho de los productores con una completa indiferencia hacia las necesidades reales de la humanidad. Es preciso, pues, permanecer fieles al evangelio: justamente el abandono, gradual en el curso de los siglos y hoy manifiesto y declarado, de los principios del evangelio es lo que engendra la miseria de la familia humana.

Corresponderá a los manuales de teología moral del futuro intentar una especificación de las reglas de conducta acerca de la propiedad. Aquí solo intentamos una breve enumeración a título de ejemplo, no exhaustiva, de posibles indicaciones particulares. - En toda operación económica que implique a la propiedad, no buscar el máximo beneficio propio, sino preguntarse antes qué elección es más ventajosa para la humanidad y para sus pobres. - La propiedad que excede las necesidades razonables de una persona particular (y de las personas que están a su cargo) hay que darla, o en todo caso emplearla (invertirla), sin tener en cuenta el máximo del interés que puede obtenerse, sino mirando sólo a la utilidad social que podrá producir. - Pagar los impuestos,-como forma cívica de la justicia distributiva en el Estado moderno, es grave deber de justicia; es sólo lo mínimo que se debe dar, y no exonera de dar más. - Cada uno es responsable solidariamente de la justicia distributiva en el mundo, dentro de los límites de sus posibilidades y competencias. Las leyes del Estado no quieren en general, ni podrían aunque lo quisieran, cumplir este deber, que, por tanto, recae en cada una de las personas que actúa en el campo económico.

Las que acabamos de enumerar y otras similares, podrían ser directrices para buscar normas de comportamiento más precisas. Pero, cualquiera que sea la forma de considerarlo y desarrollarlo, es indiscutible que la propiedad plantea hoy problemas cada vez más graves y nuevos. Es preciso enriquecerse ante Dios, y no ante los hombres.

[/Doctrina social de la Iglesia; /Hurto; /Justicia].

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E. Chiavacci