PECADO
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. Sentido del pecado, sentido de la culpa, responsabilidad.

II. El pecado en la Biblia.

III. El pecado en la reflexión teológica:
I.
El pecado como opción libre y responsable del hombre;
2. El pecado como acto contra Dios y contra el hombre:
    a)
El pecado como acto contra Dios,
    b)
El pecado como acto egoísta y autodestructivo,
    c) El pecado como acto contra la comunidad humana.

IV. Pecado mortal y pecado venial:
1.
El pecado y el hombre pecador;
2. La noción de pecado mortal y venial.

V. La condición del hombre pecador:
1.
La propensión de la voluntad hacia el mal;
2. El sentido de la culpa ("reatus culpae');
3. El peso de la pena ("reatus poenae').

VI. Pecados del corazón y pecados manifiestos.


 

I. Sentido del pecado, sentido de la culpa, responsabilidad

Hace años se hablaba mucho de pérdida del sentido del pecado para indicar la difusión de una actitud de despreocupación ante determinados comportamientos que eran irregulares lo mismo respecto a la fe cristiana que a las reglas de la convivencia civil. Aunque todavía hoy esta comprobación es exacta, y la ha recordado también Juan Pablo II en la exhortación apostólica Reconciliatio et paenitentia (n. 18), cada vez adquiere más relieve un fenómeno paralelo y en cierto modo concomitante: la explosión de un sentido morboso de culpa, de infinidad de expresiones inaferrables, que turba el equilibrio de muchas personas. Se diría que la pérdida progresiva del sentido del pecado corre paralela a un sentido de culpa agigantado en su resonancia interior y en sus manifestaciones exteriores.

Podríamos desentendernos expeditivamente de este fenómeno relegándolo al área de los complejos psicopatológicos que no merecen  atención. Sin embargo, no se puede excluir a priori que tenga alguna relación con la pérdida del sentido del pecado, al menos porque no es infundada la sospecha de que este sentido de culpa genérico e incoercible signifique el desquite de la conciencia frente a la negación obstinada e irrazonable del pecado. Es como si, por querer eludir el reconocimiento real de la culpa, ésta inundase de múltiples maneras la vida del hombre contaminando las reacciones de la conciencia, a la que no es posible hacer callar.

Como quiera que se interprete este fenómeno y cualquiera que sea la forma en que se crea poder establecer su causa, es indicio de un extravío de la conciencia al juzgar el pecado. Más precisamente, al juzgar y al asumir la propia responsabilidad de acuerdo con valoraciones precisas y objetivas.

Pecado, culpa, responsabilidad son interdependientes entre sí. El pecado supone siempre la responsabilidad, pues no hay pecado sino cuando se obra de manera consciente y libre; y cuando se obra de manera consciente y libre, se es responsable. El sentido de culpa es la vivencia del pecado cuando del pecado se está dispuesto a asumir su responsabilidad. Éste al menos es el sentido de culpa genuino y correcto. Porque si al sentido de culpa no le acompaña la disposición a asumir la responsabilidad del pecado cometido, entonces se trata más bien de un malestar emotivo e infantil, que podríamos llamar sentimiento de culpabilidad, para distinguirlo de lo que es la sana reacción ante el pecado, abierta al camino de la conversión. [/Abajo, V, se volverá sobre la distinción entre sentido de culpa y sentimiento de culpabilidad]. Así pues, la responsabilidad es el elemento que unifica y coordina el sentido de la culpa con el sentido del pecado.

Dada esta interdependencia entre pecado, culpa y responsabilidad, se debe decir que si la ampliación morbosa del sentido de culpa, es decir, de la vivencia del pecado , corre paralela a la reducción, hasta desaparecer, del sentido del pecado, es señal de que ha intervenido una disociación entre pecado, culpa y responsabilidad. ¿Qué eslabón de esta tríada ha cedido? Si entre el sentido del pecado y el sentido de la culpa se manifiesta un evidente desequilibrio, de modo que mientras aquél va desapareciendo éste se agiganta, hay que concluir que ha fallado el eslabón que hacía de estructura unificadora y coordinadora entre los dos, a saber: el elemento responsabilidad. De hecho, en la cultura contemporánea se puede reconocer más de un factor que ha contribuido a poner en crisis la responsabilidad.

Ante todo, el factor conocimientos psicoanalíticos, que ha vuelto frágil el sentido de responsabilidad para consigo mismo, poniendo en duda la posibilidad del hombre de obrar libremente. El psicoanálisis, en efecto, ha suscitado muchas sospechas respecto a la libertad, y por tanto a la responsabilidad de ciertos comportamientos que el sujeto vive ciertamente con sentido de culpa, y por tanto como si fuesen pecado, pero que en realidad no son pecado porque son comportamientos condicionados par alteraciones psíquicas más o menos graves. Aparte luego de los casos clínicos que toma en consideración el psicoanálisis, la psicología de lo profundo ha puesto de manifiesto otros factores que pueden influir en las opciones del hombre limitando su libertad (dinamismos psíquicos no plenamente integrados en la persona, fragilidades emotivas heredadas de condicionamientos educativos y ambientales, prejuicios estructurados en el curso de la formación de la personalidad..:). A consecuencia de esto se ha ido difundiendo una mentalidad según la cual no hay que reconocerse nunca como verdaderamente responsable de los propios comportamientos equivocados, mentalidad que se ve reforzada-por la natural propensión a negar incluso ante sí mismo los propios errores. Ya la sabiduría bíblica da testimonio de esta propensión fácil y falaz del pecador, que "se engaña a sí mismo buscando la culpa propia y detestándola" (Sal 36,3).

En segundo lugar, el factor ciencias psicológicas y estadísticas, que han puesto en crisis el sentido de responsabilidad para con los demás, confundiendo el pecado con la inadaptación social y clasificando como inadaptación social el comportamiento de las minorías o el comportamiento en desacuerdo con la ley. Sin embargo, también la ley que se formula basándose en una mayoría de consensos, y no en el valor, termina fácilmente coincidiendo con la mayoría estadística. De aquí al relativismo moral hay sólo un paso. Ahora bien, el t relativismo moral hace desaparecer el sentido de responsabilidad hacia los demás, porque donde todo es relativo, todo es subjetivo, y los otros no cuentan o cuentan muy poco.

Finalmente, el factor secularización e indiferentismo religioso, que ha influido en la pérdida del sentido de responsabilidad para con Dios, es decir, para con el bien en su consistencia objetiva y en su plenitud absoluta, como punto de referencia imprescindible para el conocimiento de todo lo que puede llamarse bien o para la orientación de la libertad humana. Dios no tiene importancia para el hombre que está llamado a realizarse en el mundo construyendo su historia. El bien puede reconocerse en todo lo que promueve o favorece la autorrealización del hombre y el progreso de la historia en una perspectiva humana; es una visión antropocéntrica que tiende a excluir a Dios, dentro de la cual se puede hablar a lo sumo de responsabilidad del hombre para consigo mismo y para con la historia, pero no para con Dios. Semejante óptica repercute en el cristianismo dejando en suspenso uno de los puntos fundamentales, que es el de la salvación como redención del pecado. La redención es don de Dios al hombre que reconoce y confiesa su pecado para obtener el perdón. Pero si Dios queda fuera del horizonte del hombre, por el hecho mismo se ve perjudicada la posibilidad de ser perdonado. Y si no es posible ser perdonado, ¿tiene todavía sentido confesar el pecado, es decir, reconocerlo? En otras palabras, ¿tiene todavía sentido asumir su responsabilidad? No serviría más que para producir inquietud y angustia, como por una condena de la cual no podemos librarnos por la misma razón de que no se la quiere reconocer. Mas ¿no es justamente la angustia lo que acompaña a ese sentido difuso e inaferrable de culpa que se ha indicado como un fenómeno de nuestro tiempo?

Teniendo en cuenta el clima cultural que se acaba de describir, se trata entonces de replantear la reflexión teológica sobre el pecado como acto libre del hombre, y por tanto como acto que hace intervenir la responsabilidad del hombre en su orientación compleja y unitaria para consigo mismo, para con los otros y para con Dios. Y todo esto en el horizonte de la revelación cristiana, la única que justifica en sentido pleno el discurso sobre el pecado, porque sólo ella proclama en sentido verdadero el perdón.

II. El pecado en la Biblia

Para entender el mensaje de la Escritura a propósito del pecado, hay que tener en cuenta que la revelación presenta la salvación como don inicial y gratuito de Dios al hombre, y el pecado como decisión del hombre de sustraerse a la salvación. La condición inicial del hombre es ser santo y amigo de Dios. Pues "Dios..., queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural, desde el principio se manifestó a los progenitores" (DV 3). El primer pecado del hombre (pecado original) es el rechazo de esta situación inicial extraordinaria de gracia. La realidad del pecado (y, por tanto, también su concepto) se define en relación con la situación de salvación. Ésta es recuperada para el hombre pecador mediante la redención de Cristo. El hombre redimido vuelve a ser partícipe de la santidad y de la amistad de Dios. El pecado en este contexto es rechazo de la redención. Por tanto, también en el actual orden histórico el pecado no se comprende más que en relación con la gracia de la redención, que es salvación recuperada. Con estas referencias se quiere llamar la atención sobre el contexto particular en el que coloca la Biblia el discurso sobre el pecado: el contexto es el de la iniciativa gratuita salvadora de Dios; el pecado se define en relación con aquélla como una elección del hombre que la rechaza y se le opone. Es una precisión necesaria, de la cual depende la peculiaridad del mensaje bíblico sobre el pecado.

De la Biblia se sigue ante todo que el pecado consiste esencialmente en la pretensión del hombre de considerarse completamente autónomo frente a Dios, decidiendo por sí solo lo que está bien y lo que está mal. Es propiamente la reivindicación de una plena autonomía moral, que comprende, por conexión necesaria, el desconocimiento y la ruptura de la relación con Dios tal como él mismo, por su iniciativa, la ha establecido con el hombre. El relato del pecado en Gén 3, que representa una reflexión ya notablemente profundizada sobre el tema, subraya este aspecto del hombre que se contrapone a Dios e incluso que de algún modo lo sustituye. El tentador, en efecto, insinúa: "... Seréis como dioses conociendo el bien y el mal" (3,5). De este modo entró el pecado en el mundo y en Adán se estableció el principio de una solidaridad universal del mal. La Biblia misma lo tiene presente al describir la cadena de pecados que se prolonga por la suma de nuevos pecados constantes y se agranda por el aumento de culpas cada vez más graves y devastadoras.

Por su parte, el pecado de Adán provoca inmediatamente la ruptura dentro de la primera pareja, porque no se quiere compartir la culpa del pecado cometido, sino que se la echa al otro (Adán a Eva, Eva a la serpiente); luego tiene lugar el homicidio perpetrado por Caín en perjuicio de su hermano Abel (Gén 4,8); después se instaura la ley de la venganza del terror en la práctica de Lamech (Gén 4,23-24); el mal se propaga hasta el punto de que Dios se arrepiente de haber creado al hombre (Gén 6,6); después del diluvio la raíz del mal perdura y se manifiesta en Cam, que desprecia a su padre (Gén 9,22); hasta el intento orgulloso y blasfemo de asaltar el cielo con la construcción de la torre de Babel (Gén 11,4). El pecado se propaga; es como una potencia que, una vez introducida en la historia, se difunde imparable e incontenible. El pecado engendra pecado, y todos los pecados se juntan al pecado de origen, y cada hombre pecador pone de manifiesto su hermandad con Adán.

En el ámbito de la revelación, el Sirácida es el primero en relacionar el pecado y la muerte con la culpa original (25,24); cada uno de nosotros lleva en sí algo de Adán, o, según la expresión del Apocalipsis apócrifo de Baruch, "cada uno de nosotros es Adán para sí mismo". En cada pecado puede verse, pues, lo esencial del pecado de Adán: la reivindicación orgullosa de la autonomía moral.

Jesucristo se presentó como la antinomia de Adán. Si éste con su orgullosa desobediencia y con su absurda pretensión de ser igual a Dios dio principio ,a una solidaridad de pecado, Cristo al asumir la naturaleza humana aunque permaneciendo verdaderamente Dios y con su humilde obediencia inició una solidaridad de salvación; Cristo, "teniendo la naturaleza gloriosa de Dios, no consideró como codiciable tesoro el mantenerse igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la naturaleza de siervo, haciéndose semejante a los hombres, y en su condición de hombre se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Flp 2,6-8). De este modo "se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen" (Heb 5,9). Así Cristo, en el cual se realiza la alianza última y perfecta, viene a comunicar efectivamente a los hombres la vida eterna, superando la potencia del pecado, que ni la alianza veterotestamentaria ni la ley mosaica habían destruido.

Por tanto, nuestra comunión con Cristo elimina el pecado y nos comunica la vida. Adán suscitó una descendencia de muerte, Cristo dio origen a una descendencia de vida (cf Rom 5). Conviene señalar que la solidaridad con Cristo para la vida supera con mucho el poder de la solidaridad con Adán para la muerte, porque la fuerza de la gracia es sobreabundante. "Si la muerte reinó como consecuencia del delito de uno solo, con más razón reinarán en la vida por medio de uno solo, Jesucristo, los que han recibido tan abundantemente la gracia y el don de la justicia" (Rom 5,17). Pues "donde abundó el delito, sobreabundó la gracia, para que, como el delito trajo el reinado de la muerte, así también la gracia trajera el reinado de la justicia para la vida eterna por medio de Jesucristo, nuestro Señor" (Rom 5,2021). Por consiguiente, todo lo que en el actual orden de salvación tiene razón de bien dice referencia a Cristo y es expresión en nosotros de su vida y de su gracia.

Por esta razón el pecado, para el que está bautizado, supone eliminar la solidaridad con Cristo para volver a la solidaridad con Adán. Es renunciar a la obra redentora de Dios para unirse de nuevo a la profundidad de la perdición del hombre; es volver a caer del reino de la luz en el reino de las tinieblas. El motivo que impulsa al hombre a obrar así es siempre el mismo: la orgullosa afirmación de sí y de la propia libertad, que rehúsa obedecer a Dios y seguir a Cristo. Así pues, el pecado en sustancia es un gesto por el cual el hombre busca su propia autonomía en oposición a Dios. Esta oposición reviste aspectos y significados particulares que la revelación no deja de poner de manifiesto.

El AT, que al mencionar el pecado se mueve dentro del horizonte de la alianza, da la preferencia a algunos términos que expresan no tanto una noción abstracta de pecado cuanto situaciones concretas que se comprenden justamente en relación con la alianza. Así, el pecado se indica como una rebeldía, transgresión, traición a Dios, con el cual el hombre se ha comprometido a ser fiel (Éx 23,21; Is 1,2-3; Jer 3,20; 5,11; Os 5,7; 6,7); como ofensa cometida contra Dios (Núm 32,23; 1Sam 7,6; 2Sam 12,13); como iniquidad y frustración y pena que oprime al hombre pecador y lo aplasta como bajo un peso (Jer 35,8; Sal 95,9). Es significativo que al final del relato de la alianza sinaítica se encuentren juntas las tres palabras clave de la teología del pecado en el AT. El texto es de los más sugestivos del Éxodo: "El Señor pasó ante Moisés, que gritó: Yhwh, Yhwh, Dios misericordioso y compasivo, lento a la ira y rico en gracia y fidelidad, que conserva su favor por mil generaciones, que perdona la iniquidad la transgresión, la ofensa..." (Éx 36,69). En el contexto de la alianza, Israel se dio cuenta de que el pecado no es sólo gesto de infidelidad para con Dios, sino que se traduce también en opresión de los hombres. Faraón, el opositor de Dios, es el que oprime a Israel. Él es el símbolo del pecador: orgulloso, jactancioso, prepotente, desdeñoso con todos; su obstinación al negar a Israel el reconocimiento de su dignidad es síntesis de todo pecado, que tiene siempre las mismas connotaciones: despreocupación de Dios y opresión de los débiles.

En el NT el gesto de autoafirmación del hombre frente a Dios se indica, entre otros modos, también con dos imágenes fuertes: es desprecio de la sangre de Cristo y es muerte. La primera imagen se encuentra en la carta a los Hebreos. El autor de este escrito quiere presentar la superioridad de la nueva alianza sobre la antigua; en relación con esta superioridad, también el pecado es más grave. Pues si en el AT el pecado era desconocimiento del amor de Dios, que había dado al hombre la ley de la alianza, tanto más grave será en el NT la ofensa al amor de Dios, que le ha dado al hombre su Hijo convertido en alianza. Por eso para el cristiano el pecado tiene siempre el sentido brutal de pisotear la sangre de una alianza de valor infinito (Heb 10,26-31).

La segunda imagen (el pecado como muerte) se encuentra a menudo en los escritos de Juan. El pecado, en efecto, se opone a Cristo, que es la vida (Jn 14,6; 15,1-6) y que en la alianza nos comunica la vida del Padre. Por tanto, el pecado se contrapone a la vida, y por esto conduce ala muerte. Juan, en su primera carta (5,16), habla explícitamente del "pecado que conduce a la muerte". La mejor interpretación parece ser la que ve ahí indicado al pecado obstinado de desconocimiento o incluso de negación de Cristo. Por tanto, en su contenido específico el "peccatum ad mortem" es idéntico al pecado contra el Espíritu Santo de que hablan los sinópticos (Mt 12,31; Me 3,28; Le 12,10) y la carta a los Hebreos (6,56). Mas de suyo todo pecado, en cuanto que implica siempre un rechazo más o menos profundo de Cristo, es un camino que conduce al cristiano a renegar de Cristo. Entonces será la muerte. Mas ese pecado no se realiza de improviso; es preparado por una multitud de infidelidades y de pecados que debilitan cada vez más la vida de Cristo en el hombre y lo alejan progresivamente de él, hasta que se produce la ruina. Entonces es la muerte. El "pecado que conduce a la muerte" no es, pues, el pecado mortal en el sentido habitual; es más bien la decisión final de una larga serie de culpas (también mortales) que determina la ruptura definitiva con Dios. Es lo opuesto de la /opción fundamental por Dios. El pecado "ad mortem" corresponde a lo que en la teología contemporánea se indica como pecado mortal cometido con intención definitiva. Cuándo y de qué modo el hombre hace definitiva la opción fundamental contraria a Dios es una cuestión discutida.

Antes de concluir la investigación sobre el pecado a través de las páginas de la Escritura, conviene llamar la atención sobre la diferencia entre dos términos que aparecen en el NT para designar respectivamente el pecado y los pecados. Los sinópticos usan preferentemente el plural paraptómata o amartiai, que indican los pecados en cuanto transgresiones múltiples de los mandamientos de Dios (Mt 3,6; Me 1,5; 3,28; 11,25; Le 11,4...). Juan y Pablo, cuyo concepto de pecado revela una reflexión teológica profunda, hablan casi siempre de pecado en singular (Jn 1,29; 8,21. 34; 9,41; 15,22; 16,9; Rom 3,9; 7,1417; 1Cor 5,21; Heb 9,26...), que es descrito como pecado personificado o como una potencia inherente al hombre mismo pecador. Esta potencia deriva del pecado de Adán, pero es libremente aceptada por el pecador, convirtiéndose así en la fuente de los diversos pecados (cf Rom 5-7): los pecados particulares no son otra cosa que las manifestaciones del pecado fundamental del hombre pecador, es decir, de su hostilidad hacia Dios. Escribe O. Küss en el comentario a la carta de los Romanos (Morcelliana, Brescia 1962, 328): "Pablo descubre, detrás de la oscura escena de los pecados particulares fácilmente constatables, la ruina de todos los hombres, que han caído esclavos del poder del pecado; a este descubrimiento le guía una vez más el AT, pero sobre todo la capacidad que tiene él de considerar las cosas a la luz de Jesucristo. Los varios actos pecaminosos son otros tantos síntomas de un mal profundo: la proclividad fundamental del hombre al pecado; ésta se expresa en pecados siempre nuevos, semejante a un foco de pecado, al cual las fuerzas humanas dejadas a ellas solas no pueden sustraerse. Esta recíproca referencia a los dos aspectos del pecado, en cuanto acto y en cuanto destino, es una intuición de Pablo; aparece en toda una serie de pasajes en los cuales el sentido de acto pecaminoso termina en el de destino de pecado".

En el NT tiene, pues, presente una doble perspectiva al hablar de pecado. La perspectiva del pecado que, en cuanto rechazo de Dios, constituye una potencia hostil que domina al hombre y lo hace pecador, y la perspectiva de la multiplicidad de los pecados, es decir, de las acciones pecaminosas en las cuales se muestra y se exterioriza el pecado en su sentido más pleno.

III. El pecado en la reflexión teológica

Siguiendo las solicitaciones que llegan de la palabra de Dios, la teología advierte actualmente la necesidad de detenerse a reflexionar de modo particular sobre dos aspectos del pecado: el pecado como elección libre y responsable del hombre y como gesto que, al dirigirse contra Dios, repercute negativamente en el hombre mismo y en la sociedad.

1. EL PECADO COMO OPCIÓN LIBRE Y RESPONSABLE DEL HOMBRE. En cuanto al primer aspecto, se han perfilado ya algunas observaciones en la reflexión introductoria sobre la relación que une el sentido del pecado, el sentido de la culpa y responsabilidad. Estas observaciones partían del contexto cultural actual, que contempla a menudo con desconfianza la libertad del hombre. Aquí, en cambio, la atención se centra en el significado del pecado como opción libre del hombre. ¿Qué significa decir que el pecado es una elección libre? ¿Cómo es posible esta elección que se fija como objetivo el mal, cuando el dinamismo natural es hacia el bien?

Ante todo, decir que el pecado es una opción libre significa que el hombre no puede llamarse pecador ni a causa del ambiente, ni a causa de la predestinación de Dios, ni tampoco por fatalidad: se hace pecador a consecuencia de una decisión consciente y libre propia. Si el hombre no es consciente de que la elección hacia la que se orienta es equivocada, o no es consciente de las implicaciones negativas de una determinada elección, no puede llamarse pecador, porque no intenta en absoluto expresarse en una elección mala; más aún: si advirtiese que su elección es mala, la evitaría. Lo mismo vale cuando, siendo consciente de que la elección que se presta a hacer es mala, no puede de ningún modo sustraerse a ella por verse forzado, bien sea por coacción externa o por coacción psíquica interior, a obrar así. Es la doctrina tradicional, que, para que pueda hablarse de pecado, requiere no sólo que lo que se elige sea malo (la materia), sino también que se lo reconozca como tal (advertencia) y que haya adhesión a ello por una decisión propia (consenso).

En esta perspectiva se exige distinguir entre desorden y pecado.. Con el primer término se alude a un comportamiento incorrecto que hiere el bien y el valor; con el segundo se indica un comportamiento incorrecto, de cuya incorrección se es consciente y a pesar de ello se lo pone en práctica. Por tanto, la causa del pecado hay que buscarla en el hombre mismo en su /libertad, ya que si se da una acción mala es porque él la ha querido y la ha puesto en práctica.

Aquí se presenta algo que resulta incomprensible; nos encontramos ante el interrogante formulado arriba. Se lo podría explicitar más: ¿Cómo puede la libertad, que por naturaleza tiende al bien, decidirse por el mal y decidirse después de haber reconocido que es mal? Ciertamente se decide porque descubre en su elección el camino para llegar a algo que es bueno. La voluntad no obra sino en orden al bien, o por lo menos en orden a lo que se aparece como tal. Lo cierto es que el bien entrevisto y perseguido es en realidad inadecuado para el hombre en su plenitud, porque se limita a satisfacer sólo alguna de sus exigencias: la del placer, de la ventaja, de la autoafirmación del éxito, etc.; todos éstos son bienes para el hombre, pero no bastan por sí solos para hacerle feliz, y por tanto hay que armonizarlos con el bien del hombre en su integridad. Si se los persigue independientemente de todos los componentes de la persona humana, terminan reduciendo al hombre a una dimensión que será la económica, la hedonística, la política o la autonómica, etc. El hombre queda empobrecido y, en fin de cuentas, se siente también decepcionado y traicionado; en último análisis, traicionado por sí mismo, porque consciente y libremente se ha decidido por algo erróneo, no tanto en cuanto bien particular (la ventaja, la autoafirmación, el placer...), sino en cuanto bien particular no coordinado, no armonizado con toda su vida y su persona. En esta falta de coordinación reside el desorden, y con el desorden se manifiesta la sensación de desagrado, de fracaso. El hombre se siente desairado y decepcionado como cuando falla el objetivo en el que había colocado su esperanza.

La coordinación requerida exige que los bienes, múltiples y limitados, se refieran al bien infinito, en cuya elección el hombre opta por el único bien que puede satisfacer adecuada y exhaustivamente su ser. Por este motivo, en presencia del bien infinito, el hombre no puede menos de escogerlo, no ya por verse forzado a ello, sino porque es el máximo bien al que aspira. Sólo que, siendo limitado el hombre, no está en condiciones de conocer plenamente el bien infinito, y por eso fracasa también en la operación de coordinar en él los varios bienes particulares que llega a conocer, que le atraen y que en ciertos aspectos también le satisfacen más inmediatamente. Por consiguiente, el hombre, que está esencialmente orientado al bien, muchas veces termina escogiendo el mal aun consciente de que es mal, es decir, bien particular no coordinable con el bien infinito, y por tanto incapaz de satisfacerlo adecuadamente.

El mal, en este caso el pecado como mal elegido conscientemente, está en profunda contradicción con la estructura fundamental del hombre. El pecado es en cierto sentido un absurdo. Karl Barth lo define "una posibilidad del todo imposible" (es decir, sin significado). Y aunque hay que reconocer esa posibilidad en la realidad de la existencia (contra factum non valet illatio) y se la puede también comprender en virtud de la limitación del hombre, con todo es siempre absurda, es decir, sin significado desde el punto de vista de la estructura y de la constitución esencial del hombre. Por esta razón el pecado va siempre contra el hombre; es una ofensa que el hombre se hace a sí mismo.

Mas en este punto se entra en el segundo ámbito que hay que tomar en consideración en la reflexión teológica: el significado complejo del pecado como gesto que va a la vez contra el hombre y contra Dios, y también contra la sociedad.

2. EL PECADO COMO ACTO CONTRA DIOS Y CONTRA EL HOMBRE. En la consideración precedente se ha puesto de relieve la dinámica del pecador que, atraído por un bien particular, lo busca a toda costa a pesar de reconocer que, en cuanto no coordinable con el bien infinito, no es adecuado a su dignidad humana, y por tanto que es incapaz de satisfacer como debe sus aspiraciones. Mas al buscarlo a toda costa, el pecador hace ver que no puede prescindir de aquel bien particular. En cierto sentido lo absolutiza; y, por tanto, no sólo no lo subordina al único bien verdaderamente absoluto, sino que lo sustituye a él. En esto radica precisamente el desorden. Por eso en la dinámica del pecador hay un doble aspecto que viene a connotar su elección: el aspecto de búsqueda y de adhesión a un bien finito y al aspecto de despreocupación y de desestima del bien infinito. En cierto sentido, aquél ocupa el puesto de éste.

El doble aspecto de la dinámica del pecador se ha expresado en la tradición teológica con las expresiones "aversio a Deo" y "conversio ad creaturas". Si el primer aspecto puede llamarse en cierto modo negativo porque indica la falta de una cualidad que debería existir en todo acto del hombre y precisamente en su orientación a Dios, el segundo elemento puede llamarse positivo porque indica concretamente el objeto al que se dirige el acto. Precisamente porque la elección del pecador se define no sólo en virtud de aquello de lo que carece (aversio a Deo), sino también en virtud de aquello que concretamente la atrae (conversio ad creaturas), hay diversidad y multiplicidad de pecados: en relación precisamente con la diversidad y multiplicidad de las creaturas, hacia las cuales el hombre se orienta desatendiendo a Dios. Pues todos los pecados convergen del mismo modo en ser aversio a Deo, y desde este punto de vista todos son iguales; pero no todos los pecados convergen del mismo modo en ser conversio ad creaturas, y desde este punto de vista no son todos iguales.

a) El pecado como acto contra Dios. El elemento principal del pecado no es su orientación desordenada a la criatura, sino más bien el hecho de que el pecador quiere disponer totalmente de sí mismo frente a Dios sin tener en cuenta su propia dependencia de él. En el fondo, el pecado -y ya aparecido claramente por las páginas de la Biblia- es una rebelión contra Dios, trunca la relación con él. Esta rebelión se realiza y se manifiesta en los varios pecados particulares, los cuales son, sin embargo, el elemento secundario. No obstante, la rebelión contra Dios no es real más que a través de los varios pecados particulares. Así los varios pecados acerca de este o el otro objeto son el signo constitutivo del pecado; signo, porque por ello se ve que el hombre prefiere cualquier otra realidad a Dios; constitutivo, porque el pecado consiste justamente en esta preferencia desordenada.

Al pecar, el hombre se rebela contra Dios, que, sin embargo, lo ama y que desde el comienzo ha establecido con él una relación personal de amistad y de salvación. Esta relación personal alcanza su máxima realización en Jesucristo, en el cual Dios llega tan lejos para encontrarse con el hombre y compartir con él su naturaleza. El pecado como gesto que rompe la relación entre Dios y el hombre, tal como ha sido históricamente establecida en Jesús, es un gesto contra Cristo, porque se cierra a su presencia, anula su obra, pisotea su sangre, para decirlo con las palabras [citadas / arriba, II] de la carta a los Hebreos. Como gesto contra Cristo, el pecado revela su poder inconcebible: es capaz de herir a Dios, porque Dios, al hacerse hombre en Cristo, se ha vuelto vulnerable; el hombre ha podido herirle y hasta matarlo. En la cruz aparece de una manera suprema la vulnerabilidad de Dios.

En cuanto gesto contra Dios, el pecado implica siempre una dimensión religiosa. Mas ¿puede hablarse todavía de dimensión religiosa del pecado en quien no reconoce Dios alguno? ¿O bien hay que decir que el pecado reviste en estos casos una dimensión puramente ética? Ciertamente, también el que ignora a Dios o lo rechaza tiene parámetros de juicio para valorar moralmente sus propias decisiones. Y cuando éstas no están conformes con el juicio de su conciencia, son también para él pecado: un pecado "filosófico", diríamos, es decir, una desobediencia a la razón humana, pero no un pecado teológico, es decir, una desobediencia a Dios, puesto que Dios es completamente ignorado. Sin embargo, hay que preguntarse si un comportamiento conscientemente contrario a la razón no es implícitamente también contrario a Dios, y por lo mismo también un gesto religioso que suena a ofensa contra Dios y que, por consiguiente, compromete la salvación del que lo realiza. La respuesta sólo puede ser afirmativa; en este sentido se había expresado ya en 1690 el Santo Oficio, condenando la teoría del pecado filosófico (DS 2291).

De cualquier forma, dejando a un lado esta problemática, aquí nos limitamos a recordar una consecuencia que se deriva de la consideración de que el pecado es un acto religioso: el único modo adecuado de valorar el pecado es referirlo a la relación religiosa del hombre con Dios. En otras palabras, cuando el hombre considera su pecado, debe ponerse frente a Dios, es decir, debe considerarlo en un contexto y con un significado religioso. En este contexto el pecado se vive como una ofensa a Dios que estropea y rompe el nexo personal de amor con él. El pecado tiene entonces el sabor amargo de la traición de la amistad y va acompañado de la tristeza del corazón y de las lágrimas del arrepentimiento. Además, en el ámbito de la fe cristiana, la dimensión religiosa del pecado es tanto más importante y significativa cuanto que le permite al hombre asumir la responsabilidad del pecado sin negaciones y sin angustias. El cristiano, en efecto, cree en un Dios que ha venido a este mundo justamente para quitar el pecado (Jn 1,29) y que "manifiesta su poder sobre todo con el perdón y la misericordia" (oración colecta del domingo 26 durante el año). Este aspecto de la misericordia que perdona forma parte de la identidad de Dios, hasta el punto de que reconocer la propia condición de pecadores delante de él constituye un auténtico acto de fe en el Dios de Jesucristo. Por algo en la profesión de fe que se hace el domingo en la liturgia eucarística se menciona el pecado sólo en relación con la acción salvadora de Dios, que llega al hombre en el bautismo: "Confieso un solo bautismo para el perdón de los pecados".

Esta profesión de fe es el eco de una verdad insistentemente proclamada desde el principio de la Iglesia en la primera carta de Juan: "Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no decimos la verdad. Si confesamos nuestros pecados, Dios, que es justo y fiel, nos perdona nuestros pecados y nos purifica de toda injusticia... Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos junto al Padre un defensor, Jesucristo, el justo" (1,8-2,1). Dentro de este marco se perfila el verdadero sentido del pecado. El que lo vive en esta perspectiva religiosa, y específicamente en la perspectiva de la fe cristiana, no se repliega sobre sí mismo en un estéril sentimiento de autoconmiseración ni tampoco la toma con los demás hombres o con los acontecimientos para descargar en ellos la culpa. Más bien sale fuera de sí mismo para mirarse en Jesucristo y para buscar, a través de él, el rostro del Padre, con la esperanza tácita y estremecida de poder comprobar que "en el Señor hay misericordia / y grande es en él la redención" (Sal 130,7).

Mas a veces, y no raramente, el pecado se vive de manera reductiva, deteniéndose en niveles inferiores. Esto se verifica cuando se mira el pecado como una mancha, una transgresión externa, que provoca automáticamente la cólera de Dios. Se podría llamar a éste nivel mágico-tabú, porque el pecado se reduce a ser una infracción, no importa si voluntaria o no, de una prohibición considerada sacral (tabú), y la infracción desencadena fatalmente una consecuencia punitiva (como si fuese efecto de magia). Es un modo infantil de vivir el pecado; como el que se encuentra en el niño que, al intentar "robar" la mermelada, rompe el tarro. El sentido de culpa nace en él no de haber robado la mermelada, sino más bien de haber roto el tarro pensando en la reprimenda de los padres. Del mismo modo, el cristiano que considera el pecado como una transgresión externa, se detiene preferentemente en el castigo de Dios. Entonces siente necesidad de protegerse contra este Dios ceñudo, recurriendo cuanto antes a repararlo; en otras palabras, corre a confesarse. Pero la confesión, naturalmente, se vivirá con la misma exterioridad con que se ha vivido el pecado, a saber: sin verdadero arrepentimiento.

Otro modo de vivir el pecado de manera reductiva se verifica cuando se considera el pecado egoístamente como una alteración, un peso, un fracaso, que hace sentir la indignidad propia. Y nos detenemos en la indignidad sin pensar en la ofensa inferida a Dios, al Padre. Es el caso del que vive el sentido de la culpa mirándose sólo a sí mismo; entonces el primer plano lo ocupa el orgullo herido, la humillación ardiente de un enésimo fracaso. "Soy un gusano", se repite el pecador a sí mismo. Y todo se reduce a un sentido de vergüenza. "¡Si supieran los otros lo que he hecho!" Mas el sentido de vergüenza no engendra el arrepentimiento; si acaso genera la obstinación, que es el deseo de contar preferentemente con las propias fuerzas para hacerse "grande" delante de Dios. Es el pecado vivido a la manera farisaica.

Estas reacciones de tipo mágicotabú o de tipo egoísta no son ajenas a la conciencia del pecado; entran en él como componentes parciales. Para que el sentido del pecado sea auténtico y completo, el pecador debe ir más allá y llegar a aquella dimensión religiosa que le permite al mismo tiempo contemplar el pecado sin reducciones indebidas y asumir su responsabilidad sin miedo.

b) El pecado como acto egoísta y autodestructivo. El pecado expresa la voluntad del hombre de afirmarse plenamente como autónomo respecto a Dios. El pecador rehúsa reconocer su dependencia de Dios, cediendo a la ilusoria fascinación de creerse omnipotente, cuando es creado y limitado. Con ello se coloca en la condición de no comprenderse a sí mismo y de impedir su realización humana de persona abierta esencialmente a Dios. "En la voluntad de libertad del hombre se oculta la tentación de renegar de su propia naturaleza...; el hombre se aparta de la verdad poniendo su voluntad por encima de ella. A1 querer librarse de Dios y ser él mismo Dios, se engaña y se destruye. Se pierde a sí mismo" (CONGREGACIÓN DE LA DOCTRINA DE LA FE, Libertad cristiana y liberación, 37). El pecado viene a ser, pues, un gesto de mentira existencial, porque traiciona el ser mismo del hombre y se resuelve en "una disminución del hombre mismo, impidiéndole conseguir su plenitud" (GS 13). En fin de cuentas, en un gesto "suicida" (JUAN PABLO II, Reconciliatio et paenitentia, 15). En esto se manifiesta verdaderamente el misterio de iniquidad (2Tes 2,7): el hombre liberado de la esclavitud del pecado por la gracia de Cristo (Gál 4,31) y dotado de la posibilidad de la suprema realización de sí mismo como hijo de Dios, vuelve. a la esclavitud de la concupiscencia contraria a Dios. Además, el pecador traiciona su propia condición de "criatura nueva" (2Cor 5,17), de "partícipe de la naturaleza divina" (2Pe 1,4), separándose, por consiguiente, de Cristo y volviendo a adherirse al reino de las tinieblas y a la solidaridad con Satanás (Ef 3,10; 6,12). Sometido al pecado por la fuerza tiránica del pecado mismo, el pecador se experimenta interiormente lacerado (Reconciliatio et paenitentia, 15) e incapaz habitualmente del bien al que corresponde la vida eterna. En esta situación el pecador se autoexcluye de la amistad y de la viva comunión con Dios: he ahí su condenación.

c) El pecado como acto contra la comunidad humana. La laceración que experimenta el pecador en la vida personal repercute también en la vida social, donde tiende asechanzas a toda forma de relación interhumana, incluso la más íntima y profunda. También a este respecto la revelación es explícita e iluminadora. El primer pecado va acompañado inmediatamente de la ruptura entre Adán y Eva. El hombre, que poco antes había acogido con satisfacción y admiración a aquella ayuda semejante a él (Gén 2,18), pasa rápidamente a acusar a la mujer de la desobediencia que han cometido ambos. "La mujer que tú me diste me ha dado a comer del árbol y yo he comido"(Gén 3,12). No preocupa la solidaridad, no se comparte la responsabilidad. Todo lo contrario, tenemos el intento apresurado de justificarse a sí mismo, echando toda la culpa al otro. El pecado ha roto la trama de la relación que existía en la primera pareja humana. Y el desgarramiento se ha ido prolongando y profundizándose, como ya se ha dicho [l arriba, II], hasta comprometer la relación entre hermano y hermano (Caín que mata a Abel), entre padre e hijo (Cam que se burla de Noé), entre los hombres que, sin embargo, han preferido trabajar juntos en el mismo proyecto (torre de Babel). El pecado corroe la trama de las relaciones humanas, introduciéndose como una cuña con la fuerza disolvente del egoísmo entre hombre y hombre, entre grupo y grupo, entre hombre, grupo y sociedad.

Y la razón no es difícil de ver: si al hombre le cuesta reconocer su límite ante Dios (el pecado es reivindicación de autonomía absoluta), mucho más le cuesta reconocerlo delante de los demás hombres. ¿Por qué limitar sus proyectos, sus aspiraciones, sus ilimitados deseos de autoafirmación frente a quien es como nosotros, sobre todo si se presenta más frágil, más inerte, más pobre? ¿Por qué perderse frente a quien no garantiza nada a cambio, si no se acepta perderse ni siquiera ante quien promete la resurrección y la felicidad de la vida eterna? Y así, "negando o intentando negar a Dios, su principio y su fin, el hombre altera profundamente su orden y equilibrio interior, el de la sociedad y también el de la creación visibles... Convertido en centro de sí mismo, el hombre pecador tiende a afirmarse y a satisfacer su deseo de infinito sirviéndose dé las cosas: riquezas, poderes y placeres, sin preocuparse de los demás hombres, a los que injustamente despoja y trata como a objetos e instrumentos. Así, por su parte, contribuye a crear aquellas estructuras de explotación y de esclavitud, que, sin embargo, pretende denunciar" (Libertad cristiana y liberación, 38; 42).

Por este camino de profunda alteración tanto del equilibrio personal como del equilibrio social, los contornos del pecado como elección libre de la persona tienden a confundirse y a mezclarse con los contornos del pecado como estructura social, como poder impersonal que domina en la historia y supera de algún modo al hombre mismo. El hombre que hace la historia también con sus propias opciones es un hombre pecador; y la historia hecha por él se caracteriza por el pecado; y el pecado que caracteriza a la historia y se estabiliza en su tejido condiciona al hombre pecador, evidenciando y potenciando al mismo tiempo una solidaridad universal en el mal. Esta solidaridad se manifiesta en una dimensión vertical (o diacrónica) y en una dimensión horizontal (o sincrónica).

En virtud de la primera, toda la historia está invadida por una potencia del mal que liga a Adán, el primer hombre y el primer pecador, con todos los hombres (excepto Cristo y la virgen María). Todo pecado enlaza con el pecado original y todo hombre pecador manifiesta la fraternidad con Adán. Mi pecado vive de la herencia histórica de una humanidad pecadora y transmite a los.que vienen esta misma herencia.

En virtud de la dimensión horizontal, el pecado del hombre crea un "ambiente" de contagio alrededor de sí. Es demasiado evidente que ciertos modos de obrar condicionan negativamente el ambiente y establecen una mala costumbre más o menos tácitamente legitimada. La facilidad de la estafa, el sistema de las intrigas, la carrera del lucro, el volverse astuto son algunos aspectos de las "leyes" de la convivencia. Toda elección en este sentido solidifica el sistema. Y cuanto más sólido es el sistema, tanto más difícil le es al hombre sustraerse a él. Es como una espiral 9ue aumenta sus vueltas en progresión geométrica. ¡El poder del pecado! Cada uno con los suyos contribuye a mantenerle. Se establece así lo que el evangelio llama el reino de las tinieblas, sostenido por una connivencia trágica, aunque a veces inconsciente, de los hombres.

Pues el reino de las tinieblas, o el pecado social que suele decirse, es "el fruto, la acumulación y la concentración de muchos pecados personales. Se trata de pecados muy personales de quien engendra, favorece o explota la iniquidad; de quien pudiendo hacer algo por evitar, eliminar o al menos limitar determinados males sociales, omite el hacerlo por pereza, miedo y encubrimiento, por complicidad solapada o por indiferencia; de quien busca refugio en la presunta imposibilidad de cambiar el mundo; y también de quien pretende eludir la fatiga y el sacrificio alegando supuestas razones de orden superior. Por tanto, las verdaderas responsabilidades son de las personas... En el fondo de toda situación depecado hallamos siempre personas pecadoras" (JUAN PABLO II, Reconciliatio et paenitentia, 16). Por tanto, no se pueden descuidar estos aspectos sociales al valorar el propio pecado y la propia responsabilidad, porque todo hombre es responsable de sí y corresponsable de los demás. Aunque no compruebe directamente el influjo negativo de su comportamiento, existe y obra, porque "ningún hombre es una isla".

La dimensión social y estructural del pecado que emerge de la trama compleja de las múltiples relaciones humanas, adquiere un significado y una incidencia peculiares también dentro del tejido del cuerpo eclesial. Los vínculos que ligan a los cristianos entre sí son mucho más profundos, hasta el punto de hacer de ellos el cuerpo místico de Cristo. El pecado inclusa el más pequeño, incluso el más invisible, repercute siempre negativamente en la comunión que circula entre los miembros de este cuerpo y también en la comunidad visible que se deriva del estar en comunión entre ellos y con Dios. A causa del pecado, en efecto, la comunidad eclesial no puede ser de modo pleno aquella comunidad de santos en la cual la gracia impregna todas las dimensiones humanas. El mismo pecador, que en cuanto miembro de la Iglesia debería ser signo de Cristo que en ella actúa, pierde su capacidad significativa, se convierte en signo vacío, lo cual influye en la Iglesia misma haciéndola un signo más débil y disminuyendo su eficacia santificadora de su obra. En este sentido, el Vat.11 reconoce que el pecador ocasiona una herida a la Iglesia (LG I l). Como se recuerda en el documento Cei, Evangelización y sacramentos de la penitencia y de la unción de los enfermos, inspirándose en toda una serie de imágenes bíblicas, "todo pecador que formal y gravemente es tal, es cisterna vacía, ramo seco, mano paralizada, mecha humeante" (n. 42). Pero, además, el pecado incide negativamente en la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, porque introduce en él -para quedarnos en la imagen del cuerpo- una célula muerta; es decir, una célula que no comparte la vida de las otras, que le es ajena; peor aún, que entorpece la circulación de la vida, causando perjuicios al bienestar (a la santidad en su pleno desplegarse) de todo el cuerpo. La realidad de la comunión en la Iglesia no sólo se refiere a la santidad, sino también al pecado. A este propósito, se lee en la exhortación possinodal de Juan Pablo 11 Reconciliatio et paenitentia: `... el pecado de cada uno repercute en cierta manera en los demás... Es ésta la otra cara de aquella solidaridad que, a nivel religioso, se desarrolla en el misterio profundo y magnífico de la comunión de los santos, merced a la cual se ha podido decir que `toda alma que se eleva, eleva al mundo'. A esta ley de la elevación corresponde, por desgracia, la ley del descenso. De suerte, que se puede hablar de una comunión del pecado, por el que un alma que se abaja por el pecado abaja consigo a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo entero" (n. 16).

He ahí por qué ante el pecador la primera reacción de la Iglesia es impedirle el acceso a la l eucaristía hasta que esté reconciliado sacramentalmente, es decir, declarar que se ha autoexcluido de la comunión eclesial que une a los diversos miembros del cuerpo con la cabeza y entre sí. Esta especie de excomunión es, en cierto sentido, la reacción de defensa que la Iglesia suscita ante un gesto que atenta a su vida y a su santidad; por el bien de los otros miembros, pero más también por el bien del pecador mismo, al que quiere hacer consciente de su daño y de su responsabilidad. De este modo la Iglesia entera coopera a la recuperación de sus hijos.

Es significativo que la reflexión teológica sobre el pecado concluya recordando su dimensión eclesial, que deja ya entrever la posibilidad de superar el pecado mismo. Así como la referencia a Dios le permite al hombre asumir sin miedo la responsabilidad de sus pecados, igualmente la referencia a la Iglesia le permite emprender con firme decisión el camino de la I conversión, para la cual puede contar con la ayuda de toda la Iglesia.

IV. Pecado mortal y pecado venial

Al exponerla naturaleza del pecado según la Biblia [i arriba, II], se ha dicho que el NT habla de pecado y de pecados. Éstos son el conjunto de los actos malos que manifiestan la peeaminosidad y la potencia del marque lleva al hombre a rechazar a Cristo.

1. EL PECADO Y'EL HOMBRE PECADOR. Al hablar de pecados, no se los debe considerar como actos separados de la persona. Propiamente hablando, no existen los pecados, sino los hombres pecadores. El hombre que decide conscientemente obraren oposición al orden moral, se convierte entonces en "pecador"; es decir, se configura según una fisonomía y una condición de vida que son las del hombre pecador. El comportamiento pecaminoso concreto, en el cual el hombre se expresa a sí mismo, manifiesta y constituye a un tiempo al hombreen un estado existencial que dice rechazo de Dios. Por tanto, el pecado es un acto libremente decidido por el hombre y un estado de vida que se deriva de esta decisión y que perdura: Acto y estado están estrechamente ligados entre sí en la persona del hombre pecador.

A fin de definir la fisonomía del hombre pecador, merecen atención algunos aspectos concretos y existenciales de su decisión de pecar. Interesa, pues, considerar: si esta decisión es superficial o seria, es decir, si compromete a la persona en lo profundo del corazón y de la intención, o sólo periféricamente (distinción teológica de los pecados); cuál es el valor comprometido o la virtud descuidada en el comportamiento desordenado (distinción específica de los pecados); si el gesto pecaminoso es esporádico o, por el contrario, es frecuente y repetido; si está aislado o, por el contrario, tiene consecuencias que en cierto modo lo multiplican y lo agrandan (distinción numérica de los pecados).

En el párrafo siguiente se dedicará alguna atención al primer aspecto para puntualizar mejor el concepto de pecado mortal y su relación con la t opción fundamental. Pero hay que anteponer una aclaración terminológica. Con frecuencia se habla indiferentemente de pecado grave/leve y de pecado mortal/ venial. Los dos pares de términos se reiteren a dos planos diversos.

Grave/ leve se refiere al plano de la medida en que la persona se pone a sí misma en juego en su decisión. Porque puede ponerse en juego plena o sólo superficialmente. 1Vormalmente se debe reconocer que si la decisión gira sobre un l valor advertido como relevante por la persona, esta decisión es grave, ya que frente a un valor importante la persona decide no superficialmente, sino con seriedad y ponderación. Por lo cual la gravedad del valor que está en juego en la decisión compromete gravemente también a la persona. Los dos elementos de gravedad (el del valor y el del compromiso de la persona) concurren juntos a hacer de aquella decisión una decisión grave. Cuando la persona está escasamente implicada en la decisión, porque la juzga de poco relieve o a causa del valor que está en juego o de la escasa significación para la vida propia, la decisión es leve.

Mortal/venial se refiere al plano de los efectos que siguen a la decisión, más concretamente a los efectos que connotan al status del pecador. Este puede haber interrumpido su relación de caridad con Dios perdiendo la comunión de vida con él (la gracia): en tal caso se habla de pecado mortal; o bien simplemente puede haber realizado de manera inadecuada su relación de caridad con Dios, debilitando la intensidad de la comunión de vida con él: en tal caso se habla de pecado venial. Se podría decir también: los pecados mortales son actos plenamente contrarios a la caridad; los pecados veniales son actos no imbuidos perfectamente por la caridad.

Es importante mantener separados los dos planos mencionados para evitar equívocos de conceptos. Por lo demás, ya santo Tomás había tenido muy presente esta distinción. Él habla, en efecto, de la gravedad de los pecados cuando trata el tema,de la confrontación de los pecados entre sí (S. Th., I-II, q. 73); en cambio trata del pecado mortal y venial en relación con uno de los efectos consiguientes al pecado, concretamente al "reatus poenae". La distinción entre pecado mortal y venial se considera en relación con la pena merecida; es diversa para uno y para otro (S. Th., 1-II qq. 87-88).

Tomando como base estas consideraciones, resulta incomprensible una distinción tripartita: pecado mortal, pecado grave y pecado venial. En esta distinción el término "grave" vendría a indicar un pecado que, no siendo mortal porque no cuestiona la orientación fundamental de la persona, es sin embargo un pecado serio, porque indica una inclinación arraigada del sujeto, un comportamiento de ligereza habitual, una adhesión del corazón a un determinado desorden. Se puede compartir la preocupación subyacente a esta perspectiva: reconocer que no todos los pecados graves son graves del mismo modo. Hay gravedad y gravedad. Y más exactamente hay que decir que existe una gradación infinita desde el pecado más ligero al pecado más grave. Pero introducir el término "grave" entre "mortal" y "venial" supone una mezcla de dos planos diversos, una especie de contaminación híbrida, que engendra confusiones teóricas y pastorales. La exhortación apostólica de Juan Pablo II, Reconciliado et paenitentia no es favorable a una distinción tripartita (n. 17).

2. LA NOCIÓN DE PECADO MORTAL Y VENIAL. Se pretende aquí precisar mejor los conceptos de pecado mortal y venial, reconociendo que esta distinción ha ejercido, y sigue ejerciendo, una función considerable en la vida cristiana y en la praxis pastoral. Basta recordar que con ella se relaciona la posibilidad de participar o no participar en la comunión eucarística. La distinción entre pecado mortal y venial es fruto de la reflexión teológica, pero tiene un fundamento bíblico. El NT conoce junto a los pecados que excluyen del reino de. Dios (cf Mt 25,41-46;1 Cor 6,9-10; Rom 1,24-32) también pecados que no tienen consecuencias de tal gravedad (cf Mt 6,12; 1Cor 3,10-15; Sant 3,2).

Asimismo la tradición de la Iglesia ha manifestado siempre que reconoce, tanto en la praxis penitencial como en las indicaciones doctrinales, que los pecados de los cristianos revisten diferente gravedad. Se pueden recordar en el plano de la praxis los libros penitenciales de la Edad Media, con las "tarifas" exigidas a los penitentes para la reconciliación, variables según la gravedad del pecado y la culpabilidad del pecador; en el plano de la doctrina, varias intervenciones del magisterio para sostener contra los pelagianos que no todos los pecados quitan la gracia de la justificación (DS 229; 230), y contra los protestantes que también los fieles pueden pecar mortalmente (DS 1573); para afirmar la obligación de confesar todos y no sólo los pecados mortales (DS 1707); para precisar que a los pecados mortales les corresponde una pena eterna y a los pecados veniales una pena temporal (DS 1304-1306; 1575).

Al determinar la naturaleza del pecado mortal no se ha procedido siempre del mismo modo. En el pasado, de acuerdo con la visión que daba la preferencia al objeto, se partía de la materia grave; a ella había que añadir otras dos condiciones: la plena advertencia y el consentimiento deliberado. Estos términos son, por lo demás, habituales por haberlos divulgado el catecismo de san Pío X. En el fondo, estas tres condiciones querían significar que cuando una persona es plenamente consciente de que su decisión reniega de un valor estimado por ella importante para la vida cristiana y consiente con plena libertad en esta decisión, su pecado es mortal.

En una visión personalista se prefiere partir de la persona: si su decisión contraria a las exigencias del evangelio es una decisión que implica a la persona en la profundidad del corazón, entonces esa decisión es pecado mortal. Por tanto se puede estar de acuerdo con B. Háring en que "pecado mortal es una determinación libre y profundamente consciente en contra de un mandamiento de Dios; procede directamente del centro de la capacidad deliberativa del hombre, de tal modo que con esta decisión el hombre mismo se expresa y se orienta en contra de la amistad de Dios. Cuando la libertad humana queda comprometida o por un impulso de la concupiscencia o por la presión del ambiente, el pecado mortal puede ser tal sólo si llega a lo íntimo de la persona libre, es decir, si el hombre libre advierte de modo suficiente y proporcionado que se trata de una decisión que da una orientación última a su vida y, sin embargo, consiente en ella libremente. El elemento decisivo del pecado mortal es, pues, la proveniencia del acto del fondo del propio corazón malvado y con una medida de conocimiento y libertad tales que puede imprimir a la vida una orientación contraria a Dios" (p. 211).

En la perspectiva personalística no es que se descuide el objeto respecto al cual versa la decisión del hombre (lo que en el pasado se llamaba la materia); éste, por así decirlo, reviste el valor de signo: si el objeto de mi decisión es algo serio e importante, es legítimo suponer que mi decisión no es superficial, sino que hace intervenir a mi persona y mi orientación de manera igualmente seria y considerable.

La visión personalista recupera de este modo una rica intuición de santo Tomás, el cual; al exponer la diferencia entre pecado mortal y pecado venial, insiste en este aspecto: el pecado mortal indica una desorientación respecto al fin último; el pecado venial, en cambio, se refiere a una desorientación en relación a los medios (S. Th., I-II, q. 2, a. 5). La desorientación respecto al fin último cuestiona a la persona en la profundidad de ella misma (en otras palabras, no puede menos de ser un acto perfectamente humano), porque cuestiona la opción fundamental. Pues la opción fundamental está en relación con el fin último y con la constitución del orden moral en la vida de la persona, en cuanto que de la opción fundamental deriva el hombre los criterios para juzgar como buenas o malas sus opciones. Por eso puede ser útil detenerse a reflexionar sobre la relación entre la /opción fundamental y el pecado mortal.

La opción fundamental del cristiano es la decisión de creer en Dios, de reconocer a Jesucristo como el salvador, aceptando sin discusión el evangelio. El pecado mortal es, ciertamente, una decisión contraria a la fe y al evangelio, y por tanto es contraria a la opción fundamental. Mas, ciertamente, no todo pecado mortal expresa la decisión firme y global del creyente de orientar toda su vida en sentido contrario al evangelio; por ejemplo, sigue viviendo con sinceridad su relación con Dios en la oración, en el amor al prójimo, etc. En otras palabras, no se reniega de la decisión de creer en Dios. En esta línea está también la enseñanza de la Iglesia, bien cuando afirma que el pecado mortal priva al cristiano de la vida de la gracia, de la comunión caritativa con Dios, pero no de la fe y de la esperanza (DS 1544), de modo que justamente estas virtudes conducen al cristiano al arrepentimiento y a la reconciliación; bien cuando la Iglesia ora en el lecho del moribundo con estas palabras: "Te recomendamos, oh Padre, este nuestro hermano; si en su vida ha pecado, ha conservado su fe en ti..."(Ritual romano, sacramento de la unción y cura pastoral de los enfermos, Recomendación de los moribundos, 239); bien cuando Juan Pablo.II pone explícitamente en guardia contra "reducir el pecado mortal a un acto de opción fundamental contra Dios, entendiendo con ello un desprecio explícito y formal de Dios o del prójimo" (Reconciliatio el paenitentia, 17).

Se puede, pues, concluir que el pecado mortal es un gesto por el que la persona se desvincula de la dinámica de la opción fundamental por Dios, pero no reniega de ella. Si una persona renegase radicalmente de su opción fundamental por Dios y por Jesucristo, entonces estaríamos en presencia de lo que san Juan llama "pecado que conduce a la muerte" y que la teología contemporánea designa a menudo como pecado mortal realizado con intención definitiva. Se puede estar de acuerdo también con cuantos estiman que semejante intención definitiva hay que colocarla sólo al final de la vida, ya que antes existe siempre la posibilidad de arrepentirse, .y por tanto no puede darse una decisión definitiva en contra de Dios.

V. La condición del hombre pecador

El pecado, se ha repetido muchas veces, es una elección del hombre. Como toda elección; también el pecado expresa lo que el hombre es, sus deseos, sus preferencias, los valores en que cree; y al mismo tiempo expresa lo que el hombre quiere ser. En la opción se pone en juego más o menos ampliamente la propia libertad y la capacidad propia de proyectar. Una persona sé cualifica de acuerdo con sus propias opciones. Se cualifica, es decir, se da una connotación, una fisonomía. El que elige estudiar se cualifica como estudiante, el que elige hacer una excursión a la montaña se cualifica como apasionado de la montaña, etc.. No todas las opciones cualifican a la persona del mismo modo; algunas la cualifican establemente, porque influyen en toda la vida (p.ej., la decisión de casarse, de ir a las misiones del tercer mundo...); y está también la que cualifica a la persona sólo momentáneamente, es decir, mientras que su corazón está convencido y se adhiere a esa determinada opción. Así, el pecado cualifica a la persona según el tipo particular de desorden que comprende (el hurto cualifica a la persona corno ladrón, la mentira como mentiroso,..) y mientras que su corazón permanece en esa opción. En este sentido se habla de la condición del hombre pecador, una condición que permanece mientras permanece la aprobación y la adhesión a la opción de pecado. Esta condición se caracteriza de acuerdo con tres connotaciones principales.

1. LA PROPENSI6N DE LA VOLUNTAD HACIA EL MAL. En primer lugar encontramos en el hombre pecador una propensión de la voluntad al mal, en el sentido de que la elección del mal, una vez realizada, tiende a repetirse y a estabilizarse. El pecado abre un camino hacia el mal, porque con su elección la voluntad se debilita en su inclinación natural al bien. Pues la voluntad es la facultad que lleva a desear y escoger el bien; mas al actuarse en sentida contrario, es decir, hacia el mal (en cuanto se es consciente de que el bien elegido no es el verdadero bien), y en la medida en que tal actuación es frecuente y decidida, la inclinación natural hacia el bien queda debilitada. Sin embargo, no puede destruirse por mucho que se multiplique el pecado, del mismo modo que no puede destruirse la natural disposición a gustar y a buscar el bien, -porque para llegar ahí sería preciso destruir la persona misma en la estructura cognoscitiva y volitiva.

El pecado compromete la orientación de la voluntad al bien obrando en el sujetó de múltiples maneras. Ante todo amortigua la capacidad de conocerlo; y particularmente de percibir la belleza y lo apetecible del mismo, por lo cual el tipo particular de conocimiento que es el conocimiento del bien se consigue con mayor esfuerzo e incertidumbre y el hombre se encuentra menos pertrechado y capaz de reconocer el bien en las varias formas en las que se concretiza; además debilita la voluntad, que de este modo está menos pronta a dejarse mover par el bien y menos dispuesta a perseguirlo con firmeza cuando se presenta arduo y difícil y no se le puede alcanzar sin esfuerzo constante y asiduo; finalmente acentúa la tendencia de la concupiscencia a dirigirse hacia bienes que ofrecen satisfacción inmediata y sensible, prefiriendo este tipo de bienes y descuidando los de naturaleza espiritual.

2. EL SENTIDO DE LA CULPA ("REATUS CULPAE"). El sentido de la culpa del que se intenta hablar ahora es propiamente diverso del sentido de culpabilidad que se repite a menudo en el lenguaje psicológico. El "sentido de la culpa" tiene un significado teológico y define una situación real del hombre por la cual éste es y se llama pecador. En efecto, cuando el hombre comete el pecado, su voluntad permanece actuada y determinada en el orden del mal mientras no se retracte por el arrepentimiento (la conversión); es decir, el hombre permanece en un estado de aversión a Dios. La teología tradicional hablaba de este estado de culpa definiéndolo con el término un poco pintoresco y cosificado de "mancha del pecado". Obsérvese también que el reatus culpae es lo que constituye en sentido estricto y específico la condición de pecador, la cual sin embargo, además del sentido de culpa, comprende también la propensión de la voluntad al mal (de la que se acaba de. hablar) y el peso de la pena (de la que se hablará luego).

Diverso del sentido de culpa, aunque no completamente ajeno a él, es el sentida de la culpabilidad, que denota más bien una situación psicológica. Indica no tanto la conciencia de la culpa cuanto más bien la experiencia emotiva de la culpabilidad. Existe un sano sentido de culpabilidad, que es connatural a la conciencia del pecado y surge del hecho de que el hombre advierte la disonancia entre la elección realizada y la voluntad de Dios. Este estado de culpabilidad es tanto más verdadero cuanto más se funda en la consideración del amor dé Dios y el temor que del amor se deriva. Este temor es el que la Biblia define "principio de la sabiduría" (Sal 1 I 1,10).

Existe también un sentido falso y morboso de culpabilidad, que es distinto del precedente y que puede reconocerse basándose en algunos elementos que lo caracterizan. Reduciéndolos a lo esencial, puede decirse que el sentido morboso de culpabilidad es irracional, ya que persiste también después del arrepentimiento y de la confesión, engendrando inquietud y angustia; es exagerado, en el sentido de que no corresponde a la gravedad real de la culpa, la cual es agrandada desproporcionalmente, pero con el secreto deseo de que otros nos aseguren de que realmente no es en definitiva tan grave; es inoportuno porque surge independientemente de la conciencia de culpa, y sobre todo no desemboca en el compromiso estricto de conversión. Este sentido de culpabilidad es lo opuesto del auténtico sentido de culpa. Parece que se le asemeja; en realidad es algo completamente distinto: éste se centra en Dios, aquél se centra en el yo. Escribe J.M. Pohier con su agudeza acostumbrada: "La experiencia auténtica de la culpabilidad religiosa se vive siempre en un sistema `abierto', cuyo centro de gravedad lo constituye Dios, mientras que la experiencia de la culpabilidad morbosa de síndrome religioso y la de la culpabilidad religiosa desvalorizada se viven siempre en un sistema `cerrado', cuyo centro lo constituye el hombre y en el que Dios no desarrolla otra función que la de un medio al servicio de una experiencia del culpabilidad centrada en el sujeto" (p. 434). Este modo errado de vivir la culpabilidad termina desconociendo que sólo Dios es el salvador, y por tanto desconociendo la posibilidad real de superar el pecado. De aquí se deriva también la inutilidad de reconocer el pecado y de confesarlo; pues sólo tiene sentido confesarlo en orden al perdón. Por lo cual la falsa experiencia de culpabilidad va acompañada también del desinterés del pecador por superar su pecado.

En el clima cultural actual, en el cual el auténtico sentido de culpa se pierde en- un sentido vago y difuso de culpabilidad, como se ha advertido /arriba, 1, sucede rara vez que se identifique la reacción de la conciencia de la culpa con estados emotivos de tristeza y de irritación, de insatisfacción y descontento no muy definibles. Nada más falso que determinar la condición de pecado y su gravedad basándose en estos sentimientos, que por su naturaleza son fluctuantes y contradictorios y, en general, varían según los momentos respecto a la culpa misma. La existencia de la culpa hay que comprobarla basándose en la negación de los valores reales y en la mala voluntad, y no en estados emotivos y en sentimientos endebles.

3. EL PESO DE LA PENA ("REATUS POENAE"). La pena se relaciona esencialmente con la culpa. La Biblia habla muchas veces de la pena consiguiente a los pecados, poniendo de manifiesto dos aspectos particulares. El primero se refiere a la conexión entre el pecado y la pena. El pecado, una vez cometido, arrastra inevitablemente consigo la pena, que para Israel consistía a menudo en un castigo bien visible. Así expresaba Isaías con una imagen práctica la consecuencia del pecado: "... Por eso este pecado será para vosotros como brecha ruinosa que se abre en elevado muro, el cual en un momento, de repente, se desploma y se hace pedazos como un jarro de alfarero estrellado sin piedad: entre sus trozos no se encuentra ni un cascote para coger fuego del fogón o sacar agua de la cisterna" (30,13-14). Y lo mismo el Deutero-Isaías, que concibe el destierro como un castigo contenido en las transgresiones de Israel: "A causa de vuestras transgresiones ha sido repudiada vuestra madre" (50,1). Estos dos textos no se limitan a decir que la pena sigue a la culpa, sino que es engendrada por ella. En cierto sentido, la culpa es ya pena. Por esta razón se dice que la una está inevitablemente conexa con la otra, y que juntas concurren a constituir la condición de pecado.

Por otra parte, la conexión entre el pecado y la pena no es automática. Y éste es el segundo aspecto que pone de relieve la Biblia. El mal trae consigo el castigo, desencadena una serie de reacciones deletéreas, pero no en virtud de una fuerza inmanente. Es Dios quien en último análisis castiga el mal y recompensa el bien. El profeta Oseas expresa todo esto mediante la imagen del saquito en el cual están encerrados los pecados de Israel, y que Yhwh tiene atado hasta que él mismo lo abra y salgan los castigos merecidos. "La iniquidad de Efraín está encerrada en un saco, su pecado está bien custodiado" (13,12). A menudo la intervención de Dios se hace esperar: los impíos prosperan y los malos tienen suerte; pero al final "Dios los destruye de un golpe y desfallecen, consumidos en el terror" (Sal 73,19).

Esto quiere decir que, al final, la pena es siempre "gobernada" por Dios, el cual procura, en su misericordiosa providencia, orientarla ante todo hacia resultados salvíficos. Por eso dispone los tiempos y las modalidades para el cumplimiento de la pena en orden a la conversión del pecador, porque Dios no busca su muerte, sino su conversión y su vida (Ez 33,11). En otras palabras, el significado primero de la pena es medicinal; aprovecha antes que nada a la persona misma que es herida.

La pena que acompaña a todo pecado tiene siempre una dimensión temporal, es decir, caracteriza la historia del hombre pecador, el tiempo de su existencia terrenal. Cuando el hombre comete un pecado mortal, la pena que le acompaña tiene también una dimensión eterna.

La dimensión temporal de la pena consiste en esto: todo pecado es una disminución del hombre, en el sentido de que le impide realizarse plenamente en lo que es. Esta falta de realización es el aspecto primero y fundamental de la pena, de manera que ésta, antes y más que ser un castigo impuesto desde el exterior, es una reducción que el hombre sufre en su propia autorrealización personal. El hombre que se encuentra falto y decepcionado a causa de su propia elección equivocada, de la cual él, y ningún otro tiene la culpa, se convierte en un peso para sí mismo. He ahí la pena; se manifiesta concretamente como indolencia que hace torpe para conocer y hacer el bien; como fragilidad que asedia la propia libertad moral; como aquiescencia complacida a la autoafirmación egoísta, a las solicitudes del placer, a la dureza del corazón y a la soberbia farisaica. Todos estos aspectos afean el rostro ético del hombre y mancillan su personalidad, que queda marcada por los "vacíos" y por las contradicciones de las opciones pecaminosas. Sin olvidar los aspectos que repercuten en la convivencia social: guerras, torturas, discriminación racial, manipulación de la opinión pública, abusos de poder, especulación pornográfica, etc.

Además de esta pena temporal, que es como la cicatriz que deja en el hombre todo pecado, el pecado mortal lleva consigo una pena eterna. El pecado mortal es ruptura de la relación de amistad con Dios, es rechazo de la vida que él nos ha comunicado en la redención. Justamente la amistad y la participación de la vida de Dios constituye la felicidad eterna y definitiva, que queda comprometida y resulta inalcanzable mientras el hombre persista en la condición que se ha fijado pecando. Pero cuando el hombre se libera de esta condición con el arrepentimiento y con la gracia del perdón, viene a caer también su autoexclusión dei goce definitivo y eterno de la amistad de Dios. De la pena eterna hacia la cual el hombre se orienta con el pecado mortal se libera el hombre en el acto mismo en que es liberado del pecado.

VI. Pecados del corazón y pecados manifiestos

El pecado es una elección por la cual el hombre se decide en contra de Dios. Como toda elección libremente decidida, el pecado tiene sus raíces en el corazón del hombre. Antes de traducirse en una acción concreta y determinada, el pecado está ya en el hombre que libre y conscientemente se ha orientado al mal: en la decisión se transparenta el rostro que la persona quiere asumir. Es la línea reiterada muchas veces por el evangelio; por ejemplo, cuando Jesús dice: "El que mira a una mujer deseándola, ha cometido ya adulterio con ella en su corazón" (Mt 5,28); o cuando indica a sus discípulos que al hombre le contamina no lo que entra en él (cf la legislación judía sobre alimentos puros e impuros), sino lo que sale de él, de su corazón, porque del corazón vienen las intenciones malas (Mc 7,21).

Así pues, el hombre se cualifica como pecador cuando en su corazón se ha decidido firmemente por el mal. Y esto vale no sólo en aquellos pecados que ocurren en la interioridad del hombre, como, por ejemplo, los pecados de pensamiento, los pecados que se refieren a juicios temerarios no formulados o sentimientos de aversión y de odio conscientemente compartidos, sino que vale también para aquellos pecados que por su naturaleza implican la realización externa, como son, por ejemplo, el hurto, el homicidio, la estafa, etc.

No es que la realización de la decisión no cuente para nada; cuenta ciertamente también desde el punto de vista de la responsabilidad moral, ya sea porque al ejecutar la decisión el hombre la confirma y la profundiza (lo cual es cierto sobre todo cuando la ejecución del proyecto pensado requiere afrontar y superar obstáculos más o menos graves); ya sea porque la ejecución puede implicar a otras personas, tanto en el sentido de involucrar su complicidad cuanto en el de persuadirlas al mal con su seducción o con el /escándalo; ya sea también porque la ejecución puede comportar un daño para terceros que exige ser reparado: si uno decide firmemente robar, pero luego de hecho no roba (por miedo, por arrepentimiento, por un contratiempo que hace fracasar el proyecto..:), no existe ningún daño en perjuicio de la víctima designada. Pero la ejecución no cambia la orientación moral asumida por la persona desde el momento de su elección libre y conscientemente decidida. El que decide calumniar a su compañero se manifiesta orientado a vivir la relación con aquél de un modo mentiroso y falaz, que no es el modo justo de mantener las relaciones con los otros. En el momento mismo en que vive así la relación interpersonal, el hombre se arriesga en el plano moral orientándose hacia lo que está mal.

De esta consideración se sigue una vez más que el pecado es una opción que hace intervenir en último análisis la relación del hombre con Dios. Y Dios ve en lo secreto; más aún: está presente en la interioridad del corazón, donde el hombre escucha en la voz de su propia /conciencia el eco de la voz misma de Dios (cf GS lb). Por esta razón el hombre no puede esconderse ante su propia conciencia que le remuerde, como no puede esconderse ante Dios que lo busca. No podría, aunque lo intentase ingenuamente, como Adán y Eva en el paraíso terrestre, los cuales corren a esconderse al acercarse el Señor. Que no le disguste al hombre pecador esta imposibilidad de sustraerse a la voz de Dios que le busca y a la voz de la propia conciencia que le acusa: la voz de la conciencia es invitación al pecador para que se libre del mal que se ha buscado (como el dolor físico llama al hombre a curarse el mal que anida en el cuerpo); y la voz de Dios es esperanza y promesa, porque Dios busca al hombre para salvarlo..

[/Acto humano; /Conversión; /Libertad y responsabilidad].

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D. Lafranconi