JUSTICIA PENAL
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. La crisis de la justicia penal.

II. Prevención, intimidación, enmienda.

III. Culpa, responsabilidad, pena.

IV. La pena como garantía del orden de la libertad.

V La expiación.

VI. El deber de castigar.

VII. Perdonar y castigar.


 

I. La crisis de la justicia penal

Es indudable que la justicia penal atraviesa en nuestros días, en la mayoría de los países, una crisis extremadamente grave; aparece a los ojos de todos lo arcaico de multitud de artículos en los respectivos códigos penales y, en las leyes de enjuiciamiento criminal; la enorme duración de los procedimientos penales y de las prisiones preventivas; la superpoblación de los establecimientos penitenciarios; el elevado número de delitos que quedan impunes y el nacimiento y la difusión incontrolada de nuevas formas de criminalidad. Y si de la consideración de los graves males estructurales de gran parte de los ordenamientos penales y penitenciarios pasamos a una reflexión todavía más general y nos preguntamos acerca del sentido de las penas que infligen los tribunales, se contempla un cuadro todavía más desolador. Se habla y se prevé teóricamente que una -si no la principal- de las finalidades específicas de las condenas penales es la reeducación del condenado; pero la realidad concreta no responde a aquel fin, a no ser con la hipócrita dimensión ideológica, siempre presente en las continuas declaraciones de políticos y gobernantes. De hecho, el mundo de la justicia penal forma un mundo separado; quizá menos violento de lo descrito, pero de ordinario carente de un sentido unitario dentro del sentido global que debería regir a todo el conjunto del ordenamiento jurídico. Parece como si se hubiera perdido no sólo la respuesta, sino el sentido mismo de la pregunta que todos se plantean cuando reflexionan seriamente acerca de la realidad de los castigos penales: ¿I'or qué castigar?

Limitarse a destacar las carencias organizativas y de recursos en la crisis de lajusticia penal que atraviesan tantos países, conducirá a muchos observadores a valorarla reductivamente como grave crisis, por supuesto, pero superable a través de una oportuna, aunque ardua, política de reforma. Obviamente, no se discute la oportunidad, ni tampoco la urgencia absoluta, de reformas radicales de los sistemas penales diseminados por el mundo; basta avanzar la hipótesis de que la crisis a la que nos referimos -y de la que sólo nos fijamos habitualmente en los aspectos más llamativos, como algunos de los referidos y que son, sin embargo, los más externos- es mucho más radical y no puede solucionarse tan sólo con maniobras estrictamente pragmático-organizativas. Lo demuestra el hecho de que la crisis de la justicia penal es una crisis de época que toca de cerca casi a todos los ordenamientos contemporáneos y que, a veces, parece ser no la consecuencia, sino la causa de las trágicas disfunciones institucionales aludidas. Si la "pena" está en crisis, depende esencialmente de la dificultad que encuentra el hombre contemporáneo -ese hombre que, como justamente se ha observado, ha hecho del repudio al sufrimiento el rasgo característico de su ética- para continuar dando al "castigo" su significado propio, que es, ni más ni menos, hacer sufrir según justicia.

II. Prevención, intimidación, enmienda

Se observa, en efecto, que las teorías actualmente más difundidas sobre la función de la pena (las que la reducen, según los casos, a prevención, a intimidación, a enmienda o a defensa social) tienden todas ellas a ocultar la dimensión punitiva objetiva y a rescindir el arraigo jurídico necesario, con el resultado de hacer de la pena misma un otro-fuera de-sí, destinado a la postre a resultar incomprensible y contradictorio al sentido común. Estas teorías se distinguen, en definitiva, por su carácter extrajurídico; no tiene, pues nada de extraño que sus objetivos fracasen sustancialmente, dado que la pena sólo es, a pesar de todo, comprensible en su esencia dentro de la lógica del derecho y tolera mal que se la instrumentalice con fines que, aunque nobles, le son claramente extraños. Limitémonos a algunos ejemplos, a partir de la pena concebida como técnica de enmienda del reo (concepto éste cercano al concepto constitucional de "reeducación" del condenado): tomadas las cosas en serio, se llegaría necesariamente o a salidas jurídicamente aberrantes, como sería la de no conceder jamás la libertad a un reo (detenido tal vez por delitos de poca entidad), mientras no dé pruebas efectivas de arrepentimiento, o a auténticas formas de hipocresía, como sería la de considerar enmendado por definición al reo que hubiera descontado una pena proporcionada a la gravedad del delito cometido. Confundir la lógica pedagógico-psicológica (en último extremo, social) de la enmienda con la estrictamente jurídica de la expiación es demencial y coloca a los operadores jurídicos en una situación esquizofrénica: o continúan castigando en nombre de la enmienda, aun a sabiendas de que el reo tiene muy pocas probabilidades de enmendarse efectivamente por la aplicación de la pena, o renuncian a castigar, partiendo del presupuesto de que la cárcel es escuela y no cura de delincuencia. Pero incluso en este caso caen en contradicción, porque si la pena no enmienda, la no aplicación de la pena tampoco produce, obviamente, enmienda alguna.

Distintas, aunque análogas, son las dificultades en que caen los defensores de la teoría de la pena como prevención de delitos. El carácter sociológico de este concepto se conjuga mal, en efecto, con la lógica rígida que caracteriza al principio penal de la legalidad. Este principio mantiene que la entidad de la pena debe estar predeterminada por el suceso criminal y calibrada en base a la gravedad efectiva de éste; el planteamiento sociológico, en cambio, requeriría que la pena estuviese determinada en base a la previsión de los posibles delitos futuros y graduada no en base a la gravedad, sino a la frecuencia estadística de cada una de las tipologías de los delitos mismos. El criterio de la prevención tiende entonces, casi irresistiblemente, a ampliarse en el de la intimidación donde lo que emerge es la voluntad social de impedir a toda costa la comisión de delitos; voluntad ciertamente ingenua, pero que en determinados momentos históricos encuentra en las masas adhesiones profundas, que se concretan en las bien conocidas y periódicas demandas de aumento indiscriminado de la entidad de las penas, de ejecuciones ejemplares, de procesos sumarios, etc. Dinámicas éstas que tienen -si es que las tienen-justificaciones políticas de estado de emergencia (y como tales, las únicas aplicaciones razonables, aunque muy problemáticas, que encuentran son en caso de guerra), pero de ningún modo justificaciones jurídicas. Cuando se hace entonces de la pena una teoría de defensa social, se está absolutamente fuera de la lógica del derecho. Situando en la "peligrosidad" y no en la objetividad de la culpa el criterio fundamental de individuación del delito, la teoría de la defensa social tiende, si quiere ser coherente, a equiparar los sujetos que han cometido realmente un delito con los sujetos que, aun sin haberlo cometido, tienen elevadas probabilidades estadísticas de hacerlo (drogadictos, enfermos mentales, etc.). Y todavía puede decirse más; según la lógica de la defensa social, no debería, en definitiva, ser sancionado quien, aun habiendo cometido un delito, tenga muy pocas probabilidades estadísticas de cometer otro. Resulta así evidente que la dimensión social que la teoría de la defensa social pretende tutelar es una dimensión social masificada, muy diferente de la tutelada por el derecho, y que está fundada en la coexistencia de cada individualidad libre y responsable.

III. Culpa, responsabilidad, pena

Si las teorías no jurídicas de la pena han gozado de tanta difusión en nuestros días (y han producido consiguientemente tanto desarreglo), ello depende, por una parte, de la difusión en este siglo xx de las ciencias humanas, que han creído (y continúan a menudo haciéndolo) poder ocupar el lugar de la ciencia jurídica, reduciendo a ésta a mero saber técnico y aplicativo de principios que no le pertenecerían (como serían, p.ej., los de la enmienda, prevención, defensa social, etc.), y, por otra parte, del hecho de que cada una de estas ciencias ha insistido en finalidades que si bien se pueden alcanzar por medio de la pena criminal, ello sólo sucede eventualmente. Es, sin duda alguna, muy de desear que la pena criminal sea también preventiva y con capacidad de producir enmienda y posea además una fuerte carga de intimidación; pero todas estas cualidades únicamente tienen validez jurídica si están conectadas con la finalidad primaria que es propia de la pena: la de castigar según justicia o, para ser más precisos aún, la de castigar a secas, porque un castigo sin justicia no se puede seguir llamando castigo; es simplemente un acto de violencia.

¿Por qué castigar, pues? Porque la pena es el correlativo necesario de la responsabilidad, la responsabilidad el correlativo necesario de la libertad y la libertad el rasgo que caracteriza al ser humano como ser social, como ser-en-relación. La categoría de la pena nos ayuda, en definitiva, a colocar en el punto de mira exacto a la de la libertad, la categoría más amada y, a la vez, peor entendida de todas las que definen al ser humano. La libertad, en efecto, que el ser humano puede experimentar no es una libertad absoluta, que no está llamada a responder ante nadie del uso que ella haga; es una libertad "finita", es decir, una libertad que necesariamente tiene que reconocerse condicionada, al igual que la existencia individual no puede nunca prescindir de la existencia ajena. Lo mismo que la existencia es en realidad coexistencia, también la libertad es en realidad coposibilidad de la libertad.

La categoría de la responsabilidad nace conjuntamente con la de la libertad. No es posible calificar en términos de responsabilidad un comportamiento no libre (el de un animal) o no libre accidentalmente (el de un menor o de un enfermo mental); ni vemos responsabilidad en un suceso mecánico o propio de la naturaleza (el volcán no es responsable de la erupción ni el coche de su eventual avería). La responsabilidad nace de la culpa, es decir, de un mal uso de la libertad; de un uso dirigido a absolutizar las expectativas y las pretensiones del sujeto agente a costa y en detrimento de los demás sujetos coexistentes. La responsabilidad nace cada vez que un uso malo e intencionado de la libertad desbarata la fundamental simetría de los sujetos coexistentes, favoreciendo indebidamente a algunos a expensas de otros. No es el hecho material de la violación de la simetría el que origina la culpa (dado que toda la existencia en su compleja dinámica implica un continuo desbaratar y un continuo recomponerse en formas de simetría siempre nuevas), sino la adscripción de ese hecho a la libertad, es decir, a la dimensión por la cual el hombre se convierte en promotor intencionado de una alteración de sus relaciones con los demás, deformándolas indebidamente en beneficio propio.

Lo que hemos denominado un "mal uso de la libertad" -y que podríamos designar también como "culpa" (en sentido subjetivo) y como "ilícito" (en sentido objetivo), o todavía más concretamente como "delito" material- es lo que, al hacer "responsable" al sujeto, exige la recepción de una "respuesta". Sólo los sucesos que no pueden conectar con un acto de libertad deben quedar necesariamente sin respuesta; tanto si los atribuimos a la casualidad como a la necesidad, esos sucesos nos producen la sensación de abatirse sobre el hombre, que está llamado a sufrirlos, pero no a reaccionar ante ellos. Pero cuando estos mismos sucesos se pueden adscribir a un sujeto, la reacción resulta inevitable. No todas las muertes (¡afortunadamente!) dependen de un homicidio; pero las causadas por el mismo, aunque sean biológicamente análogas a cualquier otra muerte, adquieren inmediatamente un carácter existencial particular. No es posible "no responder" a un mal uso de la libertad; es la propia libertad quien lo pide. No reconocer, cuando exista, la responsabilidad significa no hacer posible la coexistencia. Con quienes para favorecerse a sí mismos ofenden a los demás no es posible coexistir; en casos así la propia coexistencia tiende a autodestruirse (y a transformarse en dominio de uno, el más fuerte, sobre los otros; una salida no rara, pero en todo caso inestable) o a preservarse por medio de formas de "respuesta" no institucionalizadas (venganza) o institucionalizadas (pena).

IV. La pena como garantía del orden de la libertad

La analogía estructural existente entre la venganza y la pena es de sobra conocida y puede ser útil para iluminar nuestra reflexión. Por primitiva y violenta que pueda, justamente, parecernos, la venganza es, en su esencia jurídica, aunque se trate de una juridicidad vivida más emocional que racionalmente, más individualista que institucionalmente. En efecto, pertenece de lleno a la lógica de la coexistencia simétrica, que no puede tolerar que el delito quede impune. Si )apena es superior a la venganza, ello no depende del fin que persigue, y que no difiere del que desea el vengador (restablecerla simetría coexistencia) violada por el delito), sino de la modalidad de la "respuesta": carente de medida y manchada por el odio en la venganza, mesurada y sin apasionamiento en la pena. No es la mera satisfacción del ofendido (satisfacción las más de las veces infantil o inútilmente tardía) lo que justifica la pena (o la venganza), sino la necesidad de garantizar el principio de la coexistencia, el cual impone que sea humillado quien se exalte indebidamente.

Castigar implica hacer sufrir. Pero el sufrimiento que lleva consigo la pena no es una calificación extrínseca, un accesorio (por así decirlo) de la pena misma, que en caso necesario (como muchos se imaginan) pueda quitarse de la pena. El sufrimiento es inherente a la pena, porque la pena no tiene otro fin que el de humillar una voluntad arrogante reduciéndola, en contra de sus propios impulsos, a la simetría ordinaria de la coexistencia. Imponer a una voluntad libre el no decidir o el decidir de manera diversa a como libremente decidiría, tal es el sufrimiento inducido por la pena. Por esta razón, entre todas las penas que la fantasía (a veces sádica) de la humanidad ha inventado, la que ha conocido el mayor éxito ha sido la pena de muerte, precisamente porque quita a la voluntad la posibilidad misma de seguir decidiendo. Cualquiera que sea el juicio moral que deba darse sobre la /pena de muerte (cuestión que queda fuera del presente artículo), su significado fenomenológico es, ciertamente, iluminador.

El sufrimiento que la pena acarrea al reo no es, pues, de por sí, un sufrimiento físico; ni, con mayor motivo, el sufrimiento de quien, por ejemplo, ve recaer sobre su familia la vergüenza de su culpa. Es la voluntad del reo, y sólo ella, la que está llamada a sufrir a través de la pena; y sufre por el solo hecho de no poder seguir afirmándose ella misma (es decir, decidir) en la ausencia de todo límite. Se hace así comprensible el sentido más auténtico de la pena como "retribución", con mucha frecuencia confundido indebidamente con el concepto más genérico (yprejurídico) de "talión". "Retribuir" no significa hacer sufrir al reo el mismo sufrimiento material que él ha hecho sufrir a la víctima (se confirmaría de lleno la amarga observación de Pascal: matar al asesino significa hacer dos víctimas en lugar de una), sino hacer que su voluntad criminal retroceda a la medida coexistencia) común. Es ésta la razón por la que la individuación concreta de los contenidos de las penas no puede confiarse al mecanismo empírico del talión (atajo del que se ha hecho uso demasiado a menudo en la historia), sino que debe confiarse a una valoración histórico-política que es sólo limitadamente competencia del jurista. Lo que el jurista puede decir es que algunas penas, que por desgracia ha conocido la historia y practicado en abundancia, deben ser consideradas aberrantes no sólo por ser crueles (piénsese en la infinita variedad de penas físicas), sino por estar desviadas la mayoría de las veces de las finalidades jurídicamente estructurales de la pena misma. Una determinación en positivo de cada uno de los posibles contenidos de las penas es ciertamente irrealizable, al igual que es impensable una codificación exhaustiva y definitiva de todas las posibles formas en que puede concretarse una voluntad criminal.

V. La expiación

Si con el delito el reo sale fuera, por así decirlo, de la lógica de la coexistencia, a través de la pena queda reinsertado en ella. Éste es el único efecto real de la pena; el único efecto no eventual, sino estructural; el único efecto jurídicamente relevante. Para el derecho la expiación no coincide -como se cree a veces- con la regeneración espiritual, con la conversión, con el arrepentimiento. Es ciertamente bastante posible que, a través de la pena, el reo llegue a ser otro respecto a lo que era y recupere la parte buena de sí mismo perdida con el delito; pero esto no es un resultado que pueda esperarse que se derive necesariamente de la aplicación de la pena. Todo lo relativo al corazón (como es la regeneración espiritual) no se puede en absoluto producir; a lo sumo, se puede sólo "favorecer". Y la aplicación de la pena, aunque indudablemente favorece una salida así, ciertamente no la "produce".

Lo que la aplicación de la pena "produce" realmente es la regeneración "jurídica" del reo, el cual sólo por el hecho de haber cumplido la pena -y por nada más- es reinsertado en el orden social, cualquiera que sea su actitud interior efectiva. Se palpa aquí con la mano el carácter extrínseco de la dimensión de lo jurídico; carácter que desde siempre ha suscitado turbación, ironía u hostilidad, sobre todo cuando se confronta con el alcance de autenticidad que parece propio de la moral. Y, sin embargo, se equivoca quien confunde este carácter extrínseco con un formalismo vacío o, peor, hipócrita. Si el derecho es extrínseco, si es extrínseca la pena, ello se debe a que el derecho coordina acciones sociales y no dicta ley alguna a las intenciones, garantizando el orden de la libertad coexistencial y no el del amor recíproco. La sola expiación de la pena no hace al reo acreedor a nuestra confianza; pero en todo caso ha readquirido el innegable derecho a una reinserción en la dialéctica social. Individuando en la expiación la función jurídica de la pena, el derecho reconoce que toda persona es portadora de una dignidad propia innata e irrenunciable; que el delito puede enfangar, pero nunca desvanecer, y que es tarea precisamente de la ley el reafirmarla. La sanción penal no tiene nunca, por consiguiente, un carácter estrictamente formal. Ello es debido a que la sanción penal presupone la existencia de un valor que no es formal, sino sustancial, como es la dignidad de la persona en general y del reo en particular; presuposición que implica necesariamente la confianza en su eficacia expiatoria (confianza que en algunas experiencias jurídicas particulares, como es la canónica, está especialmente realzada; no se castiga para condenar, sino para salvar a las almas; la pena tiene, por consiguiente -se afirma- una función "medicinal'). Pero precisamente por tratarse necesariamente de confianza, y no de certeza absoluta; precisamente porque está llamada a garantizar una posibilidad, y no una efectividad, la pena no puede pretender otra cosa del reo que su expiación efectiva. Restablecido el equilibrio coexistencial roto por el delito, garantizada por medio de la pena la ulterior posibilidad de coexistencia, el derecho ha agotado su función; corresponde a otras dinámicas extra o metajurídicas la reinserción "efectiva del reo en lo social. El derecho penal garantiza sólo una posibilidad, sin la cual resulta impensable e impracticable cualquier técnica ulterior de reinserción social del reo. No es, pues, el derecho, sino la solidaridad social y la acogida fraterna las que pueden proveer de las debidas motivaciones psicológicas e ideales a quien ha cumplido una pena para no recaer en la espiral del delito, y a quienes deben readmitir al reo en la comunidad de la necesaria fuerza moral para alejar de su ánimo todo rencor y todo ulterior prejuicio.

VI. El deber de castigar

Las consideraciones expuestas pueden resumirse en la conocida -y a menudo mal interpretada- afirmación hegeliana de que el reo tiene derecho verdadero y propio a su pena. Resulta obvio que en el plano empírico el reo considera normalmente la pena de manera muy diferente y que su tendencia esa verla como una imposición y en último término como una violencia que está obligado a sufrir; pero aquello contra lo que él se rebela instintivamente (el tener que "sufrir') es precisamente lo que le permite la reinserción debida en la comunión social. Negar que la pena sea un derecho del reo significa pensar que el reo, debido al delito cometido, ha perdido todo derecho propio y, antes que ningún otro, el derecho mismo de poder expiar sus culpas; significa considerarlo, contra toda razón humana y jurídica, irrecuperable a priori para la coexistencia social. Un reo al que no se le reconozca el derecho a la pena es, de hecho, portador de un juicio de inexpiabilidad de su culpa. Pero de la misma manera que no hay persona, por culpable que sea, que deje por ello de ser persona, así también no hay culpa, por grave que sea, que no pueda ser expiada. La misma l pena de muerte -criticable por otros conceptosno se infligía, en cuanto pena, desde el presupuesto de la inexpiabilidad de la culpa del reo, sino, al contrario, desde la idea de que sólo por medio de ella podían expiarse de hecho algunas culpas gravísimas. El perdón que el verdugo pedía ritualmente al condenado (y que éste frecuentemente concedía) simbolizaba significativamente el hecho de que, en cuanto condenado, el reo readquiría su plena dignidad humana, hasta el punto de poder establecer con el verdugo una extrema y, en última instancia, sublime relación moral, como es la que se establece entre el que perdona y el que es perdonado.

Afirmar que el reo tiene derecho a la pena significa negar que este derecho pueda ser reivindicado por otra persona. Si ser castigado es un derecho, ello significa que castigar tendrá siempre y únicamente el aspecto jurídico del "deber". En consonancia significativa con la lógica de la pedagogía, tampoco la ciencia del derecho tolera -como ha quedado ya dicho- que el que conmina la pena encuentre (mezquina) satisfacción viendo la humillación y el sufrimiento del castigado. Probablemente hay que entender en esta línea el significado profundo de los preceptos de Dt 32,35: "Mía será la venganza y el desquite", y de Mt 7,1: "No juzguéis y no os juzgarán". Porque quien castiga reconoce (implícitamente) la dignidad de quien es castigado, precisamente por esto castigar no es nunca una acción, por así decirlo, privada, que concierna sólo al ofendido y al ofensor, sino pública, es decir, una acción que reafirma (paradójicamente) la igualdad universal de todos los seres humanos (consiguientemente, de los jueces y de los enjuiciados) en cuanto llamados y dotados para la libertad. El juez (y, a su manera, el pedagogo) no tiene otro título para castigar que el de ser destinatario del deber de hacerlo, cuando el castigo se presenta como la única posibilidad (jurídica o pedagógica) de garantizar la subsistencia del sistema de la libertad.. Vista como un deber, la aplicación de la pena se convierte en la tarea más específica y más delicada del Estado, cuya razón última de ser es precisamente la de garantizar a los asociados la posibilidad de la coexistencia. El monopolio estatal de la justicia penal no se debe, pues, entender, cosa que hacen a menudo los positivistas del derecho, como dirigido a reforzar el poder del Estado y a consolidar su supremacía sobre los ciudadanos, sino como la mejor técnica (por cierto, bastante reciente históricamente) de desprivatizar el proceso judicial. Es ésta una exigencia que se ve reflejada con plena claridad en los ordenamientos jurídicos "evolucíonados", pero que no deja de estar también presente en los ordenamientos que, impropiamente, calificamos de "primitivos", por el hecho de ser preestataies: en éstos la desprivatización del proceso judicial se conseguía generalmente por medio de dinámicas arbitrales a menudo significativamente complejas, gestionadas ordinariamente por los ancianos o, en cualquier caso, por "terceros", rigurosamente imparciales respecto a las partes en conflicto.

Que la pena no se vea en función del Estado (sino, a lo sumo, el Estado en función de la pena) es importante también para entender la presencia de la sanción penal en el ordenamiento canónico, una presencia que, particularmente en épocas de predominio positivista del derecho o de estatalismo jurídico, ha sido considerada con estupor, por cuanto que el carácter no estatal del ordenamiento eclesial debería privar de sentido el recurso de las penas. Ahora bien, por más que el derecho canónico tenga como peculiaridad el entrelazar continuamente la lógica de la justicia con la de la caridad (recuérdese la bella fórmula que el canon 2214, § 2, del CIC de 1917 recogía del concilio de Trento: "Meminerint Episcopi... se pastores, non percussores esse, atque ita praeesse sibi subditis oportere, ut non in eis dominentur, sed illos tanquam filios et fratres diligant'~, no hay duda de que su dimensión penal es estructuralmente jurídica (y en este sentido la pena canónica es inconfundible con la penitencia sacramental), porque está relacionada con la dimensión coexistencial de la peculiarísima societas que es la Iglesia. Los tres tipos diferentes de penas canónicas (las penas medicinales o censuras, las penas expiatorias y las penitencias) no están para garantizar a la Iglesia en cuanto tal (al igual que la pena criminal no está para garantizar al Estado), sino para garantizar al fiel la posibilidad de la expiación de la culpa. La particularísima forma de coexistencia propia de la Iglesia, como ordenamiento, convierte en peculiares las sanciones penales; pero que éstas deban existir también en la Iglesia en cuanto societas, es también evidente. La pena canónica confirma, no niega, las características estructurales de la pena en general.

VII. Perdonar y castigar

Entre las esperanzas (o los sueños) persistentes de la humanidad se encuentra la de un mundo sin jueces ni imputados, sin crímenes ni cárceles, en el cual el respeto de todos para con todos haga superfluo el ejercicio de la justicia penal. Un mundo así se puede (y tal vez se debe) anhelar, pero ciertamente no se puede estudiar teóricamente; es fruto de los anhelos de las almas nobles y debe estar presente en la mente de todos, aunque sólo sea como deseo de una existencia diferente de la que experimentamos cotidianamente. El verdadero problema de la desaparición del derecho, y en particular del derecho penal, es si se puede formular la hipótesis primero y llevar a la práctica después la abolición de la pena criminal tal como nosotros la conocemos, con su indudable alcance de dura represión.

Si reducimos este problema al de la "humanización" de las penas criminales, la respuesta no es difícil. La individuación concreta de cada una de las penas es algo siempre -como ya ha quedado apuntado- históricamente condicionado, dado que también lo es siempre la dimensión del "mal uso de la libertad", a la que hemos reducido la estructura, el en sí de lo ilícito. Las instancias humanitarias del derecho penal representan muy bien un aspecto del espíritu de nuestro tiempo y a ellas hay que prestar toda la aRención que sea necesaria. Pero si se piensa que la pena debe desaparecer porque es inhumana en sí misma, se está diciendo una cosa diferente, que no se puede compartir. Toda pena, aun la más benigna, es en cierta medida estructuralmente inhumana, por cuanto que golpea intencionalmente al sujeto en el ejercicio de su libertad. Desde este punto de vista, la pena, cualquier pena, no puede dejar de conmover al observador y desencadenar en él un sentido de compasión. Pero al mismo tiempo esta compasión no puede por sí misma traducirse en una instancia de remisión de la pena,. porque quien com-padece sólo tiene derecho a perdonar aquello que tiene derecho de infligir; y nadie, como ya hemos visto, tiene derecho para castigar; algunos, sólo algunos, están, en cambio, en el deber de hacerlo.

¿Hay que concluir que no hay espacio en la justicia penal para el perdón? En cierto sentido sí. Las formas más conocidas de renuncia por parte del ordenamiento jurídico a la aplicación de la pena (amnistía, gracia, perdón judicial, liberación condicionada, etc.), a pesar de su calificación según diversas lógicas desde un punto de vista estrictamente jurídico-dogmático, presuponen, sin embargo, todas ellas una especie de usura temporal, que aleja al reo del delito cometido, hasta hacer poco menos que imposible (o inútil) el seguir imputándoselo. En ninguno de estos casos es correcto hablar de perdón, lo mismo que no tiene nada que ver con el perdón la aparición de posibles causas de justificación o de atenuartes, que hacen en cierta medida disculpable el hecho ilícito cometido. Al que es disculpable se le justifica, no se le perdona: Pero entonces, ¿en qué casos podría el perdón sustituir a la pena? Aparentemente en ninguno, si es verdad que el perdón es verdaderamente él 'mismo cuando es realmente gratuito, cuando no hay nada ( en la personalidad y en las acciones del reo que pueda justificar el delito cometido e inducir así al ofendido a encontrar motivos razonables para perdonarle. O el perdón tiene por objeto lo imperdonable o no es verdaderamente un perdón auténtico; podrá ser clemencia, podrá ser olvido, podrá ser indulgencia, disculpa, tolerancia paciente, pero no perdón. El perdón es él mismo sólo cuando es "loco" a los ojos del mundo; cuando es inmotivado, absolutamente libre de buenas razones, cuando el que es perdonado no lo merece en absoluto; de la misma manera que la caridad es ella misma cuando es hacia todos y, en particular, hacia quien no merece en absoluto que se le ame.

Si el perdón tiene estas características, es evidente que no puede entrar nunca en relación dialéctica con la justicia penal. Sólo quien ha sido ofendido realmente, sólo la víctima podría perdonar al culpable; pero -como ya hemos visto- no es la víctima la persona llamada a juzgar y a castigar. En la justicia penal la víctima y el culpable no se encuentran nunca realmente cara a cara; entre ambos se alza el diafragma de la sociedad, que, por medio de sus jueces, es la que está llamada a gestionarlas salidas de un acto, a menudo privado, como es el delito. Precisamente por no ser él el ofendido, el juez no puede y no sabe perdonar. Ahora bien, lo que él sabe y puede, es decir, castigar, tiene un objetivo foral no diferente del objetivo del perdón: la expiación, que por medio del perdón se lleva a cabo en un único y milagroso instante, es también el objetivo final de la pena, aunque lento y fatigoso de conseguir. El jurista sabe bien que en la vida existen también los milagros; y que un culpable puede quedar curado realmente en un instante gracias a la fuerza imprevisible del perdón. Pero sabe también que los milagros no son institucionahzables y que cuando, de buena fe, se ha intentado hacerlo, el resultado ha sido una trágica caricatura. El perdón es una palabra de amor que sana cualquier herida, la palabra a la que tiende el derecho con todas sus fuerzas, pero que él no puede pretender reemplazar. De todas las actividades prácticas en que se estructura la existencia humana, el derecho penal es la que mejor deja traslucir la nostalgia de la caridad.

[l Derecho canónico y ética; l Derechos del hombre; l Justicia; l Magistratura; l Ordenamiento jurídico y ética; l Pena de muerte].

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