GRACIA
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. Gracia: concepto teológico. 

II. La doctrina bíblica: 
1.
El Antiguo Testamento; 
2. El Nuevo Testamento. 

III. El acontecimiento de la gracia. 

IV. Ley, responsabilidad, alegría cristiana. 

V. Historia de las interpretaciones de la gracia: 
1.
La patrística oriental;
2. La patrística occidental y Agustín;
3. La Edad Media y Tomás;
4. Lutero y el concilio de Trento;
5. La época postridentina.

VI. Carácter escatológico de la gracia.

VII. La fundamentación de la ética.

 

I. Gracia: concepto teológico

"El Señor bajó en la nube y se quedó con él allí, y Moisés pronunció el nombre del Señor. El Señor pasó ante él proclamando: el Señor, el Señor, el Dios compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel, que conserva la misericordia hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y pecados, aunque no deja impune y castiga la culpa de los padres en los hijos, nietos y bisnietos" ($x 34,5-7).

Este texto nos introduce en el centro de nuestro tema: la gracia. En la perspectiva bíblico-cristiana, en efecto, gracia es prioritaria y fundamentalmente la actitud de Dios hacia el hombre y hacia el mundo, expresada allí donde se habla explícitamente de gracia o de manera más general de don, de benevolencia, de misericordia, de perdón, etc., y, sobre todo, donde se informa del amor de Dios hacia su criatura o, más bien, donde Dios mismo es denominado simplemente amor.

Gracia es categoría radicalmente teológica; quiere decir, originariamente, Dios mismo, Dios en su ser y en su esencia, tal como son cognoscibles y definibles en el marco de la revelación, donde Dios se manifiesta en relación con el hombre. Gracia significa que, en la absoluta libertad de su amor, Dios ha entrado y se ha revelado en relación con otro, con la criatura. La revelación divina nos presenta a Dios en esta relación; a partir de este dato o, más bien, don originario, podemos tratar de comprender entre dificultades -Pides quaerens intellectum- cómo se enraízan en el ser mismo de Dios las diferentes determinaciones que la revelación nos muestra de él; lo que no podemos pretender en absoluto es seguir su desarrollo a partir de una noción de Dios autónomamente fabricada por nosotros.

Como segundo momento del contenido teológico del concepto, correlativo del primero, la gracia adquiere un alcance y una dimensión antropológicos, no en tensión con su genuino carácter teológico, sino completándolo. Si gracia quiere decir relación originaria de Dios para con el hombre y el mundo, ello significa que es una dimensión interna de la relación concreta que designamos también con la categoría de creación; o, mejor, la gracia es originariamente gracia de la creación.

Si insistimos en el carácter concreto de estas categorías -gracia y creación- hasta identificarlas es porque no es nuestra intención negar significado ni siquiera quitar valor a la tradición teológica que distingue lo natural de lo sobrenatural, la creación de la elevación al estado de gracia. Se trata de distinciones que pueden y deben valorarse sobre todo por las exigencias que expresan, aunque somos de la opinión que su aceptación debe estar basada en un cuidadoso discernimiento crítico.

En la línea de estas exigencias proponemos, pues, la identificación de los referentes concretos denotados por las fórmulas bíblicas de gracia y de creación, donde se integra también la dimensión activa de crear y dar gracia por parte de Dios y la pasiva de ser creado y agraciado por parte del hombre. Todas las determinaciones bíblicas del ser de Dios, interpretadas en perspectiva de historia de salvación, denotan en realidad la gracia.

II. La doctrina bíblica

1. EL ANTIGUO TESTAMENTO. El amor es originariamente creador (¡creación en Cristo!). La creación que se lee en la Biblia hay que entenderla ante todo desde la Biblia.

En el marco de la propuesta bíblica de la gracia de Dios, el hombre se presenta originariamente como término de una creación que es a la vez llamada, provocación; el hombre es colocado ante Dios, con el compromiso de dar una respuesta y ser responsable de sí y del mundo. En esta relación radical adquieren forma los rasgos característicos del hombre: apertura originaria a Dios (de aquí surge el problema de Dios, de la religiosidad constitutiva del hombre, etcétera); carácter originario de la relación con los otros humanos (constitución del yo mediante la educación, fundamento y condiciones de posibilidad de realización del yo con autonomía, problemática sugerida por la iniagen hegeliana del amo y del esclavo, conflictividad, etc.); problema de la relación con el mundo, en la doble vertiente de naturalización del hombre y de humanización de la naturaleza. Las grandes virtudes. teologales de la fe, la esperanza y la caridad tienen en esa relación originaria su raíz trascendental, al igual que también la tienen en ella la misma experiencia y el horizonte. del mal.

La definición de las relaciones originarias se hace sin embargo, teniendo, presente que el Génesis es una síntesis y una reconstrucción como "principio" de la situación de historia de salvación desplegada en la historia y en la experiencia de Israel.

La doctrina del hombre creado a imagen y semejanza de Dios está concebida en la dirección de estas relaciones con Dios, con el hombre y con el mundo. La fidelidad de Dios garantiza la perduración de las mismas, incluso en la indiferencia o el rechazo del hombre al proyecto de su creador, y se reafirma para con el hombre pecador, modulándose como misericordia.

Toda la Biblia, por lo demás, adquiere forma como testimonio divinamente suscitado y garantizado del amor, de la gracia y de la misericordia de Dios para con el hombre y el mundo; es narración del actuar de Dios como realización de la promesa -dirigida a los antepasados, a Abrahán y a su descendencia, por siempre (Le 1,55)- en la alianza y que tiene en la creación misma su primer fundamento, en el acontecer del AT su documentación histórica y en Jesús su cumplimiento en la dimensión de la realización y de la transparencia.

La orientación decisiva del AT parte de una experiencia efectiva de salvación y de gracia: el comienzo de toda definición de la situación humana es el horizonte histórico del pueblo hebreo y la conciencia por la que este pueblo interpreta toda experiencia concreta como intervención de Dios, don absolutamente gratuito, expresión de benevolencia y de misericordia; muna palabra, de gracia. La concepción de la creación es el término final de un movimiento interpretativo que con anterioridad había elaborado ya la idea de elección, la cual constituye la gran categoría en cuyo marco se comprenden sin dificultad las relaciones entre Dios e Israel y, más en general, las relaciones de Dios con la humanidad entera y con el mundo. De un no-pueblo, Dios ha hecho su pueblo; los últimos, los que no cuentan, los que en absoluto pueden aducir título alguno ni jactarse ante Dios, han sido elegidos con una elección que pone de manifiesto la soberana libertad de Dios, que hace uso de toda su omnipotencia en una decisión y en una relación de absoluta benevolencia y misericordia.

De la elección surge -yes la segunda gran categoría del AT- la alianza. Categoría compleja, en la que un tipo y un orden de relaciones entre seres humanos, incluso jurídicamente definido, es asumido como modelo de las relaciones de Dios con el pueblo de Israel modelo obviamente analógico, sobre el que pesan dificultades específicas que pueden llegara poner en un aprieto a la interpretación e impulsarla a unilateralidades y malentendidos que suscitarán la indignada protesta profética.

Queda delimitado así el horizonte entero dentro del cual se desarrolla la historia del AT y el conjunto de los acontecimientos que en ella se entrelazan: infidelidad del pueblo de dura cerviz, que olvida los beneficios recibidos, infringe las cláusulas del pacto y se rebela contra la voluntad de su Señor; por la otra parte, la fidelidad de Dios, quien a veces usa la vara, castiga y destruye, pero reafirma la persistencia de su propósito de gracia y garantiza la permanencia y el cumplimiento de su promesa más allá de toda prestación del pueblo mismo, más allá incluso de la reticencia y de toda infracción de sus mandatos.

Las afirmaciones del AT quedan, sin embargo, faltas de elementos esenciales si no se integra explícitamente en ellas la dimensión universal del propósito de Dios, expresado de manera emblemática en la multiplicidad de las alianzas testimoniadas, además de la sinaítica, y si no se hace una referencia precisa a la dimensión personal de la relación con Dios, por más que en ésta esté siempre prioritariamente definida en términos de relación entre Dios y pueblo. Pueblo elegido es aquel que Dios, en la línea del amor para con el hombre criatura y pecador, ha querido que fuera suyo en base exclusiva a la benevolencia y a la misericordia; habilitado por Dios para reconocer y para responder a esta gracia en la asunción de una responsabilidad que guarda también relación con los pueblos paganos, extraños al pacto mosaico, pero nunca extraños al propósito divino de salvación; más aún: implicados ya directamente ellos mismos en las múltiples formas de pacto estrecho de Dios con la humanidad entera, por ejemplo, el pacto con Noé; a ellos irá dirigida un día la llamada clara e inequívoca a la conversión y a la salvación mediante el evangelio de Cristo, que alcanzará, explicitará y dará cumplimiento a la universalidad del plan de salvación.

Dos son en realidad los momentos que anticipan y bosquejan el horizonte universal propio de la gracia y de 1a salvación: la creación y el pecado. Si la primera es la condición de posibilidad, el fundamento y la forma básica de la relación concreta de Dios con el hombre -relación absolutamente positiva y llena ya de la riqueza que tendrá su plena manifestación en la resurrección-, el pecado es la condición totalmente negativa, en la que el hombre se ha colocado responsablemente frente a la gracia de Dios; el acto y el estado del rechazo, del abandono y de la rebelión, cuya invasión, irredimibilidad y universalidad inspirarán las connotaciones preliminares de la gracia vuelta a otorgar al pecador.

La fuerza del pecado, que actúa como ruptura del hombre con Dios, tiene expresión en la laceración interior del hombre mismo e incluso en la forma del mundo, cuya construcción ha sido confiada al hombre. El pecado, en efecto se posesiona y reina en el mundo, haciendo de él el lugar de los conflictos, de la violencia y del dominio opuestos al amor, a la paz y a la libertad que deberían tener su puesto en él. Todo aparece en él marcado por una especie de fatalidad, entendida a menudo como -la dependencia absoluta de una fuerza que domina el devenir de las cosas y los acontecimientos de los hombres, imponiéndoles su ley inexorable e inescrutable. La superación de la figura mítica del destino no disminuye la fuerza de determinación, no obstante que esa figura pueda quedar enmarcada dentro de las leyes naturales subyacentes al mundo humano o de la complejidad de la realidad social, en cuyo interior se recompone y se dispersa a la vez la actuación del individuo, integrado o explotado para sus propios fines por una astucia de la razón, o de la sinrazón, o de lo totalmente irracional; la eficacia de esa actuación queda condicionada a la integración en los dinamismos de desarrollo de lo real, dinamismos que escapan y resultan inaccesibles a todo proyecto, libre determinación e incluso comprensión del hombre. ¿Podemos no ser homicidas? Este desgarrador interrogante de Musil se le plantea hoy a la conciencia lúcida de todo hombre que piense. La Biblia, ya en el AT, señala el fundamento de la atormentadora situación en la que ese interrogante surge. Pero es aún más verdad que ella promete su superación.

2. EL NUEVO TESTAMENTO. La actitud de Jesús y de Pablo empalman de alguna manera con la crítica profética a la teología del pacto, dirigidas como están ambas a poner de manifiesto con absoluta claridad la gratuidad, la gracia de la relación de Dios con el hombre que las categorías en cuestión denotan.

El NT presenta una pluralidad de niveles, en los que se articulan también sus múltiples `teologías'; entre ellas debemos buscar las interpretaciones de la gracia.

El desarrollo de los motivos del AT en el NT y en la conciencia cristiana no puede quedar reducido al modelo de simple continuidad. Tema importante dei prólogo de la carta a los Efesios, y que aparece con frecuencia en el NT, es la reafirmación de la absoluta prioridad de la elección divina, que precede a la creación y que se concreta en la forma de una predestinación que, ahondando sus raíces en la eternidad de Dios, se manifiesta claramente en la obra divina de la creación y en la historia de la salvación que sella la.aventura del mundo. Sin embargo, el hecho nuevo que define la línea interpretativa y que se presenta como acontecimiento decisivo para toda la realidad del mundo y de la historia es Jesús el mesías.

El testimonio que, sobre todo los sinópticos nos ofrecen de la predicación de Jesús pone de manifiesto el interés central de la misma por la proclamación del reino; es éste el contexto en el que se configura primariamente y en el que debemos buscar las afirmaciones sobre la gracia. Reino es la realidad nueva a la que Dios da origen, situándose respecto al hombre en una relación cuya concreción queda delimitada por Jesús mismo. Reino de Dios es, sobre todo, reinado de Dios. Se confirma así su carácter prioritariamente teológico y no antropológico; el hombre es introducido en él con un gesto divino que vuelve a definir el sentido de su existencia y de su historia.

La larga serie de los discursos de Jesús -las parábolas del reino o el sermón de la montaña en términos explícitos, otros en forma menos explícita- nos ilumina acerca de las características de esta realidad divina como don y promesa, mandamiento y tarea; todas las formulaciones se presentan como indicativo e imperativo; todas las realidades, como un ya y un todavía no, como un camino y un estar ya en la meta, como anticipación y cumplimiento, como ser ya lo que todavía no aparece, como una semilla henchida de vida y la espera del fruto. Fórmulas y analogías ilimitadamente multiplicables, todas aptas por igual para aludir al referente en cuestión e incapaces de aferrarlo y encerrarlo; el dinamismo de una realidad que tiene origen en Dios y trazos típicamente divinos; se apodera del hombre y lo impulsa en su propio movimiento; lo habilita, de forma que ese camino sea camino genuinamente humano hacia una meta que será el advenimiento de Dios, su don y su manifestación plena.

Advenimiento, hemos dicho: el camino que se origina en el pasado, tiene su cumplimiento en el presente y se proyecta continuamente hacia el futuro, obra ciertamente del hombre; futuro como faciturus, pero nunca hasta el punto de reducir a sí la trascendencia de Dios, su eternidad, que respecto al futuro que el hombre va abriendo, aunque vivificado por la presencia de Dios, se sigue presentando como un salir al encuentro por parte de Dios en persona, es decir, como advenimiento. La categoría que mejor expresa este dinamismo el la de escatología, en su típica definición teológico-cristiana, que tiende a enriquecerla con las connotaciones desplegadas sobre todo por el lenguaje de las parábolas del reino.

Reino que se asemeja al campo, a la semilla, al fermento, al banquete; tiene sus raíces en la gracia de Dios, su comienzo en la llamada divina; se amplía como extensión del amor misericordioso de Dios; tiene su carta magna en el sermón de la montaña y en las bienaventuranzas, donde la presencia eficaz y salvadora de Dios -la bienaventuranza- asume la forma histórica y mundana del ser pobres, del llorar, del ser perseguidos por defender la justicia, hasta la paradójica y humanamente inaceptable medida -¡locura y escándalo!- de la cruz de Cristo.

En él, como ya ha quedado dicho, la gracia asume su decisiva determinación; él no sólo proclama el reino, sino que le da inicio; sus palabras, sus acciones, sus prodigios -¡hasta el supremo e imposible del perdón de los pecados!-, los acontecimientos de su vida: he aquí las primicias del reino presente en el mundo. Jesús lo representa; lo hace presente y lo contiene en sí, convirtiéndose en su señal y testimonio supremo; Jesús, el reino de Dios en persona; autobasileía, en espléndida fórmula de Orígenes.

La doctrina sobre la gracia hay que buscarla ante todo en este evangelio del reino está precisada a través de muchas afirmaciones de Jesús mismo, polémicas a veces respecto a las concepciones de los fariseos, los saduceos y los jefes religiosos de su pueblo; no es infrecuente que la polémica vaya dirigida a subrayar precisamente el carácter de don absoluto, de amor, de misericordia y de gracia que tiene la intervención divina, en contra de la rigidez y la cerrazón a que se la quiere forzar. Por eso Jesús proclama la salvación dada a los pobres, a los excluidos, a los marginados, desde los pastores que se agolpan en torno a su cuna hasta el ladrón crucificado con él: el perdón y la gracia anunciados y dados a los pecadores. Sólo gracia; su limitación no proviene de Dios, sino de la pretensión humana de presentarse ante él con títulos de mérito o de derecho. Gracia como gratuidad absoluta: aquel a quien se le otorga gratuitamente la hace realmente suya acogiéndola y conservándola en su irreductible gratuidad y entrando en la dinámica de esta gratuidad.

Declaración de la gracia es también el mandamiento del amor, que supone la gracia como principio y medida del amor y de la gratuidad que caracterizan a la existencia cristiana: hacerse prójimo, al igual que Dios se ha hecho prójimo del hombre pecador y perdido. Reducir la ley al amor representa ciertamente una relativización de todas las prestaciones, de todas las leyes y de todas las normas al amor, referidas al amor, en función del cual son medidas y valoradas. No se trata, por supuesto, de exigir menos, de ali= gerar el yugo o de dispensar del compromiso; se trata más bien de lo contrario: someter la existencia humana a una exigencia que ella jamás podrá satisfacer y que se replantea con renovada urgencia frente a toda forma positiva de respuesta y frente a toda inobservancia y rechazo. Incluso los intentos del hombre ético y del hombre religioso quedan apresados en esta radical negatividad. Apresados por la distorsión radical, el hombre ético y el religioso se convierten ellos mismos en generadores de iniquidad y de impiedad. Es éste uno de los grandes temas paulinos.

En Pablo el evangelio de la gracia proclamado por Jesús se plantea a un nivel que pone de manifiesto una genial forma de penetración teológica: las dimensiones esenciales de la gracia en su determinación fontal trinitaria, en su concreción histórica en Jesús, el mesías Señor, en la multiplicidad de formas y en la sobreabundante e inagotable riqueza de dones que el Espíritu derrama en el interior y en la existencia de cada creyente, en la vida de la Iglesia y sobre el mundo entero, todas ellas componen un cuadro en el que la abundancia de elementos rivaliza con el poderío de la construcción doctrinal. Jamás la Iglesia en su historia milenaria o un genio religioso se han acercado a esta doctrina sin experimentar con irresistible fascinación la sorpresa y la alegría de un nuevo descubrimiento.

Menos fulgurante, pero no menos profunda, se presenta la doctrina de la gracia en las categorías joánicas de la fe, de la obediencia a "aquel que manda"; del nacimiento a partir de Dios, de la vida eterna, y en las espléndidas metáforas del agua viva, de la vid y los sarmientos, del vino, de la luz.

Un buen diccionario bíblico ofrece la documentación necesaria que este artículo no puede aportar. Hay, sin embargo, un tema, que tiene una fundamentación precisa y directa en el NT, al que es necesario dedicar todavía nuestra atención. Dios se manifiesta e ilumina su rostro sobre nosotros en Jesús, de forma que decir Dios debe ser para nosotros lo mismo que decir Jesús de Nazaret, en quien habita la plenitud de la divinidad (Col 2,9). La teología cristiana es absolutamente exigente, también en lo referente al tema de Dios; resultaría vacío todo lo que no fuese en definitiva interpretación del acontecimiento de Jesús; habría que rechazar todo lo que pretendiera erigirse o quedar fuera de esa interpretación. La misma reflexión sobre Dios en sí no puede tener validez más que como momento abstracto del hablar genuino sobre él, que no es otro que el que tiene por tema a Jesús el mesías, en quien Dios se ha reafirmado -habita- en su decisión de amor al hombre, tan soberanamente libre como definitiva para la realidad del hombre y de su historia, y por su indagar y comprender que no puede ir más allá de esa interpretación o retroceder respecto a ella hacia no importa qué fundamento. "Jesucristo es, en efecto, Dios en su condescendencia respecto al hombre; más exactamente, es el Dios que se dirige hacia el pueblo de los hombres representado por el individuo único de Jesús de Nazaret, Dios en su alianza con este pueblo, en su ser y en su actuar al lado de él. Jesucristo es la decisión de Dios en favor de este actuar" (K. Barth). La conclusión se impone por necesidad: "Hablando, pues, de Dios debemos pensar igualmente de forma inmediata en Jesucristo y en el pueblo que él representa. Es aquí, en efecto, donde podemos ver qué comportamiento ha decidido adoptar Dios una vez por todas para llegar a su encuentro y para que nosotros, a su vez, pudiéramos llegar a su encuentro; en la persona de sú Hijo eterno se ha unido él mismo al hombre Jesús de Nazaret, y en él y por medio de él, al pueblo que él representa. Es el Padre de Jesucristo y no sólo el Padre eterno de su Hijo eterno; por consiguiente, es el Padre eterno de este hombre circunscrito en el tiempo y, por este camino, el Padre eterno, el poseedor y el salvador del pueblo que existe en este hombre, destinado a ser el rey y la cabeza de la humanidad que él representa" (K. Barth).

III. El acontecimiento de la gracia

La gracia es la respuesta cristiana al pecado y a la necesidad que éste ha introducido en el mundo; promesa y don de liberación y de salvación.

Promesa y don de Dios, entendiendo este genitivo en sentido subjetivo y objetivo: Dios que se da a sí mismo al hombre haciéndose hombre e historia; de nuevo historia de Dios, en el sentido subjetivo y objetivo del genitivo.

La gracia es el don de Dios al hombre pecador; se realiza en concreto como dialéctica de gracia y de pecado.

En Cristo se presenta de hecho el modelo O del poderío negativo y destructor del pecado; 0 del hombre por Dios; D de Dios por el hombre.

No resulta fácil dar con una categoría suficientemente alusiva para expresar y no traicionar esta realidad; resulta imposible encontrar una adecuada. Para evitar el peligro de cosificación, en el que caen con demasiada facilidad las categorías sustanciales, recurrimos a la categoría de acontecimiento.

Acontecimiento es un acaecer que tiene su principio fuera y más allá de nosotros, pero que nos alcanza, nos envuelve y nos provoca, convirtiéndose en experiencia nuestra, iluminada por nuestra comprensión, a la vez que se propaga más allá de nosotros, de nuestra inteligencia y de nuestra existencia. Urge en él algo que está esencialmente más allá y como tal se perfila: trascendente; y, sin embargo, se conjuga con nuestra necesidad y nuestra aspiración a la salvación, presentándose como promesa, mandato, amenaza y esperanza; bien arduo, problemático, sólo pensado en su radicalidad en la medida en que no se quiera ver en el hombre su principio; ofrecido al hombre como don, y, sin embargo, no comprensible de otra manera que en la línea de una autorrealización del hombre.

De ahí que se den en el acontecimiento los factores dinámicos que estimulan al hombre más allá de sí, más allá del horizonte de su vida mundana y del mundo entero, considerado en su dimensión visible y experimentable.

El acontecimiento es el punto de convergencia de los temas bíblicos y cristianos del adviento como espera del que tiene que venir; de la escatología como presencia de lo todavía no manifestado; de la paz como plenitud de los bienes mesiánicos.

El tiempo mesiánico es el término de la esperanza. Época y lugar del Espíritu y de sus dones, que partiendo del mesías rebosarán sobre todos los hombres y sobre el mundo entero. Será una transformación radical: de una situación donde reinan la contraposición, el conflicto, la violencia, la opresión, la injusticia, a un tiempo de justicia, de abundancia, de paz. De una condición de pecado, donde resuena el mensaje profético y brilla la esperanza abierta a la espera mesiánica. La promesa es preanuncio del mesías, quien, sin embargo, resplandecerá en la forma de una novedad absoluta, que dará al traste con toda expectativa y toda prefiguración.

En la conciencia cristiana el cumplimiento es Jesús; él es la epifanía de Dios, de la gracia otorgada al mundo. En su concreción histórica, él recapitula el A y el NT; más aún: la historia entera del mundo, a la vez que se extiende y se dilata a toda la historia. El movimiento hasta Cristo presenta la figura de la concentración; a partir de Cristo, la de la explosión y extensión universales. La novedad que él aporta se agudizará al máximo en la locura y el escándalo de un mesías, mejor, de un Dios humillado, en la realidad de la cruz como momento y cumplimiento de la promesa y de la salvación. El reino de Dios traído por Jesús manifiesta en el misterio de la cruz todo su radical carácter paradójico. A1 reino, en efecto, iba dirigido el designio del Padre y el asentimiento del Hijo, que desde la eternidad declara: "Aquí estoy yo para realizar tu designio" (cf Heb 10,5-10).

Esto quiere decir también que el designio de Dios adquiere su fisonomía concreta, definida y definitiva en el acontecimiento concreto de salvación, en Cristo, revelador del designio del Padre en el acto de su plena realización. Humanización de Dios: "me has dado un cuero"; humanidad, caducidad, relatividad de la historia asumidas como lugar y modo de la presencia de Dios; hasta la relativización y superación de lo "sagrado" (cf Heb).

El AT, sobre todo, ve la manifestación de la presencia de Dios y la realización de su promesa en la concreción de la historia, en los grandes acontecimientos de la historia del pueblo, en los acontecimientos fundacionales, obra de la omnipotencia divina.

El que la omnipotencia divina no pueda quedar encerrada en la dimensión controlable del acontecimiento es lo que define la naturaleza propia del acontecimiento salvador, escatológico, el cual es señal, guardián, garantía de la presencia de Dios, pero nunca su explicación adecuada. Por esta razón el acontecimiento salvador aparece inmediatamente como acontecimiento que desde su determinación temporal en el presente o en el pasado apunta hacia un futuro siempre innovador y se expresa en las categorías de la inminencia y de la urgencia de aquello que está ya presente. La palabra, el evangelio, resuena en el tiempo y en el espacio, en la historia, no fuera de ella; asume la historia, no reniega de ella ni la anula.

El evangelio es el resonar histórico de la buena noticia. Al hombre pecador se le anuncia el don de la gracia y de la misericordia de Dios, que llama a la conversión y a la fe. Es interpretación y proyección nuevas del hombre y del mundo, en base a la intervención eficaz y salvadora de Dios. En cuanto tal, esta intervención va dirigida sobre todo a despertar en el hombre la esperanza como confianza y compromiso de todas las energías, a fin de realizar, incluso en contra de las dificultades que se presentan como insuperables, aquello que conscientemente esperamos y acogemos como don exclusivo de Dios. Realización que tiene al hombre como sujeto, porque Dios se ha hecho realmente hombre.

La conjugación de la esperanza con la escatología significa su entrelazamiento efectivo con la historia y con la metahistoria.

La victoria de Dios sobre el pecado y el triunfo de su gracia se manifiestan y se realizan en la justificación y en la salvación; las categorías neotestamentarias de la nueva creación, de la vida eterna y de la vida en el Espíritu hacen de la gracia principio y germen de nueva vida.

IV. Ley, responsabilidad, alegría cristiana

La acogida de la gracia se realiza radicalmente en la fe, la esperanza y la caridad. Ahora bien, vida en Cristo y en el Espíritu significa asunción de Cristo y del Espíritu como principio de la ética y de la vida ética. El evangelio está vinculado a la ley.

Con todo, la ley no es un modelo abstracto de comportamiento que el hombre deba actualizar después con sus propias fuerzas. Contra una pretensión de este género se alza ya Juan Bautista con el aviso a la "raza de víboras" para que dé el fruto que corresponde al arrepentimiento. Con mayor determinación y radicalismo se expresarán Jesús primero y Pablo después desarrollando su línea; van a cuestionar radicalmente la interpretación jurídica y rabínica de la ley.

Para el NT, la ley no es simplemente Dios, y, sin embargo, se identifica con el Espíritu. La ley queda integrada en el mandamiento del amor, el cual deberá traducirse en cada situación concreta; el cristiano hace concreto el amor en opciones y modos determinados, eficaces en la transformación de la realidad humana y mundana, donde comprueban, aunque no agotan, su validez. Hasta culminar en la proposición de Jesús como ley: camino, verdad y vida.

Esto es una llamada al hombre a la responsabilidad. El hombre debe responder; no a una norma, no a un principio, ni siquiera simplemente a sí mismo o a otros hombres, sino a Dios en persona. La fundamentación de la responsabilidad es Jesús; él es radicalmente responsable ante el Padre. Así lo expresan las categorías de misión, obediencia, etc. Responsable de la humanidad entera; Jesús, hombre para los demás. La responsabilidad le aferra y le compromete por completo, para hacer de él don total. La responsabilidad cristiana queda así sustraída a cualquier hipoteca individualista; debo responder ante mí mismo, ante los demás y ante Dios de mi disponibilidad hacia los demás, del don de mi mismo, a imitación y a medida de Cristo y de Dios. La responsabilidad resultante es, por ello, la de la construcción de un mundo humano, que es también respeto; más aún: valoración humanizadora de la naturaleza.

En esta perspectiva la tónica fundamental del hombre es la alegría. La alegría cristiana es un sentimiento teológico, porque está fundada y determinada por la promesa o, mejor, por la presencia de Dios, por la transformación eficaz de la realidad y del destino del hombre y del mundo que esta presencia garantiza. La alegría cristiana es la alegría de la comunidad que sufre dolores de parto; es la alegría que tiene su fundamento y su centro en la cruz y en la resurrección de Cristo. Su espiritualización no debe atenuar el alcance que ella tiene como participación cordial en los bienes del mundo, como pleno compartir, que el NT reafirma, después de haberlo ejemplificado ampliamente el AT; hay que proponer de nuevo a la conciencia cristiana los libros sapienciales y el Eclesiastés en su intransferible valor.

V. Historia de las interpretaciones de la gracia

1. LA PATRÍSTICA ORIENTAL. La tradición cristiana ha acudido constantemente a las fuentes bíblicas, que han alimentado su comprensión profunda de la gracia. En la Biblia -ya lo hemos visto- el sentido de la gracia se define en relación con una interpretación peculiar de Dios, del hombre y del mundo.

Se trata de las categorías sobre las que se estructuran las diversas culturas y que condicionan la posibilidad y el éxito de trasposiciones transculturales. ¿Cómo habría podido ser comprendida la gracia anunciada en el lenguaje bíblico en un ambiente greco-helenista, regido por un enfoque totalmente diferente del pensamiento, articulado en categorías sobre Dios, el hombre y el mundo que marcan una distancia máxima entre las dos culturas? Y, sin embargo, la trasposición se realizó; con graves problemas, en medio de dolorosas dificultades, con monumentales resultados. Todo el acontecer de la Iglesia ha quedado marcado para bien y para mal.

Del evangelio de la gracia ha recibido luz la piedad cristiana con anterioridad a cualquier reflexión teológico-científica, en contacto relativamente directo con el texto bíblico, y por consiguiente no excesivamente condicionado por las categorías de la reflexión, que atestiguan con más facilidad las diferencias culturales. Es verdad que la falta de un pensamiento crítico favorece la rigidez, el dogmatismo y la cerrazón; pero no lo es menos que el ámbito de la experiencia más cotidiana y más simple prepara el terreno a caminos de práctica más fácil y de consenso más amplio.

Tal vez por esto haya que buscar la sintonía más profunda con la buena noticia bíblica de la gracia a lo largo de toda la historia ¢e la Iglesia en las expresiones de la piedad cristiana menos teóricamente estructuradas: en la oración, en la predicación, en las pláticas de edificación espiritual. A estas formas se limitó por lo general la producción literaria de los padres apostólicos y de la primerísima época patrística, aunque es posible sorprender el perfilarse de nuevas líneas interpretativas y de nuevas concepciones de la gracia.

Los primeros avances teóricos significativos tuvieron lugar cuando dentro del mundo griego se quiso llegar a la comprensión de la gracia en el marco de una cosmología armónica, jerárquicamente ordenada y comprometida en el proceso de una salvación universal, en el que el hombre, imagen de Dios debe recorrer, guiado por Dios, todos los grados y etapas de un camino pedagógico que le llevará a la plenitud que resplandece en Jesús, Logos encarnado. Es éste el gran tema, desarrollado por la patrística griega, de la divinización del hombre -la thetosis, que comporta la nueva vida en el Espíritu-, divinización que se entenderá correctamente si no queda enmarcada en figuras míticas o panteístas y si guarda relación con el proceso y el término de una perfecta humanización del hombre.

2. LA PATRISTICA OCCIDENTAL Y AGUSTíN. Al igual que en el ambiente griego y oriental la comprensión de la gracia pasaba a través de las grandes perspectivas ontológicas y místicas, el interés orientado a la conducta práctica de la vida, a la ética, y la sensibilidad político jurídica del mundo latino impulsaron en otra dirección la reflexión sobre la gracia; dirección tan diferente que ambas tradiciones se desarrollaron sin contactos relevantes, y, cuando de alguna manera confluyeron, surgió un grave conflicto, en el que tuvo no poco peso la incomprensión recíproca.

Pelagio monje de probable origen irlandés, llegado a Roma en torno al año 400, predicador y maestro de una vida cristiana severa y ascética en oposición al laxismo imperante, testigo de la concepción tradicional de la gracia -aunque no idéntica, en bastante armonía con la tradición griega-, chocó con la reflexión y la enorme influencia de Agustín.

A decir verdad, tampoco a Agustín se le puede aducir sin más como testigo de la tradición occidental; las innovaciones de su teología de la gracia -donde su genio ha alcanzado cotas altísimas- han generado la sensación, no fácil de disipar, de que la Iglesia oriental carecía de una elaboración doctrinal sobre la gracia y, antes de él, también la Iglesia occidental. Si a esta valoración errónea se añade que se ha considerado como expresión plena de la doctrina agustiniana la desarrollada en la polémica contra Pelagio y los pelagianos, es fácil imaginar la unilateralidad que ha gravado sobre el desarrollo posterior de la teología dominada por el Doctor gratiae.

Una impresionante secuencia de reflexiones lleva a Agustín a situar el nudo de la teología de la gracia en la relación que entre Dios y el hombre se establece en la más íntima interioridad del hombre mismo. Atenúa progresivamente la insistencia en la libertad humana afirmando la dependencia de todo acto significativo para la salvación de la eficacia de la gracia divina, de la que procede también la voluntad buena. En contra de la afirmación pelagiana de que la naturaleza humana ha quedado intacta a pesar del pecado y con capacidad para no pecar y para realizar el bien, Agustín sostiene que la naturaleza humana.está de tal manera corrompida por el pecado de Adán que sólo la gracia de Cristo, interior y eficaz, puede conducir al libre arbitrio a la ibertad y producir en él y por él actos de salvación.

En contra de los monjes de Adrumeto -los denominados "masilianos" o, a partir del siglo xvll, "semipelagianos"-, Agustín resuelve el problema del initium fidei afirmando la necesidad de la gracia ya en el inicio mismo de la fe y en la perseverancia final; como marco necesario para cada una de estas doctrinas se propone la doctrina de la predestinación como la única capaz de salvaguardar la gratuidad de la gracia.

La profunda inspiración paulina de Agustín no apoya del todo su doctrina en este punto; es hoy ampliamente reconocido que Agustín malinterpretó en parte el pensamiento de Pablo, para quien la predestinación divina concierne a la adopción de todos los creyentes y a su llamada a la Iglesia cuerpo de Cristo, mientras que para Agustín el término directo de la predestinación es la felicidad eterna, reservada a aquellos creyentes que hayan perseverado hasta el final. A su vez, la perspectiva abierta por Pablo en torno al significado global de la Iglesia queda sustituida por la problemática de la salvación individual.

Fue decisiva para Agustín su peripecia personal o, mejor, la que en sentido correcto podríamos llamar su experiencia del pecado y de la gracia; influyó directamente en su comprensión de la gracia; pero no ejerció menor peso mediante el estímulo que ha representado en la elaboración de las categorías antropológicas y teológicas que han conferido a Agustín su grandeza en la historia de nuestro pensamiento. Baste recordar el descubrimiento de la interioridad.

Agustín ha estructurado su doctrina de la gracia sobre la base de esas categorías, iluminando profundidades inalcanzables de otro modo. Sin embargo, ni a ellas ni a la doctrina estructurada sobre ellas puede reducirse el mensaje de la gracia cristiana, el cual nos está pidiendo hoy poner a prueba aquellas geniales intuiciones a fin de detectar su capacidad para explicar de forma adecuada a las exigencias y a las posibilidades de nuestro tiempo, tanto el horizonte antropológico y mundano de la gracia y su eclesialidad como, en fin -lo que constituye, obviamente, el momento teológico decisivo-, la realidad y la función de Cristo.

No nos es posible insistir en estos temas; recordemos solamente la victoria de la posición agustiniana en el segundo sínodo de Orange (529), que recibió una aprobación del papa Bonifacio II en términos no del todo claros; y el hecho de que las actas del sínodo, que se habían perdido, no fueran encontradas hasta el siglo xvl. Resulta imposible precisar el influjo que han ejercido estas complejas peripecias no sólo en la doctrina, sino en la existencia de los creyentes y en toda la historia de la Iglesia.

3. LA EDAD MEDIA Y TOMÁS. Agustín había dejado en herencia a la teología y a la Iglesia el problema de la distinción y de la relación entre gracia increada y gracia creada. Precisamente el carácter teologal de la gracia justifica la fórmula "gracia increada", con la que se indica el amor divino que nos ha sido dado en Cristo, Dios dándose a sí mismo al hombre, el Espíritu Santo. La fecundidad creadora del amor divino penetra en el hombre, lo reconcilia, de pecador lo hace juso, lo santifica, se convierte en él y por él en principio de vida nueva, de obras buenas, de libertad inaudita e inalcanzable de otro modo, de la nueva plegaria cristiana: Abba. Es, pues, principio de una nueva realidad humana y mundana, capaz incluso de ser experimentada de alguna manera: la gracia creada.

La síntesis de la perspectiva agustiniana, que exalta la interioridad de la gracia, con las categorías de la metafísica aristotélica ha conducido a la interpretación de la gracia creada como accidente real, cualidad y vestidura del hombre. Se ha pasado, en cambio, por alto la fecundidad de la perspectiva cristológica y cristocéntrica, que ve en Jesús a aquel en quien habita corporalmente la plenitud de la divinidad; en quien, por consiguiente, aparece el modelo de unión entre gracia increada y gracia creada y se define el modo según el cual Dios se hace presente en la historia y en el mundo.

Naturaleza y gracia, gracia santificante y gracia cooperante, gracia habitual y actual son parejas de términos que evocan solamente algunos grandes problemas planteados en la Edad Media acerca de la gracia y las complejas sistematizaciones doctrinales elaboradas. Se puede afirmar en términos generales que si la primera escolástica interpretó la doctrina de la gracia con categorías de orientación dinámica sobre todo, la clara preponderancia de la metafísica en la escolástica madura abrió el acceso y permitió el dominio de tendencias y de categorías más bien de carácter esencial y estático; y allí donde se apagó el espíritu vigilante de los escolásticos de altura, como fue Tomás, se fue haciendo cada vez más apremiante el peligro de una cosificación de la gracia, conjugándose con una marcada acentuación de corte pelagiano.

4. LUTERO Y EL CONCILIO DE TRENTO. La controversia que desgarró a la Iglesia explotó con la reforma protestante, cuando, por una parte, bien las doctrinas reflejas, frecuentemente perdidas en sus sofisticadas pedanterías y carentes de genuino hálito cristiano, bien la comprensión vivida de la gracia parecieron haber perdido todo contacto profundo con el mensaje evangélico; por otra parte, una modificación más profunda que consciente del tejido cultural vació ampliamente de sentido o impulsó hacia malentendidos a las grandes síntesis escolásticas.

Se buscó redefinir la situación del hombre pecador ante Dios en lo concerniente a la mayor o menor corrupción de la naturaleza, a la permanencia y la función de la libertad, a una cierta forma de actuación del hombre bajo el influjo de la gracia de Dios o a su inerte pasividad, a la posibilidad y al valor de las obras humanas. Remitimos a exposiciones más amplias, en las que se llega a confortantes clarificaciones de una problemática no sólo teórica, sino práctica y eclesial, que una historia de controversias había convertido en algo tenso y truculento.

Quiero, sin embargo, citar un texto del De servo arbitrio de Lutero, que, aun sin dar cumplida cuenta de su posición y prestarse más bien a malentendidos, ilustra bien un punto contra el que se pronuncia el concilio de Trento: "La voluntad humana, situada entre Dios y Satanás, se asemeja a una yegua. Cuando Dios es quien cabalga, ella va adonde Dios quiere que vaya... Cuando, en cambio, es Satanás, va adonde Satanás quiere que vaya. No depende de su arbitrio el correr o el buscar a uno u otro de estos jinetes, pero ellos combaten entre sí para adueñarse de ella y poseerla". El De libertate christiana documenta, por el contrario, la fuerza liberadora que Lutero atribuye a la palabra de Dios y a la fe.

El concilio de Trento, en la sesión VI, tratará de responder a las cuestiones planteadas por la reforma, interpretando la prioridad absoluta de la gracia de Dios de forma que se garantice, no en contra, sino en base a la gracia misma, la genuina responsabilidad del hombre, a quien Dios ha querido y convertido en su propio interlocutor en un camino que, partiendo de la creación y a través del momento de la justificación, le conducirá a la salvación y a la santidad. En este sentido y en consonancia con las exigencias de esta intención, el concilio de Trento afirma la no total corrupción de la naturaleza humana, la permanencia de su libertad, la efectiva cooperación del hombre bajo el influjo de la gracia, la función interiormente renovadora de la gracia otorgada, el valor meritorio para la vida eterna de las obras vivificadas por la gracia.

5. LA ÉPOCA POSTRIDENTINA. La época postridentina marcó no sólo el endurecimiento de los frentes opuestos entre catolicismo y reforma, sino que incluso experimentó el carácter crucial del problema de la gracia en las controversias que estallaron en el seno de uno y de otra. Si en estas controversias hubiera existido una mínima posibilidad de diálogo, no hubiera sido difícil identificar rupturas transversales respecto a la linea de los frentes principales e inesperadas convergencias interconfesionales.

Pero el diálogo no existió y el enfrentamiento polémico con el enemigo externo e interno condujo más bien a un endurecimiento de las posiciones y al empobrecimiento de la doctrina sobre la gracia, cuya formulación se redujo con bastante frecuencia a las tesis contrarias a lo que se consideraban los errores del adversario.

Dentro de la teología católica hay que hacer mención de los sucesos que tuvieron como protagonistas principales a Miguel Bayo y a Cornelio Jansenio, censurados por el papa en 1567 y 1633, respectivamente.

En líneas generales, parece que puede reconocerse en el desarrollo de la moderna teología católica una singular tensión. No le es ajeno el hablar de la gracia como si de una realidad "física" se tratara; ha desarrollado un sofisticado sistema de interpretación de los dinamismos por los que la gracia se hace presente y actúa en el hombre: no resulta carente de plausibilidad la hipótesis de que esos dinamismos puedan formar parte de una codificación apta para responder a las más exigentes instancias de control empírico. Se habla explícitamente de experiencia de la gracia, con explícitas referencias ala Biblia y con pruebas sacadas de ella.

Lo sorprendente es que todo quede luego confinado a una esfera que es poco llamar "metafísica" y "metaempírica", y que, en cualquier caso, aparece inalcanzable a toda afirmación que no sea o la de una autoridad (Biblia, magisterio, etc.) o fruto de deducciones lógicas apriorísticas. El resultado es que el momento de poder experimentar la gracia no aparece por ningún lado, hasta el punto de que la tensión entre las diversas dimensiones de la realidad denotada y de sus formulaciones amenaza peligrosamente con degenerar en contradicción.

En la época y en el ámbito de la teología de controversia antiprotestante adquiere finalmente forma, en torno a 1680, el moderno tratado De gratia. La controversia no sólo impone el tema y el puesto central del mismo, sino también su tratamiento; se trata de atestiguar y certificar la fe de la Iglesia recurriendo al tipo de argumentación y de pruebas cuya validez es aceptada también en línea de principio, por los adversarios a quienes se quiere convencer o refutar. Surge así un nuevo género teológico, cuya dote principal es, tal vez, la establecida por su valor ad hominem, pero cuyo principal peligro son la parcialidad y la unilateralidad expresamente buscadas; se trata de vencer al adversario, no de construir la propia tesis de forma orgánica, equilibrada y calibrada dentro de una visión global de la doctrina teológica y de la fe. Entre mediaciones y, a menudo, tratamientos unilaterales o malentendidos, el nuevo tratado recupera también como contenido propio la teología medieval y patrística.

A fines del siglo xvii el tratado adopta de manera decidida la vía de planteamiento teológico que Y.M. Congar califica de "dogmático". La controversia se agota sobre todo por el carácter tanto sofisticado y pedante como ineficaz y estéril de las discusiones. La nueva tendencia aspira a una presentación y demostración positivas de la doctrina católica, buscada ésta allí donde se considera que puede estar mejor garantizada; no en un problemático contacto directo con la Biblia -¿no quedaba suficientemente demostrado su carácter problemático, más aún, su peligrosidad, por los sucesos de la reforma?-,sino en una insistente atención a los documentos del magisterio eclesiástico: se tratará de ilustrarlos, aclararlos y justificarlos mostrando su fundamentación en la Sagrada Escritura y en la tradición; se tratará, en fin, de desarrollarlos extrayendo conclusiones teológicas y de organizar el conjunto de la manera orgánica más plausible. Se denomina "dogmático" a este planteamiento porque en él se atribuye innegablemente prioridad al dogma y a las demás expresiones doctrinales del magisterio eclesiástico; la que es designada como norma próxima de la fe prevalece sobre la fuente originaria, respecto a la cual se va produciendo un progresivo extrañamiento. El éxito del planteamiento dogmático consistirá en lo que K. Rahner ha denominado sarcásticamente "Denzinger-Theologie".

A finales del siglo XIX y dentro del marco de la predominante teología neoescolástica, la configuración del tratado De gratia da un último paso, entablando una relación más estrecha con el tratado De Deo creante et elevante. A1 tratado De gratia se lo coloca ahora después de las exposiciones sobre Dios, la creación y la elevación al estado sobrenatural -De Deo creante et elevante- y deespués de la cristología.

El final del predominio de la teología neoescolástica en nuestro ámbito ha venido propiciado por nuevos estudios y por el surgimiento de tendencias innovadoras, que se han impuesto enseguida. Hoy se habla de la gracia en el marco de la antropología teológica; es diferente el contexto inmediato y mejor la respuesta a exigencias que han ido emergiendo progresivamente, pero no ha quedado aún conjurado el peligro de que un tema, que es fundamental en la revelación cristiana y que debe tener valor de fundamento para toda la teología, quede confinado a un ámbito particular o a una región de la teología misma, adosado a otros temas y sin articulación correcta con ellos. El resultado de la clarificación de las nuevas posibilidades y exigencias se presenta, sin embargo, paradójico de alguna manera; este resultado ha sido el de una especie de moratoria concedida no sólo al tratado, sino en cierta medida al tema mismo de la gracia.

VI. Carácter escatológico de la gracia

En la comprensión cristiana, la gracia comporta dos dimensiones: una terrenal-presente, otra celestial-futura. La primera dimensión o el primer estadio de la gracia, relacionado sobre todo con el momento de la justificación, plantea el problema de la relación entre gracia y ética [/apartado siguiente, VII].

El segundo estadio plantea el problema de la relación entre las realizaciones humanas y terrenas y los bienes ultraterrenos, celestiales y futuros. ¿Son definibles estos bienes celestiales sin una referencia a los terrenos? La respuesta debe ser que éstos son al menos compendio y símbolo de aquéllos; es el mínimo requerido por la Biblia.

Dando un paso más, se plantea el problema de si los bienes terrenos no presentarán una cierta analogía con los bienes celestiales y si no constituirán ya una anticipación o prolepsis. La historia de la conciencia crítica documenta de forma incontestable que la falta de conjugación de ambos momentos es el origen de la alternativa entre terreno y ultraterreno y causa de los mayores desgarrones en las orientaciones de nuestra cultura. De aquí arranca el rechazo radical de toda interpretación ontológica de la gracia, la cual, sin embargo, aparece como positiva por cuanto que pone de manifiesto la efectiva verdad de la gracia como participación en el ser trinitario, creador y redentor, de Dios por medio de Cristo, en el Espíritu: Dios amor.

La elaboración y la propuesta de una "ontología escatológica" parece poder impedir que se entienda la gracia dentro del marco de una ontología estática y cosificante, para la que se pide y a la que se adjunta extrínsecamente el "deber ser"; es también, a la vez, superación del eticismo, que atribuye la prioridad al deber ser sobre el ser.

"¡No me buscarías si antes no me hubieras encontrado!" (Agustín). Se impone reconocer todo el alcance de este principio, que no se agota a nivel teórico-gnoseológico: resta aún, sin embargo, mucha tarea por delante.

VII. La fundamentación de la ética

La gracia es y hay que vivirla en la gratuidad activa y pasiva de la existencia. Resulta, pues, inevitable plantearse el problema de la ética en relación o, mejor, acerca de la fundamentación de la gracia Fundamentar la ética en la gracia significa recurrir a la gracia efectivamente otorgada; no se trata de configurar de cualquier manera un deber, sino de plantearse el problema de la gracia como ethos, en su sentido originario de "morada". Es la referencia a la sobreabundancia dé la vida: ut abundantius habeant.

La ética es realidad interior, dinamismo interior de la vida vivificada y alimentada por la gracia, donde, sin embargo, interioridad no se opone a exterioridad si no es como sentida opuesto de una misma dirección: del centro a la periferia, de la periferia al centro. La interioridad de la ética significa, pues, la firme ocupación del punto en el que se concentra la realidad concreta histórico-mundana del hombre y donde toda ella irradia en la exterioridad del mundo.

Más en profundidad aún, la llamada a la interioridad connota el carácter personal de la gracia y de la ética: el ser humano es provocado por ellas o, mejor, queda constituido en su libertad y responsabilidad; es la función y el sentido formal del mandamiento, originariamente relacionado con la gracia: mediante la gracia-mandamiento Dios hace del hombre-persona su socio, manifestando su trascendencia en la línea de la realidad personal. Se afianzan así el carácter originario y. la prioridad absoluta de la gracia increada, y la necesidad de superar toda concepción que, como con bastante frecuencia ha sucedido en la interpretación de las relaciones entre Dios y el hombre -¡J.-P. Sartre, en el Existencialismo es un humanismo, no hace más que radicafizar y explicitar-una tendencia que ha dominado durante siglos de cultura cristiana!- juegue sobre la base de la contraposición y de la alternativa entre Dios y hombre, a menudo pensada menos desde modelos de relaciones interpersonales e históricas que desde modelos de relación entre sujeto y objeto y explícitamente cosificantes. El misterio que en ese caso emerge no es el de la intimidad de una libertad absoluta que se abre y se da gratuitamente, sino el del objeto que escapa a la captación racional debido a su no dominable complejidad. En la perspectiva cristiana marcada por la gracia, la ética es el dinamismo y el servicio prestados a la vida, cuya autenticidad y amplitud habrá que medir tomando como referencia la resurrección.

La gracia está, pues, en contra de una ética reducida a normas, en contra de una ética sin hálito de vida. El carácter de acontecimiento qué hemos reconocido a la gracia la lleva a quebrantar toda cerrazón, a la vez que garantiza la apertura de horizontes siempre nuevos. El ámbito en el que actúa la gracia y que queda confiado a la ética cristiana es el de la existencia personal; en la que insiste la ética existencial; ahora bien, en este ámbito tienen su raíz las relaciones comunitarias y eclesiales; más aún: en su marco se constituye el ámbito personal mismo, excluyendo la posibilidad de que éste quede reducido a lo sacro en oposición a lo profano o de que quede delimitado por el horizonte del.precepto o de lo' litúrgico-ritual. Tampoco se justifica -al contrario, se excluye- una Iglesia que base su identidad y prepare su defensa levantando bastiones en contra del mundo.

La ética fundamentada en la gracia compromete, en cambio, a todo el mundo humano; más aún: a toda la realidad, porque toda ella está abierta al proyecto global de la nueva creación, en el que el hombre es paradójicamente responsable de las lejanas galaxias. El proceso de secularización, negativo en muchos aspectos y siempre problemático, constituye con todo una piedra millar en el itinerario de un volver a apropiarse de sí por parte del hombre: en la dirección del bien y del mal, de las propias posibilidades y de los propios limites, que tienen su manifestación en forma de conflictos, eliminaciones, angustias, alienaciones, donde en una o en otra dirección se va configurando un camino del hombre, el cual no se siente ya sin más a merced de fuerzas extrañas y externas, angélicas o diabólicas.

La relación con Dios que la gracia presenta y define no se sitúa en otro espacio que en el de estos problemas y compromisos del hombre; su verdad y autenticidad divinas no lo encierran en una interioridad humana que escapa y a la que se le escapa lo exterior; antes bien, asume lo humano tan radical y totalmente -¡Cristo es el modelo exigente!- que hasta la imagen, de tanto uso y abuso, de las líneas horizontales y verticales, con la que se quiere expresar la irreductibilidad de Dios al horizontal humano, resulta poco correcta; como si la relación directa con Dios pudiera agotarse en un punto o se le pudiera escapar algo de la línea horizontal, o como si el Dios de la encarnación cristiana hubiera querido conceder al mundo sólo un punto propio, reservando a otro la longitud infinita de la línea.

Superando toda barrera, la gracia se apodera de la totalidad de lo humano; asume sus reglas y ritmos, posibilidades y límites; hace de él el lugar de su presencia, signo e instrumento de su darse: sacramento. Toda doctrina de lo no manifiesto, de lo arcano, queda superada en el momento de la reconciliación de Dios con el hombre en Cristo en la evidencia pública de la cruz, que expresa la inconmensurable dimensión visible, experimentable, mundana de la gracia de Dios. Ésta es la razón por la que son signos mesiánicos y gracia y mandamiento el pan dado al que tiene hambre, el agua ofrecida al sediento, la curación del enfermo, la liberación del prisionero, el evangelio de la gracia y de la esperanza anunciado a los pobres, la paz a los hombres, que gozan del favor divino.

Determinar más en concreto la relación del mandamiento cristiano con la moral no es algo que debamos hacer en este artículo. Baste afirmar que ética cristiana, precepto o, mejor, mandamiento cristiano son aquéllos en los que brilla la escatología cristiana y no pueden formar parte de una especie de deducción lógica o jurídico-formal (la autoridad). Donde esta luz escatológica esté ausente, se podrán elaborar éticas sublimes, pero no serán ética cristiana.

Es ésta la razón por la que la ética cristiana es la ética de la auténtica libertad: libertad escatológica, no a postergar en el más allá, sino a expresarse en el acá como dedicación plena y reserva escatológica insuperable. Gracia como amor de la libertad y libertad de amor.

Queda así definida también su relación exacta de oposición al mal en todas sus formas, que la conciencia cristiana deberá reconocer, perseguir y superar sin concesiones a la presuntuosa y veleidosa impaciencia o a la desesperación escéptica y cómplice.

La confianza en la gracia iluminará y sostendrá este compromiso, cuya condición inagotable representa el reconocimiento y acogida genuinos de toda situación concreta como epifanía de la gracia y de la benevolencia de Dios Padre, por medio de su Hijo Jesucristo, en el Espíritu Santo; en el ejercicio de la gracia se manifiesta que se está de acuerdo con la confesión cristiana de que todo contribuye al bien del hombre, llamado y elegido por Dios, y de que todo es gracia.

[/Ley nueva; /Religión y moral; /Sacramentos; /Santificación y perfección /Seguimiento/Imitación; /Virtudes teologales].

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G. Bof