ÉTICA FISCAL
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. Introducción, historia, argumento fundamental.

II. Situación fiscal de hecho: fraude fiscal.

III. Necesidad de readaptación en la ética fiscal:
    a)
El moralista: exigencias en cuanto al autor, fin, objeto y proporcionalidad tributaria,
    b)
El contribuyente y la atención a su psicología particular,
    c) Los poderes públicos y sus puntos principales de atención ética.

IV. Recapitulación.

 

I. Introducción, historia, argumento fundamental

La valoración ética de las exacciones fiscales (tanto en su acepción más estricta de tributos o impuestos como en la más amplia de tasas) ha preocupado siempre en el tiempo y el espacio, con mayor o menor intensidad según las distintas culturas y su relativo desarrollo. Nunca fue fácil la tarea valorativa por las variadas implicaciones que comportan las concretas realidades fiscales. Por otra parte -y quizá por esa complejidad- los resultados no aparecen uniformes, sino más bien muy relativizados.

La moral de la buena nueva tiene que enfrentarse muy pronto con el problema. Ya en sus albores sintió en sí misma la complejidad y el relativismo aludidos al tener que responder. El propio Jesucristo durante su vida pública se vio enfrentado, como nos narra el evangelio de san Mateo, a una pregunta ético-fiscal: "¿Es lícito pagar tributo al César o no?" (Mt 22,16-22; cf los paralelos de Me 12,13-17 y Le 20,20-26). En otra ocasión, y sobre la marcha, resolvió el pago de una tributación concreta con carácter más religioso que el estrictamente cívico-político de la anterior pregunta: "... se acercaron a Pedro los perceptores de la didracma y le dijeron: Vuestro maestro, ¿no paga la didracma? Y él respondió: Cierto que sí" (Mt 17,24-27). En su carta a los Romanos (13,1-9), Pablo, en contexto de moral política fundamental, les enseña detenida, precisa y concretamente la obligación moral, interna, en conciencia, de satisfacer tributos y aduanas, fundamentándola en la exigencia de pagar las deudas personales justas.

No es éste el lugar para una minuciosa y matizada interpretación exegética de la trilogía textual mencionada. Por otra parte, existe una convergencia muy mayoritaria en que ni Jesucristo m Pablo añaden nueva norma de conducta ni nueva obligación ético-fiscal. Tan sólo manifiestan la base y el sentido de la preexistente obligación tributaria, partiendo de las situaciones concretas: hay que pagar los tributos en cumplimiento de una obligación o exigencia natural y, por ello, en cierta manera sagrada. En otras palabras: a propósito de la obligación ciudadana de pagar las deudas tributarias no se promulga ninguna nueva ley revelada divinopositiva, sino que se la reencuentra con naturalidad y sólo se quiere insistir en determinar la radicalidad de su fundamentación y la urgencia de su cumplimiento a partir de una actitud interna de conciencia bien formada.

Un breve recorrido histórico muestra las oscilaciones ético-doctrinales que ha tenido la ética fiscal a lo largo de los siglos. Ese movimiento pendular junto con las razones que lo motivan tienen valor pedagógico generalizado, no sólo dentro del concreto campo tributario.

Brevemente, tenemos: a) La época patrística y su inmediata prolongación hasta el siglo xiit, al referirse a la obligación fiscal, sostiene que se trata de obligación en conciencia, interna, que vincula directamente en moral. A esa época le basta sustancialmente tal enseñanza, sin sentir necesidad de mayores estructuraciones o perfeccionamientos.

b) Desde el siglo xiii hasta fines del xv la obligación fiscal gira sobre sí misma, hasta quedar considerada de forma preferente -nunca únicacomo obligación ética penal: la conciencia de los contribuyentes queda vinculada en forma directa, no tanto al pago de los impuestos que se establezcan cuanto a la pena que, descubiertos los evasores, se les imponga por este motivo. Se conoce esta postura como la de una obligación meramente penal.

El cambio doctrinal se debió, más que a una ponderada reflexión sobre los fundamentos de la obligatoriedad fiscal considerada en sí misma, a concretas situaciones extrínsecas, por ejemplo, la intolerable cota de múltiples injusticias que alcanzaban los abusos tributarios de la sociedad feudal, como, por ejemplo, el que cualquier autoridad o título nobiliario se creyera con poder para establecer y exigir tributos altamente gravosos con modos violentos y amenazadores. Por otra parte, se unió la naciente teoría acerca de la existencia de leyes humanas que solamente vinculaban al cumplimiento de la pena establecida.

c) Con ocasión del renacimiento y su marcado humanismo horizontal, los siglos xvi y xvir imprimen a la ética tributaria un nuevo cambio de doctrina, retornando a la obligación en conciencia en relación con el cumplimiento de las leyes fiscales. Prácticamente con total unanimidad, incluidos nombres como Alfonso de Castro y Francisco Suárez, que, acérrimos defensores del penalismo, no lo extienden -dato bien significativo- al campo tributario, a pesar de que en él aún pululaban pretéritas injusticias y seguía reclamando una radical purificación. Es claro que esa obligatoriedad en conciencia de forma directa sólo la originarían los impuestos justos. Con ello se desplazaba el punto de gravedad reflexivo de la ética fiscal desde el binomio conciencia-pena a otro más aceptable moralmente del tributo justo-tributo injusto.

El esfuerzo fue gigantesco y tuvo su logro (cf más abajo), de manera que sustancialmente sigue siendo válido con las oportunas adaptaciones.

d) Durante los siglos xvni y xix, incluido también el primer tercio del XX, la ética fiscal retorna, en muy alta proporción, al penalismo. Esta nueva oscilación puede explicarla el triunfo económico del liberal-capitalismo y el político democrático derivado de la revolución francesa, así como, por otro extremo y más a última hora, el establecimiento en el poder de regímenes totalitarios de cualquier signo, con sus respectivas ideologías y praxis tributarias muy poco transparentes tanto en la vertiente de ingresos como, sobre todo, en la de gastos.

e) Por último, a partir del segundo tercio del presente siglo, reaparece con mucho mayor vigor, en el campo de la ética fiscal, la obligatoriedad en conciencia. Las causas que motivan el último cambio de orientación preferente son económicas, sociales, políticas, así como de cultura y desarrollo. El hombre individual se siente cada vez más impotente para satisfacer por sí mismo las propias necesidades, tan complejas y numerosas, así como las de su familia, en el nivel general adquirido por la correspondiente comunidad política. En consecuencia, se ve forzado a recurrir a ella con mayor frecuencia que en el pasado en petición de ayuda subsidiaria y/ o supletoria. Además, el progreso actual origina relaciones muchísimo más numerosas y entretejidas entre todos los seres humanos, que ven y sienten cómo los aspectos sociales proliferan de continuo, tendiendo a ocupar lugares más preferentes, al tiempo que limitan el territorio de lo estrictamente personal. Todavía hay que añadir que los graves daños originados por el sistema económico liberal-capitalista, así como las graves desigualdades que provoca a niveles individuales, regionales, nacionales e internacionales, han de paliarse, entre otras formas, por medio de un sistema fiscal.

Se trata de una marcha irreversible que multiplicará las interrelaciones humanas y la creciente imposibilidad de autosuficiencia para atenderlas y para luchar contra las injusticias inherentes a los avances técnico-culturales, etc.

El precedente esbozo histórico comporta numerosas enseñanzas, entre las que, para este momento, hay que destacar tres: la obligatoriedad en conciencia de las leyes fiscales como tesis moral definitivamente adquirida, debido al grado de socialización y de intercomunicación a las que han llegado las comunidades humanas, así como a la calidad de vida material y cultural; la concienciación de que a esos niveles el hombre individual no podrá llegar ni para sí ni para los suyos, ni tampoco podrá paliar las injustas desigualdades individuales y comunitarias que se presentan en la práctica en todos los estratos de una economía de mercado que priva ya, sin notable oposición de otros sistemas socio-económicos, y que por ello debe autorregularse, entre otros posibles medios, instrumentando un sistema fiscal positivo de eficacia que contribuya a una equitativa distribución de riquezas y, por ello, vinculante en justicia, que es tanto como decir en conciencia.

II. Situación fiscal de hecho: fraude fiscal

Las fluctuaciones históricas y doctrinales de la ética tributaria a través de los tiempos, objetivamente han dejado un poso de deseducación y desorientación, con graves consecuencias individuales y sociales; y, lo que es peor, subjetivamente, sin ninguna o con muy escasa preocupación en conciencia.

Sin embargo, el comportamiento ético-fiscal puede representar un valioso test para conocer a qué nivel se encuentra la moral social y, en general, toda la eticidad de una determinada sociedad política.

La realidad es que se incumplen las leyes tributarias o, en otras palabras, que se defrauda, y que se defrauda considerablemente, como muestran las estadísticas que se publican, tanto las oficiales u oficiosas como las más privadas. Fenómeno de fraude en todos los países, aunque en distinta magnitud y de distinta forma: en los países latino-católicos, preferentemente se defrauda con el pretexto de la sola penalidad de las leyes fiscales; en los países sajones y germánico-protestantes también se defrauda a niveles más o menos escandalosos, aunque buscando el pretexto, con preferencia, en vacíos legales o los rodeos más inverosímiles a las leyes positivas.

Esos dos distintos caminos, según la idiosincrasia particular de los respectivos pueblos, aquietan las conciencias; aunque falsamente, porque ambos coinciden en introducir y fomentar la hipocresía farisaica en el mundo fiscal.

De todas formas al querer interpretar los datos estadísticos acerca del fraude en los distintos países es necesaria una previa operación de criba, puesto que se dan, entre otros, dos principales y distintos conceptos equívocos de defraudación. Una primera acepción contempla el fraude desde el ángulo jurídico-positivo de forma exclusiva, o muy preponderante, y en sentido amplio, definiéndolo así: fraude fiscal es la evasión de cualquier cantidad que debería satisfacerse o haberse satisfecho en concepto de impuestos por la persona o las personas obligadas a ello, de acuerdo con lo prevenido en las disposiciones tributarias positivas de la correspondiente comunidad política.

La segunda acepción contempla el fraude, en sentido más estricto y desde la óptica ético-moral, de la siguiente forma: es la evasión de cualquier cantidad que debería satisfacerse o haberse satisfecho en concepto de impuestos justos por la persona o personas obligadas a ello moralmente.

Se aprecia, en una primera reflexión, cómo entre las dos posturas existe una diferencia sustancial, aunque entre sí no se excluyan totalmente. Y es que pueden darse impuestos legales, positivos -y de hecho se dan con frecuencia-, moralmente injustificables e injustificados por injustos. Y, al revés (aunque esta hipótesis es bastante más difícil que se produzca en la práctica), impuestos moralmente exigibles, que no tienen reflejo ni exigibilidad en las leyes positivas.

No se trata aquí de algo ajeno a la afirmación general tan obvia de que no todo lo legal es moral, ni que todo lo moral se siente establecido o protegido por los sistemas jurídicos concretos.

El verdadero fraude tributario en moral es el que se realiza cuando no se satisfacen los impuestos justos, pues el impago de los impuestos injustos no merece el nombre de fraude, lo mismo que una ley injusta no es ley. No se dan leyes injustas, hablando con precisión, ni tampoco tributos injustos, porque ni son verdaderas leyes ni se trata de verdaderos tributos, si bien es cierto que en el lenguaje ordinario no hay dificultad -y se entiende fácilmente- en hablar impropiamente tanto de leyes injustas como de impuestos injustos. Pero toda ley, para ser verdadera ley, ha de ser justa; y todo impuesto, para ser verdadero impuesto, ha de ser también justo.

Sólo las leyes tributarias justas serán las que vinculen la conciencia; las injustas no obligarán de ninguna manera, ni en cuanto al contenido ni en cuanto a la hipotética pena que pueda imponerse. Teniéndolo muy presente se diluye la dificultad, más de alguna vez expresada, de que la obligatoriedad interna y en conciencia de las leyes tributarias resulta excesivamente gravosa y muy pesada para las personas, a las que se les impondrían "cargas intolerables". Pero tal conclusión no es exacta, porque los impuestos injustos no obligarán en conciencia, no sólo en cuanto a su contenido principal, sino tampoco a la pena que pueda imponerse por no haberlos satisfecho.

Esta postura en conciencia, además de no gravar indebidamente, en el plano positivo tiene la ventaja de interiorizar la obligación (la moral evangélica es interna y nada farisaica), de contar con muchas más posibilidades de lograr una buena formación de las conciencias y de fomentar a la par la educación personal y, sobre todo, social, pues impulsa a obrar principalmente por convencimiento, y no tanto por temor a la pena o castigo.

III. Necesidad de readaptación en la ética fiscal

Con las enseñanzas de la historia y las de la situación fraudulenta de nuestros días se llega a la conclusión de la necesidad de readaptar la moral fiscal para purificarla, inductivamente, desde tres ángulos: el del moralista, el del ciudadano y el del gestor o gestores del bien común.

En los tres ángulos, al mismo tiempo y equilibradamente, para lograr, en el grado de posibilidad más alto, la conversión del "ser" ético-fiscal en un "deber ser" doctrinal y de principios. Y logrado este "debe ser" teórico, hacerlo descender deductivamente a la práctica para transformarla en mejor, también dentro de lo posible, en las tres facetas indicadas.

a) El moralista. Respondida la pregunta acerca del tipo de obligatoriedad ético-fiscal afirmando que se trata de una obligación en conciencia cuando los impuestos son justos, ciertamente se ha hado un paso; pero no es menos cierto que se abre nueva interrogación, porque no se ha resuelto el problema de raíz: ¿Qué impuestos son justos y cuáles injustos?

Esta nueva pregunta sólo se podrá responder después de una laboriosa investigación que corresponde realizar de lleno al campo moral. Se hizo especialmente en los siglos xm y xmt; y con tal objetividad y profundidad que aún sigue siendo muy válida tanto en los aspectos ya asumidos por el derecho positivo fiscal como en aquellos otros aún no recogidos. Es decir, el derecho fiscal dispone todavía de referencias éticas para su purificación, pues el nivel alcanzado aún queda por debajo de lo teóricamente hallado como justo en fiscalidad, según se verá más abajo.

Pero previamente se precisa notar que la justicia o injusticia fiscal ha de considerarse desde dos ángulos: objetivo y subjetivo.

Por injusticia objetiva se entiende ahora la propia de las leyes positivas fiscales en sí mismas consideradas. Y por injusticia subjetiva se significa la que resulta de la ley fiscal en su consideración objetiva y de carácter general, justa e irreprochable éticamente, cuando incide y se aplica a determinada persona concreta de la comunidad, en la que, por concurrir determinadas circunstancias personales genera una exigencia injusta.

Son cuatro las fuentes que pueden teñir de injusticia una ley o un sistema tributario: por defecto en la causa eficiente o autor de la ley; en la causa final o fin para el que se exige el impuesto y destino de lo recaudado en la vertiente de gastos; en la causa material u objeto gravado, y en la causa final o atención a la proporcionalidad.

Estas cuatro causas de injusticias se han estudiado exhaustivamente por los moralistas. Formuladas doctrinalmente con perfección, las entregan como valioso legado a la ética fiscal. Por eso aunque brevemente, resulta obligado detenerse en cada una de ellas.

1. Para que un impuesto en particular o un sistema tributario en su conjunto sea éticamente aceptable, ha de establecerse por medio de ley, siguiendo los trámites establecidos para tales casos en la correspondiente comunidad política. También se suele formular esta condición de objetiva justicia tributaria diciendo que la imposición fiscal, para ser éticamente lícita, sólo emana del supremo poder legislativo de la respectiva comunidad independiente; y ello incluso tratándose de estructuras políticas organizadas según el modelo de confederaciones o federaciones. Tal principio se basa en la experiencia tanto histórica como en la de un consenso razonado. En efecto, la enunciación de este principio acerca del autor o causa eficiente fiscal en derecho positivo nace, de forma explítica, hace aproximadamente unos siete siglos si bien implícitamente se pierde en el amanecer de la más remota consideración ética tributaria.

De ese principio se deriva que no se reconoce éticamente potestad para establecer tributos a entidades establecidas por debajo del Estado político independiente. Por eso, ayuntamientos, concejos, provincias, departamentos, diputaciones, condados, cantones, Zánder, Estados federados no pueden establecer tributos a no ser que les haya sido delegada tal facultad, y, por supuesto, estrictamente dentro de los límites de la delegación hecha por quien tiene facultad para ello.

La carencia de facultad para establecer impuestos en las entidades políticas inferiores no comporta que no puedan administrarlos ni, mucho menos, recaudarlos. Son distintas las funciones, y por ello la valoración ética, de imponer un tributo de las de recaudarlo o administrarlo. Por otra parte, en virtud del principio de subsidiariedad, tan querido y fundamental en ética, y de modo especial en ética política, se puede, y quizá hasta se deba, atribuir a las organizaciones políticas inferiores al Estado, constituido de iure o de facto, la función de recaudar los impuestos legalmente establecidos por el poder supremo y de emplearlos en la realización de aquellas exigencias del bien común que son capaces de llevar a cabo las entidades políticas subordinadas; y transferir después, a las inmediata o mediatamente superiores, las oportunas cantidades necesarias para la realización del bien común más amplio y necesario, que las comunidades políticas inferiores no tienen capacidad de realizar y que por eso pasa a ser obligación de llevarlo a cabo por la comunidad política superior.

2. Por lo que se refiere al fin para el que se establece un impuesto, la exigencia ética de su justicia se formula diciendo que sólo han de establecerse los tributos necesarios para satisfacer las exigencias del bien común que no se pueda o no convenga satisfacer por otras vías, como tasas o recursos patrimoniales del propio Estado.

Apenas formulada esta exigencia se reclama mayor explicitación, porque brotan enseguida preguntas como las siguientes: ¿Cuáles son las verdaderas necesidades exigidas por el bien común? Y también, ¿se catalogan primero esas necesidades y se exigen después de los ciudadanos las cantidades necesarias para realizarlas? O, por el contrario, ¿se considera primero qué cantidades se pueden buena yjustamente recaudar y se aplican después a realizar las exigencias del bien común hasta donde lleguen, dejando el resto de las necesidades para futuras ocasiones, aunque, eso sí, habiéndolas ordenado según una escala de valores atendida la importancia social y pública de las mismas?

Si no todas, la mayoría de las comunidades poíticas, en buen número de ocasiones tienen más necesidades verdaderas de las que pueden atender de momento. La finalidad del tributo, por tratarse de necesidades justas, sería éticamente irreprochable; pero no siempre comporta el mismo nivel de justicia una reclamación fiscal a aquella altura por las razones siguientes:

- No hay que hacer que se resienta ni poner en peligro la economía nacional y el bien común de la comunidad política por presionarla más de lo debido, pretendiendo exigir de una sola vez lo que razonable y técnicamente debería solicitarse en plazos de nuevos ejercicios presupuestarios anuales, para -según la gráfica expresión clásica financiera- "no matar ni herir gravemente la gallina de los huevos de oro", que debe mantenerse viva y en buen estado de salud, porque, al fin y al cabo, de ella se tendrá que alimentar el conjunto de la economía nacional y de ella habrán de obtenerse los recursos de los futuros presupuestos.

- Se ha de atender cuidadosamente a que el Estado y los demás organismos públicos no se arroguen competencias ni misiones que no les corresponden, franqueando indebidamente los limites de la subsidiariedad y pretendiendo atender fines que, en verdad, reclama el bien común, pero que pueden y deben realizarse por los particulares o por cuerpos sociales intermedios con capacidad para ello y con sus propios medios o con subvenciones justas socialmente debidas en virtud de la aludida subsidiariedad.

- Hay que evitar gastos suntuarios o inútiles, como puede ser la proliferación de obras monumentales o de gastos militares (en el sentido extenso del término) y otros parecidos.

En las tres consideraciones precedentes hay que procurar una objetivación lo más exacta posible, ya que tales gastos a veces son necesarios o, por lo menos, muy convenientes dentro del conjunto, siembre que guarden la debida proporción con la totalidad; a pesar de lo cual se atacan por apasionamiento, malevolencia o por razones extrínsecas a la misma fiscalidad y su justicia, como son las razones políticas u otras sesgadas, de difícil clarificación o nada fáciles de separar.

Dentro de la finalidad tributaria adquiere mayor importancia la utilización instrumental de la imposición como medio redistributivo de la riqueza nacional, de forma que tal fin ocupa ya un puesto preferente en nuestros días hasta ahora insospechado, al menos en grado. Según este nuevo aspecto, se podría justificar éticamente la recaudación fiscal de recursos quizá no necesariamente exigidos hipotéticamente para otras necesidades del bien común. Pero hay que tener muy presente en el razonamiento que la distribución equitativa de los bienes en sí misma es ya una exigencia, muy principal, del bien común.

La redistribución equitativa por medio de la fiscalidad, para ser eficaz en resultados, ha de realizarse en las dos vertientes presupuestarias: la de ingresos, gravando más a los ricos y a los objetos o actividades menos necesarias y más lujosas; y la de gastos, orientando lo recaudado de modo que desemboque en las personas de menor nivel o disponibilidades económicas.

Y todo ello porque, en cualquier caso, la distribución equitativa de las riquezas es exigencia moral de toda comunidad; y emplear la fiscalidad como medio para conseguirla es lícito y hasta puede resultar obligatorio si no se dan contraindicaciones económicas o fiscales que desaconsejen o anulen técnicamente tal utilización y, de rechazo, también moralmente.

Con lo indicado se ha señalado lo que en este punto resulta imprescindible dentro de la ética fiscal. Por la línea y la tendencia indicadas es por donde ha de caminar finalísticamente cualquier sistema tributario que quiera obtener el respaldo moral. Determinar más en concreto finalidades y porcentajes en un determinado sistema son tecnicismos que corresponde resolver al hacendista predispuesto con la luz de las determinaciones genéricas morales que se le ofrecen.

Lo mismo sucede en la determinación preferencial de la escala de necesidades. Es competencia más específica de un verdadero plan de desarrollo económico, político y social redactado con los asesoramientos y la participación no sólo técnica, sino también popular y verdaderamente democrática, prescindiendo ahora de si tal participación se da o no con partidos políticos, con tal de que en verdad sea real y eficiente.

3. Para discernirla justicia o injusticia objetiva fiscal se precisa también el examen de la causa material, según el lenguaje clásico de la ética tributaria o del objeto gravado en expresión actualizada.

Se toma la fórmula "objeto gravado" en sentido y con contenidos genéricos y amplios. Porque tratamos de una valoración acerca de la inmoralidad o moralidad de un sistema fiscal o tributo según grave, con mayor o menor exclusividad o preferencia y presión, los ingresos o rentas como contrapuestas al gasto o consumo. En otras palabras, se trata de la mejor o peor congruencia ética de la tributación directa sobre la indirecta, o viceversa.

Históricamente se ha sostenido que la tributación directa se aproxima con más facilidad a la justicia que la indirecta. Sin embargo, hay que matizar esa afirmación porque, consideradas en sí mismas de forma abstracta, tanto la imposición directa como la indirecta pueden ser justas o injustas en la medida en que respondan a las exigencias del bien común y de la justicia distributiva.

No obstante, la afirmación puede ser exacta si con ella sólo se quiere indicar que, en general y no en casos particulares, es más difícil, aunque no imposible, alcanzar la justicia en la fiscalidad indirecta que en la directa por la mayor dificultad que tiene la imposición sobre el gasto de cumplir con las exigencias de la tributación justa.

En la época histórica de la sistematización de la moral fiscal no pasó desapercibida la diferencia y se tuvo muy en cuenta. Por eso se llegaba a conclusiones formuladas con la prudencia de un "no parece que los tributos indirectos sean, por necesidad, injustos; pero sí que muchas veces llegan a ser dudosamente justos y, sobre todo, odiosos, porque pueden sobrecargar o tener la apariencia de sobrecargar improporcionalmente a los pobres y asalariados bastante más que a los ricos y poderosos".

Por otra parte, los tributos indirectos tienen por sí mismos algunas ventajas, como recaudación más fácil y exacción menos sensible para el contribuyente; hasta el punto de que, preguntados los mismos interesados, se inclinan con marcada preferencia en bastantes circunstancias por la fiscalidad indirecta.

También hay que tener en cuenta que bastantes tributos directos, debido a la incidencia final, se convierten al fin y al cabo, en todo o parte, en indirectos.

Por todo ello es aleccionadora la comparación de la precedente doctrina clásica acerca de la tributación directa frente a la indirecta con la moderna afirmación especializada hecha en nuestros días sobre el mismo tema: "No hay nada inherentemente malo a un impuesto indirecto, como tampoco hay nada que sea inherentemente bueno a un impuesto directo. Todo depende de la clase de impuesto directo o indirecto de que se trate. Un impuesto directo que recaiga sobre una persona con ingresos limitados no es necesariamente bueno por el hecho de que sea directo; y un impuesto indirecto sobre el lujo no es necesariamente malo porque sea indirecto". O también esta otra afirmación: "Aunque en épocas anteriores se ha mantenido la superioridad teórica de la imposición directa sobre la indirecta, aceptándolo como virtualmente axiomático, hoy debe considerarse como algo que no puede ser probado y que, en principio, ha de investigarse para cada caso en particular".

Las ventajas de la tributación indirecta se manifiestan sobre todo en los países a punto de despegue o en vías de desarrollo, porque el bien común exige de modo especial en tales circunstancias la limitación de los consumos menos necesarios, que, por reclamar importaciones y empleo de divisas para su pago, las detraen de otras finalidades mucho más necesarias para el desarrollo y porque es la imposición indirecta la fuente recaudatoria más a mano en esos países con el fin de obtener recursos financieros por la escasez de capitalización.

Por estas y otras consideraciones, facilitadas por especialistas que comparan los dos tipos de fiscalidad, puede entenderse fácilmente que a la valoración ética la rodee un halo de perplejidad al querer decidirse de manera franca y general por uno u otro tipo de fiscalidad. Probablemente la justicia se hallará en la sabia combinación positiva de ambos procedimientos, establecida sobre la prudencia política en general y económica y fiscal de la situación concreta de cada país determinado.

De todas formas, sí parece que quedan bien claras ante tal perplejidad acerca de la valoración técnica de la imposición directa e indirecta observaciones como las siguientes:

- La posibilidad de un confusionismo considerando justo lo que realmente puede ser injusto. Así, antiguamente se consideraban injustos con bastante facilidad los tributos indirectos, al menos en sí mismos, aunque no siempre en sus circunstancias purificadoras algunas de ellas de aquella injusticia. La tributación indirecta sobre artículos elementalmente "necesarios" para la vida, como el pan, la leche, el aceite, la carne..., se consideraba injusta. Según ese espíritu ético-valorativo de la tributación, no parece desacertado que hoy pueda considerarse justa una fiscalidad que grave sueldos y salarios necesarios para alcanzar o mantener una vida digna a nivel mínimo relativo, aunque sea directa y se imponga sobre rentas, concretamente de trabajo, más que sobre artículos de consumo.

- La aplicación de determinadas "bondades" de la tributación indirecta en países en vías de desarrollo de forma estática, sin la paulatina reconversión tributaria hacia una tributación más directa a medida que esos países avanzan en su desarrollo.

La vertiente que analiza la eticidad del objeto tributario ofrece, pues, valiosos indicadores orientativos del derrotero que debe seguir la ética fiscal según los datos y consideraciones parciales que desde ese ángulo se ofrecen al moralista.

4. Pero donde hoy en día se centra el foco principal que puede valorar con mayor exactitud ética una determinada fiscalidad, tanto en su conjunto como en alguno o algunos impuestos determinados, es en puntualizar si los tributos son o no progresivos.

Se ha reflexionado mucho, y no menos se ha escrito, acerca de la progresividad tributaria, intentando explicarla y justificarla. No se ha llegado a la meta, y se continúa investigando para concluir, al menos provisionalmente, con afirmaciones muy semejantes a éstas: la progresividad tributaria es uno de los ideales más vigorosos de la moderna fiscalidad; uno de los más actuales y en el candelero por la preponderancia que adquiere en nuestros días la fiscalidad directa; puede considerarse como el criterio más justo y adaptado a la capacidad del contribuyente, y que incluye en sí mismo a los demás; el medio más a propósito para lograr la justa distribución de los bienes; uno de los ideales más importantes en los planes políticos de los gobiernos de los países más desarrollados, al menos como punto programático; y otras semejantes.

Tales conclusiones son verdaderas, y hasta pueden llegar a serlo totalmente cuando se consideran en sí mismas. Pero la vida práctica las contrapone a otras tampoco desacertadas y fruto de investigaciones actuales acerca de la progresividad tributaria. Así, por ejemplo, se dice: la progresividad tributaria ampara, o puede amparar con mucha facilidad, una irresponsabilidad política y financiera muy importante, con graves repercusiones negativas en la economía nacional; los costes y la complicación de la progresividad la hacen dudosamente viable con justa exactitud; la progresividad "mata la gallina de los huevos de oro" tanto en los países desarrollados como, sobre todo, en los que se hallan en vías de desarrollo; una cosa es la progresividad teórica y legal y otra la práctica, debido a la incidencia de la traslación tributaria de la pretendida imposición progresiva, imposible de determinar con exactitud objetiva tal y como se produce en la realidad, con efectos muchas veces contrarios a los pretendidos.

Las anteriores razones en pro y en contra dejan abiertas interrogaciones y disputas acerca de la progresividad tributaria, manteniendo el tema en su obstinación y dificultad.

Sin embargo, hay que añadir algo más, por peregrino que parezca. Son conclusiones o pareceres como los siguientes: vulgarmente, según la psicología del contribuyente, no se piensa tanto en la progresividad como instrumento eficaz de redistribución cuanto en otros más drásticos; la progresividad con su dificultad -incluso para los especialistas- es una faceta alejada de la opinión pública, que sí sabe que el rico debe pagar más impuestos que el menos rico, sin entrar en ulteriores distinciones, como la proporcionalidad y progresividad tributaria.

En el plano técnico se acepta y se respeta la progresividad por elementales razones político-sociales. Se estima que es válida la intuición progresiva y que, después del análisis racional, sigue siendo instintivamente correcta aunque todavía la razón o las razones definitivas no se hayan descubierto y/ o formulado completamente.

Es notable que las críticas más acerbas contra la progresividad procedan de sus mismos partidarios, al menos en algún aspecto; y que para aceptarla les baste la fundamentación indiciaria de que tiene que darse, por exigencias de justicia conmutativa, pero sobre todo legal, distributiva y social, una base sólida, aunque aún no se haya logrado formular de manera completa e inapelable. Y es que, al fin y a la postre, siempre queda que la progresividad fiscal debe justificarse y que sólo se podrá lograr dentro de los límites de la equidad y de la ética.

Más claro queda que una progresividad tributaria práctica es instrumento apto para la redistribución equitativa de bienes y riquezas; y que, para ello, puede y hasta debe emplearse, de no estar contraindicada por otras razones más generales y valiosas de política económica.

b) El contribuyente y la atención a su psicología particular. Los ciudadanos de recta conciencia, después de considerar los contenidos doctrinales del apartado precedente, se hallarán en una postura moral desazonada ante el principio ético de la obligatdriedad interna a que se llega racionalmente en materia fiscal en relación con los impuestos justos.

Son varios los motivos que originan tal desazón:

1. El primero lo produce la tensión entre el principio cierto, por una parte, y, por otra, la realidad legal y práctica indudablemente defectuosas, quizá irregulares y hasta probablemente injustas y abusivas en bastantes ocasiones. Se sentirá moralmente desgarrado con la impresión, al menos inicialmente, de hallarse entre dos fuerzas éticas contrarias.

Hay que insistir en lo de primera impresión porque, como quedó indicado, en verdad no hay tal oposición, puesto que, una de dos: el tributo no es justo y entonces el contribuyente se halla libre de toda hipotética obligación moral, incluida la penalidad, o es justo, y entonces también desaparece la tensión por el extremo opuesto: hay que cumplir fiscalmente.

2. Pero como en otros muchos casos, tampoco en el campo de la ética tributaria se aquieta el ánimo del contribuyente con razones teóricas por muy verdaderas y ciertas que sean. Y es que en el problema intervienen consideraciones afectivas, que no es posible apaciguar con solas frías razones. Son necesarias motivaciones que contrarresten aquellos descarnados motivos, por muy evidentes que puedan ser todos los que apoyan la obligación tributaria justa. Y es que este deber afecta, como vulgarmente se dice, al "bolsillo" del contribuyente, por lo que entra de lleno e inmediatamente en el campo gnoseológico de la certeza libre con su exigencia de un pequeño o mayor empuje de la voluntad para cumplir y actualizar las razonables motivaciones previamente entrevistas.

Resulta así típica la psicología del contribuyente, caracterizada por una fuerte tendencia al fraude. El fenómeno de la defraudación se presenta tan local y temporalmente existente y, además muchas veces con tal envergadura, que ha suscitado no pocos estudios especializados para analizar su naturaleza, las raíces de que brota y los remedios que lo neutralicen dentro de lo posible.

Más de un autor y en más de una ocasión ha atribuido la propensión al fraude a las enseñanzas éticas, que consideraron temporalmente que la obligación tributaria era sólo penal. Se llegó a escribir, como ejemplo: ... me atrevería a asentar la siguiente afirmación basada en datos de mi experiencia personal: la moralidad pública de un país está en razón inversa de la intensidad con que sus teólogos (moralistas) mantienen la doctrina de las leyes meramente penales", precisamente en páginas referidas de modo exclusivo al problema tributario.

Como este testimonio podrían aportarse algunos más. Sin embargo, no parece que haya de admitirse sin puntualizaciones. Porque el fraude también se daba y se da en épocas de predominio de la obligatoriedad fiscal en conciencia. Fraude con extensión, astucia y muy poco escrúpulo. De modo que la inducción perfecta necesaria para mostrar la afirmación arriba recordada no se obtiene después de un riguroso análisis.

Ahora bien, si no puede inculparse totalmente a la penalidad de la fraudulenta práctica tributaria, sí hay que reconocer que "los moralistas tienen una gran responsabilidad en el abuso que atacamos", según expresión de un conocido deontólogo empresarial belga. Basta que el contribuyente encuentre un resquicio que le parezca justificar su conducta fiscal defraudatoria para que se agarre a él como a clavo ardiendo, extralimitándose, sin duda alguna, e incluso convirtiendo un sencillo motivo extrínseco sin categoría de condición u ocasión en pretendida verdadera causa.

Otros autores, en sus respectivas obras, buscan la explicación del fraude en los abusos legales que establecieron verdaderas injusticias tributarias y que por ello originaron la práctica del "fraude" legal, pronto extendida al verdadero fraude en conciencia de impuestos objetivamente justos. No hay que olvidar que, en determinadas épocas, nobles e hidalgos, por una parte, y, por otra, los clérigos estaban exentos de tributación, con lo que sólo quedaba el pueblo llano como sujeto tributario: precisamente las personas más necesitadas y con propiedades más exiguas.

Los psicólogos del fraude han encontrado también otra raíz de pretendida justificación del fraude en situaciones de excepción más transitorias, pero no menos antipáticas para el contribuyente: el fraude atribuido en origen a la espontánea reacción contra regímenes políticos de ocupación que gobiernan determinada comunidad política sin su consentimiento o aceptación; o por tratarse de un gobierno contrario al partido político en el que milita el contribuyente, que no acierta, o le cuesta mucho, separar la idea política propia de la obligación de contribuir a las necesidades públicas reclamadas por el bien común, con independencia de determinada ideología, puesto que se darían en cualquier otra.

Aun concediendo un poco más de valor a estos últimos motivos extrínsecos en el intento de explicar el fraude; tampoco lo logran adecuadamente, porque el fenómeno de la evasión tributaria sigue practicándose aunque haya desaparecido la situación anómala.

3. El hombre se apega tenazmente a lo suyo o a lo que cree que es suyo y lo defiende con uñas y dientes. Por eso, difícilmente el egoísmo humano abrirá con gusto y espontaneidad la bolsa para pagar. Necesita al menos una contrapartida evidente; y, aun así, se resistirá con regateos, aplazamientos y peticiones de rebajas o descuentos. A todos resulta más placentero disfrutar un espectáculo público con una invitación sin haber tenido que pagar la correspondiente entrada, hacer un viaje en ferrocarril sin billete o que un autobús urbano nos pasee por una docena de calles de la ciudad sin cobrarnos. Y eso que, en estos casos, se trata de tasas, la prestación de servicio es inmediata y personal y la obligación, en consecuencia, resulta más patente. A pesar de ello, no se llega a vencer el regusto de no pagar, con el aliciente de estar viviendo una diminuta aventura y de un mal entendido espíritu de afianzamiento de la propia personalidad.

No puede confundirse un impuesto con una tasa, aunque a veces tengan un remoto parecido. Los impuestos atienden a las necesidades exigidas por el bien común en cuanto a educación, administración de justicia, orden, defensa, construcción de carreteras y muchos otros servicios públicos. Pero como la contraprestación no es inmediata, queda diluida; y, además, no responde a un intercambio exacto, ni siquiera aproximado, entre cantidad tributada y beneficios recibidos por e1 contribuyente singular. Por eso la dificultad psicológica para satisfacer tasas se multiplica cuando se trata de estricta tributación.

4. En muchas ocasiones el contribuyente se siente envuelto, al tributar, en una circunstancia que le hace aún más odioso el pago fiscal. Es él mismo quien ha de declarar la materia u objeto de gravamen, con lo que señala, algo más que indirectamente, la cantidad que finalmente habrá de liquidar. Gráficamente, se ha comparado esta circunstancia en el campo de la psicología contributiva con el enfermo que tiene que autopracticarse una operación quirúrgica sin anestesia, con pleno conocimiento y sensibilidad. Y para ello, además, desnudándose o descorriendo públicamente el velo de algo que tiene por tan íntimo y secreto como la propia conciencia: poner de manifiesto los ingresos o riquezas, convirtiéndolas en público espectáculo.

Con ello, el egoísmo personal acepta pronto estas y otras razones semejantes, bastante evidentes y verdaderas en sí mismas, para justificar una vuelta más al torniquete de la defraudación.

De todas formas, todavía es curioso el contraste que la psicología del contribuyente descubre a veces en sentido contrario: el mismo defraudador será, en más de una ocasión, quien ocupe alguno de los primeros puestos en la lista de quejas por la lenta o mala administración pública, aunque se dé la coincidencia de ser, por su particular condición social, uno de los que más utiliza y se beneficia de las carreteras y otros servicios públicos gratuitos o semigratuitos.

5. De todas maneras, los tratados de la psicología tributaria detectan que, aun en la imposible hipótesis de una justa exactitud matemática, hasta el céntimo, generalmente tampoco se pagarían los impuestos de buena gana. A1 particular le seguirá pareciendo la hacienda pública ave de presa, y defraudar, un placer que adula la vanidad propia y que avala un testimonio de destreza ante los conocidos.

6. La única solución con más visos de eficacia para rectificar en el contribuyente la propia psicología egoísta es un enérgico cambio de mentalidad de cara a la obligación tributaria. Cambio de mentalidad que exige toda recta ética en cualquiera de sus campos, trasladado ahora al sector tributario. A pesar de esto, aún necesitará la ayuda del pequeño empujón típico que reclama cualquier certeza libre cuando quiere convertir en praxis los postulados de su doctrina.

Algunas de las posibles razones que ayuden a fomentar el oportuno cambio intencional de la ética contributiva las han expresado los especialistas en la psicología tributaria con la siguientes o parecidas fórmulas:

- Lo primero, clarificar la confusa noción que se tiene, por lo general, del impuesto. Desde nuestra infancia estamos acostumbrados a gozar de la seguridad en los contratos, del orden, de los bienes comunes..., que nos han colocado muy por encima de las necesidades más primitivas y espontáneas, superando nuestra impotencia individual. Con facilidad creemos que esas ventajas son "algo natural", a las que tenemos un derecho innato, sin caer en la cuenta de que cuestan dinero y engendran obligaciones en nosotros.

- Convencer y que se convenza el contribuyente de que, a medida que avanza el progreso y se multiplican las relaciones económicas y sociales, sus verdaderos intereses son tanto los de la sociedad como los propios particulares, que, de rechazo, van a quedar beneficiados y potenciados.

- Interesar más al ciudadano para que conozca, en consonancia con la capacidad cultural que posea, la amplitud de las necesidades públicas municipales, provinciales, autonómicas, nacionales y ya hasta internacionales, haciéndose idea de las cantidades presupuestarias que se necesitan para satisfacerlas.

- Hacer comprender a las clases ciudadanas más fuertemente gravadas por tener más riquezas que deben ensanchar su generosidad para el sacrificio mayor que muchas veces les pide la justicia con el nombre de destino universal de los bienes, de función o de hipoteca social de toda propiedad, aunque después, en bastantes ocasiones, pueda ser la masa de la comunidad la que, quizá proporcionalmente, reciba más beneficiosa pesar de haber contribuido menos. La justicia social y la necesidad de una mejor redistribución de las riquezas debe calar hondo en esas mentes ciudadanas.

- Enseñar a sortear el peligro de ser arrastrado o dejarse llevar por el ambiente general que defrauda, peligroso especialmente como tentación irresistible, incluso para las personas más honradas fiscalmente, que terminan cayendo para no hacer el ridículo o por necesidad de no sucumbir ante la desigual "competencia" originada entre defraudador y contribuyente leal.

- Hacer caer en la cuenta de que las exigencias y los deberes comunitarios no sólo reclaman la presencia ciudadana impulsiva y transitoria en los momentos peligrosos de las encrucijadas históricas, sino también en los ordinarios del deber cotidiano y monótono, de igual o mayor trascendencia, para que aquellos generosos arranques queden infructíferos. La tributación es uno de los más importantes deberes ciudadanos ordinarios.

- Notar que los pequeños remordimientos y las inquietudes de conciencia, con el vago sentimiento de la obligación incumplida, que brotan en las personas más sanas después del fraude, arguyen una nueva razón, virtualmente potente, que ayudará al cambio de mentalidad en el cumplimiento de la obligación tributaria.

Con todo ello, queda suficientemente pergeñada la parte de renovación que le corresponde aportar al contribuyente, así como el camino por donde ha de enderezar sus esfuerzos para la purificación ética tributaria: conocer su propia psicología respecto al fraude y, operando sobre ella con razones adecuadas, enderezarla todo lo posible hasta lograr un cambio de mentalidad lo más próximo a lo objetivamente justo en sus deberes fiscales.

c) Los poderes públicos y sus puntos principales de atención ética. La escueta tesis de la enseñanza ética acomodada a nuestras sociedades políticas actuales, así como el cambio de mentalidad y de conducta que afectan al ciudadano, implican la correspondiente colaboración de los poderes públicos, gestores del bien común, principalmente del legislativo y del ejecutivo.

Primaria obligación del poder público en su vertiente legislativa es la de que todo lo que se legisle positivamente en materia tributara ha de sintonizar exactamente con las condiciones éticas indicativas de la justicia tributaria.

Cuando, por alguna circunstancia, un impuesto no es justo y se produce la exacción, quedan violados los legítimos derechos del ciudadano, que no tiene -si puede- que satisfacer lo que tan injustamente se le reclama. La insistencia de las autoridades en tales exigencias injustas no queda más remedio que calificarla de abuso de poder, por lo menos si es que no llega a un verdadero robo con más exacta calificación moral.

Resulta además que, estableciendo positivas disposiciones tributarias injustas, se origina la mayor fuente de deseducación en este campo moral, causando grave daño al bien público. Se necesitarán después muchos años de espera para recuperar la confianza del contribuyente, siempre receloso de un posible nuevo abuso.

La meta renovadora ala que deben tender seriamente los poderes públicos no sólo se sitúa en ser justos. Han de evitar, incluso, la más mínima apariencia de injusticia en las leyes que se promulguen. Aquella meta ha de considerarse como la pieza más importante del conjunto renovador, porque en ella se apoyan las demás y porque 'quita de raíz todo pretexto para el fraude. También es cierto que resulta la más difícil.

En efecto, no es determinable matemáticamente la cuantía exacta de la imposición justa. Pero tampoco es necesario. Aunque, sin embargo, quede en pie, con todo vigor, la exigencia de aproximación imprescindible a las condiciones mencionadas acerca de la autoridad que legisla, el fin para el que se reclama el tributo, el objeto gravado y la proporción exigida.

Aparte de los condicionamientos a los que debe acomodarse el poder legislativo para la justicia de sus disposiciones tributaras, le queda también un amplio campo al poder ejecutivo dentro de su propia esfera; por supuesto, sin permitirse en lo más mínimo extralimitarse invadiendo parcelas propias del legislativo. Le queda un papel importante que desarrollar, porque, en definitiva, se halla en contacto más directo con el contribuyente.

Tal cercanía comporta la obligación de informar acerca de las necesidades del bien común y dar cuenta del empleo que se hace de las cantidades recaudadas. En la mayoría de las ocasiones no bastarán las cifras presupuestarias, oficialmente publicadas en el órgano de promulgación legal, porque no llegan al pueblo y que, de descender tanto, todavía requiere una más que mediana formación para desentrañar sus líneas y hacerse cargo de lo que realmente pueden significar las enormes partidas relacionadas escuetamente como en libro contable, sin ningún calor humano. Una información menos técnica y científica, pero más popular, se echa de menos bastantes veces, a pesar de que lo pide, aparte de la equidad, un mínimo de sentido común.

La simplificación fiscal, en cuanto a número de disposiciones, claridad de las mismas y lenguaje empleado, es también condicionarte extrínseco exigido por la justicia de un tributo o sistema fiscal. Actuar de forma distinta mostrará pronto los fallos en que han incurrido las disposiciones tributarias y que habrá de corregir en lo sucesivo de forma que no sirvan de anhelado pretexto a la insinceridad fiscal del contribuyente.

Los poderes públicos han de dar el primer paso, decidido y enérgico, en la ingrata labor de la lucha contra las irregularidades tributarias, aun suponiendo que fueran del todo inocentes y, de momento, resultara la parte más perjudicada. Tienen a su cargo el bien común, y les corresponde primordialmente restablecer el clima de colaboración.

De todas formas, la misión fiscal de los poderes públicos en materia tributaria, tanto a nivel legislativo como administrativo, no podrá ser nunca perfecta. Todo lo que se disponga legalmente o lo que se ejecute administrativamente comportará defectos de forma irremediable.

En primer lugar, porque si "la ordenación jurídica-incluida la tributaria- debe responder al grado de progreso de la comunidad política, en nuestros tiempos la vida social es tan variada, compleja y dinámica que cualquier ordenación jurídica, aun la elaborada con suma prudencia y previsora intención, resultará muchas veces inadecuada frente a las necesidades reales".

Y segundo, porque no serán las disposiciones jurídicas, sino principalmente los hombres que las apliquen, quienes darán el tono, según aquello de preferir un sistema jurídico-positivo imperfecto llevado a la práctica por hombres honestos a un hipotético sistema jurídico perfecto pero manejado por hombres con pocos escrúpulos éticos. A ello se añade que trigo y cizaña siempre irán unidos en la praxis ético-fiscal por mucho que se haya llegado, en abstracto, a la enunciación de principios indicativos perfectos.

Con ello se pueden enunciar las conclusiones propias de la ética tributaria que afectan directamente a los poderes públicos. Para ellos la aportación, con el fin de lograr una verdadera reforma tributaria, girará alrededor de que: a) las disposiciones fiscales recojan siempre los requisitos exigidos en moral para la justicia objetiva de un impuesto, y b) se restablezca la mutua confianza en las relaciones Estado-contribuyente con la adecuada información a nivel medio; humanismo y rapidez en la administración, y pocos y sencillos principios tributarios.

IV. Recapitulación

1. El deber de contribuir a las cargas sociales de la propia comunidad es una obligación vinculante en conciencia, fundada en la misma naturaleza de las cosas: existencia de las comunidades políticas humanas, derivada del propio carácter social del hombre.

2. Pero tal deber de contribuir se limita a los impuestos justos.

3. Las condiciones para tal justicia se vienen enunciando tradicionalmente desde cuatro vertientes. La primera, mirando al autor de las leyes, que debe ser sólo el órgano legislativo supremo de la correspondiente comunidad política de que se trate; la segunda, relacionada con la finalidad: sólo se puede pedir justamente un impuesto cuando sea medio necesario para realizar los fines sociales exigidos por el bien común y/ o para lograr una más equitativa redistribución de las riquezas; la tercera, relativa a la materia u objeto tributario, de forma que, dejados al margen casos excepcionales, no se grave el mínimo vital señalado relativamente en forma dinámica; y, por último, con la debida formalidad proporcional o progresiva adoptada técnicamente según las posibilidades económicosociales concretas.

4. Por otra parte, el poder legislativo debe cuidar que las disposiciones tributarias positivas sean lo más claras y lo menos numerosas posibles, evitando un lenguaje excesivamente técnico o complicado que las haga difícilmente comprensibles a sus destinatarios; con una flexible y humana administración.

5. Un tributo concreto, o el conjunto de un sistema tributario, adolecen normalmente de imperfecciones e injusticias. Pero hay que pensar que no son absolutas, y que por ello enunciados demasiado simplistas sin ulteriores matizaciones, corno "este sistema tributario es injusto" pueden llevar a consecuencias prácticas aún más injustas. Piénsese, por ejemplo, en las dos matizaciones siguientes: "... es injusto, sí, pero por exceso en los escalones inferiores de renta y por defecto en los superiores", con lo que no quedarán justificadas, en ética tributaria, las personas incluidas en los escalones superiores de renta apoyándose en la injusticia sin matizar, evadiendo el pago fiscal, cuando lo que debería hacerse por los poderes públicos es establecer en tales escalones mayor presión fiscal y el subsiguiente pago de la misma; al paso que los contribuyentes de los escalones inferiores, más gravados de lo justo, no cometerían fraude ético fiscal si evitan el pago del exceso.

6. Por lo tanto, se impone un atento discernimiento en dos vertientes. En la estrictamente ética, que debe realizar el moralista atendiendo a las indicaciones periciales que le facilitan los técnicos en hacienda pública; y en la positiva especializada, que harán hacendistas competentes llegando a sus propias conclusiones en relación con los principios facilitados por la reflexión moral.

7. Y, con todo ello, lograrla creación de la correspondiente actitud ética interiorizada en materia fiscal que analice y sepa desenvolverse ante las concretas situaciones tributarias que se vayan presentando.

BIBL.: De la abundante bibliografía acerca de la moral fiscal sólo presentamos una selección, que pretende cubrir las diversas facetas temáticas y que se halla al alcance de cualquier lector.

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G. Higuera