EPISTEMOLOGÍA MORAL
TEOLOGÍA MORAL

SUMARIO

I. Problemática.

II. Fenomenología de los principios lógico-estructurales de los sistemas epistémicos de la ética.

III. La investigación histórico fenoménica sobre las facultades antropo-epistémicas de la ética:
1.
La intuición;
2. El sentimiento;
3. La razón;
4. La voluntad.

IV. Las fuentes epistémicas de la ética.

V. Las modalidades introspectivas de la "episteme"ética.

VI. Los resultados de la investigación epistémica sobre el srpeto moral.

VII. El "cuadrifolio epistémico" dé la ética.

VIII. La especificidad epistémica de la ética.

IX. La especificidad teológica de la "episteme"ética.

 

I. Problemática

Según el diccionario, la epistemología es la investigación crítica, no sobre el contenido de una ciencia concreta, sino sobre la forma o estructura lógica de la ciencia. Desde el momento, pues, en que el término va acompañado de un adjetiva, la investigación ya no se hace sobre la estructura lógica de la ciencia en general, sino sobre la estructura lógica de la ciencia concreta a la que remite el adjetivo.

Indagar sobre la estructura lógica de una ciencia concreta, en este caso la ética, significa indagar sobre la condición indispensable de su existir en cuanto ciencia, y en cuanto ciencia distinta de las otras ciencias. Condición indispensable del existir de una ciencia es la especificidad de su estatuto epistémico, que constituye al mismo tiempo el principio de identidad y el de diversidad de esa misma ciencia concreta. Para que una ciencia pueda ser incluida en la lista de las ciencias se requiere que haya dado a su propia reflexión, mediante un pensar explicativo y elaborativo, una estructura lógica total o parcialmente propia y, por lo tanto, total o parcialmente distinta de las otras ciencias.

Hablar de epistemología moral significa también plantear el gran problema de la complejidad del estatuto epistémico de esta ciencia, que es colocada de hecho y es perfectamente colocable dentro de las ciencias empíricas y axiológicas, lo mismo que entre las filosóficas y teológicas. Además, la ética es considerada como ciencia filosófica no teórica, sino práctica, y, dentro de este contexto, hay que preguntarse qué significa para la ciencia moral ser filosofía práctica y no teórica, si es verdaderamente sólo práctica y en qué sentido hay que considerarla también filosofía teórica. La ética, en efecto, no se interesa sólo por los problemas referentes a la búsqueda del vivir moral, sino también por tantos problemas teóricos que no se refieren directa o inmediatamente a la vida práctica.

La ética se considera también ciencia empírica, en el sentido de que la vida moral de un pueblo, de un grupo social o de una persona concreta siempre se puede señalar y describir empíricamente mediante la observación. ¿Pero su reflexión puede identificarse con la de las otras ciencias empíricas? Y si se la considera una ciencia descriptiva, ¿no hay que atribuirle, aunque sea de forma un tanto distinta, una función valorativa, y por lo tanto práctica?

Además, la ética es vista como ciencia valorativa; pero su estatuto epistémico, ¿es exclusivamente axiológico? ¿En qué sentido y hasta qué punto la ética es también ciencia axiológica? ¿De qué modo y hasta qué punto es posible fundamentar y demostrar científicamente este estatuto suyo axiológico?

Finalmente, por la ética no se interesa sólo la filosofía, sino también la teología; y por eso hay que plantear también el problema de las características específicamente filosóficas y teológicas de su estatuto epistémico. ¿En qué sentido es ciencia puramente filosófica y en qué sentido se plantea su especificidad teológica?

La complejidad de este horizonte epistémico se acentúa todavía más al centrarse la reflexión en problemas colaterales, como, por ejemplo, el de las facultades antropo-epistémicas de la ética, de sus fuentes, del método científico y/ o del método que permite la explicitación de la estructura lógica del discurso ético.

Para realizar tal explicitación, en las páginas siguientes procederemos a resaltar la importancia fenoménica de los datos relativos a la estructura lógica de la ética. De este realce de los resultados alcanzados con el tiempo se nos remitirá, siempre fenomenológicamente, al de las teorías sobre las facultades antropo-epistémicas de la ética y, sucesivamente, a la discusión sobre las fuentes o los datos a partir de los cuales el hombre ha explicitado fenoménicamente y puede elaborar teóricamente los distintos resultados epistémicos. Trataremos de descubrir el método seguido de hecho por la reflexión científica de la epistemología moral para ver su nivel de aceptación filosófica y teológica y sus posibilidades de aplicación a la ciencia ética en cuanto tal y al sujeto moral que la elabora y, sobre todo, que vive moralmente. Este método nos llevará a la explicitación conceptual y terminológica de algunas distinciones fundamentales y clarificadoras de la estructura lógica de la ética, de su especificidad filosófica y teológica y de su misma estructura epistémica compleja o diversamente planteada.

Seguiremos, pues, un método tan nuevo como nueva es la ciencia ética: siguiendo la estela de Aristóteles, partiremos de lo ya conocido, de lo aparente, de lo descubierto por otros, para captar lo que es menos conocido o, mejor aún, para elegir lo que permita una visión clara de la sistematicidad del discurso ético.

Que la epistemología no se interese por el contenido de una ciencia no significa que no se interese en absoluto por su objeto. En algunos momentos la estructura de la ética depende precisamente de su objeto o del modo como se le cónsidera. Si, por ejemplo, no se acepta que el objeto de su interés sea el aspecto valorativo o la posibilidad de fundamentarlo cognoscitivamente, a la ética obviamente habrá que darle una estructura epistémica no de tipo axiológico, sino descriptivo.

Se puede dar, además, el caso de que una ciencia (y esto afecta directamente a la ética también) tenga o se interese por varios objetos, que en razón de sus características diversas deben plantearse con estructuras epistémicas distintas para que puedan ser captados en todas sus cualidades específicas. Esto significa que la estructura lógica de la ética, o su epistemología, constituida con esa diversidad no puede explicitarse independientemente del objeto al que ésta se refiere, aunque sí puede y debe elaborarse prescindiendo, por ejemplo, de ciertos contenidos normativos que ella da al comportamiento humano.

II. Fenomenología de los principios lógico-estructurales de los sistemas epistémicos de la ética

El mejor modo de iniciar la reflexión sobre la estructura lógica de la ética, o sobre su episteme, parece ser el de resaltar fenomenológicamente los principios lógico-estructurales sobre los que se han fundamentado los diversos sistemas epistémicos de esta ciencia y con los que, en último análisis, se los puede identificar.

Por principio lógico-estructural se entiende el elemento a partir del cual -o la idea central en torno a la cual- se desarrolla una teoría ética que posee también los requisitos necesarios para transformarse en sistema o en visión global del fenómeno moral. A este elemento se le puede considerar la clave de lectura de la epistemología ética presente en uno u otro sistema. Está claro que en el momento en que se asume un determinado principio como fundamento de todo e1 fenómeno ético, se asume y se ofrece también una estructura interpretativa para la lectura del mismo fenómeno y para la relectura de la estructura lógica de la reflexión que se fealiza sobre él. Por ejemplo, asumir como principio lógico-estructural del fenómeno ético el egoísmo significa aceptar que tal fenómeno se fundamenta en el egoísmo, brote de él, se desarrolle en todas sus articulaciones a partir de él y que el principio epistémico que orienta la reflexión se identifique precisamente con el egoísmo. Lo mismo puede decirse si se asume como principio lógico-estructural el altruismo. Pero hay que tener presente que asumir un principio o su opuesto (egoísmo-altruismo) no determina necesariamente una variación radical de la estructura epistémica de la ética; esta puede llevar, y de hecho a veces lleva, a resultados parcial o totalmente distintos, pero puede que no varíe la estructura lógica del mismo procedimiento. Esto significa que la identificación del principio lógico-estructural sobre el que se fundamenta la ciencia ética y con el que se inician estas reflexiones no se transforma automáticamente en identificación de su sistema epistémico (en el sentido de la reflexión ya hecha sobre el contenido).

Muchos autores han intentado clasificar los distintos sistemas éticos aparecidos a lo largo de los siglos en base a algunos principios lógico-estructurales. Será, pues, oportuno remitirse a ellos y ver, en cuanto sea posible, la validez y los límites de sus clasificaciones. Entre las más significativas y por orden cronológico podemos remontarnos a la realizada por el mismo Aristóteles en su Ética a Nicómaco (1094a). Para establecer "el fin que debe perseguir la política y cuál es el sumo bien en la acción", Aristóteles cree que debe examinar cuáles fueron las opiniones "mantenidas por muchos hombres del pasado" y las mantenidas "por pocos hombres famosos". Procediendo con este tipo de identificación fenoménica, pasa revista a las distintas opiniones, discute su validez para aceptarlas o rechazarlas y para descubrir en qué consiste exactamente el bien. De esta manera elabora una lista de los principios lógico-estructurales sobre los que se basan los sistemas éticos, que puede ampliarse con sólo pasar las hojas de toda su producción ética. Baste esta muestra para señalar cómo ya en los albores de esta ciencia era posible realizar una clasificación bastante amplia de estos principios.

Sin embargo, para tener una visión más exhaustiva, y también porque a lo largo de los siglos siguientes ha habido muchas repeticiones tanto conceptuales como terminológicas -unas y otras juntas o separadas-, será bueno remitirnos a esquemas elaborados en tiempos más cercanos a nosotros.

Si, por ejemplo, tomamos el Tratado de moral general de R. Le Senne, enseguida notamos que es posible identificar el principio lógico-estructural de la ética en base a referencias geográficas y culturales, o en base a la evidencia de la idea central de un sistema ético. En una primera lista clasificatoria, aunque estructurada sólo con sentido bibliográfico, Le Senne se remite al período histórico y al área geográfica en la que han surgido las distintas morales, distinguiendo las de la antigüedad clásica de las cristianas, las asiáticas de las europeas y, dentro de éstas, las francesas, alemanas, holandesas, inglesas, italianas, escandinavas, españolas y eslavas, para después identificar en cada una de ellas los autores y los principios más representativos.

Lo mismo puede encontrarse en otras obras, por ejemplo en Primeras líneas de una historia de la moral, de E. Sidgwick, en donde la referencia geográfica, que continuamente se entrecruza con la temporal, permite al autor hacer explícita en cada caso la idea central que guía cada elaboración más o menos sistemática del discurso moral.

La clasificación se hace más homogénea y lineal en la Historia de la ética, de V.J. Bourke. Este autor distinque cinco grandes períodos históncos, integrando después en cada uno de ellos los distintos principios lógico-estructurales más significativos, junto con los autores que los defienden.

De estos pocos ejemplos se pueden intuir cómo las referencias históricogeográficas pueden resultar necesarias para la elaboración de una historia de la ética, pero siempre son deficientes para una clasificación sistemática de los principios lógico-estructurales de esta ciencia.

Ni siquiera la clasificación sistemáticamente dirigida y surgida directamente de estos principios consigue fácilmente alcanzar un nivel exhaustivo y lineal de planteamiento. El mismo René Le Senne en el segundo volumen de su Tratado de moral general hace una lista de los distintos tipos de moral, distinguiéndolos en base a su principio lógico-estructural, que para unos ha sido el placer (hedonismo), para otros el interés (utilitarismo), para otros el bien o el sentimiento, el querer o la tradición, el positivismo biológico, psicológico o sociológico.

Si se quiere realizar esta misma distinción hay que reconocer con Le Senne que algunos de estos principios se relacionan entre sí: por ejemplo, las morales que él llama del "sí" pretenden la realización del sujeto moral, como también el hedonismo y el utilitarismo. También hay que reconocer que, mientras que la mayor parte de las distinciones se remiten al principio lógico-estructural de la ética, las morales del sentimiento y del querer se remiten más bien a la facultad epistémica de la ética. Además hay que añadir, como hace notar el autor, que, desde el punto de vista puramente terminológico, "placer" no hace explícita todavía su identificación o diversidad respecto a "alegría" o "felicidad". Si el "placer" lo asumimos en este último sentido, nos encontramos ante el eudemonismo, en el que suele clasificarse la ética de Aristóteles y la de santo Tomás.

De todas formas, el hecho es que en la historia de la ética se pueden identificar muchos otros términos para la clasificación de los distintos principios lógico-estructurales. Se puede hablar, y de hecho se habla con Bergson, de "morales cerradas", que se basan en el principio de la obligatoriedad, y de "morales abiertas", que se basan más bien en la espontaneidad de la tendencia hacia el bien. Se puede hablar también de morales ateas, humanistas o religiosas; de moral autónoma o heterónoma; de moral de los. derechos, o de los deberes; de morales del deber, que puede ser exterior o interior; de morales objetivas o subjetivas; de morales teleológicas o deontológicas (Broad), que también se denominan a veces las últimas intuicionistas (Sidgwick); de morales que se basan en el escepticismo y de morales que remiten a fundamentos cognoscitivos; de morales basadas en el egoísmo y de morales.basadas en el altruismo.

Sin pretender redactar una lista exhaustiva de todas las clasificaciones posibles, notemos tan sólo que todas suscitan problemas importantes cuando se trata de identificar exactamente la peculiaridad de los principios lógico-estructurales a que se remiten. Por ejemplo, la distinción de las morales en base al principio ateo, humanista o religioso parece inmediatamente clara; pero se complica muchísimo apenas nos preguntamos si la moral atea y la religiosa son o pueden ser también morales humanistas, si y en qué sentido los principios del ateísmo y de la religiosidad pueden determinar una perspectiva ética distinta. También está clara la distinción entre autoqomía y heteronomía; pero, ¿cómo hay que interpretar la teonomía de la moral cristiana? ¿En sentido autónomo o heterónomo? Y ¿qué diferencia hay entre la moral de los derechos y la de los deberes? ¿No son éstos el reverso para los demás de los derechos de una persona o de un grupo?

El problema se complica más en cuanto nos remitimos al volumen Ética, teoría e historia, de Hans Reinen. En él el principio del eudemonismo se expone tanto en el capítulo sobre el principio últimamente determinante del actuar del hombre, como en el capítulo sobre el principio de los contenidos de la moralidad y en el capítulo sobre el carácter imperativo de la exigencia moral, como ética eudemonista sin un "debes" vinculante.

Semejante consignación da a entender fácilmente que el mismo principio lógico-estructural puede ser, y de hecho es, utilizado de modos distintos, por motivos distintos y en contextos distintos. Hay que pensar, pues, que lo mismo ocurre o puede ocurrir con los otros principios: mientras que uno, es utilizado en un contexto bien preciso y concreto, el otro es utilizado en un contexto totalmente diverso. Por ejemplo; ¿en qué contexto se asume el principio lógico-estructural del decisionismo y en cuál el del utilitarismo? Mientras que con el primero se niega que en el ámbito ético exista proceso cognoscitivo alguno, con el segundo, en cambio, se afirma que en el ámbito ético hay que actuar con vistas al mayor bien posible para el mayor número de personas posible. Ambas contextualizaciones aparecen claramente diferentes: mientras 1a segunda se refiere a la finalidad deYactuar, la primera se refiere a las condiciones básicas de la reflexión ética.

¿Qué significa además afirmar, como hace Sidgwick, que la moral cristiana tiene sus rasgos distintivos en la fe, en el amor, en la pureza, en la obediencia, en la lejanía del mundo, en la mortificación de la carne, en la paciencia, en la beneficencia? ¿Se puede pensar en una moral auténticamente moral, atea o no atea, que no tenga todos estos requisitos, fuera del de la fe?

La identificación fenoménica de los diversos principios y de los problemas que de ellos se derivan permite ahora ver la problemática fundamental: ¿Se puede sostener teóricamente la pluralidad de los principios lógico-estructurales de la ética, o debemos más bien buscar un solo principio? ¿La posibilidad de mantener tantos principios se disuelve al disolverse la diversidad terminológica o puede seguir existiendo mientras no distingamos algunas contextualizaciones?

En efecto, si nos fijamos mejor, vemos que los términos del problema relativo a la unicidad del principio lógico-estructural de la ética estaban ya claros para Aristóteles y Platón. Se advierte también que una larga lista de pensadores después de ellos ha sostenido la unicidad de este principio, que consiste precisamente en el bien. Y así, ya en las primeras páginas de la Ética a Nicómaco leemos: "si hay un fin de nuestras acciones que queremos por sí mismo, mientras que a los demás los queremos en vista de aquél, y no deseamos cada cosa en orden a otra cosa particular..., en tal caso está claro que éste debe ser el bien, y el bien supremo".

Por esto G.E. Moore, en Principia Ethica, se pregunta también, siguiendo a Aristóteles, qué es bueno en sí mismo, tratando de individuar las distintas identificaciones históricas del bien. El problema que subyace a muchas distinciones ya señaladas, en efecto, consiste precisamente en la identificación del bien con cosas distintas del bien, que Moore define como concepción naturalista de la ética. El hedonismo, por ejemplo, identifica el bien con el placer, cayendo de esta manera en el error naturalista desenmascarado por el mismo Moore y por otros después de él.

Para Moore, en cambio, el bien, como ya se había puesto de manifiesto en el área cultural anglosajona, es un concepto simple, indefinible o sólo tautológicamente definible, como, por ejemplo, en la definición de santo Tomás: "Bonum est faciendum, malum est vitandum".

Pero hay que señalar también que el concepto de bien supremo, verdadero principio lógico-estructural de la ética, como afirma Aristóteles, "no es una cualidad común que se exprese bajo una sola idea". Se manifiesta en múltiples y complejas modalidades. Constituye, como han puesto de manifiesto los fenomenólogos, un reino ideal de valores.

Por eso otro problema subyacente a algunas de las distinciones señaladas lo constituye su colocación sectorial en relación a las parciales manifestaciones del bien o en relación a las problemáticas que tienen que ver con el bien en cuanto tal dentro de la polivalente contextualización del discurso moral.

Todo lo dicho lleva a la conclusión de que el principio lógico-estructural de la ética, el fundamental, es, y no puede dejar de ser, único; que puede haber más principios lógico-estructurales, pero éstos tendrían que situarse dentro de contextualizaciones sectoriales de la única perspectiva ética, cuya polivalencia estructural no hemos destacado aún.

III. La investigación histórico-fenoménica sobre las facultades antropo-epistémicas de la ética

Identificado el bien como principio de la ética, Aristóteles piensa, puesto que "el hecho es a la vez comienzo y principio", que hay que pasar a la búsqueda del modo en que este principio pueda establecerse. No se trata ahora todavía de si el principio lógico-estructural de la epistemeética se descubre por inducción, por sensación, por hábito o de otro modo. Tratamos más bien de descubrir a qué facultad antropológica se le ha atribuido en la historia la función de facultad epistémica de la ética. Señalado esto, se podrá ver después cómo la o las facultades antropológicas realizan el proceso cognoscitivo en ética. También en este caso la identificación fenoménicaconstituye el vehículo para alcanzar ciertos resultados útiles, tanto en ordena la visión panorámica de la discusión histórica como a descifrar exactamente la problemática epistémica.

Hablar de facultad epistémica puede, parecer querer problematizar a toda costa lo que es obvio, ya que el proceso cognoscitivo no puede dejar de depender de la facultad intuitivo-racional del hombre. Sin embargo, resulta que la búsqueda de la facultad antropo-epistémica de la ética ha tenido una considerable importancia problemática en la historia de esta disciplina y que los resultados de tal búsqueda han sido más bien divergentes. "El punto controvertido -sostiene H. Reiner- es si el acto con el que inmediatamente percibimos la diferencia entre el bien y el mal tiene el carácter fundamental y general del conocer en sentido propio, o si en él toma parte alguna facultad de tipo jurídico de otro género. Por lo demás, a la percepción de la diferencia en cuestión va unida también un impulso -el impulso a hacer el bien y a abstenerse del mal -del que somos conscientes en términos de un deber moral" (Ética, 149).

Por esta cita queda claro que la epistemología moral debe remitirse por una parte al problema del tipo de conocimiento con que el hombre capta el bien, y por otra al problema de la o de las facultades implicadas en este tipo de conocimiento. Si el conocimiento del bien tuviera que darse como se da el conocimiento de cualquier otro objeto ontológico o empírico, en ética se descartaría la atribución del proceso epistémico a la facultad intelectual. Puesto que, en cambio, el bien en cuanto tal no se puede integrar totalmente en el contexto empírico-ontológico, tampoco su conocimiento podrá integrarse totalmente dentro de los esquemas del conocimiento puramente intelectual. Precisamente de aquí brota, en último análisis, la diversidad de las soluciones históricamente aportadas.

Según Sidgwick, el problema hay que formularlo del modo siguiente: "Una investigación en torno a la naturaleza y al origen de la facultad espiritual que nos permite reconocer el deber, o, de forma más general, en torno a la parte que el intelecto tiene en el acto humano y a sus relaciones con las distintas especies de atracciones y aversiones" (Primeras líneas..., 23).

Esta formulación del problema parece muy adecuada porque, efectivamente, al hablar de episteme no se puede excluir el papel preponderante que ejerce el intelecto. Pero a partir de la misma formulación se hace más claramente visible, durante la identificación fenoménica del debate histórico, cómo con frecuencia se trata sólo de una acentuación más o menos evidente del papel desempeñado por una u otra facultad respecto al desempeñado por la facultad intelectual.

H. Reiner dedica todo un capítulo de su Ética a la "facultad que define las distinciones morales y fundamentales", enumerando como órgano del juicio moral la razón, el sentimiento, el sentido moral, la razón práctica de Kant, el gusto. En base a las variantes aportadas por otros autores, como se verá en las páginas siguientes, esta lista prescinde de cualquier otro debate histórico, como aquel que, por ejemplo, atribuye la función de discernir la distinción fundamental entre el bien y el mal a la intuición, o el que la atribuye, a pesar de su aparente contradicción, ala misma facultad volitiva.

Aunque la función de la intuición puede considerarse dentro de la perspectiva racional-intelectual, se le dedica aquí una sección aparte precisamente por el enorme interés y lo peculiares que son las reflexiones que suscita. Las otras secciones se reservan al sentimiento, a la razón y a la voluntad, tratando en cada una de presentar las variantes más significativas de las respectivas discusiones.

1. LA INTUICIÓN. Desde la antigüedad se afirma que en el origen del fenómeno moral, entendido como vivencia existencial y como reflexión explicativa de la vivencia, está el aspecto intuitivo de ciertos elementos, fundamentales para hacer posible el nacimiento y la articulación del fenómeno mismo. Para Platón, en el Menón, se trata de anámnesis: "El alma, recordando (recuerdo que los hombres llaman aprendizaje) una sola cosa, es capaz de encontrar por sí sola todas las demás... Buscar y aprender son, en su conjunto, reminiscencia". En Aristóteles el recuerdo de la idea que el hombre se ha traído del mundo del hiperuranio se transforma en un "comenzar por las cosas conocidas". El dilema platónico de "partir de los principios o bien llegar a ellos" se convierte en comenzar la búsqueda epistémica desde "lo que nos es conocido y de lo que ya se conoce en general" para descubrir poco a poco lo que queda todavía por conocer.

En ética remontarse al momento inicial de este conocimiento significa además, para santo Tomás, establecer una relación analógica entre el conocimiento del ser y el del bien: "Como el ente es lo absolutamente primero en el conocimiento, lo mismo el bien es lo primero en el conocimiento de la razón práctica" ("Sicut ens est primum quod cadit in apprehensione simpliciter, ita bonum est primum quod cadit in aprehensiones practicae rationis"; S. Th., I-II, q. 94, a. 2).

Este tipo de aprehensión, que se realiza naturaliter, corresponde a la percepción intuitiva, a partir de la cual se mueve la razón práctica. Y esta analogía, que está muy, clara en santo Tomás, es quizá la causa fundamental de los debates históricos a que hemos aludido. En último análisis, se trata de ver en qué consiste la razón práctica; aquella razón práctica que para Kant posee leyes a priori cuya explicitación consciente es tarea de la metafísica de las costumbres. "Una metafísica de las costumbres es pues, rigurosamente necesaria, no sólo por una necesidad de la especulación, para explorar la fuente de los principios prácticos que están a priori en nuestra razón..." (KANT, Fundamentos..., 12).

Lo dicho no significa sino poner al comienzo de toda reflexión ética, tanto si se elabora científicamente como si se lleva prácticamente en el tejido existencial operativo de la persona, un aspecto intuitivo o perceptivo del concepto de bien, de los principios primeros y del deber emergente y en base al cual la razón práctica saca "conclusiones per scientiam" (S. Th., II-II, q. 47, a. 6c).

H. Bergson presenta así el mismo tema: "Un absoluto no puede captarse más que por intuición, mientras que todo lo demás pertenece al análisis. Se llama intuición esa especie de simpatía intelectual por la que entramos dentro de un objeto para coincidir con lo que tiene de único, y por consiguiente de inexpresable" (Las dos fuentes..., 17).

La dimensión intuitiva, que posee la característica de simpatizar intelectualmente con el objeto, es definida por los fenomenólogos como experiencia originaria (Ur-erfahrung), conocimiento apriorístico, sentimiento de los valores, conciencia primaria de los valores. "Esta conciencia primaria del bien y del mal mismo, cualquiera que sea el modo en que se dé... es el fenómeno ético primario, el hecho de la ética" (N. HARTMANN, Ética, 87).

La dimensión intuitiva es considerada por muchos como el fenómeno ético primario; pero es verdad, sin embargo, que no se presenta como simple dimensión intuitiva; como ya se ha podido observar, se le atribuye una característica claramente comprensible en la variedad terminológica que la expresa: precisamente la de estar acompañada por algo identificable como simpatía o sentimiento; se le atribuye también la función de servir de comienzo a la búsqueda racional posterior o a la conciencia cada vez mayor de los valores, y de estimular la facultad volitiva hacia lo que se ha captado. Esto ya se ve en el concepto de bien propuesto por Aristóteles y Tomás, lo mismo que en el concepto de deber propuesto por Kant, como objetos intuidos.

En este sentido la dimensión intuitiva originaria se puede considerar por una parte como dimensión en sí misma y netamente distinta a las otras, y por otra como dimensión cuya explicitación plena se alcanza a través de la identificación de las características distintivas de las otras dimensiones.

2. EL SENTIMIENTO. Si se utiliza esta terminología, no se puede por menos de iniciar la reflexión sobre la base de las afirmaciones de los fenomenólogos. No importa mucho uno u otro de los matices distintos de su terminología, puesto que siempre nos encontramos con una experiencia originaria que poco a poco tiende a hacerse experiencia cada vez más plena de los valores, guiada como está por la atracción que éstos ejercen en el hombre. Los valores no se los inventa el hombre; existen ya, viven en el sentimiento que sustenta y empuja continuamente al hombre hacia ellos. Su ser autónomo e independiente de toda fantasía no está determinado por la conciencia de la persona, sino que son ellos los que la determinan a ella.

El sentimiento del valor es el resultado de la atracción que ejercen en el hombre y que se transforma en un "saber conjunto más o menos claro u oscuro del valor y del no valor del comportamiento de hecho" (N. HARTMANN, Ética, 87).

Pero el problema del sentimiento de los valores no ha esperado a los fenomenólogos para ser explicitado. El mismo Hartmann no puede por menos de definir su discurso como "la auténtica anámnesis platónica" (ib, 79), tanto por la relación del hombre platónico con el mundo de las ideas como por la reflexión que Platón hace en el Menón sobre la posibilidad de desear el mal aun sabiendo que es mal. La atracción del hombre por parte de los valores es claramente visible también en la definición de bien hecha por Aristóteles al comienzo de la Ética a Nicómaco: "aquello hacia lo que todo tiende".

Es visible también en las inclinaciones naturales, que santo Tomás ve en el hombre en relación con el bien y con los primeros principios, y que después se desarrolla en conocimiento cada vez más pleno de los preceptos particulares de la ley natural mediante el trabajo de la razón práctica.

Las inclinationes naturales de santo Tomás y de la teología moral que le siguió pueden identificarse con el sentimiento del valor de los fenomenólogos y con la "estimación del valor muy superior al valor de todo lo que es considerado altamente apreciable por la inclinación" (E. KANT, Fundamentos... 40), donde obviamente el término inclinación corresponde al adpetere de la escolástica.

En la tradición inglesa la misma perspectiva se afirma como teoría del sentido moral o común, la cual sostiene que el concepto de bien suscita en el hombre aquel deseo que regula naturalmente todo apetito y pasión especial, impulsa el querer a realizar lo que es honesto y provoca el conocimiento de verdades supremas.

Diversidad terminológica, como se ve, que tiende a sintetizar en una sola fórmula la complejidad de la actuación de varias facultades humanas en la articulación del fenómeno moral. Mientras que en la reflexión sobre la intuición se veía la dimensión originaria dando origen al fenómeno mismo, aquí se ve la dimensión atractiva de los valores, y sólo después se considera la dei trabajo intelectual y la de la adhesión volitiva.

Dentro de esta perspectiva hay que resaltar, sin embargo, el problema del reduccionismo, visible en algunos estudios muy recientes, según los cuales el sentimiento, entendido como simple emotividad, constituye no sólo la dimensión que acompaña a la intuición originaria, sino también como la única dimensión que da fundamento al fenómeno moral [l Metaética; l Ética descriptiva].

3. LA RAZÓN. Que la dimensión intuitiva, acompañada por el sentimiento originario de los valores, pueda y deba desarrollarse mediante la actividad racional o que sea la dimensión inicial y decisiva de la actividad racional del hombre en cuanto sujeto moral, es una afirmación muy extendida en la tradición ético-filosófica y teológica, excepto en el neoempirismo inglés¡ muy reciente, que niega a la ética a fundamentacion cognoscitiva.

Por todo lo dicho, parece suficiente aquí ver cómo desde los tiempos de Aristóteles, al menos por lo que consta históricamente, se atribuyó a la razón -entendida como razón práctica que guía al hombre en la actividad no especulativa sino práctica del contexto ético-operativola misión de "distinguir los bienes reales y verdaderos de los aparentes... y de guiar el deseo cuando mueve a la voluntad, de modo que no se conforme con los bienes aparentes, sino únicamente con los verdaderos" (H. REINER, Ética, 152).

La razón práctica, como dice Tomás, tiene precisamente la función de causar algo mediante un mandato o una petición. Es también aprehensiva, pero no sólo como la especulativa (11-11, q. 83, a. 1). Desarrolla su función en relación con las cosas que debe hacer y que son particulares y contingentes, mientras que la razón especulativa se preocupa de las cosas necesarias (1-Il, q. 91, a. 3).

En Kant la razón especulativa se hace razón pura; y la razón práctica adquiere una doble función: la puramente descriptiva, que se refiere a la facultad volitiva, considerada como simple facultad humana distinta de la intelectual, y la valorativa de voluntad moralmente buena (D. WITSCHEN, Kant und die Idee..., 15). Lo que significa que cuando en la historia de la ética se habla de razón práctica, no se hace referencia sólo a la actividad intelectivo-racional o especulativa del hombre, sino también a la volitiva que guía y orienta su actuar ético.

La razón práctica, por tanto, es a a la vez dimensión intelectual y volitiva; entrelazado mutuo de las dos facultades que orientan la vida moral. Como dimensión intelectual, la razón práctica llega al conocimiento de las leyes morales, que luego son asumidas por la esfera volittva de la razón práctica. También la misma razón pura está dirigida por la razón práctica, entendida como dimensión volitiva,sobre todo cuando asume la tarea de indagar en el ámbito de los problemas éticos, cuya solución afecta directamente a la actividad de la razón práctica. Según Kant, en efecto, "es de la mayor importancia práctica unir estos conceptos y estas leyes (morales) con la fuente de la razón pura", precisamente porque "resulta evidente que todos los conceptos morales tienen su sede y su origen totalmente a priori en la razón, tanto en la razón humana más común como en la que es en sumo grado especulativa" (Fundamentos..., 54).

La dimensión intuitiva del a priori necesita siempre, como aparece en las primeras páginas de Fundamentos para una metafísica de las costumbres, que se la explicite,elabore y presente claramente con todas sus consecuencias prácticas. Esto debe ser propio de la razón pura, solicitada quizá por la razón practica, que tiende a adquirir un mayor número de elementos con los que orientarla acción ética del hombre.

Todo lo dicho significa que la razón práctica no tiene funciones epistemológicas: a ella se le pueden atribuir, si acaso, funciones de causa genética en relación con la razón especulativa o pura. Tanto a nivel de entramado existencial de la vida ética de la persona individual como a nivel de búsqueda especulativa altamente científica, no es la voluntad la que identifica las leyes morales, sino la inteligencia empujada por la voluntad.

4. LA VOLUNTAD. En la historia encontramos teorías que atribuyen precisamente a la voluntad la función de facultad epistémica de la vida moral. Pero, en realidad, no se trata de teorías epistemológicas, sino de teorías que determinan volltivamente el inicio del fenómeno moral: la voluntad no es y no puede ser facultad epistémica.

Según estas teorías, la voluntad, con su toma de decisión, hace posible el proceso epistémico de la ética, que de otro modo no podría iniciarse nunca, pero que después, entiéndase bien, se resuelve dentro de un circuito cerrado en el que se ha entrado precisamente por la toma de decisión inicial. La ética, pues, según estas teorías, no puede fundamentarse cognoscitivamente; el inicio del proceso epistémico no se identifica con la dimensión intuitiva, sino con la dimensión decisoria y, según algunos, con la puramente emotiva. A partir de ahí es posible la verificación empírica de las verdaderas afirmaciones; pero su verificación lógica se encuentra siempre con el muro de la decisión o emoción inicial, más allá del cual la inteligencia no puede pasar [l Metaética].

Que la voluntad tiene también una función importante en el proceso epistémico es indudable; ya ha quedado claro por todo lo que se ha dicho sobre la razón práctica. Pero que todo conocimiento ético no sólo es objeto al que adherirse voluntariamente, sino que está también estimulado y acompañado por la tensión volitiva hacia el logro cada vez más explícito del bien, no significa que la relación inteligencia-voluntad haga inclinar la balanza del lado de la voluntad, al menos en el inicio del proceso epistémico. Que tal relación está mediada por el sentimiento y que éste juega un papel también decisivo no significa tampoco que el proceso epistémíco de la ética no se fundamente en un conocimiento que también es intuitivo. Todo esto evidencia más bien la peculiaridad de la epistemc ética, que se basa en la actuación de diversas facultades antropo-epistémicas. Cada una de ellas desempeña su propia función específica, estimulando genéticamente el proceso cognoscitivo o recibiendo de él su estímulo, actuando de un modo más o menos incisivo en esta o en aquella otra fase del proceso. De todo esto se deduce que la ética se fundamenta sobre el proceso cognoscitivo, y que tal proceso es compuesto, complejo y variado en su estructura. Por esto no se puede absolutizar la función que desarrolla una u otra facultad, ni tampoco es fácil definir exactamente con fórmulas sintéticas la peculiaridad de da episteme ética.

La que quizá sintetiza mejor esta peculiaridad es la Real Apprehension de que habla J.H. Newman (Gramática del asentimiento, 50-70). Pero también ésta necesita muchas explicitaciones para hacer evidente su propia diversidad respecto a la Notional Apprehension -cuyo objeto son las verdades empírico-fácticas- y para describir todas sus características específicas, que consisten, como hemos intentado mostrar, en la confluencia de las funciones de las distintas facultades epistémicas y en el logro de un resultado, fruto del entramado de muchas tensiones epistémicas.

De esta forma la facultad verdaderamente epistémica de la ética resulta ser la intuitivo-racional, aunque el sentimiento y la voluntad intervienen también, la estimulan y la acompañan por distinto título en el camino cognoscitivo para apropiarse después del objeto conocido y adherirse totalmente a él. Esto ocurre porque el bien, los valores o el objeto específico del conocimiento ético posee una peculiaridad propia que no es de tipo empírico, sino axiológico. Su conocimiento, por tanto, no puede ser nunca sólo nocional. Se transforma siempre en conocimiento real, con el que hace referencia precisamente a las cualidades del objeto de la episteme ética, que anima a las distintas facultades antropológicas, a la función que cada una desempeña y a la especificidad de la episteme moral tan variadamente estructurada.

IV. Las fuentes epistémicas de la ética

Desde este punto de vista el problema de la posibilidad epistémica de la ética se convierte en el del lugar en que puede buscar o descubrir los principios, las normas del vivir moral o el deber moral entendido como instancia originaria y fundamental y como instancia inmediata de la acción a realizar.

Siguiendo los distintos intentos históricos de objetivación del lugar en que aparece o se descubre la instancia moral, nos encontramos frente a fórmulas diversas que dejan traslucir al menos la posibilidad de la existencia de más fuentes, y por consiguiente frente al problema de establecer si la ética pueda o deba remitirse a una sola de estas fuentes o a todas juntas.

Se afirma, por ejemplo, que "la corriente platónica buscó la universalidad -y el lugar de su determinación objetiva- en el mundo de las ideas. El verdadero bien está más allá del hombre concreto e individual, del hombre corpóreo. Sólo el filósofo puede captarlo... La corriente aristotélica, de orientación exquisitamente empirista..., quiso ver en el hombre concreto, corpóreo, su misma ley. Pero mientras que para el sofista Protágoras `el hombre es medida de todas las cosas' en el sentido que cada hombre individual es medida para sí mismo y totalmente independiente de los otros, nace en Aristóteles la idea de la naturaleza humana -aquello por lo que cada hombre es hombrey con ella la idea y la formulación de la ley natural, que se manifiesta en las inclinaciones físicas y espirituales del hombre" (E. CHmvaccl en l Ley natural I, 1).

Como fuente epistémica de la ética tenemos, pues, por una parte el bien, y por otra la ley natural. El concepto de ley natural, tanto en la tradición filosófica como en la teológica, se entiende igual en el sentido más global de realidad humana en general que en el más restringido de razón humana (santo Tomás) y, por lo tanto, en el sentido de facultad epistémica (de las que hemos hablado l antes, III).

En términos bíblico-teológicos, la fuente epistémica de la ética se identifica con la voluntad de Dios. El hombre creyente descubre en la voluntad de Dios la instancia moral. Remitiéndose a esta voluntad identifica el propio deber y se realiza plenamente desde el punto de vista moral.

La reflexión ético-teológica científicamente elaborada presenta en los manuales tradicionales un capítulo específicamente dedicado a las fuentes de la teología moral, en donde se distinguen dos tipos de fuentes: las primarias y las secundarias. Mientras que las primeras son la Sagrada Escritura, la tradición y el magisterio, las segundas se identifican con la ley natural, la razón humana, la psicología, la antropología, la historia, etc. M. Zalba la define como "los lugares de donde brotan los principios de la teología moral y las obras en las que tales principios son transmitidos y pueden encontrarse. También éstas se distinguen en fuentes constitutivas (las secundarias) y fuentes cognoscitivas (las primarias)" (Theologiae Moralis Summa, 9).

El Vat. II no habla explícitamente de fuentes, pero en GS 46 usa la fórmula "a la luz del evangelio y de la experiencia humana", interpretada comúnmente como una redefinición de las fuentes y de la metodología epistémica de la teología moral (S. PRIVITERA, Dall ésperienza allá morale 19-50) [/ Experiencia moral II].

De aquí que se planteen dos problemáticas: la de la multiplicidad o unicidad de las fuentes epistémicas de la ética y la de la diversidad o especificidad de las fuentes epistémicas de la teología moral respecto a las fuentes de la filosofía moral.

Por lo que se refiere a la primera, hay que preguntarse si, más allá de la diversidad terminológica, las distintas fórmulas remiten verdaderamente a distintas fuentes epistémicas. Se trata de ver a qué fuente se refiere exactamente cada fórmula utilizada. Por evidentes motivos de claridad, sería conveniente proceder del modo siguiente: analizar en un primer momento la fórmula ley natural, confrontarla con la platónica del bien, para pasar finalmente al análisis de las distintas fórmulas religiosas y compararlas con el resultado del primer análisis.

La lex naturalis, explícitamente en santo Tomás e implícitamente en Aristóteles (en el sentido de que en este autor se da la misma reflexión, pero con distinta terminología), indica lo que la razón humana, desarrollando la intuición originaria, consigue explicitar para la vida moral del hombre, es decir, los primeros principios y todas las indicaciones operativas que de ellos proceden. En santo Tomás, efectivamente, la ley natural se utiliza para los contenidos específicos del proceso epistémico de la ética, para la meta a la que se orienta la episteme ética y para el lugar en que se encuentra su propia fuente originaria. Pero entendida en este sentido, la fórmula "fuente epistémica"indica más bien el dato que es conocido, y remite a la perspectiva de la corriente platónica, que no habla de primeros principios, sino de bien. Esta diversidad terminológica no crea ningún problema, bien porque en el pensamiento aristotélico también se encuentra el término bien o porque el mismo santo Tomás explicita los primeros principios en el sentido del "bonum est faciendum, malum vitandum". Sí sería un problema la distinta colocación de este bien: fuera del hombre para la corriente platónica, y dentro del hombre para la corriente aristotélica. Según la tradición aristotélico-tomista, el principio fundamental de la ética puede formularse también como agere seyuitur esse. El mismo Kant se mueve en este principio. Con él no se hace sino remontarse del dato-objeto de la episteme ética al lugar en que se individualiza y del que brota. Según la corriente platónica, en cambio, el bien, que está fuera del hombre, es conocido dentro del hombre. Basta tomar algunas frases sobre el tema del representante más significativo del pensamiento platónico para darse cuenta claramente de esto. San -Agustín se expresa así: "No salgas fuera, vuelve a ti mismo. La verdad habita en lo íntimo del hombre" ("Noli foras ¡re, in teipsum rede. In interiore homine habitat veritas'~. Obviamente, también la verdad moral, que es el bien. Lo que puede hacer referencia a la anámnesis platónica, de la que hemos hablado antes, o puede significar también otra cosa aclarada por los fenomenólogos.

El problema no es descubrir dónde se encuentra el bien, sino conocer la realidad ontológica del bien. Si consideramos el bien como bien sumo, como ser perfectísimo, como valor fuente de todos los valores, entonces no podemos por menos de seguir a los teístas; como M. Scheler y D. von Hildebrand, e identificar el bien con el ser mismo de Dios. Si consideramos la esencia del bien como el reino de los valores en que se explicita y que constituye el objeto directo del proceso cognoscitivo de la ética; entonces no podemos por menos de considerar la realidad de los valores como realidad ideal, cuya idealidad se concreta dentro de la persona humana, que, según N. Hartmann, constituye también el sujeto de la auténtica anámnesis platónica hacia el reino ideal de los valores. En este sentido se puede afirmar que la fuente epistémica de la ética es Dios, el bien, la persona humana. Si identificamos la fuente con Dios y su voluntad, nos referimos al terminus a quo es creada la instancia originaria y fundamental del deber moral, encontrándonos así frente al postulado kantiano de la existencia de Dios. Si identificamos la fuente con el bien, nos referimos al terminus ad guem está orientado el proceso epistémico de la ética entonces nos encontramos con la reflexión kantiana sobre la autonomía moral. Si la identificamos con la ley natural, en el sentido de realidad humana, nos encontramos con el terminus in quo la instancia moral se hace presente o se sedimenta. Si, finalmente, identificamos la fuente con ley natural entendida en el sentido de racionalidad humana, entonces nos encontramos con el terminus quo la misma instancia es no ya creada, sino sólo conocida para ser después volitivamente realizada.

Más compleja resulta la solución de la segunda problemática, unida a la distinción entre fuentes primarias y fuentes secundarias, entre luz del evangelio y experiencia humana. Una vez dicho que la distinción del Vat. II sintetiza en último análisis la distinción tradicional entre fuentes primarias y secundarias, hay que hacer notar que el problema consiste sobre todo en ver si las fuentes primarias son un añadido que posee la ética teológica respecto a la filosófica, en qué consiste su función primaria o, en otras palabras, si la ética filosófica puede llegar a los mismos resultados que la ética teológica, aunque no tenga las fuentes primarias que son específicamente teológicas.

Resumiendo reflexiones ya elaboradas (S. PRIVITERA, Dall ésperienza alfa morale), se puede decir que el añadido de las fuentes primarias no hay que colocarlo en el nivel normativo del /comportamiento; en ese caso la ética de dimensión teológica debería llegar a resultados cuantitativamente superiores a los de la moral filosófica, que ésta no podría alcanzar nunca. La relación entre las dos fuentes tampoco se puede describir como la de dos paralelas que autónomamente llegan al mismo resultado; en este caso no se explicaría por qué la ética teológica deba remitirse también, aunque sólo sea secundariamente, a las fuentes de la ética filosófica, mientras que ésta no podría remitirse a las teológicas. La relación de primacía de las unas sobre las otras no es representativa ni siquiera como marco de garantía que las primeras-ofrecerían al resultado obtenido con las otras; tal garantía, válida sólo para el creyente, habría que interpretarla como incapacidad estructural de las fuentes secundarias para conseguir con certeza la orientación moral, con lo que el hombre que tiene su referencia en las fuentes secundarias solamente se encontraría en situación de inferioridad intelectual respecto al creyente.

La primacía de unas fuentes sobre otras hay que atribuirla sobre todo a la función que tienen en relación al vivir moral como tensión continua de adhesión al bien. La teología moral, remitiéndose a la fuente de la revelación o a la luz del evangelio, consigue resultados de tipo intelectivo en el sentido del correspondiente postulado kantiano de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma; puede llegar y llega de hecho al fundamento último y decisivo del orden moral, en el sentido de que fundamenta en la voluntad revelada de Dios el significado último del acto voluntario libre del hombre y de su actuar (J. MAUSBACH, Katholische Moraltheologie, 2) y a partir de la misma revelación puede indagar con más profundidad en la esencia e importancia de los dos postulados.

La primacía de las fuentes específicamente teológicas tiene su contexto dentro del horizonte trascendente de la ética, que tiene su reflejo en la I actitud moral con la que el creyente actúa, pero no incide -si acaso sólo incidiría de modo genético- en el proceso individualizador de las normas particulares.

Hablar de fuentes epistémicas de la ética significaría, en todo caso, hablar de una única fuente, a la que se le puede considerar en su aspecto poliédrico, y una de cuyas caras pone en evidencia ora un autor, ora otro. Esta única fuente, el bien, es idéntica para la ética filosófica y para la teológica [ I Autonomía y teonomía]. Pero la ética teológica posee otra fuente específica, que no se superpone ni sustituye a la de la ética filosófica, sino que se reitere al horizonte teológicotrascendente del vivir ético, permitiendo la explicitación profunda de las verdades que filosóficamente pueden identificarse sólo como postulados.

V. Las modalidades introspectivas de la "episteme" ética

Para señalar estas modalidades quizá sería oportuno referirse no sólo y no tanto a las indicaciones aparecidas a lo largo de los siglos por medio de la reflexión teórica sobre el fenómeno ético, sino también y sobre todo a las que pudieran encontrarse en la vivencia misma del fenómeno. Se trata de considerar la aparición de la instancia moral en la historia del hombre o en la persona humana particular y hacer evidente de esta manera cómo ha surgido esta instancia. Las limitaciones propias de este tipo de investigación saltan a la vista: para el nacimiento histórico de la instancia moral habría que remontarse a la documentación .histórica de épocas más bien evolucionadas de la cultura humana (puesto que no poseemos documentación histórica de culturas anteriores, ya que las tribus primitivas que hoy existen en la tierra se encuentran en fases culturales bastante evolucionadas); para la aparición a nivel personal sería necesario hacer una serie de experimentos, como el propuesto por J:J. Rousseau: Sin embargo, siempre es posible superar estos límites revisando la propia vida personal, después de haberla liberado de alguna manera de los condicionamientos positivos y negativos que han influido en nuestra vida moral, para remontarse después a la reflexión científica.

Desde este tipo de reflexión se descubre que la persona individual, o el hombre en general, no necesita ir a buscar en determinados lugares extraños a la propia realidad personal la aparición de la instancia moral; no necesita ni la alfabetización, previa ni una gran cultura para captar esta instancia. Más bien descubre que la encuentra dentro, la lleva consigo, y tan sólo necesita dejarla actuar, hacerla brotar y desarrollar en todas sus posibilidades. -El proceso epistémico de la ética comienza y se desarrolla dentro de contextos estrictamente personales con formas profundamente introspectivas y con resonancias interpersonales.

Desde los comienzos de su historia personal y social, el hombre se ha dado y se sigue dando cuenta de la llamada del bien que hay dentro de él; con él se interpela, y entiende que esta interpelación es ineludible. A Caín no se le había "prohibido" matar a Abel, y, sin embargo, descubre su tragedia moral antes incluso de que Dios lo llame, ni tampoco consigue liberarse de la inquietud por el mal hecho. Es cierto que a su padre Adán se le había prohibido saborear el fruto del árbol, pero también es cierto que el árbol del bien y del mal lo había colocado Dios en el mismo jardín que le había confiado. El árbol del bien y del mal lo había plantado Dios precisamente en el corazón del hombre. El lenguaje antropomórfico de la Biblia resalta la creación por parte de Dios de este ser capaz de conocer el bien y el mal, y la ambivalencia de esta instancia cognoscitiva que el hombre posee,- como tensión puramente cognoscitiva y como tensión volitiva. La tragedia que vive Caín es la misma que había vivido Adán y sigue siendo la tragedia del hombre que no sigue la exigencia moral que encuentra en su corazón. La cara negativa de la instancia que se transforma en tragedia no nos exime de considerar su cara positiva. A Abel nadie le había "enseñado" cuál debía ser la orientación de su vida. Si alguna enseñanza había recibido, era la misma que había recibido su hermano Caín. Y, sin embargo, el mismo árbol del conocimiento del bien y del mal produce en él frutos muy distintos que en Caín. Pero Abel había cultivado aquel árbol, lo había hecho crecer en su mente y en su corazón, lo había cuidado celosamente y regado con esmero para que produjese buenos frutos, sabrosos y nutritivos.

La doble narración bíblica del pecado de Adán y de Caín es uno de los primeros intentos realizados por el hombre para describir el descubrimiento, la aparición de la instancia moral, el encuentro propio frente a la posibilidad de elegir el camino ancho o el estrecho y la tragedia moral en caso de elegir el ancho.

Que el lenguaje humano trate de expresar con mayor riqueza de imágenes la misma instancia y la presente como algo que el hombre tiene delante o dentro de sí, que busca o posee ya, que le es dada o se la da él mismo, no significa que de ella se puedan hacer tantas interpretaciones. El hecho histórico de tantas descripciones más o menos poéticas significa sólo que de vez en cuando se resalta un aspecto u otro del proceso relativo a la misma instancia.

Entre la reflexión bíblica inicial y la posterior más evolucionada, entre la que se encuentra en el mismo contexto bíblico o fuera de él y en tiempos más próximos al nuestro, entre todas ellas es posible establecer algunos paralelismos. ¿Qué es, por ejemplo, la reflexión bíblica de los libros sapienciales sino la progresiva explicitación de lo que comporta la instancia moral? ¿Cómo descubrían los sabios del pueblo hebreo aquellas máximas que orientaban la vida humana sino penetrando, en sí mismos, como después dirá san Agustín? ¿Dónde descubrían la sabiduría de aquellos principios fundamentales sino mirando al hombre y tratando de conocerlo cada vez más, lo mismo que casi contemporáneamente a ellos lo hacía Sócrates? ¿Qué les permitió el descubrimiento de tanta sabiduría, expresada bajo la forma de proverbios, de máximas o de frases lapidarias, sino la contemplación de ese ser creado por Dios y puesto por encima de los demás seres? La misma contemplación que guía a Aristóteles en su reflexión ética.

Hay por lo menos dos diferencias sustanciales entre la reflexión bíblica y la teológica. La primera está en el hecho de que para nosotros la sabiduría bíblica es revelación divina, cosa que no puede atribuirse a los pensadores griegos; la segunda está en la sistematización que encontramos en Platón y Aristóteles y no se encuentra en la Biblia. Pero tales diferencias nointerfieren en lo que aquí tratamos de resaltar, porque el proceso de la revelación respeta el proceso cognoscitivo humano, aun acomodándose a él, y porque la presencia o no de la sistematización no disminuye ni acentúa el modo original con que se llega a algunos resultados.

Leyendo en la intimidad del propio corazón, penetrando más allá de los velos que ocultan la realidad propia, el hombre a lo largo de los siglos ha tratado de desarrollar la reflexión ética. Este proceso de reflexión moral se caracteriza por etapas significativas que, a su vez, cada una se identifica por la capacidad que uno u otro autor ha tenido para levantar alguno de estos velos y conocer todavía mejor la realidad moral. El hombre moral es, según N. Hartmann, el que disfruta esa realidad. Contempla, con Aristóteles, para regocijarse; disfruta, recordando con Platón aquel mundo superior del que proviene; recuerda para subirse al árbol del conocimiento del bien y del mal; sube al árbol para conocer mejor el bien que se debe realizar y el mal que hay que evitar.

La ética, filosófica o teológica, no puede por menos de seguir este proceso introspectivo en su retorno a las fuentes de las que mana. Lo mismo que para descubrir las fuentes del río no hace falta sino ir contra la corriente, lo mismo ocurre con el fenómeno moral. Y mientras el filósofo, una vez llegado al manantial, tendrá que limitarse a afirmar con Kant el postulado de la existencia de Dios como aquel que está más allá del manantial, y, por otro lado, pensando en la desembocadura adonde llega el fenómeno ético, el postulado de la inmortalidad del alma, el teólogo, en cambio, apelando a la propia fe en la revelación divina, consigue describir al menos los rasgos esenciales del Dios que da vida al manantial del fenómeno y del alma que vivirá incluso después de haber desembocado, como un río, en las profundidades oceánicas de la muerte física.

El proceso epistémico de la ética se puede describir precisamente como el remontar la corriente del río hasta su nacimiento sin abandonarse a la nostalgia del totalmente otro que existe en el antes de la fuente, porque ese totalmente otro existe también en el más allá de la desembocadura hacia la que corre el río. Para el hombre moral no existe la nostalgia ni el pesimismo, como tampoco existe la euforia del vencedor. Por el cauce del fenómeno moral discurre el recuerdo de un manantial muy limpio, pero contaminado por los antepasados y por el recuerdo de tantas contaminaciones históricas provocadas por el hombre, que continuamente se renuevan actualizándose en hechos desconcertantes; pero puede fluir, y de hecho fluye, la corriente que a lo largo de tortuosos recorridos de montaña va confiada hacia la-meta.

En el río del fenómeno moral hay quien, con Diógenes, va a la búsqueda del hombre, del hombre bueno, a la búsqueda de lo que debe ser; hay quien, con Abrahán, sale de su propia tierra para ir al encuentro de lo que ha descubierto que debe hacer; y hay quien huye, quien vuelve atrás y no tiene la valentía de enfrentarse a la fatiga de remontar. La observación, la contemplación, el remontar el río es la dimensión de la búsqueda, de la identificación del deber; salir fuera de la propia tierra es la dimensión de la realización; del imprimir al río una forma estrictamente personal. La contemplación se hace acción y la acción se detiene de tanto en tanto para dejarse guiar por la contemplación.

Sólo desde la contemplación de la propia realidad puede el hombre hacer surgir el mejor conocimiento del fenómeno moral, presupuesto de su propia realización: Es sintomático que la producción ética de Kant, considerada con frecuencia extremadamente racionalista, surja de la contemplación del cielo estrellado encima de él y de la ley moral dentro de él. También el filósofo del deber por excelencia, como tantas veces se dice de Kant, remonta la corriente del río hasta su manantial; también él penetra en la intimidad del propio ser, levantando uno de los velos más tupidos que cubrían hasta entonces el fenómeno moral. El hombre lleva dentro de sí la instancia moral y continuamente se siente atraído por ella como si fuera un cielo estrellado que le vigila cuidadoso en la oscuridad de la noche.

Que históricamente pueda considerarse al egoísmo como el-pfncipio lógico-estructural de la ética, como hace Nietzsche, o que T. Hobbes afirme su homo homini lupus, no cambia el sentido de esta reflexión, puesto que hay que distinguir lo que de hecho ocurre en el fenómeno moral y lo que este fenómeno debería ser. En el pasado como en el presente, el hombre puede dejarse guiar quizá por principios egoístas o por la ley de la selva. Esto ocurre cuando se empeña en recoger los frutos del árbol prohibido, cuando se orienta en sentido opuesto al que debería orientarse, cuando aparta el agua del río y se hace un charco para uso y consumo propio y no para enriquecerla y devolverla de nuevo al mismo río.

Esta reflexión no cambia ni siquiera frente a la afirmación de otros -p.ej., J.J. Rousseau-para quienes el hombre es naturalfter bonus y la sociedad lo hace malo.

El hombre, inicialmente, no es bueno ni malo, sino capaz de ser bueno o malo. Posee dentro de sí una gran atracción hacia el mal, pero lo mismo hacia el bien; se siente esclavo del propio egoísmo, que la teología designa como pecado original, pero gracias al misterio de la salvación es capaz de vencer el pecado propio.

Si el egoísmo lo atrae, también con fuerza lo reclama la ley moral desde su propio interior y desde el cielo estrellado por encima de él.

Su largo e inagotable retorno contemplativo al manantial de la ley es también su constante caminar hacia el inalcanzable cielo estrellado de la desembocadura que lo espera. Para poder caminar hacia ella debe volver atrás y conocer cada vez mejor el propio origen. El fenómeno moral se realiza en este camino hacia atrás. El hombre moral es como el fabricante de cuerda: caminando hacia atrás, hacia el bolo de cáñamo basto, ve crecer lentamente lo que sus manos hilan.

En este camino no está solo; el sentimiento de los valores orienta sus pasos y los guía hacia el descubrimiento de todas las riquezas que brotan de la fuente. El hombre descubre de esta manera, como Platón, con Aristóteles y con los autores de los libros sapienciales, que la única virtud se manifiesta de múltiples formas; que no hay una sola virtud, sino muchas; que no hay un solo bien, sino muchos; no hay un solo valor, sino muchos. La inagotable abundancia de la fuente lo implica en un inagotable proceso cognoscitivo y volitivo de todo lo que de ella brota.

Con este camino de reflexión contemplativa, guiado por el sentimiento de los valores, el hombre sienta las bases del proceso epistémico de la ética. Esto no es todavía el conocimiento moral; es sólo su comienzo, el momento del encuentro con todo el potencial moral que lleva dentro y que se lo ha encontrado, no se lo ha dado él a sí mismo; es la primera mirada al árbol del conocimiento del bien y del mal, del que puede recoger tantos frutos y cuya calidad depende exclusivamente de lo que él decida; es el instante en que se encuentra frente a dos caminos, uno ancho, estrecho el otro, y debe elegir a cuál de los dos se dirigirá y dentro de qué contexto realizará después toda su vida moral.

Cuando se dirige por el camino más estrecho, el hombre no agota el largo camino de reflexión contemplativa. Se encontrará siempre teniendo que elegir, teniendo que volver a hacer su decisión inicial. Y siempre tendrá que volver otra vez al manantial del fenómeno moral para encontrarse de nuevo con aquel que hace brotar las aguas y con la propia decisión inicial[/ Opción fundamental] que ha permitido que aquellas aguas formen un nuevo arroyo.

El río del fenómeno moral brota de la voluntad de Dios creador; pero discurre por el cauce de la historia humana, ensanchándose o estrechándose según la calidad moral de sus épocas; lo forman los arroyos de las grandes obras morales que realizan las personas individuales. Coger agua en las fuentes del río y volver a echarla en él es la tarea de muchos arroyos; el río se alimenta y el arroyo se hace a sí mismo, se distingue del río y contribuye a su desarrollo histórico.

A lo largo de este camino de reflexión contemplativa, el hombre deberá descubrir otras muchas cosas necesarias para la plena realización de su tarea moral. Algunas de ellas las descubrirán todos, de modo más o menos consciente, porque no requieren gran capacidad reflexiva. Otras requerirán mayor capacidad y serán objeto de la reflexión inquieta de un número más reducido de personas; finalmente, otras, puesto que requieren la utilización de procesos científicos precisos, sólo podrán ser objeto de quienes dedican todo su esfuerzo a esta reflexión. El descubrimiento de estos procesos que luego seguirán la mayor parte de los hombres de un modo más o menos consciente se realiza mediante la reflexión contemplativa del manantial del río y de la formación de los distintos arroyos a partir de él. Por esto, en los párrafos siguientes, trataremos de adentrarnos, siguiendo el mismo método introspectivo, en la episteme moral para captar la que desde ahora podemos denominar compleja y polivalente estructura de la ética.

VI. Los resultados de la investigación epistémica sobre el sujeto moral

Ahora, pues, hay que ver la estructura misma de la reflexión moral, los elementos que la distinguen y los objetivos hacia los que se orienta. Las características propias de la episteme moral, en efecto, dependen de los objetivos hacia los que se orienta y varían al variar ellos. No es uno solo el objetivo de la episteme moral; y los diversos objetos, con las consecuencias que imprimen en la estructura lógica de la reflexión moral pueden identificarse mediante el retorno introspectivo al fenómeno moral tal como lo vive el sujeto moral.

Si prescindimos de cualquier reflexión científica, el primer proceso epistémico tiene lugar en la intimidad de la persona humana, que en cuanto sujeto moral se ve en la obligación de tener que elegir entre el camino ancho y el estrecho. Por lo tanto, hablar en términos científicos de episteme moral significa releer no sólo las distintas interpretaciones históricas que se han dado al hecho ético, sino también, y quizá sobre todo, releer el fenómeno ético tal y como se estructura y se desarrolla en el interior de cada persona.

El primer dato fenoménicamente importante es la elección que el sujeto moral se ve obligado a realizar, desde el comienzo de su vida moral, entre el bien y el mal. Tal elección, en cuanto elección entre dos objetos previamente dados es un acto volitivo; pero en cuanto acto volitivo presupone un mínimo de capacidad intelectual necesario para distinguir precisamente entre el bien y el mal. Esta capacidad intelectual inicial corresponde a la dimensión intuitiva (que hemos visto ! antes, III, en el párrafo sobre las facultades antropo-epistémicas). En cuanto el hombre es capaz de intuir la diferencia fundamental entre bien y mal, se ve obligado a elegir. Abstenerse de la elección ya es una elección, como también lo es su aplazamiento o pensar que se puede eludir, porque distinguir el bien del mal significa captar intuitivamente que debe hacerse el bien y debe evitarse el mal, utilizando la expresión tautológica de santo Tomás o el carácter obligatorio del bien.

La intuición inicial, pues, determina la elección moral fundamental, que presupone a su vez, como cualquier otra elección moral posterior, el postulado kantiano de la t libertad o la posibilidad de encaminarse por cualquiera de los dos caminos. Naturalmente, elegir el camino ancho del mal significa rechazar cualquier regla moral, dejarse guiar exclusivamente por el propio egoísmo y el propio interés, no pensar en los demás. En cambio, elegir el camino estrecho del bien significa, por un lado, verse en la obligación de tener que profundizar y desarrollar todas las posibles implicaciones de la intuición original para elegir cada vez con más conocimiento el bien, y, por otro, revisarse continuamente, tomando como referencia la realidad ambiente, para determinar qué orientación hay que imprimir al propio comportamiento. Elegir el bien significa querer actuar de modo consecuente; querer realizar todas aquellas acciones materialmente posibles que, por así decir, pueden objetivarlo en la realidad histórica en que vive el hombre. Por eso es necesaria la capacidad racional como facultad antropo-epistémica, distinta de la intuición. Se trata de conocer cada vez mejor el bien que se quiere y de querer o conocerlo todavía mejor como objeto de la elección fundamental que hay que renovar cotidianamente y hacer realidad en el comportamiento.

Es el momento de establecer en qué consiste la bondad interior, lo que comporta dar importancia distinta a la dimensión volitiva e intelectiva, a la elección moral fundamental, que se renueva continuamente en la actitud que se va asumiendo poco a poco en relación al bien y a las elecciones operativas particulares en relación a las acciones cotidianas.

La elección fundamental, en efecto, depende exclusivamente de la voluntad de que ella quiera hacerla, de que quiera tender con todas sus fuerzas al bien. En esta continua tendencia volitiva al bien que cada vez puede reforzarse más consiste la bondad interior del hombre, su 1 actitud moralmente buena, el valor moral que él puede alcanzar y que se identifica con la propia realidad personal. Desde luego se puede tener una capacidad volitiva más o menos fuerte -en términos bíblicos: corazón más o menos generoso-,pero poseer esta mayor o menor capacidad no depende de la persona particular; en cambio, sí depende de ella desarrollar todas sus posibilidades, según la parábola de los talentos. La realización de todas las posibilidades se identifica con la plena realización del valor moral. No todos somos santos, pero todos podemos alcanzar la santidad, al menos como tendencia hacia ella; en esto consiste la actitud moralmente buena.

El coeficiente intelectual, en cambio, no depende de la persona individual. No puede hacer nada para aumentarlo y, si quiere desarrollar todo su potencial, siempre estará condicionado por su mayor o menor limitación. No todos somos Leonardo da Vine¡; y aunque quisiéramos serlo, no lo conseguiríamos. Para indagar dentro del fenómeno moral se necesita una cierta capacidad intelectual; y quien no la posee, nunca podrá alcanzar determinados resultados. Mientras que la limitación de la voluntad, si se desarrolla en toda su capacidad, determina el alcance de la bondad -lo mismo que un vaso, por muy pequeño que sea, si está lleno contiene todo el agua que es capaz de contener-, la limitación intelectual determina la imposibilidad de plantear y resolver los más complicados problemas éticos. No conocer estos problemas no equivale a no poder ser o a no ser buenos -como no conocer muchos problemas de física, química, historia, etc., no determina mayor o menor bondad moral-. Para ser moralmente bueno se requiere la facultad de la voluntad, cuyo uso depende exclusivamente de cada persona humana. El uso de la facultad intelectual, en cambio, no siempre depende de cada persona. No haber usado toda la capacidad intelectual, como le sucede al hombre de la calle; no haberlas usado para el conocimiento de los problemas morales, como les sucede a los grandes científicos, a los poetas, a los historiadores, no significa no haber sido o no poder ser moralmente buenos.

El uso de la inteligencia, sin embargo, es necesario sobre todo en dos ámbitos bien concretos: en el de la identificación del comportamiento moralmente recto y en el de la investigación científica, filosófica o teológica sobre el fenómeno moral. Está claro que a este último tipo de investigación se dedican casi exclusivamente los profesionales. Pero semejante conocimiento no es estrictamente necesario para ser moralmente bueno, como no lo es el conocimiento de los más sofisticados teoremas algebraicos o geométricos [! Metaética].

También para la identificación del l comportamiento moralmente recto se requiere el uso de la facultad intelectual; en algunas cuestiones todo el mundo tendrá que utilizarla, puesto que todo el mundo se ve en la situación existencial de tener que actuar; para otras cuestiones, en cambio, sólo la utilizarán los especialistas, puesto que la reflexión sobre el comportamiento, sobre todo en algunos casos requiere una profundización científica de criterios y conocimientos empíricos, necesarios para la elaboración del juicio moral [l Ética normativa].

Resolver los problemas normativos del comportamiento diario, en la gran mayoría de los casos es muy simple, porque se conoce ya el juicio moral sobre los actos cotidianos en base a los conocimientos que se poseen. A veces, sin embargo, el sujeto moral puede encontrarse en situaciones tan complicadas que, aun recurriendo a toda su capacidad intelectual, no consigue encontrar la solución moral. Para la solución de algunos problemas normativos se requiere la aplicación de procesos laboriosos, tanto por los valores como por los no valores y los datos empíricos que hay en juego. Debido a la complejidad de algunos casos, el mismo moralista no puede por menos de dirigirse al especialista de ese sector y buscar luego los conocimientos empíricos necesarios para encontrar el juicio moral [/Ciencias humanas y ética].

Conocer el juicio moral sobre la acción significa conocer qué valor no moral debe realizarse. Este conocimiento es función de la inteligencia; realizar la acción es tarea, en cambio, de la voluntad del hombre. Es propio de la persona humana actuar intelectualmente, buscando el juicio o queriendo realizar el juicio ya formulado [l Acto humano]. Pero la distinción entre función de la inteligencia y la de la voluntad es necesaria para entender exactamente dónde se sitúa en último término la moralidad del sujeto moral. Distinguir no equivale a seccionar al hombre, a fraccionar la unidad de la persona. Por esto, cuando en el lenguaje diario como en el científico se habla de la persona humana en cuanto sujeto moral, muchas veces se prefiere utilizar el término l conciencia como síntesis terminológico-conceptual de la unidad moral de la persona. Pero también en la conciencia hay que distinguir diversas funciones. Distinguir, en este caso, significa tener la posibilidad de descifrar con exactitud la función desempeñada por una u otra facultad. Que en la existencia cotidiana el sujeto moral no distinga claramente el momento en que se confía a la inteligencia del momento en que se confía a la voluntad, que de hecho las dos facultades actúen sincrónicamente en una continua interrelación, es algo fácilmente explicable; pero esto no implica la imposibilidad de la distinción lógica en el rc~omento en que se reflexiona científicamente.

Antes (en el párrafo V) habíamos identificado dos postulados del fenómeno moral y los datos previos sobre los que éste se basa; ahora, en este párrafo VI, hemos localizado otro postulado del fenómeno moral y cómo se articula también en la intimidad de la persona.

Mostrar todo esto es fundamental para la explicitación de los principios epistémicos. Estos principios se pueden desarrollar como criterios constitutivos de la epistemología moral partiendo siempre del fenómeno moral vivido por la persona humana. Dar este paso siguiente significa definir las características propias de la reflexión y de las reflexiones de esta ciencia.

Se trata, pues, de ver si una epistemología moral basada en el fenómeno moral de la persona puede estructurarse unívocamente o si, partiendo de la distinción de las funciones de la inteligencia y de la voluntad, no sería necesario también abarcar las correspondientes características distintas en la misma reflexión moral hasta distinguir diversas elaboraciones estructuradas y orientadas de modo diverso.

VII. El "cuadrifolio epistémico" de la ética

En los párrafos anteriores se remitía al lector a algunas voces de este Diccionario, a las que se le remite después también en este párrafo. Esos temas, aunque se traten por separado, forman parte integral de la reflexión que hacemos ahora y que, por motivos obvios, no se puede explicitar en todas sus referencias metodológicas sin hacer algunas distinciones que explican las distintas voces y que lo harían aunque no remitiésemos a ellas. Ahora se trata de ver la estructura interna de la reflexión ética, con la que precisamente se identifica el problema epistemológico de la ética.

La estructura de la reflexión ética es polivalente, compuesta, y se la podría representar con la imagen del cuadrifolio. Precisamente porque es polivalente han podido surgir en el pasado y pueden surgir todavía hoy equívocos e incomprensiones; siempre es posible identificar, simplificándola, la estructura de la reflexión moral con una u otra de las cuatro partes de que consta el trébol de cuatro hojas; no se pueden intercambiar, porque cada una posee características propias que exigen otros tantos criterios específicos para la solución de los problemas con los que cada parte debe enfrentarse. Utilizando otra imagen, se podría decir que la episteme ética tiene la misma composición de estructuró que el viajar: se dan los principios dinámicos propios de cualquier desplazamiento, y los propios del desplazamiento por mar, por tierra o por medio del fuego. La reflexión moral es siempre reflexión de la ética, pero de una vez a otra asume características específicas.

En este párrafo hay que tratar de descubrir cuántos y cuáles son los principios epistémicos de la ética o en. qué manera se distingue la estructura lógica de su reflexión, para afrontar después otros problemas, como el de la especificidad teológica de la episteme ética.

Al comenzar a tratar esta problemática hay que afirmar, antes de nada, que la identificación de diversos niveles de la estructura de la reflexión moral no prejuzga en lo más mínimo, para la ciencia ético-teológica, la posibilidad de existir y que éstos, claramente identificables también en la reflexión de la teología moral, una vez que se han explicitado, permiten abordar con menos dificultades el problema mismo de la especificidad teológica.

Si seguimos usando el método introspectivo también en lo que se refiere a la ciencia ética, nos daremos cuenta de. que el fenómeno moral aparece sobre todo como un hecho que se puede observar claramente y se puede describir minuciosamente en todos los detalles que lo caracterizan en su continuidad sincrónicotemporal y diacrónico-geográfica o que también lo caracterizan en su discontinuidad sincrónica y. diacrónica. Aparece siempre como un hecho que en ciertos aspectos es siempre y en todas partes idéntico, mientras que en otros aspectos es siempre y en todas partes distinto. La identidad y la diversidad aparecen pluriestratificadas en una serie de círculos concéntricos y discéntricos, en los que el núcleo común resulta siempre idéntico en la diversidad de sus manifestaciones históricas o geográficas y siempre distinto en su identidad. En cuanto que es un hecho, el fenómeno moral constituye un objeto que puede describirse de forma más o menos delimitada en el espacio y en el tiempo; este primer modelo de estructuración de la reflexión moral es denominado l ética descriptiva. La estructura lógica de la descripción se identifica con una estructura epistémica muy concreta, consistente en la revelación del dato de hecho y en su descripción de la forma más exhaustiva posible, siguiendo la estructura epistémica de la sociología, de la historia, de la etnología, etc., o de las ciencias empíricas en general.

Si el fenómeno moral no es considerado en su globalidad histórico-geográfica y socio-cultural, sino como un hecho puramente personal, siempre será posible describir las características con las que es vivido en este contexto más restringido; pero siempre surgirá la necesidad de distinguir, como ya se hizo evidente en el párrafo anterior, entre la / actitud y el /comportamiento, entre lo moralmente bueno/ malo de la actitud y lo moralmente recto/ equivocado del comportamiento, las diversas funciones de la voluntad y de la inteligencia en la realización del hecho ético-personal. Esta segunda forma de abordar la reflexión moral corresponde a lo que se llama l ética normativa. El problema epistémico entonces consiste en ver la estructura lógica de la reflexión que lleva al juicio moral, la distinta base del juicio emitido sobre la actitud y el emitido sobre el comportamiento. La reflexión de la ética normativa es fundamentalmente distinta, como estructura lógica, de la de la ética descriptiva; mientras que la primera llega al conocimiento de hechos empíricamente averiguados, el proceso normativo llega al conocimiento de datos valorativos, de juicios de valor y se basa sólo en ellos cuando se refiere a la actitud, y también en datos empíricos cuando se refiere al comportamiento. El juicio moral contiene siempre la dimensión valorativa de su relación con los valores, morales y no morales, a no ser que se le entienda de un modo muy simplificado a la manera a que haremos alusión [/más adelante, en el párrafo VIII].

Pero no todas las reflexiones morales son de tipo descriptivo o normativo. Hay también problemas de tipo meramente lingüístico o semántico, problemas que se identifican con los postulados kantianos y/ o problemas que van más allá del hecho puramente normativo por ejemplo, la relación fe-moral, la cognoscibilidad o no de los juicios morales, etc. Corresponden a la denominada l metaética, donde el problema epistémico se hace estrictamente teórico. La reflexión metaética es pura investigación teórica, y por lo mismo no todos la ejercen, como ocurre, en cambió, aunque sólo sea en el ámbito restringido del propio comportamiento, con la ética normativa.

La reflexión moral puede considerarse también como transmisión de contenidos muy precisos, como diálogo interpersonal exhortativo. Aparece otra característica lógicoestructural de la reflexión moral: dos o más personas pueden encontrarse para comunicarse no sólo conocimientos empírico-fácticos del fenómeno moral; pueden encontrarse y dialogar para llegar a un conocimiento mejor del aspecto valorativo de una acción, y pueden incluso encontrarse para dialogar no en un contexto intelectual, sino en un contexto de interés que afecte a la esfera de la voluntad; en este caso se interpela a la voluntad de los otros para estimularla, exhortarla y reforzarla. La estructura epistémica de este tipo de reflexión, llamada l parénesis, es cualitativamente distinta de la que se da en la reflexión descriptiva, normativa y metaética.

Por lo dicho hasta ahora se puede ver claramente la estructura diversamente compuesta de la lógica de la reflexión moral y separar los distintos tipos de la episteme moral: en el caso de la ética descriptiva sigue los criterios epistémicos de las ciencias empíricas; en la metaética, los de la filosofía y teología, sin distinguirse lo más mínimo de la estructura lógica de sus reflexiones si no es en lo que se refiere al objeto de su investigación, que es de naturaleza ética; mientras que en los casos de las éticas normativa y parenética siguen criterios epistémicos específicos de la reflexión moral, aunque diferentes unos de otros.

También por lo que se ha dicho resulta claramente visible la importancia de la problemática más bien contemporánea que ha sacudido los cánones tradicionales de la episteme moral y que consiste en la relativización descriptiva de la especificidad valorativa de la reflexión moral [/ más adelante, VIII].

También queda claro dónde se puede situar dentro de esta estructura la especificidad teológica de la ética respecto a su dimensión filosófica, donde las dos disciplinas proceden paralelamente o recíprocamente se fundamentan, donde la filosófica cede paso a la teológica y donde la teológica adquiere más fuerza de penetración que la filosófica [/ más adelante, IX].

VIII. La especificidad epistémica de la ética

Se ha dicho que la reflexión de la ética normativa y de la parénesis es fundamentalmente distinta de los otros tipos de reflexión moral. En último caso la diferencia está en el hecho de que mientras las otras poseen estructura epistémica semejante a la de otras ciencias empíricas, filosóficas o teológicas, en el plano de las reflexiones normativa y parenética, en cambio, nos movemos, aunque sea de modo distinto, dentro de un planteamiento esencialmente valorativo: en la ética normativa, para dar fundamento, con los argumentos necesarios, a los juicios morales sobre la actitud o sobre el comportamiento; en la parénesis, para transmitir estos juicios con fin exhortativo a la voluntad o a la actitud (por esto el problema de la valoración ética interesa más a la ética normativa que a la parénesis).

La especificidad de la ética consiste en su capacidad valorativa. Tanto en su dimensión filosófica como teológica, la ética es, o debería ser, considerada una ciencia esencialmente valorativa.

Pero no siempre ni todos consideran la ética como una ciencia esencialmente valorativa. Las reflexiones que aquí se hacen afectan a la reflexión normativa, y por reflejo a la parenética; pero se sitúan a nivel de investigación metaética, bien porque es propio de ésta .reflexionar sobre dichos problemas, bien porque la solución de tales problemas depende de las soluciones que a nivel metaético se den a algunos otros problemas.

El problema, en otras palabras, no está en ver (como en el párrafo VII) si la ética pertenece y en qué sentido a las ciencias descriptivas, sino en darle dimensión exclusivamente descriptiva y no valorativa. Lo que aquí se plantea es si el juicio moral, que da consistencia al sentido prescriptivo de la ética, deba considerarse fruto de la capacidad valorativa que realiza la reflexión ética o esa capacidad valorativa es falsa. Si esa dimensión valorativa de la ética es falsa, equivale a decir que los llamados juicios morales son puramente afirmaciones descriptivas, que el proceso valorativo de la ética no llega a dimensión cognoscitiva o al menos es imposible afirmar que lo sea, y que es imposible verificar la consistencia lógica de tal proceso.

Todo esto constituye una profunda relativización de la reflexión moral [l Relativismo] y reduce a nivel de simple descripción [ i Ética descriptiva] su fundamento último.

La especificidad epistémica de la ética, que consiste precisamente en su capacidad valorativa, no se puede demostrar empíricamente, desde luego [ l Metaética], pero no por eso escapa a cualquier otro tipo de verificación. La posibilidad de esta verificación está en remitirse a la llamada, a la atracción y urgencia -irresistible dentro del corazón- que proceden del bien, de los valores y de los juicios morales de los que se ha hablado en los párrafos anteriores. Si no es posible una verificación empírica, se puede al menos realizar ese proceso introspectivo de que se ha hablado [l antes, VII]. Sólo en el interior de este proceso es posible captar la especificidad valorativa de la reflexión moral.

IX. La especificidad teológica de la "episteme" ética

Según lo que se ha dicho sobre el "cuadrifolio epistémico" de la ética, se puede explicitar claramente el problema de la l especificidad, que no se sitúa a nivel ético-descriptivo. Se da por descontado que lo mismo que no existe una especificidad teológica de la sociología, tampoco existe una ética descriptiva específicamente teológica; y que lo mismo que las reglas de la investigación sociológica se pueden aplicar para averiguar datos del hecho religioso, las mismas reglas, consideradas como reglas de la ética descriptiva, pueden aplicarse a los datos del hecho ético-religioso. La ética puede interesarse también por la descripción del fenómeno que se ha objetivado dentro del contexto religioso y que puede llamarse ética religiosa o teológica, lo mismo que se habla de sociología religiosa, solo porque se interesa de los datos que aparecen dentro de los contextos religiosos.

De la ética normativa hay que decir que la fundamentación del juicio moral, que se formula sobre la actitud o el comportamiento, no varía al pasar del ámbito filosófico al teológico. Puede haber variedad desde el punto de vista moral sólo entre la ética atea y la teísta, pero no entre ésta y la teológica. La perspectiva teísta de la ética, en la que se integra la teológica, tiene previsto explícitamente que la actitud moralmente buena implique también la actitud de fe y, por consiguiente, una serie de comportamientos que proceden de ella, específicamente religiosos, y que varían de religión a religión.

Pero la fundamentación del juicio moral sobre el comportamiento humano sigue criterios lógicos que no dependen del planteamiento teísta o teológico de base. El juicio moral se basa en argumentos, y no en la revelación divina. Partir de un punto de vista teísta o ateo no tiene consecuencias en la fundamentación del juicio. Los posibles errores o las eventuales divergencias que puedan darse no deben atribuirse al punto de partida. Sin embargo, el dato revelado puede influir, y de hecho influye, a nivel de la dimensión que da origen a la percepción de algunos valores.

Por "ética atea" no hay que entender sólo la marxista, sino la ética que, dentro de una visión atea de la existencia humana, parte de un punto de vista imparcial. La ética marxista, por basarse en el principio de la parcialidad (AA.VV., Marxistischleninistische Ethik, 342), debe situarse dentro de un planteamiento egoísta, del que tratan algunas teorías éticas, y por eso mismo debe rechazarse.

La orientación teológico-religiosa debe sedimentarse en la actitud. Si el juicio sobre la actitud moralmente buena en sí es siempre el basado en argumentos, el modo en que la persona individual lo realiza asume una especificidad muy particular en quien cree en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y, análogamente, en quien es teísta. Por algo el planteamiento ético de la Biblia gira en torno al amor. La actitud moralmente buena del cristiano puede describirse como respuesta de amor a quien lo llama, como donación plena a quien por él se ha entregado hasta morir en la cruz, como aceptación plena de la voluntad de Dios que lo quiere santo, como búsqueda incondicional del reino de los cielos. Si desde el punto de vista lógico, estas y otras fórmulas semejantes equivalen a actitud moralmente buena o a valor moral, desde el punto de vista de la vivencia personal o del modo con que el creyente individual realiza el propio valor moral explicitan y permiten una profundidad de amor a laque el no creyente no puede llegar más que con enormes dificultades. También la actitud del humanista ateo debe valorarse como moralmente buena; pero ¡cuánta mayor intensidad de amor puede haber en la religiosa que voluntariamente ha decidido entrar en un convento de clausura!

Todo esto puede ocurrir precisamente porque, como se hace evidente en cuanto la reflexión se desplaza al nivel parenético, la fuerza de las verdades de fe asumidas arrastra y compromete totalmente a la persona. No hay que infravalorar además la función de la l gracia divina que, conscientemente acogida, robustece todavía más la voluntad del creyente. De esta manera sabe que debe, y sobre todo puede, vivir del mejor modo posible. Esta especificidad parenética de la eisteme ético-teológica, obviamente, no es de tipo normativo, sino parenético solamente; reflejo a nivel ético de la especificidad epistémica de la reflexión teológica. Desde el momento en que la teología, como ciencia, quiere transformarse en teología moral, como puede y debe, la especificidad ética de su reflexión es parenéticamente identificable [l Especificidad].

La especificidad teológica de la episteme ética adquiere, en cambio, dimensiones intelectuales cuando pasamos al nivel metaético. En él se hace posible desarrollar y profundizar teológicamente lo que filosóficamente puede ser captado sólo como simple postulado de la moral. En cuanto teólogo, el moralista, sondeando en los abismos de la revelación, puede llegar a conocimientos más exhaustivos de aquellos a los que llega el filósofo, que apela exclusivamente a su propia razón.

La nitidez de lo que hemos intentado aclarar comienza a empañarse en cuanto nos enfrentamos con las distintas soluciones que se han dado al problema, tanto a nivel filosófico como teológico. Aun tratándose de temas fronterizos, a partir de la clave interpretativa que ofrece el "cuadrifolio epistémico" de la ética, por lo menos ya se puede situar exactamente el problema y se hace menos difícil dar con la pista que pueda aportar su solución.

BIBL. En consideración a los muchos y grandes problemas evocados en la epistemología moral la presente nota bibliográfica remite al lector: O A los clásicos de la ética filosófica y teológica; O A los manuales de historia de la ética filosófica y de la teología moral, en particular: SmomcK E., Prime linee di una storia delta morale, Paravia, Turín; Le SeNNE R., Tratado de moral general, Gredos, Madrid 1973; BOURKE V.J., Storia dell ética. Esposizione generale delta storia dell ética da¡ primi pensatori greci ad oggi, Armando, Roma 1972; REINER H., Vieja y nueva ética, Rev. Occ. Madrid 1964; MARITAIN J., Filosofía moral. Examen histórico-crítico de los grandes sistemas, Morata, Madrid 1962; ANceuru G.-VALSL'CCHI A., Disegno storico delta teologiá morale, Dehoniane, Bolonia 1978; CAFFAaF.A C., Historia (de la teología moral), en DETM, Paulinas, Madrid 1980, 436-454; CAMPS V., Historia de la ética crítica, Barcelona 1988-1991; CINTVRE M.A., Historia de la ética, Paidós, Buenos Aires 1970. O A la bibl. de las voces de este Diccionario a las que hemos aludido. 11 A la bibl. a que se ha hecho referencia en el desarrollo del artículo: KANT E., La metafísica de las costumbres, Tecnos Madrid 1989; BERGSON H., Las dos fuentes de la moral y de la religión, Edit. Sudamericana, Buenos Aires 1962; HARTMANN N., Etica, Guida, Nápoles 1969; WITSCHEN D., Kant und die Idee einer christlichen Ethik. Ein Beitrag zur Diskusion über das Propium einer christlichen Moral, Patmos, Düsseldorf 1984; ZALBA M., Theologiae Moralis Summa, BAC, Madrid 1952; PRIVITERA S., Dall' esperienza alía morale. Il problema "esperienza" in teología morale, Oftes, Palermo 1985; MAUSBACH J., Teología moral católica, Eunsa, Pamplona 1974; SCHULLER B., L úomo veramente uomo. La dimensione teologica dell ética nella dimensione etica dell úomo, Oftes, Palermo 1987; AA.VV., Marxistisch-leninistische Ethik, Dietz, Berlín 1979. 11 A los estudios específicos dedicados a la metodología moral, de entre los cuales destacamos: FERRERO F., Ciencias morales (metodologías), en DETM, 1984, 1262-1277 ID, La opción metodológica en el quehacer del moralista cristiano, en "Moralia" 8 (1986) 29-43; HAMEL E., La ihéologie morale entre l Écriture et la raison, en "Gregorianum" 56 (1975) 273319; HOFMANN R., Moraltheologische Erkenntnis und Methodenlehre, Munich 1963; VALORI P., Significato e metodología della ricerca morale oggi, en "Gregorianum" 58 (1977) 55-86.

S. Privitera