SUFRIMIENTO
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

El sufrimiento consiste en un sentimiento de pérdida, daño o carencia, sea físico o espiritual. A todos los niveles de la existencia humana constituye un problema religioso, en la medida en que obliga al que sufre a plantearse varias cuestiones: ¿Cómo escapar del sufrimiento? ¿Por qué se originó el sufrimiento? Esta última pregunta pretende evitar una repetición del sufrimiento y simultáneamente abre perspectivas más amplias sobre el significado de la existencia dolorosa. Algunas religiones, como el /hinduismo y el /budismo, surgieron del esfuerzo por vencer el sufrimiento: porque el sufrimiento está enraizado en el deseo, el deseo tiene que ser eliminado. La felicidad, o nirvana, consiste en la supresión de la conciencia individual o, alternativamente, en su expansión dentro de una conciencia universal, porque la individualidad o la oposición que resulta de la individualidad dan lugar al deseo. Normalmente la conciencia individual está relegada al reino de las apariencias, o máyil, que tiene que ser superada por una penetración transformante en la última realidad del ser y la consecuente destrucción de la conciencia individual. En Occidente el estoicismo enfatizó de manera parecida 9a unidad del cosmos -sin postular un monismo radicale intentó superar el dolor mediante una "visión más amplia" de la armonía equilibrada del universo, cuya unidad en la pluralidad podía identificarse con la divinidad. Semejante modo de ver se suponía que suprimía el deseo individual y daba lugar a un apacible sentimiento de gozo. De manera más radical, la secta americana de la "Ciencia cristiana" niega la realidad del sufrimiento y la enfermedad, considerándolos meras ilusiones que deben ser superadas mediante la meditación. Tales soluciones, sin embargo, no consiguen explicar la existencia del sufrimiento manifiesto; aun cuando el status ontológico del sufrimiento sea la no existencia, la conciencia finita sufre realmente su engaño, y no queda explicado cómo tal apariencia dolorosa, una variación del no ser metafísico, llegó a existir y sigue subsistiendo.

Tanto para el politeísmo como para el dualismo ético metafísico, por ejemplo, el zoroastrismo y el maniqueísmo, la tensión y el sufrimiento estructuran la realidad. Aunque se anima a los hombres a luchar por la virtud -a menudo los rituales de iniciación prescriben soportar el dolor valientemente-, el politeísmo amenaza con someter la existencia humana a la arbitrariedad de deidades en conflicto, mientras que ni éste ni ningún otro dualismo explican adecuadamente la unidad metafísica de la existencia; en tanto que la moralidad está basada en el ser, esta falta de unidad amenaza con el caos moral.

A medida que Israel avanzaba del henoteísmo al extraordinario monoteísmo del Déutero-lsaías, el problema del sufrimiento humano se hacía cada vez más intenso. Israel reconoció su elección en la alianza, que prometía bendiciones o maldiciones materiales como dignas recompensas por la fidelidad a los mandamientos o por la infidelidad (Dt 28-30). Pero por mucho que la sencilla norma del bien recompensado y del mal castigado (p.ej., Sal 1,23; Prov 22,4) pudiera ser válida para pequeñas comunidades estables, la experiencia demostraba que esta norma simple de justicia no siempre bastaba. Por. eso la recompensa y el castigo fueron a veces proyectados en el futuro (Sal 10; 13; 22; 37) y dieron otras razones del sufrimiento. Dios empleaba los sufrimientos como medicina para lle, var a Israel y a los individuos al buen sentido y a la obediencia (Am 4; Os 6,1-6; 11.; Is 63,9-16). Después de la conversión, el sufrimiento podría purificar al pecador convertido (Sal 38; Zac 13,8s). Por otra parte, se sabía que Dios había probado a. Abrahán y a los judíos para recompensarles por su fidelidad (Gén 22; Dt 8,16; Éx 20,20; Sal 81). A veces la prometida recompensa parecía posponerse demasiado, o la cantidad de sufrimientos desproporcionada con el pecado cometido (Sal 13,Is; 35,17; Jer 12,4). Algunos justos apelaban a una experiencia casi mística de la presencia de Dios (Sal 73; 16,5-11), y Job relacionaba los sufrimientos del inocente con el misterio de Dios, que no sólo creó las maravillas del universo (38s), sino que también tenía poder sobre Behemot y Leviatán, símbolos del mal cósmico (40s). Sin embargo, apelar al misterio no responde a las preguntas racionales, y la maravilla poética de Job no hace más que repetirse antes de transformarse ella misma en la piadosa, aunque escéptica, sabiduría del Qohélet. Aparentemente, los sufrimientos inmerecidos se explicaban también por el antiguo sentido de unidad comunitaria, o "personalidad corporativa", percepción ésta de la realidad social á través de la cual el individuo se entendía como un miembro representativo o. constitutivo de su grupo. Para bien o para mal, los hombres comparten el mutuo destino, las maldiciones de Dios que se extienden a tres y cuatro generaciones por la ofensa de uno, mientras que sus bendiciones continúan durante mil generaciones (Éx 20,5; Dt 5,9). Dentro de esta perspectiva, el pecado de Adán y Eva afectó a sus descendientes (Gén 3,16-19). Pero si todos deben sufrir por el pecado de una persona, también a la inversa, uno, puclle sufrir por los pecados de todos, cómo testifican los cantos del siervo (especialmente Is 53,4-12). Trascendiendo la responsabilidad colectiva, el siervo de Yhwh recibió la inmortalidad personal como recompensa por sus sufrimientos inocentes, vicarios (Is 53,10-12). Esta solución de vida después de la muerte fue desarrollada en la literatura profética y sapiencial tardías (Dan 12,2s; Sab 3,1-12; 5).

El peligro que está al acecho en la apelación a una recompensa en el más allá se reveló en la teología rabínica-posterior, que explica los sufrimientos del justo en términos de purificación divina de sus pecadillos, de modo que su recompensa después de la muerte fuera pura; a la inversa, los pecadores prosperaban aquí para que los méritos de sus pocas obras buenas no exigieran una mitigación de su futuro castigo. Así se invirtió la norma fundamental de la alianza: el bien recompensado, el mal castigado en esta vida. Entonces, si toda justicia y valores duraderos son trasladados de este mundo al próximo, la creación no puede dar ya el conocimiento de Dios, y amenaza el ateísmo o el gnosticismo.

La protesta atea contra Dios se ha hecho más poderosa en nuestros tiempos, precisamente porque el cristianismo ha proclamado un Dios que cuida de cada individuo (Mt 10,2831) y en su amor benéfico "hace salir el sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos" (Mt 5,45). ¿Cómo, preguntan muchos, puede ser Dios un padre amoroso si permite que tantos niños inocentes sufran horriblemente?

Ante la situación de inocentes que sufren, los teólogos protestantes han acentuado la imposibilidad de cualquier tipo de teología natural y la absoluta necesidad de la fe como don divino para descifrar cualquier sentido de la vida. Algunos han desarrollado una teología dinámica, por lo cual Dios está implicado en el devenir del universo y sufre con él. J. Moltmann veía a Dios sufriendo la muerte de Jesús por causa de su amorosa unión de voluntades; E. Jüngel interpretó la muerte de Jesús como una parte constitutiva del acontecimiento de Dios, que, aunque permaneciendo Dios, ha entrado en el devenir histórico para conquistar la muerte y el pecado sufriéndolos. Por conmovedores que puedan ser estos intentos de hacer a Dios menos inmune al sufrimiento humano, no aciertan a explicar el significado del sufrimiento humano, y van más allá del misterio de Job sólo acrecentando nuestro asombro al proyectar los sufrimientos en Dios. El hecho de que Dios sufra no disminuye los sufrimientos humanos; ciertamente, su sufrimiento puede aumentar los sufrimientos de aquellos que le aman.

Antes de examinar la respuesta más adecuada al dilema del sufrimiento ofrecida por el NT tal como es interpretado en.la tradición católica, algunas reflexiones preliminares pueden circunscribir con más-exactitud. el tema. Como ya se ha observado, el sufrimiento debe ser reconocido como una realidad, incluso si es la "realidad de una apariencia", y cualquier recurso inmediato a Dios para una recompensa celestial corre el riesgo de destruir el conocimiento de Dios a través del mundo. El sufrimiento parece casi inevitable para un ser corporal, ya que la materialidad implica divisibilidad, limitación y posibles colisiones. Para excluir completamente la posibilidad del sufrimiento corporal el hombre tendría que haber sido creado sin un cuerpo. Pero incluso para los espíritus puros sigue siendo posible el dolor en tanto que son limitados, y sujetos por ello, en uno u otro grado, a la libertad de otros. La "personalidad corporativa" marca la existencia finita, y esto mucho más en la visión cristiana, donde los hombres, creados a imagen del Dios que es amor, son llamados a amar a sus semejantes; rehusar reconocer este lazo implica un pecado, así como una negación de la realidad finita en su naturaleza interrelacionada. Efectivamente, si los hombres fueran considerados sólo individuos, responsable cada uno sólo de sí mismo, no existiría solidaridad que permitiera a los ateos protestar contra Dios en nombre de los "inocentes que sufren". Además, la percepción de la limitación implica el reconocimiento de una cierta carencia de plenitud, que engendra el deseo y el dolor de la insatisfacción. Finalmente, para obviar toda posibilidad de sufrir, el hombre individual tendría al menos que reducir a todos los demás seres libres al estado de autómatas o convertirse en el Dios infinito. Así, detrás del deseo de evitar todo sufrimiento puede estar al acecho el pecado original de desear ser como Dios (Gén 3,5.22).

Dado el sufrimiento y la finitud del hombre, este mundo no puede ser el mejor o el peor de todos los mundos posibles. Porque todo lo que es limitado puede ser superado. En cuanto finitos, los sufrimientos humanos no pueden ser males absolutos; por el contrario, pueden ser relativizados no sólo por el que los percibe, cuya actitud influye en su percepción, sino también mediante la referencia a una realidad más grande o a una finalidad más amplia. Así, los sufrimientos a menudo sirven de aviso contra males mayores o están vinculados a una disciplina necesaria del cuerpo y del alma que permite el crecimiento. Los músculos se estiran y las células se dividen para desarrollar una fuerza mayor. A la inversa, la vida fácil bajo un mango enerva y debilita. El adagio griego "Zeus añade sabiduría al sufrimiento" (EsQutt,o, Agamenón, 177s) ha sido glosado por L. Bloy: "Hay lugares en nuestros corazones que no existen todavía y donde el sufrimiento entra para que existan". Además, los sufrimientos sirven de justo castigo por el pecado, llaman a los hombres a la conversión, ayudan a destruir el egoísmo y abren a los hombres a la compasión y a la colaboración. El sufrimiento por algo que es justo revela al hombre el sentido de su existencia y contribuye a una adecuada estimación de su propio valor. Ciertamente, si el sufrimiento fuera imposible, la vida se vería privada de todo desafío y aventura. Hacer una pirueta en lo más alto del Empire State sería tan arriesgado como sonarse las narices. Si alguien intentara escapar del aburrimiento de una existencia así, su intento de suicidio se vería frustrado, puesto que no podría hacerse daño.

Ni siquiera la muerte, anticipada en el sufrimiento, es un mal absoluto. Porque en un mundo de tremendo sufrimiento o de monotonía absoluta, la muerte sería una liberación. En cualquier mundo de placer y gozo, la vida sin la muerte acabaría, en última instancia, en el declive de la maravilla, en la pérdida de los poderes espirituales y en la monotonía. Como reconocía Shakespeare, la condición humana mortal hace a menudo mucho más preciosos los valores: "Comprende esto, lo que hace tu amor más fuerte, / es amar bien lo que has de dejar en breve" (soneto 73).

Por más ineludiblemente ligado a la existencia humana, y a pesar de los muchos beneficios que pueda ocasionar, el sufrimiento jamás puede ser explicado plenamente. Exigir tal explicación sería exigir lo irracional y lo imposible por varias razones. Primera, porque el sufrimiento es siempre individual -la "masa de sufrimientos humanos" es una abstracción-, y el individuo como tal no puede ser explicado (individuum est ineffabile). Segunda, porque los sufrimientos son percibidos como injustos -el meollo del "problema del sufrimiento"-; cualquier explicación es imposible. Porque una explicación exige una causa, que implica una necesidad; de ahí que si se explicara, la injusticia sería necesaria, y un universo inmoral sería un absurdo. De modo semejante, la moralidad, puesto que apela a la libertad, no puede ser reducida a una necesidad racional. La moralidad parece implicar también el sufrimiento. No sólo existe a menudo una tensión entre el placer y el deber en nuestro mundo caído, sino que también el verdadero grito por la justicia ante el reconocimiento de su ausencia implica dolor. Quizá el dolor del autosacrificio deba ser incluido en la moralidad, para que una recompensa inmediata por las buenas acciones no reduzca la moralidad a una forma más elevada de egoísmo. Sólo cuando se exige un sacrificio son apreciados con propiedad los valores morales.

Las reflexiones precedentes debieran impedir cualquier fácil rechazo de la existencia de Dios por el hecho de existir el sufrimiento. Efectivamente, negar la existencia de Dios ni resolvería ni aliviaría el problema del sufrimiento. Los sufrimientos siguen existiendo. Si Dios no existe, el hombre pierde toda esperanza de una solución a su enigma real y teórico. Además, si sólo existe este mundo de injusticia, no hay lugar a una recompensa para todos los actos buenos y malos, y la justicia se convierte en una mera construcción humana y en una ilusión. En última instancia, la justicia no puede ser impersonal, porque las intenciones, así como las acciones de los hombres, deben ser juzgadas y recompensadas sólo un ser omnisciente, omnipotente, puede cumplir tal justicia.

Una observación final concierne a la supuesta inocencia de los niños. Como han observado muchos desde Agustín hasta .Freud, los niños son egoístas, a ,menudo vengativos, pequeños brutos cuyos.hábitos tienen que ser corregidos a medida que maduran. Además, la teología católica sostiene que después del pecado de Adán sólo Cristo y su madre estuvieron absolutamente libres de pecado, y ambos se sacrificaron libremente a sí mismos por los pecadores. Ciertamente, sólo Cristo es Hijo de Dios por naturaleza; todos los demás nos convertimos en hijos adoptivos de Dios por la fe en Jesús (Gál 4,1-7; Jn 1,14s). Dios envió el Espíritu de su Hijo a los corazones de los cristianos para que griten "Abba, Padre" (Gál 4,6; Rom $,15). Puesto que Jesús enseñó a sus discípulos a llamar a Dios Padre, los cristianos deben usar esa denominación en el sentido que Jesús quería. Pera Jesús, de forma explícita, se confió a sí mismo a su Abba y su Padre en Getsémaní y en la cruz (Mc 14,36; Lc 23, 46). San Pablo vio el'amor paternal de Dios revelado en que él no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos; en lo sucesivo nada, no importa lo cruel u horrendo que sea, puede separar a los creyentes del amor de Dios en Cristo (Rom 8,28-39).

Una vez que el pecado hizo astillas la unidad original de la humanidad, el mundo se convirtió en un lugar ambiguo, en el que la existencia de un Dios de amor podía ser puesta en duda. Por eso, para dar un signo de amor y reconstituir la unidad de la humanidad, el Hijo eterno se hizo hombre. Esta entrada del amor en el mundo de pecado inició un conflicto que condujo a la muerte de Jesús.

Esta muerte reveló plenamente el significado de su vida de amor autosacrificial. Porque, aunque condenado a muerte por pecadores, Jesús simultáneamente se ofreció a sí mismo libremente a su Padre y por los pecadores. Como penetración total de la naturaleza humana por la libertad personal divina, la muerte de Jesús simultáneamente significó la conquista del amor sobre la muerte y el pecado, victoria que se manifestó escatológicamente en la resurrección. En adelante las heridas de los sufrimientos de Cristo sirven como trofeos de su victoria, y los cristianos tienen que ser transformados en la muerte de Jesús, crucificados para el mundo, para compartir la vida del resucitado, que es salvación (Rom 6,1-11; Gá1.2,19; 6,14; Jn 3,3-8; 5,24; IJn 3,14). Como en el AT, la justicia de Dios reina soberana, pero ahora el énfasis ha sido trasladado a su gratuidad, que justifica. Dios recompensará al justo y castigará al malo para toda la eternidad, pero la norma del juicio es Cristo (Mt 25,32ss). Además, puesto que el tiempo escatológico ha irrumpido ya (Mc 1,15; Jn 5,24s; Gál 4,4), la salvación está presente en el mundo en la unión de amor que es el cuerpo de Cristo.

La incorporación del individuo a la koinonia de la Iglesia da un nuevo sentido a su sufrimiento. Son una parte de los sufrimientos de Cristo lo que se desborda sobre él (2Cor 1,5; Flp 3,10); sirven también para "completar lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1,24). Del mismo modo que la infinitud de Dios no excluye a las criaturas, tampoco su omnipotencia destruye la libertad humana, sino que ambas constituyen su condición de posibilidad, así los sufrimientos de Cristo, suficientes en sí mismos para salvar a todos, abren el camino a la contribución del hombre en el amor para la obra de salvación.

La personalidad corporativa es revitalizada en la Iglesia, y el sufrimiento encuentra su sentido más profundo. Además, implicando una llamada a la conversión, una purificación de hábitos pecaminosos o una prueba de fidelidad que va implícita en el verdadero ejercicio de la libertad, el sufrimiento se convierte ahora en una invitación a unirse a la obra redentora de Cristo y en una posibilidad de participar más profundamente en su amor autosacrificial. En este amor el creyente participa también en la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, es decir, la vida eterna. La presencia continua de Dios en la historia ha revelado así el misterio de amor que, por caminos no soñados por Job, ha dominado las fuerzas del mal, conquistándolas al sufrirlas. El amor autosacrificial de Dios también destruye la autojustificación humana y protesta contra el pecado de Adán. Una vez que el aplastante amor de Cristo es aceptado, el plan original de amor de Dios, que abarca a todos y cada uno para bien y para mal, puede ser aceptado sin recriminación, porque donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rom 5,12-21); la ley de solidaridad, que sobrepasa a la justicia retributiva, trabaja ahora para la salvación del hombre. Así, a través del misterio del amor redentor de Cristo no sólo son sintetizadas todas las explicaciones del sufrimiento ofrecidas en el AT, sino que también el sufrimiento, la escoria de la experiencia humana que otras religiones intentan eludir o mitigar, ha sido transformado en un medio de amor creciente. La victoria de Cristo sobre la cruz ha otorgado a los cristianos el poder de afirmar y de dar gracias a Dios por las tristezas y tribulaciones, que realizan su cada vez más grande semejanza con Cristo, así como por los gozos y las cosas agradables de la vida. En Cristo, la destrozada unidad de la existencia es restaurada y hallada muy buena.

Aunque este modo redentor de entender el sufrimiento ha estado implantado largo tiempo en la tradición católica halló una expresión especialmente apta en la devoción al sagrado corazón de Jesús. Esta devoción al corazón traspasado de Cristo, como símbolo de su amor, que llama a los hombres a unirse a su obra de redención, ha sido recomendada a los fieles por muchos papas después de las revelaciones místicas hechas a santa Margarita María de Alacoque en Paray-le-Monial, en Francia, durante el siglo xvii.

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J.M. McDermott