5. EL TEMA DE LA REVELACIÓN EN LOS PADRES DE LA IGLESIA. Sería inútil buscar en los padres de la Iglesia de los primeros siglos el equivalente de un tratado moderno sobre la revelación, ya que ellos no ven en la revelación un hecho que establecer ni un problema en el que ahondar. Las primeras generaciones cristianas están aún bajo la impresión de la gran epifanía de Dios en Jesucristo. La revelación es una realidad obvia. La reflexión entonces se preocupa menos de "demostrar" la posibilidad de la revelación que de proclamar al mundo entero el acontecimiento desconcertante, inaudito, de la irrupción de Dios en la carne y en el mensaje de Cristo. Así pues, el primer problema que se plantea es el de la inculturación en la revelación cristiana en el seno del mundo griego. La reflexión de ahí resultante no está sistematizada todavía, sino ligada directamente a las exigencias de las comunidades evangelizadas o por evangelizar: es esencialmente una teología "contextual", en relación con las corrientes de pensamiento de la época: objeciones judías, gnosis, etc. No se duda de la realidad de la revelación; más bien se remite a ella como al único criterio de interpretación.

En esta reflexión contextual y ocasional de los primeros padres de la Iglesia hay a la vez menos y más que en la reflexión actual sobre la revelación. No cabe duda de que algunos problemas de hoy ni siquiera asoman a la conciencia de esos cristianos. Por otra parte, hay en el pensamiento patrístico unos principios de fecundidad inagotable, de los que puede sacar partido la sistemática actual: a) Muy cerca del acontecimiento, el pensamiento patrístico evoluciona dentro de una visión de conjunto del misterio cristiano. Se inspira en la Escritura y sigue en contacto con los primeros testigos; bebe y se elabora en la fuente; todo discurso es discurso sobre Dios que crea, que salva, que revela; en cada reflexión hay siempre una teología implícita de la revelación. b) Para responder a las objeciones, a las herejías, a las visiones reductivas, los padres de la Iglesia se ven movidos a componer "grandes planos" para ilustrar mejor los puntos de encuentro con las culturas y las religiones, pero también la singularidad, la especificidad del fenómeno cristiano; así se desarrollan con especial intensidad los temas de la relación entre AT y NT en la diferencia y en la unidad, el del carácter gradual de las etapas de la revelación, el de la economía y pedagogía del plan divino, el de la centralidad de Cristo, el de la tensión entre el misterio de Dios revelado pero siempre oculto, el de la acción necesaria del Espíritu tanto para acceder a la revelación como para comprenderla. Estos "grandes planos", representados periódicamente, acaban por imponer una imagen de la revelación cristiana en su totalidad: un paisaje del que cada detalle ha sido iluminado por un flash en un momento de la historia. El impacto sobre los espíritus es más intenso que el de un punteado uniforme. Siguiendo otra comparación, podría decirse que la reflexión patrística, al hacer surgir a lo largo de los siglos bloques de pensamiento, acabó formando archipiélagos y luego continentes de contornos y relieves bien definidos. El contexto de esta reflexión, con todos sus imprevistos, nos conduce muchas veces a tomas de conciencia más fuertes que un pensamiento teológico lineal y demasiado bien organizado. Por eso, más que presentar un desfile de padres de la Iglesia, creemos que será útil indicar algunos de los aspectos de la revelación que ellos iluminaron. La Iglesia posapostólica, en un primer tiempo, vivió en la espera del retorno inmediato del Señor. Por este motivo la revelación tomó un tinte escatológico. Pero muy pronto fue el problema de la articulación de los dos Testamentos el que movilizó la atención.

1) Los dos Testamentos: unidad y progreso. Los judaizantes querían conservar la primacía de la revelación profética, mientras que los marcionistas oponían los dos Testamentos. Representaban a Cristo como el revelador de un Dios absolutamente nuevo, desconocido del mundo judío. Establecían una oposición radical entre el Dios del AT y el del NT. Entre estas dos actitudes -no captar suficientemente la novedad del evangelio (tentación de los ambientes judíos tradicionales), o bien subestimar el AT y romper con él (a la manera de Marción)-, Justino, Ireneo, Clemente de Alejandría y Orígenes subrayan la continuidad y la unidad profunda de los dos Testamentos. Un mismo y único Dios es el autor de la revelación por su Verbo o Logos; la creación, las teofanías, la ley, los profetas, la encarnación, son las etapas de esta manifestación única y continua de Dios a través de la historia humana. Por otra parte, subrayan con no menor claridad el progreso realizado de una economía a la otra. Progreso que cada uno de ellos considera de forma un tanto diferente. Para Justino, manifestación parcial y oscura del Logos en el AT; clara y en plenitud en el NT. Según Ireneo, preparación, educación de la humanidad, esbozos y promesas de la encarnación en el AT; luego, cumplimiento y don de Cristo en el NT. Según Clemente de Alejandría, enigmas y misterio en el AT; explicación de la profecía en el NT. Según Orígenes, conocimiento del misterio en el AT; realización y posesión en el NT; paso de las sombras y de las imágenes a la verdad, de la letra y de la historia al Espíritu.

2) La teología del Logos: punto de encuentro de las culturas. La predicación a los paganos significaba la confrontación del mensaje cristiano con una corriente de pensamiento marcada por categorías no bíblicas, sino filosóficas. Para hacer el evangelio accesible a los paganos, la reflexión cristiana adoptó una filosofía elaborada por el /platonismo y el estoicismo, con el riesgo de invertir la noción de revelación en el sentido de un conocimiento, de una gnosis superior, en detrimento de su carácter histórico. Para Platón, Dios es inefable, y por tanto no interviene en la historia. Para echar un puente entre la idea de la trascendencia radical de Dios y su revelación en la historia, Justino llama la atención sobre la función mediadora de Cristo; pues el Jesús de la historia se identifica con el Logos, con el Verbo de Dios, que se apareció primero a Moisés y a los profetas y luego se hizo carne para la salvación de todos los hombres. Justino concibe la revelación como un proceso soteriológico, pero tiende a atribuir al Cristo-Logos un alcance universal. Esta doctrina aparece en el tema del Logos spermatikos: antes de Cristo había spermata tou Logou; esas semillas son la participación de un conocimiento ínfimo, parcial, del que sólo Cristo, Logos encarnado, dará la perfección. En virtud de esta participación, los pensadores paganos pudieron percibir algunos rayos de verdad y merecer el título de cristianos (1 Apol. 46,2-3). Situando así al Logos Domo centro de perspectiva, Justino pone a la revelación bajo el signo del conocimiento.

Este aprecio y este recurso a la filosofía griega, que existe ya en Justino, es más visible todavía en Clemente de Alejandría (muerto antes de 21 S), cuyo sistema de pensamiento se basa en la teología del Logos salvador y revelador. Clemente no vacila en conceder la prioridad al conocimiento de Dios sobre la salvación (Strom. IV, 136,5). Al optar por un Logos, fuente de luz y de verdad, Clemente propone la revelación como una "gnosis" cristiana, respondiendo así al deseo de conocimiento que animaba a su ambiente cultural. "El rostro del Padre es el Logos, por el que el Dios se ilumina y revela" (Paed. I, 57,2; Strom. VII, 58,3-4). Luz del Padre, el Logos revela todo lo que hay en el mundo, todo lo que hace al hombre capaz de comprenderse a sí mismo y de participar de la vida de Dios. Este conocimiento ofrecido por Dios en plenitud, que procura al hombre la salvación: tal es el contexto de la revelación. Sólo el Logos encarnado confiere la "iniciación reveladora de Cristo", y no los sistemas gnósticos. No cabe duda de que, fiara Clemente, el conocimiento de Dios está en el primer plano de su reflexión, más aún que la historia de la salvación. En consecuencia, nuestro único pedagogo es el Logos. Somos "alumnos de Dios; su propio Hijo nos da una instrucción verdaderamente santa" (Strom. I, 98,4; Prot. 112,2). La incomparable superioridad del cristianismo se debe a que tiene al Logos por maestro (Strom. II, 9,4-6), de quien recibe una enseñanza superior. Antes de Cristo, la filosofía se les dio a los griegos como un tercer testamento para conducirlos a Cristo. En adelante, la filosofía está al servicio de la fe. Es el Logos encarnado el que nos enseña cómo puede el hombre hacerse hijo de Dios; él es el pedagogo universal, que reúne la ley, los profetas y el evangelio. La dimensión de la historia de la salvación se mantiene en sus etapas, pero subordinada al principio de la gnosis total. No hay verdadera gnosis más que en el cristianismo; pero su fuente es Dios que, por esta gnosis, conduce a una salvación indisolublemente ligada a Cristo.

Orígenes (muerto en el 253-254) elabora también una reflexión sobre la revelación a partir del Logos, imagen fiel del Padre. "En el Verbo se ve al que es Dios e imagen del Dios invisible, del Padre que lo engendró" (Com. Joh. 32,29). La revelación se lleva a cabo porque el Verbo se encarna y, a través de la encarnación, o sea, por la carne de su cuerpo y la carne de la Escritura, nos permite comprender al Padre invisible y espiritual. El Logos es mediador de una revelación que va de la creación a la ley, a los profetas y al evangelio. La revelación alcanza su primera cima en la encarnación del Logos. Sin embargo, a los ojos de Orígenes, la encarnación no es tanto un brusco descenso del Logos a la historia como una promoción de todas las cosas al Espíritu. La encarnación del Logos inaugura un conocimiento progresivo según la tríada sombras-imagenverdad. Más aún que el paso de las preparaciones al cumplimiento, Orígenes subraya el paso de los signos a la realidad: de la carne al espíritu, de las sombras y de las imágenes a la verdad, de la letra al espíritu, del evangelio temporal al evangelio eterno. Lo que importa no es tanto el hecho de la encarnación como el hecho de captar, de reconocer la venida de Dios bajo la acción de la gracia. Por eso Orígenes subraya más que Clemente de Alejandría la subjetividad de la revelación. La iluminación, inaugurada por la fe, lleva consigo un proceso de progreso en la inteligencia de la revelación: tensión del evangelio temporal, captado cada vez mejor, al evangelio eterno; realidad de los misterios esbozados en el evangelio temporal. No es el conterfido lo que cambia, sino su manifestación progresiva, su espirituafizáción, hasta el cumplimiento definitivo en la visión. Orígenes, como Clemente, acoge el esfuerzo de inculturación de la filosofía griega, pero no llega a hablar de un testamento de los gentiles.

La reflexión de los alejandrinos, al hacer salir a la Iglesia de su aislamiento y marchar al encuentro de la cultura helenística, representa un esfuerzo positivo de reconciliación con el mundo antiguo; pero también un peligro de "intelectualización" excesiva de la revelación bíblica, concebida como una gnosis, una enseñanza, una doctrina superior. Esta corriente, que corre el riesgo de desenganchar la revelación de sus lazos históricos, tuvo repercusión en toda la teología ulterior, y hasta en el reciente concilio. Ya en el período postridentino, con Suárez y De Lugo, la revelación se fue comprendiendo cada vez más como una doctrina, como un conjunto de verdades sobre Dios. Las quejas que se manifestaron en vísperas del Vaticano II subrayan todo el empobrecimiento de la noción de revelación, afectada de intelectualismo, reduciéndola a la comunicación de un sistema de ideas más que a la manifestación y a la entrega de una persona que es la verdad personificada.

3) Economía y pedagogía de la revelación. Si el pensamiento patrístico de los primeros siglos supo evitar estos peligros, es porque nunca perdió el contacto con las categorías bíblicas y, sobre todo, porque nunca dejó de reflexionar en la historia de la salvación. Esta vinculación a la historia sirvió de contrapeso a una revelación concebida como puro conocimiento. En este sentido, la teología de san Ireneo, provocada por los gnósticos, constituye un punto de referencia insoslayable.

En cierto sentido los gnósticos llevan a su apogeo la idea de revelación, porque para ellos el conocimiento 0 gnosis viene de arriba, por iluminación. La gnosis entra así en competencia con el cristianismo, ya que se aleja de la historia. Se aparta del Jesús histórico para aferrarse al Cristo pneumático. Cristo conserva su papel mediador, pero desfigurado; la Iglesia tuvo que redeflnir y precisar este papel en la historia de la salvación.

En el contexto antignóstico, que opone el AT al NT, Ireneo subraya la unidad de la historia de la salvación. Consiguientemente, el tema de la revelación. se relaciona con el tema más amplio de la acción del Verbo de Dios, ala vez creador y salvador. Con su concepto de "economía" o "disposición", Ireneo insiste en la unidad orgánica de la historia de la salvación. El mismo Dios realiza, por su único Verbo, un único plan de salvación, desde la creación hasta la visión. Bajo la guía del Verbo, la humanidad nace, crece y va madurando hasta la plenitud de los tiempos (Adv. Haer, IV, 38,3).

A los gnósticos, que distinguen entre el Cristo y Jesús según la carne, Ireneo opone el tema de la economía y propone la encarnación como la cima de la economía que comenzó ya en el AT. Más aún, como el Verbo está presente a la totalidad de los tiempos, es ese Verbo el que ya desde el comienzo, desde la creación, revela al Dios creador (Adv. Haer. II, 6,1; 27,2; IV, 6,6). "Igualmente, por la ley y los profetas el Verbo se proclamaba a sí mismo y proclamaba a su Padre" (Adv. Haer. IV, 6,6; 9,3). Finalmente, el Hijo vino a este mundo y "nos dio toda la novedad al darse a sí mismo" (Adv. Haer. IV, 34,1).

La novedad del cristianismo es la vida humaiya del Verbo: no hay un Dios nuevo, sino una manifestación nueva de Dios en Jesucristo. La encarnación es una teofanía del Verbo de Dios, y el progreso consiste en la presencia humana y carnal del Verbo, hecho visible y palpable entre los hombres, a fin de manifestar al Padre, que sigue siendo invisible (Adv. Haer. IV, 24,2). El AT es el tiempo de la promesa; el NT es la realización de la promesa y el don del Verbo encarnado. Los dos Testamentos forman una trama indesgarrable. Ireneo pone de relieve los acontecimientos de la historia de la salvación y vincula estrechamente el AT al "evangelio tetramorfo". Los apóstoles son el eslabón entre Cristo y la Iglesia (Adv. Haer. I, 27,2; IV, 37,7), pero Cristo es la clave de bóveda de todo el edificio.

Casi todos los padres, especialmente Justino, Clemente, Orígenes, Basilio, Gregorio de Nisa y Agustín, insisten, como Ireneo, en este carácter de "economía" de la revelación. Ésta se presenta como un plan de salvación, infinitamente sabio, que Dios concibe desde toda la eternidad y realiza pacientemente por caminos previstos por él, preparando y educando ala humanidad, haciéndola madurar y revelándole progresivamente lo que ella es capaz de comprender. Los padres, sobre todo Ireneo, se complacen en trazar la historia de los pasos que Dios ha dado para "acostumbrar" al hombre a su presencia.

Con esta idea se relaciona la de los plazos de la venida de Cristo. La Carta a Diogneto afirma que los hombres tenían que pasar por la experiencia de su impotencia antes de conocer la plenitud de la salvación (perspectiva dramática). Ireneo, Clemente, Orígenes (en algunos textos) desarrollan la tesis de la pedagogía divina. Dios educa a la humanidad para que reciba la plenitud de los dones divinos de la encarnación (perspectiva optimista). Para Agustín y Orígenes (en otros textos) apenas se plantea este problema, ya que la Iglesia tiene la extensión de toda la humanidad. Comenzó ya con los patriarcas. La verdad de Cristo era ya conocida por los profetas del AT.

Evocando constantemente las etapas de esta economía y de esta pedagogía, los padres no dejan de afirmar el carácter histórico de la revelación: su vinculación profunda a la historia en su preparación, en su anuncio y en su plenitud en Jesucristo, en su extensión a todo el mundo por medio de los apóstoles y de la Iglesia. Este esquema conoce algunas variantes concretamente en el lugar que se concede a los profetas y a los apóstoles, así como en la importancia que se le atribuye a la filosofía. Pero, para todos, la revelación culmina en Cristo, Hijo del Padre, Verbo o Logos encarnado y, por consiguiente, perfecto revelador.

4) Centralidad de Cristo. Todos los padres de la Iglesia ven en Cristo la cima, la consumación de la historia de la salvación. Verbo de Dios, Hijo del Padre, asume todos los caminos de la encarnación, tanto la palabra como la acción, para darnos a conocer al Padre y su designio de salvación. Sin embargo, ordinariamente es a la palabra humana de Cristo a la que atribuye el papel principal. Prioridad que se expresa en los vocablos que emplean: palabra de Dios, palabra de Cristo, buena nueva o evangelio, enseñanza, doctrina de la fe, de la salvación, prescripciones, mandamientos, órdenes de Dios o de Cristo, regla de verdad, regla de fe, ete. Para Ignacio de Antioquía, Ireneo y Atanasio, la encarnación y la revelación forman una unidad.

Ignacio de Antioquía ve en la persona de Cristo el todo de la revelación y de la salvación: "No hay más que un solo Dios que se manifestó por Jesucristo, su Hijo, que es su Verbo, salido del silencio" (Magn: 8,2; 6,1-2). Todas las manifestaciones del AT se orientan hacia la manifestación definitiva de la encarnación: "El conocimiento de Dios es Jesucristo" (Eph. 15,1; Magn. 9,1). A los judaizantes, que oponen el evangelio y los profetas y que subordinan el evangelio a los archivos del AT, Ignacio les presenta la persona de Cristo, en el que todo se resuelve en la unidad, esperanza y cumplimiento: "Para mí, mis archivos son Jesucristo; mis archivos inviolables son su cruz, su muerte y su resurrección y la fe que viene de él" (Phil. 8,1-2). Cristo es "la puerta por la que entran Abrahán, Isaac y Jacób y los profetas y los apóstoles de la Iglesia; todo esto conduce a la unidad con Dios" (Phil. 9,1). Cristo es el único salvador y revelador.

Ireneo polariza igualmente todo el acontecimiento de la revelación en la encarnación del Hijo: "Por el Verbo hecho visible y palpable aparecía el Padre" (Adv. Háer. IV, 6,6). El Hijo encarnado no procura solamente un conocimiento abstracto del Padre; es su manifestación viva: No es que el Hijo sea naturalmente visible; es invisible por naturaleza, lo mismo que el Padre; pero la encarnación lo hace visible y a través de múltiples caminos le permite manifestar al Padre (Adv. Haer. IV, 6,6). La revelación por consiguiente, a los ojos de Ireneo, se presenta como la epifanía del Padre a través del Verbo encarnado. Cristo o el Verbo encarnado es el visible, el palpable, el que manifiesta al Padre, mientras que el Padre es el invisible que manifiesta al Hijo encarnado y visible. Así pues, Ireneo establece una equivalencia práctica entre la encarnación tomada en concreto y la revelación: las dos pueden intercambiarse.

Atanasio distingue dos aspectos en la manifestación del Verbo por la encarnación: la manifestación de Cristo como persona divina, imagen del Padre y la comunicación por medio de él de la doctrina de la salvación. A pesar de la ley y de los profetas, los hombres se han olvidado de Dios y han pecado. Por "condescendencia", por "filantropía" y para restaurar en el hombre la imagen del Padre, el Verbo de Dios se ha encarnado (De Inc. 8), "divina epifanía a los hombres" (De Inc. 1). Capta a los hombres en su nivel: así podrán reconocer "en sus obras hechas corporalmente al Verbo de Dios que está en- el cuerpo y, por medio de él, al Padre" (De Inc. 14). Lo mismo que el Verbo invisible se manifestaba por la obra de su creación, el Verbo encarnado se hace reconocer por sus obras de poder, los milagros (De Inc. 16). Atanasio afirma, como Orígenes: "El Verbo... se ha hecho visible en su cuerpo para que tuviéramos una idea de su Padre invisible" (De Inc. 54). En segundo lugar, la encarnación le permitió a Cristo dar a conocer al hombre la doctrina de la salvación (De Ine. 52) e invitarlo a la fe.

Aunque reconoce el papel central de Cristo, la teología griega se muestra menos atenta al papel de la encarnación. Así, Justino y Clemente ven sobre todo en Cristo al maestro, fuente de toda verdad; y en la revelación, la comunicación de la verdad absoluta, de la verdadera filosofía. Orígenes se sitúa en la unión de estas dos teologías; Para él, Cristo revela en el sentido de que, por medio de la carne, podemos hacernos una idea del Verbo y, por el Verbo, imagen del Padre, una idea de Dios mismo. Los alejandrinos ven en Cristo al que trae la luz a las inteligencias sumergidas en las tinieblas. Nostalgia platónica del mundo de la luz y de su contemplación por la inteligencia.

5) Inaccesibilidad y conocimiento de Dios! La herejía de Eunomio, en el siglo iv, obliga a los eapadocios :a tratar de nuevo el problema de la centralidad de Cristo, pero desde una perspectiva distinta. En efecto, Eunomio pretendía que la esencia divina, una vez revelada, no presenta ya ningún misterio. Frente a este error, Gregorio de Nacianzo, Basilio y Gregorio de Nisa confiesan que Dios sigue siendo el inefable, el inaccesible, incluso después de haberse revelado; es la tiniebla misteriosa que nadie puede penetrar por entero. Incluso los grandes confidentes de Dios, como Moisés, David, Isaías, Pablo, declaran que la esencia de Dios sigue siendo misterio. Lo que sabemos de los secretos de Dios nos viene de Cristo. Sólo él atraviesa la opacidad de las tinieblas de nuestra ignorancia. Nuestra fe, dice Gregorio de Nisa, viene "de nuestro Señor Jesucristo, que es el Verbo de Dios, vida, luz y verdad, Dios y sabiduría, y todo esto por naturaleza". "Convencidos de que Dios se ha aparecido en la carne; creemos este solo verdadero misterio de piedad, que se nos ha transmitido por el mismo Verbo, que por sí mismo habló a los apóstoles" (C. Eunom. 11,45,466-467).

Lo mismo que los capadocios, san Juan Crisóstomo insiste en el hecho de que Dios, aun revelado, sigue siendo el Dios invisible, inenarrable, inescrutable, inaccesible, indefinible, irrepresentable; sigue siendo el abismo, la tiniebla. Lo que sabemos de Dios, se nos ha revelado por Cristo y su Espíritu (Job. hom. 15,1).

Los capadocios, como los alejandrinos, atienden particularmente a la apropiación subjetiva de la verdad y a su fructificación en el alma por la fe y los dones del Espíritu. Bajo su acción iluminadora, el alma penetra cada vez más en los misterios del Padre y del Hijo: una búsqueda de la verdad que nunca acaba y que es cada vez más ardorosa. El Espíritu irradia su luz en el alma, que, bajo los efectos de esta irradiación, se va haciendo cada vez más transparente y espiritual. Sólo el Espíritu, observa san Basilio, "conoce las profundidades de Dios y la criatura recibe de él la revelación de sus misterios" (De Sp. S. 24).

6) Doble dimensión de la revelación. Esta insistencia en la acción iluminadora del creyente por el Espíritu nos introduce en un último rasgo de la revelación, que subrayan la mayor parte de los padres de la Iglesia: un tema especialmente ilustrado por san Agustín, inspirado en san Juan y también en• la filosofía platónica y neoplatónica. A la acción exterior de Cristo, que habla, predica y enseña, corresponde una acción interior de la gracia, que los padres, siguiendo a la Escritura, designan como una revelación, una atracción, una audición interior, una iluminación, una unción, un testimonio. A1 mismo tiempo que la Iglesia proclama la buena nueva de la salvación, el Espíritu actúa por dentro para hacer asimilable y fecunda la palabra oída.

Los alejandrinos insisten en esta segunda dimensión de la revelación, pero es sobre todo Agustín el que explica su función y su mecanismo. La palabra de Cristo no es ya una palabra humana; está dotada de una doble dimensión, exterior e interior, en virtud de la gracia que la acompaña y vivifica. Agustín desarrolla esta idea sobre todo en su comentario a Juan 6,44: "Nadie puede venir a mí si el Padre que me envió no lo atrae", y en su De gratia Christi, dirigido contra Pelagio: "Venir a Cristo" es sufrir la atracción del Padre, es creer. Si Pedro pudo confesar a Cristo como mesías, fue en virtud de esta atracción, que es un don. Cristo hace oír su palabra, pero es el Padre el que concede al hombre acogerla, en virtud de la atracción hacia el Hijo que él produce en el alma. Recibir las palabras de Cristo, observa también Agustín, es no solamente oírlas exteriormente "con los oídos del cuerpo, sino en el fondo del corazón", como los apóstoles (Joh. Tr. 106,6). Oír con los oídos interiores, obedecer a la voz de Cristo y creer es todo la misma cosa (Joh. Tr. 115,4). Agustín insiste en ello: la palabra oída exteriormente no es nada si el Espíritu de Cristo no actúa interiormente para hacer que reconozcamos como palabra dirigida personalmente a nosotros la palabra oída: "Jesucristo es nuestro maestro y su unción nos instruye. Si esta inspiración y esta unción fallan, las palabras resonarán inútilmente a nuestros oídos" (Ep. Joh. Tr. 3,13). Esta gracia es al mismo tiempo atractivo y luz. Atractivo que solicita las fuerzas del deseo; luz que hace ver en Cristo a la verdad en persona.

El concilio de Orange, expresándose según las ideas de Agustín, dirá que nadie puede adherirse a la enseñanza del evangelio y poner un acto salvífico sin "una iluminación y una inspiración del Espíritu Santo, que da a todos la suavidad de la adhesión y de la creencia a la verdad" (DS 377). El hombre recibe de Dios un doble don: el del evangelio y el de la gracia, para adherirse a él en la fe (De gr. Christi I, 10,11; 26,27; 31,34). De forma más universal, Cristo, como Verbo de Dios, es la luz única del hombre, el principio de todo conocimiento, tanto natural como sobrenatural. En términos joánicos, Agustín se complace en definir a Cristo como el camino, la verdad, la luz y la vida.

En conclusión, la temática desarrollada por los padres de la Iglesia sobre los puntos que hemos indicado es demasiado importante para que pueda prescindir de ella una teología de la revelación. En varios puntos disipa las tinieblas acumuladas por una reflexión construida fuera de las categorías bíblicas o tributaria de una filosofía de inspiración racionalista.

Para el período medieval cf. Tomás de Aquino.

6. LAS DECLARACIONES DEL MAGISTERIO. En una perspectiva diacrónica, las declaraciones del magisterio suceden naturalmente a la reflexión de la época patrística y medieval. El magisterio no interviene generalmente más que para enderezar o condenar una desviación grave. Pues bien, durante los primeros siglos y durante toda la Edad Media jamás se discutió la existencia de la revelación. En todo caso, nunca se pronunció un anatema o una condenación que hiciera creer eíi la negación del hecho o en una contaniináción del concepto. Las controversias que ocupan la atención de la Iglesia se refieren principalmente a la Trinidad,,a la encarnación, a los misterios de Cristo. Nadie piensa en negar o .poner en duda el hecho de que Dios hablara a los hombres por Moisés y los profetas, y luego por Cristo y los apóstoles.

La expresión más completa en la época medieval de la noción de revelación es sin duda la que nos ofrece el IV concilio de Letrán, en el año 1215: "Esta santa Trinidad..., primero por Moisés y los santos profetas y por sus demás servidores, según una disposición muy sabia de las circunstancias, dio al género humano una doctrina de salvación. Y finalmente el Hijo único de Dios, Jesucristo..., hizo ver de manera más manifiesta el camino de la vida" (DS 800-801). El concilio, como los padres de la Iglesia, subraya los temas de la economía y del progreso de la revelación, que culmina en Jesucristo. Como san Buenaventura y santo Tomás,. habla de doctrina de la salvación. La revelación es la acción-fuente de donde procede esta doctrina, pero es la doctrina la que retiene la atención. Todavía no aparece el término revelación.

1) El concilio de Trento y el protestantismo. El protestantismo del primer período, aunque no pone directamente en discusión la noción de revelación, supone una amenaza para la misma. Así Calvino, en su Institution de la religion chrétienne (1, 5,2), admite que Dios se manifiesta a los hombres por las obras de su creación, pero añade inmediatamente después que la razón humana quedó tan gravemente tocada por el pecado de Adán, que esta manifestación de sí mismo es inútil para nosotros. Por eso Dios regaló a la humanidad no sólo "maestros mudos", sino también su divina palabra (ib, I, 6,1). Así, de los dos tipos de conocimiento de Dios reconocidos tradicionalmente, a saber: por la creación y por la revelación histórica, el primero se ve marginado en beneficio del segundo. Muy pronto, el protestantismo tendió a desvalorizar todo conocimiento de Dios que no fuera por revelación en Jesucristo. Además, al mismo tiempo que afirmaba el principio de la salvación por la gracia y la fe solamente, el protestantismo asentaba el de la autoridad soberana de la Escritura. La regla de fe es la Escritura sola, con la asistencia individual del Espíritu, que permite captar lo que se ha revelado, y por tanto lo que hay que creer. El testimonio del Espíritu en las almas es inseparable de la palabra de Dios en la Escritura. Sólo el Espíritu ilumina la palabra.

Así pues, a primera vista, el protestantismo parece exaltar el carácter trascendente de la revelación, al suprimir todo intermediario entre la palabra de Dios y el alma que la recibe. Pero de hecho la compromete, pues al mismo tiempo que establece el principio de la autoridad soberana de la Escritura, se opone a la autoridad de la Iglesia (DS 1477), bien en su tradición, bien en las decisiones actuales de su magisterio. Corre el peligro de caer en una inspiración incontrolable, encaminándose hacia el individualismo o el racionalismo. Un proceso que aparece con toda su desnuda claridad con el protestantismo liberal, pero que comenzó ya en el siglo xvii. Por su parte, el concilio de Trento intentó apartar el peligro más inmediato que constituía una atención demasiado exclusiva a la Escritura, en detrimento de la Iglesia y de su tradición viva. El decreto sobre esta materia fue publicado el 15 de abril de 1546; dice así:

"El sacrosanto, ecuménico y universal concilio de Trento..., poniéndose perpetuamente ante sus ojos que, quitados los errores, se conserve en la Iglesia la pureza misma del evangelio que, prometido antes por obra de los profetas en las Escrituras santas, promulgó primero por su propia boca nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios y mandó luego que fuera predicado por ministerio de sus apóstoles a toda criatura (Mt 28, 19s; Mc 16,15) como fuente de toda saludable verdad y de toda disciplina de costumbres; y viendo perfectamente que esta verdad y disciplina se contiene en los libros escritos y tradiciones no escritas que, transmitidas como de mano en mano, han llegado hasta nosotros -desde los apóstoles, quienes las recibieron o bien de labios del mismo Cristo o bien por inspiración del Espíritu Santo; siguiendo los ejemplos de los padres ortodoxos, con igual afecto de piedad e igual reverencia recibe y venera todos los libros, así del Antiguo como del Nuevo Testamento, como quiera que un solo Dios es autor de ambos, y también las tradiciones mismas que pertenecen ora a la fe, ora a las costumbres, como oralmente por Cristo o por el Espíritu Santo dictadas y por continua sucesión conservadas en la Iglesia Católica" (DS 1501).

Señalemos, en primer lugar, que en este párrafo no aparece el término de revelación: el que está en primer plano es el de evangelio, que representa un uso neotestamentario ampliamente utilizado, a saber: la buena nueva o el mensaje de salvación traído y realizado por Cristo y predicado a toda criatura (Mc 16,15-16). El concilio se alinea entonces con el uso medieval y con el concilio de Letrán.

El evangelio, la doctrina de la salvación, es el objeto propuesto a nuestra fe. De forma más sistemática, el texto encierra una triple afirmación: a) El evangelio se nos ha dado de forma progresiva: anunciado primero por los profetas, promulgado luego por Cristo, predicado finalmente por orden suya, por los apóstoles, a toda criatura. En él está "la fuente de toda saludable verdad y de toda disciplina de costumbres". b) Esta verdad salvífica y esta ley 'de nuestro obrar moral, que tienen su única fuente en el evangelio, están contenidas en los libros inspirados de la Escritura y en las tradiciones no escritas. c) El concilio acoge con la misma piedad y respeto la Escritura (AT y NT) y las tradiciones "que vienen de labios de Cristo o bien por inspiración del Espíritu Santo'.' y "se conservan en la Iglesia católica por continua sucesión". Por eso hay que creer todo lo que está contenido en la palabra de Dios, escrita o transmitida (DS 3011). El mensaje evangélico único, la buena nueva única encuentra su expresión en dos formas distintas: escrita y oral. En el decreto sobre la justificación se presenta de nuevo el objeto de fe como. una doctrina enseñada por Cristo, transmitida por los apóstoles, conservada por la Iglesia y defendida por ella contra todo error (DS 1520). No cabe duda: lo que está en el primer plano de la revelación es el mensaje de salvación; la doctrina enseñada por Cristo. La centralidad de Cristo, corno persona, fuente, mediador y plenitud de la revelación, pasa a un segundo plano.

2) El concilio Vaticano I y el racionalismo. Por primera vez un concilio emplea expresamente el término revelación. Pero lo que está en discusión no es todavía la naturaleza y los rasgos específicos de esta revelación, como en el Vaticano II, sino el hecho de su existencia, de su posibilidad, de su objeto. Como en el concilio de Trento, lo que llama la atención no es tanto la acción reveladora original como el resultado, el objeto de esta acción, a saber: la doctrina de fe y su contenido: Dios y sus decretos, sus misterios.

Para comprender el /Vaticano 1 hay que recordar el contexto histórico precedente. Con la ilustración europea de los siglos xvti y xviit llegan a ocupar el primer plano de la conciencia occidental las exigencias del sujeto pensante. Inevitablemente tenía que plantearse el problema de una intervención divina de modo trascendente.

Aparte de la posición católica, se podía teóricamente pensar en tres respuestas diferentes, que existieron de hecho: o bien rechazar la hipótesis de una revelación y de una acción trascendente de Dios en la historia humana (respuesta del deísmo y del progresismo -DS 3027-3028-,que exigen para la razón una autonomía absoluta: la fe en una religión revelada representa un desprecio de la razón humana; el hombre ha de cesar de portarse como un "niño", siempre sometido, siempre a remolque de la Iglesia), o bien reducir la revelación a una forma especialmente intensa del sentimiento religioso universal (respuesta del protestantismo liberal y de las posiciones extremas del modernismo), o bien, finalmente, suprimir uno de los dos términos: Dios (así los partidarios del evolucionismo absoluto, como los hegelianos, que conservan todavía la palabra revelación, pero vacía de todo sentido tradicional; el cristianismo no representa más que un momento, ya superado, de la evolución de la razón hacia su devenir total).

Frente al panteísmo y el deísmo, el Vaticano I declara el hecho de una revelación sobrenatural, su posibilidad, su conveniencia, su finalidad, su discernibilidad, su objeto. Para captar el alcance de su intervención, hay que recordar los nombres que desde hace dos siglos dominan el pensamiento occidental: protestantes en su mayoría, que fueron derivando poco a poco hacia las diversas formas del racionalismo y del materialismo. En Alemania, VVolf (16791754), Kant (1724-1804), Fichte (1762-1810), Schelling (1775-1854), Hegel (1770-1831), Schopenhauer (1788-1860), Schleiermacher (17681834), Strauss (1808-1874), Baur (1792-1860). El racionalismo inglés se relaciona con la filosofía de Bacon (1561-1626), con el materialismo de Hobbes (1588-1679), con el sensualismo de Locke (1631-1704); en continua deriva, aparecieron el positivismo de Stuart Mill (17721836), el evolucionismo sabio de Spencer (1820-1903) y de Darwin (1809-1882). En Francia, Voltaire (1694-1778) y Rousseau (1712-1778) fueron, con la Enciclopedia, los maestros del laicismo moderno. Las teorías de Locke penetraron allí a través de Condillac (1715-1780), mientras que el positivismo inglés, con Hume, Spencer y Darwin, se introducía por medio de Comte (1798-1857), Taine (1828-1893) y Littré (1801-1880).

Ateniéndonos al contexto inmediato del concilio, recordemos que el siglo xlx, excepto un corto período de religiosidad romántica, sufrió sobre todo la influencia de los deístas ingleses y de los enciclopedistas franceses. Se discuten en los ambientes cultos las nociones de sobrenatural, de revelación, de misterio, de milagro, y se rechazan los títulos del cristianismo en nombre de la crítica histórica y de la filosofía. La ciencia de las religiones, nueva por entonces, rechaza incluso su carácter de trascendencia. La izquierda hegeliana, con Feuerbach, prepara el camino al ateísmo de Marx, mientras que las explicaciones materialistas del mundo y de la vida van ganando rápidamente .el favor del público, bajo la influencia de Spencer y de Darwin.

En cuatro capítulos, la constitución Dei Filius, del Vaticano 1, expone la doctrina de la Iglesia sobre Dios, la revelación, la fe, las relaciones entre la fe y la razón. Nos quedaremos sobre todo con la.contribución del segundo capítulo, que se refiere a la revelación; no tanto a su naturaieza como al hecho de su existencia, de su posibilidad, de su objeto.

a) En el primer párrafo de este capítulo, el concilio distingue dos caminos por los que el hombre puede acceder al conocimiento de Dios: el camino ascendente, que arranca de la creación (per ea quae Jacta sunt), tiene por instrumento la luz de la razón y alcanza a Dios, no en su vida íntima, sino en su relación causal con el mundo; el segundo camino tiene por autor al Dios que habla, autor del orden sobrenatural, que se da a conocer a sí mismo y los decretos de, ,su voluntad. A1 hablar del primer camina de acceso al conocimiento de Dios a través de lo creado, el concilio no dice si este conocimiento se logra de hecho con o sin la ayuda de la gracia. Si el concilio afirma que la razón humana puede acceder al conocimiento de Dios por lo contingente, es ante todo porque ve esta verdad afirmada en la Escritura (Rom 1,18-32; Sab 13,1-9) y en toda la tradición patrística, y también porque la negación de esta verdad conduciría al escepticismo religioso.

El segundo camino de acceso a Dios es el camino sobrenatural de la revelación: "Sin embargo, plugo a la sabiduría y a la bondad de Dios revelar al género humano por otro camino, sobrenatural esta vez, a sí mismo y los decretos eternos de su voluntad; así lo dice el apóstol: `Después de haber hablado Dios en otro tiempo en varias ocasiones y de diversas formas a los padres,por los profetas, en estos días, que son los últimos, nos ha hablado por el. Hijo"' (DS 3004). Aunque sumario, este texto nos ofrece varios datos importantes sobre la revelación: 1. E1 texto establece el hecho de la revelación sobrenatural y .positiva, tal como la proponen, el AT y el NT. 2. Esta operación es esencialmente gracia, don del amor, efecto del "beneplácito" de Dios (placuisse). 3. Iniciativa de Dios, la revelación no se ha dado sin embargo sin motivo: convenía a la sabiduría y a .la bondad de Dios: a la sabiduría de Dios, creador y providencia (DS 3001, 3003), para que las verdades religiosas de orden natural "pudieran ser conocidas por todos, sin dificultad, con firme certeza y sin mezcla de error" (3005); y también a su sabiduría de autor del orden sobrenatural, ya que si Dios elevó al hombre a ese orden, tenía que darle a conocer el fin y los medios para alcanzarlo. Convenía además a la bondad de Dios: ya la. misma iniciativa por la que Dios sale de su misterio, se dirige al hombre, lo interpela, entra en comunicación personal con él, es un signo de su benevolencia; el que esta comunicación no sólo haga más fácil el camino natural del hombre hacia él, sino que lo asocie a los secretos de su vida íntima, a "la participación en los-bienes divinos" (DS 3005), es lo que conviene al amor infinito. 4. El objeto material de la revelación es Dios mismo y los decretos eternos de su libre voluntad. Los párrafos siguientes (DS 3004, 3005) indican que este objeto comprende tanto las verdades accesibles a la razón como los misterios que la superan. Por Dios hay que entender su existencia, sus atributos, así como la vida íntima de las tres personas; por decretos, los que conciernen a la creación y al gobierno natural del mundo, así como los que se refieren a nuestra elevación al orden sobrenatural, la encarnación, la redención, la vocación de los elegidos. 5. Todo el género humano es beneficiario de la revelación; ésta es tan universal como la salvación. 6. El texto de la carta a los Hebreos viene a confirmar esta doctrina del hecho de la revelación y a marcar el progreso de una alianza a otra. La cita, estrechamente vinculada al texto, da a entender que la revelación se concibe como palabra de Dios a la humanidad: Deus loquéns... locutus est. Lo que establece la unidad y la continuidad de las dos alianzas es la palabra de Dios: la del Hijo es la continuación y la consumación de la de los profetas:

b) 1. El segundo párrafo aporta a estos elementos de definición unas nuevas determinaciones relativas a la necesidad, la finalidad y el objeto de la revelación. Si la revelación es absolutamente necesaria, dice el concilio, es "porque Dios, en su bondad infinita, ha ordenado al hombre a un fin sobrenatural, es decir, a la participación de los bienes divinos" (DS 3005). Por tanto, es en definitiva la intención salvífica de Dios lo que explica el carácter necesario de la revelación de las verdades de orden sobrenatural. Respecto a las verdades religiosas del orden natural, el concilio, recogiendo los mismos términos de santo /Tomás, la describe con unos rasgos propios de la necesidad moral: esta necesidad no depende ni del objeto, ni del poder activo de la razón, sino de la condición actual de la humanidad. Sin la revelación, esas verdades no "pueden ser conocidas por todos, sin dificultad, con una firme certeza, sin mezcla de error" (S.Th. I, 1-1; II-II, 2-4, c).

La encíclica Humani generis, en el 1950, habla expresamente de "necesidad moral". Se trata siempre del mismo objeto que en el párrafo anterior, pero considerado esta vez bajo su aspecto de proporción o desproporción con las fuerzas de la razón.

2. Una palabra como "revelación" evoca tanto la acción como el término de esa acción, a saber: el don recibido, la verdad revelada. Por eso el concilio se ve llevado, por una transición normal; a considerar la revelación bajo su aspecto objetivo de palabra dicha o expresada. Lo que contiene esa revelación, dice el concilio recogiendo las mismas palabras del concilio de Trento, son los libros escritos o las tradiciones que "habiendo sido recibidas por los apóstoles de labios de Jesucristo en persona; o habiendo sido transmitidas por así decirlo de mano en mano por los mismos apóstoles, a quienes se las dictó el Espíritu Santo, han llegado hasta nosotros" (DS 3006). Pero, con una precisión nueva que no aparecía en el concilio de Trento, el Vaticano I emplea expresamente el término "revelación" para designar el contenido de la palabra divina: haec porro supernaturalis revelatio. Esta palabra dicha por Dios, contenida en la Escritura y en la tradición, es el objeto de nuestra fe. Por eso el concilio declara en el capítulo III que debemos creer "todo lo que está contenido en la palabra de Dios escrita o transmitida" (DS 3011).

c) A la revelación de parte de Dios responde la fe de parte del hombre. El motivo de esta fe es la autoridad de Dios que habla. La fe, dice el concilio, se adhiere a las cosas reveladas, "no por su verdad intrínseca percibida a la luz natural de la razón, sino por la autoridad de Dios mismo que no puede ni engañarse ni engañar" (DS 3008). La declaración va dirigida evidentemente contra los racionalistas. Al distinguir así entre fe y ciencia, evidencia natural y asentimiento de fe, el concilio dice equivalentemente -aunque no aparece el término- que la palabra de Dios pertenece al orden del testimonio. En efecto, una palabra que exige una reacción de fe, es decir, que invita a admitirla sólo por la autoridad del que habla, es propiamente un "testimonio". ero la fe misma es un don de Dios. Recogiendo el texto del concilio de Orange (DS 377) y las afirmaciones vanas veces repetidas de la Escritura, de la tradición patrística y medieval, es concilio declara: nadie puede adherirse a la enseñanza del evangelio como es preciso para llegar ala salvación, sin una iluminación y una inspiración del Espíritu Santo, que da a todos la suavidad de la adhesión y de la creencia en la verdad (DS 3010). El sí de la fe en la predicación del evangelio es al mismo tiempo abandono libre a la moción del Espíritu.

De este modo; el Vaticano I concibe la. revelación, en sentido activo, como acción de Dios con vistas a la salvación del hombre, por la que él se da a conocer: a sí mismo y los decretos de su voluntad. Sin embargo, está claro que es la revelación en sentido objetivo lo que atrae su atención. En la constitución sobre la Iglesia, el Vaticano I establece una ecuación entre revelación y'/ depósito de la fe: "A los sucesores de Pedro se les ha, prometido el Espíritu Santo para que conserven santamente y expongan fielmente la revelación transmitida por los apóstoles o el depósito de la fe"(DS 3070).

La contribución del Vaticano I se reduce a los puntos siguientes: 1, afirmación de la existencia de la revelación sobrenatural de su posibilidad, de su necesidad, de su finalidad; 2, determinación de su objeto material principal: Dios mismo y los decretos de su voluntad de salvación;

3, la adopción del término "revelación" en sentido activo y en sentido objetivo, que pasa a ser desde entonces un término oficias y técnico; 4, el recurso a las analogías de la palabra y del testimonio (implícitamente) para describir esta realidad inédita; 5, la fe adhesión libre a la predicación del evangelio, es- sostenida par una acción interior del Espíritu, que. fecunda la palabra escuchada. Esta contribución, comparada con la del Vaticano II, parece todavía muy pequeña, pero hay que apreciarla en su contexto.

3) La crisis modernista. El modernismo, en su aspecto más profundo, es la manifestación "contextual" de un esfuerzo, que hay que reanudar continuamente, por armonizar los datos de la revelación con la historia, las ciencias y las culturas. Problema demasiado grave para resolverse de un solo golpe. El esfuerzo del modernismo no se comprende más que a la luz de los cambios que debía arrostrar la Iglesia de la época ante un mundo que se transformaba en todos los niveles. El proyecto de los modernistas se sitúa en el nivel religioso e intelectual, pero tuvo la mala fortuna de llegar en un momento en que la Iglesia, mal preparada, inquieta ante un pensamiento cada vez más sedicioso, se sentía desbordada por todas partes. En vez de abrirse "al mundo de su tiempo", como en es Vaticano I3, sólo pensó en defender= se, en condenar: produjo la Pascendi en vez de la Gaudium et spes. ¡Qué contraste entre estos dos momentos de la historia de la Iglesia!

Los factores que estaban en juego en esta toma de conciencia de una nueva cultura en gestación eran demasiado complejos para ser comprendidos por los mismos que se agruparon bajo el nombre de modernistas. ¿Cómo reunir bajo una misma etiqueta y acercar a pensadores tan distintos como M. Blondel, monseñor Mignot, L. Laberthonniére, G. Tyrrell, el barón von Hügel y A. Loisy?Ciertamente, ningún modernista se habría reconocido en ese cuerpo doctrinal tan fuertemente estructurado que presenta la Pascendi. No existe un modernismo común, sino tendencias que en aquella época parecían conducir a graves y seguras desviaciones.

En el movimiento de reflexión sobre la revelación, los documentos antimodernistas representan un momento de la crisis de una Iglesia perdida todavía en el "laberinto de la modernidad" (E. Poulat) y que debía aventurarse por pistas inexploradas. Los documentos de la época dan "testimonio" de una transición: se preocuparon más de proteger, de defender, que de crear y renovar. Por lo demás, no podemos concederla misma autoridad, a las decisiones de la Comisión bíblica, al decreto Lamentabili, ala encíclica Pascendi, al,motu proprio Sacrorum antistitutn, que a un concilio de la amplitud del Vaticano II.

Esencialmente, lo que temía la Iglesia en las tendencias avanzadas hasta el extremo del modernismo era ver cómo se disolvía la revelación histórica en un sentimiento religioso ciego, surgido de las profundidades del subconsciente, bajo la presión del corazón y el impulso de la voluntad. En ese momento se caería en las posiciones de A. Sabatier. La revelación se reduciría a una vaga experiencia religiosa, de la que las diversas religiones son otros tantos puntos de emergencia en la conciencia de cada una. Se concibe que el magisterio, ante semejantes desviaciones, defendiera con vigor el carácter a la vez histórico y trascendente de la revelación y su contenido doctrinal. Sin negar sus rasgos de inmanencia, se niega s aeducirla a una pura inmanencia.Contra los excesos del modernismo, que se oponía a !a noción de revelación como "depósito divino" o "conjunto de verdades definidas", para sustituirla por una revelación, creación humana, nacida de las profundidades de la subconsciencia, que se iba elaborando paulatinamente de lo oscuro a lo claro, de lo informulado a lo formulado, él juramento antimodernista declara que el objeto de fe es "todo lo que Dios ha dicho, atestiguado y revelado" (DS 3542). La revelación es el contenido de una palabra, de un testimonio, Ese contenido se llama en otros lugares doctriná, palabra revelada, evangelio (DS 3538-3550). Por primera vez en un documento oficial, se encuentran reunidos los tres términos de palabra (dicta), testimonio (testctta) y revelación (revelttta). Cada uno de estos tres términos recoge ,y precisa al anterior: palabra, la revelación se dirige al hombre y le comunica los designios de Dios: testimonio, exige la reacción específica de la fe. La revelación es palabra de testimonio: de ahí la definición de locutip Dei attestans, que hará fortuna durante varios decenios y que condensa en una fórmula las declaraciones de la Escritura, de la tradición patrística y de la teología. Lo que Dios ha dicho, atestiguado, revelado, la Iglesia lo llama: palabra revelada, doctrina de fe, depósito divino confiado a ella para ser conservado sin añadidos, sin alteraciones, sin cambios de sentido o de interpretación. Esta doctrina no es del hombre, sino de Dios.

Sobre el tema de la revelación, los documentos antimodernistas aportan una terminología más precisa, al mismo tiempo que se caracterizan por una evidente inflación del carácter doctrinal de la revelación, en perjuicio de su carácter histórico y personal. Se comprende mejor entonces la alergia de la teología preconciliar, representada por hombres cómo De Lubac, Daniélou, Brouillard, Vón Balthasar, Chenu, que se elevan contra cierto intelectualismo que tendería a hacer de la revelación la comunicación de un sistema de ideas más bien que la manifestación de una persona que es verdad personificada, punto de llegada de una historia que culmina en Jesucristo. Los excesos de los teólogos antimodernistas provocaron una reacción que se manifestó en la l Dei Verbum. Las quejas de la teología preconciliar se reducían a dos: temor de reducir el cristianismo a un intelectualismo exagerado; positivamente, deseo de una mayor fidelidad a los datos de la Escritura y de la tradición.

7. REFLEXIÓN SISTEMÁTICA: SINGULARIDAD DE LA REVELACIÓN CRISTIANA. I) Contexto. La teología actual de la revelación concilar y posconciliar no es fruto de una generación espontánea, sino más bien el resultado de un camino laboriosamente recorrido, a lo largo de muchos años, en medio de tensiones dramáticas. Esta reflexión ha nacido en un contexto de cambios acelerados, muy bien descrito por la Gaudium et spes (nn. 4-10). El espíritu científico ha extendido su imperio sobre todo el mundo del conocimiento: sobre las ciencias físicas, biológicas, psicológicas, económicas y sociales. Además, esta ciencia no se ha constituido fuera de la filosofía. Las- filosofías de moda son las de la existencia, la persona, la historia, el lenguaje, la praxis (R. WINLING, La teología del siglo XX, Salamanca 1987).

El interés por la teología de la revelación en el mundo católico se vio estimulado por la renovación bíblica y patrística. La vuelta a las fuentes bíblicas tuvo como corolario la primacía de la palabra y de la acción reveladora. Efectivamente, en las enciclopedias y diccionarios recientes, los artículos bajo las rúbricas "palabra", "lenguaje", "revelación", "fe" constituyen muchas veces por su amplitud y la riqueza de su información verdaderas monografías. Además, se han multiplicado los trabajos sobre las nociones fundamentales necesarias para la inteligencia de la revelación (p.ej., gnosis, misterio, epifanía, testigo, testimonio, palabra, verdad). Aunque la teología patrística sobre el tema de la revelación no ha progresado al mismo ritmo, la teología de la revelación ha podido aprovecharse ya de la renovación de los estudios patrísticos, bien a nivel de las grandes colecciones (Sources chrétiennes, Handbuch der Dogmengeschichte), bien a nivel de las monografías (p.ej., sobre, Orígenes, Ireneo, la escuela de Alejandría, Gregorio de Nisa, Hilario de Poitiers, Agustín, etc.). Por su parte, la teología protestante, por su abundancia y su calidad, ha contribuido notablemente a la renovación de la teología católica. Baste recordar algunos de los nombres más importantes: t K. Barth, 1 R. Bultmann, E. Brunner, H.W. Robinson, l P. Tillich, H. R. Niebuhr, G. Kittel, J. Baillie. Acción, acontecimiento, historia, encuentro, significatividad, son otros tantos aspectos que la teología protestante se complace en subrayar. En el mundo católico son las reflexiones sobre el estatuto de la teología, sobre el sentido de la predicación (teología kerigmática, teología de la predicación), sobre el desarrollo del dogma, sobre la fe, las que han servido de catalizadores. Luego, después de la guerra, aparecieron los primeros ensayos de sistematización, que fueron el punto de partida de una prodigiosa proliferación de monografías sobre la revelación misma, sobre la Dei Verbum, sobre la teología fundamental.

Esta toma de conciencia de la importancia del tema de la revelación no se ha producido sin sufrimientos y sin víctimas. En efecto, la teología de la revelación se ha construido en un clima de tensión entre la enseñanza oficial y una investigación marcada por las nuevas corrientes de pensamiento. La teología de los manuales no era bastante sensible al movimiento de la historia, al carácter interpersonal de la revelación y de la fe. Su atención se dirigía más bien al aspecto objetivo de la revelación que a la acción reveladora en sí misma. Estaba más preocupada por conservar la doctrina que por hacer fructificar el tesoro. La libertad de investigación estaba severamente controlada por el Santo Oficio. En este sentido es típico el debate que rodeó ala "nueva teología", que se desarrolló en medio de sospechas, de denuncias, de suspensiones de enseñanza.

2): Tipología de la revelación. La verdad es que muchas de estas tomas deposición aparentemente irreductibles se deben ala complejidad misma de la revelación, a sus paradojas, a la multiplicidad de sus aspectos. Lo cierto es que la revelación es de una riqueza inagotable: a la vez acción, historia, conocimiento, encuentro, comunión, trascendencia e inmanencia, progreso, economía y consumación definitiva. La polivalencia misma de la realidad expone constantemente al teólogo a valorar un aspecto en detrimento del otro, falseando así el equilibrio. ¿Quién puede pretender recoger todo el esplendor de una catedral desde un solo ángulo de perspectiva? Esta diversidad de perspectiva es lo que legitima ciertos ensayos como el de A. Dulles Models of Revelation (Nueva York 1983).

En un estudio diacrónico hemos constatado ya cómo la reflexión contextual de cada época privilegió algún que otro aspecto, pero sin excluir o negar los demás. Así, bajo la influencia griega se desarrolló una reflexión que subrayó en la revelación sobre todo el carácter de conocimiento, de gnosis superior, en detrimento de una revelación centrada en la manifestación de la persona. Luego, el período gregoriano, que culmina con Melchor Cano, estableció una diferencia -que se convirtió casi en ruptura- entre el período constitutivo de la revelación y el período siguiente, dedicado a exponer, a explicar, a interpretar el dato revelado concebido, ddeforma estática y jurídica. Así se brra la contemporaneidad de la revelación y de la fe actual. Con la Ilustración, la razón se convierte en el Absoluto, capaz de conocerlo todo: el hombre no tiene ya nada que recibir de Dios. La reacción del Vaticano I fue reafirmar el don sobrenatural de la revelación, sin liberarse sin embargo de cierto extrinsecismo, que separa la acción y el contenido de la revelación, signos de una revelación concebida sobre todo como doctrina. Con el Vaticano II, la revelación recobra su centro en Jesucristo: Dios revelante, Dios revelado, signo de la revelación. Cristo es el universal concreto, que estamos invitados a acoger en la fe.

A. Dulles, en una perspectiva a la vez diacrónica y sincrónica, propone cinco modelos fundamentales de la revelación, que comprenden todos los demás: a) El primer modelo es el de la revelación concebida principalmente como una doctrina formulada en unas proposiciones que la Iglesia ofrece a nuestra fe. Este modelo pone de relieve el aspecto objetivo de la revelación, identificada con el depósito de la fe confiado a la Iglesia. El origen divino de esta enseñanza está atestiguado por unos signos exteriores. Este modelo es el que comparten los evangelistas conservadores y la neoescolástica; se encuentra igualmente en el ala integrista actual de la Iglesia católica. b) Frente al primer modelo, el segundo pone en el primer plano de la revelación los grandes acontecimientos de la historia de la salvación, que culminan en la muerte y la resurrección de Jesús, y que permiten interpretar la historia anterior y la venidera. Esta revelación pide una respuesta de indefectible esperanza en el Dios de la promesa y de la salvación. Con acentuaciones muy diversas, este modelo está representado por O. Cullmann, W. Pannenberg, G.-E. Wright. c) En un tercer modelo, representado por Schleiermacher, Sabatier y Tyrrel, la revelación se concibe sobre todo como una experiencia interior de gracia y de comunión con Dios, que se realiza en un encuentro directo e inmediato de cada uno con lo divino. Dios se comunica a sí mismo al alma que se abandona a su acción: esta experiencia es portadora de salvación y de vida eterna. Para algunos, Cristo sigue siendo el mediador de esta experiencia. En cualquier hipótesis, la respuesta del hombre a esta experiencia mística es la del afecto piadoso, la de la plegaria del corazón. d) El cuarto modelo, representado por K. Barth, R. Bultmann, E. Brunner, G. Ebeling, concibe la revelación como "manifestación dialéctica". Puesto que Dios es el trascendente, el totalmente otro, es él el que sale al encuentro del hombre que lo reconoce en la fe. La palabra de Dios revela y oculta al mismo tiempo la manifestación de Dios. La primacía de Dios es absoluta. Los bultmannianos, sin embargo, subrayan que el desvelamiento de Dios es al mismo tiempo desvelamiento al hombre de su condición de pecador. e) Según un quinto modelo, la revelación encuentra su lugar privilegiado en un cambio del horizonte último del hombre. Se trata de una nueva toma de conciencia del hombre frente a la acción trascendente de Dios que se revela y frente al compromiso del hombre en la historia humana. Los acontecimientos del pasado sólo tienen interés en cuanto que interpretan el presente. La revelación tiene un poder salvífico en cuanto que contribuye a restructurar incesantemente nuestra experiencia y el mundo mismo. La fe es la toma de conciencia de este proceso transformador de la revelación. Este modelo está representado, con matices diferentes, por M. Blondel, P. Tillich, K. Rahner, G. Baum, G. Moran, D. Tracy, A. Darlap y por la teología de la liberación bajo la guía de G. Gutiérrez y L. Boff.

A. Dalles intenta recuperar los valores de cada uno de estos modelos, no por la opción privilegiada de uno de ellos, o por una agrupación selectiva de los mismos, o por medio de una armonización, sino por el camino de una "superación", que él descubre en la mediación simbólica: concretamente, en el Cristo-símbolo, que integra todos los modelos precedentes y los completa.

Nosotros pensamos igualmente que Cristo es el único camino de aproximación a la revelación: es su persona de Verbo encarnado la que lo asume todo, lo reclasifica todo, lo interpreta todo, lo descifra todo. Optamos por una aproximación totalizante a la revelación cristiana que permita expresar su "singularidad", sus rasgos "específicos", ofreciendo así la posibilidad de identificarla como tal, y al mismo tiempo distinguirla de las otras religiones que tienen la misma pretensión de ser "reveladas". Presentamos a continuación estos rasgos que nos parecen pertenecer a la especificidad de la revelación cristiana.