PROFECÍA
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

 

SUMARIO:

1. Estado de la cuestión;
2. La profecía en la teología veterotestamentaria;
3. Jesús de Nazaret y la cristología profética;
4. La profecía neotestamentaria;
5. Valor teológico de la profecía (R.
Fisichella).

 

Situarse hoy ante el argumento profético es algo muy parecido a encontrarse con los restos de un naufragio. La navecilla del argumentum ex prophetia, sacudida por la tempestad de un cálculo de probabilidades como el que realizan generalmente los tratados apologéticos y bajo los nubarrones acumulados por la metodología histórico-crítica, se refugia hoy en el puerto de la teología fundamental, que no sabe si someter los restos a una transformación radical o destruirlos por completo.

Pero antes de proceder a un hundimiento definitivo, podría ser interesante un nuevo intento que se esfuerce en aplicar las diversas metodologías para un uso más bíblico y más teológico del argumento.

1. ESTADO DE LA CUESTIÓN. Hay que observar ante todo que sin la profecía difícilmente podría comprenderse la historia del cristianismo. Representa una realidad tan constitutiva para la reflexión teológica, que el tener que prescindir de ella equivaldría a errar en el objeto mismo de la fe cristiana.

La misma historia de Israel resulta incomprensible si no la referimos al acontecimiento de la profecía, que inspira y condiciona los momentos más destacados de la constitución de la vida del puebla. Tanto la revelación progresiva de la fe monoteísta como las instituciones religioso-políticas de Israel sólo resultan claras cuando se las sitúa en el horizonte profético.

Además, la historia de Jesús de Nazaret no puede prescindir de una lectura profética. Hablando y actuando del mismo modo que los profetas, Jesús fue comprendido por sus contemporáneos corno un profeta. Pero al anunciar que el Bautista tenía que ser considerado como el último de los profetas (Mt 17,10-13), expresaba también paradójicamente su pretensión de no querer confundirse can ellos, ya que él y su tiempo eran el término último e inequívoco de todo cumplimiento de la ley y de los profetas (Mc 9,2-8; Mt 17,1-8; Le 9,28-36).

Finalmente, la historia de la Iglesia está marcada transversalmente por el hecho profético. Gracias a la centralidad de Jesucristo, "profeta poderoso en obras y en palabras" (Lc 24,19), que es creído como el cumplimiento y la realización de la profecía antigua, la comunidad vive incesantemente en relación con la profecía. La estructura de la comunidad primitiva reconoce ante todo en los profetas uno de los fundamentos, incluso institucionales, de su existir (cf Ef 4,11; I Cor 12,28); además, la Iglesia, a lo largo de sus veinte siglos de historia, ha considerado la profecía como uno de los carisrnas normales que se le han dado para realizar su mediación de la revelación en el mundo.

A pesar del papel esencial que parece representar la profecía en la veda de la Iglesia, el argumento profético, como uno de los signos que transmiten la revelación cristiana, se ha visto sometido a un tratamiento francamente contradictorio: el racionalismo le quitaba todo carácter sobrenatural; los manuales, por el contrario, superexaltaban su valor; el método histórico-crítico finalmente, limitó todo su contenido al Sitz im Leben, sin permitir, por tanto, la apertura a una lectura teológica e impidiendo la verificación de los efectos que se iban realizando progresivamente en una dinámica histórica.

No carece de dificultades la recuperación de la mediación de la profecía como signo de credibilidad de la revelación. La primera dificultad se debe a la precomprensión teológica de esta categoría. En efecto, la tradición manualista nos ha dejado en herencia una definición de profecía que ha condicionado negativamente, durante decenios enteros, la teología, y consiguientemente las diversas expresiones de la vida de fe que se inspiran en ella. Los tratados clásicos De revelatione coinciden en considerar la profecía como "cena praedictio futuri eventus que ex principüs naturalibus praescln non potest" (cf, en nombre de todos, Ch. PESCA, Compendium theologiae dogmatieae I, De legato divino; Friburgo 1913, 54).

Como puede advertirse, la profecía se limita y se identifica aquí con el vaticinio y la predicción, relacionada inmediatamente con la omnisciencia de Dios que, por ser "entendimiento infinito", puede conocerlo todo, incluso los acontecimientos futuros y futuribles, y que puede comunicarlos milagrosamente con su libertad.

Una precomprensión actual de la profecía no puede prescindir de la recuperación del concepto bíblico, que primordialmente no le confía al profeta la tarea de una anticipación del futuro, sino que indica más bien la forma mediante la cual se comunica y se conserva intacta a lo largo de la historia la palabra de Yhwh.

La segunda dificultad respecto al argumento profético se debe a la influencia que, a partir de la escuela liberal, se padeció en la comprensión de la profecía neotestamentaria. Llegó a crearse entonces una teoría que veía en contraposición la presencia de dos Iglesias casi paralelas entre sí: la institucional y la carismática. El miedo al carisma profético -indican esos autores-hizo que la institución prevaleciera sobre el carisma, relegando así la profecía a un orden subalterno, hasta su completa desaparición de la escena.

A partir de este orden de ideas llegó a formarse una visión eclesiológica que contraponía los apóstoles a los profetas, exasperando la tensión entre ley y carisma.

Una relectura de la profecía tendrá que considerar la pluralidad de las formas de autocomprensión de las Iglesias en su situación histórica; pero en una lectura global que destaque la unidad en la complementariedad, en vez de la absolutización de un ministerio particular.

De todas formas, las diversas dificultades pueden superarse si la investigación teológica interdisciplinar converge hacia un centro, que habrá que recuperar a través de una exégesis atenta y de una visión teológica global del fenómeno.

Los datos positivos que se pueden sacar de una renovada presentación de la profecía -pensemos, p.ej., en un fundamento más contextual del cristocentrismo, en una teología de la historia más genuina, en una relación equilibrada entre ministerio y carismas, en una recuperación más significativa de los signos de los tiempos- mueven a mirar más allá de las dificultades, para alcanzar objetivos que permitan más fácilmente una presentación del acontecimiento revelado.

Los rarísimos estudios que, después de la teología manualista, se han dedicado al argumento profético han intentado poner en relación todo el AT con el NT, superando así la lectura reduccionista y mecanicista que relegaba la argumentación a la verificación sobre el cumplimiento de cada una de las profecías. De allí se derivó que el AT era releído a la luz de tres categorías: la ley, la historia y la promesa, que encontraban "cumplimiento" en el NT y en la fe cristiana.

Se constituía así una teología del AT como "profecía" del NT; El NT releía el AT dándole un "sentido cristiano".

Pero este intento tan laudable no iba más allá de una teología cristiana del AT. La aplicación de un sensus plenior a los escritos veterotestamentarios, si ofrecía realmente una lectura cristiana, no daba, sin embargo, razón de la "autonomía" peculiar que, en todo caso, tiene que poseer el AT como texto sagrado de la religión judía.

La pretensión cristiana de apoderarse del AT y de verlo incluso orientado hacia Cristo hace comprender el carácter específico del cristianismo, pero no evita el elemento de "pretensión" que se arroga respecto al mundo veterotestamentario.

Creemos que puede recorrerse otro camino que, recuperando los rasgos salientes de la profecía veterotestamentaria, sepa, sin embargo, poner en el centro a la persona de Jesús de Nazaret como profecía del Padre y, poniendo de relieve la especificidad del profetismo neotestamentario, sepa ofrecer una lectura teológica más conforme con la originalidad cristiana.

2.: LA PROFECIA EN LA TEOLOGÍA VETEROTESTAMENTARIA. A diferencia de los pueblos limítrofes, que confunden a menudo la profecía con la magia y con la posesión extática, Israel tuvo siempre una clara idea religiosa del profeta. Ya en la misma diferenciación semántica es posible percibir la clara distinción entre la idea bíblica y la de las otras religiones: el profetés de los Setenta se refiere al nabí, identificado como "el que habla con claridad en lugar de otro", mientras que el hebreo qosem, que indica al "mago", se traduce siempre por mántis. La peculiaridad del profeta hebreo se impone entonces como un fenómeno directamente en relación con la economía de la revelación.

El profeta del AT es un traditus, confiado y entregado al dabar Yhwh al que tiene que obedecer, repitiendo sus palabras (Is 45,6: "Yo soy el Señor, tu Dios, que ha hablado'. Por eso el profeta se convierte en un "experto" de Dios: experimenta su "gloria" (Ez 1,26-28), su fuerza vinculante (Jer 15,16), el hechizo de su santidad (Is 6,1-8).

Como hombre profundamente inserto en la historia de su pueblo, el profeta bíblico ve en la alianza yen la Torah el instrumento más adecuado para vivir en paz y en fidelidad al pacto establecido. Sin embargo, la conciencia religiosa y el sentido político indican un sentido más profundo, el de la conciencia de que Yhwh guía la historia y la orienta hacia un futuro, el "día" en que su manifestación y su alianza alcancen la cima por estar ligadas a un profundo cambio interior (Jer 31,31-37; Ez 34,1130; 36,23-36).

Así pues, para comprender al profeta del AT habrá que referirse ante todo a la gratuidad de su llamada: sólo se le puede comprender dentro de un esquema vocacional. La llamada de Yhwh constituye para cada uno de ellos el acontecimiento fundamental, que crea una historia personal y que debe fijarse además por escrito, para que pueda permanecer sin variar (Jer 1,2; Is 6,1; Ez 1,2; Os 1,1).

En esta llamada, que se presenta como un acto de amor profundo y que implica un conocimiento desde siempre = "desde el seno materno" o "ya antes de nacer"- el profeta descubre su misión. Él es el hombre enviado a llevar la palabra, mandato éste que ha de ser ejecutado fielmente y que requiere una disponibilidad total, y por tanto una capacidad de aceptar toda clase de sufrimiento, incluso el sacrificio de la propia existencia (Dt 18,15-22; 4,21-22; Is 52,1353,12;Jer 37-40).

Si el anuncio de la palabra de Yhwh es la nota dominante, no se puede esconder, sin embargo, que el l silencio (/Semiología) y el signo siguen siendo las formas más expresivas del lenguaje profético. Después del primer silencio, que constituye la atención a la vocación y al contenido del anuncio del mensaje, la palabra del profeta se vuelve de nuevo silencio: Dios ha hablado, ¿qué podrá añadirse a su palabra? (Is 8,16-20). Este silencio, que expresa la profundidad del lenguaje, remite a un sentido más profundo, el del misterio con que el profeta ha llegado a encontrarse. Y cuando la palabra no parece ser suficiente, el profeta realiza signos que sólo a primera vista pueden parecer ilógicos o insensatos (cfJer1,11;18,1-12' 19,1-15;24,1-10; 27,2-22; 32,6-15; Éz 4,1-3; 5,1-17; 24,1-27); más aún, él mismo será "signo" puesto ante todo el pueblo (Ez 24,24; Jer 16), para que, al verlo a él, se pueda llegar al misterio que significa.

En una palabra, los profetas del AT aparecen en su concreción y coherencia de vida. Son hombres que se han puesto al servicio de la "tradición" sagrada de Israel, señalando la historia de su pueblo. Pero la experiencia de Dios que habían tenido y la responsabilidad del mensaje que anunciaban tenían que superar naturalmente la estrecha barrera del tiempo y los límites de un solo pueblo para hacerse patrimonio común de la historia de la humanidad en un futuro que hiciera evidente lo que ellos no habían hecho más que prometer y representar simbólicamente.

3. JESÚS DE NAZARET Y LA CRISTOLOGÍA PROFÉTICA. "El espíritu de profecía se ha apagado y consumida en Israel con Ageo, Zacarías y Malaquías" (Yomma, 9/b); "Hasta ellos los profetas profetizaron a través de la acción del espíritu; desde entonces prestáis oídos y escucháis las palabras de los sabios" (Seden Olam Rabbah 30). Estas dos citas del Talmud pueden ser una buena introducción a la comprensión del ambiente judío en tiempos de Jesús en lo que atañe a la profecía. Los profetas desaparecieron, y el uso de la profecía sólo se adquiere en virtud de la dignidad sacerdotal (cf Jn 11,5); por lo demás, sólo la esperanza apocalíptica consigue mantener vivo el sentido de espera por el retorno de "uno semejante" a Moisés (Dt 18,15-18).

La presencia de Juan el Bautista ofrece un nuevo dato del contexto contemporáneo de Jesús. No podemos prescindir de él, ya que los textos neotestamentarios presentan al Bautista como a uno que pertenece a la historia del maestro de Galilea, y su predicación es interpretada expresamente como un "prepararle el camino" (Mt 3,1-3).

La persona del Bautista recuerda en términos muy concretos la de los profetas veterotestamentarios, hasta el punto de que no se la puede considerar tan sólo al estilo de un predicador vagabundo. La vida ascética que llevaba, el recuerdo del desierto, la apelación a los temas fundamentales de la ley y de la alianza, la predicación a la conversión y la praxis bautismal, todos estos elementos, aunque interpretados teológicamente poros diversos evangelistas, orientan a ver. en él una de las grandes figuras del profetismo clásico. Por tanto, su presencia alimentó de alguna forma el sentimiento profético de una esperanza entre el pueblo.

Más directamente, respecto a Jesús de Nazaret como profeta, hay que observar que los evangelios presentan una doble forma. En algunos casos se habla de él como de un profeta (Mt 21,45), identificándolo, por tanto, como uno de tantos profetas en la tradición judía normal; en otros casos, por el contrario, se le define como el profeta (Jn 7,40), refiriéndose lógicamente al cumplimiento de Dt 18,15-18. La interpretación de estos datos puede ofrecer una lectura para una cristología prepascual, que resulta decisiva para la comprensión de la relación entre Jesús y sus contemporáneos.

Del simple análisis de los textos se puede deducir que Jesús fue llamado y comprendido por la gente al estilo de los profetas. La impresión que daba tanto ante la gente (Mt 21,11; Me 6,15; 8,28; Le 7,16) como ante los individuos (Le 7,39; Mt 26,68; Jn 4,19; 9,17) era la de encontrarse frente a una de las figuras clásicas del profetismo.

La aparición de esta comprensión se puede determinar, bien por el hecho de que Jesús mismo dijera expresamente que era profeta, bien porque su comportamiento provocaba esta identificación. La primera hipótesis es difícil de comprobar. Aun aceptando la historicidad de los únicos textos en que Jesús habla explícitamente de su persona y la compara con la de los profetas (Mt 13,57; Le 13,33), el contexto y el horizonte de estas perícopas deben de referirse privilegiadamente al de la muerte violenta como el destino común de los enviados de Dios. Además, dos únicos casos en toda la tradición evangélica no pueden tomarse como fundamento para esta línea interpretativa, sobre todo cuando se les confronta con el uso explícito y continuo de "hijo del hombre" y con la determinación del contexto de la muerte violenta, que limita más aún el terreno de acción en la interpretación. Por tanto, no se puede seguir esta hipótesis; Jesús no se definió como profeta. Esto se impone más aún si se piensa que está más en consonancia con su comportamiento y su estilo el huir de toda clara definición de sí mismo.

Queda entonces la segunda hipótesis: Jesús se comportó y habló con el mismo estilo de los profetas. Los textos "proféticos" que orientan hacia esta interpretación pueden clasificarse de la siguiente forma:

a) Jesús interpreta las Escrituras. La escena programática de Le 4,1630 adquiere en este horizonte un valor particular. Apelando a los textos de los padres, Jesús actualiza la palabra de Dios e ilumina su tiempo presente. Pueden aducirse otras muchas referencias (cf Le 10,25; 18,18; 20,42); pero las "actualizaciones" de las figuras del siervo de Yhwh del Déutero-Isaías y del hijo del hombre de Daniel son las que dan más cuerpo a este modelo. Más particularmente podemos pensar en la misma forma con que Jesús interpretaba las Escrituras, que se apartaba de la de los rabinos y que, cualitativamente, lo situaba en un plano distinto y superior del de éstos (Mt 8,29).

b) Jesús hizo profecías. Queremos decir ante todo que Jesús habló con el estilo típico de los profetas y que, en este sentido, pudo pronunciar tabién anuncios que se referían al futuro. Podemos pensar en las diversas fórmulas de calamidad contra Jerusalén (Mt 23,37), contra el templo (Me 13,1.-2), contra "esta generación" (Le 11,49) o contra "las hijas de Jerusalén" (Le 23,28); las fórmulas de bendición para quien le siga (Me 10,29) o para los débiles e indefensos (Le 12,32); los diversos macarismos (Mt 5,3-12; Le 7,23; Mt 11,6).

El mismo texto de Me 13 1-2, que es de clara formulación profética, contiene para todos los efectos un mensaje profético que hay que atribuir al Jesús histórico.

c) Jesús realizó gestos proféticos. En esta clasificación habría que insertar ante todo los l milagros, considerados como signos expresivos del amor y del poder de Jesús como enviado del Padre; hay además otros gestos típicos que recuerdan la acción profética clásica. Así, por ejemplo, la maldición de la higuera (Mt 21,18), la escritura en tierra mientras se dirigen acusaciones contra la adúltera y la gente espera su veredicto (Jn 8,111), la acogida del niño para expresar la grandeza de los que acogen el reino de Dios (Mt 18,1-3), la expulsión de los traficantes del templo y la apelación a su carácter sagrado (Me 11,1518). En todos estos casos estamos frente a signos que no son comprendidos inmediatamente por los interlocutores y que, por tanto, exigen una explicación. Una vez más, sobre la base de esta dialéctica, nos vemos remitidos a la acción profética fiara una interpretación que resulte significativa.

d) Anuncios de la pasión y de la glorificación. Jesús tuvo ante sí con una clara determinación la- perspectiva de una muerte violenta. Habló expresamente a sus discípulos de esta conciencia histórica. Esta perspectiva, al mismo tiempo que ligaba su destino al de los profetas, lo apartaba cualitativamente de ellos por el significado y la interpretación que daba él mismo a su muerte como expiación vicaria. Aun conservando el papel que jugaron las diversas redacciones en la formulación de estos anuncios, los textos siguen estando profundamente arraigados en su persona y en la conciencia sobre su identidad. En este mismo sentido hemos da considerar los textos que se refieren a la resurrección como hermenéutica última del misterio salvífico.

e) Jesús tuvo visiones. No está dicho que, dentro de esta perspectiva, haya que leer en sentido carismático o extático los textos que se refieren a ellas; baste pensar en que Jesús tenía un impacto inmediato con sus interlocutores. Comprende inmediatamente, antes incluso de que hablen los discípulos, sus pensamientos y preocupaciones (Me 2,1; Mt 12,25; Le 9,47); nadie puede esconderle nada; todos se sienten transparentes y conocidos en su propia intimidad. Entre los diversos textos que refieren visiones (cf Mt 3,16; Me 9,4; Le 22,43) hay uno que merece especial atención por su significado profético: "Yo veía a Satanás cayendo del cielo como un rayo" (Le 10,18). Contra una interpretación materialmente visiva de Satanás, hemos de dar crédito al hecho de que Jesús verificaba cómo, con su anuncio del reino iba siendo progresivamente destruido el poder del mal hasta la victoria definitiva sobre el mismo Satanás.

Estos cinco esquemas podrían justificar tanto la opinión de la gente como la primera descripción que nos ofrecen los evangelistas de Jesús de Nazaret. Por tanto, el título de "profeta" debe clasificarse entre los primeros y más antiguos que se aplicaron al maestro de Galilea; con él se expresaba la primerísima impresión que había provocado en sus contemporáneos la predicación y la actuación de Jesús.

Sin embargo, una lectura más atenta de los textos muestra cómo, incluso donde se refieren a Jesús como profeta, se crea inmediatamente una dialéctica que tiende a mostrar las limitaciones de este título y su superación necesaria (cf Mt 21,23). Aun encontrándose ante la figura de un profeta, se sintió de todas formas la necesidad de subrayar la convicción de que era "más que" un profeta: "más que Jonás" (Mt 12,41), "más que Salomón" (Mt 12,42), "más que el templo" (Mt 12,16).

Por tanto, con el uso del término profeta estamos ciertamente ante una de las expresiones más antiguas de la cristología prepascual, pero al mismo tiempo palparnos la imposibilidad de poder detenernos en ella. En las fuentes se da un uso tan diferenciado que es preciso ver la globalidad de esta figura más que sus detalles. Efectivamente, Marcos prefiere relacionar este título con el destino de la muerte violenta; Mateo lo ve como expresión privilegiada para destacar el cumplimiento de las profecías; Lucas se complace en describir a Jesús como la realización de Dt 18,15, haciendo así de Cristo un nuevo Moisés; Q inserta la connotación de la superioridad de Jesús, que ha de ser considerado como "más que" un profeta; Juan, finalmente, muestra que este título, a pesar de ser una prerrogativa de Jesús como revelador, ofrece, sin embargo, una lectura incompleta de su misterio.

Todo esto nos hace comprender que los evangelios conocieron una "cristología profética", que fue ésta una de las modalidades para expresar el misterio de Jesús, pero que en relación con los profetas este título sólo se le podía atribuir analógicamente. Aun dentro de la semejanza, la discontinuidad con los profetas era demasiado evidente tanto respecto a la autoridad con que obraba como en sus relaciones con Dios. Jesús hablaba y actuaba siempre y solamente en primera persona; lo cual es inconcebible para un profeta. Por tanto, había que pasar necesariamente del título de profeta a los de "Cristo" e "Hijo de Dios", que expresaban mejor la novedad y la originalidad de su identidad.

4. LA PROFECÍA NEOTESTAMENTARIA. Para una valoración global del profetismo neotestamentario hay que señalar ante todo dos características que constituyen su novedad respecto al AT: 1) la centralidad de Jesús, que es proclamado Cristo; por tanto, el cumplimiento de las promesas antiguas. Esta fe en él y en -su palabra, que ya antes de pascua era determinante para los discípulos, permitió memorizar sus palabras y su comportamiento. 2) El don del Espíritu del resucitado, el día de pentécostés, hizo tomar conciencia a la comunidad de Jerusalén, especialmente después del martirio de Esteban (He 6-7), de su tarea misionera universal.

El libro de los Hechos nos habla de la presencia de profetas: Bernabé, en la lista que ofrece Lucas en He 13,1, es el primero, junto con "Simón, apodado el Negro; Lucio de Cirene; Manahén, hermano de leche de Herodes el virrey, y Saulo". Pero hay otras indicaciones y nombres concretos: Ágabo, que en He 11,28 hace una profecía de predicción sobre una carestía,- suscitando así la solidaridad de la comunidad; él mismo, en He 21,11, realiza un gesto profético atando con su cinturón los pies y las manos de Pablo. En la misma perícopa se nos dice que las hijas de Felipe el evangelista "tenían el don de la profecía" (He 21,3); Judas y Silas "eran también profetas" (15,32). Y para algunos exegetas el mártir Esteban pertenecería igualmente al grupo de los profetas.

La teología de Lucas, más interesado probablemente en presentar la función profética, explica el porqué del silencio sobre la participación de los profetas en la estructura eclesial.

El material presente en las cartas del corpus paulino podría por sí solo dar base a una teología del profetismo neotestamentario; para el plan del presente estudio bastarán dos textos especialmente clarificadores sobre el papel de los profetas en la comunidad primitiva.

1Cor 12,28-30 y Ef 4,11 presentan un primer esquema de orden estructural entre los que tienen un ministerio en la comunidad: en primer lugar los apóstoles, luego los profetas y luego los maestros/ evangelistas.

El contexto de los dos trozos es el de la construcción de la comunidad dentro de una unidad fundamental que hay que mantener en virtud de los dones y, mediante ellos, de la gracia (jaris) recibida del mismo Cristo.

La jerarquía de los ministerios y de las funciones está por tanto en relación con el "único cuerpo de Cristo", como presencia y promesa escatológica de la revelación plena de Dios. Los creyentes han de acoger la diversidad de los ministerios y de los dones porque son necesarios para la constitución y diversificación del "cuerpo" (1Cor 12,12-25). A los corintios, que anhelaban el don más grande y espectacular de la glosolalia, Pablo les recuerda ante todo un principio básico: la unidad y la igualdad de los carismas. Más aún: los que posean dones más particulares deben prestar atención a los dones más ordinarios, ya que la caridad es el fundamento y la regla de todo (1Cor 13 2; 14,1).

Una lectura más atenta de estos textos muestra de todas formas que no estamos sólo ante una lectura "carismática" de la Iglesia, sino más bien ante una descripción institucional real de la misma comunidad.

En efecto, el apóstol, en la lista que ofrece, describe los tres primeros órdenes con una terminología precisa y personal: apóstoles, profetas, maestros/evangelistas; a continuación, la descripción se hace más bien genérica e impersonal; no se refiere ya a las personas, sino a las actividades: milagros, curaciones, gobierno, glosolalia.

Ciertamente Pablo no se preocupa aquí de dar una enseñanza precisa sobre la organización de la Iglesia; lo importante es que Dios, en Jesucristo, ha puesto un orden muy concreto en las funciones principales, mientras que .los dones son abundantes y en conformidad con la gracia de Cristo.

Así pues, los profetas y la profecía se le presentan a la comunidad cristiana, bien como una función carismática a la que todos deben tender precisamente para que en virtud de su hablar a los hombres puedan ser comprendidos por ellos y así edificar la comunidad (1 Cor 14,3.29-32), bien como una función institucional que está en la base y el fundamento de la Iglesia (1Cor 12,28), ya que contribuye a regular la vida de la comunidad (1Cor 14,22).

Los textos del NT leídos sin prejuicios ni precomprensiones llevan, por tanto, a reconocer a los profetas como una "institución" (1 Cor 14,29; 14,32; 12,28; Rom 12,6; Ef 4,11; He 11,27; 21,9) y a la profecía como una acción litúrgica normal, aunque momentánea y ocasional, dada a algunos creyentes (1Tes 5,20; 1Cor 14,1. 5.24.31.39).

Este hecho, a la luz de la teología paulina, no presenta ninguna contraposición: los profetas y la acción profética especifican la contribución correspondiente y diversificada que da cada uno a la construcción de la comunidad. Así pues, tanto cada uno de los profetas como los diversos creyentes que profetizan y que deben tender a la profecía revelan y significan que la Iglesia, en su conjunto, se construye sobre la palabra de Jesús y crece cuando se la actualiza en las diversas situaciones de la vida.

De todas formas, sobre la base de estos textos se puede casi llegar a reconstruir la identidad del profeta neotestamentario.

Es reconocido esencialmente como movido por el Espíritu de Cristo resucitado. El papel decisivo del Espíritu Santo en la vida de la Iglesia puede vislumbrarse en diversos niveles, incluso en las decisiones prácticas que asume (He 15,28; 5,3.9). En este horizonte es donde hay que leer el hecho de que el Espíritu suscite y mueva a los profetas (He 2,18; 11,28; 19,6; 21,11; 1Cor 12,8; 1Pe 1,11; 2Pe 1,21): ninguno puede profetizar más que bajo su acción, que se dirige siempre a la construcción de la comunidad: Esto explica por qué el apóstol siente el deber de urgir a los creyentes al deseo de la profecía; pero al mismo tiempo ve como causa y efecto la acción pneumática y la función profética: "No apaguéis el Espíritu; no despreciéis las profecías" (1Tes 5,19-20): sin estas dos realidades no se da crecimiento de la Iglesia.

El profeta, además, aparece como una persona que es reconocida como tal por la Iglesia. Tanto si se habla de un grupo de profetas como si se trata de un individuo, no es la Iglesia la que da la profecía ni la que suscita al profeta; más bien acoge la profecía y al profeta como un don y un ministerio. Análogamente, el profeta no puede concebirse más que en referencia a la comunidad y en comunión con ella.

Para beneficio de la comunidad, el profeta desempeña una función que se puede sintetizar en estos tres puntos:

1) Transmite las palabras y los gestos de Jesús. El profeta del NT se diferencia ya por esto del profeta veterotestamentario. En efecto, no relee primariamente las Escrituras antiguas, sino que transmite y comunica más bien la palabra del maestro. No habla en nombre de Yhwh ni anuncia un oráculo suyo, sino que recoge las palabras de Jesús y habla en su nombre. La profecía que se anuncia es "el testimonio de Jesús" (Ap 19,10), su objetivo es hacer presente, viva y actual la palabra del Señor para la comunidad. Esto permite comprender por qué Pablo no tiene reparos en poner la profecía como fundamento de la Iglesia (Ef 2,20). Los apóstoles y los profetas, al final, no hacen más que explicitar lo único necesario de la Iglesia: la palabra y la acción de Jesucristo, "apóstol" del Padre, y su "profecía" definitiva en la historia.

2) El profeta "garantiza" la ortodoxia de la comunidad. En efecto, es reconocido como hombre fiel a la palabra, haciéndola actual bajo la acción del Espíritu; por tanto, está capacitado para reconocer como verdadera la palabra que el apóstol transmite. Pablo utiliza expresamente este argumento como elemento decisivo para reconocer al verdadero profeta y al falso (1Cor 14,37).

3) El profeta, como recuerda expresamente Pablo, está llamado a "formar, animar y consolar a los hombres" (1Cor 14,3). En efecto, al actualizar la palabra de Jesús, anima a vivir concretamente en ella y consuela anunciando la vuelta gloriosa del Señor. De esta manera, animando y consolando, forma y edifica a la comunidad que, a través de él, se confronta con la palabra misma del maestro.

Por tanto, el profeta se puede comprender a la luz de su mismo carisma sin tener que confundirlo con otros. Él no es apóstol: el apóstol funda la comunidad y la dirige, mientras que el profeta es un creyente que acoge al apóstol y su mensaje. El profeta tampoco es doctor: el doctor recibe de los apóstoles y de los profetas la palabra del Señor; mientras que el doctor lee e interpreta la Escritura, el profeta, como hombre del Espíritu, pone toda la Escritura bajo la luz de la palabra de Cristo. Finalmente, el profeta no es evangelista, ya que éste reflexiona con una experiencia personal de acción inspirada y formula una teología particular, mientras que el profeta se interesa por el bien inmediato de la comunidad y por las circunstancias particulares que se crean en cada comunidad.

Así pues, el profeta de la Iglesia primitiva se presenta como la persona que, bajo la acción del Espíritu de Cristo resucitado, tiene la tarea de reproponer, actualizándola, la palabra y la obra de Jesús. Por tanto, es el hombre de la mirada retrospectiva, ya que orienta hacia la actualización del presente y hacia la espera del futuro, destacando el sentido de la persona de Jesucristo.

Por tanto, puede plenamente llamarse el hombre que pertenece a la tradición y la crea, entendiendo por tradición el contenido quedos apóstoles, personalmente o por obra del Espíritu, habían recibido de su relación con el Señor (DV 7); en virtud de esta pertenencia, deben considerarse como personas de gran fuerza innovadora, ya que son capaces de leer atentamente el presente y de proponer el futuro.

Si se le confronta con el AT, el profeta neotestamentario adquiere una innegable novedad. Lo que es evidente ante todo es la gran diferencia en la extensión del fenómeno: mientras que para Joei (3,1-2) sigue siendo un deseo el acontecimiento universal de la profecía, aquí se observa que, al menos virtualmente, todos los creyentes están en condiciones de poder profetizar.

Pero lo que más impresiona es el hecho de que en la profecía neotestamentaria ha desaparecido por completo toda forma de miedo, de juicio y de condenación. El profeta es más bien el que da ánimos y el que trae un .mensaje de salvación. El acontecimiento de la resurrección, como expresión más evidente de la victoria y de la glorificación de Cristo, ha impreso ya un sello indeleble en las relaciones entre el cristiano y el Padre. El profeta da confianza y seguridad de que ese acontecimiento afecta también a cada uno de los creyentes que harán de su vida una "ofrenda agradable a Dios"; las miradas se dirigen ahora claramente hacia el acontecimiento escatológico.

A partir de la Didajé, el Pastor de Hermas, san Ireneo y todo el período patrístico, el profeta adquiere una fisonomía diferente y se necesitan ciertos "criterios" para valorar su sinceridad. Sin embargo, la profecía no se acaba, y en todo caso su disminución no se debe al hecho de que haya habido una estabilización de la institución a costa de la dimensión carismática. Habrá que valorar más bien, directamente, el hecho de que las palabras del Señor habían encontrado una forma definitiva en los evangelios y en las cartas de los apóstoles, que constituían entonces la norma y la.referencia privilegiada para la vida de las diversas comunidades locales.

El profeta no desaparece, pero su carisma peculiar asume nuevas expresiones. Los siglos II y in presentan imágenes de hombres y de mujeres que poseen características similares a las de los profetas, pero ahora se convierten en martyres y confessores. Algo parecido ocurre en los siglos sucesivos: la Edad Media verá la profecía ligada a la imagen simbólica que esté más directamente en disposición de explicar la Escritura: Hugo de San Víctor y Joaquín da Fiore serán maestros en ello. Lo mismo podemos decir si tomamos algunos ejemplos que proceden de la mística, llamada precisamente "profética": en esta línea podría componerse una lista con nombres más o menos conocidos: Juliana de Norwich, Catalina de Siena, Teresa de Ávila, Juan de la Cruz, Ignacio de Loyola, Juan Bosco, Adriana von Speyer... son sólo el comienzo de una larga serie diferenciada de "profetas", que hay que añadir a las que nos ofrecen en varias ocasiones los Hechos de los Apóstoles.

Todo esto nos lleva a una nueva conclusión: los profetas y el carisma profético no pueden quedar relegados expeditivamente tan sólo al momento de la Iglesia primitiva; pertenecen de modo constitutivo a la Iglesia y poseen para ella un significado permanente e insustituible.

5. VALOR TEOLÓGICO DE LA PROFECÍA. La recuperación del dato bíblico sobre la precomprensión de la profecía puede permitirle a la teología fundamental tener una perspectiva distinta para su propia argumentación.

Una vez quitada la capa opresora de un conocimiento de los sucesos futuros, la profecía podría concebirse como aquella forma peculiar de la revelación que, manteniendo unidos la palabra y el signo, permite captar la dialéctica entre manifestación-ocultamiento del contenido revelado.

Hay aquí tres elementos que ex¡gen una clarificación:

a) La revelación se da como un movimiento dialéctico, no antitético, sino de superación constante. Lo que se revela aparece evidente, o bien remite a un conocimiento ulterior que ha de ser revelado. La persona de Cristo no se puede definir por el razonamiento y el lenguaje humano; permanece siempre abierta a ese horizonte de misterio que es la vida trinitaria de Dios.

b) La profecía se comprende como una unidad irrompible de palabra y de signo. La palabra remite al signo, y el signo es de suyo una apelación a un significado ulterior. La palabra clarifica el signo donde éste aparece como ambiguo, y el signo lleva a su cumplimiento la formulación de la palabra. Esta mutua apelación puede explicar, mejor que cualquier otro medio, la dialéctica de la revelación.

c) La profecía como tal no es externa a la revelación, sino que es una de sus expresiones peculiares. Por tanto, antes de ser uno de los signos de la revelación, es forma de revelación y está asumida por entero en la dialéctica de la revelación, como forma expresiva de la misma.

Estas indicaciones muestran que la profecía, asumida por la teología fundamental como forma expresiva de la revelación, puede favorecer también hoy su comprensión y ser una mediación privilegiada de ella.

Algunos elementos ulteriores podrán hacer que se perciba mejor el valor teológico que posee el argumento profético en una renovada comprensión de los signos de la credibilidad de la revelación.

1) Recuperando la centralidad de Jesús de Nazaret, se puede pensar en su revelación a la luz de una profecía que se ha dejado en la historia como signo permanente de la salvación. Este dato tiene un valor no secundario; decir que Jesús es prafecia del Padre equivale a expresar globalmente el sentido de los textos neotestamentarios. Se ha visto que sólo analógicamente y de forma reductiva se puede aplicar a Jesucristo el título de profeta; pero decir que él constituye la profecía del Padre significa afirmar que su palabra y sus obras, en un todo inseparable (gestis verbisque intrinsece inter se connexis: DV 2), constituyen el testimonio permanente que se ha dejado en la historia. Se realiza una unidad irrompible en la complementariedad de palabra y signo, que es típica de la expresividad del lenguaje profético y revelativo.

Del mismo modo se afirma que dentro de la historia se ha puesto un signo histórico, permanente, que condensa en sí mismo los rasgos de cumplimiento y de definitivo, pero que al mismo .tiempo aguarda su plena realización.

Una teología de la historia (I Historia, 111) tendrá la misión de mostrar cómo se plantea con este dato un principio que permite orientar la imrevisibilidad del vagar histórico; de echo, la profecía orienta toda la historia hacia la realización definitiva de la salvación en el encuentro escatológico con el Señor, que recapitula toda la creación (Col 1,15-20; Ef 1,10; 2,14-16).

La profecía, como decíamos anteriormente, es palabra que guía el presente de una comunidad, pero en un doble frente: a la luz del acontecimiento Jesús de Nazaret y en la espera de su retorno glorioso. Por tanto, releer la revelación de Jesucristo en este horizonte, como profecía del Padre, significa comprometer al creyente a una atenta lectura del presente histórico, pero en continuidad con la tradición precedente y con la conciencia de un cumplimiento futuro.

2) De aquí se sigue que la profecía se pone en la Iglesia y en la historia de la humanidad como una forma permanente de memoria que obliga a no asumir nada como absoluto, sino a relativizarlo todo a la luz de lo único necesario.

La palabra de Dios se presenta entonces al contemporáneo como aquella provocación última que se da para la adquisición del sentido de la existencia, pero capacitando a cada uno simultáneamente para la responsabilidad personal.

La evidencia de la revelación, dada proféticamente, obliga al creyente a plantearse una pregunta constante sobre el sentido de lo que se le revela, y al mismo tiempo lo impulsa hacia la suprema forma de libertad como decisión de acogida de una referencia a un sentido escondido en el propio misterio.

3) La teología, al asumir la nota de la profecía, afirma que la revelación se le da al hombre para que comprenda y crea. En otras palabras, constituye una forma eualificativa de comunicabilidad de la misma revelación. La exégesis de 1Cor 14,22-5 orienta a comprender la profecía dentro de este horizonte interpretativo. Prefiriéndola a la glosolalia, que escandaliza al no creyente, Pablo afirma que la profecía hace más bien manifiestos "los secretos del corazón", y por tanto los creyentes y los no creyentes quedan convencidos de la presencia de Dios en medio de su pueblo.

Una actualización de esta forma de comunicabílidad del dato de la revelación debería visualizarse gracias al testimonio de los creyentes que, acogiendo la palabra del Señor, se abren a la lectura de los P signos de los tiempos. En este caso la profecía se convierte en creación de nuevos signos que actualizan el mensaje de la salvación para las exigencias contemporáneas. De aquí se deriva, por consiguiente, una atención específica de apelación a aquellos valores universales que pueden ser anunciados y vividos con una especificidad cristiana.

Además la profecía, como lenguaje que se dirige a los hombres (ICor 14,1-5), estimula a la investigación teológica para que se ponga a buscar otras tantas formas nuevas de comunicación del saber creyente, a fin de que la revelación pueda ser una respuesta contemporánea sobre el sentido del creer y del vivir.

4) Finalmente, situar la revelación a la luz de la profecía significa hacer que destaque su contenido específico, que es el amor misericordioso de Dios.

En efecto, la profecía no se da nunca como una forma de condenación, de juicio o de temor; al contrario, es siempre y exclusivamente una palabra de aliento, de confianza y de esperanza. La cruz de Jesús de Nazaret es el signo profético culminante, ya que es allí donde cada uno está obligado a ver el nexo entre el sufrimiento hasta la muerte y la gloria de Dios. En el rostro del crucificado resplandece la gloria del Padre (2Cor 4,6); éste es el último mensaje que se comunica a los hombres, porque aquí se realiza la voluntad savífica de Dios.

Una profecía posbíblica que no estuviera en conformidad con esta tipología se excluiría a sí misma como posible mensaje de revelación. Después de la muerte y de la resurrección de Jesucristo, la Iglesia puede reconocer como "profecía" tan sólo aquello que sirva para hacer más evidente el amor trinitario de Dios, un amor que no se negó a la condenación del inocente para la salvación de los pecadores (Rom 5,6-10). Una profecía que se presentase bajo el ropaje de una condenación debería su origen más bien al miedo de un renovado montanismo, nunca definitivamente aplastado por el ánimo cristiano, que a una confianza responsable en el amor del Padre.

5) Por consiguiente, la profecía capacíta al creyente para hablar de la revelación como de una esperanza que se ha confiado a la Iglesia para que la comunique al mundo. Se trata de la esperanza bíblica, de la que tiene certeza en el cumplimiento definitivo, por haber sido engendrada por una promesa que se experimenta como verdadera, hecha por una persona que se revela como fiel.

CONCLUSIóN, A veces parece como si se constatase cierto miedo a los profetas, El mundo no los quiere; la Iglesia los acoge, pero sólo después de su muerte. Muchas veces la apelación a la profecía está determinada por unos modelos veterotestamentarios que en muchos aspectos no se pueden proponer en nuestros días.

Los cristianos son hijos de una profecía realizada a la luz del Gólgota; reclaman, por tanto, la presencia de los profetas como signos de un amor que sabe llegar hasta el don total de sí mismo. El profeta, al final, obliga a cada uno a tomar seriamente en consideración la propia existencia dentro del horizonte de la vida de Jesucristo. A cada uno de los hombres, abismados cada vez más en unas culturas que en diversos niveles les hablare de muerte, ya que también la indiferencia y el carácter efímero de las cosas son una muerte para la razón, la profecía le recuerda el sentido de una vida vívida con coherencia a la luz de unos valores que saben dar un significado a la realidad humana.

En un mundo que cada vez busca más la emoción y quiere hacerse un futuro engañándose a sí mismo al presumir un conocimiento que no tiene, el. profeta le recuerda la fdelidad al presente, sin el cual no se da auténtico futuro.

La acción de los profetas será hoy tanto más eficaz y salvífica cuanto más se superen las formas de un excesivo espiritualismo o montanismo. Por consiguiente, "aspirar" a la profecía (cf ICor 14,1) resulta hoy para cada uno de los creyentes la forma más coherente de creer en la revelación, ya que de este modo podrá dar testimonio de la presencia viva y operantedel Espíritu en el corazón del mundo a través del obrar de sus testigos (1 Tes 5,19).

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R. Fisichella