INCULTURACIÓN
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

SUMARIO:

I. Problemática:
1.
Semántica del término;
2. Fundamentación bíblico-teológica;
3. La nueva conciencia de la necesidad de inculturación;
4. Elementos indispensables para una evangelización inculturada;
5. Datos elementales de un modelo de inculturación
                                                      (M. C. Azevedo).

II. Inculturación del evangelio:
1.
Las lecciones de la historia;
2. Nuevos aspectos de la inculturación;
3. Criterios de la inculturación;
4. Extensión de la inculturación
                                             (H.
Carrier).

 

I. Problemática

1. SEMÁNTICA DEL TÉRMINO. Desde el concilio Vaticano II, y sobre todo desde el sínodo sobre la evangelización en 1974 y la subsiguiente publicación por Pablo VI de la Evangelii nuntiandi (8 de diciembre de 1975), se va ahondando en la reflexión teológica y en la práctica eclesial la sensibilidad a la relación fe-cultura(s). Esta relación es la que se significa con el término inculturación. No se trata de un modismo teológico, misionológico o pastoral, sino de una cualificación indispensable de la I revelación, de la l evangelización y de la reflexión teológica. La revelación se hace efectivamente en el contexto de un pueblo y en el marco evolutivo de su formación sociocultural (Heb 1,1-2). La evangelización debe tomar en cuenta igualmente la realidad socio-cultural tan diversificada de sus destinatarios. La reflexión teológica siempre se ha desarrollado dentro y a partir de un universo socio-cultural identificable y que es significativo para la comprensión, interpretación y valoración de lo que se produce teológicamente.

Inculturación es un término teológico con una connotación antropológico-cultural. Se distingue de las nociones puramente antropológicas de aculturación (proceso de transformaciones de una persona o grupo humano derivadas de su contacto con una cultura que no es la suya), de enculturación (concepto análogo al de socialización = proceso de iniciación de una persona o grupo a su propia cultura o sociedad) y de transculturación (término que denota o la presencia de determinados elementos culturales a través de diversas culturas o la transferencia etnocéntrica y unidireccional de elementos culturales de una cultura dominante a otra cultura, generalmente subordinada). Se distingue también de la adaptación, tomada como el ajuste fenomenológico tanto del evangelizador (modos de ser y de obrar) como del mensaje (traducción y expresión) a la cultura destinataria.

Por inculturación se designa el proceso activo a partir del interior mismo de la cultura que recibe la revelación a través de la evangelización y que la comprende y traduce según su propio modo de ser, de actuar y de comunicarse. Con el proceso de evangelización inculturada se echa la semilla evangélica en el suelo de la cultura. El germen de la fe se va desarrollando entonces en los términos y según la índole peculiar de la cultura que la recibe. Porque la inculturación es un proceso de evangelización mediante el cual la vida y el mensaje cristianos son asimilados por una cultura de manera que no solamente se expresen a través de los elementos propios de esa cultura, sino que lleguen a constituirse también en principio de inspiración y al mismo tiempo en norma y fuerza de unificación que transforma recrea y relanza esa cultura (Arrupe).

Por tanto, la inculturación implica y connota siempre una relación entre la fe y la(s) cultura(s), realidades que abarcan la totalidad de la vida y de la persona humanas, en el plano individual y comunitario. Por ! fe cristiana se entiende aquí, no ya el asentimiento racional a un cuerpo de ideas o de doctrinas, ni tampoco la organización religiosa, sociológicamente identificable, de un conjunto de creencias o de un sistema simbólico de rituales y disciplinas. Tomamos aquí la fe cristiana como la plena respuesta existencial de aceptación dada por una persona o por un grupo humano al don vivo de Dios en Jesucristo. Por cultura entendemos aquí no solamente el grupo humano en sí mismo (dato etnológico) o lo fenomenológico que puede describirse respecto a él (dato etnográfico); ni solamente el conjunto de la acción humana sobre la naturaleza o el acervo de creaciones del espíritu humano y sus expresiones de todo tipo (arte, ciencia y técnicas). Tomamos aquí la cultura como el conjunto de sentidos y significaciones, de valores y modelos, subyacentes o incorporados a la acción y comunicación de un grupo humano o sociedad concreta y considerados por ellos como expresiones propias y distintas de su realidad humana.

La inculturación, por consiguiente, no es un acto, sino un proceso, es decir, supone y abarca la historia y el tiempo. Es un proceso activo, que exige mutua acogida y diálogo, conciencia crítica y discernimiento, fidelidad y conversión, transformación y crecimiento, renovación e innovación. La inculturación supone interacción entre fe viva y cultura viva. No se trata, por tanto, de arqueología cultural. El proceso de evangelización inculturada no lleva a absolutizar en abstracto una cultura ideal o a restaurar una cultura histórica presuntamente válida, pero sólo en la realidad de su pasado.

La inculturación supone una interacción de la fe con la(s) culturas) tal como ésta(s) existe(n) en vivo, en su proceso dinámico, que integra la tradición y el cambio, la fidelidad a los orígenes y las nuevas creaciones. La inculturación tampoco se reduce a una arqueología teológica. El mensaje bíblico-evangélico, fiel a sí mismo y al Dios que se revela en y por Jesucristo, es anunciado a unas personas y a unos grupos concretos. Las expresiones, los énfasis, las formulaciones, las mediaciones de comprensión, se miden por los ritmos humanos. Tienen que adecuarse a los contenidos específicos de la vida en que se realiza la evangelización. Como nos muestra la pedagogía de Yhwh en el AT, la de Jesús y Pablo en el NT y la de la Iglesia bajo la acción del Espíritu a lo largo de la historia, el proceso de evangelización articula las dos dimensiones de educación y de comunicación. La una y la otra presuponen e implican una atención al interlocutor, a su mundo propio, a su contexto histórico, a su nivel de aprehensión y de capacidad de asimilación. Así pues, metodológicamente no puede haber un modo único y uniforme de evangelizar. El evangelizador y el evangelizado son los dos sujetos del proceso y tienen que mostrarse atentos a sus respectivos marcos histórico-culturales y a la acción peculiar del Espíritu Santo.

La inculturación, finalmente, no es un proceso que fomente la evangelización de la cultura en detrimento o sustitución de la evangelización de la sociedad. La cultura y la sociedad son conceptos y realidades distintas. Pero toda cultura tiene expresiones sociales; toda sociedad se basa sobre presupuestos culturales que escoge y defiende, transmite y complementa. Puede darse una mayor o menor coincidencia entre el humus cultural de un grupo humano y el marco concreto de sus mediaciones e instituciones sociales. . Puede darse también una ruptura y discrepancia entre las dos realidades, ya que en la evangelización inculturada se implica la relación fe-cultura-sociedad. Por tanto, la evangelización inculturada no se da solamente en la transferencia o modificación de lenguajes y de métodos, de ritos y de símbolos, de organización y de normas, de los modos externos de obrar y de expresarse. Tiene que ir más lejos y llegar a las raíces de la cultura (EN 19), esto es, sus sentidos y criterios, su visión del mundo, la inspiración tácita o patente, pero realmente decisiva, de la praxis socio-cultural de este grupo humano y que se traduce en la elaboración dinámica y en las transformaciones históricas de su ethos sociocultural. La evangelización inculturada toca así el nivel más profundo de la realidad humana, en el plano individual y en el social. Se hace por tanto al nivel de la persona y a partir de ella, teniendo en cuenta las redes tan complejas de relaciones entre las personas y de éstas con Dios (EN 20), en una dinámica de conversión individual y comunitaria. Se hace también con todo el alcance de las expresiones éticas de la fe, que traen consigo la existencia de transformación y de perfeccionamiento de las estructuras de la sociedad.

2. FUNDAMENTACIÓN BIBLICO-TEOLóGICA. El hecho en sí de la inculturación es tan antiguo como la misma historia de la salvación. La relación de Dios con la humanidad, y particularmente con el pueblo de Israel, es un testimonio de esa revelación que Dios hace de sí mismo como un don gratuito, pero teniendo en cuenta unos contextos socioculturales bien definidos. La inculturación presupone la universalidad del plan salvífico de Dios y la capacidad potencial de respuesta a Dios por parte de todos los seres humanos a partir de la diversidad socio-cultural en que viven. En este sentido, resulta ejemplar la realidad histórica del pueblo de Israel. Hay una multiplicidad de culturas que entran en la elaboración socio-cultural de este pueblo y se traducen en la realidad nómada o sedentaria de sus tribus. Dios se sirve de esta pluralidad cultural (Mesopotamia, Egipto, Canaán, Persia, judaísmo posexílico, helenismo, judaísmo tardío, cultura grecorromana) para trasmitir a la humanidad las diversas facetas de su misterio. Dios utiliza incluso de forma sucesiva, y no simultánea, esas culturas, sin que la sucesión suponga una repulsa, una negación o una sustitución de la etapa anterior. Se da un proceso continuo y discontinuo, interactivo e integrativo, entre los diversos elementos culturales, proceso que hará de Israel una referencia histórico-cultural importante e inconfundible para el proceso de inculturación (DV 15-16).

Esta manifestación de Dios se hace a partir de la realidad misma de la vida del pueblo y de la evolución en la comprensión que ese pueblo se va haciendo de sí mismo y de su Dios. Éste se comunica al pueblo por personas, situaciones, acontecimientos, expresiones contingentes y relativas (DV 13). Por un lado, no se puede absolutizar una cultura, ni siquiera a Israel, como forma única y fija de expresar la revelación de Dios, aunque Israel siga siendo una referencia indispensable y decisiva, precisamente porque en este pueblo se dio la inculturación del mismo Dios en Jesucristo. Por otro lado, tampoco se puede excluir ninguna cultura de su condición potencial de ser de algún modo portadora de la revelación, como tampoco se puede conceder a una cultura el privilegio de ser la mediación preferencial de la revelación.

Esta afirmación se basa en la fe y se apoya en la realidad efectiva de la historia de la salvación. Por consiguiente, va más allá de la equidad en relación con las culturas, postulado de la antropología cultural.

Así pues, la inculturación es un problema de orden teológico, aunque servido por la constatación y análisis antropológico de la multiplicidad de las culturas, como expresión diversa de la profunda unidad del hombre. El Verbo, que es Dios y no deja nunca de serlo, se hace plenamente hombre en Jesucristo (Jn 1,1-14; Flp 2,8). De esta manera traduce y realiza, por medio de la encarnación, la forma primordial y más radical de la inculturación. La encarnación se lleva a cabo en un espacio y en un tiempo culturales definidos, señalándonos así la importancia teológica del pueblo de Israel y la inspiración fundamental de todo proceso de inculturación. Por medio de la encarnación, la naturaleza divina asume la naturaleza humana: Dios se hace hombre; relación de naturaleza con naturaleza. Gracias a la inculturación la naturaleza divina se traduce para este hombre, en este pueblo, en esta cultura, en este grupo humanó en los que se sitúa, en este tiempo y en este espacio, este individuo humano que es Jesús. Gracias a la encarnación, el Verbo hecho hombre en Jesús es un hombre como todos los demás seres humanos. Gracias a la inculturación, el Verbo se hace hombre como son algunos seres humanos, en la realidad diversificada de su cultura y sociedad: los judíos del tiempo de Jesús. Históricamente, en Jesucristo, el Verbo se hizo igualmente y al mismo tiempo hombre-como-todo-ser-humano (nivel de naturaleza) y hombrepero-no-como-todo-ser-humano (nivel de la cultura), por ser judío.

La inculturación que hoy se hace por el proceso de evangelización es como una réplica de aquella inculturación que se realizó existencialmente en Jesús. Fundamentada teológica y cristológicamente en el misterio de la encarnación, la inculturación se proyecta en la evangelización como expresión de la misión. A su vez, Jesús, fuertemente arraigado en su propia cultura, mantiene sin embargo ante ella una libertad crítica: asume y confirma en ella lo que es evangélicamente válido, pero corrige o reorienta, en una dinámica de conversión y de transformación, lo que hay en ella de desviado o perverso, actuando así el plan salvífico de Dios. Este discernimiento sobre la cultura, la del evangelizador y la del evangelizando, es indispensable en la inculturación e inherente a ella. En efecto, como realidad humana, toda cultura es solamente una entre muchas y participa de los límites que marcan al ser humano en el plano ontológico y psicológico, moral y teológico. Ninguna cultura puede ser absolutizada como vehículo adecuado y único de revelación. En toda cultura queda un espacio y debe haber una exigencia de conversión, de transformación y de crecimiento. El proceso de implantación de la Iglesia en sus orígenes y a lo largo de los primeros siglos de su historia revela igualmente una apertura a las culturas y una continua adecuación a ellas. Semítica en su origen, la Iglesia implantará comunidades en la diáspora y lo hará dentro de un amplio proceso de mediación cultural: primero, a través de la fijación por escrito, en los evangelios, de los contenidos de la nueva alianza, en una expresión narrativa griega; segundo en la fijación doctrinal y conciliar del misterio cristiano, en su expresión racional y cultural griega. En la simbiosis grecorromana del imperio, los santos padres y el monaquismo oriental y occidental fundamentaron, en términos de cultura latina y helenista, la teología, la espiritualidad y la acción pastoral de prácticamente todo el primer milenio de nuestra era cristiana. Así se concretó el intenso y tal vez el único proceso pleno de inculturación de la fe cristiana, en la medida en que esta fe se asimiló y se reexpresó de hecho a partir de los elementos y del genio propio de la cultura que fue evangelizada. La lenta incorporación cristiana de los pueblos nórdicos (bárbaros) y eslavos, aunque atenta a sus culturas y receptiva ante ellas en muchos aspectos, se hará ya en gran parte condicionada por ese molde cristiano de extracción cultural grecorromana. En los primeros siglos del segundo milenio, la Iglesia ejerció un papel decisivo en la constitución de la gran síntesis pluricultural del Occidente europeo, que tiene en el cristianismo medieval su catalizador y se convertiría luego en la cultura cristiano-católica. Será ella la referencia de la evangelización de prácticamente las tres cuartas partes del segundo milenio. Será considerada como la expresión preferencial, y no pocas veces legitimada como la única portadora válida de la revelación. La reacción contra la reforma protestante y el movimiento misionero a partir de la contrarreforma, que coincide con el descubrimiento, la colonización y la evangelización de nuevos continentes, serán al mismo tiempo un esfuerzo por construir la unidad cristiana universal sobre la uniformidad cultural del Occidente y sobre la difusión del mensaje evangélico en los términos exclusivos de esta única cultura, a costa del eclipse, la represión o la supresión de la dimensión cultural de otros pueblos.

Podemos decir, por consiguiente, que del hecho teológico-cristológico de la inculturación bíblica pasamos al hecho cristológico-eclesiológico de la inculturación en los primeros siglos de la era cristiana. En la vertiente final del primer milenio, y en gran parte del segundo, surge y se impone en Occidente, y a partir de él en varias partes del mundo, el hecho históricopolítico de la hegemonía culturalcristiana-europea. La cristalización y difusión de este modelo cultural como vehículo privilegiado y hasta único de la evangelización lleva a la disminución y a la desaparición de la inculturación. Se refuerza el predominio de una aculturación y transculturación hegemónica de la influencia occidental, con la consiguiente disociación entre fe y cultura, entre fe cristiana-con su ropaje cultural occidental y la multiplicidad de las culturas que entran en la conciencia de la historia mundial. Para los pueblos no europeos, el abrazar la fe significará cada vez más arrinconar la propia cultura y asimilar el cuadro cultural occidental dentro del cual se propone esa fe. Pablo VI dirá que la disociación entre'la fe y la(s) culturas) es el drama de nuestro tiempo, como lo fue el. de otras épocas.

3. LA NUEVA CONCIENCIA DE LA NECESIDAD:DE INCULTURACIóN. Hay sobre todo tres factores que van a influir en el resurgimiento de la conciencia eclesial sobre la necesidad de la inculturación: la experiencia diversificada de una Iglesia efectivamente mundial, la valoración de las Iglesias locales y sus consecuencias, la rehabilitación o reaparición de culturas largo tiempo reprimidas u oprimidas con la constitución de los Estados nacionales o con el proceso de descolonización.

a) Conciencia de una Iglesia mundial. A diferencia de los concilios de Trento y del Vaticano I, el concilio Vaticano lI tuvo la presencia significativa de obispos de todo el mundo. Éste es un mundo que, después de la segunda guerra mundial, se ha hecho consciente tanto de su unidad planetaria como de su profunda diversidad. Aunque la teología del Vaticano II se haya formulado preponderantemente en términos europeos, las decisiones del concilio y su gradual cumplimiento han reflejado mucho la presencia amplia y múltiple de la Iglesia. Esto se iría haciendo cada vez más claro a partir de los sínodos mundiales de los obispos, entre los que cabe destacar en este aspecto los sínodos sobre la justicia (1971), sobre la evangelización (1974) y sobre la catequesis (1977). Los tres revelaron esa dimensión geográfica y culturalmente mundial que caracteriza a la Iglesia en esta segunda mitad del siglo XX.

En este contexto, ya antes del concilio Vaticano II, y sobre todo en él y a partir de él, se han consolidado dos posiciones teológicas fundamentales, que han tenido una inmensa importancia sobre el reciente caminar histórico de la Iglesia, y por tanto de la fe cristiana en el mundo. La primera posición, centrada en la Lumen gentium, irradia sobre algunos otros documentos conciliares. Piensa en una Iglesia-en-relación, dispuesta al diálogo, abierta a la diversidad de la búsqueda de Dios por los .seres humanos y a la múltiple concreción de este esfuerzo (Ad gentes). Es una Iglesia sensible, por consiguiente, a la dimensión ecuménica entre las tradiciones y denominaciones cristianas (Orientalium Ecclesiarum y Unitatis redintegratio), a la relación con las religiones no cristianas (Nostra aetate), lo cual conduce tanto a un nuevo planteamiento de su perspectiva misionera (Ad gentes) como de la misma índole y calidad de su presencia en el mundo (Dignitatis humanae, Apostolicam actuositatem y Gravissimum educationis) y de su intercomunicación con él (Inter mirifica).

La segunda posición, centrada en la Gaudium et spes, explicita y refuerza sobre todo la relación entre la Iglesia y el mundo. Lo hace especialmente a través de una clave analítica y hermenéutica que es la cultura (GS 53-63). Esta cultura se toma en una perspectiva que, además del enfoque filosófico-humanista dominante en el siglo xix y también en gran parte de la reflexión teológica, integra y subraya la contribución actual de las ciencias sociales. Por ahí precisamente se arroja un rayo de luz sobre la multiplicidad y diversidad de las culturas. Se da una revalorización de la importancia de la relación entre la fe y la cultura o las culturas. Usada en singular, la cultura se ve no sólo como creación del espíritu humano sobre la naturaleza, sino también como creación del espíritu humano. Se presta una atención fundamental a la relación entre la fe y la cultura moderna, dentro de una visión optimista, que contrasta con la larga ruptura entre la Iglesia y el mundo y la divergente evolución de ambos en los últimos cinco siglos. Usada en plural, la palabra culturas pone principalmente de relieve la diversidad tanto de etnias y de formaciones sociales como de sentidos, de valores y de visiones del mundo simultáneamente presentes en un mundo complejo y plural. Además, la conciencia de ser una Iglesia efectivamente mundial en la experiencia vivida de una realidad pluricultural encamina a la Iglesia hacia una nueva sensibilidad ante la necesidad de la inculturación.

b) Valoración de las Iglesias locales. Este segundo factor se deriva igualmente de una posición teológica primordial de la Lumen gentium: la importancia de la colegialidad episcopal, y por tanto de la identidad y autonomía relativa de las Iglesias locales (Christus Dominus, Presbyterorum ordinis). Una de las principales consecuencias de este proceso ha sido una proximidad mayor entre los pastores y los fieles, con una percepción más aguda de sus situaciones y problemas, necesidades y aspiraciones; una actitud eclesial muy presente en los comienzos cristianos y a lo largo de una gran parte del primer milenio. Las consecuencias principales de este enfoque eclesiológico del Vaticano II han sido: la lectura contextualizada del mismo concilio, como lo demuestran por ejemplo las asambleas episcopales de Medellín (1968) y de Puebla (1979) ante la realidad latino-americana, pero con amplia repercusión sobre toda la Iglesia; la realización de los sínodos mundiales, al destacar la variedad de preocupaciones pastorales ante las diversidades históricas y socio-culturales de las regiones; la creciente individuación de las conferencias episcopales nacionales, regionales o continentales con el tratamiento específico de problemas afines (como, por ejemplo, la diversa consideración de la cuestión nuclear por el episcopado norteamericano, alemán y francés respecto a las situaciones y responsabilidades de sus países); la multiplicación de elaboraciones teológicas diversificadas en consonancia con la sensibilidad a las variadas realidades de América Latina, de África, de las diversas áreas de Asia, como India y Filipinas, por ejemplo; el enfoque teológico y pastoral de realidades transculturales, como las culturas del joven, de la mujer, del negro y otras, engendrando lecturas específicas de la Biblia y de la tradición en función de las exigencias propias de las diversas realidades vividas; a todo ello habría que añadir la experiencia cultural directa de Pablo VI, pero sobre todo de Juan Pablo II, a través de sus viajes pastorales. Sabido es hasta qué punto la preparación de estos viajes y su realización han contribuido -mucho más de lo que podría hacer el funcionamiento burocrático y postal del Estado de la Ciudad del Vaticano o de la Santa Sede- al conocimiento, el análisis y la interpretación de la enorme variedad de realidades cultural-eclesiales que constituyen la cotidianidad de los fieles cristianos en las distintas partes del mundo. Es de destacar la repercusión posterior, real o potencial, de estos viajes en la interacción entre el papa y los episcopados respectivos. Este cúmulo de datos y el desarrollo de nuevas percepciones eclesiales en relación con la valoración de la colegialidad y de las Iglesias locales ha hecho imperativa la perspectiva de la inculturación y está todavía lejos de valorizar todo su alcance al servicio del pueblo de Dios.

c) La rehabilitación o reaparición de las culturas. Es éste un factor de suyo extrínseco a la vida de la Iglesia, pero que ha tenido una gran influencia sobre ella.

En primer lugar, los estudios de antropología cultural y social durante los últimos cien años han dado al mundo un conocimiento más concreto de la diversidad de las etnias y de sus presupuestos históricos y culturales. Ya antes del concilio Vaticano II la asimilación de estos nuevos datos por parte de la Iglesia fue reorientando su sensibilidad misionera. La reformulación del vocabulario misionológico, a través de la evolución semántica, por medio de palabras como trasplante, adaptación, acomodación, encarnación, inserción, indigenización, contextualización, inculturación, revela toda nueva comprensión de la relación evangelizador-evangelizando en función de una perspectiva eclesiológica derivada del nuevo enfoque antropológico de revalorización de las identidades culturales.

En segundo lugar, el ocaso de los imperios y del proceso de colonización política en varios continentes llevó a la independencia de naciones jóvenes, especialmente en África, en Asia y en Oceanía. Aunque no siempre se respetaron las fronteras culturales en el trazado de las unidades políticas, este proceso representó una reasunción de las identidades culturales reprimidas por la colonización. Este hecho, casi sin excepción, repercutió en las relaciones entre la Iglesia y estas nuevas situaciones de sus fieles, teniendo como consecuencias principales la implantación de un clero y un episcopado autóctono, el desarrollo de laicados militantes y toda una revisión de los procesos educativos, pastorales y promocionales de la Iglesia en esos países.

En tercer lugar, la toma de conciencia de minorías culturales reprimidas con ocasión de la formación de los Estados nacionales en el mundo occidental suscitó la participación de la Iglesia y su nueva sensibilidad ante unas realidades incubadas durante siglos, como ha sido el caso de los vascos, catalanes y gallegos en España, de Quebec en el Canadá, las situaciones análogas en Europa central y, más recientemente, de los hispanos en los Estados Unidos.

En cuarto lugar, la misma viabilidad de la relación intercultural, bien a través de la comunicación y de la información, bien con el desarrollo acelerado de la industria turística, al mismo tiempo que unificó o aproximó el mundo por un lado, reveló por otro lado la irreductible diversidad cultural de las poblaciones de este mundo. La misma difusión hegemónica de la cultura moderna occidental, que en una determinada altura había suscitado la hipótesis del paso rápido a una cultura universal homogénea, va revelando precisamente lo contrario, esto es, una creciente disposición de salvaguardia de la diversidad y de las autonomías culturales y subculturales específicas. El fenómeno reciente de desoccidentalización progresiva del Extremo Oriente, junto con su desarrollo y su creciente participación en las economías occidentales, es un dato significativo de esta transformación. Este dato se vio precedido por el ocaso de los imperios colonizadores y la consiguiente independencia de varios países o creación de varias naciones, principalmente en África, en Asia y en Oceanía. En África, este movimiento estuvo marcado por una recuperación cultural. La paciente preservación de una rica tradición oral está contribuyendo a la revalorización del patrimonio y de la identidad culturales. Ya en Asia, la densidad de varias tradiciones escritas, ligadas íntimamente a religiones milenarias, permitió la conservación de perfiles culturales bien definidos, que prevalecieron por lo demás como grandes mayorías de la población frente a minorías cristianas.

Esta diversificación de situaciones plantea a la inculturación problemas específicos, de orden antropológico y teológico, en cada una de esas áreas culturales, como nos lo está mostrando la experiencia, la investigación y la bibliografía cada vez más abundante sobre el tema. Finalmente, hay que resaltar la creación y el establecimiento de forums internacionales pluriculturales, como la ONU y sus asociaciones subsidiarias, la UNESCO, la FAO, la UNICEF, etc., al lado de instancias particulares, como las organizaciones internacionales y pluriculturales de todo tipo, los congresos y convenciones internacionales de naturaleza temática o corporativa. Todo esto revela la experiencia y la conciencia de la diversidad cultural y de la imposibilidad real de unidades hegemónicas construidas sobre la uniformidad o a partir de una. inconsciencia o infravaloración de la diversidad socio-culturalhistórica tan patente en el mundo de nuestros días: Esta reaparición y revalorización de las culturas es otro camino de acceso de la Iglesia a la conciencia de la urgencia de la inculturación y a la reelaboración constructiva de una relación entre la fe y la cultura.

4. ELEMENTOS INDISPENSABLES PARA UNA EVANGELIZACIóN INCULTURADA. La definición de cultura propuesta anteriormente como el conjunto de sentidos y significaciones, de valores y de modelos subyacentes y/ o incorporados a la acción y a la comunicación de un determinado grupo humano, tiene un buen fundamento antropológico y resulta teológicamente operativa. En efecto, se puede aplicar tanto a las macro-culturas (culturas nacionales o étnicas) como a las micro-culturas (pequeños grupos, guetos urbanos, etc.) y finalmente a todo tipo de subcultura (organizaciones e instituciones, conjuntos transculturales individuados, como la cultura de los jóvenes, de los pobres, de las mujeres, de los campesinos, etc.). En este último sentido, una universidad, una orden religiosa, un partido político o una organización sindical es y tiene en cierto modo una cultura, es decir, se distingue por un conjunto de sentidos y significaciones, de valores y modelos, una percepción y visión del mundo, a través de la cual se afirma precisamente su identidad, en sí misma y en relación con otros grupos humanos. Así pues, la inculturación, como proceso de evangelización que articula la fe y la cultura, no se limita únicamente a la evangelización de grupos y de comunidades a los que no ha sido anunciado todavía el evangelio (los "territorios de misión" o las "misiones extranjeras", según el vocabulario preconciliar). La inculturación tiene que cualificar a todo el proceso de evangelización, sea el que sea, bien en relación con los grupos humanos de tradición ó de origen cristiano en su formación cultural (como la mayor parte de los países occidentales, marcados actualmente por la cultura moderno-contemporánea), bien en relación con grupos sin un pasado cristiano anterior o decisivo en su formación cultural (como la mayor parte de las regiones de Asia, de África y de Oceanía), bien, finalmente, en relación con las subculturas dentro de cada uno de esos grupos (como organizaciones, instituciones, regiones específicas; grupos transculturales). La razón de esta afirmación está precisamente en el hecho de que, por medio de la inculturación, se relacionan la fe y la cultura viva, marcadas ambas por el dinamismo de transformación y crecimiento. Así pues, un verdadero proceso de evangelización estará siempre atento a una triple dimensión.

1.a No existe un núcleo evangélico en abstracto que pueda ser aislado y transmitido de una cultura a otra. Lo que existe de hecho es el mensaje evangélico inculturado ya concretamente en alguna cultura, en nuestro caso la cultura que evangeliza, proponiendo el mensaje a otra cultura, la que está siendo evangelizada. En este sentido, proponer o transmitir el mensaje (evangelizar), así como recibirlo y asumirlo (ser evangelizado) es una interacción entre culturas. La fe que lleva a la proposición del mensaje y la fe que resulta de la acogida de ese mensaje es la misma fe (esto es, la plena respuesta existencial de aceptación dada por una persona o grupo humano al don vivo de Dios en Jesucristo), pero será una fe culturalmente cualificada, y por tanto diferenciada en su percepción y en su expresión.

2.a En esta relación entre culturas que es el proceso de evangelización, tanto el evangelizador como el evangelizando son sujetos activos. Por tanto, la evangelización no es simplemente una transmisión o traducción unilateral del mensaje evangélico, en los términos de la cultura que evangeliza. No es mera adaptación extrínseca o superficial, en el plano meramente fenomenológico de la expresión. No es tampoco la recepción pasiva de este mensaje, tal como lo transmite el evangelizador. La evangelización es el proceso de interacción dialogal entre las dos culturas, la del evangelizador y la del evangelizando, diálogo que se hace en función del mensaje. Por consiguiente, la evangelización inculturada es un proceso crítico de discernimiento en relación tanto con la cultura del evangelizador como con la cultura del evangelizando. No se le pide al evangelizador que renuncie a su propia cultura, pero sí que sea consciente de la identidad que la caracteriza en el modo propio de percibir y de vivir el mensaje evangélico y no imponga este modo como vehículo obligatorio del mensaje. Se le pide además que ayude al evangelizando a comprender, asimilar y expresar activamente el mensaje a partir de la identidad de su cultura, evangelizándolo en los términos y según el genio de esa cultura.

3.a Como la evangelización inculturada es un proceso de relación entre culturas en función del mensaje evangélico, es importante tener en cuenta que, en la realidad concreta de la historia, la relación entre culturas no es en general simétrica o igualitaria, sino asimétrica. Las culturas no se relacionan como iguales, sino como culturas dominantes y culturas subordinadas. Esto es así en el plano político y en el económico, en el social y en el militar, y también lo fue ciertamente en el plano eclesial, como lo comprueba la evangelización sobre todo en los cinco últimos siglos. Toda forma de relación entre culturas -relación de aculturación, transculturación o inculturacióntiene que estar abierta a la sospecha de una posibilidad real de dominación de una sobre otra. Estas relaciones interculturales, por consiguiente, no serán por sí mismas relaciones naturalmente tranquilas y fáciles. Serán, al contrario, relaciones marcadas por la tensión, el conflicto y la perplejidad. De ahí la necesidad de discernimiento, que busca la purificación y la liberación de los elementos de imposición y de presión, de poder y de violencia. El proceso de evangelización inculturada, como expresión de relación entre culturas con vistas a la fe, es un proceso dialéctico de liberación de ambas culturas, la del evangelizador y la del evangelizando, a fin de que quede espacio libre para la acción del Espíritu sobre los sujetos de la evangelización al proponer el mensaje y al suscitar su acogida por la fe. Efectivamente, la fe, resultado final de la evangelización, no es una conquista del esfuerzo humano ni el producto de un método, sino el don gratuito de Dios que se manifiesta y comunica. Así pues, el verdadero proceso de evangelización inculturada es también un proceso libertador de la cultura. A su vez, sólo será auténtico el proceso de evangelización liberadora y transformadora de la sociedad, si es también un proceso inculturado. Por consiguiente, no hay contradicción, sino complementariedad integrada entre las temáticas teológicas de la inculturación y de la liberación. Cada una de ellas exige a la otra.

5. DATOS ELEMENTALES DE UN MODELO DE INCULTURACIÓN. El evangelio no puede ser identificado con las culturas, pero tampoco es independiente de ellas, bien porque fue revelado en el contexto de una cultura (Israel), bien porque a lo largo de la historia ha sido vivido en contextos culturales concretos (tradición), bien, finalmente, porque las personas a las que se proclama están insertas en culturas específicas. El evangelio, sin embargo, no se confunde con ninguna cultura particular, sino que está destinado a todas las culturas, puede ser acogido por todas y animarlas a todas. No surge como un producto espontáneo de una cultura, sino que es transmitido siempre a partir de un diálogo apostólico que está inevitablemente asociado aun diálogo entre culturas concretas. Son numerosos los modelos de evangelización que se proponen en los estudios misionológico-teológicos. En la perspectiva de una evangelización inculturada parecen imprescindibles los siguientes datos. Las cuatro etapas siguientes son analíticamente distintas, aunque pueden desarrollarse de un modo integrado y hasta simultáneo:

Primera etapa. Identificación antropológica de la cultura.

Es fundamental el conocimiento de los rasgos principales de la identidad de la cultura que hay que evangelizar, de las mediaciones, canales y vehículos que la expresan y en los que están incorporados los sentidos, valores y criterios que caracterizan a la visión del mundo, a la acción y comunicación de esa cultura. Los miembros de la cultura son la fuente principal de este conocimiento; pero pueden completarse con otras fuentes y documentos, sobre todo en relación con lo que ellos viven de forma espontánea e inconscientemente. Este conocimiento antropológico precede al conocimiento teológico de la cultura: ¿Cómo actuó Dios y cómo está presente en la vida y en la historia de esa cultura antes de la llegada y de la iniciativa del evangelizador? ¿Dónde se encuentran los vestigios de Dios, las señales latentes o manifiestas de su amor en la historia de ese pueblo o de ese grupo humano? Los criterios para esta lectura teológica son el hombre y Jesucristo. Las dudas eventuales sobre la validez de los criterios relativos al hombre -perplejidades culturales en contextos pluralistas- tendrán su posible solución en la referencia al hombreJesucristo. Lo que responde en una cultura a esos criterios puede conservarse perfectamente, tal como se expresa en su código cultural: ¿Cómo se puede proceder a partir de allí y caminar con los miembros de esa cultura? ¿Cómo respetar su identidad y su ritmo, con vistas a la acogida gradual y creciente por parte de ellos del mensaje evangélico?

Segunda etapa.-Como ya hemos dicho, los límites son inherentes a toda realidad humana, personal o cultural. Siempre hay desviaciones reales en relación con la teleología fundamental del bien del ser humano hacia el que, en principio, debería orientarse la cultura. Estas perversiones o inflexiones de la cultura son en ella la marca existencial del pecado, de la fragilidad, de la incoherencia. El proceso de inculturación, lo mismo que identificó anteriormente los acordes profundos entre la cultura y el evangelio, debe también señalar y discernir críticamente las incompatibilidades entre ambos. Puede haber incompatibilidades absolutas de orden moral, estructural o funcional, como, por ejemplo, la violencia, la injusticia, la opresión, la discriminación, legitimadas y hasta no pocas veces institucionalizadas por la cultura. Puede haber prácticas culturales incompatibles con la dignidad humana o con la enseñanza de Jesucristo. Hay también incompatibilidades relativas entre el evangelio y ciertas modalidades concretas de tal o cual cultura. Son aspectos en los que no se necesita una conversión o una ruptura, como sucedía en el caso anterior. Pero se requiere una reorientación o una mejor explicitación de medios que ayuden a la cultura a redescubrir o retomar su propia teleología (p.ej., la posición de Jesús respecto al sábado). El mensaje evangélico puede también abrir a la cultura una perspectiva de crecimiento en la dirección de su orientación original (p.ej., las contraposiciones de Jesús en el sermón de la montaña entre las exigencias de la antigua y de la nueva ley).

Estas dos primeras etapas en un modelo básico de evangelización inculturada se ocupan de la cultura tal como es, en su realidad humana, concreta y presente. Buscan en ella las sintonías existentes o las correcciones y perfeccionarriientos necesarios o posibles en relación con la acogida y asimilación interactiva del evangelio, dentro de la fidelidad tanto a él como a la identidad cultural. Se establece entonces la relación dialogal y dialéctica entre la fe y la cultura a la que nos referíamos. La homologación (primera etapa) o la reorientación de la cultura (segunda etapa), a la luí dei hombre y de Jesucristo, es ya una forma implícita de proclamación; qúe permanece sin embargo en el horizonte inmanente de la propia cultura.

Tercera etapa. Se da entonces en esta etapa e1 anuncio explícito., a los sujetos de la cultura de aquello qué es para ellos el don, la novedad en relación con la cultura. Este don trasciende el alcance inmanente propio de la cultura, aquello que ella puede alcanzar por sí misma, en el despliegue más amplio de su potencial humano. Este don es hecho por Dios a todas las culturas en y por Jesucristo. Es un don que no debe violentar ni desfigurar las culturas. A1 contrario, tiene que llevarlas tanto a la realización óptima de su alcance inmanente, en la plena culminación de su virtualidad humana, individual y social, como a la trascendencia de ese plano, en la apertura plena de esa cultura a Dios. En esta tercera etapa tiene lugar la proclamación explícita del evangelio y el anuncio de su proyecto e identidad a la luz de la totalidad del misterio de Jesucristo.

Cuarta etapa. Este anuncio se hace a partir de una comunidad que ha acogido el evangelio y que procura vivirlo y compartir con los demás el don que representa. Esta comunidad de fe es la Iglesia. Ella es la portadora de la buena nueva, ese don que se manifestó a la cultura en la tercera etapa. Pero la Iglesia es también ella misma parte de ese don, parte de lo que .es anunciado. De hecho, la acogida y la vivencia de la fe cristiana se hace siempre en comunidad. En este sentido, la progresiva evangelización de una comunidad humana concreta, que es esa cultura, la llevará también a formar parte, en cuanto grupo cultural específico, de la comunidad evangélica de los que creen y comparten la fe en la esperanza y en el amor.

El proceso evangelizador que se desarrolla según este modelo elemental supone naturalmente el testimonio (martyrion) coherente y fiable de los que ya viven el mensaje y lo transmiten a la cultura. Implica igualmente la interacción dialogal con los miembros de la cultura (koinonía). Comprende la potenciación del servicio para el crecimiento humano y cristiano de los miembros de la cultura (diakonfa). Conduce al anuncio propiamente dicho del mensaje evangélico, como don gratuito de Dios en y por Jesucristo (mystérion), que ha de vivirse:en la comunidad defe eclesial (ekklésfa).

El resultado de este proceso en eí tiempo es la creciente inculturación de la fe. Es la creación nueva de una comunidad a un tiempo culturaleclesial, dentro de una fidelidad integrada a las aspiraciones fundamentales de la cultura y de la fe, del hombre y de Jesucristo. Este resultado se caracterizará por sus mediaciones y expresiones de acción y comunicación. Éstas tendrán una identidad peculiar, en cuanto que son tributarias de unas raíces culturales específicas.

Pero se encontrarán también en una unidad profunda, ya que todas esas comunidades cultural-eclesiales se inspiran en la misma fe, que se convierte en fuente y en alimento de su comunicación y relación intercultural. Se realiza de este modo la unidad de la fe y de la Iglesia. Esta unidad se basa no en la uniformidad de un único paradigma cultural, eventual me, diador preferencial o exclusivo de la fe, indebidamente impuesto de hecho a las diversas culturas, sino que es más bien una unidad que se construye sobre la diversidad consciente de las culturas, impregnadas sin embargo del mismo evangelio y reconfiguradas por él a la luz de la novedad gratuita del don.

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M. de C. Azevedo

 

II. Inculturación del evangelio

La inculturación es un .concepto que sirve para describir los cambios culturales producidos por la penetración del evangelio en un ambiente humano. La inculturación se relaciona con la aculturación, un término que utilizan los antropólogos desde finales del siglo xix para designar los cambios culturales que se producen cuando dos grupos humanos comienzan a vivir en contacto directo. El encuentro entre las culturas provoca generalmente múltiples transformaciones, por ejemplo en la lengua, las costumbres, las creencias, los comportamientos. Los católicos empezaron muy pronto a emplear el concepto de aculturación para estudiar las relaciones entre el cristianismo y las culturas. Hoy se prefiere el término fnculturación, que ha pasado a ser más corriente. Tiene la ventaja de marcar bien que el encuentro del evangelio con una cultura no se reduce solamente a una relación entre dos culturas (aculturación). Se trata específicamente de la interacción del mensaje de Cristo y de una cultura determinada. La palabra inculturación está en uso entre los católicos desde los años 1930, pero sólo a partir de los años 1970 la utilizan los textos oficiales de la Iglesia. En 1988, la Comisión Teológica Internacional publicó el documento La fe y la inculturación, preparado en colaboración con el Consejo Pontificio de la Cultura, donde se lee la siguiente definición (n. 11): "El proceso de inculturación puede definirse como el esfuerzo de la Iglesia para hacer penetrar el mensaje de Cristo en un ambiente socio-cultural determinado, llamándolo a crecer según todos sus propios valores, una vez que éstos son conciliables con el evangelio. El término inculturación incluye la idea de crecimiento, de enriquecimiento mutuo de las personas y de los grupos, debido al encuentro del evangelio con un ambiente social. La inculturación es la encarnación del evangelio en las culturas autóctonas y, al mismo tiempo, la introducción de esas culturas en la vida de la Iglesia" (encíclica Slavorum apostoli, 2 de junio de 1985, n. 21).

Pueden subrayarse a la vez los aspectos innovadores y tradicionales de la inculturación. Más adelante indicaremos las razones que hacen considerar la inculturación como un aspecto renovado de la evangelización; pero hay que señalar igualmente que la reflexión actual sobre el tema goza de una larga y rica experiencia en la Iglesia.

1. LAS LECCIONES DE LA HISTORIA. Estrictamente hablando, el proceso de inculturación, es decir, la compenetración de la Iglesia y de las culturas es tan antigua como el propio cristianismo. El evangelio se reveló desde el principio como un poderoso fermento de transformación de las culturas. Los primeros evangelizadores aprendieron a conocer las lenguas, las costumbres, las tradiciones de las poblaciones a las que se anunciaba el mensaje de Cristo. Los primeros pensadores cristianos tuvieron que arrostrar el problema suscitado por el encuentro del evangelio con las culturas de su tiempo. Encontramos ya, en el siglo II, en la Carta a Diogneto observaciones muy pertinentes sobre el estilo de vida de los cristianos, "ciudadanos del cielo", pero al mismo tiempo identificados en las costumbres de su país: "Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por el país, ni por la lengua, ni por las costumbres. Porque no habitan en ciudades propias ni emplean ningún dialecto extraordinario; su modo de vivir no tiene nada de singular... Pasan su vida en la tierra, pero son ciudadanos del cielo. Obedecen a las leyes establecidas y su género de vida es más perfecto que las leyes" (Patres apostolici, Ed. Funk, 1901, 396-400).

En el momento de la expansión colonial y del impulso de las misiones, la Iglesia dictó ante litteram verdaderas reglas de inculturación. Por ejemplo, la Congregación de Propaganda Fide publicó en 1659 esta norma: "No pongáis ningún celo ni presentéis ningún argumento para convencer a esos pueblos de que cambien sus ritos, sus costumbres y sus formas de vivir, a no ser que vayan claramente en contra dé la religión y de la moral. ¿Qué más absurdo que transportar entre los chinos a Francia, España, Italia o algún otro país de Europa? No introduzcáis en ellos a nuestros países, sino la fe, esa fe que no rechaza ni lesiona los ritos ni las costumbres de ningún pueblo, con tal que no sean detestables, sino que, al contrario, quiere que se los guarde y proteja" (UNION MISSIONAIRE DU CLERGÉ, Le Siége apostolique et les Missions, París 1959).

El período moderno conoció un desarrollo misional considerable, marcado por una preparación cada vez más atenta de los sacerdotes, religiosos y religiosas enviados a Africa, a Asia, a las Américas. En el siglo xix se crearon muchos nuevos institutos que llevaron el evangelio a vastas regiones en donde no había penetrado todavía la Iglesia ni se había implantado. Estos institutos se especializaron progresivamente en la manera de definir la tarea misional y los métodos de adaptación a los diversos pueblos.

Tras la primera guerra mundial y hasta el concilio Vaticano 11 se publicaron varios documentos pontificios sobre las misiones, especialmente Maximum illud (1919), Rerum Ecclesiae (1926), Evangelii praecones (1951). En ellos se daban normas claras para promover una mejor adaptación del evangelio al carácter y a las tradiciones de cada, pueblo. Ante todo, hay que dominar la lengua del país. Se le da una importancia muy especial a la constitución de un cíero indígena. El sacerdote autóctono debe ser formado para que comprenda las costumbres, la forma de vivir y el alma de su pueblo. Debe ser acogido y respetado por la elite local y, algún día, poder acceder a las responsabilidades de gobierno de las nuevas Iglesias. Los religiosos y religiosas deberán acoger y formar también a los candidatos indígenas. Todos los evangelizadores deberían gozar de la ayuda que ofrecen las ciencias modernas para conocer y servir mejora las poblaciones: la lingüística, la etnografía, la historia, la geografía, la medicina.

Estas normas contienen preciosas orientaciones para la inculturación y manifiestan una madurez de la teología misional. La primera norma es respetar el carácter y el genio de los pueblos que se evangelizan, cultivando sus mejores dones, purificándolos y elevándolos por la fe cristiana. Pío XII, en su primera encíclica Summi pontificatus (1939) incita a toda la Iglesia "a comprender más profundamente la civilización y las instituciones de los diversos pueblos y a cultivar sus cualidades y sus dones mejores... Todo lo que, en las costumbres de los pueblos, no esté ligado indisolublemente a supersticiones y errores debe ser examinado con benevolencia y, a ser posible, ser conservado intacto". Algunas de estas orientaciones, como veremos, serían recogidas por el Vaticano II, sobre todo en el decreto Ad gentes.

2. NUEVOS ASPECTOS DE LA INCULTURACIóN. Varios acontecimientos, que marcaron al mundo y a la Iglesia después de la segunda guerra mundial, iban a dar a la inculturación una nueva urgencia. Con el movimiento de descolonización y liberación, las jóvenes Iglesias se veían llamadas a redefinirse respecto a las naciones que les habían llevado el evangelio. Los pastores, los teólogos de las Iglesias de África y de Asia, y muchos occidentales con ellos, procedieron a una revisión de los métodos de evangelización practicados por los misioneros. Es verdad que se había implantado la iglesia, ¿pero se habían convertido en profundidad las culturas autóctonas? Con frecuencia no se había visto afectado un paganismo latente. Por otra parte, las potencialidades religiosas de muchas costumbres o rasgos culturales no habían sido comprendidas ni asumidas por los misioneros. Se dirigían otras críticas a los evangelizadores europeos, a veces con exceso; con frecuencia ellos habían trasplantado su lengua, sus instituciones, su forma de pensar de un país a otro. ¿No había que despojar entonces al cristianismo de su revestimiento occidental, para inculturar la fe en las culturas locales y para proceder a una africanización, indianización o indigenización de las Iglesias autóctonas? El debate afectaba a todos los aspectos de la vida eclesial: el lenguaje, la teología, la moral, la liturgia y la aceptación eventual por la Iglesia de ciertos elementos de las religiones tradicionales (l Religión, IV), como los textos sagrados y las formas de orar.

La amplitud y la gravedad de las cuestiones discutidas subrayaron la necesidad urgente de estudiar más profundamente las condiciones, los criterios y los métodos de la inculturación. Resultó claro que había que proceder a un reexamen de toda la cuestión a la luz de los principios teológicos y de un mejor conocimien= to antropológico.

3. CRITERIOS DE LA INCULTURACIóN. Los criterios que hay que seguir se basan en la naturaleza de la inculturación concebida como una aproximación metódica para evangelizar las culturas. Tal es el presupuesto fundamental que tiene que inspirar cualquier esfuerzo de inculturación: la finalidad que se busca es la 1 evangelización de la cultura (cf Evangelización de la cultura). La inculturación del evangelio y la evangelización de la cultura son dos aspectos complementarios de la única misión evangelizadora. Por este título, la inculturación se guiará por las normas que regulan las relaciones entre la fe y las culturas. Se necesita un doble respeto a las realidades teológicas y a las antropológicas que entran en juego en el proceso de inculturación.

Ante todo está el hecho gratuito de la encarnación de Jesucristo y su repercusión en las culturas históricas. La irradiación del evangelio invita en adelante a todas las culturas a un nuevo destino. Hay que subrayar el significado cultural de la encarnación. Jesús se insertó en una cultura concreta. "El mismo Cristo, por su encarnación, se vinculó a las condiciones sociales y culturales determinadas de los hombres con los que vivió" (AG 10). Por otra parte, la encarnación afecta a todos los hombres y a todas las realidades del hombre. Por tanto, Cristo alcanza a todos los hombres en la complementariedad de sus culturas. En cierto sentido, la encarnación del Hijo de Dios fue también una encarnación cultural. La encarnación de Cristo exige de suyo la inculturación de la fe en todos los ambientes humanos.

El segundo principio que gobernará la inculturación es el discernimiento antropológico de las culturas que hay que evangelizar. Lo exige la complejidad que reviste la evangelización en los ambientes sometidos a rápidas mutaciones, muchas veces en crisis de identidad cultural y religiosa. Hoy es indispensable un esfuerzo metódico de investigación y de reflexión. Hay que aprender a analizar las culturas para discernir en ellas los obstáculos, pero también las potencialidades respecto a la recepción del evangelio. La inculturación favorecerá la conservación y el crecimiento de todo lo que hay de sano en las costumbres, las tradiciones, las artes y el pensamiento de los pueblos. La vida de la Iglesia, la misma liturgia, se enriquecerán con el patrimonio cultural de las naciones que se evangelizan. La Iglesia no impone ninguna uniformidad rígida, como afirma el Vaticano II: "Al contrario, cultiva las cualidades y los dones de los diversos pueblos y los desarrolla. Todo lo que en sus costumbres no es indisolublemente solidario de supersticiones y errores, lo aprecia con benevolencia y, si puede, asegura su perfecta conservación. Más aún, lo admite a veces en la misma liturgia, con tal que se armonice con los principios de un verdadero y auténtico espíritu litúrgico" (SC 37).

Los discernimientos requeridos no se improvisan; exigen un esfuerzo concertado y suponen que las Iglesias particulares sometan a "un nuevo examen" los datos de la fe y los elementos culturales de cada región para discernir lo que puede o no ser integrado en la vida cristiana. Sin emplear la palabra inculturación, el decreto sobre las misiones del Vaticano II explica claramente las reglas que han de dirigir su práctica (AG 22).

La autenticidad de la inculturación se basa, en definitiva, en el respeto a las condiciones teológicas y etnológicas a la vez de la tarea misionera. Se necesita la plena comprensión de las realidades de la fe y de las realidades culturales implicadas en la evangelización. Este discernimiento, de naturaleza socio-teológica, es indispensable para reconciliar los elementos que entran en tensión dinámica en el proceso de inculturación. La inculturación debe salvaguardar, en primer lugar, la distinción entre la fe y la cultura y, en segundo lugar, la necesidad de la unidad y del pluralismo en la Iglesia. Estas exigencias son fundamentales en la práctica de la inculturación.

a) Distinguir fe y cultura. Por una parte, la fe debe ser reconocida como radicalmente distinta de toda cultura. La fe en Cristo no es el producto de ninguna cultura; no se identifica con ninguna de ellas; es absolutamente distinta, ya que viene de Dios. Para las culturas la fe es siempre "escándalo" y "locura", para emplear las palabras de san Pablo (1Cor 1,22-23). Pero esta distinción entre fe y cultura no es disociación. La fe está destinada a impregnar toda cultura humana, a fin de salvarlas y elevarlas según el ideal del evangelio. Más aún, la fe no se vive de verdad más que cuando se hace cultura, es decir, cuando transforma las mentalidades y los comportamientos. Hay una dialéctica que respetar entre la trascendencia de la palabra revelada y su destino a fecundar todas las culturas. Rechazar una de estas dos exigencias es exponer la inculturación bien al sincretismo, que confunde la fe con las tradiciones humanas, bien a una acomodación ficticia y superficial del evangelio a unas culturas determinadas.

b) Salvaguardar la unidad y el pluralismo. Por otra parte, la inculturación procurará salvaguardar a la vez la unidad de la Iglesia y el pluralismo de sus modos de expresión. La evangelización sirve para construir la Iglesia en su unidad y en su identidad esenciales. Es verdad que el mensaje anunciado se tradujo otras veces en unas categorías de pensamiento sacadas de culturas particulares, pero esas interdependencias culturales no invalidan el valor permanente de las conceptualizaciones elementales de la fe y de las estructuras orgánicas de la Iglesia. El evangelizador transmite una enseñanza enriquecida por varias generaciones de creyentes, de pensadores, de santos, cuya aportación forma parte integrante del patrimonio cristiano. Esta identidad esencial y fundadora es la que la evangelización está llamada a transmitir a las culturas humanas en términos accesibles a todas ellas.

Pero la unidad no debe confundirse con la uniformidad. La inculturación, por consiguiente, tendrá que reconciliar la unidad y la diversidad en la Iglesia. La larga experiencia de las Iglesias orientales ofrece, en este sentido, un modelo que Pablo VI presenta como ejemplar: "Precisamente en las Iglesias orientales es donde se encuentra anticipada y perfectamente demostrada la validez del esquema pluralista, de forma que las investigaciones modernas, que tienden a verificar las relaciones entre el anuncio del evangelio y las civilizaciones humanas, entré la fe y la cultura, encuentran ya significativamente anticipadas en la historia de esas venerables Iglesias unas elaboraciones conceptuales y unas formas concretas ordenadas a este binomio de la unidad y la diversidad': El Papa indica, por tanto, que la iglesia "acoge este pluralismo como articulación de la misma unidad" (Discurso al Colegio griego de Roma, 1 de mayo de 1977).

El principio director de todo esfuerzo de inculturación de la teología, de la predicación y de la disciplina sigue siendo el crecimiento de la "communio Ecclesiae", la comunión de la Iglesia universal. Esta unidad, sin embargo, no es la de un sistema uniforme e indiferenciado, sino más bien la de un cuerpo que crece orgánicamente. La Iglesia universal es una comunión de Iglesias particulares. Es también, por extensión, una comunidad de naciones, de lenguas, de tradiciones, de culturas. Cada época o cada civilización aporta sus propios dones y su patrimonio a la vida de la Iglesia. Gracias a la inculturación, las culturas acogen los tesoros del evangelio y ofrecen a toda la Iglesia, en compensación, las riquezas de sus mejores tradiciones y el fruto de su sabiduría. Este complejo y delicado intercambio es el que tiene que promover la inculturación para el crecimiento mutuo de la Iglesia y de cada una de las culturas.

4. EXTENSIÓN DE LA INCULTURACIóN. Un desarrollo más reciente de la reflexión ha llevado a extender la práctica de la inculturación no sólo a los territorios tradicionales de las misiones, sino también a las sociedades modernas, cuyas culturas se han descristianizado y han quedado marcadas por la secularización creciente. La cultura moderna constituye un obstáculo para la evangelización y exige un esfuerzo metódico de inculturación. Es éste el reto de la segunda evangelización en unos ambientes en que la fe, dormida, reprimida o rechazada, hace difícil el anuncio del evangelio en toda su novedad. El documento La fe y la inculturación de la Comisión Teológica Internacional (1988) consagra su primera parte a la cultura de la modernidad. Leemos allí: "La inculturación del evangelio en las sociedades modernas exigirá un esfuerzo metódico de investigación y de acción concertadas. Este esfuerzo supondrá en los responsables de la evangelización: 1) una actitud de acogida y de discernimiento crítico; 2) la capacidad de percibir los afanes espirituales y las aspiraciones humanas de las nuevas culturas; 3) la aptitud para el análisis cultural con vistas a un encuentro efectivo con el mundo moderno".

La inculturación adquiere entonces unas nuevas dimensiones: no concierne solamente a las personas, a los países, a las instituciones que esperan el evangelio. Inculturar el evangelio significa también alcanzar los fenómenos psico-sociales, las mentalidades, los modos de pensar, los estilos de vida, para hacer penetrar en ellos la fuerza salvífica del mensaje cristiano. En resumen, puede decirse que hay que superar una concepción geográfica de la evangelización y llegar a una concepción más cultural. Estas perspectivas no se excluyen en lo más mínimo, sino que marcan el sentido de un desarrollo necesario de la misión evangelizadora.

Es verdad que todavía quedan regiones geográficas por cristianizar, pero el mayor problema es ahora evangelizar las mismas culturas. Hay que hacer penetrar la luz del evangelio en las mentalidades y en los ambientes de vida marcados por la indiferencia y el agnosticismo. Estas corrientes de espíritu tienden a difundirse por todas partes por donde penetra la modernidad.'Con-discernimiento y con confianza, la Iglesia intenta anunciar a Cristo a las culturas de hoy: y esto exigirá un largo y valeroso proceso de inculturación, como afirma Juan Pablo 11: "La Iglesia tiene que hacerse toda para todos, mirando con simpatía las culturas de hoy. Todavía hay ambientes y mentalidades, así como países y regiones enteras por evangelizar, lo cual supone un largo y valeroso proceso de inculturación para que el evangelio penetre en el alma de las culturas vivas, respondiendo a sus más elevados anhelos y haciéndolas crecer en la dimensión misma de la fe, de la esperanza y de la caridad cristianas": El término l misión, añade Juan Pablo II, "se aplica en adelante a las viejas civilizaciones marcadas por el cristianismo, pero que se ven ahora amenazadas de indiferencia, de agnosticismo y hasta de irreligión. Además, aparecen nuevos sectores de cultura, con objetivos, métodos y lenguajes diversos. Por consiguiente, se impone el diálogo intercultural a los cristianos en todos los países (Discurso al Consejo Pontificio de la Cultura, 18 de enero de 1983).

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H. Carrier