V. Historia universal e historia de salvación

El contraste entre estos dos tipos de historia parece al principio una representación de la clásica oposición filosófica entre lo universal y lo particular, entre materia y forma. Sin embargo, abordada en estos términos, la misma noción de historia universal resulta paradójica. Pues la historia es el reino de lo particular, mientras que el universal filosófico se refiere o a una abstracción conceptual de todo lo particular o ala más amplia extensión del ser, Dios, que trasciende la historia. De ahí que la historia universal deba ocuparse de todos los particulares de tiempo y espacio descubriendo su significado, mientras que la historia de salvación aparentemente afirma que algunos momentos de la historia gozan de una prioridad de significado, la única que permite la interpretación de la historia universal en vista de este "plus" de significado, la salvación se hace accesible a los hombres en lugares y tiempos particulares. Esta visión "elitista" de la historia no sienta bien a los igualitaristasdemocráticos radicales ni a los decididos a encontrar racionalmente un significado universal en la historia. Esta particularidad ha causado a menudo escándalo; sin embargo, sigue siendo inextirpable del cristianismo.

A diferencia de la mayoría de las religiones "naturales", el cristianismo no se alimenta de mitos que supuestamente ocurren en algún tiempo y lugar indeterminados mientras aportan el fundamento para la regularidad de procesos y fiestas estacionales. Ni se sustenta sobre especulaciones filosóficas, en principio accesibles a todo individuo, como en el hinduismo, budismo Theravada, estoicismo, ciericiología, etc. En cambio, como el judaísmo y el islam, el cristianismo confía en la recepción de una revelación divina efectuada en tiempos y lugares concretos de la historia. El hecho de hablar Dios en la historia implica un Dios personal interesado por el bienestar y la conducta de los hombres. Establece también la importancia de la memoria y la necesidad de la tradición para seguir ofreciendo sus palabras a los creyentes. Finalmente, el mismo interés de Dios por la acción histórica implica su omnipotente autoridad sobre la historia, su poder para conducirla donde él quiera, aunque teniendo en cuenta la libertad humana. Este tema fue especialmente querido de los profetas mayores y toda la tradición apocalíptica. Por eso el cristiano vive en la continua tensión entre pasado y futuro, en un presente en el que se le exige respuesta a la revelación de Dios.

En el cristianismo, la particularidad de las religiones históricas encontró su cima insuperable en la encarnación. Aquí terminó el diálogo entre Dios e Israel y se estableció un testamento nuevo y eterno. La carta a los Hebreos acentúa que "de una vez para siempre" Cristo se sacrificó a sí mismo ganó una salvación eterna y santificó a los creyentes (7,27; 9,12; 10,10). Esta conjunción histórica de tiempo y eternidad, iniciativa divina y respuesta humana, constituye el momento central de la historia, al que está ligado todo cristianismo posterior. Cómo la historia, el reino de lo finito y lo relativo, pueda producir algo insuperable y definitivo, aunque todavía en devenir, sigue siendo una cuestión fundamental para la teología cristiana. Al lado de esta tensión entre lo definitivo y lo relativo, el cristianismo establece otro par fundamental de contrarios aparentes. Aunque el hombre Jesucristo es el único mediador entre Dios y los hombres, Dios desea que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad (1Tim 2,36). Si la voluntad de Dios no se reduce a una mera veleidad, ¿cómo pueden todos los hombres, tan distantes en el tiempo y espacio, establecer contacto con la humanidad históricamente limitada de Cristo? ¿Cómo puede lo históricamente determinado convertirse en definitivo?

I. UNA MIRADA HISTÓRICA. Sin duda los primeros cristianos enfatizaron la novedad y particularidad de Cristo. Cuando Celso protestó contra la perspectiva de que un simple carpintero galileo pudiera hacer superfluos todos los grandes logros culturales del paganismo, Orígenes no dudó en repetir con Pedro que sólo en el nombre de Cristo se ofrecía salvación a los hombres (He 4,12). La frase de Cipriano "fuera de la Iglesia no hay salvación" refleja fielmente la tradición cristiana, porque sólo la Iglesia tenía el carisma de enseñar correctamente el mensaje de Cristo. Pero esta doctrina no se interpretaba demasiado estrictamente. Se consideraba que los patriarcas y profetas del AT eran hombres de fe (Heb 11) que habían aceptado la revelación acerca de Cristo, cuya venida profetizaron. El apologista de la primera época Justino tomó prestada de la filosofía griega la noción del logói spermatikói, semillas racionales (lógicas) difundidas por el universo, que reflejaba el Logos, su creador, y que permiten, incluso a los paganos, percibir y seguir la enseñanza del Logos. La tradición alejandrina, en la que sobresalió Orígenes, era igualmente generosa a la hora de encontrar huellas de revelación y fe fuera de la tradición judía.

La profunda influencia platónica entre los padres les llevó a concebir la revelación principalmente en términos de verdades reveladas en el tiempo por Cristo, pero eternamente válidas. Agustín reconocía a Cristo como el maestro interior que instruye al alma desde dentro; la necesidad de la Iglesia la atribuía él a la ofuscación causada por el pecado original y la concupiscencia, que exigen una autoridad externa para garantizar la verdad enseñada exteriormente por Cristo en la historia. La historia se convierte ante todo en la lucha entre la ciudad de Dios, aquellos que, desde Adán en adelante, amaban la verdad de Dios, y la ciudad del hombre, aquellos que se preferían a sí mismos y al mal a Dios. Ni siquiera el descubrimiento del infinito positivo y de la teología negativa de Dios desplazaron entre los padres el énfasis platónico sobre la iluminación interior y las verdades eternas. La revolución aristotélica en Occidente colocó de nuevo las formas platónicas en la materia como los principios dinámicos, esenciales del cambio; pero la noción de ciencia de Aristóteles a partir del universal llevó a los escolásticos a concebir la teología principalmente como la explicación de verdades esenciales transmitidas por la Escritura y la tradición ininterrumpida de la Iglesia.

La primera gran ruptura con este modo de entenderla verdad histórica vino a través del amor renacentista a la antigüedad. No sólo debían ser editados los textos clásicos de forma crítica y los antiguos historiadores comparados, sino que también las diferencias entre el presente cristiano y el pasado pagano despertaron un sentido de épocas históricas que no necesitaban entenderse meramente en términos de falsedad vencida por la verdad cristiana. La reforma contribuyó también a la conciencia histórica en la medida en que Lutero y Calvino apelaban a la pureza de vida y doctrina de la Iglesia primitiva al rechazar la decadencia de los siglos transcurridos. Así la continuidad eclesial con Cristo, presupuesta por los pensadores medievales, era radicalmente cuestionada y tenía que ser demostrada frente a la crítica. La época barroca contempló la formación de la apologética histórica siguiendo las pautas establecidas por Belarmino y Baronio, pero la expansión de sus horizontes geográficos condujo a una reinterpretación de la particularidad cristiana. Mientras santo Tomás presuponía que todo el mundo habitado había oído hablar de Cristo y que Dios enviaría un ángel a anunciar el mensaje cristiano a todo hombre sencillo que por vivir en la soledad de la selva nunca lo hubiera oído, la época de los descubrimientos reveló la existencia de millones de personas en ambas Indias que habían permanecido en la ignorancia de Cristo. Convencidos de que no había salvación fuera de la Iglesia, misioneros entusiastas como san Francisco Javier cruzaron océanos, junglas y desiertos, con gran riesgo y molestias personales, para ofrecer la salvación de Cristo a todos los hombres. El pensamiento de tantos paganos muriendo en pecado y el reconocimiento por parte de los misioneros de que muchos paganos vivían una vida de gran virtud natural condujo a una reconsideración del antiguo dogma "fuera de la Iglesia no hay salvación", declarado solemnemente por el concilio de Florencia (DS 1351). Belarmino difundió la noción del bautismo de deseo a fin de incluir a muchos paganos que hacían todo lo que estaba en su poder para seguir la voluntad de Dios hasta donde les era conocida a través de la naturaleza, y que habrían aceptado sin duda la fe cristiana una vez que se les hubiera predicado. A pesar de la rigidez jansenista en cuanto a limitar el número de los salvados, los teólogos jesuitas y otros rehusaban negar a cualquiera la misericordia de Dios. En su argumentación se apoyaban en la insistencia católica sobre la bondad básica de la naturaleza y su fiabilidad en proporcionar conocimiento de Dios, frente a las doctrinas protestantes de la corrupción total de la naturaleza y la necesidad de la fe en la sola palabra de Dios.

Lo discutible de las guerras religiosas europeas, los relatos de misioneros sobre culturas no cristianas de elevada moral, especialmente en Oriente, y el éxito sorprendente de la ciencia de Galileo contribuyeron poderosamente al advenimiento de la ilustración y a su radical crítica de la tradición como fuente de verdad. Puesto que el Píos de las batallas aparentemente no favorecía a ninguna tradición religiosa. sobre otra al interpretar la Escritura, había que buscar otra fuente de verdad para resolver los conflictos: la razón humana, común a todos los combatientes. En las civilizaciones paganas la misma razón humana había desarrollado grandes doctrinas morales que tenían mucho en común con la supuesta excelencia de la enseñanza cristiana. ¿No era entonces la razón humana capaz de fundamentar una teología y moralidad "naturales" aplicables a todos los tiempos y lugares exactamente igual que las leyes de la ciencia eran universalmente válidas? El clero y la tradición fueron condenados por introducir en la religión superfluidades injustificadas que no podían tenerse en pie ante el tribunal de la razón. No sólo fueron justificadas hábilmente o ridiculizadas las divergencias de doctrina entre las diversas confesiones cristianas, sino que también la tradición misma fue duramente atacada al ponerse de manifiesto contradicciones y absurdos. En la batalla de los libros iban a prevalecer la observación ilustrada, el descubrimiento científico y el genio corriente frente a la memoria, la repetición y los modelos tradicionales de excelencia. Las verdades eternamente válidas basadas en la naturaleza humana eliminaron la necesidad estricta de buscar en el pasado fragmentos de sabiduría. G.E. Lessing expuso la crítica ilustrada más contundente del cristianismo al mantener que "las verdades históricas contingentes nunca pueden llegar a convertirse en la prueba de las verdades de razón necesarias" (Über den Beweis des Geistes und der Kraft, en Lessings Werke V, ed. F. Bornmüller, Bibliographisches Institut, 19, Leipzig, 494).

El vacío entre la necesidad y universalidad de la verdad y la contingencia de los acontecimientos y personalidades históricos llevó a varios intentos, en el pensamiento protestante alemán, de incluir el último bajo el primero. Kant vio en la enseñanza de Jesús una moralidad y religión puras y racionales, e interpretó a Jesús como su ejemplificación ideal. Hegel consideraba a Jesús, la unión de Dios y el hombre, como la revelación y anticipación históricas de la inevitable meta del proceso histórico. Schleiermacher interpretó a Jesús como la realización suprema de la conciencia de Dios, del sentimiento religioso de absoluta dependencia de Dios. El protestantismo liberal, heredero de la crítica histórica de la ilustración, intentó reconstruir la vida histórica de Jesús, purificada del barniz "sobrenatural" aplicado por los evangelistas y la tradición. Jesús fue presentado como el maestro religioso-moral ideal, que correspondía a los ideales más altos de la naturaleza humana y transmitía un mensaje puro a la época presente.

Tan variados y contradictorios fueron los retratos de Jesús ofrecidos por la "investigación crítica" de los eruditos investigadores alemanes, que hacia el final del siglo xix la búsqueda de un Jesús histórico se hizo a su vez sospechosa. La primera guerra mundial acabó con las teorías protestantes liberales de una naturaleza humana universal, básicamente buena y que avanza hacia una realización cada vez más grande del reino de Dios. Además, A. Schweitzer sostuvo que Jesús había esperado realmente un fin inminente, apocalíptico, del mundo (Mt 10,23; Mc 9,1). No un desarrollo intramundano, sino un sobrenaturalismoradical caracterizaba el mensaje de Jesús; a pesar del error de Jesús, Schweitzer pensaba que el protestantismo liberal, es decir, no dogmático, podía sobrevivir pues al refutar la historia escatológica de Jesús había abierto el camino para aceptar la moralidad pura del sermón de la montaña sin estorbos dogmáticos. Pero el escepticismo acerca de las reconstrucciones históricas había crecido hasta tal extremo que M. Káhler, W. Wrede y R. Bultmann negaron nuestra capacidad de conocer al Jesús histórico (l Hermenéutica). Puesto que los "hechos" históricos no existen fuera de un perceptor, y el perceptor necesariamente aporta sus propias categorías interpretativas a la realidad, ninguna objetividad pura de hecho puede esperarse; de ahí que la resurrección de Jesús no pueda basarse sobre evidencia histórica, sino que depende de la fe de los testigos. El cristianismo tiene que vivir del kerygma, el acontecimiento de la proclamación de la palabra que llama a los hombres a una decisión existencial por Dios y su amor frente al sinsentido del mundo. Los diversos sistemas de pensamiento empleados por los autores del NT para transmitir el acontecimiento de Cristo fueron considerados mitos, puesto que ninguna palabra humana puede captar adecuadamente el inefable e infinito misterio de Dios en su presencia salvadora. De ahí que las interpretaciones del NT que parecían pasadas de moda debieron ser desmitologizadas y reinterpretadas en vista de la llamada existencial de Jesús a una existencia auténtica. E. Kasemann puso el acento en el irreductible pluralismo de las teologías del NT, que sólo el Espíritu podía unificar. Aunque Kásemann llamó a una reanudación de la búsqueda del Jesús histórico, el efecto de su crítica y de la de l Bultmann supuso negar a la historia pasada toda validez permanente. La historia se había convertido en la mera ocasión de salvación, no en su portadora.

Fueron muchas las reacciones entre los protestantes contra la interpretación existencial radical de Bultmann del mensaje de los evangelios. C.E. Dodd declaró encontrar en Jesús y en los grandes autores del NT una escatología realizada, por la cual el reino de Dios está ya presente por medio de la predicación de Jesús; pero la historia en curso obligó a la Iglesia a abandonar esta perspectiva en favor de un reino de Dios que trascendía la historia aunque garantizando el orden moral del universo. Así los acontecimientos particulares tendían a perder su significado salvífico. / K. Barth rechazó todos los intentos de reconstruir el Jesús histórico y la formación del NT como pecaminosos intentos humanos de dominar la omnipotente palabra de Dios. En su lugar los hombres eran llamados a aceptar la palabra de Dios en su totalidad como la que les juzga, y a creer en Jesucristo, Dios y hombre, como el contenido de la Escritura. A1 tomar el contenido literal de la Escritura en serio, Barth redujo básicamente toda historia inteligible al único acontecimiento de Jesucristo, como es conocido en la Escritura. O. Cullmann desarrolló la noción de historia de salvación en la medida en que Jesucristo era entendido como la culminación de la preparación del AT y el criterio para la historia subsiguiente; el tiempo entre Cristo y el fin se entendía como la diferencia entre el día D, la victoria decisiva, y el día V-E, la manifestación final de esa victoria. E. Jüngel desarrolló una crítica radical de la filosofía humana cuya verdadera falta de éxito al intentar absolutizarse a sí misma señalaba a los hombres la historia donde Dios habló y se dio a sí mismo a los hombres en el acontecimiento de Jesucristo. Ese Dios unido él mismo al hombre Jesús dio sentido a la historia, permitiendo que lo no divino entrara en la más íntima unión con Dios. En el fondo, la historia era entendida como participación, a través de la vida, muerte y resurrección de Jesús, en la vida trinitaria del amor de Dios. Pues Dios no sólo estableció la distinción entre vida y muerte, ser y no ser, sino que también tomó parte en esa lucha en favor de la vida. En Dios el pasado sigue estando siempre presente pero nosotros somos remitidos a él por la narración de la historia de Cristo. El cristocentrismo de todas estas perspectivas, sin embargo, priva a toda la historia subsiguiente, incluso a la historia de la Iglesia, de su significado. Si según Barth os hombres deben pasar por alto en la fe todo tiempo transcurrido para unirse a Cristo, o, según Jüngel, Dios se ha metido él mismo en la historia con Jesús, la historia no tiene ningún sentido al margen de Cristo. Sin un significado propio, la historia universal no puede distinguirse de modo inteligible de la historia de salvación. Fuera de Cristo todo es oscuridad.

Para evitar una devaluación cristocéntrica de la historia subsiguiente, algunos protestantes han considerado el final de la historia como normativo y decisivo. J. Moltmann ha visto el reino de Dios como el ideal escatológico que la praxis cristiana ha de realizar en la historia. Esta praxis se basa en las promesas de Dios, que se hicieron definitivas en la resurrección de Jesús, fundamento de toda esperanza cristiana. Desgraciadamente nunca ha aclarado cómo puede considerarse definitiva la resurrección, en especial si se la entiende simplemente como la percepción del Jesús crucificado en la gloria de la venida de Dios a través de testigos pasivos que sacaron conclusiones de ella sobre su llamada y misión. Así, a pesar de su deseo de mantener el carácter definitivo de Jesús e incluso de interpretar su muerte como una muerte en Dios, Moltmann tiende a relativizar a Jesús ante el fin del mundo. l W. Pannenberg sostiene que la ambigüedad de toda la historia será superada sólo al final del tiempo, cuando se realice el plan completo de Dios. Ciertamente, la realidad de un ser se entrega sólo al final. Para evitar relativizar a Jesús, sin embargo, Pannenberg considera el fin de la historia como anticipadamente actualizado en la resurrección de Cristo, que había estado anticipadamente activa a través de toda la vida terrena de Jesús. Por eso, aunque puede decirse que Jesús se ha hecho divino en la resurrección, la resurrección convirtió en divina su vida previa. Pannenberg desea claramente respetar la plena humanidad de la vida de Jesús en toda su contingencia, aunque haciéndola definitiva (divina) y, a pesar de su carácter definitivo, preservar el significado de la historia subsiguiente que el final del tiempo conduciría a la conclusión. Desafortunadamente, al olvidar explicar cómo algo puede ser a la vez relativo (histórico) y definitivo, parece querer estar en misa y repicando. La extraña dialéctica de ser a la vez ambos y ninguno de los dos requiere una metafísica que la doctrina de la corrupción de la naturaleza humana parece negar al pensamiento protestante.

La teología católica permaneció mucho tiempo sin preocuparse por el dilema protestante acerca de la historia. En primer lugar, era profundamente escéptica sobre cualquier supuesta ciencia que afirmara encontrar en los evangelios, los únicos testimonios sólidos de la vida de Jesús, una comprensión de Jesús reñida con el claro testimonio de los evangelistas. Además, presuponer, siquiera hipotéticamente, que la fe de la Iglesia no está en continuidad con la realidad del Jesús histórico, podría traer consigo una rendición a los protestantes, un suicidio intelectual, que un teólogo católico nunca podría perdonarse. Finalmente, la clara distinción entre naturaleza y gracia (sobrenatural), fundamental para la teología católica, evitaba muchos problemas de excesivo cristocentrismo.

La distinción natural/sobrenatural estaba históricamente basada en la nueva iniciativa de Dios de una revelación especial, que culminó en la encarnación, vida, muerte y resurección de Jesucristo como la divina redención de la humanidad del pecado. Lo que los hombres por sí mismos fueron incapaces de realizar en la historia fue libremente concedido por Dios: la salvación como la plena participación en su vida divina a través de Cristo. La distinción preservaba la libertad de Dios al iniciar la salvación como una segunda gratuidad superior a la creación. Garantizaba también la libertad del hombre de responder a la iniciativa sobrenatural de Dios; porque, mientras el hombre podía descubrir un sentido en la realidad y alcanzar un conocimiento de Dios con su inteligencia natural, su voluntad podía tener motivos para una libre elección. Así, cuando la revelación tuviera lugar, el hombre tendría alguna precomprensión de su significado y sería capaz de aceptarla libremente. En realidad, precisamente para negar la cooperación de la libertad humana en respuesta a la revelación habían negado los protestantes cualquier posibilidad de un conocimiento natural de Dios, es decir, conocimiento al margen de la revelación.

Los escolásticos habían desplazado sutilmente la base de la distinción natural/ sobrenatural de una novedad histórica a todo lo que sobrepasaba los naturales poderes del intelecto y voluntad humanos. La epistemología escolástica presuponía que el hombre alcanzaba el conocimiento de la realidad (ser) a través de conceptos abstraídos de la experiencia sensible. El conocimiento conceptual de Dios, aunque análogo, constituía un conocimiento natural. La visión beatífica, la percepción directa de Dios, superaba todas las abstracciones; por consiguiente, ella y todo lo que a ella condujera, la fe y los dones que corresponden al intelecto y la voluntad, deberían considerarse propiamente sobrenaturales. Además, la revelación, por estar adaptada a la inteligencia humana, era comprendida en cuanto formulada en proposiciones conceptuales. Por su carácter sobrenatural estas proposiciones sobrepasaban la capacidad del intelecto humano natural para afirmar su verdad. La voluntad del hombre tenía que ser atraída por las promesas de perdón de los pecados y de la vida eterna; pero para que su aceptación de estas proposiciones no fuera irracional, por tanto ni libre ni humana, los motivos externos de credibilidad en la obra de los milagros de Jesús y en el cumplimiento de las profecías bastaban para garantizar la veracidad de su testimonio. Desde el momento en que Jesús confió su revelación a sus discípulos, la Iglesia, con autoridad para proclamar e interpretar su mensaje, el papel de la autoridad para una fe predicada desde fuera era esencial. De semejante esquema interpretativo resultaba una clara distinción entre historia universal e historia salvífica. Los acontecimientos históricos, conocidos por el intelecto natural del hombre, pertenecían a la primera; todo lo que perteneciera al conocimiento de la fe y caridad sobrenatural constituía historia de salvación.

La primacía de los conceptos, producidos en el intelecto pasivo bajo la constante iluminación del intelecto agente, garantizaban la objetividad del conocimiento universal, abstracto. Los "hechos" históricos podían ser reconocidos a través de la pasividad del conocimiento de los sentidos e interpretados, hasta donde fuera necesario, mediante las abstracciones objetivas que resultan de la evidencia sensible. La fe podía así descansar sobre los hechos de la vida de Jesús, especialmente la resurrección, que era un milagro divino por excelencia, y en las profecías cumplidas. Estos escolásticos habían salvado hábilmente el dilema de Lessing: no solamente no eran "necesarias" para el hombre las verdades de la revelación, siendo libremente reveladas por Dios, sino que el conocimiento seguro de los hechos fundamenta la autoridad de Jesús y de la Iglesia al proclamar verdades sobrenaturales.

Dificultades considerables acompañaron a esta posición. Si los hechos que apoyan la autoridad de Cristo eran histórica y naturalmente verificables, ¿cómo podía la fe seguir siendo a la vez sobrenatural y libre? A la inversa, si eran históricamente inverificables, ¿cómo podía el asentimiento de fe ser cierto? Además, la universalidad o efectividad de la voluntad salvadora de Dios parecía ponerse en peligro. Si el acto de fe afirma enseñanzas explícitas aceptadas por autoridad, ¿cómo puede el deseo implícito y natural de obedecer a Dios por parte de un buen pagano, que nunca ha oído la predicación autorizada de la Iglesia, transformarse en sobrenatural? Una última dificultad concernía al tipo de verdades sobrenaturales implicadas. Ellas suponían o hechos o proposiciones conceptuales. "Hechos" son lo que son en el tiempo y el espacio de una vez para siempre. Los conceptos, que abstraen de la individualidad material de tiempo y espacio, proporcionan un "absoluto" intemporal, esencial. A medida que salía a luz una evidencia cada vez mayor sobre la formación de los credos dogmáticos de la Iglesia a través de la investigación histórica, se hizo cada vez más difícil explicar la evolución dogmática como la última interpretación exacta de un tesoro de verdades proposicionales cerrado con la muerte del último apóstol.

2. TENTATIVAS MODERNAS DE SOLUCIóN. El tomismo trascendental, representado por pensadores como P. Rousselot, K. Rahner y B. Lonergan, al principio parecía ofrecer una solución a estos problemas. Puesto que el juicio afirma la verdad y alcanza la realidad, el concepto, que es a lo más sólo parte de un juicio, no capta adecuadamente la realidad. Como la conversión al fantasma, el juicio remite el fantasma a un horizonte trascendente de inteligibilidad. Puesto que el juicio implica una actividad sintética y referencial del intelecto, el intelecto es concebido ante todo como una facultad dinámica, y la objetividad es conocida sólo a través de la subjetividad. Porque el dinamismo intelectual está orientado hacia lo verdadero como su bien, la tradicional distinción entre intelecto y voluntad en términos de sus objetos formales, lo verdadero y lo bueno, es elevada al movimiento fundamental de conocer y amar. El último fundamento del deseo espiritual revelado en el dinamismo no puede ser nada finito, porque toda la percepción de limitación implica su trascendencia. De ahí que ni un concepto ni una utopía social marxista puedan satisfacer el deseo básico del hombre. Sin embargo, este dinamismo debe ser capaz de cumplimiento; de otra manera el juicio original, que implica la inteligibilidad, bondad y consistencia de la realidad, habría sido imposible. Sólo Dios puede cumplir las condiciones de posibilidad de la realidad del juicio. Puesto que Dios, que es el único que puede concluir el dinamismo espiritual del hombre, sería conocido de una manera que sobrepasa los conceptos, se puede hablar, con santo Tomás, de un "deseo natural" de la visión beatífica. Dada la voluntad salvadora universal, Dios ofrecería la gracia a todos los hombres.

La fe no implica ya el asentimiento a proposiciones sobre la base de una autoridad externa, sino la respuesta consciente-amorosa a la autorrevelación de Dios, que como gracia efectúa su propia aceptación en el alma. Esto no es pura interioridad, porque la estructura fundamental del pensamiento y amor revelados en la conversión al fantasma implica una referencia a la realidad histórica concreta. No hay trascendencia al infinito si no es a través de lo finito. Porque no existe oposición entre el infinito y lo finito, el infinito puede emplear lo finito como símbolo de su autorrevelación en el tiempo. Por eso los hombres deben mantenerse a sí mismos abiertos a la posible autorrevelación de Dios en la historia. De hecho, esta revelación ha tenido lugar y ha alcanzado su culminación en Jesucristo, que es la perfecta expresión de Dios y simultáneamente la respuesta humana perfecta a Dios. Puesto que lo supremo de un género es la causa de todos los demás del género, en el orden de la gracia puede decirse que Cristo causa la fe de todos los demás, incluso de los /"cristianos anónimos" que nunca oyeron hablar de él de forma explícita. Dentro de la tradición cristiana, al desarrollo del dogma se le permite una gran flexibilidad desde el momento en que el Dios inefable, que se hace a sí mismo presente en la gracia a la que responde la fe, jamás puede ser agotado por ninguna fórmula finita, intelectual. De ahí que en diversas épocas la Iglesia pueda emplear diferentes categorías conceptuales al aproximarse al objeto original, no tematizado plenamente, de la fe ofrecida en Cristo.

Con este trasfondo Rahner trazó una distinción entre historia secular e historia salvífica. La última tiene lugar dentro de la primera, aunque le da a la primera su significado, de la misma manera que lo sobrenatural presupone lo natural a la vez que lo conduce a su realización. Pues la historia secular no puede pronunciar veredicto sobre su propio significado último y puede ser identificada solamente como una historia sin salvación. Cualquier definición más precisa es imposible desde el momento en que las libertades de los hombres que responden a la gracia no pueden ser plenamente objetivadas. Ciertamente, ya que la gracia es ofrecida a todos los hombres, la distinción entre historia secular y salvífica es formal, no material. A diferencia de esta historia salvífica universal, materialmente idéntica a la historia secular, se reconoce una historia salvífica particular en la que la autocomunicación de Dios en gracia llegó a su necesaria expresión temática bajo la especial guía divina en una tradición suficientemente continua y "oficial" que conduce a Jesucristo, que en lo sucesivo aporta el criterio definitivo respecto al cual son medidas todas las revelaciones anteriores.

La gran flexibilidad que capacitó al tomismo trascendental para responder a las dificultades de una escolástica conceptual condujo a su vez a otras dificultades. ¿Cómo puede el inefable misterio de Dios experimentado en la gracia llegar a adecuarse a una expresión temática? Rahner siempre concedió que Jesús había "errado" en relación a la inminente llegada del reino de Dios, pero explicaba este "error" como una expresión temática inadecuada de la proximidad de Dios experimentada en su conciencia humana. Si tales expresiones inadecuadas eran posibles para Jesús, ¿cómo puede la Iglesia pretender una garantía mayor en sus dogmas? Si toda expresión dogmática es fundamentalmente inadecuada para el misterio infinito de Dios, ¿qué valor permanente mantienen realmente las fórmulas dogmáticas? ¿Qué hace una fórmula preferible a otra, si las fórmulas son revisables con el cambio de la terminología filosófica de diversas épocas o dentro del pluralismo de una época? Aunque Rahner insistía en la necesidad de un magisterio infalible para garantizar la presencia permanente de la revelación definitiva de Dios en Cristo, ¿sobre qué base de hecho prefiere el magisterio una fórmula a otra y exige con autoridad la adhesión de los fieles a ella? Dado que Dios se comunica a sí mismo a cada uno y, es axiomático para Rahner, el ser es autoconciencia, cada uno goza de una inmediatez de Dios que sobrepasa las imperfecciones del dogma; se ve cómo amenaza a algunos seguidores incautos de Rahner el peligro de una caída en el protestantismo liberal.

Con la vaguedad de su distinción natural/ sobrenatural y su énfasis sobre la unidad del plan salvífico de Dios que culmina en Cristo, podría parecer que Rahner es conducido a un cristocentrismo excesivo. Sin embargo, otros pasajes de sus escritos sostienen que el acontecimiento de Cristo y su resurrección no son meros hechos, sino que tienen que ser interpretados dentro de un horizonte más amplio de expectación e inteligibilidad aportado por el deseo del hombre de un horizonte infinito del ser. Esta oscilación ilustra la subyacente dificultad de explicar cómo puede encontrarse un absoluto en la relatividad de la historia, el infinito en lo finito. Éste es el moderno problema hermenéutico de encontrar significado cuando todas las afirmaciones finitas pueden ser relativizadas desde otro punto de vista, cuando el ser se oculta a sí mismo incluso al revelarse. Aunque una tradición particular pueda ofrecer una serie lingüística de significados que ayudan a los miembros de esa tradición a operar de manera relativamente efectiva dentro de ella e incluso investigar más allá, cuando las tradiciones se encuentran y entran en conflicto, ¿qué le permite a una tradición el ser preferida a la otra, fuera del hábito, la comodidad o el poder? La relativización de las pretensiones de verdad y de los valores relacionados con ellas que fue acometida por Nietzsche, Heidegger y Sartre ha florecido en un relativismo y decodificación corrientes que dominan gran parte del pensamiento moderno. Incluso la ciencia moderna, después de la mecánica cuántica y de la relatividad, se ha hecho muy consciente de la naturaleza revisable y parcial de sus hipótesis.

Actualmente el problema hermenéutico no es más que otra variante del básico dilema epistemológico-metafísico: ¿cómo podría lo finito conocer el infinito, cómo puede lo finito existir "al lado del" infinito? Si hay una oposición fundamental entre finito e infinito, no sólo es imposible la encarnación, sino que tampoco Dios puede ser conocido en y a través de cualquier signo finito, sea ello el mundo o la Escritura. Realmente, la dificultad se hace más profunda, porque Dios no es el único infinito que el hombre encuentra. Lo que los antiguos ylos escolásticos llamaban "materia prima", el principio de individualidad, representa también un infinito. Pues ninguna abstracción o serie de abstracciones pueden agotar la individualidad de cualquier ser. Si el individuo, no obstante, constituye realidad, las abstracciones conceptuales no alcanzan la realidad, y su validez es radicalmente puesta en cuestión. Sin un sistema coordinado y estable de conceptos, los "hechos" individuales de la historia pierden su sentido; desde el momento en que un hecho nunca puede ser percibido al margen de una interpretación y ninguna interpretación puede reclamar objetividad por sí misma, un mundo de puntos de vista parciales amenaza disolverse en la incomunicabilidad, ininteligibilidad y el caos moral, en suma, en un total relativismo subjetivo de pensamiento y acción. Ciertamente, si el progresivo, o divisible, infinito de la materia ha de ser totalmente inteligible, sólo la pura infinitud de Dios puede abarcarlo. Pero ¿cómo conoce lo finito lo infinito o el infinito?

Igual que el ! escepticismo total se contradice a sí mismo, así el l relativismo total implica un 1 absoluto. Porque afirmar que todo es relativo establece esa afirmación como una verdad incuestionable. Lo mismo que toda comunicación implica una objetividad común a las subjetividades, todo pensamiento implica que la mente puede conocer una verdad objetiva más allá de sí misma. En realidad, todo conocer implica a la vez objetividad y subjetividad, absoluto y relativo, conocido y conocedor. Todo juicio básica une un elemento finito y otro infinito, y todo concepto implica una forma finita abstraída de y en relación a la infinitud de la materia (p.ej., "hombre" es una forma abstracta, pero el hombre implica corporeidad). Así, no sólo no pueden yuxtaponerse lo infinito y lo finito, y mucho menos colocarlos en oposición exclusiva como si fueran dos realidades finitas, sino que también todo pensamiento implica su conjunción. Potencia y acto, forma y materia, ser y no ser, conocimiento e ignorancia, todo parece juntarse en el hombre, el ser paradójico que tiene que confiar en su razón finita, aunque reconociendo que no puede absolutizarla. Constantemente remitido más allá de sí mismo en el espacio y en el tiempo, el hombre con todo parece incapaz de agotar nunca la realidad que le rodea. ¿Dónde puede entonces el hombre encontrar sentido?

Ciertamente, la razón humana finita no puede explicarse ni justificarse plenamente a sí misma. La percepción de significado del hombre se deriva en primer lugar no de discusiones con un filósofo, sino del amor experimentado en los brazos de sus padres. Un análisis del sentido en el hombre de la obligación moral revela que es: a) absoluto, en cuanto que él podría permanecer fiel incluso hasta la muerte, relativizando así la atracción del mundo entero, pasado, presente y futuro; b) suprarracional, en cuanto que en todo argumento racional para persuadir a alguien a dar su vida puede distinguirse por contraponer lo individual con lo universal, o viceversa; c) personal, en cuanto que uno muere no por una abstracción ni por algo infrahumano, sino por un ser capaz de conocer y de amar; d) libre y liberador, en cuanto que él no es ni física ni psíquicamente forzado a responder, sino que vence todas las atracciones finitas al responder positivamente a su deber. Esta caracterización de la experiencia moral revela que es en última instancia amor.

Pero ¿no es imposible para el hombre finito percibir algo absoluto? La respuesta es clara: puesto que la razón humana no puede absolutizarse a sí misma, su crítica del amor como no racional no puede destruir el amor. En realidad, las estructuras del amor y de la razón son idénticas, implicando la conjunción de finito e infinito. La razón, abandonada a sí misma, entra ella misma en contradicciones; pero si se la contempla en cuanto que refleja la estructura del amor y el amor es realidad, entonces la razón se justifica. Aquel que ama, permaneciendo fiel o leal a las exigencias del amor puede reconocer la correspondencia de razón y realidad, que es la verdad. Se alcanza así una conciencia natural de Dios, es decir, aparte de la revelación histórica en Cristo. La omnipotencia de Dios, que ordena al hombre someter su vida y todas las atracciones del mundo, es considerada como la condición de la libertad humana. Porque si el hombre no puede alcanzar un absoluto, toda razón relativa ofrecida para sus elecciones podría ser puesta en cuestión, quedando sus elecciones privadas de un fundamento racional, con lo cual se volverían arbitrarias, no libres. Además, si Dios llama a una persona al sacrificio total y libre de sí misma, uno debe confiar en que el Dios que precisamente ha llevado a cabo la suprema autoconciencia en esa persona no destruirá lo que él creó. El permanece fiel al amor creativo que es y que concede inmortalidad.

La estructura de la realidad hasta aquí descubierta es sacramental: en y a través de una realidad finita, el Dios infinito se hace a sí mismo presente en una llamada a la respuesta total de amor, dependiendo de la respuesta del hombre su destino eterno. Dios estarla presente en la auténtica amistad, y el matrimonio destaca como el sacramento natural supremo. Pero el pecado destruyó la unidad primordial entre los hombres y entre Dios y el hombre. El actual orden del mundo con todos sus egoísmos y sufrimientos no refleja claramente el amor. Puesto que ningún hombre es una isla, sino que cada uno se constituye por sus relaciones con los otros, la desunión externa de la humanidad se repite en la unidad interna del individuo fracturada. Ningún hombre, escudriñando su propio corazón, puede asegurar a otro que el amor es una realidad, ni pretender una lealtad total a sí mismo. Si hubiera de existir cualquier nueva comunicación entre Dios y el hombre o cualquier restauración de la unidad de la humanidad, la iniciativa debería venir de Dios. Como el mundo no servía ya de signo inequívoco del amor de Dios, Dios se hizo hombre y dio su vida como el signo más claro de amor. En la muerte la persona divina hizo totalmente suya la naturaleza humana como signo de amor; y no fue abandonada a la muerte, sino que resucitó. Así la anterior prueba de la omnipotencia de Dios, que ha conquistado ahora el pecado y la muerte, así como la prueba de la vida después de la muerte, se ha confirmado por el hecho de la pascua. La fe natural del hombre en el amor, sin el que la razón queda destruida, ha sido de este modo fortalecida, a pesar de la evidencia del pecado; así la fe sobrenatural es más verdadera que cualquier fe natural y razón de este mundo. La resurrección se convierte paradójicamente en el hecho más seguro de la historia, porque sólo a su vista puede sostenerse la validez de la razón. Si la razón es puesta en duda, ningún hecho es seguro. Porque todo hecho depende de una interpretación, y la interpretación es válida sólo en la medida en que sus presupuestos filosóficos más amplios pueden justificarse. La pascua, el testimonio concreto que justifica el amor, se convierte en la piedra de toque del verdadero amor y de todo sentido.

El amor divino de Cristo manifestado claramente en la pascua produce un amor que suscita una respuesta en los corazones humanos, o si no provoca su endurecimiento. Aquellos que responden con amor a Cristo se hacen uno con él en un amor personal, constituyendo así el cuerpo de Cristo. Esta Iglesia, esposa de Cristo, sigue a través del tiempo, preservando en la palabra y el sacramento la vida de amor que la anima, ofreciendo a los hombres el punto crucial y concreto para la conversión y el crecimiento en el amor. A fin de que la revelación final de Dios, su entrada personal en el tiempo, no se vea frustrada en su propósito salvador, a la Iglesia se le ha garantizado una existencia continua hasta el juicio final. Puede demostrarse que todos sus dogmas reflejan la misma estructura sacramental realizada en la encarnación, predicada por Cristo y los apóstoles, defendida por Agustín, y que llega a su expresión más adecuada en Calcedonia tal como la interpretó san Máximo el Confesor. Así como la infinita realidad y omnipotencia de Dios dan lugar a la creación y a la libertad humana, así el reino de Dios históricamente presente ya en la demanda de Jesús de una conversión total, da cabida a una venida final del reino; de modo similar el Hijo del hombre está a la vez presente y por venir en el juicio. El "ya" de Pablo debe contrapesarse con el "todavía no", su indicativo con el imperativo que se sigue de él, la plenitud del tiempo en Cristo con la superabundancia de la gracia que rebosa hasta el presente y el futuro. Ora se ponga el énfasis sobre el "todavía no", como Lucas y Mateo, ora en el "ya", como en la escatología realizada de Juan, la tensión entre la plenitud presente y la realización futura en la estructura sacramental de la omnipotencia divina y libertad humana se mantiene constantemente a lo largo del NT. Cristo ha llevado a cabo la salvación humana de una vez para siempre, pero los hombres deben aún responder, y el final del tiempo revelará el juicio de Dios sobre la libertad humana. Por eso Cristo es la norma de la realidad-, pero el tiempo intermedio no es superfluo; es el campo de batalla de su gracia para los hombres, donde su victoria se obtiene de modo cada vez más pleno.

3. COMO CONCLUSIÓN. Dentro de este contexto, la historia universal sería el mundo sin la gracia sobrenatural de Cristo. Sin embargo, desde el momento en que Dios desea que todos los hombres se salven en y a través de Cristo, el único mediador, esta historia universal es objetivamente historia de salvación. Cómo se realiza la salvación en aquellos que nunca oyeron hablar de Cristo, sigue siendo un misterio de gracia y libertad; pero puesto que todo tiempo es presente para Dios, los efectos de la oferta de amor de Cristo pueden hacerse presentes de forma retroactiva o proléptica en toda relación de amor humano; porque la estructura intelectual básica de finito-infinito seguiría presente aun cuando no se cumpliera sacramentalmente en el amor, y le toca a Dios intervenir cuando y donde él quiera. Si esta llamada al amor a través de otros seres humanos fuera del área de la revelación verbal es continua o intermitente, no pueden juzgarlo las hombres. Junto a esta historia universal salvífica se levanta la historia particular de salvación que conduce a Jesucristo. Como en él el signo explícito, divino-humano del amor constituye la salvación humana a la vez que la anuncia, así la particularidad del signo ofrece un lugar privilegiado a aquellos que quedan bendecidos al encontrarse con él. No sólo poseen una seguridad intelectual más grande sobre el sentido de la vida, sino que también esta seguridad les permite actuar con más resolución. El gozo de ser amado infinitamente por Dios se desborda de modo natural en forma de misión en cuanto que desean compartir las bendiciones del amor con otros. Los no cristianos son llamados a conversión, a una salvación que llega de fuera de ellos mismos, de la oscuridad o, a lo más, del crepúsculo a la gloria plena de la gracia. Aunque ningún hombre puede emitir nunca un juicio infalible sobre la perdición de otro y se puede esperar la salvación de todos los no católicos con los que uno se encuentra, sin embargo, sabiendo qué difícil es vivir el amor sacrificial de .Cristo incluso con todas las ayudas de la Iglesia, reconociendo el poder del mal que dio como resultado la crucifixión de Cristo y dejó clara la absoluta necesidad de la conversión y habiendo recibido el mandato explícito de Cristo de hacer discípulos de todas las naciones, los creyentes reconocen correctamente que el énfasis del evangelio descansa sobre la necesidad de la misión. La tensión entre la voluntad salvadora universal de Dios y la particularidad del único mediador no condujo a Pablo a la indolencia apostólica y a un falso optimismo sobre la salvación de los paganos. Más bien esta tensión animó su predicación (1Tim 2,7). Si la verdad cristiana fuera meramente particularista, no habría ninguna necesidad de predicar a otros; si fuera necesariamente universal, sería accesible ya a todos y no necesitaría predicación. Pero la predicación se necesita para hacer lo particular de la salvación accesible a todos los hombres para los que fue destinada. Su particularidad se debe al pecado y a la subsiguiente necesidad de conversión; su universalidad se debe al amor divino, que no conoce limites. Al cumplir con su misión, Pablo no hacía más que continuar la obra de su Señor, el universal concreto, que pidió conversión y fe en el evangelio porque el tiempo se había cumplido y el reino de Dios estaba cerca (Me 1,15).

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J.M. McDermott