GREGORIO DE NISA
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

El misterio de Cristo se revela progresivamente a las naciones de tal manera que éstas se hacen capaces de acogerlo y comprenderlo a través de sus propias culturas. Este fenómeno de l inculturación, al que nuestro siglo se muestra especialmente sensible, afectó en primer lugar a la cultura greco-latina, por la que se extendió masivamente el cristianismo. Pues bien, desde este punto de vista, el siglo iv es tanto más revelador cuanto que es al mismo tiempo la época en que; a partir de Teodosio, los cristianos tenían el sentimiento de pertenecer verdaderamente al imperio, de ir "en el sentido de la historia", de poder abrirse sin reserva a la cultura de la que ellos se convierten en el más elevado exponente; pero, también la época en que mejor se manifiestan, a través de la crisis arriana, los puntos de ruptura y las incompatibilidades con esta misma mentalidad grecolatina.

Gregorio de Nisa ilustra bien estos dos aspectos. Después de haber estado, al parecer, destinado al sacerdocio, se dejó seducir por los últimos esplendores de la cultura pagana durante el reinado de Juliano, se hizo rhetor y probablemente se casó. Con muchos padres de la Iglesia, y hasta el final de su vida, compartió la idea de que la cultura profana es útil al cristianismo (cf Vida de Moisés II, 12: SC 13, París 19683,.112-113), con tal de no separarse de la "leche alimenticia de la Iglesia". Declara que sus maestros son Pablo y el rhetor Libanio (cf Carta XII, 4-6: GNO 8,2, 45,15ss.), pero alaba a su hermana Macrina por ignorar la cultura profana y recibir su instrucción sólo de las Escrituras (cf Vida de Macrina 3: SC 178, París 1971, 148-151). En el Tratado sobre la virginidad, escrito en el 371, un año antes de su elección como obispo, confiesa su pesar por no haber compartido este ideal de la virginidad, "a la que ya no es posible volver cuando se ha puesto pie en la vida del mundo" (Tratado de la virginidad: SC 119, París 1966, 274275). Poco a poco, después de haber saboreado los "enredos del mundo" y haber gastado sus energías en los debates teológicos, Gregorio parece ser que se fue apegando cada vez más a la espiritualidad monástica, como atestiguan los destinatarios de sus dos últimas obras: el destinatario de la Vida de Moisés es un monje, y el de las Homilias sobre el Cantar de los Cantares una piadosa mujer de Constantinopla.

Pero más que en su vida, de la que sabemos muy poco, podemos apreciar en su obra al representante equilibrado del cristianismo de su época. Por su gran cultura y la elegancia de su lengua, marcada por el esteticismo de la segunda sofística, refleja la asimilación cultural bien lograda del cristianismo imperial. Pero su vigor metafísico y su profundidad espiritual lo capacitan para subrayar mejor que otros los puntos de ruptura con esa misma cultura. A esta doble luz examinaremos la expresión que toma en él la revelación cristiana.

1. CRISTO Y EL HOMBRE. El primer punto de ruptura entre la filosofía griega y la metafísica de Gregorio de Nisa se sitúa en la concepción del universo y de la escala de los seres. Para su adversario Eunomio, al que califica justamente de "tecnólogo", es decir, de manipulador de razonamientos humanos, Dios es totalmente comprensible a la inteligencia humana y puede ser exactamente definido por un concepto humano: el inengendrado. Gregorio responde constatando la cualidad ascendente de la naturaleza divina. El abismo infranqueable se sitúa, no ya entre lo inteligible y la materia sensible, sino entre el increado y lo creado. La naturaleza inteligible se divide en dos partes: `la una es increada y creadora de todos los seres, es eternamente lo que es y permanece siempre semejante así misma; es superior a todo añadido o disminución en su perfecta suficiencia; la otra, que ha sido traída a la existencia por creación, sigue estando siempre vuelta hacia la causa primera de los seres, y es su participación en el bien trascendente lo que la mantiene en la existencia" (cf In Cant. VI: GNO 6, 174,1-7). La naturaleza creada está circunscrita a sus propios límites, es finita; un abismo inmenso e infranqueable la separa de la naturaleza increada, que es infinita. Esto es lo que determina para nosotros el carácter incomprensible, inaferrable e indecible de la divinidad. Tan sólo a un ser le está permitido franquear ese abismo: Cristo, que, en la medida en que se unen en él la humanidad y la divinidad, se convierte en el único y necesario mediador. "Él se ha convertido en sombra al lado de nuestro lecho, nuestro amado, siempre bello y delicioso. En efecto, si él mismo no se hubiera rodeado de sombra ocultando el rayo de su divinidad por su forma de esclavo, ¿quién habría podido soportar su manifestación? Nadie podrá ver el rostro de Dios y seguir viviendo. Por eso viniste tú, lleno de delicias, pero haciendo de modo que pudiéramos acogerte" (In Cant. IV: GNO 6, 107, I 1-108,6). Rompiendo con la tradición griega, que concibe una-salvación por el conocimiento, es una salvación por la fe lo que nos une con Cristo y nos da así el único acceso posible a Dios: "Y así, para que hubiera vida, existió la ley de la fe, que enseña, por la historia de Abrahán, a los que quieren acercarse a Dios, que esto les resulta imposible si la fe no les sirve de mediación y no une al espíritu que busca con la naturaleza inaferrable. Dejando allí la curiosidad del conocimiento, el apóstol dice: Abrahán creyó en Dios, y le fue contado como justicia" (Contra Eunomio II: GNO 1, 253, 23-30).

2. LAS ESCRITURAS Y EL PROBLEMA DEL LENGUAJE HUMANO. Si Dios es trascendente, se da a conocer, sin embargo, de dos maneras: por las maravillas de sus obras en la creación y por el Cristo enseñado en las Escrituras y dado en los sacramentos. Las maravillas de Dios son como un perfume derramado de su presencia en la creación. A partir de las huellas que podemos sentir, nos forjamos ideas sobre Dios y, según esas ideas, formamos unos nombres que nos permiten traducir lo que captamos en cada ocasión de la realidad divina, pero sin captar la realidad divina tal como es en sí misma: "Por una parte, el perfume mismo de la divinidad, es decir, lo que ella es según su esencia, eso está por encima de todo nombre y de todo concepto; por otra parte, las maravillas que se ven en el universo ofrecen la materia de los nombres que aplicamos a Dios y por los que lo llamamos sabio, poderoso, bueno, santo, bienaventurado, eterno, juez, salvador..." (In Cant. I: GNO 6, 37,12-17). De Dios no podemos hacernos más que conjeturas, es decir, tender hacia él sin abrazarlo jamás. Nuestro lenguaje, por el mero hecho de estar limitado al mundo creado del que formamos parte, es incapaz de contener la realidad infinita de Dios; no nos dice lo que Dios es, sino aquello por lo que nuestro pensamiento puede tender hacia él. La crítica del lenguaje en Gregorio de Nisa es severa y hasta radical.

¿Qué ocurre con el lenguaje de las Escrituras en las que Cristo se revela? Por condescendencia para con la humanidad, Dios se revela en palabras de hombre, forjadas por el hombre, y por tanto defectibles si se las encierra en sus límites naturales de lenguaje creado. En consecuencia, se necesita siempre un esfuerzo para superar en cada ocasión el sentido demasiado estrecho y demasiado humano que hemos comprendido y dejar que Dios se revele en cada ocasión como un poco mayor. Siempre sentimos la tentación de poner nuestras ideas "bajas y terrenas" en lugar del Dios trascendente que se revela. El Verbo llama a la puerta de nuestra inteligencia y nos destila su conocimiento: "En efecto, es imposible que el que se encuentra en el .interior del santuario invisible se encuentre con una lluvia o una tempestad de conocimiento, sino que tiene que alegrarse de que la verdad humedezca su espíritu con pensamientos tenues y confusos, destilando gota a gota el agua espiritual por medio de los santos y de los inspirados" (In Cant. XI: GNO 6, 325,21-326,5). Las condiciones de la revelación de Dios en las Escrituras quedan así bien planteadas: se necesita que sea el Verbo el que llama a la puerta; pues bien, así lo hace de forma eminente en las Escrituras (los profetas, los evangelistas y los apóstoles, que Gregorio cita unas líneas más abajo). Pero para escucharlo, es preciso estar dentro del santuario invisible, es decir, en Cristo, y ser conducidos por el Espíritu. A través de las palabras de la Escritura, que son palabras, humanas, y gracias a una exégesis correcta, conjeturamos algo de Dios y tendemos hacia él. La revelación garantiza que es ciertamente Dios a. quien tendemos, y no hacia una ilusión, mediante nuestra unión con él en la fe. Tanto los paganos como los cristianos corren un serio peligro de querer encerrar a Dios en nuestras concepciones o conceptos bajos y terrenos, o en una idea de él demasiado pequeña, por limitarse a lo que somos capaces de captar de él. Cristo es también aquí el mediador en el que podemos alcanzar al verdadero Dios.

3. CRISTO Y EL HOMBRE PECADOR. El pecado no destruye fundamentalmente toda relación del hombre con Dios. En efecto, según Gén 1,26, versículo de la Escritura que dirige toda la antropología de Gregorio, el hombre ha sido creado a imagen de Dios, es decir, orientado hacia él, llamado a conocerle, ya que sólo el semejante conoce al semejante, y destinado a convertirse en una imagen cada vez más semejante gracias a una contemplación que lo transforma.

El pecado se debe a un error de criterio en el juicio. En vez de juzgar de las cosas de Dios según la razón que Dios le ha dado a imagen suya, el hombre escogió su propia sensibilidad como criterio. Se hizo "material" (nuestra época diría "materialista" y escogió el bien según las apariencias y no según la verdad. Mas lo que halaga a los sentidos no es realmente bien, sino sólo lo que nos orienta hacia nuestro bien supremo, que es Dios. Este error de orientación arrastra una doble consecuencia. En primer lugar, la imagen de Dios que se reflejaba en el corazón del hombre como en un espejo queda mancillada, ya que el espejo -al dirigirse hacia otra cosa- refleja otra realidad. Pues bien, el hombre tiene el terrible poder de transformarse en lo que mira, en un sapo si mira un sapo, en belleza si mira la belleza (cf In Cant. IV: GNO 6,102,4-104,15). Su vínculo con Dios se ve alterado y su posibilidad de volver a Dios queda anulada, a no ser que venga un salvador. Por otra parte, al condenarse a sí mismo a llevar una vida baja y terrena a la que Dios no lo llamaba como tal, el hombre tendrá que adaptarse a ella. Dios le da entonces una constitución tal que pueda vivir el género de vida que ha escogido libremente, y esta constitución no corresponde a la de la vida bienaventurada, que es la única querida por Dios. Gregorio lo explica diciendo que, al salir del paraíso, el hombre se vio vestido de "túnicas de piel"; se desata la voluptuosidad, la avaricia, la cólera, pero también toda una serie de rasgos ligados con la vida biológica, en particular la sexualidad y la muerte. Estos dos últimos rasgos están estrictamente ligados a la condición terrena y desaparecerán en el más allá, en donde ya no habrá hombre ni mujer y en donde será destruida la muerte. Vemos transformarse aquí la noción tan importante en la filosofía griega de la distinción entre el yo y lo que no es yo. Como los filósofos, Gregorio dice que los honores, el poder, el dinero, la belleza la salud no son yo. Pero los filósofos (Platón, los estoicos, etc.) dicen que el cuerpo no es yo. Gregorio distingue entre la túnica celestial que es nuestro cuerpo resucitado y esas túnicas de piel que no son más que adaptación a una vida transitoria. El anuncio de la resurrección de los cuerpos recoge, pues, un tema profano, pero lo transforma.

Arrastrado así por el pecado y por la atracción de la materia, el hombre se ve sometido a una doble necesidad. Por una parte, como criatura, es un ser salido de la nada y su naturaleza sigue estando determinada por ese movimiento original. Está llamado perpetuamente a pasar de la nada al ser, o al menos de un cierto grado de ser a ser más. Si se aparta del ser, su carácter esencialmente cambiante lo arrastra hacia la nada. Por otra parte, el pecado ata al hombre a la materia, es decir, al movimiento cíclico de nuestro tiempo material. El pecado está marcado por este tiempo cíclico: se tiene hambre, se come, y vuelve otra vez el hambre. Lo mismo ocurre con todas nuestras pasiones. Somos como los que se empeñasen en escalar una duna, cuya arena se hunde bajo cada uno de nuestros pasos (cf Vida de Moisés II, 244: SC 13, 274.275). El mal no es ilimitado, porque ha sido inventado por el hombre, que tiene un poder limitado precisamente por ser una criatura. Por tanto, la formas de mal no son indefinidamente nuevas. En compensación, el hombre vuelve a caer indefinidamente en los mismos pecados. Y, según la concepción antigua del tiempo cíclico, no hay ninguna razón para esperar un fin. Es la intervención de Cristo por la encarnación la que rompe el ciclo malo e introduce un movimiento lineal de progreso continuo hacia el bien. Unido a él, el hombre atraviesa la zona del mal y entra en el bien, explica el Sermón de navidad: "Comprende, por tanto, que la noche del pecado, después de haber crecido todo lo posible, había llegado por la intervención exhaustiva de los vicios al colmo de su grandeza, pero que hoy (es decir, navidad, el día del nacimiento de Cristo) se ha roto la ley de su crecimiento y en adelante se reabsorbe hasta su desaparición y su aniquilamiento" (PG 45).

Cristo introduce, por tanto, una ruptura en el movimiento cíclico del tiempo; rompe también ese efecto mayor del pecado en la creación: la división. Como Cristo es uno con su Padre, como la naturaleza divina es una e indivisible, la encarnación introduce en la humanidad desgarrada un principio de reunificación. Y así, por ejemplo, Gregorio comenta la victoria de Cristo sobre la muerte. Ésta no es más que el punto último de la victoria del mal, que realiza la división de lo que Dios quiso que fuera uno: el alma y el cuerpo. En Cristo, la muerte realiza su obra separando su alma de su cuerpo; pero en el punto último de separación choca con lo que es indivisible y unido una vez para siempre con el alma y con el cuerpo, la divinidad de Cristo. Y a partir de la unicidad indivisible de esa divinidad se lleva a cabo la reunificación del cuerpo y del alma, es decir, la resurrección: "La divinidad, antes de la carne, en la carne y después de la pasión, sigue siendo la misma... Pero en la pasión de la naturaleza humana realiza para nosotros la economía. Porque ella dividió, en tiempo hábil, el alma del cuerpo, pero no se separó de ninguno de esos dos elementos con los que se mezcló una vez para siempre; luego, de nuevo, reunió lo que estaba separado, de manera que dio a toda la naturaleza humana un punto de partida y de encadenamiento con su resurrección de entre los muertos, para que todo lo corruptible revistiera la incorruptibilidad y todo lo mortal revistiera la inmortalidad" (Refutación de la confesión de fe de Eunomio: GNO 2, 387,14-23). Por consiguiente, la muerte no es una destrucción del cuerpo, como enseña el mundo greco-pagano, sino una destrucción de lo que hay de corruptor y de corrompido en nosotros por la presencia del mal: "Es entonces cuando la parte de nosotros mismos que no sirve ya para nada por haber acogido el elemento contrario se disgrega... Supongamos que un vaso de barro se llena, por malevolencia, de plomo fundido; una vez derramado en su interior, el plomo queda fijo, sin que sea posible hacerlo correr fuera del vaso. El propietario del vaso hace valer sus derechos y, como posee el arte del alfarero, rompe lo que forma como una concha alrededor del plomo, y luego modela de nuevo el vaso según su forma primera, a fin de poder utilizarlo después de haberlo vaciado de la materia que estaba mezclada con él. Lo mismo ocurre con el artista que modela nuestro propio vaso: habiendo sido mezclado el mal con la parte sensible...; el Creador, después de haber hecho desaparecer la materia que contenía el mal, modelará de nuevo, gracias a la resurrección, el vaso ya purificado del elemento contrario y, regenerando sus elementos le devolverá su primitiva belleza" (Discurso catequético 7, París 1978, 43).

Esta reunificación por Cristo de lo que estuvo dividido en nosotros comienza con el bautismo. Por eso Gregorio insiste particularmente en la necesidad de armonizar en nosotros al hombre interior y al hombre exterior, la pureza del alma y la rectitud de las virtudes. Si Cristo es verdaderamente piedra angular en nosotros, entonces las dos paredes que forman el ángulo tienen que edificarse al mismo ritmo: "La cabeza del universo se convierte también en nuestra cabeza, que se adapta a su vez a las dos paredes de nuestra vida, la de nuestro cuerpo y la de nuestra alma, levantadas por medio de la buena apariencia de la pureza, debido a su naturaleza de ángulo con dos lados. De este modo, si llega a fallar una de las dos paredes, cuando la apariencia hermosa no se construye al mismo tiempo que la pureza del alma, o cuando la virtud espiritual dei alma no aparece en el aspecto visible, Cristo no puede ser la cabeza de esta vida truncada a la mitad..." (De perfectione: GNO 8,1, 193,8-17). Cuando todo quede reunificado en nosotros, la carne no combatirá ya contra el espíritu, puesto que todo nuestro ser quedará atravesado por un deseo único, orientado en Cristo hacia Dios (cf In Cant. I).

4. EL NUEVO NACIMIENTO, MARÍA, LA IGLESIA. Gracias a su encarnación, Cristo inaugura un mundo nuevo, del que están excluidos el mal y el pecado. Cristo es el primogénito, no porque sea el primero de nuestra creación tal como es desde Adán, sino porque en él tiene su origen un nuevo tipo de nacimiento, el de la regeneración bautismal, que comienza con el bautismo del mismo Cristo, y una nueva creación sin muerte a partir de su propia resurrección. La marca de este nacimiento, que es de un orden distinto de la simple transmisión de la vida biológica, caduca y mortal, es el nacimiento virginal: "Se trata de la doble regeneración operada por medio de estas dos cosas, el bautismo y la resurrección; él se ha convertido en cabeza de serie según el uno y la otra; por otra parte, en su carne se ha convertido en primogénito por haber sido el primero y el único en instaurar en su persona un nacimiento virginal desconocido por la naturaleza,.del que nadie a lo largo de todas las generaciones humanas había dado todavía ningún ejemplo" (Contra Eunomio III, 2: GNO 2, 69,14-19). Le interesa mucho a Gregorio subrayar que este nacimiento carnal no es la simple continuación material de la humanidad, sino una ruptura con la transmisión de la muerte. Por eso subraya que en este nacimiento se da una ausencia significativa de las marcas transitorias del pecado: "Fue concebido sin unión, nacido sin mancha, dado a luz sin dolor... Lo mismo que se nos ha dado un hijo sin padre, también ese niño vino al mundo sin parto... No debe su origen al placer ni su venida al dolor... Pues bien, esto no es ni ilógico ni inverosímil; si la mujer que hizo entrar, por el pecado, la muerte en su naturaleza fue condenada a dar a luz en medio de sufrimientos y dolores, era totalmente necesario para la madre de la vida que la concepción tuviera su origen en el gozo y que el parto pudiera efectuarse en la alegría" (In Cant. XIII: GNO 6, 38.8,8309,9). Este texto es la primera muestra que tenemos de la afirmación de la virginidad in partu de María. Se comprende su lógica doctrinal: el nacimiento de Cristo es de hecho la recreación de un mundo nuevo, que será la Iglesia, y de la que está totalmente excluida toda huella de mal. Cuando el arrianismo se sirve del título de primogénito para hacer de Cristo una criatura entre las demás, aunque la primera de todas, Gregorio responde que Cristo es primogénito en cuanto que es, no ya el ejemplar eminente, sino el principio de la nueva creación. En María, en el nacimiento de Cristo, se manifiestan los signos característicos de esta creación. Esos signos se prolongan en la Iglesia: "Porque la fundación de la Iglesia es una creación del mundo; en ella, según la expresión del profeta, se ha creado un cielo nuevo..., se ha fundado una tierra nueva..., se ha modelado otro hombre, renovado por el nacimiento de arriba a imagen de su Creador" (ib, 384,21-385,6). El que mira a la Iglesia tiene que ver en ella a Cristo: "El que dirige su mirada sobre este mundo nuevo de la creación de la Iglesia, ve=en este mundo a aquel que se hace y que es todo en todos..." (ib, 386,4-7). Este nacimiento es también el nacimiento en el bautismo, que nos lleva "al estado bienaventurado, divino, que suprime todo sufrimiento" (Discurso catequético, o.c., 94).

5. EL CAMINO CONCRETO DE LA SALVACIÓN. "Afirmo dice Gregorio- que el hombre no puede resucitar sin haber sido regenerado por el bautismo" (ib, 35,93). Esto no significa -señala- que no resuciten los no bautizados; pero lo cierto es que no resucitan a la misma vida. Es propio de la acción de Dios en el bautismo hacer que nazca el bautizado a la vida divina y pura: "El que haya sido purificado participará del estado de pureza; y la pureza verdadera es Dios" (ib, 95). El cambio realizado por el bautismo es doble: por una parte, ofrece la purificación de todo el mal que está mezclado con la naturaleza humana; por otra parte, hace salir al hombre de su simple condición de criatura limitada y 1o eleva, por la unión con Dios en Cristo, fuera de sus propios límites hasta una vida infinita de comunión con Dios: "De mortal el hombre se hace inmortal, de perecedero imperecedero, de efímero,eterno; en resumen, de hombre se hace Dios" (Sobre las bienaventuranzas, ed. J.H. Guillaumin y G. Parent, París 1979, 93). Evidentemente, este don de la vida divina y de la purificación de todo mal no se realiza de forma automática por la administración del sacramento; se necesita la cooperación de la libertad humana que lo acoge, la aquiescencia de la fe y la manifestación de la obra de la gracia por la práctica de las virtudes: "Si la vida que sigue a la iniciación. no es distinta de la que la precedió, lo diré sin rodeos, aunque mi expresión sea atrevida: el agua, en ese caso, no es más que agua. El don del Espíritu_ no se manifiesta en ninguna parte en el acto cumplido si el hombre no se contenta con insultar a la imagen divina que hay en él, sino que por el vicio vergonzoso de la cólera o de la pasión de la codicia, por el desorden indecente del espíritu, por los humos del orgullo, de la envidia, del desdén, sigue guardando las ganancias injustamente adquiridas, y la mujer adquirida en adulterio sigue sirviendo a sus placeres" (Discurso catequético, o.c., 40,103). Recordemos que, para Gregorio, donde está- actuando Cristo, el hombre exterior y el hombre interior tienen que ir construyéndose de forma paralela, de manera que no sean más que uno.

Todos los sacramentos tienen, en Gregorio, la doble función de curar a los hombres de su pecado y de hacerles superar los límites debidos a su condición de criaturas para entrar en la participación del infinito de la divinidad. Por consiguiente, lo que dice del bautismo puede encontrarse también a propósito de la eucaristía. La eucaristía es en primer lugar nuestro remedio: "Ese cuerpo glorioso que se mostró más fuerte que la muerte se ha hecho para nosotros fuente de vida" (ib, 37,96). Según la división del mundo en sensible e inteligible que Gregorio sigue respetando, la eucaristía es ya para nuestro propio cuerpo un remedio para su corruptibilidad y se presenta bajo la forma apropiada de alimento y de bebida. Pero este alimento y esta bebida no mantienen lo que hay de mortal y de caduco en el cuerpo; contribuyen a alimentar la vida nueva del cuerpo recreado. La eucaristía es también un alimento de progreso espiritual, haciendo pasar al hombre de la etapa de niño a la etapa de hombre perfecto. Produce en el hombre una salida de un mundo inferior hacia un mundo cada vez más superior: La entrada de Cristo en el hombre provoca una salida de sí mismo, que Gregorio define con el nombre de "éxtasis": "A lo que aquí invita (a saber, en Cant 5,1) a sus amigos con su palabra es lo que realiza de hecho en el evangelio, si es verdad que toda embriaguez produce de ordinario una salida del espíritu fuera de sí mismo bajo los efectos del vino. Por eso, a lo que invita el Cantar ya ha tenido lugar y sigue teniendo lugar gracias al alimento y a la bebida divina, ya que el transporte y el éxtasis del mundo inferior al mundo superior invaden al alma junto con la comida y la bebida" (In Cant. X: GNO 6; 308,15-309,2).

6. LA REVELACIÓN DE CRISTO A TRAVÉS DE LOS MIEMBROS DE LA IGLESIA. Mediante esta salida fuera de sí mismo, el cristiano va creciendo incesantemente en Cristo. Pero no todos crecen con el mismo ritmo: algunos siguen balbuceando, mientras que otros pueden decir como Pablo: "Ya no vivo yo, sino que Cristo es el que vive en mí". El hombre así transformado puede destilar entonces para los demás lo que él mismo ha captado. Gregorio llama a esto "la economía de la Iglesia", gracias a la cual se derrama el Espíritu Santo: "Los primeros que fueron enseñados por la gracia y se hicieron testigos oculares del Verbo no encerraron ese bien para ellos mismos, sino que engendraron la misma gracia por transmisión en los que vinieron tras ellos" (In Cant. I: GNO 6, 40,14-17). Así los profetas, los evangelistas, los apóstoles, sacando cada uno "todo lo que podía haber en los tesoros tenebrosos, ocultos, invisibles, se convirtieron para nosotros en un río caudaloso" (In Can¡. XI: GNO 6, 326,6-9). Pero esta transmisión no se realiza solamente en el tiempo, ya que cada uno de los miembros es para los demás "el buen olor de Cristo" a la medida de su capacidad para recibir a Cristo y transformarse en él. El Espíritu Santo se derrama así a través de todo el cuerpo y asegura su unidad, siendo cada uno de sus miembros a la vez el que llena a los demás y el que es llenado por ellos; o, para recoger la imagen del Cantar, siendo reina y concubina. La unidad final de este cuerpo queda asegurada por la unicidad de su deseo de Dios, inspirado por la presencia total de Cristo: "Pertenece a la naturaleza de todos los seres mantenerse tensos en el deseo de la bienaventuranza y de la excelencia. Por consiguiente, si las jóvenes proclaman dichosa a la paloma, es que seguramente también ellas quieren convertirse en palomas. Y que la paloma sea celebrada por las concubinas y las reinas es una prueba de que todas ellas están también llenas de celo por lo que todas alaban, hasta el momento en que todos cuantos tienen sus deseos fijos en el mismo fin se conviertan también en uno solo, sin que quede en ninguno de ellos ninguna huella de mal; entonces Dios será todo en todos, estando mezclados todos unos con otros en la unidad de su comunión con el bien" (In Cant. XV: GNO 6, 468,18-469,2).

Los mismos ángeles están también llamados a contemplar y a amar, en el cuerpo de Cristo que es la Iglesia, la belleza del esposo; de esta manera es un amor único el que restablece la unidad de la creación entera que había roto el pecado. Así pues, el deseo y el amor únicos reunifican toda la creación en Cristo; pero Cristo sigue siendo el mediador, puesto que es Dios y hombre, mientras que la humanidad no pierde nunca su sello de criatura, es decir, una capacidad siempre limitada, aunque siempre creciente, de cantar a Dios. Por eso siempre le queda algo por descubrir, y su deseo se ve a la vez colmado y tenso en el océano de la infinitud divina.

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M. Canévet