FE
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

SUMARIO:

1. La fe según la Sagrada Escritura.
2. Trascendentalidad de la fe.
3. La teologalidad o el origen divino de la fe.
4. La globalidad del acto de fe.
5. La unidad de la fe
                                               

 

1. LA FE SEGÚN LA SAGRADA ESCRITURA. Para la Biblia, la fe es la respuesta integral del hombre a Dios que se revela como salvador. Acoge las palabras, las promesas y los mandamientos de Dios; es al mismo tiempo sumisión confiada a Dios que habla y adhesión del espíritu a un mensaje de salvación. El AT insiste en el aspecto de confianza; el NT destaca más bien el asentimiento al mensaje. En cuanto al vocabulario fundamental de la fe, evoca la solidez de aquello en lo que uno se apoya, así como la seguridad y la confianza del que se apoya en Dios.

a) El Antiguo Testamento. En efecto, creer es para el AT apoyarse en Dios (Gén 15,6; Éx 14,31; Núm 14,11), abandonarse a la palabra salvadora de un Dios que conduce la historia y que establece su alianza primero con los padres y luego con "su pueblo, Israel". Así Abrahán se fía sin reservas de la promesa de Dios, plenamente convencido de que se cumplirá: "Abrahán creyó al Señor, y el Señor le consideró como un hombre justo" (Gén 15,6). El pueblo, Israel, nació precisamente de la fe en el poder, la preeminencia y la solicitud de Yhwh, el Dios de la alianza (Éx 19,1). La doctrina monoteísta vendrá a traducir esta experiencia de Israel, en la que Dios se apareció como único salvador (Is 43,10-13). Esta doctrina irá solicitando la fe con fórmulas cada vez más precisas y elaboradas (Dt 6,20-24; 26,5-9; Jos 24,213; Neh 9,5-25).

b) El Nuevo Testamento. En el NT, donde se opera en Jesucristo la fusión de la ! historia de la salvación y del Verbo de Dios encarnado, el objeto de la fe se define de forma más condensada y se impone la importancia de este proceso de forma más explícita. La fe, exigencia primera de Jesús, es la condición suficiente para la salvación en los sinópticos; en los Hechos no se requiere nada más para la purificación de los corazones y la acogida de la salvación; en Juan, la fe es un proceso de todo el hombre -conocimiento y compromiso-, que se dirige a la persona de Jesucristo.

Por su aspecto interpersonal, esta fe se emparenta naturalmente con la del AT. Es, respectivamente; confianza y abandono en Dios, presente en la palabra y la acción de Jesús (sinópticos); obediencia que hace semejantes al crucificado-resucitado y que da el Espíritu de los hijos de Dios (Pablo); adhesión al testimonio del Padre y del Hijo (Juan).

Pero más fuertemente que en el AT, la fe es asentimiento a un mensaje. El mensaje se presenta, por otra parte, bajo diversos aspectos: anuncio del l reino de Dios y proclamación del amor misericordioso del Padre, en los sinópticos; evangelio de la muerte y de la resurrección de Jesús, señor y único salvador de todos los hombres, en las epístolas de Pablo y en los Hechos de los Apóstoles; la persona misma de Jesús, Verbo hecho carne, llenó de gracia y de verdad, en el que contemplamos la gloria del Padre, según san Juan.

Proceso humano, la fe encuentra sin embargo su primera fuente en Dios. La suscita-el poder salvífico dé Dios, que actúa en la palabra y la actividad de Jesús (sinópticos). Para san Pablo y el autor de los Hechos, la fe procede de esa acción escatológica de Dios que es la resurrección de Jesús y la predicación que la anuncia. En el evangelio de Juan, la fe nace de la atracción del Padre, que invita y asocia a la vida de la Trinidad.

2. TRASCENDENTALIDAD DE LA FE. Al ser una actividad propiamente nuestra, la fe encuentra en nosotros sus condiciones mismas de aparición. Si fuera de otro modo y prescindiéramos del papel que le reconocemos a Dios en la aparición de la fe, habría que afirmar que este fenómeno resultaría, propiamente hablando, extraño o irrelevante para nosotros. Por eso puede hablarse de preámbulos de la fe en un sentido más radical de como se hacía antaño: es en el propio sujeto, en sus estructuras, y no sólo en lo que se ofrece a su consideración como objeto, donde se perciben las condiciones de la aparición de la fe.

El proceso de la fe no es, para el pensamiento cristiano, una cobardía o una capitulación del espíritu, sino el ejercicio soberano por el que el hombre hace suyo el pensamiento de Dios. Acoger la palabra de Dios no significa renunciar a la búsqueda personal de la verdad, sino acceder al registro divino de la verdad. Por eso no se daría cuenta del proceso del creyente si se le considerase como un puro fallo del espíritu o como, el recurso a alguna otra inteligencia creada o finita.

a) La infinitud del espíritu o la apertura a Dios. Estas consideraciones preliminares suponen que el espíritu está marcado por el signo de la infinitud y que es, por tanto, apertura a Dios. ¿Qué sentido tendría acoger la palabra de Dios para quien no estuviera ya de alguna manera ligado a Dios? Pues bien, por su apertura al ser, el hombre hace ya presa en el infinito. La preocupación que mora en él en todos sus pasos desde el despertar de su espíritu tiene que ver con el ser: ¿Qué es esto? ¿Qué es? La pregunta, tan característica de la actividad humana, muestra que el niño está ya de acuerdo con el ser, que sabe ya lo que es el ser antes de que alguien se lo haya podido mostrar; conocemos el ser por instinto. Por otra parte, nuestras preguntas no tendrían razón de ser y no nos las plantearíamos si lo que se ofrece a nuestra consideración fuera plenamente ser o fuera el ser por identidad. Nuestras preguntas atestiguan que el dato de nuestra experiencia recibe su ser de quien no lo recibe de ningún otro.

Ese absoluto que polariza y sostiene todo pensamiento es algo que el espíritu siente el deseo irresistible de alcanzar en su esencia. El deseo de alcanzar todo el ser en su intimidad se sigue ejerciendo respecto al ser que el espíritu-sabe que es la fuente y la cima del ser. Ese Dios al que no conocemos de momento más que por l analogía, sentimos la pasión de verlo en su singularidad trascendente. "Ese deseo -escribía un viejo téólogose presenta como algo negativo o como una realidad que tiene la propiedad de dejarnos en suspenso: se piensa que ese deseo no puede detenerse m apagarse en nada que esté fuera de él. Uno se pone en camino, dentro de esta ignorancia, hacia un más allá que Dios ayudará a que conozcamos y alcancemos cuando dé la luz de la fe y la ayuda de la gracia (ita nesciens, aliquid altius quaerit)" (JOANNES TINCTORIs, Lectura in Primam Sane¡¡ Thomae, q. 12, a. 1, fol. 20 r-v). Así, el misterio de Dios es a la vez lo que no podemos darnos y lo que deseamos con todas nuestras fuerzas.

b) La palabra, medio privilegiado de la revelación divina. Si la fe encuentra en la infinitud del espíritu creado sus condiciones fundamentales de emergencia, encuentra en la palabra el medio más adecuado para expresar los secretos de Dios. Es verdad que la creación nos ilumina sobre Dios (lo muestra como la fuente última y el ejemplar soberano), pero los elementos de la creación nos fijan primero en su consistencia propia, nos hablan primero de sí mismos, y tan sólo en un segundo movimiento puede el espíritu elevarse a Dios a partir de la creación. La palabra, por su parte, tiene el privilegio de existir sólo respecto a otra cosa distinta; no tiene consistencia propia más que para designar a aquel que se expresa en ella y aquello que éste significa. La palabra no habla más que para borrarse, transparencia que nada fija ni limita y que, participando de la infinitud del espíritu, puede apuntar a lo que sólo se alcanza por analogía. En la revelación divina, escribe el Vaticano II, "las palabras proclaman las obras (de Dios) e iluminan el misterio que allí se contiene" (DV 2).

c) Las disposiciones morales de confianza y de abandono. Pasando al orden moral, la fe implica la aceptación refleja de la condición de criatura; supone confianza y abandono.

Confianza incondicional en una sabiduría y un amor infinitamente superior a lo que podemos concebir; podemos entregarnos sin temor al que es verdad y bondad absoluta. La fe supone además el abandono al poder creador de Dios o el rechazo de la suficiencia. El reconocimiento de nuestros limites nos dispone precisamente a no dejarnos encerrar en ellos; si no habilita directamente a superarlo, permite, sin embargo, reconocer que no hay alienación en la sumisión a aquel que no tiene límites.

"El reconocimiento del sello del Padre sobre Cristo, de su palabra en las palabras de Cristo, de la gloria de Dios en los signos, nos enseña el evangelio de Juan, requiere ciertas disposiciones de orden espiritual. Por eso la fe revela no tanto el poder de las inteligencias como la calidad de la mirada... A los ojos de la fe, la humanidad se presenta dividida, en dos razas espirituales: la de los hijos de las tinieblas y la de los hijos de la luz. Los unos, como extraños a la verdad, no ven los signos hechos en su presencia (6,26; 12,37), la palabra no entra en,ellos (8,37); la luz les ciega (9,39); para los otros, los que `hacen la verdad' (3,21), todo es luz, signo, obra, testimonio, sello del Padre" (D. MOLLAT, Études Johanniques, París 1979, 84-85).

3. LA TEOLOGALIDAD O EL ORIGEN DIVINO DE LA FE. Si la fe, para ser verdaderamente nuestra, tiene que encontrar en nosotros su arraigo o emanar de nuestras potencias, encuentra, sin embargo, su primera fuente en Dios. Es ésta una afirmación que la tradición judeo-cristiana ha hecho con toda firmeza y claridad. A1 anunciar los bienes de la alianza mesiánica, los profetas hablan del corazón nuevo y del espíritu nuevo, su espíritu, que Dios dará a los hombres para que lo conozcan. Para el NT, como hemos visto, la fe procede del poder divino de salvación, que actúa en la palabra y la acción de Jesús; el asentimiento a la resurrección del Señor Jesús, corazón del la fe cristiana, surge de la fuerza misma que provocó la resurrección; la fe es, finalmente, respuesta a una llamada interior y gratuita por parte de Dios.

a) La iniciativa creadora y restructurante de Dios. La acogida de la palabra de Dios, si no quiere ser reductora, supone una participación en la inteligencia de donde esta palabra saca su propia luz e intensidad. Es necesaria una nueva creación, interior a la primera, sin la cual reduciríamos la palabra de Dios al rango de palabra humana sobre Dios. Se ve lo que supone esta elevación del espíritu creado. Esto implica en nosotros una adaptación al horizonte o al objeto de la intelectualidad divina. Este objeto propio es Dios en su intimidad o en su misterio; no ya una idea de Dios, sino la realidad de Dios. Así pues, se necesita nada menos que se nos abran las puertas de la visión de Dios para que nos apoyemos en Dios como en el medio de nuestro conocimiento de fe.

Considerado desde el punto de vista del creyente, la fe implica, por tanto, la iniciativa creadora y reestructurante de Dios: el espíritu se apoya en Dios como en un fundamento primero y absoluto. Correlativamente, si Dios se confía más allá del conducto de la analogía, no puede contar más que consigo para establecer su testimonio. La verdad absoluta no puede depender, para imponerse como tal al espíritu creado, de ninguna otra verdad fuera de sí misma.

b) El papel y el alcance de las razones de creer. Este estatuto del absoluto, que da testimonio de sí mismo, obliga a reflexionar sobre el papel y el alcance de las razones para creer o de los signos (/Semiología: signo) que acompañan a la revelación divina. Por una parte todo profeta, según el testimonio de la Escritura, debería probar la autenticidad de su misión mediante "signos" o prodigios cumplidos en nombre de Dios (Is 7;11; cf Jn 3,2; 6,29.30; 7,3.31; 9,16.33). La razón, por su parte, exige que haya razones para creer, para dar asentimiento. ¿Qué sentido de la dignidad humana y de la responsabilidad implicaría una fe que se presentase sin razones? San Agustín, por su parte, pensaba que no habría que creer si no hubiera razones para creer.

Por otro lado, por muchas y muy fuertes que sean las razones para creer, no me apoyo en ellas formalmente cuando doy a Dios mi fe. Las razones me dejarían, en definitiva, frente a mi razón, no frente a Dios. Por muy indispensables que sean, son insuficientes y hasta, propiamente hablando, de otro orden inferior. Las razones para creer, se ha dicho atinadamente, no dispensan de creer.

¿Cuál es entonces el papel de esos signos o razones para creer? ¿No hay que afirmar que nos dejan realmente desvalidos frente a la decisión de fe? "Mediante los signos y su conocimiento racional -escribe Juan Alfaro- el hombre controla, no la interna credibilidad de la palabra divina, sino su propio conocimiento de la obligación de creer y su propia decisión libre de creer, que sin ellos sería ciega... La posibilidad de un conocimiento racional de los signos de la revelación es un mero requisito de la rectitud de la opción libre, que el hombre realiza al creer en Dios..."

"Los signos de la palabra divina no se presentan ante el hombre como datos de un problema puramente objetivo, sino como manifestación de una intervención divina, que da un sentido nuevo a la existencia humana: en sus signos Dios se hace presente al hombre y le dirige una llamada. Ante esta llamada entra en juego la libertad del hombre y, por consiguiente, la gracia divina... La iluminación interior transforma el conocimiento racional de los signos en la conciencia de que Dios me llama a creerle. El juicio práctico de credibilidad' implica un elemento personal, inefable e incomunicable, que es la repercusión de la llamada divina en la conciencia. La atracción interior de la verdad personal hacia sí: misma determina en el hombre un conocimiento per connaturalitatem, en el cual se percibe vitalmente la invitación a superar lo creado y a apoyarse en la palabra divina según su trascendente credibilidad" (J. ALFARO, Preámbulos de la fe, en Sacramentum Mundi III, Herder, Barcelona 1973, 104-105).

4. LA GLOBALIDAD DEL ACTO DE FE. La fe, que muchas veces se ha identificado erróneamente sin más con un proceso intelectual, tiene un carácter de globalidad que importa subrayar. "Cuando Dios revela, el hombre tiene que someterse con la fe (cf Rom 16,26; comp. con Rom 1,5; 2Cor 10,5-6). Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece el homenaje total de su entendimiento y voluntad, asintiendo libremente a lo que Dios revela" (DV 5). Por eso, antes de hablar del asentimiento al mensaje, el concilio Vaticano II menciona el abandono de la persona a Dios que habla. La fe pertenece ante todo al orden interpersonal de la alianza.

a) La inteligencia, testigo del origen divino y de la radiealidad de la fe. La entrega de sí mismo afecta a la inteligencia, al corazón, al comportamiento y al gesto: nos afecta en todas las dimensiones. A nuestra época, que ha descubierto de nuevo los valores afectivos, le cuesta aceptar el papel de la inteligencia en la fe. ¿Por qué tiene un valor salvíficb la adhesión a un mensaje o a una doctrina? ¿Será Dios ese maestro de escuela que espera, para concedernos sus gracias, que le repitamos su enseñanza? ¿Pide Dios algo distinto de la confianza y del abandono que pueden brotar de nuestro corazón?

El asentimiento a la revelación divina expresa ante todo la akeridad absoluta de la sabiduría y del amor que nos salvan. Los gestos salvadores no proceden de nuestros recursos de criaturas; no nos pertenecen; como nos pertenecen el abandono y la confianza que acabamos de evocar. Las palabras y los gestos de la revelación proceden del misterio de.Dios, es decir, de otro distinto, en lo que tienen de más radical. Pues bien, no tenemos acceso a la alteridad más que por la inteligencia, facultad del noyo o del otro percibido precisamente como otro.

Este movimiento de la inteligencia, ¿no expresa; por otra parte, la radicalidad del don mutuo que se hacen de sí mismos Dios y la criatura? A la primera procesión trinitaria, la del Verba, responde el primer movimiento de nuestro ser espiritual. Luego, ese papel de la inteligencia creyente atestigua el respeto que Dios tiene por los seres inteligentes que ha hecho. El mensaje, como veremos, no hace más que proponer a la Conciencia clara el don que Dios hace de sí misma y la realidad que suscita en nosotros.

b) El amor y la libertad: el atractivo de la comunión con la vida divina. Creer en Dios que nos habla es algo que tiene que ver también con el amor y la libertad. Es incluso esa atracción del bien propuesto por la revelación lo que promueve el-comportamiento creyente en su conjunto. "Creo porque quiero creer'". -El bien último que se propone a mi existencia no pertenece a mi condición de criatura: está más allá de aquello que me permite mi naturaleza: un conocimiento y un amor de Dios que siguiera los caminos de la analogía, un proceso asintomático, "felicidad en movimiento, pero no bienaventuranza", escribía Maritain (Neuf legons sur les notions premiéres de la philosophie morale, París 1951, 99). Con toda libertad acepto dejarme seducir por la vocación nueva que Dios me propone: la participación, en virtud de la encarnación, de la condición del Hijo mismo de Dios. La decisión del creyente no recae simplemente en los medios que lo pondrán en camino hacia un fin ya asignado, sino que recae sobre el mismo fin último.

De este modo, la fe no es libre solamente por el hecho de apelar a las disposiciones de confianza y de obediencia respecto a Dios que habla, o porque el mensaje de la fe escape al control de la razón raciocinante, siempre en busca de evidencias. La fe es libre fundamentalmente porque acepto ser atraído, por encima de todo lo que puedo concebir o querer de mí mismo, por el bien del acceso a la red de relaciones trinitarias. La gracia viene a alcanzarnos en esa decisión con que acogemos un sentido nuevo para nuestro ser en su globalidad. "No es por la proclamación exterior de la ley y de la doctrina -escribía Agustín en su refutación de Pelagio-,sino por una poderosa acción interior y secreta, admirable e inefable, como Dios es el autor, en el corazón de los hombres, no sólo de verdaderas revelaciones, sino también de las decisiones voluntarias conformes con el bien" (De gratia Dei el de peccato originali XXIV, 25: CSEL 42, 145).

c) El comportamiento: la "sequela Christi": Esta adhesión del corazón y del espíritu tiende a consumarse en un comportamiento de hijo de Dios, en la sequela Christi: la fe supone un compromiso total. La palabra que acoge el creyente es la palabra de Dios. Tanto acto como verdad, esa palabra suscita lo que enuncia, y quiere, por tanto, transformar la existencia que se abre a ella. La fe sin obras que la realicen es vana; está "muerta", como decía Santiago (2, 14-16; cf 1,22-25), así como Pablo, que, a pesar de negar a las obras de "la ley" la fuerza de merecer por sí mismas la salvación, mantiene que la fe verdadera va acompañada necesariamente de las obras producidas en nosotros por el Espíritu (Rom 8,4; Ef 2,s-lo).

Si la pérdida de la amistad con Dios por el pecado no implica necesariamente en el hombre la desaparición de la fe, no se sigue que la fe pueda existir sin la aspiración al amor de Dios. La fe implica necesariamente el deseo de la salvación, la reconciliación, y luego la unión plena y definitiva con Dios. "La vida cristiana no es una consecuencia de la fe, sino su auténtica realización en el hombre; por la acción asiente el hombre plenamente al misterio de Cristo como real" (J. ALFARO, La fe como entrega personal del hombre a Dios y como aceptación del mensaje cristiano, en Concilium 21 [1967] 61).

d) Los gestos y los ritos: la vida sacramental. La fe tiene todavía que expresarse y celebrarse en unos gestos en los que la condescendencia de Dios sale a nuestro encuentro en nuestra realidad corporal y comunitaria. El bautismo es considerado desde los primeros siglos cristianos como el sacramento de la fe. "Todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús; pues los que habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo" (Gál 3,26-27). "En el bautismo fuisteis sepultados con Cristo, habéis resucitado con él por la fe en el poder de Dios, que lo resucitó de entre los muertos" (Col 2,12). Por otra parte, el evangelio de Juan muestra cómo la fe y la eucaristía están ligadas en un contrapunto admirable (c. 6). Si la fe es necesaria para la acogida de la eucaristía, el pan de vida aparece como el resumen y el test supremo de la fe.

S. LA UNIDAD DE LA FE. La fe, que pone a contribución la totalidad de nuestros recursos, presenta además, en sus mismas estructuras, un carácter de unidad, en la que se reconoce la simplicidad de Dios y de su acción. Esta unidad se realiza en un triple nivel. Desde un punto de vista formal, la fe es indisolublemente una acogida de la realidad misma de Dios y una adhesión a la revelación que hace de sí mismo. En cuanto al contenido de esta revelación, es juntamente homogéneo a la acción de Dios y al proceso del creyente; es expresión del proceso mismo por el que Dios se da y por el que la humanidad lo acoge-Estos dos puntos de vista de la forma y del contenido se reúnen finalmente en la asociación del creyente con la experiencia religiosa de Jesucristo, mediador y plenitud de la revelación.

a) Acogida de la realidad de Dios y adhesión al mensaje de la revelación. La adhesión vital al misterio de la intimidad tripersonal de Dios y de nuestra comunión con este misterio implica algo muy distinto de los elementos ordinarios de nuestras afirmaciones. Hay allí algo más que el ejercicio de nuestros poderes nativos de intuición, de observación y de deducción. Tampoco da plenamente cuenta de la realidad la fe que podemos poner en nuestros semejantes.

Acoger la palabra de Dios sin desnaturalizarla, como hemos dicho, supone que la verdad divina, medio o apoyo de nuestro saber, queda incorporada al proceso de nuestra afirmación y que el espíritu del creyente es adaptado al misterio de Dios como a un objeto ya connatural. Por tanto, no es ya un concepto -por muy elevado que se le fabrique- lo que polariza el dinamismo humano, sino la realidad única y estrictamente irrepresentable de Dios.

"Por la gracia se comunica y manifiesta Dios en sí mismo, sin más mediación que su inefable atracción hacia sí, y el hombre conoce aconceptualmente a Dios en la vivencia de su llamada. Tal conocimiento no es visión de Dios, ni experiencia inmediata de Dios, sino tendencia vivida hacia el trascendente en sí mismo y (en esta tendencia) captación aconceptual de su término, que es el Absoluto como Gracia" (J. Alfaro, La fe como entrega personal, a.c., 63).

b) Homogeneidad del proceso y del contenido de la fe. La unidad brilla además de forma impresionante entre el contenido de las proposiciones y el proceso de la fe. Lejos de ser una colección de afirmaciones sin vínculos internos con la actividad que los soporta, el objeto de la fe abarca el doble movimiento por el que Dios y el hombre se entregan el uno al otro. En efecto, ¿de qué se trata en la fe, sino de la pura acogida a partir de Dios de una palabra comprometida con nuestra historia y plenamente reveladora de Dios, palabra que se ha hecho nuestra con toda lucidez y libertad? Triple paso de acogida, de audición y de apropiación, que nos pone en presencia de un Dios fuente o Padre, Verbo o Hijo encarnado, Espíritu o amor, que se entregan a nuestro espíritu para asegurar nuestro propio don. Por consiguiente, nuestro proceso guarda correlación con la fecundidad interna de un Dios Padre, Hijo y Espíritu, de la encarnación del Verbo en nuestra raza y en nuestra historia, de la comunión de vida querida por Dios entre él y la humanidad. Las fórmulas del credo cristiano no hablan de otra cosa.

En esta correspondencia entre el proceso y el contenido, la fe presenta un aspecto mistagógico, al que eran muy sensibles los padres de la Iglesia: la fe da acceso al misterio que es fuente y objeto de la revelación divina. "Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad: por Cristo, la palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina" (DV 2).

c) Jesucristo, mediador y plenitud de la revelación. La fe encuentra, finalmente, su unidad viva en la persona de Jesucristo. Efectivamente, en Cristo, don absoluto de Dios a la familia humana, la fe encuentra su fundamento, su objeto y su fin. La fe se apoya primero en Cristo como en el único mediador de la revelación plena. "Mi Padre me ha confiado todas las cosas; nadie conoce perfectamente al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera manifestar" (Mt 11,27). "El hombre Jesús no puede tener conciencia de sí mismo sin la conciencia inmediata de la persona del Verbo, relación subsistente al Padre, es decir, sin la visión inmediata de Dios, su Padre" (J. ALFARO, Las funciones salvíficas de Cristo como revelador, señor y sacerdote, en Mysterium Salutis III/ 1, Cristiandad, Madrid 1971, 732).

Mediador de la fe, Cristo es también su objeto pleno: "Hermanos, cuando llegué a vuestra ciudad, llegué anunciándoos el misterio de Dios no con alardes de elocuencia o de sabiduría, pues nunca entre vosotros me precié de saber otra cosa que a Jesucristo, y a Jesucristo crucificado" (1Cor 2,1-2). En Jesús, Hijo de Dios, se nos revela la totalidad del misterio: la Trinidad, la encarnación redentora, la filiación adoptiva por el don del Espíritu de Jesús.

Finalmente, es Cristo el que promueve la fe como el bien o como el fin que la fe busca: " No hay salvación en ningún otro, pues no se nos ha dado a los hombres ningún otro nombre debajo del cielo para salvarnos", proclama Pedro ante el sanedrín (He 4,12). "Dios envió a su Hijo..., a fm de que recibiésemos la condición de hijos adoptivos. Y como prueba de que sois hijos, Dios ha enviado a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: ¡Abba, Padre!" (Gál 4,4-6). Dios nos reconcilia consigo en la medida en que nos une a su Hijo amado, y la felicidad que busca el creyente es la participación en la condición de Cristo resucitado.

BIBL.: ALFARO J., La fe como entrega personal del hombre a Dios y como aceptación del mensaje cristiano, en "Concilium" 21 (1967) 5669; In, Foi et existente, en "NRTh" 90 (1968) 561-580; In, Fe, en Saeramentum Mundi III, Barcelona 1976, 102-128; BALTHASAR H.U. von, La gloire et la croix I, París 1965; BOUtLLARD H., Lógica de la fe, Madrid 1964; Fnux J. M., La foi du Nouveau Testament, Bruselas 1977; RAHNEa K., Observaciones sobre la situación de la fe hoy, en R. LATOURELLE y G. O'COLLINS (eds.), Problemas yperspectivas de teología fundamental, Salamanca 1982, 393-416; ID, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona 19843; WELTE B., Qu ést-ce que croire? Montreal 1984.

G. Langevin