ESPÍRITU SANTO
TEOLOGÍA FUNDAMENTAL

¿Qué lugar le corresponde al Espíritu Santo en la teología fundamental? Si se consulta el Dictionnaire apologétique de la foi calholique (ed. D'Alés, París 1909-1931), resulta sorprendente constatar cómo la voz "Esprit Saint" está totalmente ausente. Esto no debe verse como un olvido, ya que consultando el índice analítico de este diccionario -ejemplo significativo de la apologética clásica- aparecen no pocas referencias al Espíritu Santo, por ejemplo en las voces "infalibilidad pontificia", "gracia", etc. De toda la amplia obra del Espíritu, tal como nos la atestigua la revelación y la liturgia, la teología preconciliar se limitaba generalmente a subrayar dos aspectos: se presentaba al Espíritu Santo como el garante y el custodio fiel que mantiene inalterable la institución fundada por Cristo (tradicionalismo), y, respecto a los fieles, se le consideraba como el "dulcis hospes animae", dando ordinariamente a este tema de la inhabitación un tinte devocional y una inflexión de intimismo.

El giro vendrá con el / Vaticano II, aunque no sin tropiezos; ya en el primer esquema De Ecclesia aparecían tres graves defectos en el texto: triunfalismo, clericalismo, juridicismo. Se trata de verdaderos pecados contra el Espíritu Santo: el triunfalismo, al identificar la Iglesia con Cristo y con el reino de Dios, se olvida de que, si en la redención el Verbo actuó a través de una naturaleza humana libre de pecado, ahora, en el tiempo de la Iglesia, actúa con su Espíritu a través de hombres marcados por el pecado y sometidos a él. También el clericalismo coloca en primer plano al hombre asignado a un cargo como protagonista de la salvación, y no al Cristo glorioso y presente en el Espíritu. Finalmente, el juridicismo exalta tanto la institución eclesiástica que deja en la sombra la acción interior del Espíritu, el único que puede hacer de un acto puesto por la Iglesia un acontecimiento de salvación.

De hecho, el concilio no sólo superó estos riesgos, sino que gracias a las amplias perspectivas abiertas por la renovación bíblica, patrística y litúrgica, ofreció interesantes aportaciones de notable densidad pneumatológica que, oportunamente valoradas, incidirán de forma significativa en los puntos principales de la teología fundamental.

Puesto que el rasgo específico que define esta disciplina es la verificación de la / credibilidad de la revelación de Dios realizada en Jesucristo y hecha actual por el Espíritu a través de la Iglesia en el hoy de la historia, será oportuno organizar la presente investigación en torno a tres polos principales: Espíritu y revelación, Espíritu e Iglesia, Espíritu e historia.

1. ESPÍRITU Y REVELACIÓN. La perspectiva histórico-salvífica privilegiada por el Vaticano II llevó a una reconsideración de la revelación en clave de acontecimiento trinitario, como acontecimiento que se despliega en la historia y tiende a la comunión beatífica. La apologética anterior prefería señalar el sujeto de la revelación en "Dios", es decir, en la única naturaleza divina, prescindiendo de su ser trinidad de personas ("monoteísmo pretrinitario'~. En estos mismos términos se expresaba también el Vaticano I: "Plugo a su sabiduría [la de Dios] y a su bondad... revelarse a sí mismo" (DS 3004). Compárese este pasaje de fuerte carácter teocéntrico con el otro similar, pero triadocéntrico, de la Dei Verbum: "Quiso Dios, con su bondad y sabiduría, revelarse a sí mismo y manifestar el misterio de su voluntad (cf Ef 1,9): por Cristo, la Palabra hecha carne, y con el Espíritu Santo pueden los hombres llegar hasta el Padre y participar de la naturaleza divina" (DV 2).

Así pues, toda la revelación es una historia de amor, que viene "a Patre per Filium in Spiritu Sancto ad Patrem". La visión del concilio es claramente cristocéntrica, pero no cristomonista: el Padre se revela a la humanidad y la atrae hacia sí con "las dos manos" (IRENEO, Adv. Haer. V, 6,1), o sea, mediante la acción conjunta del Verbo y del Espíritu: Cristo pone la realidad objetiva de la salvación y de la revelación, el Espítitu la inspira y la interioriza; no emite palabras nuevas, pero hace nuevas las palabras de Cristo. Según Juan, es el otro Paráclito respecto a Cristo, pero un Paráclito distinto de Cristo (Jn 14,16: allos, no heteros). Como Espíritu de verdad, tendrá que "enseñar y recordar" todo lo que Jesús hizo y dijo (Jn 14,26); pero "no hablará por sí mismo", y guiará a la plenitud de la verdad acudiendo continuamente a la revelación de Jesús (Jn 16,13-14).

En la línea de la reflexión patrística, y especialmente agustiniano-tomista, el concilio ayuda a captar la obra reveladora del Espíritu mediante las dos categorías de la universalización y de la interiorización. "Lo que ha sido predicado una vez (semel) por el Señor, o lo que en él se ha obrado para salvación del género humano, debe ser proclamado y difundido hasta los últimos confines de la tierra (cf He 1,8), comenzando por Jerusalén (cf 24,47), de suerte que lo que una vez se obró para todos (pro omnibus) en orden a la salvación alcance su efecto en todos (in universis) en el curso de los tiempos" (AG 3). Por tanto, si es el Hijo el que se encarna en la historia, el Espíritu es el que abre. la historia a la escatología, haciendo de Cristo el ser escatológico, el último Adán. Así, por obra del Espíritu, el acontecimiento único de Cristo adquiere una actualidad permanente, su salvación llega a todas las latitudes y se extiende a todas las horas de la historia. Pero el "cumplimiento" realizado por el Espíritu respecto a Cristo debe entenderse rectamente: no es un añadido de fuera, ya que nada le faltó a la obra de Cristo y todo se realizó a la perfección (cf Jn 19,30); el Espíritu universaliza la redención cumpliéndola desde dentro, es decir, interiorizándola: "Para esto [la difusión universal de la salvación hasta los confines del mundo y el final de los tiempos], Cristo envió de parte del Padre al Espíritu Santo, para que llevara a cabo interiormente (intus) su obra salvífica e impulsara a la Iglesia a extenderse a sí misma" (AG 4).

Así los dos brazos amorosos del Padre, Cristo y el Espíritu, actúan conjuntamente, pero sin confundirse: el uno expresando y el otro imprimiendo, el uno como palabra y el otro como soplo que la acompaña y la introduce en el corazón de los creyentes: "Nadie puede acoger la predicación evangélica sin la iluminación y la inspiración del Espíritu Santo, que da a todos la dulzura para consentir y creer en la verdad" (DS 377; 3010; DV 5).

Una relectura del acontecimiento de la revelación pneumatológicamente más atenta, como la que realizó el Vaticano 11, supone la superación de varios riesgos en los que se había trabado la apologética preconciliar:

1) Ante todo, el riesgo de intelectualismo. Para definir la revelación, la apologética clásica había destacado la categoría de la "palabra": la revelación es "locutio Dei attestantis". Es ésta la analogía que está presente en el Antiguo y en el Nuevo Testamento (cf Heb 1,1); pero para proteger el concepto de revelación de las negaciones del racionalismo y de las contaminaciones del protestantismo liberal, se describía formalmente la palabra revelante en términos de enseñanza, reducido a las relaciones entre maestro y alumno. Se acababa insistiendo entonces en el aspecto conceptual de la revelación, tendiendo a hacer de ésta la manifestación de un sistema de ideas más bien que la comunicación de una persona, Cristo, la verdad en persona. En esa concepción se privilegiaban las palabras respecto a los hechos, y éstos se presentaban sólo como garantía de la revelación y no como medio de la misma.

Al concebir la revelación no sólo en el contexto del Logos, sino también en el del Pneuma, el concilio recupera la dimensión histórica de la autocomunicación trinitaria, mostrando cómo ésta se lleva a cabo en la historia y por medio de la historia: "El plan de la revelación se realiza por obras y palabras intrínsecamente ligadas; las obras que Dios realiza en la historia de la salvación manifiestan y confirman la doctrina y las realidades que las palabras significan; a su vez, las palabras proclaman las obras y explican su misterio" (DV 2). Sin olvidar el carácter doctrinal de la revelación, la Dei Verbum subraya cómo la palabra -historia del Dios que se revela- nace del amor y tiende al amor: "En esta revelación Dios invisible, movido por amor, habla a los hombres como amigos y trata con ellos para invitarlos y recibirlos en su compañía" (DV 2). La alianza incluye la enseñanza, pero para llegar a la comunión.

2) Este defecto del intelectualismo se reflejaba especialmente en la concepción de la Sagrada Escritura. Frente al ataque progresivo del racionalismo, que negaba la divinidad de la Biblia, pretendiendo resaltar diversos errores lógicos, la apologética reaccionaba defendiendo su inerrancia, pero siempre en el plano de la verdad lógica, es decir, proposicional (proposicionalismo). Partiendo de la concepción del lenguajes visto como una serie de proposiciones tanto la polémica racionalista coma contraofensiva apologética identificaban la palabra con la proposición; se aácababa entonces identificando la Biblia con una serie de enunciados, cada uno de los cuales contendría una verdad objetiva de fe. Como se ve, se tomaba en consideración solamente el aspecto cognoscitivo de la Escritura y se recurría a ella como a un locus argumentorum. En los manuales se citaba la Biblia en función de la prueba de las tesis, y ninguna de éstas tomaba en consideración el valor salvífico de la palabra. Por ejemplo, del texto clásico de 2Tim 3,16 se citaba sólo el aspecto de la inspiración (que servía de base a la inerrancia), silenciando el otro -más subrayado en el texto- de la eficacia salvífica de la Escritura, "útil para enseñar, para reprender, .para corregir, para educar en la justicia". De hecho, en la Escritura es más fácil encontrar afirmaciones sobre el dinamismo salvífico de la palabra que sobre su verdad: cargada de la energía del Espíritu, la palabra inspirada es vista como palabra que obra (energheitai: 1Tes 2,13), o sea, que no sólo enseña, sino que produce eficazmen-te la salvación, haciendo resonar la voz poderosa del Espíritu (DV 21; cf Rom 1,16; Sant 1,21; ICor 1,18; 2Tim 2,9; etc.).

3) La apologética tradicional se limitaba a tratar de la mesianidad de Cristo, presentándolo como legado divino que vino a hablar en nombre de Dios, y remitía a la dogmática para los otros testimonios de Jesús sobre sí mismo, como Hijo del Padre. Esta presentación, que practicaba una dicotomía artificial entre legado divino e Hijo del Padre corre el riesgo de presentarnos un Jesús a trozos (jesuanismo), que sólo en parte coincide con el Cristo de los evangelios.

Una sana I cristología fundamental, por el contrario, no puede menos de desarrollarse a la luz de una comprensión pneúmática del acontecimiento Cristo; en efecto; "Cristo" significa "consagrado con él Espíritu Santo"; pues bien, "toda la vida de Cristo se desarrolló en ,,presencia del Espíritu" (BASILIO DE CESÁREA De Spir. S 16); desde el.nacimiéuto ("incarnatus ést de Spiritu Sancto": DS 150) hasta el bautismo "(Dios ungió [ejrisen] con el Espíritu Santo y llenó de poder a Jesús de Nazaret... después del bautismo que predicó Juan": He 10,37-38) y hasta la pascua ("constituido Hijo de Dios en poder según el Espíritu de manifestación por su resurrección de la muerte": Rom 1,4).

Una cristología verdaderamente "fundamental" no es, por consiguiente, la que se limita a considerar una parte de Cristo (su función de legado divino), pretendiendo fundar sobre ella la construcción dogmática posterior; al suprimir todo conocimiento de Cristo según el Espíritu, semejante cristología acabaría resbalando tarde o temprano por el plano inclinado de una "jesuología" más o menos larvada, o sea, de un conocimiento de Jesucristo "según la carne", justamente rechazado por la revelación (cf 2Cor 5,16).

4) Una comprensión adecuada de la realidad y de la obra de la revelación, no podrá, por consiguiente, depender sólo de la lógica o de la dialéctica, armas preferidas por la apologética cristiana. Es verdad que, en el plano de la fundamentación teológica de la fe cristiana, válida para creyentes y no creyentes, no se puede renunciar a los datos de la experiencia humana y de la razón; sin embargo, no habrá que pedir al teólogo fundamental que suspenda deliberadamente su fe o que ponga en cuestión sus certezas fundamentales. Semejante apologética "de umbral" caería inevitablemente en el hoyo del racionalismo, que pretende caminar hacia la fe eliminando con la duda cartesiana todo género de presupuesto para comenzar con presuntos fundamentos neutrales. Por el contrario, una verdadera teología fundamental renuncia a la pretensión artificial de una neutralidad metodológica con la convicción de que la auténtica objetividad científica no se alcanza en teología imaginándose que se parte sin presupuestos -esta pretensión constituiría realmente el más colosal de los prejuicios-,sino reconociendo honradamente aquellos presupuestos de fe y reflexionando críticamente sobre ellos.

La apologética no puede caer nunca en el nivel de la sabiduría humana ni puede apoyarse en "la elocuencia persuasiva de la sabiduría, sino en la demostración del poder del Espíritu", ya que "el hombre mundano no acepta las cosas del Espíritu de Dios" (1 Cor 2,4.14). También la teología fundamental es "fides quaerens intellectum", y por eso no se construirá nunca en oposición a la dogmática; siendo la revelación -como acontecimiento cristológico-pneumático- al mismo tiempo misterio de fe y acontecimiento histórico, su procedimiento será necesariamente apologético y dogmático a la vez.

2. ESPÍRITU E IGLESIA. "Puesto que el Espíritu Santo procede como amor, procede como primer don" (S. Tlt. I, q. 38, a. 2): primero en la apertura inicial de Dios a nosotros, el Espíritu es también el primero en suscitar la acogida de adoración y la fe obediente del hombre al don que viene de arriba. Este encuentro amoroso entre Dios y el hombre se realiza "por obra del Espíritu Santo" de forma hipostática en Jesús, para cumplirse de forma mística en nosotros: "el Verbo e Hijo del Padre unido a la carne se hizo carne, hombre completo, para que los hombres unidos al Espíritu se hicieran un solo Espíritu (pneumatophoroi: ATANASIO, De Inc. Verbi 8). El retorno obediente al Padre inaugurado por Jesús toma "cuerpo" en la Iglesia, en donde todos los hijos, renacidos del agua y del Espíritu, reviven la oración del Hijo: ¡Abba, Padre! (Rom 8,15).

Desde el comienzo de su reflexión, la comunidad cristiana se concibió siempre como pueblo de Dios, cuerpo de Cristo y, también por eso, como templo del Espíritu (1Cor 3,16; 6,19; 2Cor 6,16), vinculando expresamente su existencia a la fe en la tercera persona de la Trinidad: lo demuestra también el símbolo constantinopolitano, en donde, tras el artículo "Creo en el Espíritu Santo", viene inmediatamente el artículo sobre la Iglesia, "una, santa, católica y apostólica" (DS 150).

De hecho, desde sus primeros pasos por el camino de la historia, la comunidad cristiana tuvo que enfrentarse con una doble tentación: por una parte, la de soñar con una Iglesia totalmente espiritual, sin necesidad de signos ni de estructuras visibles (Espíritu sin Iglesia); por otra, la de configurarse como sociedad centrada toda ella en la institución jerárquica (Iglesia sin Espíritu). Al desarrollarse en el clima polémico antiprotestante y antirracionalista, la apologética clásica se veía naturalmente expuesta al riesgo de una pesada acentuación del elemento jurídico-social de la realidad-Iglesia y de una preocupante reducción de la eclesiología sólo a la dimensión jerárquica. El olvido masivo del Espíritu se radicalizó en la ilustración, de la que resultaron contagiados ciertos manuales decadentes, según los cuales la Iglesia sería como una máquina puesta en marcha al principio por Jesús y confiada luego totalmente a la jerarquía para siempre.

La renovación teológica de la escuela de Tubinga, por. obra sobre todo de J.A. Móhler (j' 1838), reaccionó contra la tuberculosis del racionalismo, acentuando la primacía del Espíritu sobre el elemento institucional, y concibió la Iglesia como "encarnación continuada" de Cristo. El Vaticano 1 no fue capaz de recoger estos estímulos tan prometedores y tuvo que restringir la prevista constitución sobre la Iglesia tan sólo a la cuestión del romano pontífice: la Pastor aeternus (18 de julio de 1870) definió el primado y la infalibilidad del papa, mencionando sólo al Espíritu Santo como garantía de asistencia al magisterio petrino (DS 3060).

La recuperación del elemento espiritual y carismático por obra de la Mystici Corporis, de Pío XII (1943) -aunque estrictamente encuadrada todavía en la perspectiva de la eclesiología jurídica-, desembocó en la síntesis equilibrada y dinámica de la Lumen gentium: "La sociedad provista de sus órganos jerárquicos y el cuerpo místico de Cristo, la asamblea visible y la comunidad espiritual, la Iglesia terrestre y la Iglesia enriquecida con los bienes celestiales, no deben ser consideradas como dos cosas distintas, sino que más bien forman una realidad compleja que está integrada de un elemento humano y otro divino" (LG 8). Como se ve, el concilio quiere oportunamente evitar los dos errores eclesiológicos más peligrosos: el del naturalismo, que ve a la Iglesia como simple institución humana dotada de reglas disciplinares y de ritos externos, y el peligro opuesto del misticismo, que subraya tanto su elemento sobrenatural e interior que la considera como una realidad escondida y totalmente invisible. Se trata de dos errores que la Mystici Corporis ("AAS" 35 [1943] 220-224) y, ya antes, la Satis Cognitum, de León XIII ("ASS" 28 [1896] 710) habían relacionado con las dos herejías cristológicas más graves, la del nestorianismo, que consideraba en Cristo sólo su naturaleza visible, y la del monofisismo, que consideraba sólo su naturaleza divina invisible. En realidad, no puede existir ninguna oposición verdadera entre la misión invisible del Espíritu Santo, que tiene como efecto la formación y la animación del cuerpo místico, y el oficio jurídico que los pastores han recibido de Cristo, en virtud del cual la Iglesia es una comunidad jerárquica: "Por eso se la compara [a la Iglesia], por una notable analogía, al misterio del Verbo encarnado, pues así como la naturaleza asumida sirve al Verbo divino como de instrumento vivo de salvación unido indisolublemente a él, de modo semejante la articulación social de la Iglesia sirve al Espíritu Santo, que la vivifica, para el acrecentamiento de su cuerpo (cf Ef 4,16)" (LG 8).

El Vaticano II mantuvo la referencia cristológica esencial, pero integrando esa referencia dentro de una amplia perspectiva pneumatológica, permitiendo subrayar algunos aspectos esenciales de la Iglesia a los que no siempre la teología latina, especialmente ciertos tratados De Ecclesia, habían dedicado la debida atención.

1) La ! Iglesia no puede considerarse como una pura reedición de la historia de Jesús, sino que debe verse como acontecimiento de su Espíritu. En otras palabras, la relación entre Jesús y la Iglesia no puede reducirse a la relación entre un fundador y su institución (relación de sucesión: primero Jesús, luego la Iglesia); es más bien una relación de sacramentalidad: primero Jesús que prepara la Iglesia, luego Jesús en el Espíritu, que vive en la Iglesia. Sin el don del Espíritu no se da el "nosotros" eclesial (cf He 15,28). No hay, por tanto, Iglesia sin Espíritu: "Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia" (IRENEO, Adv. Haer. III, 24,1).

En consecuencia, la memoria o anámnesis de Jesús no podrá bloquear nunca a la Iglesia en una vuelta hacia atrás, sino que la pondrá en movimiento hacia la epíclesis, proyectándola hacia adelante. Por eso la Iglesia es siempre la misma y siempre nueva: idéntica a sí misma, no con la identidad de la piedra, sino con la del ser vivo. El acontecimiento de la salvación es gracia que no se repite nunca en el tiempo y en el espacio, sino que es siempre signo de la visita libre e improgramable del Espíritu. Es verdad que el Espíritu no se desmiente; incluso cuando su paso obedece a las leyes constantes -que él mismo se ha dado- de la historia de la salvación, incluso cuando se entrega libremente a través de signos constituidos por él mismo, como los sacramentos o la sucesión apostólica, el Espíritu es siempre inédito; tanto en las celebraciones sacramentales como en el gran sacramento-Iglesia, el acontecimiento irrepetible de Cristo no sólo se repropone con modalidades nuevas, ligadas a situaciones humanas siempre diversas, sino también con virtualidades crecientes, debidas a la fecundidad inagotable del Espíritu.

2) Fruto de la doble misión de la segunda y de la tercera persona de la Trinidad, la Iglesia se afirma como sacramento de Cristo y lugar del Espíritu. Según la enseñanza patrística, la Iglesia es organum del Espíritu, lo mismo que, análogamente, la humanidad del Logos es el órgano por donde corre la dynamis, la energheia de la segunda personadivina. En efecto, el. Espíritu, "siendo uno solo en la cabeza y en los miembros, de tal modo vivifica todo el cuerpo, lo une y lo mueve, que su, oficio pudo ser comparado por los santos padres con la función que ejerce el principio de vida o el alma en el cuerpo humano" (LG 7). Como se ve, estamos en el contexto del modelo "somático" de la eclesiología, tan querido de san Agustín y de santo Tomás. Pero el concilio matiza la fórmula tradicional en el magisterio anterior, según la cual en el cuerpo místico Cristo es la cabeza y el Espíritu Santo el alma (DS 3328; 3808); la Lumen gentium se sitúa en el plano funcional: efectivamente, en el nivel ontológico el alma forma un solo ser con el cuerpo, pero el Espíritu no forma un solo ser con la Iglesia. La unión del Espíritu con la Iglesia es también distinta de la unión del Verbo con la humanidad en Jesús (unión "hipostática'; ésta hace que todos los actos del Hombre-Dios tengan al Verbo divino por sujeto y estén cubiertos, por tanto, de una garantía absoluta. La unión del Espíritu con la Iglesia es en realidad una unión "de alianza", que no anula la personalidad de los sujetos humanos con su fidelidad y sus traiciones. La Iglesia es verdadero sacramento del Espíritu, esto es, signo indicativo y eficaz de su presencia; pero sólo sacramento, ya que no es ella misma la realidad en cuestión.

La perspectiva de la Iglesia-sacramento permite plantear correctamente el problema del discernimiento de la verdadera Iglesia. La apologética tradicional, estructurada sobre la base de un paradigma institucional y no sacramental, se empeñaba en demostrar que sólo la Iglesia de Roma era la verdadera Iglesia de Cristo, siendo las otras "sinagogas de Satanás" (Ap 2,9), que no podían llamarse iglesias. Si es verdad que sólo la Trinidad es la iglesia absoluta de los tres, ninguna, representación terrena e histórica- puede pretender identificarse pura y simplemente con la Iglesia de Cristo. El concilio afirma textualmente: "Esta Iglesia, establecida y organizada en este mundo como una sociedad, subsiste en [no "es"] la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él, si bien fuera de su estructura se encuentren muchos elementos de santidad y verdad que, como bienes propios de la Iglesia de Cristo, impelen hacia -la unidad católica" (LG 8). Una respuesta análoga, aunque más compleja y articulada, habrá que dar al interrogante sobre la relación entre fe cristiana y religiones (ef AG 3; 11; NA 2; LG 16).

3) Vivificada por la "koinonía del Espíritu Santo" (2Cor 13,13), la Iglesia es mucho más que una sociedad definida por unas relaciones ju= rídicas; es un misterio de comunión, que tiene su fuente su forma y su meta en la Trinidad. En esta comunión eclesial, el-vínculo personal que une a los cristianos entre sí y con Dios es el Espíritu Santo, "quien es para toda la Iglesia y para todos y cada uno de los creyentes el principio de asociación y unidad en la doctrina de los apóstoles, en la mutua unión, en la fracción del pan y en las oraciones (He 2,42)" (LG 13; cf UR 2).

"Bautizados en un solo Espíritu, para formar un solo cuerpo" (1Cor 12,13), los creyentes están sostenidos y vivificados en su comunión por la palabra, la eucaristía-fuente y cima de todo sacramento-, los ministerios y los carismas, entre los que destaca la caridad.

En una perspectiva de teología fundamental hay dos dones del Espíritu que exigen una especial atención: la santa tradición y el ministerio ordenado.

El Espíritu, "qui locutus est per prophetas" y presidió con su inspiración la formación de la Escritura, preside también su conservación e interpretación con el dinamismo de la tradición: "Para que este evangelio se conservara siempre vivo y entero en la Iglesia, los apóstoles nombraron como sucesores a los obispos, dejándoles su cargo en el ministerio" (DV 7). Esta tradición, que "va creciendo en la Iglesia con la ayuda del Espíritu Santo" (DV 8), hace de la comunidad cristiana el ambiente vital en que se mantiene viva y activa la palabra de. Dios. En efecto, también fuera de la Iglesia se pueden tener materialmente los volúmenes de las Escrituras; pero es imposible tener el evangelio vivo, o sea, la verdadera comprensión de las Escrituras. En la Iglesia es donde se tiene al Espíritu viviente; ella misma es el evangelio vivo. A la Iglesia entera se le ha confiado él único depósito de la sagrada tradición y de la Sagrada Escritura, para que toda. la Iglesia viva de él; pero "el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado únicamente al magisterio vivo de la Iglesia, lo cual lo ejercita en nombre de Jesucristo" (DV 10).

En torno a la palabra de Dios el Espíritu realiza la "coinspiración" de todos los fieles en el crecimiento necesario hacia la plenitud de la verdad divina: todo bautizado recibe del Espíritu Santo el sentido de la fe, es decir, el don de discernir la verdadera fe, y la gratia verbi, el don de anunciarla fielmente (LG 12; 35); al hacerlo así, el Espíritu.no abre a un anarquismo arbitrario, sino que se hace el principio activo de comunión concediendo a todos "con-sentir" en la verdad; de esta manera la Iglesia, guiada por el magisterio, estimulada por el estudio y la reflexión de los creyentes, sostenida por su testimonio de vida, se sitúa bajo la palabra de Dios: el I sentido de la fe se traduce.en consensus fidelium.

3: ESPIRITU E HISTORIA. Empeñada en dar respuesta a todos los que piden razón de la esperanza que hay en los cristianos (cf IPe 3,15), la teología fundamental no puede limitarse a verificar las huellas de la intervención de Dios en la historia de Jesús de Nazaret, sino que, consciente de sus responsabilidades frente al mundo, se hace cargo de los interrogantes de. cuantos piden ver los signos de la presencia del Espíritu de Cristo en la historia de hoy. Es éste el tema del discernimiento del Espíritu.

Si volvemos a la Biblia, vemos cómo desde la creación hasta la consumación final el Espíritu aparece como imantado por lo que es corporal e histórico: hace vivir al cosmos, habita en un pueblo hasta "descansar" en un cuerpo más concreto, el de Cristo; en pentecostés se derrama "sobre toda carne" (He 2,17) y al final será el agente de la "redención del cuerpo" (Rom 8,23). Él es realmente el poder de Dios de hacer historia; bajo su soplo todo se transfigura: el cuerpo desgarrado del crucificado se convierte en el cuerpo glorioso del resucitado, la palabra humana "traduce" la palabra de Dios, el pan se convierte en el cuerpo de Cristo, la Iglesia es la anticipación del reino, el mundo pasa a ser la transparencia restaurada de la patria.

Pero si es verdad que él sigue "dirigiendo el curso de los tiempos" (GS 26), cabe preguntarse: ¿cuáles son los criterios para descifrar su presencia en la historia? "El pueblo de Dios, movido por la fe, que le impulsa a creer que quien lo conduce es el Espíritu del Señor, que llena el universo, procura discernir en los acontecimientos, exigencias y deseos, de los cuales participa juntamente con sus contemporáneos, los signos verdaderos de la presencia o de los planes de Dios" (GS l l).

SIGNOS-PRESENCIA-ES: En analogía parcial con los criterios de autenticidad histórica de los evangelios, se puede trazar la siguiente gama de criterios de discernimiento de la autenticidad de la acción del Espíritu en la historia:

1) El primer criterio puede definirse de continuidad. El Espíritu, fiel a la nueva y eterna alianza, está presente en donde algo es conducido a Cristo; es verdad que el Espíritu no trae una nueva revelación, pero "recordará" todo lo que Jesús ha dicho (Jn 14,26; 16,14), y por eso no llevará ni más allá ni por encima de Cristo. Lo que el Espíritu dijo y realizó en Jesús sigue siendo normativo para siempre: toda novedad que no se integre en aquel pasado no viene del Espíritu, sino del antiespíritu. Pero hay que decir que este retorno a la historia ya cumplida no es una huida hacia dentro, sino un impulso hacia adelante, un ir hacia el Padre. Por tanto, signo del Espíritu es todo lo que mueve hacia adelante a la Iglesia al futuro de Dios; toda verdadera reforma, todo auténtico progreso de la humanidad, tiene que estar en continuidad con la perfección escatológica de la Jerusalén celestial. Esto significa para la Iglesia valorar la memoria Jesu a fin de abrirse continuamente al aliento libre y fuerte del Espíritu; sólo así logrará ser fiel al Cristo de ayer, de hoy, de siempre; sólo así la "memoria" no se convertirá en "nostalgia", sino que se abrirá a la "escatología".

2) El segundo criterio puede llamarse criterio de la discontinuidad. Signo de la presencia del Espíritu es lo que no puede reducirse a la carne ni al mundo: "La carne tiene deseos contrarios al Espíritu y el Espíritu deseos contrarios a la carne" (Gál 5,16-25). En particular, serán dos los signos anticarnales, y por tanto "espirituales", más ciertos: la libertad y el amor. "Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad" (2Cor 3,17): "A cada uno se le ha dado una manifestación particular del Espíritu para la utilidad común..., pero el carisma mayor es la caridad" (1Cor 13,13). El signo del Espíritu se da sobre todo en la libertad que se hace caridad, en la caridad que florece en la libertad; esta libertad-caridad reina sólo en la anti-Babel, la "Ecclesia ab Abel" que el Espíritu se va preparando en cada fase de la historia.

3) El tercer criterio puede llamarse criterio de la paradoja. El Espíritu está presente en donde se verifican aquellas síntesis superiores en las que un aspecto no sólo está equilibrado, sino sostenido por el opuesto; en estas síntesis paradójicas es donde se refleja lo "propio" del Espíritu. Lo mismo que en la Trinidad él es la unidad en la distinción, también en la historia de la salvación su acción es siempre diversificante y unificante, con un proceso en el que la unidad y la distinción no se anulan ni se disuelven, sino se implican la una en la otra. El Espíritu une, no masifica; funde sin confundir; distingue, pero no separa.

La otra gran antinomia que en la historia de la salvación lleva siempre la marca del Espíritu es la de la cruz y la gloria, la de la muerte y la vida. El Espíritu, que llevó a Jesús a la obediencia total al Padre en la cruz y lo resucitó de la muerte haciéndolo vivo y vivificante, lleva también a la Iglesia y a la humanidad a perderse para encontrarse de nuevo, ya que él es en sí mismo la "debilidad omnipotente", la fuerza del amor infinito que se hace pobre y desvalido para suscitar la respuesta del amor finito y asumirlo en la comunión consigo. El Espíritu sopla en donde se da la vida por amor, en donde se experimenta el consuelo en la tribulación, la franqueza en la persecución, el perdón en el odio y en el abandono; esta vida nueva constituye "las arras del Espíritu" (2Cor 5,5), la prenda de la Iglesia celestial, en la que todos serán "el uno en el otro, una sola cosa en la paloma perfecta" (GREGORIO DE NISA, Homil. 15 in Cant.).

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F. Lambiasi