PSICOLOGÍA
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SUMARIO:.I. La psique humana: 1. La interioridad del hombre; 2. La religión del corazón; 3. Conciencia y responsabilidad de la persona. II. Interés psicológico de los narradores de Israel. III. La profundidad psicológica de la experiencia profética. IV. El yo de los orantes en el salterio. V. La psicología de Jesús. VI. El mundo interior de Pablo.


Por lo regular, esta "voz" no aparece en los diccionarios bíblicos. La voluminosa Teología del AT de G. von Rad ofrece en el índice sólo alguna referencia esporádica, mientras que se puede advertir su ausencia total en el índice de la Teología del NT de R. Bultmann. Y, sin embargo, no se puede decir ciertamente que los libros de la Sagrada Escritura desatiendan la dimensión psicológica. Ante todo consignan concepciones antropológicas precisas, concediendo particular atención a la psique humana. Por otra parte, el interés predominante por la historia del pueblo israelita y de las comunidades cristianas de los orígenes no quita espacio a la subjetividad y a la interioridad humana, que, antes al contrario, destacan con claridad en algunas expresiones literarias, como, por ejemplo, en el Salterio y las cartas de Pablo, donde el yo del orante israelita y del apóstol de los gentiles ocupa el primer puesto en la escena.

De modo particular, el interés de la Biblia versa sobre las reacciones interiores y profundas del hombre ante la iniciativa de gracia de Yhwh y del Padre de Jesucristo. Podríamos hablar al respecto de psicología religiosa del hombre bíblico, el cual, para usar una expresión de Pablo, si confiesa el "credo" con los labios, es con el corazón como cree; a la manifestación exterior y social corresponde la interioridad de la adhesión de fe (Rom 10,9-10). En resumen, la relación del hombre con Dios es campo privilegiado de un estudio teológico bíblico.

I. LA PSIQUE HUMANA. Como lo dice la misma etimología, la psicología estudia la psique humana vista en sus múltiples sentimientos y en sus manifestaciones propiamente espirituales. Pero erraríamos si en nuestro examen bíblico nos limitásemos a analizar los textos caracterizados por la presencia del vocablo "alma" (psyjé, nefes). Nuestra atención debe dirigirse, por el contrario, sobre todo al término "corazón" (kardía, leb o lebab), preferido por los escritores bíblicos para indicar el mundo interior del hombre, sus emociones, sus sentimientos, sus pensamientos, sus decisiones y tendencias, justamente lo que llamamos nosotros mundo psíquico. En cambio, el significado fundamental de alma es el de vida o soplo vital, presente también en los animales y que en el hombre se presenta también como fuente de actividad psíquica, sobre todo de carácter emotivo. Así se explica que H.W. Wolff —en realidad, de manera unilateral y maximalista— llegue a afirmar: "nunca es nefes el sujeto específico de actividades espirituales" (Anthropologie de l'Ancien Testament, Labor et Fides, Ginebra 1973, 29).

Igualmente desde el punto de vista terminológico, debemos observar que el segundo vocablo bíblico específicamente expresivo de la interioridad humana es "riñones", usado frecuentemente en paralelismo o en coordinación con "corazón". En cambio, el término "espíritu" (pneúma, ruáh) expresa propiamente la chispa divina presente en el hombre, el cual se relaciona así con su creador (para los temas bíblicos del "alma" y de "espíritu" véase / Hombre).

1. LA INTERIORIDAD DEL HOMBRE. Con el vocablo "corazón", o también "riñones", la Biblia subraya ante todo que el hombre es un ser bifronte o bidemensional: a su cara externa e inmediatamente perceptible se suma su rostro interior, profundo y escondido; su yo interior, diríamos nosotros, que no escapa a la mirada penetrante de Dios, ni tampoco al ojo penetrante del mismo interesado. Esta distinción, sin duda obvia, va acompañada a menudo significativamente de una valoración precisa: la verdad y autenticidad del hombre está en su mundo interior, y lo que aparece externamente tiene valor sólo si está en correspondencia con lo interior; en otro caso, resulta falso e inauténtico. Así, el profeta Isaías, en nombre de Dios, reprende al pueblo que honra a Yhwh sólo de palabra y con los labios, mientras que su corazón está lejos (29,13). Reproche tomado por Jesús para estigmatizar la actitud hipócrita de los fariseos y escribas, que critican la conducta de los discípulos del rabbi de Galilea por descuidar las prescripciones acerca de lo puro y lo impuro (Mc 7,6 y par). De modo similar, Jeremías observa que Yhwh está cerca de la boca de los impíos, pero lejos de sus riñones (12,7). Igualmente podemos citar las célebres antítesis bíblicas: circuncisión del corazón y circuncisión de la carne (Rom 2,28-29; Jer 9,24-25); conversión de ritos penitenciales y conversión del corazón (Jl 2,12-13); lo que se ve y lo que hay en el corazón (2Cor 5,12); separación de los ojos (prosopoi) y separación del corazón (kardíai: lTes 2,17); escritura en la piedra y escritura en el corazón (2Cor 3,2-3; Jer 31,33).

El interior es un mundo que el hombre puede que consiga ocultar a los demás, pero no a Dios, el cual ve en el corazón (lSam 16,7), lo conoce (He 1,24), lo escruta (Jer 11,20; Si 42,18; Heb 4,12-13), escruta el corazón y examina los riñones (Jer 17,10), ve los riñones y el corazón (Jer 20,12). La Biblia llega incluso a calificar a Dios como "el que conoce el corazón humano" (kardiognostes: He 1,24; 15,8), el que sondea los corazones y los riñones (Sal 7,10; Jer 11,20).

Pues bien, lo íntimo del hombre (=el corazón) es la sede de sus sentimientos, pensamientos y proyectos. Así Ez 22,14 habla de resistencia del corazón para significar el coraje; Dt 28,47, de alegría y satisfacción del corazón en el servicio de Dios, y He 14,17, del creador que llena de alegría los corazones de los hombres. El anuncio de la partida de Jesús llena de tristeza el corazón de los discípulos (Jn 16,6), mientras que Pablo declara que siente un profundo dolor en su corazón por la incredulidad de sus "hermanos" israelitas (Rom 9,2). Oseas anuncia así antropomórficamente la compasión de Dios por su pueblo: "¿Cómo voy a abandonarte, Efraín; cómo voy a traicionarte, Israel...? Mi corazón se revuelve dentro de mí y todas mis entrañas se estremecen" (11,8). La altivez encuentra expresión plástica en la fórmula de exaltación del corazón (Gén 49,16; Dt 8,14). El deseo y el anhelo ardiente son atribuidos lo mismo al corazón que al alma: en Rom 10,1 Pablo habla del deseo de su corazón, y el libro de los Proverbios afirma que el deseo del alma del impío está vuelto al mal (21,10). Pero también la alegría (Sal 86,4), la tristeza (Mt 26,38), el dolor (Le 2,37) y la angustia (Rom 2,9) brotan del alma. Hay, pues, una identidad parcial de significado entre "corazón" y "alma".

Además, el corazón del hombre es la fuente de su actividad intelectiva. Si los ojos han sido dados para ver y los oídos para oír, Dios le ha dado al hombre el corazón para conocer (Dt 29,3). A Salomón, que en el sueño de Gabaón pidió no riqueza, sino la sabiduría necesaria para gobernar bien al pueblo, Yhwh le dio "un corazón sabio y prudente" (l Re 3,12). Prov 18,15 habla de un "corazón inteligente que adquiere conocimiento". En su corazón medita María el significado de todo lo ocurrido en Belén (Lc 2,19). En Rom 1,21 Pablo imputa a los ídolos el oscurecimiento del corazón. En todos estos pasajes la mejor traducción de leb/lebab y de kardía es "mente" o "espíritu".

Finalmente, la Biblia atribuye al corazón del hombre las decisiones y los proyectos operativos. Según Jer 23,20, Yhwh está empeñado en realizar "el designio de su corazón"; y Pablo, a propósito de la colecta, recomienda a los corintios: "Cada uno dé según lo que ha decidido en su corazón" (2Cor 9,7).

2. LA RELIGIÓN DEL CORAZÓN. Las formas institucionales de la religiosidad israelita se presentan en los testimonios bíblicos masivas e imponentes: templo, culto, sacerdocio, ley mosaica, tierra, rey. Sin embargo, lo central ahí es el valor de la adhesión interior, total y exclusiva a Yhwh, a su acción salvadora en la historia y a su voluntad exigente. Esto es cierto sobre todo gracias a la tradición deuteronomista, a Jeremías y Ezequiel, voces críticas que combatieron la disociación entre esfera interior y exterior. Del Salterio hablaremos aparte después [/ IV].

La redacción deuteronomista [/ Deuteronomio] se coloca históricamente en tiempo del destierro, cuando Israel había perdido los signos institucionales de su fe: templo, tierra, rey. ¿Cómo explicar tanta pérdida, y sobre todo, qué respuesta dar al interrogante angustioso sobre el futuro del pueblo? El deuteronomista tiene pronta la respuesta a las dos preguntas. Ante todo, Israel paga así su infidelidad a Yhwh, infidelidad que por encima de las formas externas ha atacado el mundo interior de las personas: el corazón de Israel se ha alejado de Yhwh (Dt 29,17), ha sido seducido por los ídolos (Dt 11,16), se ha desviado (Dt 30,17). Hay, sin embargo, un futuro positivo para el pueblo: la vuelta a la tierra, que significa, en último análisis, retorno a vivir (Dt 30,6). Pero con una condición precisa: convertirse a Yhwh "con todo el corazón y con toda el alma" (Dt 30,7; cf I Re 8,47), amarlo "con todo el corazón y con toda el alma", es decir, con total entrega (Dt 6,5; 30,6), servirlo "con todo el corazón y con toda el alma" (Dt 10,12; 11,13), buscarlo "con todo el corazón y con toda el alma" (Dt 4,29), poner en práctica su ley "con todo el corazón y con toda el alma" (Dt 26,16), grabar su palabra en el corazón (Dt 6,6), circuncidar el propio corazón (Dt 10,16). Como se ve, se trata de una vuelta a Yhwh que implica a toda la persona y compromete el yo profundo. Pero a esta invitación apremiante junta el deuteronomista la promesa de que Yhwh intervendrá en persona para circuncidar el corazón de los miembros de su pueblo (Dt 30,6) y para darle un corazón capaz de conocer y reconocer a su Dios (Dt 29,3).

Jeremías, que intuyó que la situación del reino de Judá se precipitaba hacia la catástrofe, no tiene ya confianza en las reformas religiosas realizadas tiempo atrás por Ezequías y recientemente por Josías, ni recurre a las llamadas al pueblo, convencido de que el pecado original de sus contemporáneos, a saber: la idolatría, ha echado raíces tan profundas en el interior de las personas que hace imposible un cambio de decisión y de comportamiento. El corazón del pueblo se ha desviado y es rebelde (5,23); los jerosolimitanos obran de acuerdo con la obstinación y la dureza de su corazón (7,24; 9,13; 16,12; 18,12; 23,17); su corazón está incircunciso, y por tanto de nada sirve la circuncisión de la carne (9,25-26). Puede que hayan realizado signos ritualistas de penitencia, pero no se han convertido a Yhwh con todo el corazón (3,10). Así como el etíope no puede cambiar su piel y la pantera su pelo, así los israelitas son impotentes para hacer el bien, por haberse convertido en ellos el mal en una segunda naturaleza (13,23). En resumen, el yo profundo de la persona ha perdido su cometido de guía de la acción.

Sin embargo, no le falta al profeta de Anatot la esperanza: Dios mismo intervendrá para cambiar el corazón humano haciéndolo dócil y obediente: "Les daré un corazón para que me conozcan, porque yo soy el Señor" (24,7); "Y les daré otro corazón y otro camino para que me respeten siempre, en bien suyo y de sus hijos después de ellos... Pondré también mi temor en su corazón, a fin de que no se alejen de mí" (32,39-40). Las exigencias divinas de la alianza serán esculpidas en el corazón de los israelitas, y no ya en tablas de piedra, como en el Sinaí (31,33). Así pues, el centro de las decisiones del hombre será transformado de modo que haga concretamente posible la obediencia a Dios. Se iniciará así una nueva alianza, en la cual será la gracia divina la que asegure la fidelidad del socio humano (24,7 y 31,31-34).

También Ezequiel dirige su atención a las raíces de la práctica idolátrica, en la cual se consuma la infidelidad del pueblo. Los ídolos ocupan el corazón de los israelitas, afirma el profeta (20,16 y 11,21). Si Oseas sobre todo había denunciado la prostitución exterior de Israel, es decir, sus comportamientos idolátricos, Ezequiel llega a hablar de corazón "prostituido" o "adúltero" (6,9). El centro de las decisiones de la persona se ha endurecido, se ha vuelto impermeable a toda llamada a la conversión (2,4; 3,7, 16,30). Con una expresión plástica, lo define Ezequiel "un corazón de piedra" (36,26 y 11,19).

Al radicalismo de la denuncia del pecado corresponde en Ezequiel una fuerte esperanza para el futuro, cuando el mismo Yhwh renueve el yo interior de las personas, haciéndolo capaz de opciones de obediencia al querer divino: "Les daré otro corazón e infundiré en ellos un espíritu nuevo; quitaré de su pecho el corazón de carne para que caminen conforme a mis leyes, guarden mis preceptos y los pongan en práctica. Ellos serán mi pueblo y yo seré su Dios" (11,19-20); "Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; quitaré de vuestro cuerpo el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que viváis según mis preceptos, observando y guardando mis leyes. Habitaréis entonces en la tierra que di a vuestros padres, seréis mi pueblo y yo seré vuestro Dios" (36,26-28). En otros términos, el centro de decisión (corazón) estará movido por un dinamismo sobrenatural (espíritu) de obediencia y de entrega concreta a Yhwh.

En el NT nos basta aludir en primer lugar a la proclamación de Jesús de Mc 7,15.21, donde, oponiéndose a las prescripciones del AT y judías sobre lo puro y lo impuro, impugna la ideología subyacente a ello: la fuente del mal y la esfera de las fuerzas de la muerte no es de carácter cosista (determinados alimentos, flujo menstrual, contacto con los cadáveres, etc.), sino el yo interior de la persona (el corazón), de donde brotan las decisiones y los comportamientos consiguientes que echan al hombre en brazos de la muerte. No podemos, además, pasar en silencio el testimonio de Pablo, que relativiza la circuncisión carnal para acentuar la importancia de la circuncisión del corazón: "Da igual estar o no circuncidado; lo que importa es ser un hombre nuevo" (Gál 6,15); "Porque no es judío el que lo es exteriormente, ni es circuncisión la que aparece exteriormente en la carne; sino que es judío el que lo es en lo interior, y la verdadera circuncisión es la del corazón, según el espíritu, no según la letra" (Rom 2,28-29). Por no hablar de la insistencia paulina según la cual el Espíritu y la agape se han derramado en el corazón de los creyentes (Gál 4,6 y Rom 5,5), capacitándolos así para llevar una existencia nueva, propia de los últimos tiempos.

3. CONCIENCIA Y RESPONSABILIDAD DE LA PERSONA. Escribe excelentemente C. Maurer: "Es altamente sorprendente que el AT no forjara ningún término para indicar la conciencia. Ello depende de la particular antropología veterotestamentaria. Lo que determina fundamentalmente al hombre es su ser frente a Yhwh, el Dios de la revelación" (GLNT XIII, 296). En realidad, los hombres de la Biblia obtienen el conocimiento del bien y del mal de la palabra divina. La escucha, no la introspección, es la luz que ilumina el camino que han de recorrer. Por otra parte, el AT evidencia con fuerza el yo de la persona, que toma conciencia de sí (= conciencia ontológica) justamente en la confrontación con la autorrevelación divina. De particular importancia son a este respecto los cantos individuales del Salterio, el fenómeno característico de los profetas y las confesiones de Jeremías; y en el NT ocupa el primer plano el yo de Jesús y de Pablo. A continuación hablaremos de ello (en III-VI).

En el NT le debemos a Pablo probablemente la introducción del vocablo syneídesis, presente en sus cartas con significado propio. Nótese ante todo la observación estadística de C. Maurer: "No menos de ocho de los 14 pasajes paulinos se concentran en la discusión acerca de los idolotitos (lCor 8,7-13; 10,25-30)" (GLNT XIII, 312). En la Iglesia de Corinto algunos creyentes, poco iluminados pero muy piadosos, tenían escrúpulos de comer la carne de animales inmolados a divinidades paganas, carne vendida en las carnicerías públicas (= idolotitos), temerosos de pecar de idolatría. Otros, en cambio, de la profesión monoteísta de su fe obtenían la persuasión interna de la nulidad de los dioses paganos, y consiguientemente de la insignificancia religiosa de los idolotitos; por eso los comían con tranquilidad de conciencia, pero terminando así por dar escándalo a sus hermanos débiles o de conciencia "débil". Al tomar posición, Pablo confiesa que comparte la libertad de conciencia de los llamados fuertes, pero les reprocha su ostentación individualista y el no preocuparse de los "débiles". Libertad interior de conciencia y consiguiente libertad moral de acción, desde luego; pero todavía más, en la vida asociada debe valer el principio supremo de la agape, de la atención solícita hacia el hermano y a su conciencia, teóricamente equivocada, pero para él guía obligada de su obrar. Sobre todo hay que notar en Pablo la conexión estrechísima entre conocimiento (gnósis), conciencia o juicio interior y libertad de acción (exousía o eleuzería). El conocimiento por fe del único Dios es el origen de la persuasión interior de que es posible comer los idolotitos sin incurrir en idolatría. Pero en personas expuestas a resistencias muy fuertes, esa conciencia no consigue producir el juicio interior liberador del obrar humano frente a los idolotitos.

De todos modos, se puede concluir que para Pablo la conciencia interior, iluminada o no, es criterio moral de acción y que es preciso seguir cuanto ella dicta (cf también Rom 2,15).

No es diverso el significado de syneídesis en Rom 13,5, donde el apóstol insta a los creyentes de Roma a cumplir fielmente los deberes cívicos, en particular el de pagar los tributos; han de estar animados no sólo por la fuerza intimidatoria de la pena, sino que han de obrar por motivo de conciencia, es decir, impulsados por la persuasión de que el Estado es querido por Dios, y que por tanto el deber cívico se funda últimamente en el querer divino.

Pero Pablo afirma claramente en lCor 4,4 el límite de la voz de la propia conciencia, vista aquí como juez que valora nuestra conducta pasada. En concreto, mirando dentro de sí, no descubre él ningún motivo de reproche (elénjesthai, élenjos); sin embargo, no por eso se considera plenamente en orden frente a Dios; sólo el veredicto de la palabra del juez divino es infalible: "... No me siento culpable [synoida, verbo correspondiente al sustantivo syneídesis], de nada; pero no por esto quedo justificado [dedikaíomai]. Quien me juzga es el Señor".

Los escritos pospaulinos regularmente califican la "conciencia" con los adjetivos "buena" (agathé: He 23,1; 1Tim 1,5.19; 1Pe 3,16.21), "pura" (kathará: 1 Tim 3,9; 2Tim 1,3), "hermosa" (kalé: Heb 13,18), "irreprensible" (apróskopos: He 24,16), pero también "malvada" (ponerá: Heb 10,22). El significado tiende a descualificarse. Por algo syneídesis y pístis (fe) aparecen con frecuencia en paralelismo o en coordinación. Está para indicar el ser cristiano en general, creado por la gracia de Dios.

II. INTERÉS PSICOLÓGICO DE LOS NARRADORES DE ISRAEL. En realidad, se debería hablar de desinterés de los historiadores israelitas, atentos en sus obras a evidenciar la acción histórico-salvífica de Yhwh y la reacción concreta de fidelidad o no del pueblo a la iniciativa divina. Véase, por ejemplo, la narración del sacrificio de Isaac, en Gén 22, donde no se dice absolutamente nada de los sentimientos de / Abrahán, llamado por Dios a sacrificar a su hijo único; el relato sigue el carril de la mención del mandato divino y de la ejecución humana. Mas no faltan excepciones significativas, y sobre ellas queremos llamar la atención.

Ante todo, la tradición yahvista se detiene en el proceso psicológico que llevó a Eva a la transgresión del mandato divino (Gén 3). La insinuante "serpiente" subraya lo odioso de la prescripción de Yhwh: "¿Es cierto que os ha dicho Dios: No comáis de ningún árbol del jardín?" (v. 1); pero la mujer rectifica, aunque exagerando la prohibición del Creador, que ella, indebidamente, extiende a tocar el fruto del árbol puesto en medio del jardín, cuando Dios había prohibido sólo comer de él. Luego el tentador intenta abrir brecha incoando un proceso contra las intenciones de Yhwh: a la trasgresión no seguiría ninguna muerte; es más, al comer, los progenitores se harían iguales a Dios. Se contempla así un verdadero y auténtico sueño de autodeificación del hombre. Al desencadenamiento del deseo sigue la cesión externa y de hecho de la mujer: "La mujer vio que el árbol era apetitoso para comer, agradable a la vista y deseable para adquirir sabiduría" (v. 6). El pecado "original" del hombre tiene sus raíces en el santuario de su yo, que llega a la autoafirmación orgullosa y titánica.

Sobre el fondo de la historia de José destaca un asunto familiar henchido de preferencias, sueños de gloria, celos, envidias, odios, sentimientos de culpa y fuertes emociones. En particular son dignos de notarse los encuentros de José con sus hermanos (Gén 42ss). Al principio José, recordando los sueños que había tenido tiempo atrás en la casa paterna, se muestra severo (42,7-9). Los hermanos, por su parte, se sienten culpables de haber vendido al hermano, y por ello pagan ahora el precio en justo castigo divino (42,21). José, emocionado al oír las palabras que expresan estos sentimientos profundos de culpa, es incapaz de contener las lágrimas, aunque no en su presencia (42,24). Luego, cuando Benjamín baja a Egipto, su emoción al ver al hermano más pequeño es profunda: "José salió apresuradamente porque estaba muy emocionado a la vista de su hermano y se le saltaban las lágrimas" (43,30). Por su parte, el propósito de retener a Benjamín empuja a Judá a conjurar al hermano aún desconocido: "... Nosotros respondimos a mi señor: `Tenemos un padre ya anciano y un hermano que le nació en la vejez; un hermano suyo ha muerto, por lo que le quedó él solo de aquella mujer, y su padre le quiere mucho'... Si ahora vuelvo a tu siervo, mi padre, y no va con nosotros el muchacho..., morirá" (44,20.30.31). La emoción llega a su ápice en la escena del reconocimiento (45,1-3.14-15.15). Al conocer la noticia de que José está vivo, el espíritu de Jacob se reanimó, observa el autor (45,27). Y el anciano patriarca exclama: "Sí, José, mi hijo está vivo todavía. Iré y lo veré antes de morir" (45,28). Conmovedora es también la escena del encuentro del anciano padre con el hijo reencontrado (46, 29-30).

Finalmente, se impone la narración viva y dramática de la historia de Saúl, animado por sentimientos oscilantes hacia / David, amado y odiado, admirado y temido. Atormentado por angustias y terrores, Saúl es tranquilizado por la música de David, al cual el receloso rey "tomó mucho cariño" (1Sam 16,14-23). Pero luego los triunfos de David, guerrero vencedor, suscitan en Saúl ira, disgusto y celos (1Sam 18,6-9). Los excesos paranoicos del primer rey israelita le impulsan incluso a propósitos y tentativas de matar a David, que consigue huir, suscitando así en el supersticioso rey Saúl temor sagrado ante la evidente protección divina del rival (l Sam 18,10-29; cf c. 19). Altamente emocionante, finalmente, es el encuentro a distancia de ambos, Saúl perseguidor y David perseguido, después de haber éste perdonado la vida de aquél: Saúl reconoce la superioridad moral de David, confiesa su culpa para con él, sabe que el rival será su sucesor e implora su benevolencia para sus hijos (lSam 24,17-23). La escena se repite poco después, y Saúl exclama: "He pecado. Vuelve, hijo mío, David, pues no volveré a hacerte mal, porque mi vida ha sido hoy preciosa a tus ojos. He obrado como un insensato y me he engañado lamentablemente" (lSam 26,21).

Una historia, pues, narrada con mirada penetrante en la psicología de Saúl. Del mismo modo, el autor de la historia de la subida de David al trono evidencia con pocas pero eficaces pinceladas el profundo sentimiento de Jonatán hacia David: "Cuando David terminó de hablar con Saúl, Jonatán quedó prendado de David, y Jonatán comenzó a amarlo como a sí mismo" (lSam 18,1; cf 19,1 y 20,17). ¡Y se trataba nada menos que de su competidor al trono de Israel!

III. LA PROFUNDIDAD PSICOLÓGICA DE LA EXPERIENCIA PROFÉTICA. Todos los profetas de Israel demuestran la viva conciencia de ser portadores de una palabra de Dios al pueblo. Así se explican las fórmulas reiteradas con que comienzan y concluyen sus oráculos: "Palabra del Señor", "Oráculo del Señor", "Así habla el Señor", "El Señor me dijo/me habló", "Me llegó la palabra del Señor", "Visión del Señor", "Así me hizo ver el Señor". Palabra divina que ellos son perfectamente conscientes de haber recibido del mismo Dios, como se ve con toda evidencia en los relatos de vocación en primera persona. [/ Profecía.]

En términos generales, / Amós afirma que Dios no hace nada sin haber revelado su plan de acción a los profetas, sus servidores, movidos por él irresistiblemente a proclamar su palabra al pueblo (3,7-8). En virtud de esta inquebrantable certeza interior, ninguna amenaza consigue hacerles callar. Por ejemplo, si Amasías, el sumo sacerdote del templo de Betel, le ordena que se vaya de Samaria, Amós responderá con valentía que no es un profeta de oficio, sino un profeta elegido por Yhwh, el cual le ha confiado este encargo preciso: "Ve, profetiza a mi pueblo Israel" (7,14-15).

/ Isaías confiesa que es el mensajero de Yhwh, del Santo de Israel, enviado por él al pueblo: "Y oí la voz del Señor, que decía: `¿A quién enviaré? ¿Quién irá por nosotros?' Y respondí: `Aquí estoy yo, mándame a mí'. El me dijo: `Vete y dile a este pueblo...' " (6,8-9).

Más articulado es el relato de vocación de / Jeremías (c. 1). Ante todo, el profeta de Anatot declara su convicción de haber sido elegido por Yhwh ya antes del nacimiento y de la concepción: una verdadera y auténtica predestinación de gracia a la función profética. Si intenta sustraerse aduciendo el motivo de su corta edad que le impedía gozar de autoridad para hablar en público, Dios no atenderá a razones: "No digas: soy joven, porque adonde yo te envíe irás, y todo lo que te ordene dirás" (v. 7). No faltan expresiones plásticas para indicar la inefable experiencia de recepción del mensaje divino: "El Señor extendió su mano, tocó mi boca y me dijo: `Yo pongo mis palabras en tu boca'" (v. 9). Más en concreto, la palabra de Dios puede llegarle al profeta a través de la observación ocasional de objetos externos que, a la luz de la revelación divina, asumen significados simbólicos. Así, mirando un ramo de almendro, Jeremías advierte dentro de sí la inspiración divina.iluminadora: "Yo velo por mi palabra para qüe' sé cumpla" (v. 12). De hecho, "almendro" en hebreo se indica con un vocablo que significa "vigilante". Igualmente una olla hirviendo está ante los ojos del profeta, que oye decir: "Desde el norte se derramará la desgracia sobre todos los habitantes de la tierra" (v. 14).

Por su parte, / Ezequiel habla de la mano del Señor que está sobre él (1,3; 3,22; etc.), del espíritu de Dios que lo dirige (11,1.24; 3,14; etc.), de la vocación divina expresada primero en forma tradicional: "Hijo de hombre, yo te envío a los israelitas... Les comunicarás mis palabras" (2,3.7), y luego de modo original con la orden de tragar el volumen de las palabras de Yhwh (2,8-3,3). No menos original es su persuasión de haber sido constituido centinela del pueblo, atento y pronto a dar la voz de alarma al acercarse el enemigo (3,17ss).

Se trata, evidentemente, de experiencias místicas, extraordinarias, indecibles. Sus beneficiarios intentan hablar de ellas recurriendo a un lenguaje aproximativo: han escuchado la palabra de Dios, han tenido visiones de origen divino, han comido el volumen con las palabras de Yhwh escritas por un lado y por otro. En cualquier caso, es evidente su convicción interior de proclamar un mensaje divino, no propio. La autoconciencia de ser portador de la palabra de Dios define propiamente la identidad del profeta israelita.

Tenemos, luego, una identificación precisa del profeta en el mensaje proclamado. Portador de una palabra ajena, no por eso se presenta como transmisor mecánico, indiferente y neutral. En realidad, se implica en ello profundamente, también desde el punto de vista emotivo. Así, el no de Yhwh al reino de Samaria, destinado a la ruina por ser infiel, encuentra en Amós un intérprete duro y despiadado. El fracaso de la misión profética de Isaías entre los habitantes de Jerusalén de su tiempo no conmueve la seguridad interior del profeta, que de todos modos advierte la eficacia de la palabra divina por él proclamada; una eficacia paradójica, porque a causa del rechazo del pueblo se trasforma en factor de juicio: "Embota el corazón de este pueblo, endurece su oído, ciega sus ojos, de suerte que no vea con sus ojos, ni oiga con sus oídos, ni entienda con su corazón, ni se convierta, ni se cure" (6,10). En resumen, Isaías ejerce a maravilla la función del acusador público.

En cambio Jeremías manifiesta una evidente solidaridad con el pueblo destinado a la catástrofe; el mensaje de denuncia y de juicio llena su ánimo de sufrimiento indecible: "Me invade la tristeza, desfallece mi corazón, se escucha el grito de angustia de la hija de mi pueblo... Por la herida de la hija de mi pueblo estoy herido, angustiado; el espanto me invade... ¡Quién convirtiera en fuente mi cabeza y mis ojos en manantial de lágrimas, para llorar día y noche a los muertos de la hija de mi pueblo!" (8,18b-19a.21.23). Desearía incluso huir al desierto y abandonar al pueblo a su destino (9,1); pero, de hecho, no deja su puesto de responsabilidad.

Ezequiel siente con claridad su deber de responsabilidad ante Dios, que lo ha elegido como profeta centinela, y para con el pueblo rebelde, al cual dirige una última llamada para que se arrepienta (3,17ss; c. 18).

El anuncio del castigo sin compasión de la impía Nínive encuentra en el nacionalista / Nahún un lenguaje violento que manifiesta la profunda participación del profeta en la ruina del odiado enemigo.

En tercer lugar, Jeremías constituye el único ejemplo, y por ello muy precioso e insustituible, en el que aparece la historia interior de un profeta empeñado en el cumplimiento de su misión. Las dificultades externas, más o menos grandes, que constelaron la existencia de los profetas son un lugar común en los testimonios del AT. Sólo de Jeremías, sin embargo, se atestiguan sus dificultades interiores: las dudas, el sentido de frustración y de traición, los momentos de desaliento y de desesperación, las noches oscuras del espíritu. Y todo esto expresado en monólogos angustiosos yen diálogos dramáticos con Dios. En resumen, el libro de Jeremías no deja duda alguna sobre la gravísima crisis que sacudió al profeta de Anatot. Nos referimos a cinco pasajes: 11,18-12,6; 15,10-21; 17,14-18; 18,18-23; 20,7-18, definidos acertadamente como las confesiones de Jeremías. Se trata de una crisis ocasionada por el exterior: el profeta es víctima de engañosas maquinaciones de sus conciudadanos: "Yo era como un manso cordero que es llevado al matadero, ignorante de las tramas que estaban urdiendo contra mí" (11,19; cf 18,18; 20,10). Con amenazas de muerte quieren cerrarle la boca (11,21; 18,20). Advierte que es un signo de contradicción, maldecido por todos (15,10) y objeto de burla (20,7-8). Por otra parte, Dios le parece del todo ausente; sin embargo, él cumple fielmente la misión recibida. Por eso le reprocha a Yhwh la lentitud en el obrar de su cólera (15,15) y le hace preguntas que son otros tantos reproches durísimos: "¿Por qué mi dolor no tiene fin? ¿Por qué mi herida es incurable, indócil al remedio? ¿Vas a ser para mí como un arroyo engañador, de aguas caprichosas?" (15,18). Se siente de algún modo violentado y burlado por su Señor, que ha prevalecido sobre su resistencia: "Tú me has seducido, Señor, y yo me he dejado seducir; has sido más fuerte que yo, me has podido. Me he convertido en irrisión continua, todos se burlan de mí. Pues cada vez que hablo tengo que gritar y proclamar: `¡Violencia y ruina!' La palabra del Señor es para mí oprobio y burla todo el día" (20,7-8). Por un momento, pensó incluso en abandonar: "No hablaré más en su nombre" (20,9). En el ápice de su noche oscura, atenazado por la desesperación, maldice el día de su nacimiento, y pregunta, no sin arrogancia, a Yhwh, por qué no transformó el seno de su madre en una tumba (20,14-18).

Por toda respuesta, Dios le reprende severamente, invitándole a volver sobre sí mismo y a fiarse ciegamente de él (15,19-21). Por otra parte, el mismo Jeremías, si por un lado no quiere ya hacer de profeta, por otro advierte un impulso interior que le empuja eficazmente a proseguir en la misión profética (20,9). Seguirá caminando en la oscuridad de la fe, fortalecido sólo con la promesa de que Yhwh será su escudo. Mientras, sus adversarios prosperan y se burlan de él. Sus imprecaciones contra ellos, presentes en casi todos los pasajes de sus confesiones, serán palabras al aire; la invocación del juez divino no surtirá ningún efecto. Está llamado a vivir en las tinieblas del viernes santo sin perspectiva alguna de la aurora de la mañana de pascua.

IV. EL YO DE LOS ORANTES EN EL SALTERIO. Si en el pasado no han faltado impugnaciones, al presente es cierto que el yo de decenas de salmos debe entenderse en clave individual: es la voz de israelitas particulares, que en la oración abrieron su espíritu a Dios. Tenemos así la posibilidad de conocer la típica religiosidad interior que animó a generaciones enteras del pueblo de Israel. En efecto, una vez entrados en la colección oficial del Salterio, estos cantos, brotados del corazón de esta o de aquella persona, fueron continuamente repetidos y releídos en la liturgia, convirtiéndose así en patrimonio común. En nuestro estudio se impone la tarea de evidenciar la gama entera de sentimientos, emociones, estados de ánimo, propósitos, protestas interiores, dudas de fe y esperanzas expresados en estos cantos, que nos ofrecen un espectro completo de las tonalidades de la psicología religiosa de los devotos israelitas de la Biblia [/ Salmos].

Si son pocos los salmos centrados en la confianza o en la esperanza (cf, por ejemplo, Sal 3, 4, 11, 16), en muchos cantos individuales encontramos esta actitud profunda. El orante del Sal 3 confiesa que Yhwh es su escudo (v. 4); por eso no será presa del miedo, ni aunque un ejército de adversarios vaya contra él (v. 7). Más expresivo es el lenguaje del confiado protagonista del Sal 18: "Señor, tú eres mi fuerza, mi roca, mi fortaleza, mi libertador, mi Dios, mi roca donde yo me refugio, mi escudo protector, mi salvación, mi asilo" (v. 3). El canto del Sal 11 no sigue el consejo de amigos de acogerse a una zona montañosa, abandonando un ambiente social corrompido y corruptor; elige refugiarse junto al Señor (v. 1). La imagen del pastor sirve al autor del Sal 23 para expresar su convicción íntima de hombre protegido por Dios: "El Señor es mi pastor, nada me falta; en verdes praderas me hace reposar, me conduce hacia las aguas del remanso...; aunque vaya por un valle tenebroso, no tengo miedo a nada, porque tú estás conmigo; tu voz y tu cayado me sostienen" (vv. 1-2.4). Ni siquiera la amenaza de ser arrojado por la muerte en el se'ol conmueve la seguridad del poeta del Sal 16. Finalmente, una animosa fides caracteriza al Sal 27: "El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién podré temer? El Señor es la fortaleza de mi vida, ¿ante quién puedo temblar?... Aunque un ejército acampe contra mí, mi corazón no teme; aunque una guerra estalle contra mí, estoy tranquilo" (vv. 1.3).

De todas formas, es preponderante en los cantos individuales del Salterio el género literario del lamento. Resuena en él la voz de personas diversamente probadas: enfermedad, peligro de muerte, acusación judicial injusta, destierro, persecución, escarnio, vejación, abandono, traición de amigos y allegados, vida culpable, desgracia. Se trata de situaciones objetivas vividas en íntimo diálogo con Dios. El cantor del Sal 22 está angustiado sobre todo por el silencio de su Señor, que le parece ausente e inoperante: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? A pesar de mis gritos, no acudes a salvarme; Dios mío, de día te llamo y tú no respondes; de noche, y tú no me haces caso" (vv. 2-3). El protagonista del Sal 69 se siente como el que tiene el agua al cuello y se hunde en un abismo tenebroso (vv. 2-3). En el Sal 55 se expresa el sufrimiento desgarrador por la traición del amigo del alma: "Si un enemigo me ultrajara, yo lo soportaría; si un adversario se alzara contra mí, de él me escondería; pero eres tú, un hombre de los míos; mi familiar, mi amigo íntimo" (vv. 13-14). Un sentimiento de abandono y de soledad caracteriza la oración del Sal 102: "Soy como el búho en el desierto, como la lechuza entre ruinas; no duermo nada, soy como pájaro solitario en el tejado" (vv. 7-8). Es un hombre acabado el que hace oír su palabra en el Sal 88: "Mi vida está llena de desgracias y estoy al borde del abismo; ya me cuentan entre los moribundos, soy un hombre acabado; me han recluido entre los muertos, como los que cayeron y yacen en la tumba" (vv. 4-6). El Sal 71 es la patética oración de un anciano, que al cabo de una vida devota invoca la ayuda de Dios: "No me rechaces ahora que soy viejo, no me abandones cuando me faltan ya las fuerzas...; ahora que estoy viejo y encanecido, oh Dios, no me abandones" (vv. 9 y 18). Un vivo y sincero arrepentimiento caracteriza al Sal 51: el protagonista, con el corazón contrito, confiesa a Dios su pecado e invoca la intervención divina de la gracia para crear dentro de él un corazón puro y un espíritu firme. Pero también hay quien manifiesta su inocencia (cf Sal 26).

Verdaderas y auténticas dudas de fe recorren al cantor del Sal 77, el cual, ante la tragedia de Israel, quizá el destierro, se pregunta si Yhwh no ha rechazado para siempre a su pueblo y no ha desfallecido su fidelidad al socio de su alianza (vv. 4-7). Por eso pregunta a la historia, sacando una lección tranquilizadora. En el Sal 73 el cantor confiesa que sintió la tentación de traicionar su fidelidad a Dios y por poco no se ha hundido su confianza en Yhwh; ¿por qué prosperan los impíos, mientras que los justos pasan días de pasión? Pero meditando en el templo se ha hecho luz en su mente: la prosperidad de los malvados es efímera, mientras que los piadosos gozan para siempre de la comunión con Dios.

Son inumerables las invocaciones acongojadas al Señor: de él espera el devoto ayuda y protección. Hay que destacar aquí la fórmula tan repetida "Dios mío", que ya por sí sola evidencia una relación religiosa individualizada y personalizada "yo-tú" de excepcional densidad espiritual. No menos significativa es la libertad con que el orante interpela a su Dios con interrogantes apremiantes e impacientes: "¿Hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome? ¿Hasta cuándo me esconderás tu rostro? ¿Hasta cuándo tendré desazón en mi alma, y en mi corazón tristeza día y noche? ¿Hasta cuándo va a triunfar mi enemigo sobre mí?" (13,2-3). En realidad, ahí se pone de manifiesto la íntima convicción de que toda la vida depende de esta relación religiosa.

De indudable importancia psicológica son también las conmovedoras expresiones de deseo y de ardiente anhelo que distinguen á algunos salmos individuales. Así el Sal 42 nos pone ante el lamento nostálgico de un levita en tierra extraña, deseoso de visitar el templo y de encontrar en él a su Señor: "Como la cierva busca corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; mi alma tiene sed de Dios, del Dios viviente; ¿cuándo podré ir a ver el rostro del Señor?" (vv. 2-3). Véase también el Sal 63,2: "Oh Dios, tú eres mi Dios; desde el amanecer ya te estoy buscando, mi alma tiene sed de ti; en pos de ti mi ser entero desfallece, cual tierra de secano árida y falta de agua". La alegría por el cumplimiento de un fuerte deseo brota del ánimo del devoto peregrino que va al templo de Jerusalén (Sal 84).

Un perfil del alma religiosa de los salmistas se destaca también de las frecuentes e impresionantes imprecaciones contra los adversarios: calumniadores, acusadores, opresores, escarnecedores. La sed de justicia se une a sentimientos agresivos y llenos de animosidad. Baste esta referencia; lo mismo que, por razones de espacio, nos limitamos a señalar el elemento laudatorio y eucarístico de la religiosidad de los salmos, expresada en los cantos de alabanza y de acción de gracias.

V. LA PSICOLOGÍA DE JESÚS. Es de sobra sabido el carácter problemático de la aproximación crítica al /Jesús histórico, sobre todo a su personalidad. Por otra parte, parece injustificado un escepticismo radical, porque la investigación histórica realizada con los evangelios puede captar algunos rasgos característicos de su imagen. Los evangelistas no se preocuparon ciertamente de darnos a conocer su psique, atentos a testimoniar los dichos y los hechos, cuanto obró y enseñó, como lo atestigua He 1,1. No obstante, queda abierta la puerta para penetrar, aunque sea parcialmente, en su psicología. Naturalmente, nos atendremos a los datos evangélicos, cuya tradición se remonta a antes del evangelista y la Iglesia primitiva.

Ante todo, Jesús demuestra una conciencia extraordinaria de sí. Está convencido de poseer el poder divino (exousía) de perdonar los pecados y se comporta en consecuencia (Mc 2,1-12 y par). La comparación con Salomón y con el santuario de Jerusalén exalta su superioridad: "La reina del sur se levantará en el día del juicio con esta generación y la condenará, porque ella vino de los confines de la tierra para escuchar la sabiduría de Salomón; y aquí hay algo más que Salomón" (Mt 12,42; cf Lc 11,31); "¿O no habéis leído en la ley que en día de sábado los sacerdotes en el templo quebrantan el sábado y no son culpables? Pues yo os digo que aquí hay algo más que el templo" (Mt 12,5-6). Las tomas de posición históricas de los hombres frente a él tienen un peso determinante para su destino último: "Al que me confiese delante de los hombres, el Hijo del hombre lo confesará delante de los ángeles de Dios; pero al que me niegue delante de los hombres, él lo negará delante de los ángeles de Dios" (Lc 12,8-9; cf Mt 10,32-33). Sólo exteriormente parece uno de tantos rabbi, rodeado de un grupo de discípulos; en realidad, no es la ley mosaica, sino él mismo el que constituye el centro aglutinador de los discípulos. "Ven, y sígueme", ordena a los candidatos al discipulado (Mc 2,14 y Mt 9,9; Mt 4,22 y Lc 9,59; Mc 10,21 y par) [/ Apóstol/ Discípulo]. Luego, seguirle a él es antes que los deberes elementales de la piedad familiar: "Sígueme; deja que los muertos entierren a sus muertos" (Mt 8,22; cf Lc 9,60), y postula una adhesión total y exclusiva a su persona: "Si uno viene a mí y no deja a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, hermanos y hermanas, y aun su propia vida, no puede ser discípulo mío" (Lc 14,26; cf Mt 10,37). Los escribas del templo se remitían en sus enseñanzas a la tradición; la palabra de Jesús, en cambio, reivindica validez por decirla él. Mc 1,22 atestigua que los oyentes estaban asombrados porque "les enseñaba como quien tiene autoridad [exousía], y no como los maestros de la ley"; en las antítesis de Mt 5 resuena igualmente con fuerza su yo autorizado: "Habéis oído que se dijo a los antiguos... Pero yo os digo..." Con libertad y familiaridad se dirige a Dios llamándole Abba, vocativo arameo usual en la boca de los niños para llamar a sus papás, y poco o nada usado en las oraciones judías del tiempo (cf Mc 14,36).

En resumen, Jesús estuvo movido por una imagen de sí que lo proyectó por encima de los profetas, colocándolo como presencia determinante en los caminos de la humanidad y de la historia y como centro del proyecto salvífico de Dios.

Por su parte, el relato tradicional de las tentaciones nos dice que hubo de combatir para preservar su identidad, salvando su imagen interior de los factores contaminantes del ambiente. En particular, hubo de defenderse de expectativas mesiánicas triunfalistas y tuvo que tener fe en el proyecto divino sobre él, caracterizado por un mesianismo pobre y débil. Los sinópticos, pero también tradiciones anteriores, pusieron en escena a Satanás (Mc 1,3 y Mt 4,1-11; cf con Lc 4,1-13). Pero según los mismos testimonios, sabemos que Pedro personificó a Satanás para Jesús cuando intentó apartarlo del camino de Jerusalén (Mc 8,33 y Mt 16,23). Similarmente, a Jesús debió parecerle una tentación satánica la intención de la multitud, saciada con los panes multiplicados, de proclamarlo rey (Jn 6,14-15).

Pero la fuerza de la tentación no era sólo externa; dentro del mismo Jesús se libró una lucha dramática: por una parte, el deseo de escapar a la muerte violenta; por otra, el impulso a hacer la voluntad del Padre; en concreto, a afrontar la via crucis. Una lucha interior de la cual surgió la difícil decisión de fidelidad al proyecto divino: "Abba, ¡Padre!, todo te es posible; aparta de mí este cáliz; pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú" (Mc 14,36 y par: cf Jn 12,27).

Además, acá y allá los sinópticos no dejan de documentar su participación emotiva en el cumplimiento de la misión. Las bienaventuranzas (Lc 6,20-21; cf Mt 5,3ss), gozosas proclamaciones mesiánicas en favor de los pobres, de los hambrientos y de los que lloran, testimonian su solidaridad afectiva con estos beneficiarios, pues él se congratula con ellos por la próxima intervención liberadora de Dios rey. Una observación análoga se impone a propósito de su canto de bendición o de alabanza de Dios, que por gracia ha revelado el misterio del reino a los "pequeños" (Mt 11,25-26); Lc 10,21 presenta, por su parte, esta explicitación: "En aquel momento, lleno de gozo bajo la acción del Espíritu Santo, dijo..."). Con admiración y estupor observa la confianza de la cananea: "¡Oh mujer, grande es tu fe!" (Mt 15,28), y pone de manifiesto la fe del centurión: "Al oírlo, quedó admirado y dijo a los que lo seguían: `Os aseguro que ni en Israel he encontrado una fe como ésta"' (Lc 7,9). Tiene compasión de la multitud porque está privada de guías seguros (Mc 6,34 y Mt 9,36), y cuando, sin preocuparse de la comida, le sigue con constancia (Mc 8,2; Mt 15,32). Tiene compasión de los dos ciegos de Jericó (Mt 20,34), de un leproso (Mc 1,41), de la viuda de Naín (Lc 7,13). De signo opuesto es, en cambio, su reacción frente a las impenitentes ciudades del lago (Mt 11,20-24; Lc 10,12-15); a los fariseos, que le piden un signo llamativo (Mt 12,39; 16,4; Mc 8,12; Le 11,29) y hacen ostentación de su observancia (Mt 23,13ss; Le 11,39ss). Entonces en su boca resuenan invectivas durísimas y sin compasión: "¡Ay de vosotros!" En cambio, apostrofa a Jerusalén apenado (Lc 19,41; Mt 23, 37-38).

Por otra parte, Le nos atestigua el ardiente anhelo de Jesús de que se realice el objeto de su misión: "He venido a traer fuego a la tierra, y ¡cuánto deseo ya que arda!" (12,49), y su deseo de consumar la pascua con sus discípulos la víspera de su muerte (22,15). Finalmente, nos parece preciosa la observación siguiente de Mc: la afirmación del rico de haber observado los mandamientos desde la juventud suscita en Jesús un movimiento de afecto: "Jesús lo miró con amor" (10,21).

VI. EL MUNDO INTERIOR DE / PABLO. Gracias a sus cartas ciertamente auténticas —lTes, 1-2Cor, Gál, Rom, Flp, Flm—, estamos en condiciones de trazar, al me-nos a grandes rasgos y no sin lagunas, no sólo su biografía externa, sino también la historia de su alma. Apresurémonos a decir que su existencia experimentó una excisión tan fuerte, que presenta dos caras opuestas: la del fariseo celoso y la del "esclavo de Jesucristo"; en medio, como un vado, la experiencia de Damasco, que hizo de él un hombre nuevo. Sin embargo, no se puede dejar de percibir una continuidad psicológica: el orgullo de su pertenencia a la "secta" farisea y la adhesión sin reservas al judaísmo son las mismas características psicológicas de su nueva pertenencia a Cristo y de su compromiso por la causa del evangelio.

De su pasado de observante intachable de la ley habla en Gál 1,13-14 y en Flp 3,5-6. Luego, repetidas veces, atestigua su cambio radical ocurrido en el camino de Damasco (1 Cor 15,8-10; Gál 1,15-16; Flp 3,7-11); pero, regularmente, huye aquí de descripciones psicológicas, atento únicamente a poner de manifiesto la acción de la gracia divina: como a los apóstoles de Jerusalén, también a él Cristo "se le ha aparecido" en el fulgor de su gloria divina de resucitado (lCor 15; cf ICor 9,1); Dios lo ha elegido como apóstol de los paganos desde el seno de su madre y le ha revelado (apokalyptein) el misterio de su Hijo Jesús (Gál 1). En realidad, estamos aquí ante interpretaciones teológicas que subrayan la iniciativa divina en él (cf también ICor 7,25; 2Cor 4,1). Sólo en F1p 3 habla de su conversión en términos de cambio interior y personal, convertido al código de la gratuidad, después de haber hecho del código del deber la columna de su existencia: "Pero todo lo que tuve entonces por ventaja, lo juzgo ahora daño por Cristo; más aún, todo lo tengo por pérdida ante el sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien he sacrificado todas las cosas, y las tengo por basura con tal de ganar a Cristo y encontrarme en él; no en posesión de mi justicia, la que viene de la ley, sino de la que se obtiene por la fe en Cristo, la / justicia de Dios, que se funda en la / fe" (vv. 7-9).

Como se ve, no se trata de una conversión entendida en sentido moralista. Pablo no fue ni ateo ni pecador. Si se quiere hablar de conversión, hay que precisar: Pablo se convirtió a Cristo, su Señor y camino único de salvación para todos los hombres. Al mismo tiempo, en el camino de Damasco nació en él la clara conciencia de haber recibido directamente, como los profetas en el AT, una misión divina: proclamar el evangelio abiertamente (Gál 1,15-16). Luego, el fuego de las oposiciones le templarán como "apóstol de los gentiles" por investidura divina, no humana (Gál 1,1; Rom 1,1-6; 2Cor 10-13). Nada de incertidumbres, y menos aún de dudas: si Pedro es el apóstol por excelencia para los circuncidados, igualmente él es el apóstol por excelencia para los incircuncisos (Gál 2,7-8). Ciertamente, reconoce que es el último de los apóstoles, y que no merece el nombre de apóstol por haber perseguido a la Iglesia de Dios; pero no oculta la eficacia de la gracia de Dios en su vida de misionero comprometido más que ningún otro (ICor 15,9-10).

Se puede decir incluso que se identificó totalmente con el evangelio y el carisma apostólico: el mensaje evangélico es su evangelio (Rom 2,16; 16,25), el único válido, porque es el único que merece la definición de evangelio-buena nueva (Gál 1,6-8). Con una buena dosis de intolerancia, e incluso de fanatismo, trata de "herejes" a los adversarios judeo-cristianos, que hacían una propaganda distinta en campo pagano (cf 2Cor; Gál y Flp 3). Como disculpa suya en parte, valga la circunstancia de haber sido víctima de ataques virulentos y continuos.

En las relaciones con sus comunidades emerge una personalidad riquísima de sentimientos humanos. Nada de burocracia: la relación apóstol-Iglesias se encarnó en cálidas relaciones presididas por el vínculo "yo-vosotros". Así, evocando la pasada evangelización de Tesalónica, puede atestiguar: "Aunque, como apóstoles de Cristo, hemos podido hacer uso de nuestra autoridad, hemos sido todo bondad en medio de vosotros. Más aún, como una madre cuida cariñosamente a sus hijos, así, en nuestra ternura hacia vosotros, hubiéramos querido entregaros, al mismo tiempo que el evangelio de Dios, nuestra propia vida. ¡Tanto os queríamos!" (ITes 2,7-8). Lejos en persona, pero no de corazón, ha hecho todo lo posible para volver a ver a sus amados tesalonicenses (2,15); y cuando Timoteo, de vuelta de Tesalónica, le lleva buenas noticias, exclama: "Ahora nos parece vivir de nuevo, porque os mantenéis firmes en el Señor" (3,8). Los tesalonicenses no han de dudar de que se acuerda constantemente de ellos; pero confiesa también que se ha alegrado al saber que ellos conservaban de él un buen recuerdo (3,6).

No sólo ama a los creyentes de sus comunidades, sino que también quiere ser correspondido. Escribe así a los corintios: "Corintios, me he desahogado con vosotros y se me ha ensanchado el corazón. Yo no tengo reservas con vosotros; sois vosotros los que las tenéis conmigo. Pagadme con la misma moneda. Os digo como a hijos: ensanchad también vuestro corazón" (2Cor 6,11-13). Con emoción recuerda la acogida que tuvo en Galacia: "Y aunque mi enfermedad fue para vosotros una prueba, no me despreciasteis ni me rechazasteis, sino que me acogisteis como a un ángel de Dios, como a Cristo Jesús" (Gál 4,14). Es realmente increíble, pero el presente le vuelve la cara: "¿Dónde están ahora aquellos entusiasmos vuestros por mí? Doy fe de que, si hubiera sido posible, hasta os hubierais arrancado los ojos para dármelos. ¿Y ahora he pasado a ser enemigo vuestro por baberos dicho la verdad?" (4,15-16).

En cambio, la relación con los filipenses no experimentó crisis alguna. Prisionero, confiesa que los lleva en el corazón (F1p 1,7). Luego, ante la perspectiva de una condena capital, se declara interiormente dividido entre el deseo de una comunión indefectible con Cristo y el deseo de continuar viviendo para servir de ayuda aún a los filipenses, aunque termina inclinándose hacia esta segunda eventualidad, naturalmente en cuanto depende de él (1,23-35). De todos modos, les invita a compartir su alegría de testigo del evangelio (2,17). Luego, en la preciosa ayuda recibida en la cárcel, valora sobre todo el signo del nuevo florecer de su afecto a él (4,10).

A Filemón le escribe de Onésimo, esclavo fugitivo: "Te lo envío como si te enviara mi propio corazón" (v. 12).

Es extraordinaria también su adhesión de corazón a los correligionarios judíos, que habían rechazado en masa el mensaje evangélico: "Como cristiano que soy, digo la verdad, no miento. Mi conciencia, bajo la acción del Espíritu Santo, me asegura que digo la verdad. Tengo una tristeza inmensa y un profundo y continuo dolor. Quisiera ser objeto de maldición, separado incluso de Cristo, por el bien de mis hermanos, los de mi propia raza" (Rom 9,1-3). Pero para los que constantemente le acechaban con hostilidad, recurre a invectivas de tipo profético (1Tes 2,15-16). Igualmente vehemente en su reacción al frente combativo de sus adversarios judeo-cristianos, que en Corinto, en Galacia y en Macedonia le hacían una guerra despiadada. Los llama ora "falsos profetas, obreros engañosos, que se disfrazan de apóstoles de Cristo" (2Cor 11,13), ora perros, malos obreros, falsos circuncidados" (Flp 3,2). A los agitadores de Galacia les da el apelativo despectivo de mutilados (Gál 5,12). A. Vanhoye ha dicho con razón, a propósito de la crisis gálata, que Pablo vivió dentro de sí el drama de los celos, envuelto en un triángulo: él, los amados creyentes de las Iglesias de Galacia y los adversarios como rivales. Por lo demás, él mismo recurre a este motivo para explicar la pasión con que interviene ante los corintios: "Tengo celos divinos de vosotros, porque os he desposado con un solo marido, os he presentado a Cristo como una virgen pura. Pero temo que, como la serpiente engañó con su astucia a Eva, pervierta también vuestros pensamientos" (2Cor 11,2-3).

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C. Barbaglio