POLÍTICA
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SUMARIO: I. La política en el AT: 1. Las vicisitudes históricas de Israel; 2. Las instituciones políticas; 3. Los modelos políticos; 4. Los profetas y la política; 5. La distinción entre religión y política. II. La política en el NT: 1. La situación política en tiempos de Jesús; 2. La actividad de Jesús; 3. El episodio del tributo; 4. Pablo y la política; 5. Los otros textos neotestamentarios sobre la política; 6. ¿Existe una concepción de la política en el NT?


I. LA POLÍTICA EN EL AT. 1.
LAS VICISITUDES HISTÓRICAS DE ISRAEL. Un exposición sintética (y absolutamente nueva para un Diccionario de teología bíblica) del tema de la política en el AT y en el NT no puede pretender, como es lógico, ser completa, sino que tiene que limitarse necesariamente a los que parecen ser los aspectos más significativos y característicos de este tema. Así pues, distinguimos la exposición del AT de la del NT. Y trazamos en primer lugar las líneas fundamentales de la historia política de Israel hasta la época de Jesús y del NT.

Esta historia comienza probablemente con la emigración de un clan de origen semita, guiado por / Abrahán, desde las estepas semidesérticas de Siria hasta la región más fértil de Canaán. Esta emigración, de la que ignoramos tanto las motivaciones económicas concretas como las circunstancias históricas más concretas todavía, está probablemente relacionada con una reforma religiosa dentro del clan, que asentó las primeras bases de la futura fe monoteísta de Israel. La época de los patriarcas, cuya fisonomía histórica nos es imposible reconstruir con detalle, es de todas formas la época en que se va dibujando progresivamente la creencia hebrea en el Dios de Abrahán, de Isaac y de / Jacob. Esta época concluye con la emigración de algunos clanes a Egipto, que quizá pueda relacionarse con los movimientos de pueblos hacia el delta del Nilo en el siglo XVIII, o con otros acontecimientos de origen similar en el siglo xiv a. C.

Después de un período de tiempo difícil de determinar, al final del cual los hebreos, inicialmente bien acogidos en Egipto, acabaron cayendo en una especie de semiesclavitud, tiene lugar la salida de Egipto, el / éxodo, bajo la guía de / Moisés. Este éxodo, que tuvo lugar en el siglo xiii a.C., y debido ciertamente a diversas circunstancias históricas, va también indisolublemente unido a una profunda experiencia religiosa, a una revelación, por así decirlo, de aquel / Dios de los padres que los israelitas llamarán en adelante Yhwh. Durante el éxodo (los cuarenta años convencionales de la tradición), en la península del Sinaí, las diversas tribus de Israel refuerzan su unión con un vínculo que es sobre todo religioso y que encuentra su expresión en el pacto de / alianza entre Yhwh y el pueblo, que tiene en la t ley mosaica su carta fundamental.

Al final del éxodo se sitúa el asentamiento en la tierra de Canaán. Es difícil establecer si esto fue el resultado de una rápida conquista militar o el efecto de una penetración cultural progresiva. De todas formas, lo más importante es que, una vez asentado en Canaán, Israel aparece como una confederación de tribus cuyo vínculo principal está constituido por la fe común, aunque no exclusiva todavía, en Yhwh. Toda la época llamada de los / jueces (alrededor de los siglos xn y xI a.C.) está marcada por el proceso de sedentarización de las tribus nómadas y por las relaciones unas veces pacíficas y otras conflictiva con las poblaciones locales. También la religión de Israel comienza a conocer aquella tensión constante entre el deseo de asemejarse a los paganos y la invitación a conservar su propia identidad, de la que estará llena toda la historia posterior.

Con la llegada de la monarquía (en torno al año 1000 a.C.) Israel se convierte por primera vez en un Estado. Saúl, / David y Salomón pueden ser considerados como los artífices, más o menos idealizados por la tradición, de esta transformación fundamental que pone a Israel en el mismo plano que a los reinos limítrofes. Ellos dotaron a la nación de un ejército permanente, escogieron la plaza fuerte de / Jerusalén como capital, le dieron, finalmente, una administración eficiente. La organización de tipo confederal de las tribus fue cediendo el paso lentamente a la centralización monárquica. En este proceso de centralización tiene un papel esencial la construcción del templo de Jerusalén, destinado a sustituir con el tiempo a todos los demás santuarios locales y a ser el único lugar de culto de todas las tribus de Israel, en donde se celebra el señorío de un Dios que no tolera otros dioses a su lado.

Pero el esplendor de la monarquía duró poco. Ya después de la muerte de Salomón el reino se dividió en dos: Israel al norte y Judá al sur. Y los dos Estados se encontraron muy pronto envueltos en la política expansionista de los grandes imperios de Asiria y de Babilonia. En medio de conflictos interinos, primero Israel y luego Judá cayeron bajo la dominación extranjera. Los siglos IX, VIII y VII a.C. son la época de los grandes profetas [/ Profecía], los cuales participaron personalmente en las peripecias políticas de los dos reinos y contribuyeron de forma decisiva a la afirmación de la fe monoteísta del pueblo hebreo. Esta época se cierra el año 586 con la tragedia nacional de la conquista de Jerusalén por parte de Nabucodonosor y la deportación de gran parte de los hebreos del reino de Judá a Babilonia.

En el 538, con el edicto de liberación de Ciro, comienza la repatriación de los desterrados a Jerusalén y se emprende el proceso de organización de lo que se llama ordinariamente el J judaísmo. Los hebreos no reconquistan la libertad, pero la benevolencia del dominador persa les permite comenzar la reconstrucción política y social del país. Sobre todo les permite la reconstrucción del templo de Jerusalén, en torno al cual vuelve a constituirse la unidad religiosa de la nación. Las reformas legislativas de Nehemías y de Esdras llevan a término este difícil proceso. Aunque permaneciendo bajo el dominio extranjero, Israel conserva una cierta autonomía, bajo la forma política de una teocracia gobernada por la casta de los sacerdotes del templo y protegida por el "seto de la ley" mosaica.

A comienzos del siglo II, es decir, bajo el dominio griego de los sucesores de Alejandro, se abre la última fase de la historia de Israel. La política de helenización del país que llevan a cabo los soberanos seléucidas y que apoya la aristocracia local en tiempos de Antíoco IV Epífanes rompe el equilibrio entre el régimen teocrático y la dominación extranjera. Estalla la guerra de liberación nacional, que nos narran en tono de epopeya los libros de los / Macabeos, al final de la cual toma el poder político la dinastía de los asmoneos. Los judíos viven por última vez el sueño de la libertad y de la independencia. Aunque los asmoneos no pueden presumir de ninguna ascendencia davídica, se restablece el régimen monárquico. Pero, una vez más, por poco tiempo. Sin profundas raíces en el pueblo y destrozada en su interior por luchas familiares, la monarquía asmonea decae rápidamente. Llamado por los mismos asmoneos para dirimir sus conflictos, el general romano Pompeyo entra en el año 63 a.C. en Jerusalén y poñe fin para siempre a la independencia del país.

2. LAS INSTITUCIONES POLÍTICAS. Este esbozo tan rápido muestra sobre todo una cosa: que el pueblo de Israel, lo mismo que no tuvo gran importancia por sus empresas históricas, tampoco la tuvo por sus instituciones políticas. Los hebreos no conocieron la forma, ni por tanto la civilización, de las ciudades-estados, como los griegos, ni la del gran imperio universal, como los asirios y los babilonios. En su origen, y por mucho tiempo, ni siquiera constituyeron un Estado. Todavía en el momento de su asentamiento en el país de Canaán formaban simplemente una confederación de doce tribus, consciente sin duda de los vínculos que la mantenían unida, sobre todo en el plano religioso, pero sin órganos de gobierno y privada de eficacia política. La situación cambia de pronto con la institución de la monarquía por parte de Saúl. Entonces la federación israelita se erige finalmente en Estado y se convierte concretamente en un Estado nacional, lo mismo que los reinos colindantes de Trasjordania, con un ejército estable y una administración central. Este Estado se refuerza y comienza a expansionarse con David y Salomón, intentando constituirse en un imperio al estilo del egipcio, con empresas comerciales y cierto lustre cultural. Durante algunos siglos, con diversa fortuna, se mantuvo la monarquía a pesar de la división que había tenido lugar entre el reino de Israel al norte y el reino de Judá al sur. Pero tampoco la institución monárquica asumió nunca una fisonomía precisa y definitiva. Ya la monarquía de David y Salomón es distinta de la de Saúl, bien sea por el dualismo que comenzaba a aparecer entre Israel y Judá, bien por el carácter supranacional de su Estado. Después de la muerte de Salomón, Israel y Judá forman dos reinos nacionales diversos, con una concepción del Estado igualmente diversa. Pero la misma monarquía de David y Salomón, con todo su esplendor y a pesar de haber sido idealizada por la tradición, no es, en definitiva, más que un paréntesis entre la antigua organización confederal de las tribus y el régimen teocrático de la comunidad posterior al destierro. En efecto, la caída de Jerusalén marca el final de las instituciones políticas de Israel. Judea será en adelante parte integrante de los imperios babilonio, persa, tolemaico y seléucida. No es ya un Estado, sino más bien, dentro de los límites de la autonomía religiosa y cultural que le dejan, una comunidad religiosa, dirigida por la ley mosaica, bajo el gobierno de los sacerdotes: un régimen teocrático.

Así pues, no hay una única concepción israelita del Estado. La federación de las doce tribus, la monarquía de Saúl, de David y de Salomón, los reinos de Israel y de Judá, la organización de la comunidad posexílica constituyen otras tantas formas políticas diversas. Puede incluso decirse que no ha habido nunca una concepción israelita del Estado. Ni la federación de las doce tribus ni la organización de la comunidad posexílica constituían un Estado. Lo constituía sin duda la monarquía; pero también su modelo, como es sabido, fue discutido algunas veces. El AT conoce realmente una tradición favorable a la monarquía, que encuentra expresión en 1 Sam 9,1-10, en todos los pasajes que exaltan a David, desde la famosa profecía de Natán (2Sam 7,8-16), y en todos los textos del mesianismo real, desde los / Salmos hasta / Isaías. Pero recuerda también una tradición hostil a la monarquía, que aparece en 1Sam 8,1-22, en las invectivas de algunos profetas como / Oseas y / Ezequiel y en las condenas del redactor de los libros de los / Reyes.

Todo esto tiene, en definitiva, una motivación profunda. El elemento común que subyace a estas diversas concepciones es uno solo: la teocracia, por la que Israel es el pueblo de Dios y no tiene más Señor que a él. Como dice el sema`, la oración sacada de Dt 6,4 que constituye la base más fuerte de la espiritualidad hebrea y la inspiración de muchos movimientos políticos, "el Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo". Es verdad que esta formulación rigurosamente monoteísta de la fe religiosa de Israel es el resultado de una larga historia, que se cierra solamente en la época monárquica. Pero la conciencia de que el vínculo que lo une es de naturaleza religiosa es todavía más antigua. En efecto, antes de ser una comunidad política, Israel es y siguió siendo siempre una comunidad religiosa. Es la religión la que mantuvo unidas a las tribus asentadas en la tierra de Canaán, como es también la religión la que unió a los desterrados que habían vuelto a Jerusalén desde Babilonia. E igualmente la religión constituyó el motivo de cohesión profunda en el período de la monarquía, a pesar de la división de los reinos. En esta perspectiva hay que juzgar las diversas formas de organización política por su grado de fidelidad al pacto de la alianza establecido entre Yhwh y su pueblo. El Estado asimismo sigue siendo un elemento secundario, del que Israel puede prescindir, y de hecho prescindió, al menos durante una gran parte de su historia. En resumen, la política no tiene una autonomía real, sino que ha de juzgarse constantemente desde el punto de vista de la religión. A partir por lo menos de la época monárquica, la medida para juzgarla nos la dan algunas ideas fundamentales que constituyen el núcleo de la fe de Israel. Podemos resumirlas en las ideas de / pueblo, de / liberación y de promesa.

3. Los MODELOS POLÍTICOS. Lo fundamental para la concepción política de Israel, como por otra parte para toda su visión del mundo tal como aparece en esa reconsideración profunda de su historia que son los textos del AT, es ante todo su conciencia de ser un pueblo, y más concretamente el pueblo de Dios. Israel no es solamente un pueblo entre los demás pueblos, sino un pueblo que se distingue de todos ellos por la relación particular que lo une con Dios. Efectivamente, entre todos los pueblos de la tierra —y todos ellos están bajo la soberanía de Yhwh—, Yhwh ha escogido a Israel como su pueblo particular: `am segullah mikkol-haammin (Ex 19,5; Dt 14,2): "pueblo propio entre todos los pueblos". Esta conciencia de su propia diversidad respecto a todos los demás pueblos por la relación especial que mantiene con Dios, está presente en todo el AT y encontrará una expresión lingüística particularmente característica en la versión de los Setenta, donde —de una forma no perfectamente constante, pero absolutamente dominante— se define a Israel como laós y a todos los demás pueblos como éthné (p.ej., en los pasajes anteriormente citados, que se traducen en griego como laósperioúsios apó pántón tón ethnón). Laós que en tanto es tal, es decir, distinto de los éthné, en cuanto que es precisamente laós toú theoú, pueblo que pertenece a Dios.

Esta conciencia nació históricamente, o por lo menos estuvo ligada tradicionalmente, con la experiencia de la liberación de Israel de la esclavitud de Egipto. En el acto soberano con que Dios "extendió su mano", "su brazo poderoso"(Ex 7,5; Dt 4,34) para liberar a Israel de la esclavitud de Egipto es donde se constituyó, según la tradición, la conciencia de Israel de ser un pueblo, y precisamente el pueblo de Dios. Según esta tradición, en los orígenes de la conciencia histórica, y por tanto política, de Israel no está un obrar humano cualquiera, sino el obrar mismo de Dios. Y más concretamente, "en el comienzo de la historia del pueblo de Israel está, por consiguiente, su liberación de la esclavitud extranjera, considerada inequívocamente como acción de Dios, gracias a la cual se hizo posible su formación nacional" (Strathmann, laós, 107). La conciencia histórico-política de Israel está relacionada, por tanto, de manera inseparable con su pertenencia a Dios y con su libertad del extranjero.

Pero esta conciencia es inseparable también de la revelación del Sinaí. Es allí donde, según la tradición, a través del pacto de alianza estipulado con Yhwh, Israel recibió la ley, y por consiguiente el ordenamiento jurídico, que lo constituyó definitivamente como pueblo de Dios. El concepto de alianza (berit) es igualmente fundamental para comprender la conciencia política de Israel. Sólo si permanece fiel al pacto establecido con Dios; sólo si conserva la obediencia a su ley, Israel es verdaderamente el pueblo de Dios. Como dice con toda claridad el pasaje del Éxodo citado más arriba, sólo "si escucháis atentamente mi voz y guardáis mi alianza, vosotros seréis mi especial propiedad entre todos los pueblos" (Ex 19,5). La fidelidad de Dios a su pueblo va unida a la fidelidad del pueblo a Dios. En la observancia de los mandamientos se realiza plenamente la relación particular entre Israel y su Dios, y por tanto la realidad histórico-política de Israel.

Esta realidad histórico-política no es entonces, ni lo será nunca, perfecta; pero encontrará su actuación definitiva en un futuro escatológico. A pesar de las continuas infidelidades de su pueblo, Dios no lo abandonará, sino que, por el contrario, realizará para él una era de paz y felicidad. El don de la ley va acompañado de la formulación de la promesa. Y Dios no falla nunca a sus promesas. Israel gozará al final de los tiempos de la bienaventuranza perfecta con su Dios, en un reino mesiánico de paz y de justicia. Es decir, un reino en el que Israel será libre para siempre de la opresión extranjera y en donde reinarán íntegramente la paz y la justicia social. Realidad escatológica definitiva, que corresponderá realizar a un elegido de Dios: el mesías, el hijo de David [/ Mesianismo].

Destacan de este modo claramente algunas de las características fundamentales de la concepción política de Israel. Es evidente en primer lugar el fundamento religioso de la conciencia histórica de Israel. A diferencia de los demás pueblos, el vínculo que une entre sí a los hebreos y que hace de todos ellos un pueblo no es de naturaleza cultural, social o política, sino de naturaleza religiosa. Es la fe en Yhwh la que establece la unidad de Israel. Antes de ser una comunidad política, Israel es, por tanto, una comunidad religiosa. Pero es precisamente esta fe la que, por otra parte, exige determinados comportamientos e indica consiguientemente modelos políticos y sociales. El Dios de la Biblia, el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob, pretende la fidelidad más absoluta de su pueblo. Y esta fidelidad no se agota en las formas legales del culto, sino que exige una pertenencia exclusiva a Yhwh y un cumplimiento riguroso de su voluntad. La religión de Israel es religión de la obediencia y de la ley. Precisamente la ley tiene la tarea de recordar incesantemente a los hebreos la fidelidad que deben a los compromisos asumidos con Dios en la alianza del Sinaí: el rechazo intransigente de los dioses extranjeros, reconociendo el señorío único de Dios, y el respeto constante del hombre, reconociendo el valor de la vida humana. Ello supone en el plano político el rechazo de todo compromiso con las civilizaciones extranjeras, y en el plano social la práctica rigurosa de la justicia entre el pueblo. Son éstos los modelos políticos a los que está obligado Israel: una vez más, en realidad, se trata de modelos religiosos, que constituyen la verdadera medida de juicio de todos los modelos políticos.

4. Los PROFETAS Y LA POLÍTICA. En relación con estos modelos religiosos, es decir, con este conjunto de valores y de creencias de la tradición, es donde hay que colocar y comprender el mensaje de los profetas [/ Profecía I,5-7]. Los profetas les parecieron muchas veces a sus contemporáneos hombres turbulentos, y todavía hoy son juzgados como políticos revolucionarios. En realidad, su mensaje es esencialmente religioso, hasta el punto de aparecer muchas veces culturalmente bárbaro y políticamente reaccionario; como cuando, por ejemplo, Samuel le echa en cara a Saúl el haberse negado a adoptar el uso tradicional del anatema (lSam 15), o cuando Gad se opone al censo ordenado por David por ir contra su religión (2Sam 24,I0ss). Quizá sea necesario distinguir entre los profetas de los siglos IX a.C. y los del siglo VIII y VII a.C., entre los profetas del reino del norte y los del reino del sur, entre Elías y Eliseo y / Amós y / Oseas, y entre éstos e / Isaías y / Jeremías. Y, naturalmente, son numerosas las diferencias que existen entre las diversas figuras particulares.

Sin embargo, algunos aspectos pueden con toda razón considerarse comunes a todas las figuras proféticas. Los profetas no son adivinos que conocen de antemano el futuro, aun cuando alguno de ellos pudo haber tenido poderes excepcionales de este tipo, sino hombres profundamente comprometidos en las peripecias de la historia. Están efectivamente ligados a la situación política del momento. Los más antiguos, Natán, Elías, Eliseo, intervienen en algunos episodios particulares de la historia de su tiempo: los trabajos forzados de Salomón, la muerte de Urías, el templo de Baal o el asesinato de Nabot. Expresan sobre todo su protesta contra la prevaricación del poder monárquico. En cambio, los más recientes, Amós, Oseas, Isaías, Jeremías, están involucrados en la tragedia nacional del pueblo, primero en tiempo de los asirios y luego de los babilonios. Han de tomar posición sobre las opciones fundamentales de la política nacional y sobre los motivos más profundos que las inspiran. En las situaciones concretas de la historia es donde se arraiga de todas formas el compromiso profético por la l "justicia". Yen estas situaciones los profetas expresaron unas posiciones y unas convicciones políticamente diversas y discutibles. Algunos de ellos mostraron una intuición política excepcional, consiguiendo percibir la situación con una clarividencia desconocida para sus contemporáneos; otros, por el contrario, mostraron una capacidad política limitada, inferior a la de sus adversarios. Pero incluso en este caso, y quizá precisamente por eso, se pone de manifiesto con especial claridad el valor del mensaje profético.

El profeta no discute en el plan político, no argumenta con medidas políticas, no aconseja soluciones políticas. El punto de vista en que se sitúa es únicamente religioso: el derecho de Yhwh y la fidelidad de su pueblo. Por eso mismo su proyecto no quiere limitarse a la propuesta de un modelo político que sea más adecuado a la situación contingente, sino que contiene un juicio radical sobre todos los modelos políticos a la luz de la fe de Israel. Efectivamente, las desgracias de Israel no dependen de errores políticos, sino de su desobediencia a la voluntad de Dios. La superación de estas desgracias no se obtiene, por tanto, con diversas opciones políticas, con una mayor habilidad política, sino con el retorno a la fidelidad a Yhwh. Los profetas no invitan al rey y al pueblo a una valoración más aguda y más profunda de los hechos, sino simple y radicalmente a la conversión.

Cuando Amós, por ejemplo, anuncia de antemano el fin de la nación de Israel, tiene ciertamente ante sus ojos, como todos los demás, la amenaza del poder de Asiria. En efecto, no era necesaria una revelación especial o una intuición política para afirmar que se cernía sobre Israel la nube de la derrota y de la deportación. Por el contrario, bastaba con mirar alrededor para darse cuenta de que aquélla había sido ya la suerte de otros pueblos que lindaban con Israel. Pero no es ésta para el profeta la raíz profunda de la catástrofe de Israel. Si el pueblo muere, muere en realidad por sus pecados, no por la acción del enemigo. Y el pecado que resume todos los demás pecados es para él la injusticia social, que clama venganza a los ojos de Dios (Am 5,10-12; 8,4-6).

Cuando Oseas predice a Israel la deportación a tierras extranjeras, no son consideraciones de política realista las que se lo sugieren, sino su convencimiento de que el pueblo ha traicionado a Dios. Y si les reprocha a los hombres políticos su afán de buscar alianzas con alguna de las grandes potencias, es solamente porque está convencido de que Israel debe tener confianza solamente en Dios: "Efraín se mezcla con las gentes vecinas, se ha hecho como una torta a la que no se dio la vuelta. Los extranjeros devoran su fuerza sin que él se dé cuenta; se ha llenado de canas, pero él no lo ha notado. La arrogancia de Israel testifica contra él, pero no vuelven al Señor, su Dios; a pesar de ello, no le buscan" (Os 7,8-10).

Y cuando Isaías le desaconseja a Acaz todo compromiso con los asirios, no lo hace porque lo muevan consideraciones políticas mejores. La política justa era en el fondo la de Acaz, como lo probaría la supervivencia, aunque precaria, de Judá en la alianza con los asirios. Pero el mensaje de Isaías es que la salvación viene solamente de Yhwh. Judá no debe tomar ninguna decisión política, sino que ha de fiarse solamente de Yhwh. En Efraín puede ser que mande Samaria, y en Samaria el hijo de Romelías, pero en la capital de Judá, en Jerusalén, el rey es Yhwh; y Yhwh protege a la ciudad como su santuario (Is 7,1-9).

Por consiguiente, los profetas no son simples figuras políticas, sino grandes figuras religiosas. Su importancia y su significado más profundo no está en las soluciones o en los modelos políticos que proponen, y que muchas veces eran más frágiles y más discutibles que los de sus adversarios, sino en los principios religiosos que afirman y que fueron los que hicieron más pura y universal la religión de Israel. También se puede afirmar que su crítica apasionada de las prevaricaciones del poder dio realmente paso a un proceso de desacralización y de laicización de la política, de fundamentación de la política en el respeto al hombre. Pero puesto que también esta lucha por el hombre se desarrolla por completo dentro de la visión de fe de Israel, el mensaje de los profetas pertenece a la fe, no a la política, aun cuando fuera la política la que les ofreció la situación peculiar para su intervención. Mejor aún, se trata del rechazo del realismo de la política en nombre del radicalismo de la fe, y por tanto de una invitación a los creyentes a mirar más allá de las mezquinas razones de la política para descubrir las razones más altas y exigentes de la fe. Y es ésta la herencia principal de los profetas que se transmitió al NT.

5. LA DISTINCIÓN ENTRE RELIGIÓN Y POLÍTICA. Sin embargo, también en el AT existe un principio de aquella distinción entre la religión y la política, y más exactamente de aquella despolitización de la religión, por un lado, y de aquella desacralización de la política, por otro, que serán típicas del NT.

Hay realmente dos líneas de pensamiento que de alguna manera anuncian esta distinción. La primera está presente, como ya hemos señalado, en el mensaje de los profetas, sobre todo en conexión con la tragedia nacional de la deportación del 586 a.C. En este contexto, por ejemplo, es donde Ezequiel reflexiona sobre el concepto tradicional de alianza, aportándole una vigorosa espiritualización. El conserva la esperanza mesiánica, y más concretamente la esperanza mesiánica de un nuevo David (34,23-24; 37,24-25). Pero esta alianza tiene ahora para él un carácter exclusivamente religioso; más aún, propiamente litúrgico y sacramental. En efecto, lleva consigo la efusión del Espíritu y la transformación del corazón: "Os rociaré con agua pura y os purificaré de todas vuestras inmundicias y de todos vuestros ídolos. Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; quitaré de vuestro cuerpo el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que viváis según mis preceptos, observando y guardando mis leyes" (36,25-27).

Se hace entonces más evidente la necesidad, advertida ya hacía tiempo, de liberar la religión de la política, el sacerdocio del soberano. Si ya en Ezequiel, en la imagen de la futura Jerusalén, aparece una primera distinción entre el templo y el palacio, en el Proto-Zacarías [/ Zacarías III], en la organización de la nueva comunidad, se afirma con toda claridad la separación entre el reino y el sacerdocio. El sumo sacerdote Josué y el gobernador político Zorobabel "son los ungidos que están ante el Señor de toda la tierra" (4,14). Hay, por consiguiente, dos coronas, una que corresponde ya ahora al gobierno sacerdotal; la otra, reservada al cumplimiento de las esperanzas davídicas (6,11-13). Es una primera despolitización de la religión, que encuentra una expresión más clara todavía en las grandes profecías mesiánicas del Trito-Isaías (cc. 56-66), centradas también ellas en una nueva alianza de carácter puramente religioso [/ Isaías IV].

A esta despolitización de la religión la acompaña una desacralización de la política, que se expresa principalmente en la laicización de la figura del monarca. También este proceso, como ya hemos visto, había comenzado con la actividad de los profetas, e incluso antes del destierro. Su vehemente crítica contra la monarquía presupone ya realmente una concepción más "laica" de la política, una reducción de la figura del soberano a proporciones puramente mundanas, es decir, una especie de "desmitización" de la política. Pero aún es más importante la relectura de los antiguos salmos reales (2; 72; 89; 110) por parte del judaísmo del período posexílico [I Salmos IV, 6]. En efecto, esta relectura es la mejor prueba de un proceso constante de espiritualización de estos salmos, que se aparta de su perspectiva real original, para adentrarse en una perspectiva más decididamente mesiánica. Es decir, el carácter sacral no se percibe ya como inherente a la función pública del rey, sino como el elemento específico de una función mesiánica espiritual.

La otra línea de pensamiento que prepara la distinción entre la religión y la política está constituida por aquella reflexión sapiencial que, tras surgir probablemente en la edad de Salomón y haber sido recogida y transmitida durante siglos por los escribas, confluyó principalmente en los cinco libros de los / Proverbios. de / Job, del / Qohélet, del / Sirácida y de la / Sabiduría. Naturalmente, es difícil hablar de una reflexión que, por extenderse durante cerca de nueve siglos, conoce acentuaciones y matices muy distintos, desde el optimismo moderado del libro de los Proverbios hasta el pesimismo radical del Qohélet. En realidad, resulta peligroso considerar como un fenómeno unitario la / sabiduría de Israel. Sin embargo, se advierten algunas constantes en lo que se refiere a nuestro tema específico. En esta reflexión, definida como una especie de arte de bien vivir, como "un conocimiento enteramente práctico de las leyes de la vida y del mundo basado en la experiencia" humana de la existencia, que se distingue y se distancia radicalmente de la teología tradicional de Israel basada en las intervenciones de Dios en la historia, se ve a la política de una forma absolutamente desencantada, y por tanto sustancialmente "laica". Los sabios no manifiestan ninguna ilusión particular en lo que atañe al poder; no dan pábulo a ninguna esperanza "mesiánica" en lo que respecta al soberano. Es verdad que el ordenamiento social es aceptado sin demasiadas discusiones y que los gobernantes políticos tienen pleno derecho a ser respetados (Prov 16,14-15; 19,12; 20,2; Qo 8,2-5); los escribas que escribieron estas reflexiones sapienciales pertenecen de hecho a una clase culta, para la que la estructura social y política existente es en cierto sentido obvia, está fuera de discusión. Pero el terreno de la política es puramente mundano, lleno como está de incertidumbres y de contradicciones; por eso en el libro de los Proverbios es importante la tarea del sabio que, como consejero, orienta la política del soberano hacia la justicia, la misericordia, la ayuda a los pobres. O es incluso el terreno de la miseria y de los fallos, en el que hasta las más decantadas experiencias (como la de Salomón) resultan a la postre decepcionantes, hasta el punto de que en el libro de Qohélet se sugiere un alejamiento radical de toda forma de experiencia política.

De esta manera, a pesar de la diversidad, e incluso a veces la heterogeneidad innegable, de los diversos textos y de las diversas tradiciones, la concepción de la política del AT aparece caracterizada por dos tendencias fundamentales, que volverán a encontrarse de forma todavía más explícita en el NT. En efecto, por un lado, la consideración de la política desde un punto de vista exquisitamente religioso, que es típica sobre todo de la predicación profética, afirma la subordinación radical de la política a la fe, y por tanto el derecho y el deber de una crítica de las desviaciones y las aberraciones de la política en nombre y a partir de las grandes ideas religiosas de Israel: el señorío único de Yhwh sobre su pueblo y la obediencia exclusiva a su voluntad. Por otro lado, sin embargo, esta visión más "laica" de la política, que aparece ya en los profetas y en la relectura de los salmos, y que la reflexión sapiencial lleva a unas consecuencias a veces extremas, es una confirmación ulterior de que el AT no considera normativo ningún modelo político, sino que afirma, por el contrario, la relatividad sustancial de todas las instituciones y opciones políticas. Y son estas dos tendencias las que constituyen la herencia más significativa que transmitió al NT.

II. LA POLÍTICA EN EL NT. 1. LA SITUACIÓN POLÍTICA EN TIEMPOS DE JESÚS. Antes de analizar el pensamiento del NT sobre la política y sobre el Estado, detengámonos unos momentos a considerar la situación política en los tiempos en que vivió Jesús.

En la época de Jesús (es decir, en torno al año 30 de nuestra era), la dinastía de los asmoneos, descendientes de la gloriosa familia de los Macabeos, había desaparecido hacía tiempo. El año 63 a.C., llamado por los mismos asmoneos, el general romano Pompeyo había llegado a Jerusalén y había puesto fin para siempre a la independencia del país. Sin embargo, los romanos no les quitaron inmediatamente a los judíos su autonomía. En un primer tiempo prefirieron dejar al asmoneo Hircano no solamente el sumo sacerdocio, sino además el gobierno del país, de manera que no quedó todavía formalmente abolida la teocracia judía. Más tarde, el temor de los partidos les movió a confiar más bien ese gobierno al idumeo Herodes, que era un extranjero y no representaba por tanto al pueblo de Israel. La teocracia quedaba por tanto abolida, y los judíos volvieron a sentir todo el peso de la opresión extranjera. De todas formas, parece ser que durante el gobierno de Herodes (37-4 a.C.) la situación del país se mantuvo bastante tranquila. Efectivamente, Herodes eliminó a toda la vieja aristocracia de tendencias saduceas y de orientación filoasmonea, creando otra aristocracia, igualmente saducea, pero enteramente doblegada a su voluntad. Mitigó la hostilidad farisea a su política de helenización del país manteniendo un respeto sustancial de la ley judía y reconstruyendo espléndidamente el templo de Jerusalén. Consiguió además frenar los impulsos de las capas populares, usando en parte con ellos mano de hierro, y ofreciéndoles por otro subsidios económicos y puestos de trabajo.

Pero con la muerte de Herodes cambió por completo la situación. Sus sucesores no tuvieron ni su fuerza ni su capacidad política. Su reino fue dividido en tres partes (Judea y Samaria para Arquelao, Galilea y Perea para Antipas, las regiones nordorientales para Filipo) y estallaron tumultos casi por todas partes en el territorio judío. Y estos tumultos tienen ya el carácter de sublevaciones político-mesiánicas. De todas formas, el giro decisivo parece ser que se dio con la reducción de Judea y Samaría a provincia romana el año 6 d.C. Según el historiador judío Flavio Josefo, fue en esta ocasión cuando, ante el censo de la población que habían ordenado los romanos para introducir en la nueva provincia el tributum capitis, estalló la sublevación capitaneada por el famoso Judas de Gamala, llamado el Galileo, y se formó aquel partido de oposición al gobierno romano que durante la guerra judía del 66-73 d.C. estaría representado sobre todo por los "sicarios", grupo éste que Josefo nos presenta como de origen y de tendencias fariseas, pero caracterizado por un particular amor a la libertad y cuya doctrina se resumía en una interpretación radical del primer mandamiento, que les impedía reconocer al lado de Yhwh a ningún señor mortal (Bellum judaicum 2,118; Antiquitates judaicae 18,23).

Hoy ciertamente los historiadores se muestran mucho más cautos que en el pasado tanto a la hora de establecer una continuidad precisa entre el grupo de Judas y el partido de los sicarios como a la hora de afirmar que desde el año 6 al 66 Palestina fuera sede continuamente de motines antirromanos. Es sobre todo desde el 44 d.C., es decir, desde la reducción definitiva de toda Palestina bajo el gobierno de los procuradores romanos, cuando la situación del país se vuelve incandescente. Por consiguiente, precisamente el período del Bautista y de Jesús no aparece caracterizado por grandes tumultos, aun cuando el gobierno de Pilato sobre Judea y sobre Samaria es recordado en las fuentes (Filón de Alejandría, Flavio Josefo) como particularmente duro. No obstante, parece innegable que la situación político-social era sumamente precaria y que el fuego seguía vivo bajo las cenizas. Si algunas tendencias recientes, como la de S.G.F. Brandon, que subrayan los movimientos de resistencia antirromana haciendo de Palestina en la época de Jesús todo un fermento revolucionario, no encuentran suficiente apoyo en las fuentes, otras tendencias opuestas, como la de H. Guevara, que minimizan las tensiones políticas del tiempo de Jesús, viendo en él un período de paz y tranquilidad, resultan igualmente discutibles. La época de Jesús no puede definirse como revolucionaria en el sentido estricto de la palabra, pero vive sin duda tensiones políticas y sociales muy fuertes, de las que surgirán, después del 44 d.C., los verdaderos grupos de la resistencia antirromana. Conviene tener todo esto en cuenta cuando se toca el problema de la actitud asumida por Jesús respecto a las orientaciones políticas de sus connacionales.

Estas orientaciones eran fundamentalmente tres: la de la aristocracia, formada por los sumos sacerdotes, por los ancianos y los escribas, de tendencia prevalentemente saducea, pero que correspondía además a los jefes de los fariseos, era claramente filorromana, y por tanto hostil a cualquier forma de mesianismo y de rebelión; la de las clases medias de la población, ampliamente influidas por la espiritualidad farisea, celosas de su propia autonomía nacional y religiosa, pero bastante resignadas ante el dominio extranjero, más bien hostiles a la política herodiana de helenización del país que al gobierno romano, y el de las capas populares, ampliamente impregnadas de esperanzas mesiánicas de liberación politica y social y abiertas consiguientemente a las influencias de los grupos más extremistas, como el de Judas Galileo y el de los llamados sicarios, dispuestos además a tomar las armas contra el gobierno romano. Con todas ellas hay que medir la actitud de Jesús.

2. LA ACTIVIDAD DE JESÚS. La presentación más común de Jesús entre los exegetas del NT hace de él al redentor espiritual del mundo, y de su mensaje un mensaje "puramente religioso". La predicación de Jesús no habría tenido nada que ver con las esperanzas políticas de su tiempo y de su pueblo. Tan sólo un error judicial, debido además a la mala fe de las autoridades judías, habría llevado a su condena a muerte en la cruz por parte de Pilato como un pretendiente mesiánico-real, y por tanto como un rebelde político. Las mismas pretensiones mesiánicas por parte de Jesús habrían sido más bien implícitas e indirectas que explícitas y directas, basadas más en acciones y en comportamientos dotados de "autoridad" que en el uso abierto del término "mesías". Jesús habría evitado conscientemente su presentación como mesías (incluso algunos piensan que ni siquiera llegó a concebirse a sí mismo como mesías), para definirse solamente como Hijo del hombre [/ Mesianismo III, 2-4].

Ciertos autores de los últimos años, reaccionando contra esta posición y recogiendo intuiciones y sugerencias que ya había avanzado H.S. Reimarus a finales del siglo xviii, y más tarde R. Eisler en los años treinta de nuestro siglo, han ofrecido un cuadro completamente distinto de las relaciones de Jesús con los grupos políticos judíos. Recordemos solamente dos tesis que han tenido una cierta fortuna: la de O. Cullmann, que considera la predicación de Jesús como ampliamente influida por la presencia de lo que él define como "el problema zelote", pero que distingue con toda claridad la postura de Jesús frente a Roma de la de dichos zelotes; y la de S.G.F. Brandon, que subraya más aún que Cullmann la influencia de los grupos de resistencia antirromana, a los que también él llama genéricamente zelotes, sobre el pensamiento de Jesús, haciendo incluso de él una especie de patriota al estilo de Judas el Galileo. Estas tesis han sido justamente refutadas por los estudiosos, y yo mismo creo haber demostrado que Jesús no puede de ninguna forma ser considerado como un rebelde político. Toda su acción (absolutamente no violenta) y toda su predicación (íel sermón de la montaña!) se mueven realmente en una dirección y presentan unas características absolutamente distintas de las de los movimientos de liberación de Palestina contra los romanos (movimientos constituidos no tanto por los zelotes cuanto más bien por los sicarios).

Sin embargo, es difícil aislar por completo la actividad y la predicación de Jesús de la situación política de Palestina que acabamos de describir. Lo que lo impide no es tanto el hecho, importante a pesar de todo, de la condenación de Jesús por parte de Pilato como rebelde político, tantas veces explotado por los que presentan a un Jesús revolucionario y que puede fácilmente explicarse en el contexto administrativo de la época cuanto el carácter mismo de la actividad de Jesús.

Lo cierto es que Jesús apareció en la escena de Palestina poco después del Bautista, vinculando expresamente su predicación a la de Juan. Y aunque no hay ningún elemento que nos permita hacer del Bautista solamente un rebelde político, Flavio Josefo dice explícitamente que Juan había reunido a su alrededor a muchos seguidores y que su muerte no se debió solamente a los celos de Herodíades, como indica el evangelio de Marcos (6,17-29), sino al miedo que sentía Herodes Antipas de que surgieran tumultos populares (Antiq. jud. 18,118-119). Nos encontramos, evidentemente, ante la reanudación de una forma de profetismo, en la que confluían elementos escatológicos y mesiánicos, y que suscitaba consiguientemente expectativas políticas y sociales.

Pero, sobre todo, la predicación misma de Jesús contenía elementos de importancia política considerable. Jesús predicaba la llegada inminente del / reino de Dios. Ahora bien, la idea del reino de Dios no tenía la connotación fuertemente espiritualista e individualista que, sobre la base de una interpretación discutible del famoso pasaje de Le 17,21 ("el reino de Dios está dentro de vosotros"), le atribuía en el siglo pasado la teología protestante liberal, y que todavía hoy le atribuye cierta mentalidad católica. El reino de Dios era para todos los judíos la soberanía de Dios, la realeza de Dios. Y la llegada del reino significaba la intervención soberana y definitiva de Dios en la historia para establecer su señorío y realizar la salvación de Israel. Un señorío y una salvación que no eran puramente espirituales, sino que comprendían el final del dominio extranjero, la desaparición de las injusticias sociales y la realización de un reinado de paz y prosperidad. Por mucho que Jesús rechazase toda interpretación política de su misión y de su persona, negándose, por ejemplo, a que lo hicieran rey (Jn 6,15), la predicación del reino de Dios por su parte no podía menos de despertar en los oyentes esperanzas de liberación política y de redención social.

Por otra parte, esta predicación se dirigía sobre todo a los pobres. Ellos eran los destinatarios privilegiados de la buena noticia del reino; para ellos precisamente esta predicación era una buena noticia. Y hay que entender a los pobres no en el sentido puramente espiritualista de una cierta apologética posterior, sino en el sentido más real y material de oprimidos, explotados, marginados, en el plano social incluso antes que en el económico. La opción preferencial por los pobres es en la acción de Jesús un dato real, imposible de eliminar, el cual, aunque basado en una concreta convicción teológica, tenía evidentes consecuencias políticas. La salvación (el "reino") que anunciaba Jesús iba dirigida sobre todo a los pobres. Finalmente, esta salvación no sólo era anunciada por Jesús, sino traída por él. En las curaciones y en los exorcismos, que constituyen la parte más significativa de su actividad milagrosa, los pobres la experimentaban como ya ahora presente. Lo mismo que cuando Jesús compartía su mesa con ellos —lo cual constituía el elemento más escandaloso de la conducta de Jesús (Mc 2,16: "¿Por qué come con publicanos y pecadores?")—, los pecadores la sentían como actuando ya ahora. Así pues, la salvación no era simplemente una promesa, más o menos inminente, sino que en la acción y en la predicación de Jesús Dios se cuidaba ya materialmente de sus pobres [/ Pobreza].

Pero Jesús no era tan sólo un profeta que anunciaba la llegada inminente del reino, sino además un maestro que enseñaba la ley. Y por la manera de impartirla, esa enseñanza tenía igualmente profundas resonancias sociales. En primer lugar, Jesús atacaba aquella concepción ritualista de lo sagrado, aquella separación de lo puro y de lo impuro que era característica de la espiritualidad farisaica. Al afirmar, por ejemplo, que "nada que entra de fuera puede manchar al hombre; lo que sale de dentro es lo que puede manchar al hombre" (Mc 7,15), Jesús ponía en discusión toda la legislación farisea sobre la pureza y superaba de golpe la distinción —fundamental para toda la antigüedad— entre lo sagrado y lo profano, sometiendo por entero la pureza ritual a la pureza moral. Jesús introducía además un elemento de ruptura evidente con la espiritualidad judía cuando se arrogaba el poder de juzgar él mismo a la ley. Las violaciones del sábado, es decir, de aquella norma que constituía el centro de la moral judía, eran evidentemente un rechazo de toda concepción formalista de la ley; rechazo que encuentra su formulación particularmente incisiva en la otra frase de Jesús: "El sábado ha sido hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado" (Mc 2,27), en donde no se hace ya que la moralidad dependa de la observancia formal de las normas legales, sino de la obediencia auténtica a la voluntad de Dios. Y estas actitudes se traducían finalmente en aquella preferencia por las capas sociales moralmente menos aceptadas de la población (los pobres, los publicanos y los pecadores) de que antes hablamos y que a los ambientes bienpensantes de la época (sobre todo los fariseos y los saduceos) les parecía simplemente escandalosa. En efecto, en esta preferencia quedaba cuestionada el alma misma de la moral judía de la ley: la superioridad del hombre "religioso" sobre el hombre "irreligioso", del "justo" sobre el "pecador", con consecuencias sumamente peligrosas para la integridad religioso-nacional del judaísmo, que fueron ciertamente percibidas con toda claridad por los adversarios de Jesús.

Todo esto invita a ser especialmente prudentes a la hora de definir la predicación de Jesús como "puramente religiosa". Es verdad que Jesús no hizo suyas las esperanzas políticas de su pueblo, que no se adhirió a los grupos de resistencia antirromana, que incluso rechazó claramente todo recurso a la violencia. Por eso podemos decir que su predicación era "esencialmente religiosa". Pero las consecuencias políticas y sociales de su anuncio del reino y de su enseñanza de la ley eran ciertamente de tal categoría que preocuparon a las autoridades judías de su tiempo y están entre las causas no secundarias de su condena a muerte por parte del sanedrín.

3. EL EPISODIO DEL TRIBUTO. La predicación de Jesús, aun siendo "esencialmente religiosa", tiene por tanto graves implicaciones políticas y sociales. Pero hay además en los evangelios un episodio en el que Jesús toma posición directamente sobre el problema del Estado; es el episodio tan conocido del pago del tributo: "Le enviaron entonces algunos fariseos y herodianos para cazarlo en alguna palabra. Llegaron y le dijeron: `Maestro, sabemos que eres sincero y que no te importa nada el qué dirán, porque no tienes respetos humanos y enseñas de verdad el camino de Dios. ¿Es lícito pagar el impuesto al César o no? ¿Lo debemos dar o no?' Jesús, conociendo su hipocresía, les dijo: `¿Por qué me tentáis? Traedme una moneda, que la vea'. Se la llevaron, y les dijo: `¿De quién es esta efigie y esta inscripción?' Respondieron: `Del César'. El les dijo: `Pues dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios'. Y quedaron admirados ante esta respuesta" (Mc 12,13-17).

La interpretación del episodio no parece a primera vista que plantee graves problemas. Según la explicación corriente, las palabras de Jesús no hacen más que sancionar la distinción entre la esfera religiosa y política, la separación de las obligaciones con la Iglesia de las obligaciones con el Estado; obligaciones que la conciencia del creyente y su puesta en práctica está llamada luego a coordinar entre sí.

Esta explicación, aunque es sustancialmente justa, requiere, sin embargo, algunas precisiones de cierta importancia. En primer lugar, considera las cosas más bien en la óptica de los evangelistas o incluso de la Iglesia posterior que en la del mismo Jesús. En efecto, soslaya demasiado fácilmente el hecho de que en la época de Jesús no se puede hablar todavía de relaciones entre la Iglesia y el Estado, y que Jesús fue invitado a pronunciarse sobre un problema concreto, no a enunciar un principio abstracto. Los fariseos y los herodianos (enviados probablemente por el sanedrín) desean saber si es lícito pagar tributo al César, no cuáles tienen que ser las relaciones entre la Iglesia y el imperio. El problema es religioso y político al mismo tiempo. Consiste en saber si es lícito al judío rigurosamente monoteísta el pago de un tributo que implica el reconocimiento de la soberanía imperial. Un problema, como ya hemos visto, que advertían de manera especialmente aguda aquellos seguidores de Judas de Gamala que denominamos sicarios.

En segundo lugar, afirmar que en la respuesta de Jesús está contenida la distinción entre la esfera religiosa y la política es algo que no da razón todavía de los matices contenidos en dicha respuesta. ¿Afirma Jesús realmente el perfecto paralelismo entre las dos esferas de la realidad, en una actitud de absoluta positividad para con el Estado, o bien subordina de manera radical los deberes para con el emperador a los deberes para con Dios? En efecto, hay algunos autores, entre los que hay que recordar sobre todo a E. Stauffer y a J.D.M. Derrett, según los cuales las palabras de Jesús contienen el reconocimiento explícito del derecho del Estado a exigir tributos, ya que es ésta precisamente la voluntad de Dios. En efecto, Jesús no se limita a decir: "dad", "pagad" (dóte), sino que dice: "devolved", "restituid" (apódote). Por consiguiente, afirma Stauffer, "el pago del tributo no constituye solamente... una necesidad maldita, sino un deber y una obligación moral"; "pagar el impuesto imperial es cumplir la voluntad histórica de Dios". El problema, añade Derrett, no se refiere solamente al cobro del tributo, sino a los derechos del rey en general. Obedecer a las órdenes del rey es obedecer a los mandamientos de Dios.

Pero, dejando aparte el hecho de que es discutible, como hemos visto, que Jesús haga aquí una afirmación de alcance tan general, en sus palabras no se encuentra tanto un paralelismo, sino más bien una antítesis entre las dos esferas de la realidad. Como han recogido muy bien otros autores, Jesús no dice simplemente: "Dadle al César estas cosas, y esas otras dádselas a Dios", sino: "Lo que es del César dádselo al César, pero lo que es de Dios dádselo a Dios". Sus palabras no han de entenderse "como una especie de juicio de Salomón que fijaría claramente, en un espíritu de conciliación, las fronteras entre los terrenos político y religioso" (G. Bornkamm, Jesús de Nazaret, Sígueme, Salamanca 1977, 129). Hay más bien una especie de concesión en la primera parte de la respuesta, mientras que con la segunda se abren de pronto nuevos horizontes. En realidad, Jesús parece mostrarse bastante indiferente ante el problema de los deberes para con el César que le planteaban sus adversarios, puesto que lo que realmente le preocupa es el problema de los deberes para con Dios. Jesús no afirma tanto la legitimidad moral del poder político como el carácter absoluto que tienen las pretensiones de Dios.

Pero de esta manera (y es ésta la última observación que hemos de hacer) la respuesta de Jesús supera además los límites del contexto histórico de la época para asumir, en definitiva, precisamente aquel significado más amplio que vieron en ella los evangelistas y la antigua Iglesia. Esa respuesta pone fin a toda forma de teocracia, tanto judía como pagana. Efectivamente, por un lado, al distinguir entre el problema del pago del tributo al César y el de la fidelidad de Israel a Dios, Jesús "secularizó" el poder imperial, privándolo de su fundamento religioso. Pagar el tributo no es un acto de idolatría, ya que lo que con aquel acto se le da al emperador es el respeto, no el culto, la moneda solamente y no todo el hombre. Por otro lado, al separar la venida del reino de Dios de la restitución de la libertad a Israel, Jesús "espiritualizó" la soberanía de Dios, liberándola de toda conexión y compromiso con las esperanzas políticas del pueblo judío. El restablecimiento de la libertad de Israel por la que combaten los sicarios no tiene nada que ver con la llegada del reino de Dios que predica Jesús.

4. PABLO Y LA POLÍTICA. Si es ésta la interpretación más atinada que hemos de dar a las palabras de Jesús, no podemos entonces soslayar esta otra pregunta: ¿Permaneció / Pablo fiel a las enseñanzas del maestro? ¿No se alejó de una forma significativa de la posición de Jesús tanto en su comportamiento como en sus escritos, representando por ello una orientación distinta en cuanto a la política? El problema surge en primer lugar debido a la formación espiritual y a la expericencia cultural de Pablo, tan distintas de las de Jesús. Si Jesús es un judío de Palestina, que no traspasó nunca —a no ser de forma esporádica— los límites geográficos de Palestina, ni tuvo jamás ningún contacto directo con el poder político romano hasta su muerte, Pablo es, por el contrario, un judío de la diáspora, que tuvo una formación cultural de tipo helenista y que mantuvo frecuentes contactos con las autoridades políticas romanas, incluso como ciudadano romano. Nacido en Tarso, Cilicia, y ciudadano romano, Pablo manifiesta necesariamente una posición en lo que atañe a la política distinta de la de los judíos de Palestina, siempre desconfiados de Roma y periódicamente sacudidos por actitudes antirromanas; la actitud de Pablo es la propia del judaísmo helenista, abierto a la comprensión de la cultura griega y sustancialmente leal al poder romano. Y toda la vida de Pablo, desde sus frecuentes relaciones con los diversos magistrados romanos que nos recuerdan los Hechos de los Apóstoles hasta su famoso recurso a la apelación del César sobre la base de su ciudadanía romana, atestigua esta orientación positiva tan distinta de la de Jesús frente al imperio.

Pero el problema no consiste únicamente en la distinta orientación de fondo de Jesús y de Pablo. Hay además un pasaje famoso de Pablo que ha sido interpretado por los diversos autores como si expresase una concepción de la política y del Estado profundamente distinta de la de Jesús; es el pasaje de Rom 13,1ss: "Que cada uno se someta a las autoridades que están en el poder, porque no hay autoridad que no venga de Dios; y las que hay han sido puestas por Dios. Así que el que se opone a la autoridad, se opone al orden puesto por Dios..." Resulta difícil no reconocer que el contenido y más todavía el tono de estas afirmaciones son diversos de los de la respuesta de Jesús a la pregunta sobre el tributo. Y no es posible liberarse de esta dificultad sosteniendo que esas palabras no tienen que interpretarse como reflexiones generales sobre el tema del Estado, sino que constituyen solamente unas indicaciones concretas y contingentes que da Pablo a la pequeña comunidad de Roma en su situación particular. Al contrario, no puede haber ninguna duda de que las formulaciones de Pablo tienen aquí un carácter general, y que expresan, por consiguiente, unos principios generales. Y estos principios son sumamente claros. Cada uno tiene que prestar obediencia a las autoridades que están sobre él, puesto que no hay ninguna autoridad que no provenga de Dios, sino que todas, por el mero hecho de existir, están ordenadas por Dios. Por el mero hecho de existir, y no por el modo con que se presentan. Esto significa que a la autoridad se le debe obediencia de una manera totalmente independiente de la configuración concreta que ella asume históricamente, así como del hecho de que la autoridad misma sea buena o mala, cristiana o pagana. Lo cual no quiere decir, por otra parte, que haya que obedecer siempre a la autoridad, sea lo que sea lo que ordene, puesto que incluso para Pablo es evidente lo que dice Pedro en los Hechos de los Apóstoles: "Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres" (He 5,29). Lo que Pablo quiere decir es que se le debe obediencia a la autoridad, sea cual fuere su forma y su naturaleza concreta, ya que el poder político, querido por Dios, está al servicio de Dios (13,4).

Así pues, las afirmaciones de Pablo son muy claras y muy fuertes. Pero tienen un segundo aspecto que no hay que soslayar y que no resulta menos importante, a saber: que el poder ha sido dado por Dios a las exousíai, a las autoridades, para una finalidad específica, que Pablo define genéricamente como "el bien", tó agathón (Rom 13,3). La misión del Estado es en realidad mantener la paz, garantizar el desarrollo tranquilo y ordenado de la vida común (ITim 2,2), no ya salvar el alma del hombre, ni tampoco hacer al hombre bueno y feliz. Por consiguiente, al Estado, al poder político, no se le debe amor, sino temor; no adoración sino, respeto, y, más concretamente, no culto, sino tributos (Rom 13,7). Así pues, el Estado tiene que seguir actuando en su propio ámbito, que es puramente terreno. No es ni tiene que ser nunca "Iglesia". Y esto es algo que nos lleva a ulteriores consideraciones.

5. Los OTROS TEXTOS NEOTESTAMENTARIOS SOBRE LA POLÍTICA. A pesar de toda su riqueza, la afirmación más decisiva de Pablo sobre el problema de la política y del Estado desde el punto de vista teológico no es la de Rom 13,1ss. Por encima de ella hay otra, que es la siguiente: el Estado por excelencia no es el que existe en la tierra, sino el que está escondido en los cielos; la ciudadanía en la que cada uno de los seres humanos encuentra su plena realización no es la terrena, sino la celestial; por eso mismo la salvación no se deriva de la pertenencia a la comunidad política, sino a la religiosa. "Nuestra patria (griego, políteuma, ciudadanía) está en los cielos, de donde esperamos al salvador y Señor Jesucristo" (Flp 3,20). Lo que constituye el fundamento último de la existencia es la ciudadanía (políteuma) celestial, en la que el creyente está ya inserto desde ahora mediante su pertenencia a la comunidad cristiana. Este mismo pensamiento aparece en la carta a los Hebreos, en donde el autor afirma: "Porque no tenemos aquí abajo la ciudad (pólin) permanente, sino que buscamos la futura" (Heb 13,14). La participación en la comunidad política no es un dato último y definitivo, sino relativo y provisional. Lo que realmente da fundamento a la existencia del hombre es su participación en la ciudad celestial, que ha comenzado ya en esta tierra con la participación en la comunidad cristiana.

Estas afirmaciones están preñadas de consecuencias en lo que se refiere a la actitud concreta que es preciso asumir ante la comunidad política. Observamos en primer lugar un hecho que es de enorme importancia para comprender con exactitud la concepción neotestamentaria de la política. En estas perícopas, como en otros muchos pasajes análogos del NT, se expresa lo que podríamos definir sin más una "conciencia política" real, y bastante fuerte. Efectivamente, los primeros cristianos, aunque sabían perfectamente que tenían diversos orígenes étnicos y que no constituían por tanto una nación, no solamente hicieron propia la convicción judía de ser un pueblo, viendo en la Iglesia a la auténtica heredera de Israel y transfiriendo consiguientemente a ella la noción y el término de pueblo de Dios, sino que a esta noción y a este término les dieron una acentuación consciente e insistente. En efecto, no es ciertamente una casualidad el hecho de que el NT recurra tan frecuentemente a un vocabulario de naturaleza política y que en los dos pasajes anteriormente mencionados aparezcan en particular los términos pólis y políteuma. Al contrario, en este uso se expresa la convicción cristiana de constituir realmente una comunidad política o, para usar la fórmula precedente, la conciencia política real de los primeros cristianos. Esta conciencia política, sin embargo, es radicalmente diversa, y hasta fuertemente polémica, respecto a la conciencia pagana. De las afirmaciones antes recordadas se deriva realmente un comportamiento frente al Estado y frente a la vida política en general que puede definirse como de reserva, de separación, de prevención. En cuanto miembros de la comunidad cristiana, que anticipa ya en esta tierra a la comunidad celestial, los creyentes se sienten y se conciben como extraños a la comunidad política. No tienen una patria, como los demás ciudadanos, sino que viven en las respectivas ciudades como peregrinos y extranjeros (Heb 11,9.13; 1Pe 1,1; 1,17; 2,11). Y que estas consecuencias no se quedaron en algo meramente teórico, sino que se vivieron también en la práctica, lo demuestra de forma evidente la historia de la Iglesia de los dos primeros siglos, de la que sabemos que la acusación principal que se dirigió contra los cristianos, y que resume todas las demás, es precisamente la de mostrarse extraños a la vida de la ciudad.

Si a todo esto añadimos la invitación de Pablo a los cristianos de Corinto a no acudir a la justicia civil, sino a procurar resolver precisamente sus conflictos dentro mismo de la Iglesia (1 Cor 6,1 ss), y aquella otra exhortación más general a mantener con el "mundo" una actitud de reserva "escatológica" (1 Cor 7,26-32: "En estos tiempos difíciles en que vivimos es mejor quedarse como se está... Por tanto, los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que lloran, como si no llorasen; los que se alegran, como si no se alegraran; los que compran, como si no poseyesen; los que gozan del mundo, como si no disfrutasen; porque este mundo que contemplamos está para acabar"), podemos comprender quizá qué enorme novedad constituía el pensamiento cristiano sobre la política respecto al pensamiento pagano. La vida del ciudadano no se agota ya en el ámbito de la pólis, sino que encuentra su realización auténtica en la comunidad celestial. Por eso mismo han quedado superadas las leyes de la pólis y como suspendidas por las leyes de la ciudad celestial. La libertad no es ya la participación en la vida política, sino que se convierte en pertenencia al Señor Jesucristo, a la comunidad de los salvados por él, en la que se han superado y han quedado en suspenso las normas de la vida política. Y el Estado no puede ya presentar ninguna pretensión de que los súbditos le pertenezcan de manera exclusiva y primordial.

Pero precisamente esto, como es sabido, es lo que siguió ocurriendo. El imperio romano no podía aceptar esta drástica relativización de su autoridad, esta secularización radical de su poder, que de esta forma quedaba privado de todo fundamento religioso. Y siguió pretendiendo el amor junto con el temor, la veneración junto con el respeto, la persona humana junto con la moneda. Esto ocurrió de manera especialmente evidente y clamorosa en la imposición a los ciudadanos del culto imperial. Pero de manera más sutil, aunque menos evidente, sucedió siempre que el Estado, negándose a aceptar sus límites, pretendió de alguna manera la posesión de sus ciudadanos. Es éste el cuadro que nos ofrece el famoso capítulo 13 del / Apocalipsis sobre la bestia que viene del mar y la bestia que viene de la tierra. Los exegetas experimentaron siempre grandes dificultades para poner de acuerdo las imágenes dramáticas de este texto de Juan con las exhortaciones a la lealtad que leíamos en la carta a los Romanos o también en la respuesta de Jesús a la pregunta sobre el tributo. No cabe duda de que este texto está muy lejos del pensamiento de Pablo. No refleja ya, evidentemente, la experiencia cristiana de la aequitas romana, sino la de la persecución imperial. Pero precisamente esta distinta experiencia nos ayuda a comprender el significado de la protesta. El Estado del Apocalipsis es el Estado que,, negándose a reconocer sus propios límites, se convierte en un Estado absoluto y totalitario, en un Estado que pretende nuevamente darse un fundamento religioso (Ap 13,5-7: "Le dieron [a la bestia] una boca que profería palabras arrogantes y blasfemias, y poder para hacerlo durante cuarenta y dos meses. Abrió su boca para blasfemar contra Dios, contra su nombre, contra su santuario y contra los que habitan en el cielo. Y le permitieron hacer la guerra a los santos y vencerlos; le dieron poder sobre toda raza, pueblo, lengua y nación"). Parodia suprema y caricatura demoníaca del poder: el poder que se convierte en bestia, que pone su marca sobre todos sus súbditos y que pretende que le rindan culto (Ap 13,11-12.16-17): "Vi otra bestia que subía de la tierra; tenía dos cuernos, como los de un cordero, pero hablaba como un dragón. Ella ejerce el poder de la primera bestia en su presencia y hace que la tierra y sus habitantes adoren a la primera bestia, cuya llaga mortal había sido curada... Hizo que todos, pequeños y grandes, ricos y pobres, libres y esclavos, recibieran una marca en la mano derecha o en la frente, de forma que ninguno pudiera comprar o vender si no había sido marcado con el nombre de la bestia o con la cifra de su nombre"). Por eso mismo la protesta del Apocalipsis no se dirige contra cualquier forma de Estado, sino contra aquel Estado que se convierte de nuevo en Iglesia.

6. ¿EXISTE UNA CONCEPCIÓN DE LA POLÍTICA EN EL NT? Como conclusión de todo este discurso es justo preguntarse: ¿Existe una concepción de la política en el NT?

La primera respuesta es negativa. En el NT no existe una doctrina, es decir, una elaboración compleja y orgánica de pensamientos sobre la política y sobre el Estado, como tampoco existe esa doctrina en el AT. Lo que se encuentra en él, por el contrario, es un conjunto de afirmaciones más o menos condicionadas por la realidad histórica en la que fueron formuladas. Sin embargo, estas afirmaciones pueden fácilmente reducirse a una unidad y constituir en su conjunto un núcleo fundamental de doctrina sobre la política y sobre el Estado.

En la base de todas las formulaciones del NT está la respuesta de Jesús a la pregunta sobre el tributo. Si nuestra interpretación es exacta, no contiene simplemente la distinción entre la religión y la política, ni tampoco solamente la afirmación de la legitimidad del poder político, sino la indicación de las funciones específicas y de los límites insuperables de ese poder. El imperio tiene derecho a exigir el tributo; por tanto, el pago del tributo es ciertamente lícito, ya que el cobro de impuestos forma parte de la naturaleza y de las funciones propias del Estado, que son puramente terrenas. El reconocimiento de la soberanía imperial, que se expresa en el pago del tributo, no tiene nada de específicamente religioso, ni puede, por consiguiente, tener nada de idolátrico. Es simplemente el reconocimiento de la función puramente secular que debe desempeñar el poder político. Pero esto significa precisamente que el Estado no tiene ninguna función, y por tanto ninguna misión, religiosa o salvífica. La salvación viene de Dios, no del César. Y el poder político no tiene ninguna posibilidad de contribuir a la realización de esta salvación.

Las otras afirmaciones del NT sobre el problema de la política y del Estado se mueven todas ellas en esta dirección. Es verdad que el pasaje de Pablo sobre la obediencia debida a las autoridades suena distinto a primera vista. Pablo no tiene aquí el problema de Jesús de remitir ante todo a sus interlocutores a sus obligaciones fundamentales para con Dios, subrayando para ello el carácter puramente relativo del poder político. Frente a posibles tendencias anárquicas de los cristianos helenistas, a Pablo le interesa, por el contrario, afirmar que el poder político, sea el que sea, se justifica por el mero hecho de existir y que tiene por tanto derecho a la obediencia, prescindiendo de su naturaleza, sea ella pagana o cristiana, tolerante o intolerante. En todo esto juega también evidentemente la formación cultural de Pablo, así como tienen un peso indiscutible sus experiencias personales. Pero, además, en ese pasaje se afirma con claridad la naturaleza del poder político, y por consiguiente los límites a los que está sometido. La autoridad viene de Dios, pero está puesta para el "bien", no para la salvación; exige un tributo, pero no la adoración. También en ese pasaje el Estado se presenta como algo puramente terreno, con tareas meramente seculares.

Efectivamente, Pablo sabe muy bien, y lo reitera con fuerza en la carta a los Filipenses, que para el creyente la verdadera ciudadanía, el verdadero Estado, no está aquí, sino en los cielos. La posición del cristiano ante el Estado, y por tanto ante la política, es una posición de reserva, de cautela. Aunque vive en una comunidad política y está por ello obligado a obedecer a la autoridad política, el cristiano sigue viviendo fundamentalmente en una condición de "peregrino", de extranjero, respecto a su patria. En efecto, pertenece ya desde ahora a otra patria, y solamente de ella espera la salvación. Es la misma relativización de la política y del Estado la que está presente en la respuesta de Jesús, ya que "la figura de este mundo pasa". La política y el Estado no tienen ninguna posibilidad de situarse como elemento constitutivo, y por tanto definitivo, de la existencia, esto es, de darse un fundamento religioso, salvífico, según la concepción difundida de la antigüedad, tanto judía como pagana.

Realmente, el poder político tiene todavía esta posibilidad, y la ejerce de hecho todavía. El NT conoce muy bien, en el Apocalipsis, la pretensión del poder político de constituir el fundamento último de la existencia. Pero ésta es precisamente la suprema tentación, que se convierte en la suprema caricatura, del poder, el cual, superados los límites infranqueables que Dios le ha prescrito, se convierte entonces en absoluto, en totalitario; en una palabra, se convierte en "señor" sobre los ciudadanos. Y esto ocurre no solamente cuando el poder político pretende expresamente el culto, pidiendo no sólo el honor, sino la adoración, sino también cuando el Estado pretende que los ciudadanos agoten su vida completamente en su ámbito. Entonces el Estado entra inevitablemente en conflicto con la conciencia de los creyentes, que no conoce más señorío que el de Cristo.

 

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G. Jossa