ORACIÓN
DicTB
 

SUMARIO: I. La oración en la Biblia: 1. El vocabulario de la oración; 2. La oración de Abrahán; 3. La oración de Moisés y el canto de los liberados; 4. La oración de un profeta: Jeremías; 5. La oración de Job; 6. La oración de los salmos; 7. La oración de Jesús; 8. El "Padrenuestro"; 9. La catequesis evangélica; 10. La oración de la comunidad; I1. La oración de Pablo. II. Las estructuras de la oración bíblica: 1. Oración dialógica y personal; 2. Nexo con la historia y la vida; 3. El signo del "silencio de Dios"; 4. Súplica y alabanza.

 

La Biblia menciona muchas oraciones, habla de hombres que rezan y enseña a orar. Todo esto es normal y forma parte de la experiencia religiosa de cada pueblo. La originalidad bíblica no está en la oración, sino en el cómo y en el porqué.

Se puede decir que toda la Biblia ha nacido de la oración, como fruto de una escucha de Dios: se responde a Dios, se discute con Dios, se reflexiona delante de Dios. Más que hablar de Dios, la Biblia habla a Dios y reflexiona delante de Dios. Toda la historia de Israel está recorrida por la oración, que emerge en cada punto de su narración. Esto vale también para el NT. Por eso se comprende que seguir el tema de la oración significa recorrer el camino de la Biblia por entero. Obviamente, ello no es posible.

La primera parte (analítica y fenomenológica) de nuestro estudio será necesariamente una lectura episódica y apresurada, pero no por eso superficial; capaz en todo caso de dar un fundamento suficiente a la segunda parte (sintética), en la cual se intentará establecer las principales estructuras constantes de la oración.

I. LA ORACIÓN EN LA BIBLIA. Si se quiere descubrir el cauce dentro del cual discurre la oración bíblica y toma forma, y por consiguiente captar su originalidad, hay que fijarse con precisión en el marco teológico y antropológico que supone, es decir en la relación / Dios, / hombre, / pueblo y mundo [/ Cosmos]. Es claro que tampoco podemos hacer esto. Habrá que dar muchas cosas por supuestas. Baste recordar, a modo de premisa, que el hombre bíblico se dirige a un Dios que se ha hecho él mismo Dios de Israel y que ha hecho de Israel su pueblo. Al mismo tiempo, Yhwh no es sólo el Dios de Israel, sino que es el único verdadero Dios, creador del mundo entero. El elemento particularista y el universalista se dan la mano: el Señor del mundo es justamente el Dios de Israel. En el NT este entrelazamiento se profundiza y se universaliza: el Dios del mundo se hace hombre, y la Iglesia no es ya un pueblo entre los otros pueblos, sino un pueblo proveniente de todas las naciones.

1. EL VOCABULARIO DE LA ORACIÓN. El vocabulario bíblico de la oración es amplio y fluido. Además de algunos verbos, por así decir, técnicos —como 'atar y palal (de donde el sustantivo tefillah, oración) en el AT, y proseújomai y déomai en el NT— hay todo un abanico de verbos y de expresiones que pertenecen en primer lugar a las relaciones entre hombres y a la vida ordinaria: hablar, gritar, pedir, suplicar, invocar ayuda, alabar, agradecer, buscar. Ya esto muestra que la oración bíblica no está exclusivamente ligada a los ritos, sino que brota de la vida y abarca todo el arco de sus manifestaciones.

2. LA ORACIÓN DE ABRAHÁN. Una primera gran figura,de orante es / Abrahán. La suya es ante todo la oración de la obediencia. "Heme aquí" es su pronta respuesta a cada intervención de Dios. Pero es también la oración de la petición y del lamento: "Señor Dios, ¿qué me vas a dar? Yo estoy ya para morir sin hijos, y el heredero de mi casa será ese Eliezer de Damasco. No me has dado descendencia, y uno de mis criados será mi heredero" (Gén 15,2-3).

Particularmente reveladora de cómo el hombre bíblico se pone delante de Dios es la larga oración de intercesión por Sodoma y Gomorra (Gén 18,23-32). El rasgo que más llama la atención es que Dios y el hombre están frente a frente como dos personas: hablan y discuten familiarmente. Un hombre vivo, un hombre verdadero encuentra al Dios vivo y verdadero. El polvo está ante la roca; y, sin embargo, la confianza es más fuerte que el temor y supera la distancia: "Me atrevo a hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza". Si nos preguntamos cuál es la raíz de esta insólita oración, respetuosa a la vez que confidencial, debemos responder que es la / fe. Sólo de una fe profunda brota una oración atrevida. Además de familiar, la oración de Abrahán es insistente. Abrahán insiste, cortés pero firme. No pide para sí, sino que intercede por los demás. Como todos los grandes hombres de Dios, Abrahán es un intercesor.

Hay, finalmente, un último rasgo, quizá el más original. Abrahán le plantea a Dios un problema: "¿Vas a destruir al justo con el pecador?" En otras palabras, ¿se rige Dios por la maldad de muchos o por la justicia de pocos? ¿No podría un corto número de justos tener tanto peso que indujera a Dios a perdonar a la ciudad? Ya aquí se entrevé cómo para la Biblia la oración es el lugar privilegiado de la revelación y de la reflexión teológica, de la búsqueda y del descubrimiento del misterio de Dios.

3. LA ORACIÓN DE MOISÉS Y EL CANTO DE LOS LIBERADOS. Otra gran figura de orante es / Moisés, al que la tradición bíblica presenta como el mediador entre Dios y la comunidad y como el modelo del intercesor. Son sus manos alzadas las que obtienen la victoria contra Amalec (Éx 17,8-13): "Cuando Moisés tenía sus brazos alzados vencía Israel, y cuando los bajaba vencía Amalec". Muchas veces en el desierto intercede él por el pecado del pueblo solicitando el perdón (Ex 32,11-14.30-34; Núm 14,10-20; 16,22; 21,7). Y se recuerda con complacencia que Dios le hablaba cara a cara, como a un amigo, como a un hombre de confianza (Núm 12,6-8; Ex 33,11; Dt 34,10). Más significativa que ninguna otra es la oración de intercesión de Ex 32. Estamos en el corazón de la oración bíblica. Es una oración dramática; casi una lucha entre Moisés y Dios; y sus argumentos siguen el esquema clásico de la súplica: se apela al amor de Dios (esta nación es tu pueblo), a su fidelidad (acuérdate de las promesas), a su gloria (¿qué dirán las naciones si abandonas al pueblo que te pertenece?). La conclusión es la victoria de la oración: "Y el Señor se retractó del mal que había dicho que iba a hacer a su pueblo" (Ex 32,14).

En apariencia es Dios el que ha cambiado de parecer; en realidad es Moisés el que ha cambiado de opinión, pasando del Dios de la cólera al Dios del perdón. La oración cambia al hombre, no a Dios. Al orar, Moisés descubrió el verdadero rostro de Dios, un rostro de fidelidad y de perdón, y supo leer de modo justo el pecado de su pueblo. "La oración es estar delante de Dios para descubrir estas fuentes profundas del amor incluso en situaciones en las cuales, según la lógica histórica, debería funcionar el esquema del pecado, el castigo y la maldición" (R. Fabris).

En la historia de Moisés y del éxodo no encontramos sólo la oración de súplica y de intercesión; está también la oración de la maravilla y de la gloria ante el despliegue del poder de Dios y de la salvación. Un ejemplo excelente de ello es el canto de Ex 15, que es al mismo tiempo narración y oración. Una vez más somos conducidos al centro de la oración bíblica, que aquí revela algunas de sus características más sugestivas. Mientras que Ex 14 es una simple narración en prosa del puro hecho "histórico", el capítulo 15 expresa, en cambio, la reacción del pueblo ante la proeza de Dios; una reacción tan rica, que no puede expresarse más que en poesía. La oración prefiere la poesía, que no es simplemente una forma literaria más refinada, sino una expresión de la totalidad de la persona. Sentimos vibrar la fe, el entusiasmo, el gozo, la alabanza y la admiración. Todos los componentes de la persona se tensan en el esfuerzo por exaltar el gesto de Dios y de responder a él. El canto de Ex 15 es un himno construido con coros alternos, uno laudatorio (vv. 2-3.6-7.11.18) y el otro narrativo (vv. 1.4-6.8-10.12-17). El coro que alaba supone las palabras del que narra. La oración nace de una historia, de una gesta de Dios acaecida y fijada en la memoria; y, al mismo tiempo, la supera, captando en el gesto divino singular una constante, que se presenta como clave de lectura para el presente y como promesa abierta al futuro.

4. LA ORACIÓN DE UN PROFETA: JEREMÍAS. Ciertamente, todos los profetas fueron hombres de profunda oración, pero los testimonios que nos han dejado sobre ello no son muy abundantes. En el capítulo 19 del primer libro de los Reyes se cuenta el encuentro de Elías con Dios en el monte Horeb. Huyendo de la reina Jezabel y decepcionado por el abandono de todos, el profeta se lamenta: "¡Ya basta, Señor! Quítame la vida... He quedado yo solo y me buscan para quitarme la vida..." (19,4.10.14). Y el Señor: "Anda, vuelve a emprender tu camino..." (19,15). El lamento de Elías es la oración de un hombre desalentad que siente lo inútil de su misión. Pero la respuesta de Dios le abre a la confianza y al futuro. En la oración se abren nuevas posibilidades.

En el libro de Amós leemos una breve oración de intercesión, simple y conmovedora: "¡Señor Dios, perdona, te ruego! ¿Cómo podrá subsistir Jacob, siendo tan pequeño?" (7,2). En los libros segundo y tercero de Isaías encontramos desarrollados diversos géneros de oración: el canto de alabanza (42,10-17; 45,20-25), la súplica penitencial (59,1-20), la reflexión sobre la historia del pueblo (63,7-64,11).

Pero es sobre todo / Jeremías el que deja entrever su relación íntima y personal con Dios. Su oración está estrechamente ligada al desarrollo de su misión profética y, a la vez, es profundamente personal. Constituye uno de los vértices de la espiritualidad bíblica.

El libro de Jeremías está sembrado de confesiones/ oraciones, en las cuales el profeta nos abre su ánimo. Constituyen una lectura preciosa, porque nos dan a conocer los sufrimientos, las decepciones y las crisis de un auténtico hombre de fe. Se trata de oraciones, no de simples desahogos, porque nacen de la conciencia de que Dios está interesado. Discuten con Dios y le interpelan [/ Psicología III]. Los pasajes principales son 12,1-6; 15,10-21; 17,14-18; 18,18-23; 20,7-18.

La lectura de estos pasajes muestra que el profeta experimenta la marginación por parte de los hombres y —lo que resulta aún más desconcertante— el "silencio" de Dios. Una doble soledad: frente al pueblo (al que ama profundamente) y frente a Dios (por cuyo servicio lo ha dejado todo). A causa de las palabras que anuncia, Jeremías se ha convertido en "hombre de querella y de discordia para todo el país" (15,10). Y esta soledad le pesa; es injusta. Desearía unas relaciones serenas y sin tensión; y, en cambio, Dios le llama a proclamar una palabra de juicio, que suscita disputas y divisiones. Nada tiene de extraño que en esta situación sorprendamos al profeta interrogándose sobre su vocación y lamentándose con su Dios: "Me has seducido, Señor, y yo me he dejado seducir... Me he convertido en irrisión continua, todos se burlan de mí..." (20,7ss). No es que el profeta esté arrepentido de la elección hecha. Sus palabras de abandonó no son más que la señal de un momentáneo extravío. La fidelidad a su vocación y la adhesión a Dios no le abandonan nunca seriamente. Dicho más sencillamente: en los momentos de mayor abatimiento, el profeta desearía un poco de comprensión al menos por parte de su Dios. Pero también de ahí viene (o parece venir) la soledad. Léase de nuevo con atención 20,7-18. Es verdaderamente la oración de un hombre que se ha arriesgado todo él, que paga, que desearía que al menos Dios estuviese de su parte, pero que a veces también Dios parece estar del otro lado. Es una oración/discusión: "Mira cómo me dicen: ¿Dónde está la palabra del Señor? ¡Que se cumpla!"(17,15). Ante estas burlas, Jeremías está solo e impotente, desarmado. ¿Por qué no interviene Dios? El profeta ha creído en la promesa que escuchó en el momento de la vocación: "Yo estoy contigo para protegerte" (1,8). Sin embargo, lo que ha ocurrido y sigue ocurriendo parece desmentir aquella promesa. Dios no parece cumplir su palabra. A la luz de esta experiencia comprendemos otra fuerte expresión del profeta, casi blasfema: "¿Vas a ser para mí como un arroyo engañador, de aguas caprichosas?" (15,18b). Para comprender lo que significa un torrente engañoso, hay que leer Job 6,15-20: "Me han engañado mis hermanos igual que un torrente..., turbios de agua de hielo, por ellos baja oculta la nieve derretida; pero al llegar el calor se desvanecen. Las caravanas se desvían de su ruta..., en ellos esperan los convoyes de Sabá. Pero se ve frustrada su esperanza". Hay torrentes que en tiempo de las lluvias invernales rebosan de agua, pero luego en verano se secan. No es posible fiarse de ellos; en el momento del calor y de la sed te abandonan. Así se le antoja al profeta la promesa de Dios. Evidentemente, Jeremías se había imaginado de modo muy diverso la presencia de Dios a su lado. Pero es éste justamente el punto, ésta es la purificación a la que Dios quiere llevarle. La promesa de Dios y su fidelidad son diversas de como el hombre las imagina y las programa. Es el gran cambio al que Dios quiere que llegue su profeta. Jeremías es invitado a convertirse: una conversión profunda, teológica (en el modo de pensar de Dios) y antes y más que moral (del comportamiento). A través de la crisis, la oración conduce al hombre a la conversión.

Pero cuanto hemos dicho es sólo un aspecto de la oración de Jeremías. En su oración hay también algo más. El profeta experimenta con igual fuerza el gozo y la seguridad. Discute con su Dios, es cierto, y le dan ganas de dejarlo todo: "Yo me decía: No pensaré más en él, no hablaré más en su nombre" (20,9a). Pero luego descubre en el fondo de su alma una fidelidad que no le permite abandonar, un amor a la palabra que ningún mentís consigue destruir: "Pero había en mi corazón como un fuego abrasador...; me he agotado en contenerlo, y no lo he podido soportar" (20,9b). En la oración de Jeremías hay también, junto al lamento, las confidencias del gozo, de la fe, de la esperanza reencontrada: "A mí, en cambio, Señor, me conoces, pruebas mi corazón y ves que está contigo" (12,3); "Cuando recibía tus palabras, yo las devoraba; tus palabras eran mi delicia, la alegría de mi corazón" (15,16); "Porque tú eres mi gloria" (17,14).

Como todos los grandes hombres de Dios, Jeremías experimenta en la oración, incluso dentro del sufrimiento, el abandono y el rechazo, el milagro de una esperanza indestructible y de una serenidad inexplicable.

5. LA ORACIÓN DE JOB. Al comienzo del libro, en la sección en prosa, sorprendemos en los labios de / Job la oración de la fe pura y de la total resignación: "Desnudo salí del vientre de mi madre, desnudo allá regresaré. El Señor me lo había dado, el Señor me lo ha quitado; sea bendito el nombre del Señor"(1,21). Job es como una "estatua de fe" (J. Levécque).

Pero a lo largo del debate en poesía encontramos una oración diversa, la de la noche oscura y la crisis, una oración que sube de lo profundo de la amargura y de la angustia (10,1): 7,7-21; 9,28b-31; 10,1-22; 13,20-14, 22; 30,20-23.

Las preguntas se suceden apasionadas: ¿Por qué el sufrimiento de un inocente? ¿Cómo puede Dios llamarse todavía justo? ¿Por qué se ensaña con un hombre? Job siente a Dios casi como un enemigo ("Te has vuelto cruel para conmigo, con mano desplegada en mí te cebas": 30,21), y le suplica: "¡Déjame!" (7,16.19; 14,6). Se diría que es una oración al revés. Habitualmente el que ora le dice a Dios: "Apresúrate". Job dice: "Déjame". En su oración hay algo más que la angustia; está siempre al borde de la rebeldía, pero sin llegar nunca a atravesarla (P. Grelot). Job intenta por todos los modos comprender. ¿Será que Dios le ha abandonado o se ha cansado de él (7,20)? ¿Será que Dios ha cambiado (30,21)? Palabras y sentimientos son un alternarse de actitudes contradictorias. En unos momentos Job parece abandonarse resignado y cansado (29,4). En otros intenta hacer que Dios razone (10,8). A veces ironiza con infinita amargura (7,20). Incluso adopta actitudes de desafío (10,2). Pero el lector atento se percata de que, en el fondo de todo, hay un hilo obstinado y constante: la confianza en Dios (16,19-20; 17,3; 19,25): "Tú eres mi garantía ante ti" (17,3). Tal es la fe de Job; una fe a la que no se le permite refugiarse en construcciones teológicas abstractas y tranquilizadoras, sino que se ve forzada a aceptar el desafío de los hechos. Job parte en busca de Dios no desde las fórmulas creadas por la tradición, sino desde su mundo transido de dolor. Cuando, finalmente, Dios, reiteradamente invocado, interviene, no responde, sino que interroga: Dios conduce al hombre por caminos nuevos para librarlo de sus falsas pretensiones. No es Dios el que debe cambiar, sino el hombre: tal es la intención profunda de la oración, su puerto final.

La de Job es una oración viva, real, que nace del choque entre la teología y la experiencia, entre lo que el hombre piensa de Dios y lo que él es verdaderamente. En su obstinado debate con Dios y ante Dios, Job llega a liberar al misterio de Dios de las angostas estrecheces de cierta teología. Y así, una vez más, la oración se presenta como el lugar privilegiado de la revelación, es decir, del paso de lo que se piensa de Dios a lo que él verdaderamente es. En la oración se recupera el misterio y es representado en toda su desconcertante grandeza.

La conclusión, al final del libro, es también la oración de la fe desnuda y de la resignación, como al principio; pero ¡cuánto camino entre los dos momentos! Allí una fe no purificada aún por la crisis; aquí el silencio ante el misterio, al cual Job se abandona enteramente: "Pongo la mano en la boca" (40,4); "Sólo te conocía de oídas; pero ahora, en cambio, te han visto mis ojos" (42,5).

6. LA ORACIÓN DE LOS SALMOS. Los / salmos constituyen un punto de observación privilegiado para captar el alma profunda de la oración bíblica. Compuestos a lo largo de toda la historia de Israel, traducen en oración la historia del pueblo de Dios. Cuentan la reacción de Israel frente a los gestos del Señor y los sucesos de la vida. Son oraciones que nacen de la historia y de la vida, leídas a la luz de la fe, es decir, con la conciencia de que Dios está en acción y de que todo —directa o indirectamente— remite a él. Nacida de la fe y respuesta a un Dios que obra en la vida, la oración de los salmistas jamás es una evasión de la vida.

Los salmos no se han de leer a la manera de confidencias autobiográficas, sino como oraciones compuestas para la liturgia. Mas esto no significa que sean formularios impersonales y abstractos. Al contrario, el acento espontáneo es muy vivo. Son composiciones profundamente sentidas, "un espejo de los problemas, de los dramas, de las alegrías de todo un pueblo" (G. Ravasi). En la Biblia, también la oración litúrgica es oración vivida, oración que se alimenta de la existencia en sus diversas situaciones.

No es siempre fácil en los salmos distinguir entre la dimensión personal y la dimensión comunitaria. Pero precisamente esta oscilación es significativa de cómo el hombre bíblico se coloca ante las situaciones: plenamente inserto en la comunidad, las vicisitudes del pueblo resuenan profundamente en su ánimo y se hacen experiencia personal, prolongándose las experiencias personales hasta coincidir con las del pueblo. En cualquier caso, el problema personal es siempre vivido e interpretado a la luz de la historia de la salvación. Así, el hombre bíblico, en familia o en el templo, ora a Dios en lo íntimo, pero siempre en relación con la historia de su pueblo.

Son muchos los géneros de los salmos; pero no es éste el lugar para analizarlos completamente. Después de todo, la diferencia de los géneros no debe dejar en la sombra su unidad. En sustancia, y para nuestro fin, los géneros pueden reducirse a tres, igual que son tres las situaciones fundamentales de la vida: la alegría, la alabanza y el agradecimiento; el dolor, el lamento y la súplica; la reflexión sobre los problemas de la existencia. Tenemos así los himnos de alabanza, los salmos de súplica y los salmos sapienciales. El salterio es la oración del hombre que alaba, pide y reflexiona delante de Dios. Himnos y súplicas, gozo y lamentos, discurren paralelos, porque así es la vida.

La estructura normal del himno es simple: se comienza invitando a alabar a Dios, se expone el motivo y se concluye invitando de nuevo a la alabanza de Dios. El himno no es una alabanza que celebra los atributos abstractos de Dios, sino una celebración de sus gestos históricos: la creación, la liberación y la providencia. El gesto creador de Dios no es una mera premisa a la historia de la salvación, sino que es su primer gesto, el fundamental, modelo de todos los demás. Es un gesto que prosigue: todas las mañanas Dios se acuerda de hacer salir el sol, y todas las primaveras de enviar la lluvia. Así el hombre bíblico se encuentra, constantemente y por todas partes, rodeado del don. Y el recuerdo de las grandes gestas salvíficas del pasado se transforma no sólo en alabanza y gratitud, sino en esperanza. El himno —esencialmente construido sobre el don y el recuerdo— es una oración abierta, que mira a la vez hacia atrás y hacia adelante: el pasado es recordado para abrir el presente a la confianza y al futuro. Los himnos son una oración optimista; en ellos la fe en el Dios creador, providente y liberador se expresa sin sombra de reticencias. Manifiestan una fe sólida, anclada en sus certezas: Dios es el creador, que ha hecho bien al hombre y todas las cosas (Sal 8 y 104), vela siempre por sus fieles (Sal 33 y 92), cuida de su rebaño (Sal 23), defiende a su pueblo (Sal 27), retribuye en justicia (Sal 77) y manifiesta constantemente su amor a los hombres (Sal 103).

Los himnos son esencialmente una oración contemplativa: no piden nada, sino que cantan el gozo, el abandono en Dios, "la gratitud por el simple hecho de que exista" (G. Ravasi).

Pero junto a los salmos de alabanza y de la fe intacta están los salmos del desconsuelo y de la angustia. Los compiladores del Salterio no vacilaron en colocar estos dos géneros el uno junto al otro, como están en la vida. La existencia humana presenta estas dos facetas en contraste, y la oración se hace cargo justamente de ello. La situación vital de la súplica está bien trazada en el título redaccional puesto al Sal 102: "Oración de un afligido que, en su congoja, derrama su llanto ante el Señor". También la estructura del salmo de súplica es normalmente simple: se inicia con una invocación apremiante, se prosigue contando el caso penoso en que se encuentran el individuo y la comunidad, se aducen los motivos por los cuales Dios debe intervenir y a menudo, finalmente, se concluye con una acción de gracias.

La invocación expone continuamente las preguntas de todo hombre presa del dolor, no raramente ante un Dios que parece no preocuparse de ello: ¿Por qué? ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo, Señor, seguirás mirando? (Sal 35,17; 6,4; 13,2-3; 35,17; 42,10; 43,2; 90,13). El abanico de los casos referidos es amplio y vario, y toca todos los sectores de la vida: la enfermedad, el peligro de muerte, la calumnia, la derrota, las calamidades naturales y sociales, el destierro. Lo que más provoca el lamento no es el sufrimiento en cuanto tal, sino el silencio de Dios que parece subyacerle. Lo que atormenta al creyente es no sólo la persecución o el destierro, sino la satisfacción de los malvados, su burla de Dios. El salmista parece a veces más preocupado de la gloria de Dios que de su propia suerte. La ayuda de Dios se solicita basándose en motivaciones que implican sus atributos: bondad, misericordia y fidelidad. Normalmente la súplica no termina con el grito del enfermo o del perseguido, sino con el agradecimiento. Se da gracias incluso antes de haber obtenido (Sal 140,14; 22,25ss). Ello significa que, por encima de todo, domina la confianza. Por eso la súplica es también una oración abierta, confiada, orientada a una superación, "diversamente de lo que acaece en las oraciones orientales antiguas paralelas, donde dominan la pura protesta, la náusea de la vida, el exceso de desconfianza, el silencio divino vanamente solicitado" (G. Ravasi).

Todavía judíos y cristianos oran con los salmos, encontrando en ellos una fuerza de implicación que no es fácil encontrar en otra parte. Ello se debe sin duda al hecho de que los salmos han sabido tocar las cuerdas más profundas y constantes del hombre y de la vida, por lo cual sus palabras, sus símbolos y sus sentimientos hablan a los hombres de todas las épocas y de todas las culturas. Los creyentes profesan que los salmos son palabras de Dios al hombre antes que palabras del hombre a Dios. Dios mismo sugiere cuanto quiere que se le diga. Jesús y los primeros cristianos oraron con los salmos, releyendo en las antiguas oraciones de Israel sus propias experiencias. Jesús no sólo oró con los salmos y se encontró a sí mismo en ellos, sino que, por así decirlo, los cumplió. A la luz de este cumplimiento hoy el cristiano sigue orando con los salmos.

7. LA ORACIÓN DE JESÚS. Al describir la oración de / Jesús, no nos preocupa distinguir entre lo que se remonta a Jesús y lo que pertenece a la redacción de los evangelistas, como tampoco nos importa distinguir entre los evangelios. Simplemente recogemos los rasgos principales que se desprenden del conjunto de los testimonios.

La tradición sinóptica recuerda que en el ritmo apremiante de la jornada de Jesús había sitio para la oración; como observa Marcos (1,35; 6,46), Jesús oraba por la mañana temprano o al final de la tarde, una vez despedida la muchedumbre. Oró en todos los momentos más importantes y decisivos de su revelación y de su misión: en el bautismo (Lc 3,21) y en la transfiguración (Lc 9,28), en Getsemaní y en la cruz, antes de elegir a los doce (Lc 6,12), antes de la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo (Lc 9,18), antes de hacer los milagros (Mc 6,41; 7,34; 8,6-7; Jn 11,41-42), en la cena antes de la pasión (Jn 17). Un primer rasgo que confirman todos los testimonios es que Jesús se dirigía siempre a Dios invocándolo con el nombre de Padre. La oración de Jesús es ante todo filial. Marcos (14,36) recuerda que Jesús se dirigía a Dios llamándolo Abbá (papá), término confidencial usado por los hijos para dirigirse confidencialmente al padre, pero no usado nunca en la oración para invocar a Dios. Al osar llamar a Dios Abbá, Jesús desvela la relación singular y única que le liga a Dios. La oración de Jesús es su condición de Hijo, que aflora a la conciencia y se traduce en coloquio. Consciente de su filiación divina, misterio único, irrepetible y no compartible, Jesús se retira a orar en la soledad, solo delante del Padre. Esta oración en la soledad expresa su comunión única con el Padre y su nostalgia del mismo.

Mas, justamente por ser filial —es éste un segundo rasgo constante—, es obediente. Es a la vez oración del Hijo y del siervo del Señor. Ya en el término Padre están incluidas ambas dimensiones: la familiaridad y la sumisión. En la oración de Getsemaní, donde más claramente que en otras partes expresa su confianza de hijo (Abbá), Jesús expresa con idéntica fuerza su obediencia: "Pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú" (Mc 14,36). Conciencia de su filiación y total dependencia son los dos polos de la oración de Jesús, y son, incluso antes, las estructuras esenciales de su persona. La oración de Jesús brota —y no podía ser diversamente— del fondo de su ser. En la oración se desvela lo que se es [/ Psicología V].

El hecho de que la oración de Jesús se sitúe en los momentos cruciales de su misión revela además una tercera dimensión: en la oración Jesús redescubre su misión y la nitidez de sus opciones. Escapa, por ejemplo, a la multitud que lo busca para retenerlo, cuando su misión le impone ir a otra parte (Mc 1,38; Lc 4,42-43). Después de la multiplicación de los panes fuerza a los discípulos a alejarse de la multitud entusiasta y se retira a la soledad a orar (Mc 6,46), escapando al intento de hacerlo rey (Jn 6,15). En Getsemaní supera con la oración la angustia y el miedo, entregándose totalmente a la voluntad del Padre (Mc 14,32-42). Especialmente / Lucas [III, 3] muestra que la oración no es un episodio más en la vida del maestro, sino una dimensión constante y esencial de su misión. Como en otro tiempo para las grandes figuras del AT, también para Jesús la oración es el lugar privilegiado de la revelación, como lo muestran los episodios del bautismo, de la transfiguración y de la confesión mesiánica de Pedro. La oración es la atmósfera que normalmente acompaña a las revelaciones de Dios.

La oración de Jesús manifiesta además su constante atención a la palabra, su meditación de las Escrituras. Por tanto, una oración de escucha y de búsqueda. No raramente sus palabras contienen reminiscencias de las Escrituras y se remiten a las experiencias del pasado. En la cruz, Jesús hace suya la petición del justo sufriente del Sal 22 (Mc 15,34) y el confiado abandono del Sal 31,6 (Lc 23,46). En la experiencia de los dos justos del pasado lee Jesús la-suya propia y la comprende.

No faltan en los evangelios expresiones explícitas de la oración de Jesús que revelan aún más claramente sus formas, contenidos e intenciones. En primer lugar, la oración de bendición, alabanza y contemplación. Sobre los cinco panes y los dos peces que son luego multiplicados y distribuidos, Jesús "pronuncia la bendición" (Mc 6,41), y lo mismo en la institución de la eucaristía (Mc 14,23). La bendición (berakah, traducida en el NT por eujaristía o eulogía) es en el judaísmo la oración por excelencia: fija el sentido y el contexto de cualquier otra oración y manifiesta la concepción que tiene el judío del mundo y de los demás. Expresa reconocimiento, gratitud y admiración. Brota de un sentimiento vivo del don de Dios y termina en la fraternidad. Al pronunciar la bendición, el judío renuncia a considerarse propietario de los bienes que lo rodean y a convertirlos en su posesión exclusiva. El verdadero propietario es Dios, que los da a todos sus hijos. Y así la bendición es al mismo tiempo reconocimiento de Dios, visión del mundo (acogido y disfrutado con alegría en cuanto don continuo del amor de Dios) y compromiso de fraternidad. La oración de Jesús respiró esta atmósfera, muy viva en el judaísmo de su tiempo, y los evangelios nos han conservado sus huellas.

Una bellísima oración de bendición es la referida por Mateo (11,25-26) y Lucas (10,21): "Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos y se las has manifestado a los sencillos. Sí, Padre, porque así lo has querido". El verbo griego exomologein significa reconocimiento, agradecimiento, alabanza, gozo y admiración. El motivo de esta bendición de Jesús es que él descubre en la experiencia que está viviendo —el hecho de que los maestros y las autoridades religiosas lo rechacen, mientras que la gente sencilla lo acoge— la realización del designio de Dios, que procede con métodos diversos de los de la sabiduría humana. Jesús se admira de ello. La oración de alabanza nace en el que sabe ver en su propia historia la presencia de Dios, que obra maravillas. Oración de bendición es también la pronunciada por Jesús en la tumba de Lázaro (Jn 11,41): "Padre, te bendigo porque me has escuchado. Yo sabía bien que siempre me escuchas". Llama la atención en esta oración el tono de sorprendente serenidad, de paz y de seguridad incondicional. Es la oración del Hijo que se sabe amado por el Padre y que sabe que este amor es un don ("te doy gracias").

Junto a la oración de alabanza y de bendición, la oración de petición. Se trata las más de las veces de una petición eclesial, apostólica: Jesús pide para que la fe de Pedro no desfallezca (Lc 22,32), para que el Padre envíe el Espíritu (Jn 14,16), por el perdón de los que lo crucifican (Lc 23,34). De más amplio vuelo eclesial es sobre todo la gran oración sacerdotal de Jn 17. Jesús fija la mirada en la Trinidad, para dirigirla luego a los discípulos: el trayecto va de la comunión trinitaria a la unidad de la Iglesia. En el centro de la oración hay un núcleo yo-tú, o sea la mutua comunión entre el Padre y el Hijo; núcleo que, sin embargo, se abre en un progresivo movimiento de expansión: los discípulos (17,11), todos los creyentes (17,20-21) y el mundo (17,23). Jesús pide para que la participación en el núcleo yo-tú se extienda a la Iglesia: "Como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, que también ellos sean una sola cosa en nosotros... Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en la unidad... El amor que tú me tienes esté en ellos y yo también esté con ellos" (17,21.23.26). Jesús pide para que la comunidad de los creyentes quede inmersa en el diálogo trinitario; no simplemente para que los discípulos estén unidos entre sí, sino para que su unidad sea la prolongación real, histórica y visible de la comunión de amor que constituye el misterio de Dios.

La oración de Getsemaní es la más humana y más dramática de las oraciones de Jesús (Mc 14,32-42; Mt 26,36-46; Lc 22,40-46). Es una oración de súplica, como las muchas que tenemos en los salmos. Es típico de Marcos presentar a Jesús con toda la densidad de su humanidad: los verbos que utiliza indican espanto, angustia, tristeza, casi una desorientación (14,33-34). "Me muero de tristeza; quedaos aquí y velad conmigo" (14,34); esta expresión remite al Sal 42,6 (la oración de un desterrado que se siente lejos del Señor, abandonado) y a Jonás 4,9 (la tristeza del profeta, incapaz de comprender el plan de Dios). Jesús revive en su humanidad la desorientación del que se siente abandonado de Dios (en el cual, sin embargo, sigue confiando), de quien tropieza con un plan de salvación que parece desmentirse. En esta situación, análoga a la de Job, Jeremías y tantos salmos, nace la oración de súplica. La súplica de Jesús expresa, por encima de todo y a pesar de todo, confianza, conciencia de la propia relación filial: Abba (Mc 14,36). La invocación inicial ("Padre, todo te es posible") es un pleno reconocimiento del amor y del poder de Dios, y justamente de este reconocimiento brota la imploración: "Aleja de mí este cáliz". Si Dios es bueno y omnipotente, ¿por qué no interviene? Mas, después del forcejeo y del intento de huir del camino propio, aflora la confianza renovada, el abandono sin reservas, la aceptación incondicional: "Pero no sea lo que yo quiero, sino lo que quieres tú". La súplica nace de la angustia y desemboca en la confianza.

La conclusión de esta rápida panorámica es que Jesús ha utilizado las diversas formas de la oración bíblica: la alabanza y el agradecimiento, la búsqueda de la voluntad de Dios, la petición y la súplica; pero no encontramos nunca en sus labios la oración de la culpa y del perdón: "Jesús ora como alguien que no conoce pecado" (K. Adam).

8. EL "PADRENUESTRO". El Padrenuestro nos ha llegado en la redacción de Mateo (6,9-13) y de Lucas (11,2-4); más amplia y estructurada la primera, más breve e informal la segunda. No es éste el lugar adecuado para discutir la mayor o menor antigüedad y originalidad de una y otra forma. Son diversas la extensión y la forma, pero lo es mucho menos la sustancia. Probablemente Lucas conservó más el tenor primitivo (es decir, la amplitud, la forma y el tono), mientras que Mateo explicitó su sentido, imprimiéndole un carácter más litúrgico de acuerdo con las oraciones judías.

En este comentario damos la preferencia a la formulación de Mateo, por ser más amplia. Sin embargo, el contexto de Lucas es probablemente originario, mientras que el de Mateo es artificioso. Según Lucas, los discípulos están sorprendidos por la relación que adivinan existir entre Jesús y Dios y desean entrar también ellos en ese circuito de amor (11,1). La oración que Jesús enseña brota de su oración personal.

El Padrenuestro de Mateo se abre con una invocación, y se articula luego en siete peticiones: las tres primeras tienen por objeto el reino, y las tres últimas el perdón y la victoria sobre el mal, mientras que en el centro está la petición del pan de cada día. Se ha observado atinadamente que estas peticiones tienen muchos paralelos en las oraciones bíblicas y judías. La oración enseñada por Jesús tiene profundas raíces en las tradiciones de su pueblo. Pero si las piedras son antiguas, es nueva la construcción que resulta de ellas. Se puede seguir la pista de cada una de las peticiones en la piedad bíblica y judía, pero no agrupadas todas ellas, ni formuladas con tal esencialidad.

Padre es el nombre de Dios. El hombre puede dirigirse a Dios como un hijo llamándolo familiarmente Padre, como lo hizo Jesús. La familiaridad de la relación con Dios —que nace en los cristianos del conocimiento de ser hijos en el Hijo—es recordada muchas veces en el NT (cf, p.ej., Ef 3,11-12), y es considerada una nota nueva y liberadora, don del Espíritu (Gál 4,6; Rom 8,15). El vocablo que la expresa es parrésía, que podemos traducir por "familiaridad desenvuelta y confiada". La novedad no está en dirigirse a Dios con el apelativo de Padre, sino en poder dirigirse a él con el mismo tono que Jesús, hijos en el Hijo, aspecto este que Lucas parece subrayar más claramente con su simple Padre, sin adiciones: el discípulo se dirige a Dios llamándolo simplemente Padre-(Abbá), como Jesús. El simple vocativo Padre es, en efecto, el modo constante con que Jesús se dirige a Dios.

La paternidad de Dios se expresa en plural: Padre nuestro. Su amor es para todos e invita a los hombres a reunirse. No tolera discriminaciones: hace salir el sol sobre los buenos y sobre los malos (Mt 5,44-45). Nótese el uso del plural también en la petición del pan, del perdón y de la prueba. En todas sus peticiones, el discípulo debe pensar en toda la comunidad. La oración cristiana es una oración "expropiada".

Mas a Mateo no le basta el nombre de Padre. Añade que estás en el cielo, recordando así la trascendencia y la alteridad de Dios: Dios está cercano y lejano, es Padre y Señor. Toda relación religiosa auténtica es fruto de confianza y temor, de familiaridad y obediencia. El binomio padre-creador insta a ver en las criaturas, en cada cosa y en cada acontecimiento, un don. Y pone de manifiesto que ser su pueblo es una dignación inmensa y gratuita, lo que impide transformar la gracia de la elección en espíritu de mezquino sectarismo. Además lleva a la confianza y a la serenidad, al sentido de la providencia, consecuencia ésta que Mateo explicita inmediatamente después (6,24-34).

Es característico el adjetivo posesivo de las tres primeras peticiones: tu nombre, tu reino, tu voluntad. En la oración el discípulo pide algo que pertenece ante todo a Dios. Y nótese la pasiva de la primera y de la tercera petición: santificado sea, hágase, sobrentendiendo por ti. El protagonista es Dios.

Santificado sea tu nombre: esta expresión debe entenderse a la luz del AT, en particular de Ez 36,22-29 (pero ver también Lev 22,31-32). No indica una alabanza de culto y de palabras, sino más bien un permitir que Dios descubra, en la vida del individuo y de la comunidad, su poder salvífico. Con esta petición el discípulo suplica que la comunidad se haga una envoltura transparente, capaz de mostrar ante el mundo la presencia liberadora de Dios. A la pregunta de qué modo pueden los hombres santificar el nombre, los rabinos solían responder: con la palabra, pero sobre todo con la vida.

Venga tu reino: para comprender el concepto de reino hay que remitirse a toda la predicación de Jesús. El / reino está ya presente aquí, pero es al mismo tiempo futuro. El verbo en aoristo, venga, muestra que en esta petición se tiene por mira principalmente el reino en su último estadio: no una venida lenta y progresiva, sino más bien su irrupción definitiva. Ese era el deseo de las primeras comunidades cristianas, contenido en la invocación aramea Maran ata (ICor 16,22): "Ven, Señor Jesús" (Ap 22,20).

Hágase tu voluntad: esta tercera invocación repite las dos primeras, subrayando principalmente su aspecto moral. Téngase presente que por voluntad de Dios no se entiende simplemente el conjunto de los mandamientos, sino más bien el designio de salvación [/ Misterio].

En la tierra como en el cielo: no se refiere solamente a la tercera petición, sino también a las dos primeras. Puede significar simplemente en todas partes. Pero puede tener también un sentido más pleno: así como en el cielo es santificado el nombre de Dios, su reino perfectamente cumplido y su voluntad obedecida, así suceda en la tierra. Se pide que la tierra se convierta en la réplica del cielo.

Danos hoy nuestro pan de cada día: la petición del pan es la más humilde; pero está en el centro, lo cual indica su importancia. En esta petición hay un vivo sentido de dependencia: el pan es nuestro, fruto de nuestro trabajo; sin embargo, lo pedimos como un don. Hay un sentido de solidaridad: se pide el pan común. Y hay, sobre todo, una nota de sobriedad: se pide para hoy el pan suficiente, y nada más. El reino, en el primer puesto; lo demás, en función de él. El pensamiento vuela al maná (Ex 16,19-21) y a la sobria petición del antiguo sabio (Prov 30,7-9).

Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden: "ofensas" es expresión judía para indicar los pecados, no vistos en sí mismos, sino en relación a Dios, al cual se debe prestar adecuada reparación. Esta quinta petición es tan importante que Mateo siente la necesidad de comentarla: "Porque si vosotros perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial" (6,14). A Dios se lo experimenta como padre en el perdón. Y se lo reconoce como padre perdonando a los hermanos; un perdón sin límites, porque únicamente el perdón sin límites ("No siete veces, sino setenta veces siete") asemeja a su perdón. La parábola del siervo perdonado e incapaz de perdonar (Mt 18,23-25) enseña que el perdón del Padre es el motivo y la medida del perdón fraterno. La relación entre el perdón de Dios y el perdón de los hermanos se encuentra también en la mayoría de los rabinos: "Si perdonas a tu vecino, el Único te perdonará a ti; si no perdonas al vecino, nadie tendrá compasión de ti".

Las peticiones sexta y séptima muestran que el Padre no libra del dramatismo de la existencia. Líbranos del mal se ha de traducir probablemente por "líbranos del maligno". No nos dejes caer en tentación se ha de entender como "no nos dejes sucumbir a la prueba". Así la oración se abre con el Padre y se cierra recordando la presencia del maligno. El hombre está en el medio, disputado y lacerado. Indudablemente, nada de pesimismo: el amor del Padre es más fuerte que el maligno. Mas el drama subsiste. Dios es padre, pero no libra de la prueba. Incluso la misma paternidad de Dios —la cual con frecuencia parece permanecer en silencio frente a las apremiantes peticiones de los hijos— puede constituir a veces una prueba, como le ocurrió a Jesús en Getsemaní y en la cruz.

9. LA CATEQUESIS EVANGÉLICA. Además de la oración de Jesús, encontramos en los evangelios también una catequesis amplia y articulada sobre la necesidad y sobre las modalidades de la oración.

El evangelio de Marcos —que no desarrolla una catequesis particularmente amplia— afirma que sólo en la oración se encuentra la posibilidad de librar al hombre del demonio, y no en un poder mágico: "A esa raza sólo se la puede expulsar con la oración y el ayuno" (9,29). La oración debe ir acompañada de una gran fe —precisamente ahí está su eficacia—y ha de abrirse generosamente al perdón (11,24-25). El evangelista denuncia luego el riesgo de la hipocresía, es decir, de esconder detrás de largas oraciones una avidez insaciable (12,40). Finalmente, enseña que sólo en la oración se encuentra la fuerza necesaria para superar la prueba: "Vigilad y orad para no entrar en tentación" (14,38).

En el sermón de la montaña, tocando por dos veces el tema de la oración, Mateo subraya la recta intención (6,5-6), la sobriedad de las palabras (6,7-8) y la certeza de ser escuchado (7,7-11). Particularmente eficaz es la oración comunitaria, realizada por dos o tres reunidos en su nombre (18,19). Hay que orar para que el dueño envíe operarios a su mies (9,37-38; cf Lc 10,2), e incluso por los mismos enemigos y perseguidores (5,44; cf Lc 6,27-28).

Es sabido que la oración es un tema particularmente querido de Lucas, el cual lo ilustra con tres parábolas, subrayando la insistencia y la perseverancia, la eficacia y la humildad de la misma. Como enseñan las dos parábolas del amigo importuno (11,5-8) y de la viuda y el juez (18,1-8), hay que "orar sin desfallecer jamás". Es ésta una idea que Lucas reitera al concluir el discurso escatológico (21,36): "Estad alerta y orad en todo momento". La oración es siempre escuchada: "Pedid y se os dará, buscad y hallaréis"; pero recuérdese que, pidamos lo que pidamos, al final Dios da siempre lo que más importa: el Espíritu Santo (11,13). La verdadera oración no es la del fariseo que se vanagloria de sus méritos y hace de ellos una razón para distinguirse de los pecadores, sino la del publicano que se golpea el pecho: "Dios mío, ten compasión de mí, que soy un pecador" (18,9-14). El único modo correcto de situarse delante de Dios —en la oración y en la vida— es sentirse necesitado de su perdón.

En los episodios de la samaritana (4,5ss) y de la multiplicación de los panes (c. 6), Juan desarrolla con mucha finura un motivo que le es querido: Dios toma al hombre donde se encuentra, en sus necesidades más humildes; pero para conducirlo luego a otra parte, a otra agua y a otro pan. Dios conduce al hombre más allá de su misma búsqueda. Este es el camino de toda oración. Reiteradamente, en los discursos de adiós (14,13-14; 15,16; 16,24-26), Juan repite, como los sinópticos, el motivo de la eficacia de la oración, pero a condición de que se haga en su nombre: "Todo lo que pidáis en mi nombre al Padre os lo concederá. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre. Pedid y recibiréis" (16,2). La expresión en mi nombre supone un vínculo real con Jesús; un vínculo no sólo de sentimientos, sino de vida (como el sarmiento está inserto en la vid): una participación en la vida de Jesús que se realiza concretamente en el amor recíproco (15,16). Se debe orar unidos a Cristo y como Cristo, sabiendo que somos amados por el Padre como él (16,27).

10. LA ORACIÓN DE LA COMUNIDAD. El relato de los Hechos de los Apóstoles se abre observando que los discípulos eran "asiduos y unánimes en la oración" (1,14). Asiduos indica frecuencia y perseverancia, pero también esfuerzo; y unánimes indica no sólo la unidad de los sentimientos, sino también la fraternidad de la vida. El fruto de esta oración asidua y unánime es el don del Espíritu (2,lss).

La oración es una estructura sustentadora de la vida de la comunidad, junto a la escucha de la "palabra", la comunión fraterna y la fracción del pan (2,42-48). Como ya en la vida de Jesús, también los momentos decisivos de la historia de la comunidad están marcados por la oración, mostrando con esto que el verdadero protagonista del camino de la Iglesia es Dios: se ora para la sustitución de Judas (1,24.26), para la elección de los siete (6,6); los doce se reservan como tarea primaria el anuncio de la "palabra" y la oración (6,4); la comunidad ora por la liberación de Pedro y Juan (4,24-30); Pedro y Juan oran por los convertidos bautizados por Felipe en Samaria (8,15); en diversas circunstancias vemos orar a Pedro (9,40; 10,9) y a Pablo (9,11; 13,3; 14,23; 20,36; 21,5).

Una de las oraciones más significativas es ciertamente la referida por Hechos 4,24-30 con ocasión de la liberación de Pedro y Juan. Los apóstoles, que la comunidad cree encarcelados, son dejados libres. A su llegada explota una oración de gozoso agradecimiento. Pero no es sólo agradecimiento ni sólo petición, sino una búsqueda —a la luz de las Escrituras— del significado de la persecución que está perfilándose en el horizonte. En la oración se produce el encuentro entre la "palabra" y las situaciones que se están viviendo. La "palabra" se convierte en una clave de lectura y de interpretación. El Sal 2 es leído a la luz de la vida de Jesús: las naciones son identificadas con los romanos, los pueblos con el pueblo judío, los reyes con Herodes, los príncipes con Pilato. En la oración las Escrituras son actualizadas y se convierten en significativas aquí y ahora. Se comprende que la persecución que se va perfilando entra en el plano de Dios, como la pasión de Cristo. Por consiguiente, la comunidad no pide el castigo de los perseguidores, ni simplemente que se aleje la persecución, sino que pide el valor de anunciar abiertamente a Cristo también en la persecución.

11. LA ORACIÓN DE PABLO. Como los evangelios, también Pablo exhorta a sus comunidades a orar siempre, de noche y de día, en todas las necesidades y sin desanimarse (2Tes 2,11; Flp 1,4; 4,6; Ef 6,18; Col 1,3). Sin embargo, el principal interés de sus cartas no está en estas exhortaciones, sino en el hecho de que nos presentan al mismo Pablo como un hombre de gran oración. Ora incesantemente (Rom 1,10; Col 1,9; 2Tes 1,3; 2,13), porque está convencido de que sin la oración la eficacia de su apostolado se desvanecería; ora y pide oraciones (2Cor 1,11), no para sí, sino para su misión. Ora por la salvación de los judíos (Rom 10,1), la difusión de la "palabra" (2Tes 3,1), el buen éxito de un viaje apostólico (Rom 1,10).

Pablo inicia siempre sus cartas, excepto Gál y 2Cor, con una oración de agradecimiento y de bendición. Objeto de la bendición es la acción de Dios en sus comunidades. En la historia cotidiana de sus comunidades descubre Pablo las maravillas de la salvación que prosigue. De aquí la oración de bendición.

Pero Pablo conoce también la oración de súplica, que nace dentro de la prueba, cuando se percibe el sufrimiento y la angustia. Un testimonio ejemplar se nos da en 2Cor 12,9-10. Pablo ora insistentemente para que Dios lo libre de "una espina de la carne". No sabemos precisamente de qué se trata; pero ciertamente debía ser un grave obstáculo que le impedía el trabajo apostólico, por lo cual pide a Dios que le libre de él. Pero advierte que se le responde: "Te basta mi gracia, pues mi poder triunfa en la flaqueza" (12,9). Pablo pide la liberación del impedimento; a cambio descubre la lógica de la cruz: Dios se hace presente en la debilidad.

La oración de Pablo es trinitaria, dirigida al Padre por Cristo y en el Espíritu. El destinatario último de la oración es siempre el Padre, excepto, quizá, en 2Cor 13,8 y Ef 5,19. Cristo tiene en la oración un puesto esencial, pero como mediador. Dar gracias al Padre "en el nombre del Señor Jesús" (cf, p.ej., Col 3,17 y Ef 5,20) es mucho más que orar encomendándose a Jesús o invocando su nombre o haciendo su voluntad; es orar en Jesús, hijos en el Hijo, amados en el único amado. Luego el Espíritu "viene en ayuda de nuestra flaqueza" sugiriéndonos lo que es conveniente pedir según los designios de Dios (Rom 8,26-27). Sobre todo, el Espíritu nos descubre a nosotros mismos que somos hijos de Dios, librándonos de ese modo del miedo y de la angustia, y dándonos la posibilidad de invocar confidencialmente a Dios con el nombre de Padre, como hizo Jesús (Gál 4,6; Rom 8,15).

II. LAS ESTRUCTURAS DE LA ORACIÓN BÍBLICA. 1. ORACIÓN DIALÓGICA Y PERSONAL. De la panorámica que hemos bosquejado se sigue que la primera característica de la oración bíblica es la de ser dialógica y personal. La oración tiene sus raíces en la estructura misma de la revelación, que es justamente dialógica. Dios habla, y el hombre escucha y responde; Dios obra y el hombre colabora. En la medida en que escucha se hace capaz el hombre de interrogarse, de ver y de comprender. La oración bíblica es personal en el sentido de que se dirige a una persona e involucra enteramente a la persona. Dios es experimentado como "el que es quien"; no como algo quieto, sino en movimiento. El encuentro con Dios es de tú a tú, de persona a persona. Dios es una persona viva, en la cólera yen el amor, en el perdón yen el castigo. Por eso la oración bíblica nunca es un monólogo, sino un descendimiento a lo profundo del propio yo; es siempre un salir de sí, un coloquio con el otro. Este coloquio es tan verdadero, tan real, que adopta a veces la forma de la discusión y de la disputa. El coloquio con Dios se mueve simultáneamente entre dos polos: trascendencia e inmanencia, cercanía y distancia, confianza y temor.

Para la Biblia la verdadera oración es la del corazón, o sea la que sube del centro de la persona y de lo profundo de la vida. La oración de los labios o de muchas palabras no es auténtica, porque no asciende de la raíz del hombre. En la•oración el hombre está involucrado en su totalidad, en su inseparable unidad. Las necesidades físicas y espirituales forman cuerpo. La oración bíblica no se mueve sólo en la esfera de los bienes espirituales, sino en la totalidad de la vida.

La oración del Nuevo Testamento es trinitaria. En Jesús la revelación se ha manifestado como la comunicación de una vida divina que es un diálogo entre personas. La revelación al hombre es la traducción al exterior de un diálogo interno. Y así la oración no es una referencia genérica a un Dios solitario, sino una referencia precisa y personal al Padre, al Espíritu y al Señor Jesús. El término último de la oración es siempre el Padre, pero por Cristo y en el Espíritu.

La oración bíblica es, pues, profundamente personal; involucra siempre al orante en su totalidad y en su sinceridad, pero es al mismo tiempo también comunitaria y eclesial. El individuo no está nunca separado de la historia de su pueblo y ora siempre como miembro del pueblo. El paso de lo personal a lo colectivo, de lo individual a lo comunitario se produce sin contraposiciones y sin violencia. Y esto no sólo a nivel de oración formulada, sino ya antes a nivel de experiencia vivida.

2. NEXO CON LA HISTORIA Y LA VIDA. Una segunda característica de la oración bíblica es su estrecho vínculo con la historia y con la vida. Obsérvese ante todo que la oración asume fisonomías y tonos diferentes en las diversas etapas de la historia de la salvación: la oración patriarcal esencialmente ligada _a la promesa de la tierra y de la descendencia, la oración del éxodo y del camino del desierto, la_oración de Israel sedentario en la tierra de_ Palestina, la oración cargada de interrogantes del destierro, la oración por Cristo y en el Espíritu del NT. Dios habla al hombre en la historia, y el hombre responde a Dios dentro de la historia, adoptando su lenguaje, cultura y sus problemas.

Dos son los puntos de partida de la oración bíblica: la historia de las gestas de Dios —y aquí el creyente ve, anuncia y canta la existencia del hombre— y aquí sobre todo pide, se interroga y anda en busca de un sentido. De ahí la oración de alabanza de petición y de búsqueda. Pero las dos líneas se confunden: la existencia en sus aspectos negativos y positivos es introducida de hecho en la historia de salvación, y se la lee e interpreta a su luz. Las grandes gestas de Dios: creación, éxodo, redención, iluminan la existencia tanto comunitaria como individual.

La oración es siempre una mirada a la vez vertical y horizontal, nunca lo uno o lo otro solamente. Se busca el rostro de Dios, y se nos remite a la creación y a la historia; aquí están sus huellas, los signos de su amor y de su misericordia. Nos interrogamos sobre la vida, y se nos remite puntualmente a Dios y a su misterio. Interrogándose sobre la vida se llega a Dios, y contemplando a Dios somos remitidos a una nueva visión de la vida. La oración nace de la vida y, después de haberse dirigido a Dios, vuelve ala vida, pero con ojos nuevos y abriendo nuevas posibilidades.

La oración no es una relación verbal con Dios, sino una relación vital, existencial, de la cual la relación verbal es simplemente su expresión explícitay parcial. Antes de los actos de oración hay en la Biblia una constante actitud de "delante de Dios", que podemos pensar como una oración vital, implícita, que da sentido y verdad a la oración de palabra. Una de las desviaciones más graves que la Biblia reprocha es la separación entre oración y moral, culto y vida (Is 1; Am 5; Jer 7).

Jerusalén y el templo son los lugares privilegiados de la oración, y todavía hoy las sinagogas tienen un ábside dirigido hacia Jerusalén. Pero la oración no estuvo nunca vinculada al santuario. Dios está en todas partes, y el espacio de la oración es la vida. El NT ha ampliado aún más, si es posible, el espacio al hablar de oración "en espíritu y en verdad"; el lugar de la oración es el Espíritu, no Jerusalén ni el Garizín (Jn 4,21).

La oración nace de la conciencia del don y del conocimiento del límite, pero siempre en una visión abierta, en el deseo de ir más allá. Si es verdad que la mirada parte de la experiencia cotidiana, de la historia en la que se vive, de sus gozos y de sus dramas, es igualmente verdad que luego la mirada va hacia aquel que está más allá de la historia. Por encima de los bienes de Dios, la oración busca a Dios. La vena secreta de toda oración bíblica es el deseo de Dios. La oración expresa así la soledad del hombre, que se siente desterrado, insatisfecho, peregrino hacia lo absoluto y extranjero aquí, jamás perfectamente integrado y comprendido, nunca perfectamente expresado. Las cosas del mundo, los mismos dones de Dios, son imagen de Dios, no Dios. La oración es el signo de que el hombre está hecho para Dios; expresa el deseo de encontrarlo.

3. EL SIGNO DEL "SILENCIO DE DIOS". Pero la experiencia más desconcertante, reveladora y purificadora de la oración bíblica es el silencio de Dios. No raras veces en la oración se encuentra a un Dios que calla. Acude a la mente la invocación del Sal 22: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" Es la pregunta de un pobre judío que se siente abandonado por un Dios que tiene por característica fundamental la fidelidad. El lamento del pobre judío se convirtió en la oración de Cristo en la cruz. Estamos en el corazón de la fe cristiana. La experiencia del silencio de Dios envuelve la vida religiosa en su conjunto; sin embargo, es en la oración donde esta experiencia se hace más aguda, más perceptible, más desarmada. La Biblia no conoce solamente a un Dios que nos escucha, sino también a un Dios que nos desmiente. Incluso conoce un Dios que parece desmentir sus mismas promesas (Gén 22).

Estas observaciones muestran toda la diversidad que existe entre el Dios bíblico y el dios pagano, el construido —como dice la Biblia— por las manos del hombre. El dios pagano es complaciente y se hace garante de los proyectos del hombre: ¡lo hemos construido justamente para que apuntalase nuestras construcciones! Escucha, da la razón; mas precisamente por eso deja al hombre prisionero de sus proyectos y de sus ilusiones. En cambio, el Dios bíblico, no construido por el hombre y más grande que el hombre, juzga, desencanta, fuerza al hombre a superar sus deseos, y justamente por esto libra y salva. El silencio de Dios es el signo de su amor y de su fidelidad, la señal de que escucha al hombre profundamente. La oración es siempre eficaz, pero a su modo: "¿Qué padre de entre vosotros, si su hijo le pide un pan, le dará una piedra?" (Lc 11,11). También ante la oración Dios es el amo de los acontecimientos, y su modo de dirigirlos es un misterio para el hombre. Por consiguiente, en la oración es el hombre el que es conducido a la conversión, y no Dios; una conversión teológica, y no solamente moral. La oración no es el intento de obligar a Dios a entrar en nuestros proyectos, sino la oferta de una disponibilidad a su libre iniciativa. Todo lo contrario de la oración mágica.

4. SÚPLICA Y ALABANZA. Las formas más frecuentes y más significativas de la oración bíblica son la súplica y la alabanza. El hombre bíblico no sólo alaba a Dios por sus maravillas; no sólo lo busca, sino que, con más frecuencia aún, le suplica por sus necesidades y por sus infidelidades. La súplica bíblica es confiada y abierta. La angustia no conduce a los hombres de la Biblia a una resignación fatalista y estéril. El que suplica está siempre convencido, cualquiera que sea la situación en que se encuentre, de que Dios tiene firmemente en su mano los acontecimientos. La confianza no desfallece nunca; es una confianza que no asume jamás la forma de la evasión, sino que empuja siempre a hacer frente a las circunstancias. La oración de súplica abre nuevas posibilidades de coraje, de impulso; libera energías nuevas y conduce frecuentemente, a través de un examen de conciencia, a descubrir las razones profundas del mal, y por tanto a convertirse.

La súplica es una oración verdadera, útil y, en cierto sentido, la más sincera, capaz de sostener al creyente frente a la distancia entre el proyecto de Dios y sus mentís históricos. Pero es una oración que forma parte aún del tiempo irredento que nace en el hombre no realizado aún. En cambio, la alabanza y la contemplación son el punto final y estable. La súplica tiende a la alabanza. Además de oración "perfecta", además de mirada a Dios en sí, la alabanza bíblica es también particularmente reveladora de la densidad teológica y antropológica de la visión bíblica del mundo y de la historia. La alabanza rompe el lazo de posesión entre el hombre y el mundo; las cosas son don de Dios, no del hombre. Y esto vale también para la historia: los acontecimientos son gestos de Dios, no obra del hombre. La alabanza reconoce a Dios como propietario y protagonista. En esto la alabanza expresa la "profunda intencionalidad del hombre" (C. di S ante).

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B. Maggioni