MILAGRO
DicTB
 

SUMARIO: I. El hombre frente al milagro: 1. El hombre creyente y secularizado; 2. El hombre de la Biblia; 3. Ambigüedad del término "milagro". II. Antiguo Testamento: 1. Terminología; 2. La creación y la historia, lugares del milagro: a) La concepción del mundo y de la historia, b) El milagro en sentido estricto; 3. El milagro en la historia: a) Los milagros del éxodo, b) Los milagros de los ciclos de Elías y Eliseo; 4. El milagro y la fe: a) Necesidad de la fe, b) Origen y naturaleza de la fe; 5. El milagro y la palabra; 6. Mensaje y finalidad del milagro: a) Palabra sensiblemente eficaz, b) Al servicio de la fe obediente; 7. Dios, autor del milagro. III. Nuevo Testamento: 1. Terminología; 2. La concepción del mundo: a) Dios y el mundo, b) Jesucristo y el mundo; 3. Los milagros y la resurrección de Jesús; 4. Los milagros y la fe en Cristo: a) La fe pascual, b) La fe de los milagros, c) No se especifica la naturaleza de la fe, d) La fe del taumaturgo; 5. Los milagros y la salvación; 6. Los milagros y la palabra: a) Ambigüedad de los milagros, b) Complementariedad de los milagros con la palabra, c) Subordinación de los milagros a la palabra; 7. Los milagros y su situación literaria e histórica: a) Los relatos de milagros y los acontecimientos, b) Motivos de fiabilidad histórica. IV. En la Iglesia: 1. Existencia y función del milagro; 2. Sus límites y su continua puesta al día. V. Conclusión: 1. Los milagros del AT y del NT; 2. Los milagros entre la pascua y la parusía.

 

I. EL HOMBRE FRENTE AL MILAGRO. 1. EL HOMBRE CREYENTE Y SECULARIZADO. En la tradición cristiana yen su literatura, como en otras tradiciones religiosas y sus respectivas obras literarias, el milagro está universalmente presente, ocupa en ellas un lugar de relieve y en su singularidad es reconocido como normal por los creyentes. También las religiones no cristianas, como el budismo, dan cabida al fenómeno milagroso, y sus libros contienen relatos de milagros. No cabe duda de que esta creencia en los milagros muestra una mentalidad distinta de la nuestra en el terreno científico y en el filosófico-religioso. Los antiguos, monoteístas y politeístas, tenían una concepción animista de la naturaleza: detrás de un fenómeno misterioso; cotidiano u ocasional, como el salir del sol o la caída de la lluvia, favorable o siniestro, como el nacimiento de un niño o una enfermedad, veían la intervención benéfica o maléfica de seres divinos, buenos o malos. Pero más allá de la mentalidad ingenua, precientífica y animista, está la convicción de la unidad del cosmos, de la integración mutua de todos los seres, desde el más grande (Dios) hasta el más pequeño (un cabello de la cabeza), y sobre todo la fe en la influencia habitual de la divinidad en el curso del mundo y de la historia.

Pues bien, "la apologética clásica valoró de manera absolutamente privilegiada el argumento de la profecía y del milagro en favor de una demostración de la `divinidad de Cristo'. Actualmente, los muchos problemas planteados por la exégesis han motivado una gran perplejidad, de forma que es posible comprobar una imponente falta de interés por ellos, que raya en los límites de la desconfianza. Parece como si el milagro y la profecía se considerasen `medios ingenuos' e insostenibles, que no están a la altura de las exigencias culturales del hombre moderno" (G. Pattaro, Diccionario Teológico Interdisciplinar II, 167). El concilio Vaticano II, considerando justamente las obras, los signos y los milagros de Jesús en el contexto de toda la revelación de Cristo, les reconoce una función reveladora, al igual que la de la palabra evangélica, y una función testimonial en favor de la verdad de Cristo y de la autenticidad de su revelación (DV 4); pero se limita a recordar solamente los milagros evangélicos, y tan sólo en pocas ocasiones (LG 5; DH 11; cf LG 58).

Pues bien, la diversa mentalidad del hombre moderno y contemporáneo se basa más en principios filosófico-religiosos que en los puramente científicos. De hecho, la ciencia, al indagar la naturaleza y el origen de ciertos fenómenos —positivos (como la inspiración artística) y negativos (como la enfermedad)—, restringe cada vez más el área de lo misterioso, sustrayéndolo a la presunta influencia de potencias divinas, benignas o adversas, e hipotetiza y a veces demuestra las causas de esos fenómenos y las leyes que los determinan o regulan. Sin embargo, la ciencia en cuanto tal sigue siendo neutra respecto a la posibilidad y al hecho de interferencias de potencias superiores al hombre y, evitando pronunciarse afirmativa o negativamente, se limita a estudiar y a señalar el origen inmedito de los fenómenos, su naturaleza y sus leyes. La filosofía moderna, a su vez, ya desde el principio excluyó la intervención de la divinidad en la naturaleza con la finalidad de producir cualquier efecto. Así, B. Spinoza admiraba el milagro de la naturaleza; pero considerando a la divinidad como alma del mundo en coherencia con su panteísmo, consideraba férreamente necesarios todos los fenómenos naturales y excluía el milagro como fenómeno no necesario. Igualmente, D. Hume rechazaba el milagro a pesar de su empirismo, que, permitiéndole llegar solamente a la probabilidad de las leyes naturales, habría debido llevarlo a considerar el milagro al menos como probable. A su vez, F.M.A. Voltaire rechazaba el milagro porque lo consideraba un insulto a Dios: en el caso de haberlo hecho, Dios habría corregido la naturaleza, se habría corregido a sí mismo. Pues bien, el modo de pensar de estos tres representantes del comienzo de la era moderna está sustancialmente presente en el técnico, en el científico y especialmente en el pensador contemporáneo, que tiene una concepción secularizada de la naturaleza, propugna su total autonomía respecto a Dios y defiende su completa separación, excluyendo cualquier tipo de interferencia entre Dios y el mundo. Y por eso mismo se discute la posibilidad del milagro, entendido como derogación, violación y suspensión de las leyes de la naturaleza por obra de Dios.

2. EL HOMBRE DE LA BIBLIA. Pues bien, el hombre de la Biblia (AT y NT) excluye una visión del mundo cerrado en sí mismo, plenamente autosuficiente, celoso de su independencia total, profundamente convencido de que Dios es extraño a él y totalmente dispuesto a tratarlo como intruso en el caso de que Dios interviniera de alguna forma en sus vicisitudes. La fe en Dios, creador, señor y fin de la creación y del hombre, y la concepción del mundo y de la historia que de allí se deriva, son incompatibles con semejante mentalidad; más aún, postulan un diálogo-relación permanente entre Dios y el mundo, entre Dios y el hombre. Al dominio absoluto de Dios, que se extiende también al mal, y a su influencia continua y vivificante, todas y cada una de las criaturas reaccionan con la obediencia y la docilidad. Pero, simultáneamente, el hombre de la Biblia mostraría fuertes reservas respecto al concepto de milagro como "fenómeno de la naturaleza, que trasciende las causas naturales hasta el punto de que ha de ser atribuido a Dios" (J.L. McKenzie, 617). Esta definición de los teólogos fundamentalistas ("Eventus sensibilis praeter cursum naturae divinitus factus") presupone la ciencia y la filosofía de los siglos xviii y xix y, viendo el milagro en la óptica de santo Tomás como efecto de la exclusión de la criatura y su suplencia por obra de Dios, lo presenta primordialmente desde el ángulo de lo excepcional, de lo maravilloso. Pero es una manera de ver unilateral.

3. AMBIGÜEDAD DEI. TÉRMINO "MILAGRO". Por eso los traductores modernos, que tienen sobre sus espaldas esta tradición teológica sobre el milagro, muestran un evidente malestar en el uso del mismo término y, sin lograr sustituirlo, lo conservan a falta de otro mejor. A este propósito, la traducción de La Santa Biblia (Paulinas, Madrid 1988) es muy clarificadora: en los sinópticos dynamis se traduce por milagro (Mt 7,22; 11,20.21.23; 13,57; Mc 6,14; 9,39; Lc 10,13), prodigio (Mt 13,54 [milagro]); fuerza (Lc 6,19; 8,46; Mc 5,30) y poder de los milagros (Mt 14,2 = Mc 6,14 [milagros]); y en Jn sémeion se traduce por milagro (2,11; 4,54), señal (2,18; 4,48); prodigios (6,2). Pues bien, esta variedad pone de manifiesto el mencionado malestar y hace comprender que milagro no se encuentra en línea recta con los mencionados términos griegos y sus significados. Y lo mismo que los traductores italianos, también los de otras lenguas tienden a restringir e incluso a eliminar (Goodspeed Version) el término "milagro". Sin embargo, éste sigue ocupando una posición fuerte, ya que los vocablos candidatos a su sucesión (signo, actos de poder, obras) están privados de la connotación religiosa y teológica que se deriva de su largo uso.

Al contrario, los traductores antiguos se mostraron más reservados. Así la Vulgata latina, que utiliza signum, portentum, prodigium, miraculum, mirabile, ostentum, virtus, usa "miraculum" sólo en el AT: una vez sola en sentido propio (Is 29,14; hebreo pele', maravilla) y otras pocas veces para traducir palabras hebreas que indican signos, temor, terror (Ex 11,7; Núm 26,10; lSam 14,15; Job 33,7; Is 21,4; Jer 23,32; 44,12). En el judaísmo precristiano helenista, los LXX evitaron la voz griega thaúma (prodigio, portento), que orienta hacia lo maravilloso y lo portentoso, y utilizaron sus derivados y afines con significados distintos del estrictamente milagroso. Y en esto fueron seguidos por los escritores neotestamentarios.

Pues bien, esta tendencia de los traductores antiguos a evitar el término milagro y el malestar de los modernos al usarlo debido a la larga tradición cristiana, derivados ante todo de su sensibilidad filológica, imponen considerar la terminología del milagro en su misma fuente, es decir, en el AT y en el NT, para comprenderla mejor en sí misma y sobre todo en su significado.

II. ANTIGUO TESTAMENTO. Lógicamente, este significado del milagro es el resultado de un conjunto de consideraciones que tienen su origen en la nomenclatura.

1. TERMINOLOGÍA. a) El primer término es 'ót, que en el AT aparece 78 veces. Aunque de etimología incierta, equivale a "signo", natural y convencional, habitual y ocasional, profano y sagrado; por eso en los LXX se traduce casi siempre (75 veces de las 78 mencionadas) por sémeion, y designa "una cosa, un fenómeno, un acontecimiento que lleva a conocer, saber, recordar algo o a percibir la credibilidad de una cosa" (F.J. Helfineyer, DTAT I, 183); y, cuando indica un milagro, denota un signo con el que Dios se revela, acredita a sus enviados, protege a los suyos y derrota a los enemigos (Ex 4,8s.28; 7,3; 8,19).

b) Relacionado y sinónimo de 'ót es mópet (Dt 13,2s), especialmente en el Dt y en la literatura deuteronomista (Ex 7,3; Dt 4,34; 6,22; 7,19; 26,8...), y traducido habitualmente (34 veces de 36) por téras (prodigio). Reservado al ámbito sagrado, indica un signo "de ratificación, admonición, espanto o presagio" (F.J. Helfmeyer, ibid, 181), y referido a los prodigios del éxodo (18 veces de las 36) los designa como juicios (=plagas) contra los egipcios y liberación de los israelitas. También en otras partes es en general un signo siniestro de castigo (Ez 12,6.11) o de sufrimiento (Sal 71,7) con una finalidad de conversión (Ex 11,9), y sólo raras veces un presagio favorable (Is 8,18; Zac 3,8).

c) Menos frecuentes son los términos que acentúan expresamente la nota de lo maravilloso y, al mismo tiempo, la majestad, la trascendencia y la santidad de Dios, que determinan y se manifiestan en los prodigios. El sustantivo colectivo pele'(de pala', es decir, superar lo_que se puede comprender o hacer: Ex 15,11; Is 29,14; Sal 78,12) y el participio nip`al, plural femenino nipla'ót (maravillas: Ex 34,10; Sal 78,4.11.32; 105,2.5) son sinónimos entre sí (Sal 78,11s) y equivalentes a "signos y prodigios", que se mencionan a cierta distancia (Sal 78,43). Las maravillas señalan en Dios, su autor, lo maravilloso (Is 25,1); más aún, la misma maravilla, que puede hacer y hace incluso lo que supera la capacidad y la imaginación del hombre (Gén 18,19; Jer 32,17).

d) Es afín gedulah (plural, gedulót, cosas grandes, hazañas: Dt 10,21; 2Sam 7,23; ICrón 17,19.21), que, acentuando la grandeza y la magnificencia de las intervenciones divinas, insinúa la majestad, la omnipotencia y la santidad de Dios al castigar a los enemigos de su pueblo y al liberar a Israel (Dt 10,21.17s; 1Crón 17,19ss). De manera semejante las geburót (acciones poderosas, empresas), efectos de la geburah de Dios (Dt 3,24; Sal 71,16; 145,4) ponen de manifiesto la omnipotencia de Dios al conceder la victoria a pesar de las dificultades (Ex 32,18). En este contexto el plural ma`aseh, neutral de suyo (= obras), se identifica con las victorias (Is 63,15). Es significativo el pasaje de Sal 145,4-6, en donde aparecen juntos todos estos términos como sinónimos y complementarios: "Una generación ponderará tus obras (ma`aseka) a la otra, proclamarán tus proezas (geburóteka); hablarán del esplendor de tu gloriosa majestad, contarán tus milagros (nipl'óteka); publicarán el poder de tus prodigios (nore'óteka) y pregonarán tus grandezas (geburóteka)".

Por eso los milagros son sucesos de densidad excepcional. "Como signos, revelan quién es Dios o legitiman una misión; como prodigios y maravillas, manifiestan una intervención trascendente del Dios escondido; como acciones poderosas y terribles, dan a conocer el poder y la santidad de Dios. La actividad específica del Señor, que a veces se llama juicio, es una invitación a alabar al Dios de los milagros" (L. Sabourin, "Bull-BtH" 1 [1971] 246). "El aspecto de asombro y de temor sagrado, inherente al milagro, expresado en griego por el sustantivo thaúma y sus derivados (thaumázein, thaumatoün, thaumásios, thaumastós) y que corresponden de ordinario al hebreo peleh y derivados, describen la conducta maravillosa de Dios con el justo" (ibid, 246s).

2. LA CREACIÓN Y LA HISTORIA, LUGARES DEL MILAGRO. a) La concepción del mundo y de la historia. Este doble aspecto de los signos en cuanto maravillas de Dios (empresas, hazañas, cosas grandes) y su mensaje al hombre está presente en la obra de la creación y en la evolución de la historia. Dios es maravilloso cuando llama a la existencia a las criaturas y actúa como el que teje continuamente la trama tan complicada de los fenómenos naturales y de los episodios de la historia. El Sal 136,4-22, celebrando las maravillas (nipla 'ót) de Dios, une a las obras de la creación (Gén 1,1-19) los acontecimientos del éxodo y de la conquista de Canaán (Ex-Jos), es decir, relaciona la creación del cielo y de la tierra con la creación del pueblo de Dios. De la misma manera, Elifaz el Temanita, motivando sus consejos a Job para que se dirija a Dios con la oración, le indica sus hazañas y maravillas (gedulót, nipla ót), evidentes en los fenómenos meteorológicos, y su gobierno del mundo moral en favor de los buenos y en contra de los malos, sin hacer ninguna diferencia entre las dos esferas (Job 5,9ss).

Y como milagro, el universo (el cielo, la tierra, el mar, los seres vivientes) en su origen y en su devenir tiene también un valor de "signo", que le permite al hombre vislumbrar los atributos y la naturaleza de Dios, y al mismo tiempo la obligación moral de la religión, que se deriva de ello (Sab 13,1-9; Si 17,8; cf Rom 1,9s).

Milagro es también el hombre bajo muchos aspectos: lo es en su creación y en su propagación, en su colocación en la cima de las criaturas y en su corporeidad, y por tanto también en su sexualidad y en su ordenación a la familia (Gén 1,26s; 2,4-24; 4,1.25; Sal 8). Lo es también como ser moral-espiritual, capaz de diálogo personal con Dios y dotado de una conciencia (Gén 3,lss; Jer 31,31-34); y como ser en devenir, protagonista del proceso histórico bajo la guía de Dios (Sal 23; 91). Lo es también como individuo y como pueblo: Israel, que comienza con una llamada y promesa de Dios (Gén 12,1-4), es un t pueblo privilegiado, pero no único. También los demás pueblos y naciones han sido suscitados por Dios, que determina su destino, incluso con la elección, vocación y misión de personas como Ciro (Is 45,1-6; Am 9,6), los juzga y a veces los castiga. "Entonces bendije al Altísimo —dice Nabucodonosor--, alabando y glorificando al que vive eternamente; a aquel cuyo reino es un reino eterno, cuyo imperio perdura de generación en generación. Ante él los habitantes de la tierra no valen nada; él hace lo que quiere con las milicias de los cielos y con los habitantes de la tierra. No hay nadie que pueda detener su mano o le diga: ¿Qué haces?" (Dan 4,28: LXX, 31b-32).

La raíz de esta mentalidad ha de buscarse en la convicción de que el mundo, el hombre y la historia deben su existencia a la palabra omnipotente de Dios (Gén 1,lss); y de que su actividad, regulada por leyes inmanentes según unos ritmos regulares, depende del compromiso, juramento y alianza de Dios con el hombre y con el mundo: "Mientras dure la tierra, sementera y cosecha, frío y calor, verano e invierno, día y noche no cesarán jamás" (Gén 8,22; 9,12.15; Jer 33,20.25). Y así, después de cada catástrofe provocada por el hombre pecador, es él el que reconstruye el camino y vuelve a poner en pie al hombre caído para que siga caminando (Gén 3,8ss; 8,21s; 9, lss; 12,1ss; Ex 32,7-14; 32,2-27...).

b) El milagro en sentido estricto. Sobre este fondo —manera de pensar y fe— hay que colocar, interpretar y comprender aquel fenómeno que señalamos como "milagro en sentido estricto". Dios, que da la fecundidad a las parejas fértiles (Gén 4,1.25), es el mismo que se la da a las estériles y ancianas (Gén 18,10-14; cf Le 1,26-31.34s). Dios, que imparte normas de comportamiento válidas para cada uno y para todos (Gén 3,1 ss; Ex 20,1-17), es el mismo que está en el origen de las vocaciones extraordinarias (Éx 3,2ss; Is 6; Ez 1,14-28; Am 1,1; 1 Sam 3,4ss...). Dios, que es autor de las maravillas de la creación, es el mismo que realiza maravillas en la historia. Por eso, en los milagros Dios, que está siempre en actividad en, con y por sus criaturas, actúa con mayor intensidad; su presencia resulta más transparente y el efecto parece superar lo que suele suceder. Solamente para el autor de la Sab, Dios, en los sucesos del éxodo, realizó cambios en la naturaleza y en los animales para liberar a Israel y castigar con misericordia a sus enemigos (19,6-12.18-22), restableciendo así la armonía del universo alterada por el mal (2,24ss). Por eso el milagro puede definirse como "un hecho sensible, salvífico, que sorprende a los espectadores, supera las posibilidades actuales del hombre y es interpretado como intervención de Dios, que intenta orientar al hombre hacia él".

3. EL MILAGRO EN LA HISTORIA.

Dejando aparte los prodigios que se narran en algunos libros sapienciales (Job, Tob, Jon, Jdt...) y apocalípticos (Dan), en el AT llaman la atención los "signos y prodigios" que se narran en relación con el éxodo y los referidos en los ciclos de Elías y Eliseo.

a) Los milagros del éxodo. Es innegable que "la historia de los hebreos desde la salida de Egipto hasta la ocupación de la tierra prometida es toda una trama de milagros; no se narra ningún suceso importante que no sea un milagro. Esta generalización tiene que hacernos precavidos: por una parte, hay motivos para desconfiar de una generalización semejante; por otra, la unanimidad entre tradiciones muy diversas obliga a admitir un verdadero milagro en el origen, o al menos un hecho considerado como tal por sus beneficiarios" (A. Lefévre, DBS V, 1302).

Por diversas razones, la documentación, incluida la de índole histórica, no permite reconstruir los sucesos y percibir lo que realmente sucedió, aunque sólo sea de forma aproximativa. La formación de las tradiciones (J, E, P, D), a notable distancia de los acontecimientos, hace comprensible el eclipse de demasiados elementos históricos y la aparición de los maravillosos. La diversidad entre las mismas tradiciones (p.ej., sobre el número de las plagas de Egipto) y la presencia de duplicados en las mismas confirman esta sensible atenuación de los datos históricos y la evolución en dirección hacia lo prodigioso. También las sucesivas (re)lecturas de los acontecimientos a la luz de la fe, que se proponían celebrar la intervención divina según los diversos géneros literarios utilizados en Dt, Sal, Sab y hasta en el mismo Ex (14 y 15), han contribuido poderosamente a hacer más opaco el prisma literario que existe entre el lector y el acontecimiento; en efecto, esas lecturas intentan descubrir a Dios actuando en los acontecimientos, el sentido de su presencia salvífica y la lección que hay que sacar de ello.

A pesar de esta imposibilidad de llegar a los sucesos en sus contornos específicos, éstos deben considerarse históricamente ciertos en su núcleo esencial. Esta certeza histórica atañe sobre todo al acontecimiento de fondo, es decir, la salida de Egipto de un grupo de hebreos bajo la dirección de un jefe (Moisés) en tiempos de la XIX dinastía egipcia (siglo mil a.C.), que culminó en el asentamiento en las tierras de Canaán. Este suceso se imprimió profundamente en el ánimo de Israel, que, reevocándolo ininterrumpidamente en su historia sucesiva, reconoce en él la intervención omnipotente de Dios: "Mi padre era un arameo errante, que bajó a Egipto. Allí se quedó con unas pocas personas más; pero pronto se convirtió en una nación grande, fuerte y numerosa. Los egipcios nos maltrataron, nos oprimieron y nos impusieron una cruel esclavitud. Pero nosotros clamamos al Señor, Dios de nuestros padres, que escuchó nuestra plegaria, volvió su rostro hacia nuestra miseria, nuestros trabajos y nuestra opresión, nos sacó de Egipto con mano poderosa y brazo fuerte en medio de gran terror, prodigios y portentos, nos trajo hasta aquí y nos dio esta tierra que mana leche y miel" (Dt 26,5b-9). Más aún; en tiempos de derrota, de dispersión y de destierro, aquella acción omnipotente de Dios en los comienzos del pueblo se convirtió en el fundamento sólido e inquebrantable de la esperanza en la resurrección, en el retorno, en la restauración y en el nuevo florecimiento del pueblo (Is 43,16-21; 48,21; 52,11): Dios, que hizo salir a Israel de Egipto (Jos 24,17; Am 2,10; 3,1; Miq 6,4), castigando duramente a los egipcios, favoreciendo extraordinariamente a los hebreos (Sal 135,8s; especialmente 78; 105; Sab 10,15-11,20; 16,19; Miq 7,15) y marchando al frente de su pueblo (Sal 68,8-9; 77,20-21), es considerado como el Dios que realizó el primer acto en favor de Israel y se lo dio como prenda y como tipo de la liberación futura (mesiánica), incluida la liberación de los pecados (Is 40,2; 44,21). Obviamente, estas evocaciones y celebraciones, derivadas de la fe, ampliadas y transformadas en plegarias, reflejan la conciencia de todo un pueblo de la intervención extraordinaria de Dios al principio de su propia historia y respecto al elemento esencial, y no pueden menos de apoyarse en la roca sólida de la historia. En este sentido es también significativo lo específico de la teofanía del AT: referida con la mención de las convulsiones de la naturaleza (terremoto, nubes, lluvia, viento, granizo, rayos, truenos, humo, tinieblas, contención de las aguas del mar y de los ríos...: Hab 3,3-19) o descrita como una brisa ligera (iRe 19,11-13), la teofanía es manifestación de Dios como Señor de la naturaleza y de la historia para salvar a su pueblo y castigar a sus enemigos, y con toda probabilidad ambas formas hunden sus raíces en las tradiciones del éxodo (19,16-19; 33,22; 34,2.5ss; 3,21).

Por eso, si hemos de renunciar a la reconstrucción histórica de los diversos "signos y prodigios" del / Éxodo, sigue en pie "el milagro del éxodo", es decir, el nacimiento de Israel como pueblo y como pueblo de Dios. Sin embargo, incluso para este acontecimiento primordial, el elemento milagroso ha sido captado y destacado por la fe y no incluye necesariamente proporciones cuantitativamente extraordinarias. Aunque probablemente fue una emigración forzada, análoga a otras muchas de aquel tiempo, el acontecimiento fue leído más tarde como la intervención salvífica decisiva de Dios, que escogió para sí y creó a su pueblo.

b) Los milagros de los ciclos de Elías y de Eliseo. En relación con los milagros (= cosas grandes, gedolót: 2Re 8,4) del Elías y de Eliseo, por una parte hay que observar que "Elías se ve obligado a defender el mismo principio y fundamento del pueblo como pueblo del Señor. No se trata de un cambio de régimen, sino del peligro de un cambio de Dios. Elías ve el peligro, se enfrenta con él, lo conjura" (L. Alonso Schdkel, La Biblia I, Marietti, Torino 1980, 866); y, por otra parte, que los relatos de milagros están inspirados en el amor a lo maravilloso, no siempre edificante (2Re 2,23-25), e intentan crear el personaje del taumaturgo en los dos profetas. A excepción del fuego, que se encendió espontáneamente en el sacrificio de Elías en el Carmelo, y de la curación de Naamán el sirio por obra de Eliseo, que terminan con una confesión de fe en Dios colectiva e individual (IRe 18,39; 2Re 5,15), los otros milagros son todos ellos privados, es decir, en favor (o en perjuicio) de personas, de sus familiares, de los profetas mismos y de sus discípulos. Por eso son juzgados de forma distinta también por los autores católicos: demasiado numerosos, a veces duplicados evidentes, aficionados a lo pintoresco y privados de razones suficientes, estos milagros son enumerados por algunos entre las anécdotas específicas de las leyendas hagiográficas y como medios idóneos para construir la figura del hombre de Dios y resaltar la importancia de ambos profetas (H. Haag, LTK X,12); pero, en relación con milagros más recientes y bien documentados, son juzgados más positivamente por otros incluso bajo el aspecto histórico, a pesar del reconocimiento simultáneo de la magnificación literaria y de su inclinación a las leyendas hagiográficas (A. Lefévre, DBS V, 1303).

4. EL MILAGRO Y LA FE: a) Necesidad de la fe. Como la fe es la lente necesaria para captar a Dios y su acción en la creación, también lo es para descubrir su intervención en la historia y en la institución, y por tanto en el milagro. Los incrédulos buscan milagros inútilmente, ya que son incapaces de elevarse a su nivel. Naturalmente, la fe no crea el acontecimiento, pero lo lee e interpreta según una óptica propia: consciente de que Dios actúa en la creación y en cada uno de los seres, en la historia y en cada uno de sus momentos, el creyente capta su presencia activa en alguna obra, momento y acontecimiento de mayor intensidad, la juzga maravillosa y la presenta como milagrosa, quizá a distancia en el tiempo. Las (re)lecturas sucesivas y múltiples de los acontecimientos del éxodo (J, E, P, D; Sab) son indicativas de esta penetración intelectual de la fe para intuir y exaltar la presencia de Dios. El creyente capta a Dios en las grandes obras de la creación (Job 5,9s; Sal 106,2; 139,14), en las de dimensiones ordinarias (Gén 24,12ss; Ex 14,21s; 1Sam 14,23.45) y en las de proporciones minúsculas, como el soplo de la brisa (IRe 19,12). Y lo percibe también en el milagro. Moisés, los israelitas, Elí, Saúl (Ex 3,12; 14,31; 1Sam 2,34; 10,9), en virtud de su fe reconocen la intervención de Dios, presente (Ex 14,32) o diferida (Ex 3,12; 1Sam 2,34; 10,9), salvífica o también punitiva (ISam 2,34). El faraón, por el contrario, incrédulo habitual (Ex 4,21; 7,13); los israelitas, fáciles en pecar de incredulidad (Sal 106,7.13.21), y Acaz, desconfiado en un caso concreto (Is 7,12), se cierran al reconocimiento del milagro y a su beneficio y pueden ver la eventual intervención extraordinaria de Dios transformarse en juicio contra ellos (Gén 15,14; Ex 6,6).

Además, la fe es necesaria para recibir el milagro: los creyentes, como Abrahán, Gedeón y Ezequías, son premiados con la ayuda excepcional de Dios (Gén 15,6.8; Jue 6,7ss; 2Re 20,5s.8ss). Los incrédulos, por el contrario, lo mismo que los israelitas en el desierto (Ex 17,2; Dt 9,22; Sal 95,8s), quedan excluidos y, si pretenden el milagro, tientan a Dios. Al atenuarse la fe por falta de profetas (Sal 74,9; lMac 4,46; 9,27), también el milagro se hace más raro (Si 36,6) y en su lugar se insinúa la sed de lo maravilloso.

b) Origen y naturaleza de la fe. De aquí surge el problema del origen y de la naturaleza de la fe. Es don de Dios, y podría considerarse como un aspecto de la sabiduría que ilumina al creyente sobre el mundo y su significado (Job 36,22-37,19), sobre el hombre, su origen y fin, sobre la historia, su proceso y su meta y, particularmente, sobre los fenómenos naturales, humanos e históricos singulares (Gén 41,38s; Dan 2,28s.47; 5,11.14). Y el milagro pertenece a éstos. Entre la predicción de los signos a Saúl por medio de Samuel y su cumplimiento, Dios "cambia" el corazón de Saúl, por lo que él percibe en los sucesos que le ocurren durante su regreso' a casa signos de que Dios lo llama a la realeza teocrática (1 Sam 10,1-16). Al contrario, los israelitas del éxodo no reconocieron los signos, porque junto con la experiencia de los hechos singulares Dios no les dio "inteligencia para entender, ojos para ver y oídos para escuchar" (Dt 29,1-3), es decir, el corazón nuevo (Ez 36,26s; Jer 31,31-34). Pero a pesar de esta insistencia en el don de Dios, la fe parece ser el fruto de la iniciativa unilateral y gratuita de Dios y de la respuesta libre y obediente del hombre. Los elementos parecen estar presentes en la descripción de la obstinación del corazón del faraón frente a los signos del éxodo. Por una parte, las proposiciones con verbos causativos (hifil: Ex 7,3 [gasahJ; 10,1 [kabed]) o intensivos (piel: Ex 4,21; 10,20.27; 11,10; 14,4.8 [hazaq]), que tienen a Dios por sujeto, subrayan la acción divina, de manera que ésta debe considerarse implícita también en los verbos en pasivo (nip'al: Ex 14,5 [hapaq], entre 14,4 y 14,8) y en los verbos simples de estado (qal: Ex 7,13.22 [hazaq], después de 7,3 [qasah]). Por otra parte, las frases con verbos causativos que tienen como sujeto al faraón (hifil: Ex 8,11.28 [kabed]) ponen de relieve claramente su obstinación, de manera que ésta puede también percibirse en los verbos simples (Ex 8,15, qal [hazaq] entre 8,11 y 8,28 con el mismo verbo en hifil; 9,35: qal [hazaq], entre 8,11 y 8,28 con el mismo verbo en hifil; 9,35: qal [hazaq], después de 9,34), especialmente tras el reconocimiento por parte de los magos de la intervención de Dios en la plaga de los insectos: "¡Aquí está el dedo de Dios!" (Ex 8,15; Vg 19). La incredulidad del faraón equivale a un rechazo, claro y neto (cf 9,2: el paralelismo "rechazas..., retienes..."). La insistencia en la acción de Dios denota juntamente su soberanía, incluso sobre el pecado del hombre, y ante todo su juicio y castigo del hombre, que libremente rechaza sus signos y palabras; y, complementariamente, sugiere que la fe es don gratuito de Dios y obediencia del hombre, es fruto del ofrecimiento de Dios y de la responsabilidad humana. Al ofrecer el signo-prodigio y el corazón para comprenderlo, Dios espera que el hombre comprenda, escuche y obedezca. Y esto es la fe. En caso de negativa llega la incredulidad, que cierra la puerta al signo salvífico o, cuando de todas formas se realiza, se abre al signo juicio.

5. EL MILAGRO Y LA PALABRA. Lo mismo que la sabiduría (Dt 4,6; Jer 8,9), la fe es ofrecimiento al hombre mediante la palabra de Dios, oral y escrita. El milagro es en sí mismo ambiguo; de hecho, se le atribuye incluso a personas extrañas o contrarias al designio de Dios (Éx 7,12). La palabra, por el contrario, es clara, aun cuando se exprese en términos figurados. En concreto, la palabra y el signo se integran mutuamente y son interdependientes, a pesar de la variedad de su sucesión cronológica. La palabra, intérprete y juez del signo, puede ser la institucionalizada en la comunidad creyente, la interior que procede directamente de Dios o la exterior pronunciada para la ocasión por un enviado de Dios. Ante cualquier signo y su explicación en favor de la apostasía, el creyente ha de considerarlo como falso o perverso basándose en la fe recibida mediante la palabra de la comunidad creyente y que se remonta a los padres (Dt 13,1-11). Puesto de manera imprevista ante un signo, Moisés advierte inmediatamente la voz (interior) de Dios, que lo explica y le promete otros signos de confirmación (Ex 3,2-4; cf 2Re 20,5-11). Informado por anticipado del proyecto de Dios mediante la palabra de Moisés, el faraón reacciona con un rechazo abierto y despreciativo: "¿Quién es el Señor para que yo obedezca su voz y deje ir a Israel? No conozco al Señor y no dejaré ir a Israel" (Ex 5,2); y así, rechazando la palabra y los signos, se cierra la salvación y llega a experimentar o padecer los signos de castigo (Éx 9,14.29; cf 7,5.17; 14,18).

En cualquier momento y de cualquier manera que se pronuncie, la palabra es siempre primaria respecto al signo e indispensable en las acciones simbólicas de los profetas (Is 8,18; Ez 4,3), ya que es su clave de interpretación: "Lo que motiva la fe no es el signo como tal; lo decisivo es la palabra que lo acompaña. Esta palabra dice qué persona o cosa constituye el objeto de la fe que pretende suscitar el signo. Por eso no se da una revelación mediante signos sin la correspondiente revelación por la palabra que los interprete" (F.J. Helfineyer, DTAT I, 190).

6. MENSAJE Y FINALIDAD DEL MILAGRO. a) Palabra sensiblemente eficaz. A su vez, el signo se convierte en palabra visible. Por indicación de la palabra, el ojo de la fe, la mente atenta y el corazón dócil perciben en el milagro sensible a Dios como único Dios (Dt 4,34s; Ex 10,2; cf 7,3.5; 8,18.19), o, mejor dicho, su presencia salvífica para los creyentes y de castigo para los incrédulos. Tanto a los creyentes (Ex 10,2s) como a los recalcitrantes (Ez 7,5.17), el signo les revela que Dios ha entrado en acción: una vez pasado el mar Rojo, los israelitas, creyendo en Dios y en su siervo Moisés, celebran al Señor: "¿Quién igual a ti, Señor, entre los dioses? ¿Quién igual a ti, sublime en sabiduría, tremendo en gloria, autor de maravillas?" (Ex 15,11; cf Sal 77,14s). Y esta intuición equivale a la certeza de captar la intervención salvífica de Dios, ya que "la conexión entre conocimiento y signo es tan estrecha que conocer equivale a cerciorarse de algo por medio de un signo" y "el conocimiento sigue a la acción de Yhwh, la cual es un presupuesto necesario del conocimiento" (F.J. Helfineyer, DTAT I, 184.185). Por lo demás, también los no dispuestos advierten una cierta presencia activa de Dios: los magos egipcios reconocen: "¡Aquí está el dedo de Dios!" (Ex 8,15); el faraón, a su pesar, tendrá que reconocer que "Dios es el Señor en medio del país" (cf Ex 8,18), y los israelitas son denunciados como ofensores y tentadores de Dios por haber visto los signos y haber hecho oídos sordos a su mensaje (Núm 14,1lss). Además, en particular, mediante los signos se vislumbran y se reconocen la gloria (Ex 15,1.7), la santidad (Ex 15,11) y el amor de Dios (Sal 106,7; 107,8), que actúan poderosamente para "el triunfo del dominio de Dios frente a los enemigos del pueblo y frente al mismo Israel"(F.J. Helfineyer, DTATI, 185). De aquí su doble aspecto: por una parte, mediante los signos Dios visita y da al hombre su salvación y su reino; por otra, el hombre entrevé a Dios y cree que está cerca de él y obrando en su favor.

b) Al servicio de la fe obediente. En los que están bien dispuestos, el signo de salvación suscita o aumenta la fe: "Israel vio el prodigio que el Señor había obrado contra los egipcios, temió al Señor y creyó en él y en Moisés, su siervo" (Ex 14,31). La fe, a su vez, es el fundamento del reconocimiento de Dios y de su culto (Dt 4,34s; Jos 24,17), de la confianza en él (Ex 8,18s; Dt 1,22-46), del amor a Dios y de la obediencia a sus mandamientos (Dt 11,1-13). También los signos de Elías en el Carmelo y de Eliseo en favor de Naamán el sirio están ordenados a una adhesión renovada a Dios y a la fe en él (lRe 18,38; 2Re 5,15b.17b). De manera semejante, los signos de confirmación favorecen en el creyente la atención, la fe, la confianza y la obediencia a Dios (Ex 3,12; Jue 6,17; lSam 2,34; 2Re 20,5), lo mismo que los de legitimación ayudan a escuchar y a seguir al enviado de Dios (Ex 4,8-9.28-31; lSam 2,34). Por eso parece ser que el ambiente de formación de los relatos de los signos y prodigios —de su elección, elaboración y transmisión— fue el del culto israelita y judío, que tenía la finalidad evidente de alimentar en los israelitas la fe en Dios y sostener su fidelidad en la obediencia a los mandamientos de la alianza.

7. DIOS, AUTOR DEL MILAGRO. Siendo Dios principio y fin de los signos, generalmente se le señala también como el autor de los signos y prodigios (Ex 15,11; Sal 77,15). Aunque Elías y Eliseo fueron presentados ordinariamente con la aureola de taumaturgos y los relatos de sus milagros dan paso al género literario de las leyendas hagiográficas (2Re 5,8), en principio los siervos de Dios, como Moisés, Josué, etc., sólo son vistos como mediadores para la salvación del pueblo de Dios y los milagros sirven para legitimar su misión (Ex 3,12; 4,8-9.28-31; Jos 3,5). De manera semejante, los intérpretes de sueños, como José y Daniel, se consideran y se indican solamente como mediadores de la sabiduría que Dios les dio (Gén 41,16; Dan 2,19.30). Por eso, ni Moisés ni los demás hacen milagros para su gloria y utilidad, sino para acreditar su misión, para ofrecer la salvación de Dios y su voluntad y para suscitar la fe obediente.

III. NUEVO TESTAMENTO. El NT está en continuidad con el AT en lo que atañe a la terminología del milagro, a la concepción de Dios, que es su presupuesto, y a la finalidad, que es casi exclusivamente salvífica. Pero todo ello se presenta en una relación vital con la persona de Jesucristo.

1. TERMINOLOGÍA. Prescindiendo de los hapax thaumásia (maravillas, Mt 21,15) y parádoxa (cosas prodigiosas, Lc 5,26), que orientan hacia lo maravilloso, los términos que indican el milagro en el NT son los cuatro siguientes: dynamis, sémefon, téras y érgon.

a) El primer vocablo, dynamis (119 veces: Mt 12; Mc 10; Lc + He 15 + 10; Pablo 36; Heb 6; lPe 2; 2Pe 3; Ap 12), en relación con los milagros se utiliza activamente (= poder milagroso: Mc 5,30 = Lc 8,46; Mc 6,14 = Mt 14,2; 1 Cor 12,10.28.29) y pasivamente (= acto de poder), que es hecho (poiein, Mc 6,5 = Mt 13,58; Mc 9,39; Mt 7,22; He 4,7; 19,11), o que sucede (ghínesthai, Mc 6,2; Mt 11,20.21.23; Lc 10,13; He 8,13) por obra de Jesús (Mc 6,2) o de otros con o sin el uso del nombre de Jesús (Mt 7,22; Mc 9,39; He 8,13; 19,11; 2Cor 12,12), o también por el anticristo (2Tes 2,9). La presencia del término en varios filones del NT (sinópticos, Pablo, He, Heb) o de la tradición evangélica (Mc, Q, Mt, Lc) es ya muy significativa. Su ausencia en Jn es más bien aparente; de hecho, el cuarto evangelio usa el verbo dynamai también en conexión con los signos (Jn 3,2; 9,16) y, como los sinópticos, hace remontar a Dios el "poder" que se le atribuye a Jesús para hacerlos (9,33; 10,21; 3,2). Más que con vocablos hebreos que indiquen el milagro (y sus voces correspondientes en griego en los LXX), dynamis dice relación al concepto del mesías, revestido de poder por el Espíritu de Dios para derrotar en guerra a los enemigos (Is 11,2) o para proclamar la palabra de Dios como su profeta y más que profeta (Miq 3,8). Esta segunda idea desemboca rectamente en el NT (Lc 24,19 + He 7,22), mientras que la primera queda modificada radicalmente (Mc 3,27).

b) El segundo término, séméion (signo), menos frecuente que el anterior (77 veces: Mt 13; Mc 7; Lc + He 11 + 13; Jn 17; Pablo 8; Heb 1; Ap 7), a través de los LXX está en continuidad con el AT, por sí solo (= hebreo 'ót), en la expresión compuesta "prodigios y señales" (Mt, Mc, Jn, He, Pablo, Heb; cf Dt 4,34), así como también en la variedad de significados como signo de reconocimiento (Mt 26,48; Lc 2,12; 2Tes 3,17), signo escatológico (Mt 13,4; Lc 21,7; Mt 24,3), símbolo y escena simbólica (Ap 12,1.3; 15,1), fenómeno natural y sideral (Lc 21,11.25).

Lo mismo que el Dt (13,1-3), también el NT pone en guardia varias veces contra los signos, entendidos como "prodigios, acciones prodigiosas y sensacionales", realizados por aquellos que tienen la intención de seducir y apartar a los creyentes de la fe en Cristo, especialmente en el período escatológico (Mt 24,24 = Mc 13,22; 2Tes 2,9; Ap 13,13s; 16,14; 19,20), y presenta negativamente a todos los que se los piden a Jesús por curiosidad (Lc 23,8), o para tentarlo o que de alguna manera están privados de apertura y de docilidad a él (Mc 8,11s; Mt 12,39; 16,4; Lc 11,29; cf Jn 2,18; 6,30; 1Cor 1,22). La pretensión de éstos, equiparada a las sugestiones diabólicas (Mt 4,1-11), alcanza su punto más alto en el desafio sarcástico de los que pasan junto a la cruz (Mc 15,30-32), supone la sed de lo sensacional y la intención de evitar el camino oscuro de la fe obediente, y provoca la reacción severa y luminosa de Jesús, que la rechaza de forma explícita o equivalente (Mc 8,11s; 15,30-32), o bien remite al signo inequívoco de la palabra (Lc 11,29s) o al de su resurrección, que puede ser acogido solamente en la fe (Mt 12,39s).

A pesar de ello, también el NT ve positivamente los signos milagrosos. Mc 8,38s y 6,34.50s, aunque no utilizan el término, aluden a los signos de Éx 14-16 y presentan las intervenciones de Jesús como actos salvíficos suyos que promueven la fe. Finalmente, otros textos (Mc 16,17-20; Lc 10,17.19; 1 Cor 12-14) en los que se usa este vocablo hablan de los signos como de indicios que acreditan la misión de los discípulos, los efectos visibles de la presencia salvífica del resucitado y de su Espíritu, y las primicias de la victoria sobre el mal físico y moral.

Sin embargo, entre los escritores del NT se distingue Jn por el uso de este término. Es verdad que el ambiente joaneo invita a prevenirse contra los signos engañosos de los seductores que operan a lo largo de la historia, y sobre todo al final de la misma (Ap 13,13s; 16,14; 19,20), y que el ambiente específico del cuarto evangelio tiene en común con los sinópticos y con Pablo la desconfianza de los signos y la crítica y el reproche de cuantos los pretenden (2,18; 6,14.30; 4,48) y declara insuficiente la fe que se basa más en los signos que en la palabra de Jesús (2,23s; 3,2; 6,30ss). Pero Jn subraya de manera particular la función positiva de los signos. Las alusiones determinadas o indeterminadas a su número (2,11; 4,51; 20,30; 21,25), su distribución según un cálculo evidente, la ilustración de algunos de ellos con discursos o discusiones, la inclusión de las apariciones del Resucitado entre los signos (20,30s) son ya indicio del juicio positivo de Jn sobre los signos. En particular, para él el milagro-signo es revelador del origen divino de la misión de Jesús, de su dignidad mesiánica y de su unidad con el Padre (2,23; 3,2; 6,14). Puesto que entre el signo y su autor la relación es más estrecha que entre el efecto y la causa, se deduce que el signo contiene de algún modo a su autor y constituye una epifanía del mismo. Manifiesta la gloria de Jesús (2,11), que refleja la de Dios (11,40); alude a su fuerza y esplendor, y revela su ser más profundo con singular intensidad; de manera que el signo del pan lo señala como "el pan de vida", el de la curación del ciego lo manifiesta como "la luz del mundo" y el de la resurrección de Lázaro lo define como "la resurrección y la vida" (6,lss; 9,lss; l l,1 ss). Además, al revelar a Jesús en el momento de su cumplimiento, el signo preanuncia también el bien salvífico que concederá cuando llegue su hora y pase de este mundo al Padre (6,63). Debido a su función reveladora, el signo orienta positivamente hacia la fe en él (2,11; 9,35; 11,45; 4,53; 20,30ss), por lo cual los incrédulos son responsables de su incredulidad (9,39s; 12,37ss). Sin embargo, el signo no es algo clamoroso y sensacional, sino algo sensible y milagroso, que transmite un mensaje de Jesús y sobre Jesús, perceptible a quienes tienen ojos íntegros para percibirlo (9,39s; 12,40s) y se colocan ante Jesús en una posición de fe, es decir, de apertura, de confianza y de disponibilidad hacia él y hacia su palabra (11,40; cf 12,40).

c) Siempre en plural y unido al plural del precedente sémeía, y a veces también a dynámeis (He 2,22; 2Cor 12,12; 2Tes 2,9; Heb 2,4; cf He 6,8; Rom 15,19), encontramos el sustantivo plural térata (prodigios; 16 veces: Mt 1, Mc 1; Jn 1; He 9; Pablo 3; Heb 1). Casi ausente en la literatura greco-helenista contemporánea del NT —lo mismo que el correspondiente semítico mópet en la literatura hebrea de la época—, pero presente en la judeo-helenista, a través de los LXX este término se relaciona con el AT por su combinación con sémeía y por su contenido. Los evangelistas lo evitan prácticamente, quizá porque lo consideran inadecuado para expresar la parte activa de Jesús en la actuación de los milagros. Cuando se emplea, la expresión "signos y prodigios" señala los falsos portentos apocalípticos (Mt 24,24 = Mc 13,22; 2Tes 2,9; cf Dt 13,15s), o bien los sensacionales que pretenden los judíos y que les niega Jesús (Jn 4,48). Fuera de los evangelios, sin embargo, denota también los milagros de Jesús (He 2,22) y de sus heraldos (He, passim; cf 2 Cor 12,12 Heb 2,4). Finalmente, en los Hechos, la locución "signos y prodigios" (4,30; 5,12; 14,3; 15,12) y su forma inversa (2,19s.22. 43; 6,8; 7,36; cf Sab 10,16), que podría deberse o a una fuente distinta o a una variación estilística, pueden incluir cierto matiz teológico, en el sentido de poner respectivamente el acento en Dios, su autor, o en sus efectos (cf K.H. Rengstorf, TWNT VIII, 125s). La evocación de los "prodigios y signos" del Éxodo (7,36) señala en Jesús al profeta como Moisés, mientras que la cita de J13,1-5 (TM 2,28-32) indica en la efusión del Espíritu y en sus dones la irrupción de los bienes escatológicos en la historia en virtud de la resurrección de Jesús (2,19s.33). A pesar de ser Dios el autor de los signos y prodigios, él los realiza por medio de sus siervos (2,43; 4,30; 6,8), especialmente de Jesús, antes y después de pascua (2,22; 4,30; 14,3), para legitimar su misión y, particularmente después de pascua, para conducir a la fe en Jesucristo. También para Pablo los "prodigios y signos" acreditan su apostolado y orientan a la fe en Cristo (Rom 15,19; cf Heb 2,4), junto con la paciencia-constancia de los apóstoles (2Cor 12,12).

d) De forma semejante, en la huella de la tradición bíblico judía se coloca el grupo érgon, ergázesthai y poiein (obra [milagrosa], obrar y hacer milagros). Aunque corresponde a varias voces hebreas, el sustantivo érgon en el AT griego indica también la obra divina de la creación (Sal 8,4) y las obras de Dios en la historia de la salvación (Éx 34,10; Jos 24,31 [gr. 29]; Jue 2,7.10), incluidas las milagrosas del éxodo (Sal 66,3.5; 77,12; cf Dt 11,3: TM, signos y obras; LXX, signos y prodigios; Si 48,14: prodigios y obras maravillosas). Sin embargo, las obras siguen siendo realizadas por Dios a lo largo de la historia (Is 5,12.19; 22,11; 28,21; 29,23), tanto de Israel como de los demás pueblos (Is 45,11), para salvar a los creyentes y castigar a los impíos (Sal 28,5; 46,9; 92,5.6; 95,9).

El NT continúa esta línea (Heb 2,7; 1,10; 4,3.4: obras de la creación). Jn (9,3) utiliza la expresión "las obras de Dios", mientras que Mt y Lc tienen el concepto; pero los tres están de acuerdo en vincular la acción de Dios en la historia a la actividad de Jesús, particularmente a sus actos milagrosos. Mt, al hablar de las "obras de Cristo", apelando a Is (35,5-6a; 26,19; 29,18; 61,1) menciona las obras milagrosas de misericordia y la evangelización de los pobres (11,2.5s; cf Lc 24,19; He 1,1; 7,22 [de Moisés]). Jn, que construye el sustantivo érgon (plural y singular) con poiein, ergázesthai y teleioún (hacer, obrar, cumplir: 5,20.36; 7,3.21; 9,3.4; 10,25.32.37.38; 14,10.11.12; 15,24; 4,34; 17,2), debe considerarse clásico. En su obrar, Jesús participa y revela la acción de Dios en la historia de la salvación: él ve y cumple las obras que el Padre le muestra y que le da el poder de obrar (5,17-29). En él y por él es el Padre invisible el que las cumple, y por eso en ellas irradia la gloria del Padre y del Hijo (14,10s; 9,3s). Y son también obras milagrosas, que suscitan maravilla (7,21; 7,3s), legitiman la misión de Jesús y sobre todo atestiguan la unidad del Hijo con el Padre (10,25; 5,36). Además, por constituir el testimonio sensible del Padre, las obras tienen la finalidad de conducir a la fe en Jesús, y mediante la fe a la vida; pero se transforman en testimonio de acusación y de condenación de exclusión de la vida para los que se niegan a creer (5,17-29). Al igual que los signos, las obras son preludio, revelación y aspectos parciales de la obra (4,34; 17,2) con que Jesús glorifica al Padre y es glorificado por él con los plenos poderes de dar la vida a todos los creyentes y de poner a los discípulos en condiciones de hacer "obras" mayores que las suyas (14,12). Y de este modo las "obras buenas" (10,32) que el Padre realiza en, por y con Jesús son anticipaciones de la obra que él lleva a cabo en los que creen en Cristo, también mediante el ministerio de los discípulos (14,10), para hacerlos partícipes de la vida eterna (6,28s).

2. LA CONCEPCIÓN DEL MUNDO. a) Dios y el mundo. La concepción que tiene el NT de las relaciones entre Dios y la naturaleza, entre Dios y el hombre, entre Dios y la historia es fundamentalmente idéntica a la del AT y del judaísmo, palestino y helenista, intertestamentario y rabínico. Para Jesús y para los predicadores y escritores del NT, Dios es creador del cielo y de la tierra y de todo, del hombre y de la mujer, y de todos los hombres; es su señor y ejerce todo poder sobre ellos (Mt 11,25; 19,4; 28,18). Por eso los fenómenos naturales y meteorológicos, como el salir del sol, el sucederse de las estaciones y la lluvia, la vida de las plantas y de los animales, se le atribuyen a Dios (He 14,17; 17,26; Mt 5,45; Lc 12,54-56; Mt 6,26ss; Mc 4,26-29). También la historia se desarrolla bajo el dominio, la intervención y la dirección de Dios. La humanización de la tierra y la evolución de las vicisitudes de los diversos pueblos, especialmente de Israel, se llevan a cabo según un designio de Dios, que los conduce hacia una meta común, a saber: Jesús (He 14,15-17; 17,24-31; 7,2ss; 13,16ss; Heb l,ls), definido como la plenitud de los tiempos (Mc 1,15; Gál 4,4; Ef 1,10). Y esto porque el mundo y el hombre han sido vistos y queridos en Cristo por Dios desde el principio (Rom 8,29s; Jn 1,3-5; Ef 1,3ss; Col 1,15-17; 1Cor 8,6). Esta providencia de Dios se extiende a cada uno de los vivientes y a cada uno de los pequeños sucesos de su existencia (Mt 10,29 = Lc 12,6s). Por eso mismo la creación es reveladora de Dios, de sus atributos, particularmente de su bondad para con el hombre, e indicadora de la respuesta del hombre a Dios (Rom 1,19-21; He 17,27). De forma semejante, la historia es lugar y medio de revelación: la ignorancia, más o menos culpable, que se les reprocha a los paganos (He 17,30; 14,16), y especialmente a los judíos (Mt 16,31; Lc 12,56; 19,42; He 3,17; 13,27), supone la convicción de que Dios actúa en la historia de forma ordinaria y extraordinaria mediante las personas privadas, públicas y hasta indignas (Jn 11,51; He 4,27s; 2,23).

Por eso la intervención de Dios mediante el milagro (acto de poder, signo, prodigio y obra) hunde sus raíces en esta fe de que Dios —trascendente, invisible, omnipotente y bueno— es omnipresente, operante, benéfico y salvador, particularmente con el hombre. Haciendo llegar a su debido tiempo a la plenitud y dando su reino en Jesucristo, Dios manifiesta su intervención omnipotente en él, incluso con una elevada concentración de milagros durante su ministerio público. La división de los milagros evangélicos en milagros de naturaleza y milagros antropológicos (exorcismos, curaciones, resurrecciones), descriptiva y derivada de los relatos neotestamentarios, corresponde a nuestra mentalidad moderna y occidental, e incluye en algunos autores la intención de reconocer que Jesús pudo curar a algunos enfermos, especialmente neuróticos, negándole todos los demás milagros. Pues bien, esta manera de pensar es extraña (y contraria) a la mentalidad de los evangelistas, de sus predecesores y del mismo Jesús: Dios, creador y señor de los espíritus, de los hombres y de la naturaleza material, señor absoluto de la vida y de la muerte, está presente en toda criatura y actúa en ella, y con su sabiduría, poder y bondad puede curar a un epiléptico y cambiar el agua en vino, resucitar a un muerto y calmar el lago durante la tempestad. Por eso es preferible la clasificación puramente literarioredaccional [7 III, 7].

b) Jesucristo y el mundo. La referencia mencionada del mundo y del hombre a Jesucristo y la conexión del milagro con su persona constituyen la novedad específica del NT respecto al AT y al judaísmo. El acto de poder de Jesús, de los discípulos y de cuantos creen en él está estrechamente vinculado a él y a su resurrección. Puesto que en él reside una dynamis (poder, fuerza) (Mc 5,30), Jesús puede realizar y realiza de hecho dynámeis, es decir, actos de poder. El poder es Dios mismo (Mc 14,62), y se manifiesta de modo particular en la resurrección de los muertos (Mc 12,24), lo mismo que se manifestó en la creación (Rom 1,20). Jesús es hecho plenamente partícipe de ese poder en su resurrección (Mc 14,62), determina la venida del reino de Dios en poder entre la pascua y la parusía (Mc 9,1) y lo desplegará de modo definitivo cuando vuelva en majestad para el último acto de la redención (Mc 13,26). Aunque lo posee ya en la tierra y antes de pascua, Jesús lo revela concretamente en los milagros, en los que se muestra poderoso (Lc24,19; Jn 3,2), realizándolos incluso por medio de personas extrañas (Mc 9,38s).

Pero Jesús fue constituido Hijo de Dios "en poder" en la resurrección (Rom 1,4): el Espíritu de Dios, que lo resucita de entre los muertos, elimina la fragilidad de la carne y lo convierte en espíritu vivificante (1Cor 15,45), lo hace poderoso y capaz de configurar consigo al creyente incluso en su cuerpo resucitado (iCor 15,49-57; Flp 3,10.21). Pero esta realidad "espíritu y poder", que crea la humanidad de Jesús en el seno de María (Lc 1,35), está presente en él antes de pascua, y en virtud de ella puede llevar a cabo la liberación del hombre como taumaturgo y como profeta (Lc 4,14-21; He 10,38; cf Lc 5,17; 6,19; 8,46). Y en virtud de su "espíritu y poder" podrán igualmente realizar milagros los discípulos y los que crean en él (Rom 15,19; He 6,5.8; Gál 3,5).

Prácticamente sinónimo de dynamis y sustancialmente idéntica es la exousía (poder, autoridad, potestad: Lc 4,36; 9,1). Poseyéndola ilimitadamente, Dios dispone con absoluta libertad el camino, las etapas y la meta de su plan de salvación (He 1,7). Jesús está revestido plenamente desde su resurrección de ese poder, y en virtud del mismo confía a los "once" la misión universal, asegurándoles su asistencia eficaz a lo largo de toda la historia para el éxito de su predicación y de la afirmación del reino de Dios (Mt 28,18-20; 10,7). Sin embargo, también él participa de ese poder durante su ministerio (Mc 11,27-33) y, como Hijo del hombre en la tierra, lo ejerce con su palabra, basada en su misterio personal, y por tanto con autoridad para enseñar y con eficacia para liberar a los hombres de los espíritus inmundos, de las enfermedades, del pecado y de otros males (Mc 1,21.27; 2,1-12). Más aún, poseyéndola con plenitud, la comunica a sus discípulos para hacerlos capaces y válidos colaboradores en la predicación y en la actividad milagrosa (Mc 3,15; 6,7; Mt 10,1; Lc 9,1; 10,17).

3. LOS MILAGROS Y LA RESURRECCIÓN DE JESÚS. Pues bien, el espíritu, el poder y la autoridad de Dios y de Jesús como causa de los milagros nos sitúan frente a Jesús resucitado. El espíritu, el poder y la autoridad, que hacen del resucitado el primogénito de entre los muertos y capaz de salvar a todos los creyentes, incluso en el cuerpo, están ya presentes en él mientras vive en la tierra y actúa como revelador definitivo y como taumaturgo, aun cuando como taumaturgo actúe de modo discontinuo, con eficacia parcial y a nivel de signo. Por eso la relación entre los milagros y (el milagro de) la / resurrección es una relación interior, necesaria, múltiple y complementaria.

Así la "fe" en la resurrección está en el origen de la memoria de los milagros. Convertida en la clave de interpretación de la identidad verdadera y de la vida, de las acciones y de las palabras de Jesús (Lc 24,44s; Jn 2,22; 12,16), la resurrección reveló a los discípulos la naturaleza cristológica y salvífica incluso de los sucesos prepascuales, incluidos los milagrosos. Y los milagros tienen necesidad de ser interpretados a la luz de la resurrección: al presentar a los discípulos de Emaús reconociendo a Jesús como "profeta poderoso en palabras y en obras" y al mismo tiempo como "mesías fracasado" por estar y mientras están privados de la fe en su resurrección, Lc (24,19-24) hace comprender que los milagros evangélicos fracasan en su objetivo sin la resurrección. Al remitir a los judíos, que pretenden signos clamorosos, al signo de Jonás y al del templo, Mt (12,39s) y Jn (2,18ss; cf 6,30ss) sugieren que los milagros reciben su significado profundo solamente a partir de la resurrección. Por otra parte, Jn —considerando su libro como una antología de signos e incluyendo en ellos las manifestaciones pascuales—es el más explícito a propósito de la interdependencia "milagros-resurrección". El motivo es claro: al hacer de él el Hijo de Dios en poder y el primogénito de los muertos —arquetipo, mediador y artífice de la salvación de todos—, la resurrección permite captar la concausalidad eficiente de Jesús respecto a los milagros, insinuada por la forma imperativa de realizarlos (Mc 1,25; 9,25) y ejercida mediante su humanidad creada por el espíritu y por el poder de Dios (Lc 1,35). De forma semejante, al revelar la función salvífica universal de Jesús (Lc 24,46s), la resurrección confiere a los milagros prepascuales la cualificación de primicias de la salvación y a los pospascuales la nota de signos de la salvación dada ya en el presente en Cristo, muerto y resucitado, y la de invitaciones a creer en él (He 3,12-16; 4,9s; Mc 16,15-20).

A su vez, los milagros prepascuales iluminan la resurrección, lo mismo que el punto de partida y las etapas intermedias dejan vislumbrar la meta. Jn, distribuyendo estratégicamente los signos evangélicos y destacando la luz específica que emana de algunos de ellos —"Yo soy el pan", "Yo soy la luz", "Yo soy la resurrección y la vida" (6,35; 9,5; 11,25)—, los señala como etapas hacia el "Yo soy" del Hijo del hombre elevado en la cruz y en la gloria para atraer a todos hacia sí y darles la salvación (8,28; 12,32). También Lc, basando los milagros en el "espíritu y poder" de Jesús, prepara al lector a ver en el resucitado al que da el poder del Espíritu Santo, alma y motor de la misión universal salvífica (1,35; 5,17; 6,19 y 24,49; He 1,8). Además, al presentar los milagros como intervenciones liberadoras de los diversos males del hombre (la enfermedad, la muerte, los espíritus malignos, la naturaleza hostil, el pecado), los evangelistas tienen ante los ojos la amplitud y la densidad de la victoria pascual de Jesús en favor de los creyentes. De modo semejante, la fe, condición previa (Mt, Mc, Lc, Jn 11,40) y consecuencia de los milagros (Jn; cf Mt 11,20-24; Mc 5,18-20 = Lc 8,38s; Mc 10,52), alcanza en la pascua su madurez y pasa a ser explícitamente confesión (Lc 24,34; Jn 20,28; 21,7) y anuncio de él (Mc 16,15s; He 2,22ss...). Al mismo tiempo, la pobreza de los milagros —es decir, su rareza, su carácter reservado y la temporalidad de sus efectos—, que preservó a los discípulos de la milagrería y que hizo posible a Jesús el camino de la cruz y de la muerte (Mc 15,29-32), está en armonía con el hecho de que el poder de la resurrección, a pesar de que redime, transforma y santifica al hombre ya desde ahora y hace fermentar evangélicamente su historia, coexista con su debilidad (pecado y sufrimiento, 2Cor 12,12; Gál 6,3; 1Cor 15,9; Ef 3,8), construya al hombre nuevo mediante un proceso de muerte-resurrección (Rom 6,3ss; 2Cor 4,10ss) y sea perceptible solamente a los ojos de la fe e inaccesible a los sentidos (Col 3,3s; Un 3,2). Es significativa en este sentido la fisonomía de la teofanía en el NT. Prescindiendo de las alusiones a las del AT (He 7,30ss; Heb 12,18.29), los rasgos teofánicos —mejor dicho, epifánicos y apocalípticos— son cristológicos y pascuales. Ciertos detalles y algunos vocablos especiales en la presentación del bautismo y de la transfiguración (Mc 1,10s; Mt 17,1-7), de los momentos anteriores y sucesivos a la muerte de Jesús y a la mañana de pascua (Mt 27,45.51-53; 28,2-4), de la irrupción fragorosa del Espíritu Santo (He 2,2-4.16-20.33), de la cristofanía a Pablo (He 9,3-8) y especialmente de la parusía en medio de la convulsión del cosmos (Mt 24,29-30; 26,64; 2Pe 3,10-13), así como de algunos milagros (Mt 8,24ss; Jn 6,15-21; Mc 9,14-29), son un preludio o una alusión o una presuposición del acontecimiento pascual: el día de Yhwh (J12,11.31; Ap 16,14) se convierte en el día del Hijo del hombre, del Señor Jesús, del Señor (Lc 17,24.30; He 14,31; ITes 5,1; Ap 6,17 [de Dios y del cordero]). Por otra parte, algunos de los términos epifánicos (apocalípticos) son utilizados y aplicados a la existencia terrena de Jesús en su conjunto (Jn 1,14; 2Tim 1,9s; 4,8; Tit 2,11; 3,4; Lc 1,79; 2,9; Jn 1,5.9). Y las cristofanías pascuales están en la línea de las teofanías antropomórficas del AT (Mt 28,16-20; cf Gén 18,1 ss; Ex 3-4; lSam 3,lss).

4. LOS MILAGROS Y LA FE EN CRISTO. a) La fe pascual. La resurrección, el milagro por excelencia, es también el más secreto: los testigos del NT hablan de él como creyentes. Basándose en el indicio del sepulcro vacío y en las repetidas experiencias del resucitado, todos los que las habían tenido y que, a pesar de la muerte en la cruz, mantenían una relación interior con Jesús (Mt 28,5; Mc 16,10; 16,7), reconocen la intervención de Dios, se sienten radicalmente transformados por ella y se convierten en heraldos suyos. Al contrario, los que tentaron a Jesús hasta el final procuraron sellarlo en el sepulcro (Mt 27,39-43.62-66) y se empeñaron en manipular la débil huella del sepulcro vacío según sus propios intereses (Mt 28,13-15), no fueron objeto de ninguna iniciativa divina, sino que permanecieron en su propia incredulidad (cf Lc 16,31).

Pues bien, la fe en la resurrección contribuyó a la formación de la tradición evangélica sobre los milagros bajo diversos aspectos. Puso a los discípulos en disposición de ver los "verdaderos" milagros prepascuales "con ojos nuevos", es decir, como acciones salvíficas de Dios y de Jesús (He 2,22; 10,38). Igualmente los condujo a descubrir (Mc 6,45-52) o a acentuar (Mc 5,21-24.35-43 y Mt 9,18-19.23-26) la naturaleza milagrosa de algunas de sus intervenciones, a aumentar su número mediante los duplicados (Mt 9,27-31 y 20,28-34) y los sumarios de generalización (Mc 1,32-34; 3,7-10), a intensificar sus aspectos maravillosos (Mt 9,35), a anticipar a su ministerio terreno algunos de los realizados después de l pascua (Lc 5,1-11, Jn 21,1ss) y, según algunos autores, a transformar también en milagro alguna parábola del maestro (Mc 11,12-14.20 y Lc 13,6-9) y aplicarles incluso alguna de las leyendas locales (Mc 5,1-20; Jn 2,1-11). La influencia iluminadora y amplificadora de la fe pascual parece que es cierta, pero no creativa "ex novo", sino más bien basada en la seguridad de los discípulos de haber sido testigos directos de algunos milagros de Jesús.

b) La fe de los milagros. Pero ya antes de pascua el milagro es inseparable de una "cierta fe" en Jesús, que es condición para reconocerlo y alcanzarlo. En general, los que presenciaron los signos y los actos de poder de Jesús reaccionaron reconociendo de diversas formas (admiración, comentarios..., Mc 1,27) la intervención de Dios y expresando así por lo menos una disponibilidad a la adhesión. Otros, en cambio, reaccionaron negativamente, es decir, percatándose de su singularidad y atribuyendo al mismo tiempo su origen al diablo (Mt 12,22-30), excluyendo su procedencia de Dios (Jn 9,16) o pretendiendo siempre signos nuevos (Lc 11,14-16; Jn 6,26-30; Mc 8,11s; 15,29-32).

Además, en su devenir el milagro está ligado fuertemente a una cierta fe en Jesús. Para los sinópticos generalmente —y también a veces para Jn (11,40; 1,50-2,11)— el milagro va precedido de la fe personal (Mc 10,52) o, si ésta no es posible, de la fe de otros (Mc 5,36), explícita o equivalente (Mt 9,28ss; Mc 1,40), decidida o titubeante (Mc 2,5; 9,22). En presencia de la fe, el milagro va a veces más allá de lo que esperaban los interesados (Mc 2,1-12). Por el contrario, la incredulidad parece paralizar la fuerza misma milagrosa de Jesús (Mc 6,1-6). Además, en Jn, y a veces con una terminología equivalente en los sinópticos (Jn 4,53; 2,11; cf Mt 11,20-24; Mc 5,18-20; 10,52), el milagro está en el origen de la fe o de un aumento de la misma.

c) No se especifica la naturaleza de la fe. No cabe duda de que es "confianza" en Dios yen Jesús. Convencidos del poder y de la bondad de Jesús, que Dios le había concedido (Mc 6,2), los que imploran confían en él sin reservas (Mc 1,40). Pero esta confianza es dinámica, inventiva y combativa respecto a Jesús (Mt 15,21-28; Mc 5,27-30; 10,46-52); análoga a la de los salmistas enfermos, aunque mucho menos verbosa, debido también a que los evangelistas narran el milagro después de ocurrido. Pero la fe de los milagros es "más que confianza". Es también disponibilidad, acogida y adhesión a la persona, a la misión y a las exigencias de Jesús en curso de revelación. Nicodemo, que reconoce el origen divino de la enseñanza y de los signos de Jesús, es un incrédulo, probablemente porque piensa que lo "sabe" ya todo sobre él (Jn 3,2.11s). De la misma manera, los habitantes de Nazaret, a pesar de que atribuyen a Dios la sabiduría y los actos de poder de Jesús, se comportan como incrédulos y hacen imposibles los milagros al pretender mantenerlo dentro de los límites de su familia y de su oficio (Mc 6,1-6). Por el contrario, otros, como el endemoniado de Gerasa, que intenta establecer una relación estable con Jesús y en todo caso hace de él un punto de referencia (Mc 5,18-20); o como el ciego de Jericó, que transforma la fe primera en seguimiento (Mc 10,52), añaden a la confianza en él una adhesión de hecho a Jesús, a su función, a sus reivindicaciones de que Dios está presente y operante en él como en ningún otro. Y esto equivale a una fe cristológica, aunque sólo sea embrionaria y potencial. Más expresamente, Jn hace que brote la fe de los signos. Naturalmente, los milagros pospascuales están vitalmente vinculados a la fe cristológica explícita, tanto en quienes los obran como en sus beneficiarios (Mc 16,17s).

d) La fe del taumaturgo. En el NT se considera necesaria la fe del taumaturgo (Mc 11,23ss), aun en el caso de comunicación de esta potestad por parte de Jesús (Mt 10,1-8 + 17,20), y es ejercida de varias maneras (He 3,6; 9,40; Mc 9,39). Sin embargo, esta fe no se le atribuye nunca a Jesús: él lleva a cabo el milagro en virtud del espíritu, del poder y de la autoridad que están presentes en él y que resultan evidentes en sus órdenes eficaces. Incluso cuando reza en concomitancia con una intervención milagrosa, Jesús reza para dar gracias a Dios por ser escuchado (Jn 11,41; Mc 6,41): aunque recibe el poder milagroso del Padre y está siempre en comunión con él, su mediación, también respecto a los milagros, es al mismo tiempo orante y autoritativa (Jn 11,22.43), como la que se refería a la misión del Espíritu Santo (Jn 14,16.26 y 15,26; 16,7; Lc 24,49 y He 1,4.8; 2,33).

5. Los MILAGROS Y LA SALVACIÓN. La resurrección es un acontecimiento personal y funcional de Jesús. Constituido Hijo de Dios en poder, primogénito de entre los muertos, Cristo y Señor (Rom 1,4; Col 1,18; He 2,36), él ha resucitado por nosotros (Heb 6,20; 7,25; 9,24), lo mismo que murió (Mt 26,28; Rom 4,25) y nació (cf Lc 2,11) por nosotros. El que confiesa esta fe se hace partícipe de la salvación (Rom 10,9s). Y el NT se muestra unánime en este punto capital. Por su parte, los evangelistas señalan al Resucitado como al autor de la misión universal salvífica (Mt 20,16-20; Lc 24,44-49; Jn 20,21-23; cf Mc 16,7.15s; He 1,8), y los discursos misioneros de los Hechos también como fuente de la salvación (He 2,22ss; 5,31; 13,26). En los mismos Hechos (4,7.9.12; cf 3,7) se subraya que la salud que se le devolvió al cojo en el nombre y en el poder de Cristo, muerto y resucitado, indica que la salvación es ofrecida a todos por Dios exclusivamente en el nombre de Jesús (cf 2,36; F1p 2,11). Pues bien, los evangelistas ven en los milagros de Jesús unos actos salvíficos. Lo mismo que subrayan la fe en concomitancia con los milagros y como clima vital de éstos, así también ponen de manifiesto la salvación en relación con ellos y con su fruto. Terminológicamente, los sinópticos utilizan el verbo salvar (griego, sózein; cf Jn 5,6; 7,23: hughiés, sano) frecuentemente en conexión con los milagros: Jn exalta en varias ocasiones los dones salvíficos inherentes a los signos. Además, del examen de las noticias y narraciones de milagros se deduce que todos ellos son para el bien del hombre (incluso Mc 5,1-20; 11,12-14.20). Lc (1,20-22; He 5,1-11; 12,21-23; 13,11), aun mencionando en su obra milagros de juicio, como en la tradición bíblico judía y helenista, no los atribuye nunca a Jesús.

Pero la naturaleza de la salvación sólo está sugerida. Directa y expresamente la intervención milagrosa de Jesús lleva consigo la liberación de los males que atacan al hombre: enfermedades (Mc 3,4; 5,28; 10,52), las fuerzas naturales adversas (Mt 8,25; 14,30), los demonios (Lc 8,36), la muerte inminente o ya ocurrida (Mc 5,23; Lc 8,50; cf Jn 11,12). Pero esta salud física, que a veces tiene como sinónimo la vida (Mc 5,23; 3,4), es simultáneamente espiritual, como en el samaritano, que, ya curado de la lepra, recibe el don de la salvación (Lc 17,19); y en el ciego de Jericó, que, liberado de la ceguera, se pone a seguir a Jesús (Mc 10,52). En semejante contexto la fórmula de despedida "tu fe te ha curado" se extiende legítimamente en Lc del don milagroso de la salud física (Lc 8,48) al de la salvación espiritual (7,50) y a los de ambas (17,19). Por eso Jesús declara expresamente en Cafarnaún (Mc 2,1-12; cf Jn 5,1-14) que con su autoridad de Hijo del hombre le da invisiblemente al paralítico el perdón de los pecados y visiblemente el don de la curación.

Por esto la naturaleza de salvación de todos los milagros evangélicos es la que se indica en los exorcismos: éstos son los signos sensibles del don del reino de Dios (Mt 12,28) y hacen palpable el reino anunciado como cercano por la palabra de Jesús (Mc 1,15). Indicándolos como cumplimiento de los bienes prometidos en el AT, son las primicias del reino ofrecido a los pobres (Mt 11,2.5-6) y totalmente disponible en la pascua (Lc 22,29s), como consecuencia de haberse negado a encontrar la salvación mediante un milagro (Lc 23,35-43). Por consiguiente, las victorias de Jesús sobre los diversos males del hombre durante el ministerio público son otras tantas brechas abiertas en el reino de Satanás y un preludio de su victoria pascual.

Los milagros después de pascua de los creyentes manifiestan con mayor transparencia, incluso al exterior y en el mundo físico, el poder del Resucitado y la acción del Espíritu (Mc 16,17-20; Gál 3,5) contra el pecado y contribuyen a alimentar la esperanza cristiana de la salvación de todo el hombre y de la liberación del cosmos entero (Rom 8,19-25).

6. Los MILAGROS Y LA PALABRA. a) Ambigüedad de los milagros. También para el NT el milagro es ambiguo y más un interrogante que un anuncio. La desaparición del cadáver de Jesús, único elemento visible de la intervención de Dios, fue interpretado como un hurto por los amigos y por los adversarios de Jesús (Jn 20,2.13; Mt 28,13) y tuvo necesidad de palabras y de acontecimientos de revelación para ser comprendida como indicio de la resurrección (Jn 20,8s; Mc 16,7). De forma análoga, frente a los milagros de Jesús algunos descubrieron en ellos la intervención de Dios, mientras que otros vieron la del diablo (Mt 12,22-24). Los mismos discípulos, aun reconociendo en ellos la mano de Dios, no comprendieron a veces su lección (Mc 6,52; 8,17-21). Incluso Juan el Bautista, al tener conocimiento de ellos, se siente turbado respecto a la identidad mesiánica de Jesús inherente a los mismos y tiene que ser iluminado con la palabra del AT (Mt 11,2-6). Por eso Jesús, poniendo en guardia contra los signos y prodigios engañosos de los falsos profetas y cristos, indica en su palabra el medio para no caer en la trampa (Mc 13,22s), que resulta fatal para los que desobedecen a la verdad (2Tes 2,9s; Ap 13,1113).

b) Complementariedad de los milagros con la palabra. De aquí la necesidad de completarlos con la palabra, que de cualquier modo les acompaña. El arraigo de la palabra y del milagro en la potestad (griego, exousía) (Mc 1,22.27; Mt 7,29 + 8,9) de Jesús, en su poder (griego, dynamis) (Lc 4,36; 9,1) y en su plenitud del Espíritu de Dios (Mt 12,18.28) sugiere su mutua integración. También la comunidad de efecto, que se identifica con el asombro de la gente y la primera aparición del problema de la identidad de Jesús, insinúa su coordinación recíproca (Mc 1,22.27). De hecho, los sinópticos, al atribuir su autoridad a su misterio personal (Mt 7,29; Mc 2,1-12), indican en aquel misterio la razón del estilo en primera persona singular en el anuncio (Mt 5,22ss) yen la realización del milagro (Mt 8,3). A su vez, Jn presenta la palabra o el gesto de Jesús como causa de los signos y de las obras (2,7s; 4,50; 5,8; 11,43 y 6,11; 9,6s), y al mismo tiempo indica su unidad con el Padre como raíz de sus palabras y de sus obras (14,10s).

c) Subordinación de los milagros a la palabra. Sin embargo, la palabra tiene la preeminencia sobre el milagro. El mismo Jn, que hace brotar la fe del signo (2,11; 11,42-45) y señala en las obras el testimonio que el Padre da de Jesús (10,25.38; 5,36), presenta repetidas veces la palabra, prolongada a menudo en un discurso entero, como reveladora del signo realizado o por realizar (6,31ss; 9,5.35-38; 4,42). Por esto el mismo Jesús indica como frágil la fe que se basa en los signos (2,23s) y que se cierra al testimonio ulterior verbal de Jesús (3,2.11s), y al final acusa a los judíos de incredulidad a su palabra y a sus signos y obras (15,22.24). Pero esto mismo es lo que se insinúa en los sinópticos. La simultaneidad de la predicación y de la actividad taumatúrgica sugiere su complementariedad, y al mismo tiempo que la palabra confiere un sentido específico al milagro, sustrayéndolo a la condición de simple acto humanitario y elevándolo a signo salvífico y anticipo de los beneficios del reino de Dios (Mt 4,17.23-25; 9,35; para los discípulos: Mc 3,14s). Las mismas amenazas a las ciudades impenitentes (Mt 10,20-24) insinúan que el anuncio explicita la finalidad del milagro. Por otra parte, al remitir a sus adversarios, ávidos de prodigios, al signo de Jonás, es decir, a su predicación (Lc 11,29s.32; cf 16,31), Jesús hace comprender la primacía de la palabra sobre el milagro. Hay otras muchas indicaciones en este sentido. Aunque confirmada en su credibilidad por el milagro (Mc 2,1-12; Jn 10,25), la palabra es frecuentemente el origen de la fe en los milagros y de los mismos milagros. Constituye además el ministerio habitual, cotidiano y obligatorio de Jesús y se identifica con su misión (Mc 1,38; Lc 4,43), mientras que el milagro es ocasional, a pesar de que de hecho (Mt 9,35) y en la redacción de los evangelios (Lc 24,19; He 1,1) suelen estar combinados los dos. Por otra parte, aunque completa la palabra y puede perfectamente llamarse "palabra visiblemente eficaz" sobre la identidad de Jesús y sobre el reino de Dios (Mc 2,1-12), el milagro exige ser superado en cuanto beneficio sensible, aunque sea un beneficio mesiánico, salvífico y divino, y ser conservado como palabra —de aquí su denominación de signo—, es decir, enseñanza, insinuación y evangelio sobre Cristo y sobre su salvación (Mt 11,2-6; 4,23-25). Así también, la riqueza de la palabra es mayor; a pesar de su número, de su variedad y de su estilo específico, los milagros generalmente tienen como desenlace el nacimiento del problema de Jesús, de su misión, de sus dones y de sus exigencias (Mc 1,22.27; 4,41; Jn 2,9.16s), sin indicar simultáneamente la respuesta concreta; la palabra, por el contrario, en sí misma y en conexión con el milagro, ofrece directamente esa respuesta, en términos propios o parabólicos, y de todas formas siempre con mayor claridad y desde múltiples puntos de vista. Quizá por esto Jn, que considera su escrito como una selección de signos al servicio de la fe (20,30s), los refiere a menudo como signos interpretados.

7. LOS MILAGROS Y SU SITUACIÓN LITERARIA E HISTÓRICA. a) Los relatos de milagros y los acontecimientos. Las informaciones que se nos dan en los evangelios sobre los milagros tienen en su favor una situación literaria notablemente superior respecto a las noticias sobre los milagros de la literatura bíblica, judía, rabínica y helenística; de hecho, esos informes pertenecen a una fecha más cercana a los hechos milagrosos en cuestión. Los relatos helenistas, a pesar de su ambiente más sensible y más experto dentro del género literario histórico, son claramente inferiores en fecha, calidad y aliento religioso a los del evangelio. Sin embargo, las noticias y narraciones evangélicas son primariamente sucesos lingüísticos y literarios, como por lo demás las de otras literaturas y las narraciones no milagrosas de los evangelios: entre los acontecimientos y los textos hay que pensar en los escritores, en sus fuentes y en los primeros predicadores, lo mismo que para todos los demás acontecimientos de la tradición evangélica, y también en gran parte para los dichos. Además de las redacciones actuales —las únicas que poseemos—, que presentan el episodio desde perspectivas diferentes (Mc 6,45-52: incomprensión del misterio; Mt 14,22-23: confesión de fe; Jn 6,15-21: epifanía), está la tradición anterior, que ya había interpretado, elaborado, propuesto y quizá agrupado las noticias y las narraciones según objetivos, criterios y esquemas literarios diversos, pero desconocidos en gran parte para nosotros. Pues bien, ya en semejante elaboración, inspirada igualmente en formas literarias preexistentes, pudieron haber tenido lugar aquellos fenómenos de dilatación numérica y revestimiento narrativo, aquellas anticipaciones de acontecimientos pascuales y, a juicio de algunos, aquella transformación de alguna parábola en milagro, así como aquella trasposición de leyendas locales a Jesús, que antes mencionábamos [supra, / III, 4a). No obstante, es difícil atisbar la evolución de la tradición: las aportaciones de la confrontación.entre las diversas redacciones y los ecos eventuales del AT, así como las otras mucho más débiles de los relatos judeo-rabínicos y helenistas, permiten solamente seguir su proceso con una aproximación que no supera la probabilidad o la posibilidad. De manera semejante, las descripciones evangélicas no son suficientes para un diagnóstico preciso de los diversos casos, internos o externos al hombre, resueltos positivamente con la intervención milagrosa de Jesús. Al narrar con la intención de promover la fe en Jesucristo, los evangelistas y sus predecesores se preocuparon de destacar también en los relatos de milagros aquellos detalles que consideraban en armonía con su objetivo, pero, en el estado de los hechos, insuficientes para que nosotros podamos hacer una reconstrucción de lo sucedido.

Las clasificaciones de la tradición evangélica de índole milagrosa en "compendios" (Mc 1,32-34.39; Jn 20,30s), en "relatos-breves" y estereotipados (cinco tiempos: Mt 8,1-4), en "paradigmas" o narraciones que sirven de marco a dichos importantes (Mt 12,9-14; Mc 3,1-6) y en "relatos pormenorizados" (Mc 5,1-20; Jn 2,1-11; 5,1-15; 9,lss; 11,1ss) prevalentemente descriptivos, se deducen de los textos y ponen en guardia contra los "tipos de narraciones" que suponen algunos autores y que atribuyen generosamente a la literatura helenista.

b) Motivos de fiabilidad histórica. El reconocimiento del enriquecimiento objetivo y descriptivo por la tradición evangélica de los milagros y de una cierta deuda literaria con el ambiente (judío y helenista), no reduce los relatos milagrosos a un puro acontecimiento literario (o a una narración del nacimiento de la fe: cf. K. Bornkamm, Wunder und Zeugnis, J.C.B. Mohr, Tübingen 1968), privado de toda correspondencia con la realidad histórica. El milagro es parte del anuncio de Cristo desde el principio (He 2,22) y ocupa un puesto notable en los cuatro evangelios; y la actividad taumatúrgica de Jesús es considerada además como históricamente sólida por los exegetas que siguen los métodos hermenéuticos histórico-científicos y están atentos a guardarse del prejuicio antisobrenatural de naturaleza filosófica. También los autores que a regañadientes admiten las curaciones de endemoniados y de enfermos psíquicos y excluyen los demás milagros parecen obedecer a este apriorismo filosófico y abandonar el terreno sólido del texto, de su ambiente y de los métodos científicos para comprenderlo. L. Goppelt, distinguiendo oportunamente entre historia y filosofía, entre criterios historiográficos y principios filosóficos, pone en guardia contra las pretensiones de la ciencia —quizá, mejor dicho, de algunos de sus tutores interesados— de ayer, y en parte de hoy, de establecer a priori lo que puede suceder y lo que no puede suceder, y se pronuncia por la historicidad de los exorcismos y de las curaciones de enfermos en general y de algunos milagros de naturaleza (Mc 4,35-41; 6,34-44), aunque señalando que estos últimos no fueron inmediatamente evidentes a quienes los presenciaron (Theologie, 193s).

Los motivos de la credibilidad histórica de los relatos de milagros son sustancialmente idénticos a los de la fiabilidad de las demás partes de la tradición evangélica; y los métodos pararealizar el camino desde el texto, único y múltiple, hasta el acontecimiento son igualmente los mismos. En particular, aun excluyendo la posibilidad de llegar a los "ipsissima facta Jesu" (F. Mussner, Los milagro, 46-53), como en las curaciones de leprosos o en las realizadas en día de sábado, hay varias características de las narraciones que orientan hacia el carácter fáctico de los milagros evangélicos: el testimonio múltiple (Mc, Q, Mt, Lc, Jn, He), la discontinuidad con el judaísmo (He, Qumrán, Juan Bautista, rabinos) y con la Iglesia primitiva (por el estilo en primera persona singular), la enorme simplicidad en su presentación, la reserva habitual de Jesús en llevarlos a cabo, su carácter público, muy acentuado en algunos casos de contestación (Mc 3,22ss; Jn 5,lss; 9,lss), la gran popularidad que de allí se derivó para Jesús y probablemente confirmada por una Baraita judía (Sanhedrin 43a: Strack-Billerbeck, I, 631), su carácter específico de signos y primicias del reino de Dios, todas estas cosas son elementos propios que, además de poner de relieve la originalidad de los milagros evangélicos, constituyen una base seria y sólida para afirmar su objetividad histórica.

IV. EN LA IGLESIA. 1. EXISTENCIA Y FUNCIÓN DEL MILAGRO. Para el período posterior a la pascua y fuera ya de los evangelios, sólo en raras ocasiones se recuerdan los milagros de Jesús (He 2,22; 10,38), mientras que se mencionan más a menudo los de sus discípulos de forma sumaria (He 2,43; 5,12.15; 6,8; 8,6s; 14,3; 15,12; 28,8s; Rom 15,19; Gál 3,5; Heb 2,4) o por extenso (He 3,1-10; 9,32-35; 14,9-11; 15,18; 20,9-12). Generalmente estos milagros son realizados por los actores humanos apelando al poder de Cristo, muerto y resucitado, aunque a veces se les refiere a la acción de Dios y de su Espíritu (He 12,13 [ángel]; Gál 3,5 [Espíritu Santo]). Hay a veces algunos milagros punitivos (He 5,1-11; 12,23; 13,9-12); pero la mayor parte son salvíficos, como los del evangelio, y, al conferir credibilidad a la palabra apostólica, promueven la fe en Jesucristo. Lo mismo que Jesús, tampoco sus discípulos hacen nunca milagros en su propio favor, aun cuando a veces son salvados por Dios de forma singular para que sigan evangelizando (He 12,6-11; 16,26; 5,19).

Pero en el tiempo de la Iglesia el milagro no es solamente una realidad de hecho y reservada a los grandes servidores de la "palabra", como podría deducirse de Mc (3,15; 6,7; cf Mt 10,1; Lc 9,1; 10,19), sino que está de alguna manera institucionalizado en la comunidad cristiana y es coextensivo a la duración de la predicación evangélica y de la fe en Cristo y mediatizado por todos los creyentes (Mc 16,17s.20). No obstante, sigue siendo secundario y ocasional: la salvación tiene su origen, fructifica y camina a través de la palabra apostólica (eclesial) y el bautismo (= sacramentos), acogidos con fe obediente (Mc 15, 15s; Mt 28,18-20). El bien concedido por el milagro no se identifica con esta salvación; pero constituye una irradiación sensible, más transparente que la presencia activa del Resucitado, que con su Espíritu conduce a los cristianos, a la Iglesia y a la humanidad hacia la última meta de la resurrección y de la transfiguración del cosmos.

2. SUS LIMITES Y SU CONTINUA PUESTA AL DIA. El don de los milagros figura entre los carismas que hacen tocar con la mano la libertad, la liberalidad y la magnificencia de Dios, uno y trino, con los cristianos, a fin de hacerlos cooperadores idóneos en la edificación del cuerpo de Cristo (lCor 12,9s.28-30; 13,2b). Prácticamente, el milagro se manifiesta en cada uno de los sectores de la actividad humana cuando el cristiano, enriquecido y animado por el Espíritu de Dios, se compromete a sí mismo por entero y "hace milagros" en el apostolado, en la enseñanza, en la asunción de responsabilidades, en la asistencia...; acogiendo los dones del Espíritu, los ministerios de Cristo y las actividades de Dios, el cristiano coopera en espíritu de servicio, con absoluto desinterés y en sintonía con todos los demás hermanos, en la edificación y el perfeccionamiento de todo el cuerpo de Cristo (cf también Rom 12,6-8; Ef 4,7.11s).

Pero los milagros y la fe de los milagros, al igual que ocurre con los otros carismas, son claramente inferiores a la caridad, así como a la fe y a la esperanza, estrechamente asociadas a la caridad (lCor 12,31b-14,1): son carismas terrenos, transitorios e imperfectos, mientras que la caridad pertenece además a la condición madura, perfecta y definitiva del cristiano. Además, la caridad, que se ejerce con la paciencia, la humildad, la amabilidad, la disponibilidad..., es descrita como el poder en la debilidad (2Cor 12,9s); privado de aparato exterior y de efectos vistosos, el cristiano actúa como adulto, participa de la eficacia del poder de la cruz para la salvación de los demás (ICor 1,18.26-31) y construye a los demás creyentes y a la Iglesia, al hombre y a la sociedad (lCor 8,1).

V. CONCLUSIÓN. Pastoralmente se perfila una doble consideración: en relación con los (relatos de) milagros del AT y del NT y con los milagros de la Iglesia que camina, y —teniendo en cuenta la unicidad y la universalidad de la mediación de Cristo (Mc 9,38s; cf He 19,12)— en las religiones no cristianas.

1. LOS MILAGROS DEL AT Y DEL NT. Como todos los acontecimientos de la historia de la salvación, éstos están ante nosotros exclusivamente como palabra (Lc 1,1-4; He 1,1). Su mensaje conserva su validez. El milagro de la creación en Cristo; el del éxodo, que hizo nacer a Israel como pueblo de Dios, y el de la resurrección, con el que Jesús nace como Hijo de Dios en poder y como primogénito de muchos hermanos, son actos omnipotentes salvíficos de Dios, vitalmente relacionados entre sí y que preparan el milagro escatológico de la glorificación de los hijos de Dios en la tierra nueva y en los cielos nuevos. También la enseñanza de cada uno de los milagros sigue siendo actual bajo el aspecto teológico, cristológico, eclesiológico, sacramental y escatológico, como se insinúa en el NT respecto al AT y en los padres y en la tradición de la Iglesia respecto al AT y al NT. La intervención de Dios en la naturaleza y en la historia, que se hace sensible en el milagro, confirma su presencia, su señorío, su acción y su dirección de la creación y del hombre, así como su compromiso, discreto y sumamente eficaz, en la trama de la historia humana con el hombre y para el hombre. Además, la intervención milagrosa de Dios para salvar al hombre en su vida física y por un tiempo determinado (de la enfermedad, de la esclavitud, de la muerte...) pone de relieve que su designio tiene como finalidad la salvación de todo el hombre, incluso en su cuerpo, y sostiene la esperanza cristiana de la resurrección y de la liberación de la creación entera (Rom 8,19-25). Del mismo modo, la acción milagrosa de Dios para conceder bienes terrenos y temporales (la libertad, la comida, la salud, la vida...) insinúa que también el creyente y la Iglesia tienen que trabajar activamente para alcanzar las mismas metas de liberación y de prosperidad en favor del hombre individual y de la comunidad humana. De forma semejante, la dimensión cristológica inherente a algunos milagros, presente en los sinópticos y resaltada particularmente por Jn y por Pablo también respecto a algún signo del AT (lCor 10,1-4), conserva toda su importancia en relación con la identidad, con los misterios salvíficos, con la función soteriológica y con la mediación de la humanidad de Cristo (passim). Igualmente, los rasgos eclesiológicos (Mt 8,24-27; 14,22-33; 17,28-33), sacramentales (Mc 6,34-44; 7,31-37), misioneros (Mc 5,1-20) y escatológicos (Jn 11,1-45) de diversos relatos de milagros mantienen su valor, en cuanto que aluden a la continuidad entre algunos actos de Jesús y la Iglesia, su misión, sus sacramentos y la esperanza cristiana.

Por otra parte, estas lecturas de fe, múltiples y a veces posteriores a los milagros del AT y del NT, tienen un valor privilegiado en cuanto que han sido inspiradas por Dios a los diversos autores y entregadas a la Iglesia como "palabra de Dios". Su pluralidad y su distancia cronológica sugieren que esas lecturas no agotan el mensaje de (los relatos de) los milagros. Por consiguiente, también las lecturas que hoy hacemos de ellos y que, mediante las interpretaciones privilegiadas, consideran los milagros desde la óptica de las condiciones culturales, religiosas, científicas, históricas, eclesiales... contemporáneas, son perfectamente legítimas y fecundas; más aún, necesarias y obligatorias. Es verdad que la imposibilidad de reconstruir con exactitud lo sucedido a través de la documentación que ha llegado hasta nosotros suscita cierto malestar en el hombre actual —que se ve además arrastrado por la definición tradicional del milagro como hecho superior, derogatorio y contrario a las leyes de la naturaleza—, a pesar de saber que esa imposibilidad existe igualmente para otros acontecimientos históricos sagrados y profanos, y de que la intervención de Dios en un fenómeno singular no puede verificarse sólo con la investigación histórica, sino que hay que percibirla con los ojos de la fe. Pero este sentimiento de frustración no impide su lectura ni la hace menos fecunda o menos preciosa.

2. LOS MILAGROS ENTRE LA PASCUA Y LA PARUSIA. Actualmente algunos de los milagros han quedado sorprendentemente disminuidos (las curaciones), mientras que otros parecen haber desaparecido (las resurrecciones, los milagros de la naturaleza). Por una parte el creyente, que participa de la salvación y se encuentra en camino hacia su cumplimiento dentro de la comunidad cristiana, coopera a ello llevando la cruz de cada día, es decir, transformando los males presentes en factores de vida (Lc 9,23; 2Cor 4,10ss; Rom 8,17...). Por otra parte, nuestra mentalidad es distinta de la bíblico-evangélico-apostólica: el hombre de Oriente medio, judío y helenista consideraba natural y casi obligatorio que la divinidad y sus enviados intervinieran en los episodios de la vida humana con el milagro; el hombre contemporáneo y secularizado piensa que tiene que liberarse de ciertos males y procurarse determinados bienes por sí solo, y en parte lo consigue con su ciencia y con sus inventos. Sin embargo, el milagro no puede considerarse "superado" ni siquiera en esta situación de la Iglesia y del mundo (occidental): por un lado, incluso hoy se verifican curaciones excepcionales, que a veces son rigurosamente controladas (en Lourdes, en los procesos de beatificación y canonización) y, debido a las circunstancias, son consideradas como milagrosas por la autoridad eclesiástica; por otro lado, algunos cristianos particulares y en grupos (carismáticos, pneumáticos) piden y esperan de Dios gracias singulares, y a veces están convencidos de que las obtienen y de que las pueden considerar milagrosas. En ambos casos está excluido el afán milagrero, ya que los interesados se mueven en un clima de verdadera fe y hacen progresos en el abandono en manos de Dios y en la plena disponibilidad a su voluntad. También estos milagros y estas gracias ponen. de relieve la libertad, la gratuidad y la liberalidad del Espíritu de Dios, la inagotable riqueza de la redención de Cristo, el poder del Dios Padre en dejar que se vislumbre excepcionalmente la liberación final y la transfiguración definitiva del cuerpo humano y del mundo, sin dar pie a la milagrería, que busca evitar el compromiso, el camino duro de la vida y de la historia, la cruz. Su escasez invita más bien a recorrer el sendero del deber cotidiano, de las luchas por la existencia y de la inserción creativa dentro del atormentado proceso histórico de la humanidad. Al insistir en la inferioridad de los carismas —milagros y fe en los milagros— respecto a las virtudes teologales, y particularmente la caridad (lCor 12,13b-14,1), y omitir la mención de los milagros en las otras listas de los dones espirituales (Rom 12,6-8; Ef 4,7.11; cf 1Pe 4,IOs), Pablo parece insinuar que Dios enriquece a la Iglesia y a los cristianos con sus gracias para que transmitan la fuerza liberadora, transformadora y santificadora de la resurrección de Cristo a las actividades ordinarias, y "hagan milagros" en el cumplimiento de las obligaciones del propio estado, con espíritu de total olvido de sí mismos, de servicio al hombre y de sencillez humilde, a fin de "impresionar" aun a los distraídos, a los indiferentes y a los no creyentes, y orientarlos así hacia Cristo. Sobre todo celebrando la caridad en su heroísmo sencillo, humilde y siempre al lado del hombre, el apóstol Pablo invita a reflejar en la propia existencia los rasgos y los comportamientos de Jesús de Nazaret. Y este "milagro ordinario" del cristiano y de la Iglesia, realizado continuamente por el Espíritu Santo que derrama la caridad en los corazones para servir y edificar (Rom 5,5; Gál 5,13; ICor 8,1), es el principio, el alma y el vértice de los "milagros sensibles", igual que la concepción de Jesús, realizada por el espíritu y poder de Dios (Lc 1,35), es la raíz de todos sus milagros.

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F. Uricchio