VULNERABILIDAD
Y EXPOSICIÓN
DicPC
 

Se trata de abordar uno de los vértices del triángulo conceptual en el que, por motivos expositivos, articularíamos el pensamiento de Lévinas: 1) el yo, cuya subjetividad se define por la vulnerabilidad o exposición; 2) el otro hombre, cuya revelación y epifanía es el rostro, y 3) la trascendencia o el /Infinito, cuya huella anuda, con el lazo de la responsabilidad ética, los dos términos anteriores, otro y yo. Son tres prismas para hacer ver el exceso que la ética (el Otro) significa con respecto a la ontología (lo Mismo). En el caso particular que nos ocupa, dicho exceso significa la alteración absoluta del yo, su volteamiento más que su aniquilación: aniquilado, el yo dejaría de ser, pero no se alteraría. La alteración se hace sentir hasta el punto de romper la identidad subjetiva. Más exactamente, ese hacerse sentir es la alteración misma, una alteración que se define como sensibilidad, y una sensibilidad que hay que concebir como quebranto y dolor del yo: vulnerabilidad. No sólo lo otro en mí, sino lo otro contra mí, dentro de mí. De modo que afirmar que el yo es sujeto, ha de entenderse en el sentido de que está sujetado al prójimo, cuyo rehén es. No es un yo emprendedor, que haya asumido voluntariamente compromiso alguno de solidaridad con el débil. Por el contrario, se ha encontrado con la exigencia o el mandato que el rostro le dirige como primera palabra suya: No matarás. Es su pasividad lo que se acentúa, hasta el extremo de privarlo del menor atisbo de iniciativa. La subjetividad se consume, pues, como hemorragia que ningún coágulo puede sustanciar: puro débito, pozo sin fondo y perseguido, sin lugar donde reposar ni interior donde esconderse: expuesto absolutamente. La sensibilidad significa invertir el conatus essendi en un haber-sido-ofrecido-sin-reserva1.

A estas consideraciones ha llegado Lévinas, a partir de la cuestión siguiente: ¿A qué está llamado el hombre? ¿A despejarle al ente un claror donde relumbre el ser? ¿A abrirle un hueco por donde el Todo se muestre a sí mismo? Si es así, se entiende que la /Totalidad, al hacerse presente a sí misma, no se añade ni se quita un ápice, sino que se ajusta a sí misma en una perfecta coincidencia: como si en este retorno a sí misma no hubiera salido nunca de sí. La interioridad del sujeto entonces, cual vidrio incoloro, ni quita ni pone, limitándose a dejar que la Totalidad de cuanto es, representándose, se duplique. Ahora bien, ¿no significa esto reducir la subjetividad a mero lujo del ser? Lévinas se propone mostrar que el yo está convocado a una intriga distinta de la aventura ontológica. Para ello, el modo como aborda la cuestión no es accidental, al trasladar a su reflexión y a su escritura la /alteridadque rebasa y altera al yo mismo, y que llega incluso a desquiciarlo: nos referimos a lo que podríamos calificar como método hiperbólico, auténtica via eminentiae, consistente en tensar la cuestión hasta el límite, extremarla, elevarla a la potencia infinita, exasperarla. El exceso es la figura que adopta la alteridad, y que asalta al lector, en una escritura a trallazos, con frecuencia sin verbos y cosida a guiones. Cartesiano en esto hasta la médula, y con el fin de impedir que el yo quede o sometido a la economía del ser o reducido a mero lujo suyo, enfatiza la diferencia constitutiva de la subjetividad, hasta el punto de que el yo, pulverizado, se esfuma. En esto culmina, en efecto, el esfuerzo por evitar que la alteridad se ensimisme, que la diferencia se recoja en una identidad, y que el diferir se totalice en un presente.

Para ello, el bisturí levinasiano penetrará en su seno en busca de lo que, anterior a la conciencia, caracteriza más fielmente a la subjetividad: el /sí mismo, cuyo rasgo peculiar es la recurrencia. El sí-mismo, pura llaga de /responsabilidad para con el otro, no puede reponerse de la dolencia que lo corroe; está, así, incapacitado para coincidir consigo mismo, para totalizarse como yo: lo suyo es vivir dentro de sí, exiliado de sí o, mejor dicho, más que vivir, desvivirse. Al yo nada le duele, y no porque no haya dolor, sino porque es tal la extensión de su herida, que no queda sitio para él: el dolor es el exilio; ni siquiera cabría decir que yo soy dolor, pues que este no deja ser, no consiente mantener ninguna identidad. Abrumado por el dolor, el yo se desvanece, se desmaya. No puede extrañar entonces que Blanchot haya hablado de «subjetividad sin sujeto» o de «tiempo sin presente, [y] yo sin yo»2.

I. LAS CRÍTICAS A LÉVINAS.

Estos extremos han sido objeto de crítica por parte de diferentes pensadores, por lo demás cercanos en lo esencial al pensamiento de Lévinas. En efecto, desgajar al yo del mundo mediante el método hiperbólico, lleva a confundir las alternativas, las cuales —señala J. L. Chrétien— se vuelven, una vez puestas en ese punto extremo, indiferentes entre sí: más allá de la esencia, vivir y morir no se distinguen; el Infinito que, en la relación cara a cara, precede a la justicia, acaba confundiéndose, por su propia desmesura, con el caos, y, por ello, con la injusticia; el Otro tanto puede ser el maestro como el ofensor o el verdugo. Todo lo cual cristaliza en la paradoja, que también este autor denuncia, de sostener que el yo se despoja de su talante imperialista y de su soberbia, al cargar sobre sus hombros con el universo entero, como responsable de todo y de todos cual Atlas. Como en la misma línea ha señalado P. Nemo, la criaturidad del hombre, tan fina y profundamente analizada por Lévinas, no entraña sólo la exposición desprotegida ante la Ley, sino también ante el proyecto que Dios tiene de salvar su creación, cosa que requiere ver en el sufrimiento del yo no sólo una exigencia de responsabilidad para con el otro, sino además una carga demasiado pesada para el propio yo solo.

Sin salir de este debate, creemos que merece especial atención la reflexión que ha desarrollado P. Ricoeur. Si Husserl intentó que el alterego derivara del ego, Lévinas, en contraste con él, le reserva al Otro la iniciativa de investir de responsabilidad al yo. Señala al respecto Ricoeur que, en el uso sistemático del exceso en su argumentación, Lévinas ha solapado el yo con el gran género ontológico lo Mismo, y el otro con el género lo Otro, polarizándolos de manera tal, que resulta impensable reconocer que también el Otro es un sí mismo, es decir, que es como yo, alguien capaz de decir yo, esto es, semejante a mí. Ello se debe a que, en Lévinas, la identidad de lo Mismo va a la par con una /ontología de la totalidad, conforme a la cual es peculiar del sí mismo su voluntad de cerrazón en sí o de separación; lo que provoca que la alteridad sea concebida como absoluta exterioridad, es decir, como distancia equivalente a la ausencia, o como Otro con el que no cabe ninguna relación, y de la que queda, pues, absuelto. Obsérvese la paradoja a la que ha conducido el paroxismo utilizado como método: el yo-mismo ha de ser pensado a partir del Otro —de quien proviene la palabra primera: «No matarás»—; y, como ante todo hay que evitar que el yo torne hacia sí afirmándose y ensimismándose, se acentúa la asimetría existente entre el yo y lo Otro, subrayando para ello la altura y la exterioridad de este último, de modo que los términos en relación quedan absueltos de la misma relación. Que en la /relación no guarden relación entre sí, sólo es posible si se elimina cualquier / entre, esto es, si desaparece toda medida común y, en su lugar, prima la desmesura de un Infinito que sólo se deja acoger haciendo sentir su propio exceso: como carga abrumadora para el yo o, más exactamente, el yo como carga para sí mismo.

Todo esto comporta concebir la existencia casi exclusivamente como un peso que lastra al existente, de manera que su experiencia primordial no es el gozo, sino la fatiga: lo propio del yo es estar excesivamente lleno de sí, pero no satisfecho; más bien, saturado. Como si, en lugar de gozar de sí, a la existencia se le enredaran los pies en el yo existente, y anduviera a trompicones. De ahí, el concepto de recurrencia que define al sí mismo, definido por la pérdida hasta el agotamiento, y no por la plenitud. El yo jamás es gozo de sí, siempre lo es de otra cosa; por eso también está en sí mismo alterado hasta la extenuación, dolencia de expiación que no conoce consuelo. Pero, como el mismo Ricoeur señala, sin dejar por ello de reconocerle al Otro la iniciativa, es preciso modular con tonos distintos la concepción de lo Mismo y su relación con lo Otro: si lo único que determina al yo es la voluntad de repliegue, de aislamiento y de sordera, difícilmente podría este responder. ¿Cómo podría oír la llamada y acogerla como propia, si le fuese tan extraña y, con ello, tan ajena?

II. LA INTERPELACIÓN.

La reflexión y el debate que la obra de Lévinas ha propiciado no han hecho más que empezar, y no es su menor virtud la de haber marcado, en pleno desnortamiento nihilista, una nueva y fecunda dirección a la investigación que se embarca a la búsqueda del que, en palabras de J. L. Marion, haya de tomar el relevo del sujeto. Este autor propone como sucesor, tras el desastre del Yo, la figura del interpelado, que se caracterizaría por estos cuatro rasgos: 1) Convocación: cuando se produce la llamada, el interpelado se siente destinatario de una reclamación, lo suficientemente poderosa como para tener que acudir y rendirse ante ella. Sacudido y alterado, ha de renunciar a su autarquía, sin perder por ello su identidad, que pasa a ser la de un me destinatario de una convocatoria, cuyo origen permanece oculto, y no la de un yo, fuente de la apelación. En suma, la individualidad es relativizada por partida doble: a) al ser precedida y producida por una relación, y b) al ser esta de origen desconocido. 2) Sorpresa: resultado de una convocación, el interpelado se reconoce prendido y dominado por un éxtasis que se le ha impuesto y lo destituye como sujeto intencional: más que dueño de un mundo de objetos, se siente sobrecogido en un éxtasis, cuyo origen permanece indeterminado. 3) Interlocución: esta opera la reducción a lo puramente dado, lo que exige suspender en el yo todo cuanto no proceda de la reclamación misma, dejando, por ello, reducido a este a la pura donación de un mi/me: «Yo me recibo de la apelación que me da a mí mismo» —escribe Marion—. Ni el nominativo (Husserl), ni el genitivo (del ser: Heidegger), ni el acusativo (Lévinas), corresponderían al estatuto del interpelado, sino el dativo: «Dativo dado, ablativo donante, el mí/me se pone, por así decir, en oblación». 4) Facticidad: el interpelado soporta la apelación como un hecho que le precede. La palabra primera fue siempre una palabra oída y siempre incomprensible, que lo primero que dice no es ningún sentido ni saber ninguno, sino la alteridad de la iniciativa que abre al hecho de que un don me adviene, y que de él procedo. Por ello, nunca coinciden apelante y apelado: este nunca puede oír perfectamente la apelación, a la que, además, llega siempre con retraso, y, en cuanto apelado, siempre le resulta el apelante exterior y anterior. «El hecho de la apelación -apelándome antes incluso de que yo oiga algo- me hace desde el origen diferir de este origen y de cualquier yo que sea». En otras palabras, el yo no es su propio origen y, en su ser, se siente diferir de sí mismo, es decir, se reconoce dado a sí mismo como un mí/me por la apelación que lo ha reivindicado antes de ser. Según Marion, lo único propio capaz de respetar la separación diferenciadora/diferidora característica de la apelación, es el responsorio, en el cual el interpelado recoge la convocación y la admite como algo que, efectivamente, le adviene y es para él una carga. El responsorio significa que la alteración me concierne, y, sin desvirtuarla, es reconocer que la apelación le precede gratuitamente: «La gracia da el mí a sí mismo antes de que el yo se aperciba»3. Se trata, pues, de concebir la pasividad del /sujeto, de manera que esté marcada por el don, más que por la fatiga, y ello sin ceder a ñoñeces dispuestas a ignorar el lastre que arrastra consigo la existencia. Primar el don, pero sin desconocer la fatiga: siendo infatigables por haber sido agraciados con el don de la fuerza de asumir la fatiga, es decir, por poder agradecer el mismo dar gracias. El sí mismo interpelado (heme aquí) se recuperaría como yo (aquí estoy) al traducir su vulnerabilidad en acción que responde a la llamada y se sabe, en el agradecer, respuesta a una dádiva, de la que da testimonio. Esta recuperación no significaría regresar al Yo imperialista y separado, sino componérse(las) para no desvanecerse por el quebranto al que el yo queda en sí mismo reducido, y, convertido en un yo nuevo, ser capaz de reconocerse / huella del exceso sobre el ser.

NOTAS: 1 E. LÉVINAS, De otro modo que ser, o más allá de la esencia, 133. — 2 M. BLANCHOT, L'Écriture du désastre, 53 y 30. — 3 J. L. MARION, El sujeto en última instancia, 452, 453 y 458.

BIBL.: BLANCHOT M., L'Écriture du désastre, Gallimard, París 1980; CHALIER C., Lévinas. La utopía de lo humano, Río Piedras, Barcelona 1995; CHRÉTIEN J. L., De la fatigue, Minuit, París 1996; LÉVINAS E., Totalidad e Infinito, Sígueme, Salamanca 1977; ID, De otro modo que ser, o más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca 1987; ID, Ética e infinito, Visor, Madrid 1991; MARION J. L., El sujeto en última instancia, Revista de Filosofía 10 (Madrid 1993); MARTÍN VELASCO J., El encuentro con Dios, Caparrós, Madrid 1995; NEMO P., Job y el exceso del mal, Caparrós, Madrid 1995; RICOEUR E, Soi-méme comme un autre, Seuil, París 1990; ID, Amor y justicia, Caparrós, Madrid 1993.

J. Mª. Ayuso Díez