UTILITARISMO
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I. EL UTILITARISMO EN EL XIX.

Por utilitarismo se entiende una concepción de la moral según la cual lo bueno no es sino lo útil, convirtiéndose, en consecuencia, el principio de utilidad en el principio fundamental, según el cual juzgar la moralidad de nuestros actos. Es posible encontrar algunos esbozos de la doctrina utilitarista en A. Smith, R. Malthus y D. Ricardo, si bien se trata de una doctrina moral y social que halla sus principales teóricos en J. Bentham, James Mill y J. Stuart Mill. Para estos autores, de lo que se trata es de convertir la moral en ciencia positiva, capaz de permitir la transformación social hacia la felicidad colectiva.

J. Bentham, como hiciera el epicureísmo, estoicismo y Espinosa, considera que las dos motivaciones básicas, que dirigen o determinan la conducta humana, son el placer y el dolor. El ser humano, como cualquier organismo vivo, tiende a buscar el placer y a evitar el dolor. Sólo dichas tendencias constituyen algo real y, por ello, pueden convertirse en un principio inconmovible de la moralidad: lo bueno y el deber moral han de definirse en relación a lo que produce mayor placer individual o del mayor número de personas. Decir que un comportamiento es bueno, significa que produce más placer que dolor. Al margen de esto, según Bentham, los conceptos morales no son sino entidades ficticias. La felicidad misma no sería sino existencia de placer y ausencia de dolor. Bentham complementa este postulado básico con la aceptación de los siguientes supuestos o principios, que constituyen su sistema: 1) que el objeto propio del deseo es el placer y la ausencia de dolor (colocando así el egoísmo o interés propio como el fundamento del comportamiento moral); 2) que todos los placeres son cualitativamente idénticos y, en consecuencia, su única diferenciación es cuantitativa (según intensidad, duración, capacidad de generar otros placeres, pureza –medida en que no contienen dolor–, cantidad de personas a las que afecta, etc.); y 3) los placeres de las distintas personas son conmensurables entre sí. En otros términos, si el segundo principio suponía una indiferenciación cualitativa de los placeres para un mismo individuo, este afirma una indiferenciación cualitativa inter individuos. En efecto, si el origen o la modalidad de la sensación placentera (como la del dolor) son variables irrelevantes, el bien global de una persona cualquiera queda determinado unívocamente por el sumatorio de las magnitudes de las distintas modalidades de sensación. Esto tiene también un corolario, y es que, si lo dicho se asume consecuentemente y la tendencia natural de todo ser humano es hacia la maximización de su placer y minimización del dolor, los medios elegidos para ello son irrelevantes prima facie. La cláusula prima facie indica no que cualquier medio sea bueno, sino que (siendo las consecuencias las mismas –en términos de satisfacción–) la elección de uno u otro sería moralmente indiferente. Hechas estas asunciones, es fácil ver que los asuntos morales podrían dirimirse fácilmente recurriendo a un simple cálculo utilitarista de las opciones o alternativas de acción puestas en juego. Finalmente, la atención hacia otras personas (denominada en los sistemas morales tradicionales bajo los términos de altruismo, bondad, amor, etc.) tiene cabida en el sistema de Bentham, pero en la medida en que satisfagan los postulados anteriormente mencionados, es decir, en cuanto contribuyan a la satisfacción del interés propio. En la medida en que una persona necesita ser amada, para así eliminar el dolor de su soledad, en esa misma medida debe ocuparse de los demás, con el fin de que los demás también se ocupen de uno: los deberes para con los demás, son deberes en la medida en que los demás nos puedan resultar útiles.

J. Stuart Mill, por su parte, asume la máxima general utilitarista, según la cual, la tendencia natural de todo individuo hacia la felicidad presupone el esfuerzo por aumentar el placer y disminuir el dolor. Sin embargo, nocoincide con Bentham en la necesidad de admitir los tres principios anteriormente citados. Respecto al primero arguye que la felicidad propia no es alcanzable totalmente sin, de una u otra forma, procurar también la felicidad de los demás. Además, Mill admite el sacrificio, la renuncia o el comportamiento, en general, no interesado como una actitud moral que, en ciertas circunstancias, puede coincidir con la propia teoría utilitarista (matizando que dicho sacrificio no constituye un bien en sí mismo, sino un bien en la medida en que contribuya a la felicidad de los demás). Así, en El Utilitarismo, se nos dice: «En la norma áurea de Jesús de Nazaret, leemos todo el espíritu de la ética utilitarista: "Haz como querrías que hicieran contigo y ama a tu prójimo como a ti mismo"». Respecto a lo segundo, Mill no cree en una indiferenciación cualitativa de los placeres; al contrario, habla de la necesidad de distinguir placeres superiores de otros inferiores. Finalmente, reconoce que si esta diferenciación cualitativa debe observarse en una misma persona, ya no podemos hablar coherentemente de la comparabilidad de los placeres entre diferentes personas. Ciertamente, es preferible (moral y utilitariamente hablando) una persona que ha conquistado los placeres intelectivos, aunque insatisfecha en otros terrenos, a una satisfecha en los placeres sensoriales, pero vacía de los contemplativos. En este punto, el utilitarismo de Mill tiene rasgos de Aristotelismo, epicureísmo (que no hedonismo craso) y estoicismo innegables.

Estas diferencias entre los sistemas de Bentham y Mill, ha permitido que se distingan entre dos actitudes utilitaristas subyacentes a cada sistema: un utilitarismo psicológico (Bentham) que pretende el análisis desapasionado —y no desprovisto de cierta ironía— de las motivaciones del comportamiento individual y colectivo, y un utilitarismo idealista (Mill) cuya pretensión es destacar que ciertos valores éticos tradicionales (libertad, compasión, igualdad, etc.) son lo que más conviene (utilitaristamente hablando) al ser humano.

II. UTILITARISMO RACIONALISTA.

El utilitarismo es aquella concepción según la cual bondad y utilidad coinciden y, en consecuencia, también deber y utilidad. Esta idea, no obstante, tiene sus dificultades. En efecto, la utilidad es una relación triádica entre aquello de lo que se dice la utilidad, los intereses de la persona respecto de los cuales se dice ser útil aquello, y la circunstancia en la que se lleva a cabo la valoración o cálculo de utilidades. Siendo esto así, cabe legítimamente hacerse algunas de las siguientes preguntas: a) ¿útil para quién?; b) ¿respecto a qué intereses?; c) ¿no puede esta concepción confundir intereses personales o colectivos con postulados morales?; d) ¿cómo justificar, en última instancia, lo que es moralmente correcto hacer, a partir de cálculos utilitarios sobre opciones particulares?; e) ¿no nos lleva el utilitarismo a un relativismo ético absoluto, al cambiar las ideas y los sentimientos de una sociedad en la distancia y en el tiempo?; etc. En vistas a solucionar estas dificultades, el utilitarismo tradicional ha adoptado en la actualidad la forma de un utilitarismo racionalista, según el cual los principios y valores morales coinciden, en última instancia, con los criterios racionales de un, así denominado, «egoísmo ilustrado».

Esta nueva forma de utilitarismo, ha adoptado los métodos de análisis propios de las teorías matemáticas de la decisión y de la teoría de juegos. Algunos autores significativos dentro de esta original forma de análisis ético, son J. Rawls (quien elabora una teoría de la /justicia, basándose en tales modelos de investigación), J. C. Harsanyi (para quien los juicios correctos acerca de la justicia derivan de una situación de imparcialidad e igualdad de oportunidades, ambas definidas según el aparato formal de la teoría de la decisión y juegos), D. Gauthier y D. Parfit (quienes han analizado la moralidad como resultado de la conducta racional, en contextos de interacción estratégica), etc.

Esquemáticamente, los argumentos del utilitarismo racionalista respecto a las dificultades señaladas, podemos enumerarlos como sigue: a) Dada la naturaleza comunitaria de la existencia de cada /persona, todo lo que favorece los intereses comunitarios es, a fortiori, algo que favorece el interés individual. De donde se sigue, por ejemplo, que (racionalmente) nadie estaría interesado en comportamientos que perjudiquen el /bien común y, viceversa, que toda persona (racional) estaría interesada en promover conductas que favoreciesen el bien común. b) Aunque hay ciertos intereses que toda persona podría satisfacer independientemente de la cooperación de los demás, o de la situación en que otras personas se hallen, no con todos los intereses sucede así. Es más, esto último suele suceder precisamente con aquellos intereses personales más importantes o significativos. Así, nuestro bienestar y felicidad depende (en muchos casos) del bienestar o felicidad de otras personas, y no podemos ser felices a menos que estas lo sean (por ejemplo, de nuestros hijos, amigos o, en general, de todos aquellos a quienes amamos). c) Finalmente, respecto del presunto relativismo en que podría incurrir la ética utilitarista, hay que decir que, pese a la influencia en la elaboración de la teoría de la racionalidad colectiva del análisis de decisiones, en situaciones de interacción, no se excluye el postulado de existencia de una naturaleza humana común a todos los hombres (como hiciesen Aristóteles, el estoicismo, Espinosa, etc.), y en virtud de cuya realización deviniesen los máximos bienes esperables y la "felicidad.

III. A MODO DE CONCLUSIÓN.

Por un lado, las tesis utilitaristas del siglo XIX (Bentham y Mill) pretendían ser, antes que un sistema teórico abstracto, un instrumento de reforma social y política, vinculadas a reivindicaciones de corte socialista, en una realidad caracterizada por la explotación, la miseria o indigencia de las clases obreras (D. Ricardo) y el problema del crecimiento indiscriminado de la población en un medio adverso (Malthus). En este sentido, podemos considerar el utilitarismo (independientemente de las singularidades de su sistematización teórica y de su suficiencia o no suficiencia) como una sensibilización filosófica hacia la realidad social, y como una defensa del /individuo frente a su disolución /ética, económica y política. Por otro lado, el utilitarismo (en cuanto moral consecuencialista o teleológica) se opone a la moral superflua, al /deber por el deber (ética kantiana), al dogmatismo, al precepto moral que no se halla legitimado o justificado teóricamente (en función de sus consecuencias); en definitiva, se halla opuesto a toda moralidad que obstaculiza al hombre el gozo terreno y su felicidad. El utilitarismo, en su modalidad racionalista, implica y fomenta asimismo el análisis y la reflexión sobre nuestra conducta moral, el /diálogo y el /consenso (es decir, la tolerancia), sin reconocer otra instancia superior a la razón como legitimadora de lo moralmente correcto. En otros términos, se trata de una moral que sitúa en primer lugar la /autonomía del sujeto, dentro de un marco de racionalidad: no de una racionalidad concreta y dogmática, sino de una racionalidad abierta, tolerante y dialógica.

BIBL.: CAMPS V. (ed.), Historia de la ética, 3 vols., Crítica, Barcelona 1989; CORTINA A., Ética mínima. Introducción a la filosofía práctica, Tecnos, Madrid 1994°; GAUTHIER D., Morality and Advantage, Philosophical Review 76 (1967) 460-475; ID, Reason to be Moral?, Synthese 72 (1987) 5-27; JAwLs J., Teoría de la justicia, FCE, Madrid 1985; KUTSCHERA F. V., Fundamentos de ética, Cátedra, Madrid 1989; MACINTYRE A., Historia de la ética, Paidós, Barcelona 1988; MILL J. S., El utilitarismo, Aguilar, Madrid 1971.

S. Sánchez Saura