PERSONALISMO CRISTIANO
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El personalismo cristiano es un movimiento práxico y conceptual, derivado de la revelación bíblica, en torno al ser humano, a cuya luz recibe la calificación de persona que opera como categoría axial del fenómeno. Tres raíces últimas nutren este /personalismo: la experiencia religiosa de Dios como Padre, el consiguiente proyecto ético de fraternidad interhumana y el horizonte metafísico del ser como creación amorosa de Dios. Tal bagaje genera un proyecto cristiano de hombre, en cuyo seno un día se constituirá el personalismo cristiano que, en su diversidad, formaliza de distinto modo tales impulsos creadores, pero siendo siempre un pensamiento antropológico. Esta descripción general del personalismo cristiano suscita la pregunta por su estatuto dentro de la fe cristiana, si es una formalización suya ineludible —todo (lo) cristiano es personalista sobre la equipolencia de ambos—, o si en su seno constituye una salida facultativa, pudiendo el mismo / cristianismo generar otras formaciones no personalistas. Dejando abierto ahora este interrogante, el estudio del fenómeno ha de comenzar por el concepto de / persona.

I. EL CONCEPTO MATRICIAL DE PERSONA.

Parece que el término persona surge en el mundo etrusco, para continuar después en el romano, a través de la escena teatral, indicando la máscara del actor o el papel que representa. En Roma, ya por la época de Cicerón, equivale al griego prósopon y señala aquello que se ve, lo que está ante los ojos, por tanto, faz, /rostro; también la cara anterior de cualquier objeto. Entre los estoicos griegos y latinos (Séneca), persona llega a designar el individuo humano concreto, en un modo empírico, no metafísico. Esta pobreza semántica del término, en comparación con el valor que ganará en el cristianismo, es correlativa a la propia limitación antropológica de la cultura clásica. Grecia disponía de un pensamiento antropológico, pero no en clave personal, no situando a la persona como la realidad excelente, sino definiéndola desde lo físico natural, lo que hay, desde la perspectiva naturalista de su metafísica, que no diferencia al hombre como realidad aparte. El pensamiento antiguo no concibe al hombre como sujeto soberano de su querer y conocer, y no le asignará post-mortem nada más allá de la inmortalidad platónica del alma supra-individual o del solo intelecto activo aristotélico. Frente a la cultura de Grecia y Roma, la revelación judeocristiana aporta un radical nuevo, el principio absoluto de Dios, origen de toda la realidad e interlocutor soberano del hombre. Dios no es una instancia anónima o una energía neutra. Desde la definición de Exodo 3,14, «el que soy», el Dios que está en el aquí y el ahora de la historia de Israel, una compañía que guía y asiste soberana y amorosamente como interlocutor, hasta la definición al final del Nuevo Testamento, «Dios es amor» (1Jn 4,8), un principio absoluto, libre y relacional preside la realidad y el hombre, y desde él el mundo se entiende, no como un orden cósmico de necesidad impersonal, sino como historia. A la llamada de Dios, el hombre experimenta por primera vez el carácter libre, responsable, histórico, irrepetible de su individualidad. La misma revelación bíblica ofrece la conceptualización de esta situación dialogal del hombre con Dios, afirmando que fue creado como semejante a El (Gén 1,26-30). Y cuando la palabra del ofrecimiento divino se hace humana, el cristianismo reconocerá al hombre un valor absoluto, como objeto del amor infinito y eterno de Dios que nace, vive y muere por cada hombre, y por primera vez se afirmará el destino de eternidad de la individualidad humana en la unidad viva de su alma y su cuerpo. De igual modo, se revela una fundamental igualdad de los hombres y la fraternidad como modo de relación con los otros, siendo cada hombre amado de Dios (Mt 25,31 ss).

Cuando el cristianismo inicie su discurso sobre este Dios libre y amoroso, precisará una conceptualidad nueva. Con el escaso significado que poseía, el término persona viene asumido en la denominación cristiana de Dios. El origen del concepto es teológico, fruto del trabajoso afán por precisar la realidad del Dios uno y trino y la realidad de Jesucristo como Dios encarnado; el lenguaje así forjado se irá trasladando al hombre, imagen suya. Quien primero asume el término es Tertuliano, echando las bases de la teología occidental del Dios trino, y entregando a la cultura humana un concepto de excepcional relieve: Padre, Hijo y Espíritu son tres personas que constituyen una sustancia. Un impulso concreto hacia la denominación de Dios como persona lo facilitaba la misma Biblia, sobre la que los primeros Padres practicaron la llamada exégesis prosopográfica, operante en la acuñación de Tertuliano. Los poetas paganos introducían en la escena personajes (prósopa) en /diálogo para dramatizar el relato, que así se desarrollaba dialógicamente. Los primeros exégetas cristianos proyectan este recurso en la interpretación de pasajes bíblicos (Gén 1,26: «Hagamos al hombre a nuestra imagen»), en los que no se trataría de un artificio literario, sino de un verdadero coloquio de Dios Padre con su Hijo, persona que habla con persona. Sobre esta línea y el uso de llamar a los individuos personae, Tertuliano afirma que en la Escritura las voces manifiestan los personajes divinos existentes, y se demuestra la distinción de tres personae concretas. Con Tertuliano, persona gana valor de individualidad y peculiaridad opuesto a substantia, que designa el substrato constitutivo de la cosa. En Dios, sobre la unidad de sustancia, hay tres personas en distinción y unión simultáneas. Tertuliano mismo hablará del hombre como el individuo particularizado, a quien se dirige alguien, referido a algo, con personalidad moral y civil. Persona es la realidad inalienable que dice «yo» y establece con el otro una relación consciente, el individuo que se manifiesta en su actuar como subsistente en sí y racional. Una modulación ontológica importante imprimirá Basilio de Cesarea en el área griega, donde se venía usando hypóstasis en vez de persona, generando polémicas entre orientales y occidentales, toda vez que hypóstasis correspondía en realidad al latino substantia. El concilio de Nicea (325), frente al arrianismo, afirmará la identidad trinitaria de ousía (naturaleza), sinónimo de hypóstasis, comprometiendo la aceptación de su enunciado con tal expresión. Basilio propone como fórmula de entendimiento una ousía, única sustancia en Dios y tres hypostáseis, según el modo de ser de los miembros de la Divinidad, paternidad, filiación y potencia santificadora. Poco después, el Concilio de Constantinopla (381) confirma la doctrina de la Trinidad como una única ousía en tres hypostáseis o prósopa: identidad esencial –consustancial– de tres y diferenciación personal –hipostática– en el seno de una comunidad perfecta. La distinción de Basilio entre ousía, lo que es común, e hypóstasis, lo propio, hasta entonces confundidas en el Oriente, ha sido de gran trascendencia en la constitución de la persona, como lo que es irreductible, singular e individual. Basilio precisará el significado de hypóstasis, persona, como el concreto acto de ser, subsistencia, existencia propia y perfecta en sí. Se establece el concepto humano de persona, el hombre imagen de Dios, que no es miembro de un todo, sino sujeto subsistente, único, irrepetible. En el Occidente latino, el término persona establecido por Tertuliano, no obstante algunas reservas, termina por imponerse. San Agustín prestará una contribución definitiva al concepto, introduciendo lo relativo en la explicación de la Trinidad. Dios es sustancia exenta de todo accidente1, cosa sabida ya; pero no todo se dice de Dios según la sustancia: se dice también relativo, relativo no accidental2, una categorización ontológica nueva. Agustín crea así la teología de las relaciones, pero no llega, por lo general, a situar el término persona junto al de relación, por parecerle excesivamente sustancial, no relativo, impreciso e inadecuado para los tres subsistentes relativos de la /Trinidad. Si el término persona gana poco con san Agustín, él hace la aportación impagable de una ontología de lo relacional, y muy significativa es su doctrina psicológica de la Trinidad, que fija al hombre como acceso a la comprensión del Dios trino, y que consagra su semejanza, en la desemejanza, con Dios cuya imagen es.

Estos movimientos en la formación del concepto acaecen en el seno de la teología trinitaria, en la determinación de lo distintivo de cada miembro respecto a la común sustancia divina, y marcan una línea en el concepto cristiano de persona: la persona, como la relación que la opone y diferencia en el seno de una naturaleza divina. En otro momento posterior, el debate será cristológico, con la definición del Concilio de Calcedonia (451), que constituye otra aportación notable. Calcedonia interviene en el debate sobre lo natural y lo personal en la constitución de Jesucristo, frente a interpretaciones heréticas, y contrapone persona y naturaleza: en Jesucristo hay una única persona, hipóstasis, la divina como segunda de la Trinidad encarnada, en dos naturalezas, la humana y la divina. Jesucristo, verdadero Dios, es también verdadero hombre, con su naturaleza humana completa, que engloba lo físico y lo espiritual del alma racional. La persona como dimensión distinta, se perfila como la individuación de la naturaleza universal a la que pertenece lo corpóreo-espiritual. En el pensamiento sobre la persona, el debate cristológico y la enseñanza de Calcedonia suscitan la línea que repara en la individualidad de la sustancia general, y que seguirá la definición sustancialista de Boecio. Por lo demás, afirmando la persona divina en Jesucristo, Calcedonia resalta la supranaturalidad, lo inefable y trascendente de lo personal, dibujado en filigrana contrapuesta a naturaleza; y cuando el hombre, aun analógicamente, sea llamado persona, está recibiendo una cualificación trascendente: ni el cuerpo, ni el alma espiritual son la persona, la cual se radica en el ámbito de lo inefable3. Con una elaboración ya importante, persona gana en Boecio una definición filosófica técnica. Boecio procede como filósofo, preguntando qué naturaleza le corresponde a la persona, pues todo ser tiene una naturaleza. Discurriendo por exclusiones, afirma que la persona ha de pertenecer a una naturaleza no accidental sino sustancial, y a una naturaleza que ha de ser racional, y necesariamente a una naturaleza individual, no universal, llegando a su definición celebérrima: «Sustancia individual de naturaleza racional», que quiere ofrecer como válida para Dios, Jesucristo, los ángeles o el hombre, pero que en realidad nace pensada desde el hombre. Boecio establece un rígido vínculo entre individuo y sustancia, muy lastrado por la filosofía clásica, insuficiente ante los contenidos cristianos, y su esencialismo hará inaplicable su definición a la Trinidad, ante la que él dejará de lado su concepto, para hablar de la persona como relación, con un concepto muy bien elaborado.

En el Medievo una reflexión original y sugerente es ofrecida por Ricardo de San Víctor, hoy muy revalorizada. Ricardo concibe a Dios como misterio de comunión, de donde surgen y en el que se implican mutuamente las personas. No parte de la sustancia única que se despliega en Trinidad de personas, sino de la comunión de estas como realidad originaria, y así introduce una nueva concepción con la que quiere superar el sustancialismo de Boecio: Más que sustancia independiente, la persona es existentia: realidad singular, consistente y racional (sistentia) que está naturalmente referida (ex), por tanto relación, comunión, que se constituye no desde sí a través de la apertura y de la relación con los otros. Con este concepto de persona que cree válido para Dios y para el hombre, asienta la relación fundamental entre amor y persona. Sin atender mucho a la elaboración de Ricardo, que conoce, santo Tomás realiza una síntesis propia entre la herencia agustiniana y la de Boecio, fundiendo persona con la relación: la persona divina no es relativa, sino simplemente una relación real y subsistente; en Dios, persona es en sentido propio y designa la relación «per modum substantiae»4. También el hombre es relación, en cuanto apertura intencional, relación estructural con el ser, y es persona al tener el ser subsistente. La razón poseída por un ser subsistente en concreto, mediante un actus essendi, confiere la irreductible dignidad de la persona humana y el actus essendi del hombre proviene de su forma sustancial, el alma, cuya capacidad de reflexión sobre sí muestra su naturaleza intelectual y su subsistencia. La autoconciencia y autodeterminación del hombre, fuente de su grandeza, surgen aquí: que la persona a la que pertenecen subsiste, existe por sí y en sí. La / dignidad del hombre que existe y está dotado de razón y libertad, se resume en su ser persona5, y en cuanto tal es aliquid Dei, imago Dei6. Finalmente, con Scoto, en la tradición del agustinismo, termina el gran ciclo creador de la teología cristiana en torno a la persona divina y a la humana. La escolástica posterior, hasta bien avanzado el siglo XIX, se mostrará por lo general con escasa creatividad, acosada .o ignorada por el pensamiento moderno, que se independiza cada vez más del personalismo cristiano; y, desgajado de la fe, a pesar de hallazgos importantes, no logrará una visión cabal de la persona.

II. LA PERSONA EN EL PENSAMIENTO MODERNO.

En la /Modernidad, desde el cogito cartesiano, establecido como fundamento autónomo, cada vez más propenso a una subjetividad absoluta, se bate en retirada la sustancialidad de la persona, que ahora es yo consciente, /razón, tornándose constitutiva la autoconciencia. Se levanta el interrogante que sombrea toda la Edad Moderna: si persona es igual a auto-conciencia, toda vez que esta ha de presuponer la personalidad, un soporte de subsistencia para la actividad que es. La consolidación del racionalismo europeo, con su cristianismo racional (Locke, Toland) que desembocará en el deísmo desnaturalizador del personalismo cristiano, se injerta en la crisis de la fe trinitaria, provocada por la herejía sociniana que, liquidando la Trinidad, se queda con una única persona divina. Antitrinitarismo y des-sustancialización de la persona son el mismo movimiento en la cultura europea desde fines del siglo XVII. En el corazón de la /Ilustración, Kant, interpretando la /religión dentro de la pura razón, disuelve las personas de la Trinidad en atributos divinos. Una Trinidad es una idea inútil para la razón práctica, y el Dios no trino puede ser considerado persona como garantía de la moralidad, en cuanto tal idea sirve a concebir el imperativo moral de la razón, no como subsistencia ontológica.

Apelándose a Dios como clave de éxito de la moralidad humana, Kant elabora una depurada /antropología ética. Si el conocimiento del yo sólo puede ser empírico, no especulativo, la razón práctica descubre la categoría de la /libertad, de modo que la persona es «libertad e independencia frente al mecanismo de la naturaleza entera, consideradas a la vez como la facultad de un ser sometido a leyes propias, es decir, a las leyes puras prácticas establecidas por su propia razón»7. La persona es libertad de un ser racional bajo leyes morales que la razón se da, y esta idea de hombre «despierta el respeto y nos pone ante los ojos la sublimidad de nuestra naturaleza»8. Desde este carácter, a nada parangonable, del obrar personal, Kant rechaza toda instrumentalización de la libertad humana: «El hombre, y con él toda criatura racional, es fin en sí mismo. El es, efectivamente, el sujeto de la ley moral, que es santa gracias a la autonomía de su libertad»9. Lo único lógico en el hombre, fin en sí mismo, será respetar a los demás fines en sí y amar al prójimo significa convertir en míos los fines suyos.

En la estación idealista, tanto Fichte como Schelling, con un concepto dialéctico de persona que reclama la oposición, la presencia del contrario, rechazarán la atribución de carácter personal a Dios por antropomorfismo. Frente a ellos, Hegel elaborará en sus Lecciones de Filosofía de la religión, un concepto fecundo de persona, sobre la operación primaria de presentar lo verdadero, no como sustancia, sino como sujeto. La persona es en sí y para sí, es subjetividad concreta y viviente —como el Dios vivo, actividad absoluta, subjetividad y personalidad infinita, diferenciada de sí misma, pues para ser uno se hace en tres personas—. No existe la persona sola, es en el amor donde alcanza vida concreta, y al tiempo universalidad. En el amor que diferencia en la unión se encuentra la persona a sí misma. El sujeto existe en cuanto se reencuentra en el otro, que en la Trinidad significa que el /Absoluto se encuentra a sí mismo en las personas divinas. La consistencia de las personas se funda en la necesaria comunión interpersonal. El ser de la persona es existir en la /donación de sí al otro y la Trinidad cristiana es la unidad que se realiza en la donación recíproca. En definitiva, persona es la subjetividad que se realiza en el dinamismo del amor. Si Hegel liquida la Trinidad subsistente, que sólo existe en cuanto movimiento, proceso dialéctico de donación, ignorando el amor en sí subsistente, si sobre todo disuelve el Dios trino en su sistema conceptual absoluto, cierto es también que, al hilo de su explicación del misterio originario del cristianismo, a él tan caro, ha acuñado una concepción de lo personal de enorme riqueza, que fecundará el personalismo cristiano en su vertiente dialógica de nuestro siglo. Pero, no obstante los elementos importantes que sobre la persona ofrece, Hegel no podrá ser considerado personalista.

Feuerbach inicia la explicación crítico-genética de la fe, que la reduce a pura sustancia antropológica, en su obra La esencia del cristianismo. La conciencia que el hombre tiene de su totalidad se expresa en la Trinidad, que recoge los rasgos del hombre, hipostasiados en las personas divinas, en sí inexistentes. El hombre ha proyectado su constitución en la Trinidad imaginada, una verdadera hemorragia de su naturaleza. La conciencia que el hombre tiene de sí se realiza en la unidad completa del yo y del tú, que da lugar a la imaginación del Padre y del Hijo, la inteligencia y el amor, esto es, el hombre como espíritu en su compleción. Y el Espíritu Santo representa el amor mutuo del yo y el tú, la comunidad, aunque para Feuerbach tiene menor importancia, y lo decisivo es el yo y el tú, y un tercero rompe la dualidad básica del amor interpersonal. La necesidad humana de un tú muestra que ningún ser posee la perfección, y sólo la unidad con el semejante otorga la verdad; la esencia humana no está en la individualidad, sino en el género humano, siendo el hombre un ser genérico que sólo se logra en la totalidad. Enfatizando el carácter dialógico del hombre, Feuerbach disuelve al mismo tiempo la irreductibilidad de la persona ahogada en la especie.

III. CONCLUSIONES.

Dotándose de un lenguaje propio para expresarse, el cristianismo ofreció con el concepto de persona una contribución inestimable a una visión del hombre y una civilización humana. Ahora bien, el origen último de la palabra persona, por tenue que fuera su significación inicial, es la experiencia humana, y la teología cristiana tuvo la audacia de recoger la humilde expresión y aplicarla a la Divinidad, dotándola de un nuevo y potente valor semántico. Este proceso no pudo ocurrir de no haberse percibido alguna analogía entre aquel pálido significado antropológico de persona con el ser divino que se trataba de conceptualizar. Y cuando después, desde la Divinidad nominada personalmente, se pasa a hablar del hombre como persona y se cierra la circularidad del concepto, se confirma definitivamente la analogía entre el hombre y Dios, de suerte que, a la postre, el lenguaje de lo personal en el cristianismo es función y explicitación preciosa de un dato radical suyo: Dios es el Creador del hombre hecho por El a imagen suya. Con su semántica circular, persona conexiona la identidad de Dios y del hombre y de esta guisa se torna un lenguaje irrenunciable en el cristianismo. Así, al interrogante abierto al comienzo ha de responderse que el cristiano no puede no ser personalista cuando piensa y habla de su Dios, de sí mismo, del otro, de la comunidad y la historia humana. La /teología y la antropología cristianas son personalistas, aunque históricamente el fisicismo de lo paracristiano las haya oscurecido. Contra este contagio indeseado, los -ismos personalistas tendrán la función de reconducir el pensamiento cristiano a sus verdaderos referentes, como en este siglo ocurriera.

Distinto es el caso en la proyección sociopolítica del personalismo cristiano. La diversidad de situaciones históricas y de análisis de las mismas, la diversidad de talantes y de referentes teóricos generó la pluralidad de propuestas de intervención sociopolítica. Si no hay una /política personalista, menos aún las opciones de un personalismo serán vinculantes para un cristiano, que en esta materia no conoce ortodoxias concretas. Pero por debajo de la heterogeneidad de las opciones, un proyecto de transformación histórica es parte necesaria de un verdadero personalismo cristiano, que al principio definimos también como praxis. No siempre los distintos personalismos la han suscitado; no todos dan igual medida de riqueza; y aquellos que asumieron la proyección política, también en esto, con independencia de sus concreciones, han sido para el cristianismo general un recordatorio profético de que el Reino de Dios inaugura y convoca en cada hora histórica a la justicia y la paz en la tierra. En favor de estas, en este tiempo en que aún se prolonga la crisis de la Modernidad que lo generó como -ismo diferenciado, el personalismo cristiano deberá proseguir su tarea en el pensamiento y la acción.

NOTAS: 1 De Trinitate, V, 2, 3. – 2 ID, V, 5, 6. – 3 O. CLÉMENT, Sobre el hombre, Madrid 1983, 39ss. — 4 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., 1, q. 29, a. 4, 1. – 5 ID, 1, y. 23, a. 3, 2. – 6 ID, II-11, q. 59, a. 3, 2. – 7 I. KANT, Crítica de la razón práctica, Espasa-Calpe, Madrid 1975, 127. – 8 ID, 1 2 8 . – 9 1 D , 127.

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G. Tejerina Arias