OTRO
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I. ESBOZO HISTÓRICO.

Durante cientos de siglos los hombres no sintieron ninguna inquietante necesidad de dar cuenta de la realidad de los otros hombres, pues su existencia aparecía como algo obvio e incuestionable y de ninguna forma problemática. Tampoco existió en Grecia, la cuna de la filosofía occidental, tal problema, pues desde la consideración de la unitaria condición natural («física») y orgánica de la totalidad del cosmos (que abarcaba también a todos los hombres), imposibilitó de raíz comprender como un abismo infranqueable la realidad de los otros hombres. Así, para Platón, el cosmos era entendido como un «animal perfecto»1. Y así comprendida la realidad cósmica y humana, ¿cómo podía ser un auténtico problema la realidad del otro? Para Platón y para muchos pensadores griegos, el /hombre es identificado con el /alma, de forma que todo diálogo /entre hombres es la representación verbal de dos almas. En verdad, ni en Grecia ni en la antigüedad pudo plantearse el problema del otro, pues el puesto del hombre en el cosmos era concebido como una simple o mera concreción de la abstracta comprensión del ser, y no era vislumbrado estrictamente ni como sujeto ni como /persona. No obstante, Platón reconocía cinco categorías o géneros supremos: el ser, el movimiento, la quietud, lo mismo y lo otro (oposición de lo mismo)2. Pero no abordó expresamente el problema que nos ocupa, pues para sentir realmente el problema del otro es necesario percibir de veras la propia realidad del otro, su /alteridad, la «otredad» de la que habló Antonio Machado; y a tal cosa nunca llegó la filosofía en Grecia. Esta, en sus más granados genios, como Platón, no se entendía a sí misma como replegada o enroscada como un /yo autoconstituyente, pues lo primario es la incorporación del hombre en lo social, en la polis. Por eso, para Aristóteles el hombre es dson politikon, por lo que lo pertinente es hablar del nosotros y no del yo, como hará el hombre moderno occidental. No obstante, el sabio griego no por esto deja de vivir ensimismado y embebido, de tal forma que, a decir de Platón, el filósofo entabla un coloquio sobre todo consigo mismo, hasta el punto de que ningún filósofo «sabe ni de su prójimo ni de su vecino», ni tampoco sabe si los otros «son hombres u otros engendros cualesquiera»3. De este modo, se ignora lo que el otro es, aunque este desconocimiento no motivó a Platón a cuestionarse verdaderamente la existencia y la realidad del otro como problema, pues una cosa es ignorar algo y otra muy distinta es hacer de ese desconocimiento un problema. Así, para Aristóteles el hombre era un retoño de la phisis, sin que para él existiera el problema del otro como nosotros lo percibimos. La diferencia entre los hombres es entendida por Aristóteles según la naturaleza, de modo que existen varones y mujeres, griegos y bárbaros, adultos y niños, e incluso amos y esclavos (siendo también esta última distinción «natural» y «justa»)4. Para el estagirita, pues, el otro individuo es otra cosa que habita en el interior de la común liúotiS, pero no estrictamente otro hombre5.

Únicamente con el cristianismo, influido por la Weltanschauung y la antropología del pueblo de Israel –entre otras cosas–, podrá surgir el planteamiento mismo de la existencia del otro como problemática, aunque no fue comprendido como un problema primeramente intelectual, sino básicamente ético y relacional. Por esto dirá Lévinas, posiblemente uno de los filósofos que más y mejor ha pensado sobre el otro en la actualidad, que la /ética es la filosofía primera, poniendo del revés buena parte de la filosofía y de sus planteamientos, no sólo griegos, sino también los de la filosofía de la subjetividad moderna occidental. Para Lévi  nas el sentido del ser sólo se consigue dilucidar en la relación –siempre responsable– con el otro. Más allá del ser y de la esencia no existe un tras-mundo, sino lo otro que el ser, vida de otro modo que ser, la otra persona, irreductible metafísicamente (léase, «éticamente») para el yo. Lanzando una crítica a la / Mismidad y a la /Totalidad, se encarama hacia la alteridad del Otro, cuyo rostro es epifanía de lo /Infinito.

Para el cristianismo el hombre no es meramente alma, sino un ser unitario y no dual, donde confluyen en su persona lo corpóreo y lo espiritual. El hombre, creado por Dios «a su imagen y semejanza» (Gén 1,26-27), y como varón y mujer, tiene una intimidad espiritual y una responsabilidad, por lo que puede imputársele el pecado y el merecimiento. Y ello no sólo de una forma colectiva, sino también de modo individual6. Así, mientras que para Platón el hombre es «la mente» (voüs), el autor de la carta a los Efesios (un discípulo de san Pablo, sin duda), habla del «espíritu de la mente» con el que el cristiano es renovado: Ef5,24. Si bien para los pensadores griegos el hombre era un retoño viviente e individual de la madre Naturaleza, y sólo accidentalmente otro respecto de él, para los pensadores cristianos, por el contrario, el otro hombre es un ser corpóreo-espiritual, una persona, creada por Dios de la nada, en cuyo interior laten las «primicias del Espíritu» (Rom 8,23), que le posibilita percatarse de que Dios es su Padre, su hermano (Cristo) y su Amor vivificador (Espíritu), y que le llama a su amistad y a compartir su propia vida, pues el Dios personal (en el Antiguo Testamento), revelado como tripersonal (en el Nuevo Testamento, por obra de Cristo) interpela al hombre como otro.

El Dios veterotestamentario, que un día interpeló a Abrahán, considerándolo su interlocutor e instándolo a realizar una alianza con él, también hablará con Moisés «cara a cara» (p°-anim el p°anim), esto es, «rostro a /rostro», como conversa un hombre con su amigo (Ex 33,11), y aún más expresivamente, «boca a boca» (Núm 12,8). Dios hablaba con Moisés y este hablaba con Dios, pues Dios no puede ser visto, pero sí escuchado. En el Antiguo Testamento, las primeras palabras que Dios dirige al hombre son dos preguntas. La primera tiene lugar tras el pecado de Adán, y es: «¿Dónde estás?» (Gén 3,9). De este modo introduce el ámbito dialógico y relacional diádico, donde el Yo divino interpela al tú humano. Y la segunda pregunta hace que Dios abra esa /relación dual a triádica, inquiriendo a Caín por su hermano: «¿Dónde está Abel, tu hermano?» (Gén 4,9); con lo que subraya la responsabilidad ética de cada hombre sobre todo otro hombre; aquí, la relación diádica da paso a un tercero; el yo y el se abren al él, al otro de los dos.

La filosofía de la /modernidad, que se atenía al cogito cartesiano, derivaba en un solipsismo que se ha mostrado estéril para dar razón del otro, del otro hombre, de la otra persona o del otro yo. Para Descartes la existencia del propio yo, reducido a sujeto o mente pensante, es una certeza inmediata y prerreflexiva, pero se encuentra con que la existencia de los otros sujetos es, en verdad, problemática. Por esto Descartes, con su yo solitario, se ve en el difícil trance de encontrar en su propia realidad individual los móviles y los órganos de su conquista del otro, buscando en sí mismo toda la ciencia, sin tomar prestado nada de otro. La única justificación que encuentra Descartes de la existencia de los otros yos la realiza merced a un razonamiento analógico, pero que se muestra incapaz de conducir al propio yo hacia el yo ajeno. He aquí uno de sus argumentos: si «la casualidad hace que mire por la ventana a unos hombres que pasan por la calle, a cuya vista no dejo de exclamar que veo a unos hombres, como asimismo digo que veo la cara; sin embargo, ¿qué es lo que veo desde la ventana? Sombreros y capas, que muy bien podrían ocultar unas máquinas artificiales, movidas por resortes. Pero juzgo que son hombres y así comprendo, por sólo el poder de juzgar, que reside en mi espíritu lo que creía ver con mis ojos»7. De esta forma, Descartes, viéndose encaminado al solipsismo, del que estaba avisado, no supo o no pudo evitarlo abriendo la brecha hacia el otro yo, en tanto que sujeto personal y en tanto que otro humano, sino que se remitió a una subjetividad infinita, a Dios; en definitiva, habiéndose percatado del problema del otro, no lo resolvió, a no ser por una débil analogía, pensando a los otros como cosas u objetos extensos que se parecían a Descartes, pero no como sujetos autónomos e independientes del yo del sujeto cognoscente.

Si las dos posturas básicas y primordiales que surgen en relación con el otro son su reconocimiento y nuestra relación (en múltiples sentidos) con él, entonces la relación con el otro y nuestro diálogo con él no nos son accidentales, sino constitutivos de nuestro ser como persona. De aquí que importantes psiquiatras, psicólogos y filósofos estimen que el quicio de las patologías mentales se sitúa en la dificultad o en la imposibilidad de la relación con lo otro de sí y, en concreto, con los otros personales; el solipsismo, que era un callejón sin salida especulativo, se convierte así en una patología.

En fin, desde Descartes hasta hoy, el problema del otro ha sido abordado por numerosos filósofos y corrientes de pensamiento. No podemos detenernos en una descripción detallada de unos y otras, por lo que, a grandes rasgos, el panorama queda como sigue:

a) La psicología inglesa contempló al otro como objeto de un yo instintivo o sentimental; así, la moral de la simpatía: Shaftesbury, Hume, A. Smith; el utilitarismo ético: Bentham, J. Stuart Mill; el evolucionismo biológico y social: Darwin, Spencer.

b) Para Kant, el otro es el término de la actividad moral del yo, el otro del homo phaenomenon y el del homo noumenon. Para Fichte, lo otro, la alteridad, es el no-yo, refiriéndose a cualquier ser que no sea el yo, aunque para él el yo es siempre lo originario y fundante. Para salir de la cárcel cartesiana, tanto Kant como Fichte pensaron sobre el problema del otro, pero situándose en un postulado ético-práctico, del que se afirma que debe ser tratado como sujeto autónomo e independiente, fin en sí mismo, como persona, en definitiva.

c) El otro en la dialéctica del espíritu y en la dialéctica de la naturaleza. La dialéctica del señor y el siervo, en Hegel, y la reacción antihegeliana: el otro para Kierkegaard, Feuerbach, Marx, Comte y Stirner, así como para el último Schelling, el de la filosofía positiva o de la revelación. Aunque hay que advertir —pues a veces se olvida— que Hegel se opuso a la primacía del cogito solitario que se relaciona únicamente consigo mismo. Así, en su Fenomenología del Espíritu (en el paradigma que constituye la relación dialéctica entre el amo y el esclavo)8 sostiene, contrariamente a Descartes, que la intersubjetividad es inesquivable y condición necesaria de la comprensión de sí mismo, de la subjetividad. Si no existe el otro, no existe el sí mismo, pues el yo sólo aparece cuando tiene ante sí al otro: «En cuanto una autoconciencia es el objeto, este es tanto yo como objeto (...). Más tarde vendrá para la conciencia la experiencia de lo que el espíritu es, esta sustancia absoluta que, en la perfecta libertad e independencia de su contraposición, es decir, de distintas conciencias de sí que son para sí, es la unidad de las mismas: el yo es el nosotros y el nosotros el yo». De manera que «la autoconciencia es en y para sí, en cuanto que y porque es en sí y para sí, para otra autoconciencia; es decir, sólo lo es en cuanto se la reconoce»9. Para Hegel, pues, el dato primario no es la soledad del yo consigo mismo, sino la dialéctica de las autoconciencias; la ecuación fichteana «yo=yo» es una igualdad vacía, una tautología estéril. Para Hegel, en cambio, no existe el cogito si no existe el otro; lo que era la línea de salida para el empeño de Descartes (el «yo pienso»), es la vía conclusiva para Hegel: si hay yo es porque previamente hay un nosotros.

d) El otro como invención del yo. La comprensión del otro para Dilthey, la impatía de Lipps, el creacionismo de nuestro Unamuno. Así, desde la impatía (Einfühlung) de Teodoro Lipps «los yos ajenos serían (...) el resultado de una multiplicación de mi propio yo acusada y matizada por determinadas percepciones sensoriales»; y de este modo «yo soy el autor de todos los hombres con que me encuentro; y si estos hombres fuesen reales, yo vendría a ser una inventada hechura psíquica de ellos»10.

e) El otro en la reflexión de la /fenomenología: el alter ego de Husserl, que aunque se propone superar el solipsismo de Descartes, no supera la egología y el yoísmo.

f) Así pues, desde el Discurso del método cartesiano hasta las Meditaciones cartesianas de Husserl, tuvo lugar una titánica serie de ensayos filosóficos para conquistar la evidencia de la realidad y la condición personal del otro.

Dos grandes pensadores de nuestro siglo, Martin Heidegger y Max Scheler han manifestado la problematicidad del hombre sobre sí mismo. El último escribió: «En la historia de más de diez mil años nosotros somos la primera generación en que el hombre se ha convertido para sí mismo, radical y universalmente, en un ser problemático: el hombre ya no sabe lo que es y se da cuenta de que no lo sabe»11. Y Heidegger, por su parte, sostiene: «Ninguna época acumuló tantos y tan ricos conocimientos sobre el hombre como la nuestra. Ninguna época consiguió ofrecer un saber tan penetrante acerca del hombre. Ninguna época logró que este saber fuese tan rápida y cómodamente accesible. Ninguna época, no obstante, supo menos qué sea el hombre. Ningún tiempo se le presentó el hombre como un ser tan misterioso»12.

De este modo, la reflexión sobre el otro ha sido, y todavía lo es, una gigantomaquia en torno a este problema. Pero, ¿y si el problema del otro fuera en realidad un seudoproblema? ¿Y si la realidad de otro fuera para mí una evidencia primaria y prerreflexiva? Eso es lo que se plantearon varios pensadores desde el primer tercio del siglo XX, para responder afirmativamente. Con estos pensadores entraba definitivamente en crisis el yoísmo de la modernidad. Los más importantes fueron: Max Scheler, desde la fenomenología; José Ortega y Gasset desde el raciovitalismo; Martin Buber, Ferdinand Ebner y Franz Rosenzweig, desde el pensamiento dialógico (/personalismo alemán); Emmanuel Mounier, Maurice Nédoncelle, Jean Lacroix, y otros, desde el /personalismo comunitario; y más recientemente, Emmanuel Lévinas, desde la fenomenología de la alteridad; e incluso Xavier Zubiri, desde el /realismo radical. Esta superación del yoísmo moderno puede expresarse, por tomar sólo un ejemplo, con estas palabras de E. Mounier: «La experiencia primitiva de la persona es la experiencia de la segunda persona. El tú, y en él el nosotros, preceden al yo, o al menos lo acompañan»13. Es decir, la persona existe en tanto que existe gracias a los otros (al menos, hacia sus progenitores, aunque no sólo por ellos); y si alguien se conoce a /sí mismo, lo hace por los otros. Así, cada uno se encuentra a sí propio en los otros, y no replegándose en su yo solitario y autosuficiente. Y eso hasta el punto que, sin los otros, y no es una perogrullada, nosotros no seríamos siquiera un problema, por la sencilla razón de que no existiríamos, pues jamás habríamos llegado a ser. No es sólo que sin los otros nos eclipsaríamos nosotros como las personas que somos, con nuestra /personalidad concreta, sino que nunca hubiéramos llegado a ser seres existentes, nunca tendríamos siquiera nuestra /personeidad, como diría Zubiri.

Existen varios modos de comprender y tratar al otro, en tanto que otro. Examinaremos los principales.

II. EL OTRO COMO OBJETO Y EL AMOR DISTANTE O DE OBJETIVACIÓN.

En este caso, se percibe al otro como algo cósico, omitiendo su esencial condición de persona. Al considerarlo como algo ante los ojos, es reducido a una cosa más, entre las otras cosas de la naturaleza. Podríamos decir que estamos en un nivel óntico. Esta es la postura de la filosofía griega, encabezada por Platón y Aristóteles.

A pesar de que a veces una persona es tratada como un objeto, como una cosa, e incluso como un medio instrumental, esto es siempre ilegítimo e inmoral, contraviniendo el imperativo kantiano y siendo ciegos a la /dignidad ontológica del otro, esto es, cegados ante su digneidad. Aunque en un cierto sentido es legítimo hablar del otro en términos de objeto, como hace la medicina cuando considera al hombre como un objeto de sus investigaciones, de su diagnóstico, de su cura. O como cuando una persona es objeto de nuestro amor, de nuestro respeto. No nos referimos aquí a esta forma de considerar el objeto, sino a la que atiende al sentido etimológico de la palabra: ob-iectum, como aquello que está, simplemente, arrojado ante nuestra vista, puesto ante nosotros entre otras cosas que también están ahí, inertes, ante nuestra mirada. En este sentido, la persona, el otro en todo su misterio, no puede ser término de un conocimiento exclusivamente objetivo, so pena de rebajar su entidad a la consideración de un puro objeto cósico, como puede ser estimado un reloj o una mesa. Pero estas cosas jamás podrán ser sujetos, sub-iectum, pues no pueden tener la dimensión de interioridad, sino sólo la de exterioridad o versión. Incluso en el caso de que pretendamos convertir al otro en objeto —intencionalmente—, no puede serlo realmente. Por otra parte, y sintetizando, descriptivamente un objeto tiene las siguientes notas básicas: abarcabilidad, acabamiento, patencia, numerabilidad, cuantificabilidad, distancia y probabilidad.

Para el sujeto que conoce un objeto, este es comprendido como un ello, quizás incluso como él, pero nunca como un tú, con el que puedo estrictamente tener un /encuentro. Un valle, por bello que sea, nunca es un para una persona, sino un ello, incluso en el caso en que hablemos del valle, o nos refiramos al mismo como un él; lo mismo acontece con un perro, por mucha estima que le tengamos. En cambio, incluso en el caso en que odiemos a una persona, ella es tenida por un /tú, aunque sea un tú odioso, pero no propiamente como un ello. Precisamente la carga emotiva que puede suscitar un gran amor o un odio intenso exige que el objeto del mismo sea una persona, un tú, un otro, y no meramente lo otro.

Existen varias posibilidades cardinales cuando el otro es considerado o tenido como objeto:

a) El otro como obstáculo. El otro es visto como un objeto corpóreo, físico, y, como tal, puede oponer su resistencia, sea pasiva (como cuando le empujamos), sea activa (como cuando él nos empuja).

b) El otro como instrumento. Cuando lo despojamos intencionalmente de su dignidad y de su tratamiento práctico y moral como fin en sí y no como medio, reducimos al otro a objeto, instrumental izándolo para intereses posiblemente inconfesables. Esto sucede, por ejemplo, cuando alguien utiliza a una mujer como un objeto, sea o no en el caso de la prostitución; también cuando un político concibe a las personas como un voto a conquistar, o cuando un mando militar envía a sus soldados a una muerte segura. En nuestras sociedades actuales avanzadas, pero también en las pasadas, esta instrumentalización está muy presente, reduciendo a las personas a consumidores (sociedad de consumo), a contribuyentes (para los recaudadores de impuestos), a número en una estadística, o a la reducción que hacen los dictadores con sus masas humanas, entregadas y acorderadas.

En el mundo de las relaciones interpersonales, Heidegger y Sartre han expresado filosóficamente el fracaso de la fraternidad humana. La mismidad, para Sartre, es el resultado de la confrontación con otra mismidad: «Si hay un otro en general, es menester, ante todo, que yo sea aquel que no es el Otro, y en esta negación misma operada por mí sobre mí, yo me hago ser y surge el Otro como Otro. Esta negación que constituye un ser y que, como dice Hegel, me constituye en el terreno de la ipseidad no-tética en Mí-mismo»14. En definitiva, para Sartre el otro no es, como para Lévinas, «una maravilla»15, sino un adversario y, al final, incluso su infierno. En la relación /yo-tú, o yo-el otro, «cada miembro de la pareja es necesariamente o tirano o esclavo. La mirada del prójimo congela mi libertad, su elección me traba. El amor es una infección mutua, un infierno»16. Es difícil negar que esto corresponde a una posibilidad del mundo personal: «El mundo de los otros no es un jardín de delicias. Es una permanente provocación a la lucha, a la adaptación y a la superación. Reintroduce constantemente el riesgo y el sufrimiento allí donde alcanzábamos la paz. Además, el instinto de autodefensa reacciona negándolo. Los unos lo olvidan, suprimen toda superficie de contacto. Los otros se fabrican, con personas, útiles manejables y utilizables; los pobres, del filántropo; los electores, del político; los niños, de este; los obreros, de aquel»17.

c) El otro nadificado. Quien voluntariamente desconoce la dignidad del otro como persona, le ningunea, como se dice en México. La inmoralidad de este reduccionismo estriba en que nadie nace siendo nadie, sino que el nadie lo es por nadificación, por ser reducido o tratado como tal, por su conversión a nada. En bellas palabras lo ha expresado Eduardo Galeano: «Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos. Que no son, aunque sean. Que no hablan idiomas, sino dialectos. Que no hacen arte, sino artesanía. Que no practican cultura, sino folklore. Que no son seres humanos, sino recursos humanos. Que no tienen cara, sino brazos, que no tienen nombre, sino número. Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local. Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata»18.

1. Estructura de la relación dilectiva. Basada en una determinada forma de amor, también dilectiva, puede ser la relación del otro como objeto. Ni el hijo para la madre, ni el amante para su amada pueden ser continuamente un tú. Como afirma J. Lacroix: «El hombre no puede vivir bajo la mirada continua de otro»19. En verdad, muchas veces son él, un ello, siendo ese tránsito una cierta objetivación del otro. En esa conversión podemos discernir dos modos:

a) El otro como objeto de contemplación amorosa. En esta contemplación se combinan la retracción (pues siempre se contempla desde el yo y exige una retracción al propio yo), la abstención (el respeto místico del que contempla ante lo contemplado), la expectación (la proyección intencional de uno mismo hacia el objeto contemplado) y la /voluntad de preservación (aunque no siempre se es consciente, quien contempla al objeto de su amor desea perseverar así siempre).

b) El otro como objeto de modificación amorosa. Aunque la distancia hacia el otro nunca desaparece, pues el otro es otro yo y, por tanto, nunca puede ser yo, se da una forma operativa de amor siempre distante; así, como modifica una madre el cuerpo de su hijo para vestirle, o como modifica el médico el cuerpo de su paciente cuando le explora para dar un diagnóstico o para curarle.

2. La comunicación con el otro como objeto. El amor distante, no por serlo impide la comunicación con el otro. Sus formas básicas son dos: a) El silencio, sea contemplativo (como el del que queda absorto ante la belleza de una obra de arte), bien operativo (como el de quienes con amor o con su contrario, el odio, se enfrentan con la resistencia física del otro). b) La conversación funcional o de negocios. Es la que tiene lugar, por ejemplo, entre quien quiere comprar un coche y quien pretende vendérselo. También cuando preguntamos a un viandante dónde está una calle, en cierta forma lo instrumentalizamos: no le atendemos explícitamente como a una persona, sino más bien como una fuente de información, aunque no es una instrumentalización puramente cósica, pues no se nos ocurre preguntarle tal cosa a un adoquín de la calle, sino únicamente a alguien al que consideramos una persona, un otro yo.

III. EL OTRO COMO PERSONA COGNOSCIBLE Y EL AMOR INSTANTE.

En esta actitud el /sujeto cognoscente no está atrapado en la consideración de saber qué es el otro, ni siquiera en saber sólo quién es, sino más bien pretende llegar a conocer cómo es personalmente el otro. Sería una actitud que podemos denominar ontológica.

He aquí el mecanismo, las formas principales y el modo de la comunicación en las relaciones interpersonales.

1. La relación interpersonal. El acto psíquico con el que nos relacionamos con el otro se funda en el carácter ejecutivo del yo y su forma final en la coejecución (cuando el otro y yo, cada uno a nuestro modo, ejecutamos la misma vivencia). No podemos coejecutar su dolor moral, haciéndonos solidarios con él, empáticamente (/empatía). Yo no puedo convivir el dolor físico del otro, pero sí puedo convivir su dolor moral; tal es el nervio de la condolencia, pues al condolerme de la tristeza del otro, también yo estoy triste.

2. Formas conflictivas de la relación interpersonal de amor distante. ¿Puedo yo conocer lo que la persona del otro es con una intención que no sea el amor, sea cual sea su forma: erótica, amistosa, filial o fraternal? La forma primaria de relación conflictiva con el otro es el odio, consistente en el deseo de aniquilar a la persona odiada, hasta el extremo de poder querer darle muerte físicamente. Y otra forma, más refinada, es el deseo de aniquilar la libertad del otro; aquí el odiador, más que Caín pretende erigirse en Dios del otro odiado, en su amo. Por otro lado se encuentra la rivalidad. Aquí se quiere ser más que el otro, tener más poder que él, como lo expresa el análisis que Sartre realiza de la /mirada que el yo dirige hacia el otro y que el otro le dirige a él: mirándonos los dos, pretendemos imponernos mutuamente nuestra personalidad, cosificándonos. Así, la coejecución enemistosa es el nervio de la aversión interpersonal que realizan el odio y la rivalidad.

3. Formas dilectivas de la relación interpersonal distante. Son las realizadas con amor instante o meramente coejecutivo –convivido–, es decir, aquellas en que el amor no alcanza su forma suprema, sino que es una forma de amor que mueve a adivinar coejecutivamente lo que en su intimidad es y hace el otro: qué desea, qué piensa, qué siente cuando de forma dilectiva uno se encuentra y trata con él. Aquí el es lo otro, aunque sea en forma de amor intenso, pues con quien él convive sólo trata de conocerle. Aquí preside la relación el acto de conocer y le conviene la sentencia agustiniana que afirma: «Non intratur in veritatem nisi per caritatem».

4. La comunicación en el amor interpersonal distante. A través de gestos, palabras y silencios, los convivientes con intencionalidad meramente cognitiva se comunican entre sí. «¡Mírame a la mirada, y no a mí!», dice Angel a Eufemia en La esfinge, de Miguel de Unamuno; y es que Eufemia pretende adentrarse, y no por amor, en el alma de su interlocutor. Es una comunicación no posesiva ni imperativa ni sólo contemplativa. No es imperativa y, por ello, no es mera suplencia (que haga el otro lo que yo quiero hacer y no hago; el otro me suple); ni es simple mandato (que el otro haga lo que yo estimo que debe hacer); ni tampoco es mera contemplación (ya que el conocimiento de lo que una persona es exige la oportuna coejecución). Así, en tanto que amor, el amor instante es simultáneamente coejecutivo y respetuoso. En definitiva, en la comunicación interpersonal instante existe una mutua comprensión, es decir, una interpenetración recíprocamente comprensiva, y se da un intercambio no del simple saber, sino también del ser: los interrelacionados, incluso sin pretenderlo, entregan uno a otro algo de lo que son. Sin embargo, tampoco esta es la forma suprema de amor interpersonal.

IV. EL OTRO COMO PERSONA AMADA CON AMOR CONSTANTE.

Aquí no satisface un mero conocer, incluso aunque ese conocer sea respetuoso de la otredad de la otra persona. Ahora no sólo le queremos conocer, sino también entregarnos a él, ya sea porque lo considero una persona, digno por sí y, como tal, un fin en sí mismo y no un mero medio (amor de projimidad), ya sea por ser él precisamente quien él es (amor de amistad). Este sería el nivel que podríamos llamar meta físico, en el sentido de Lévinas.

Superior al /amor distante o de objetivación y del amor instante o de conocimiento mutuo, se encuentra el amor constante o de entrega, que es amor concreyente. Quien ama con este amor, se eleva del conocer por amor, al sublime favorecer por amor, donde se entrega uno mismo al otro. Al hablar de constante queremos atender al sentido etimológico de la palabra: constar, de constare, es el amor que consta, por lo que decimos: «Me consta». No hablamos del amor permanente, pues aunque el que ama lo quiere hacer siempre, de hecho puede extinguirse el amor, como lo demuestra la experiencia. Nos consta el amor del otro porque el otro nos lo dice y nos lo demuestra con sus hechos, y porque nos merece crédito; aunque este amor no sólo debe ser creyente, sino que la constancia debe hacerse mutua, siendo entonces amor concreyente.

Además, en la entrega amorosa podemos discernir dos formas cualitativamente distintas:

1. El amor de projimidad. Como en la parábola evangélica del buen samaritano (Lc 10,29-35), este amor consiste en dar algo al otro, únicamente porque el otro es una persona y nos necesita; su forma suprema es darse uno a sí mismo al otro.

2. El amor de amistad. En esta forma de amor se ama al otro no por el solo hecho de ser una persona, sino por ser él la persona concreta que es. Es amor no por ser lo que es, sino por ser precisamente quien es. Aunque hay que indicar que en el amor constante, el amor de projimidad y el amor de amistad se funden, sin que por ello se confundan.

3. Tres proposiciones en la estructura del amor constante. a) El amor constante se funda en un en. No es lo mismo decir: «Creo lo que dices» (en la verdad de tus palabras), «te creo» (creo que tú quieres ser veraz) y «creo en ti» (creo en tu persona, sea lo que sea lo que digas y hagas). b) La existencia del hombre se mueve siempre hacia algo, hacia un télos. Pues bien, la meta de la coexistencia amorosa no es únicamente proyectiva, sino también elpídica, esto es, esperanzada. ¿Y qué esperan cabalmente los que se aman? Lo esperan todo, como el jugador de lotería que, cuando juega, espera obtener el premio gordo, pues nadie espera sólo una pedrea cuando juega. Ese futuro o hacia es, a la vez, indefinido —como lo es todo futuro— y pleno —en cuanto a las expectativas-. c) Los amantes viven juntos para. ¿Para qué? Para todo lo que la vida en común les depare, entregándose uno al otro sin estrategias —si es amor sincero—, practicando un amor que es éros (aspiración y deseo), pero que también es ágápe (efusión hacia el otro).

V. DEL OTRO COMO PROBLEMA AL OTRO COMO «MISTERIO».

Por lo visto hasta ahora, nos parece necesario renunciar a considerar a la persona del otro como un problema en sentido estricto, pues un problema no es tal si no tiene una única solución acabada. Y si no fuera soluble no sería un problema, sino un imposible. Pero la persona, el otro, en tanto que realidad libre, viva, difícilmente tiene una solución que la delimite cabalmente y la explique de forma definitiva. La persona es insoluble por definición, pues su más íntima realidad consiste en ser un ser misterioso, sólo captable en su mismidad a través de la gratuidad de su revelación. La persona puede solucionar sus problemas, pero difícilmente resolver por completo su misterio. La persona es, en este sentido, un ser sin solución, pues si lo hiciera, se disolvería (en latín solutio es solucionar; pero también disolver). Por esto, para poder acceder a su conocimiento, no existe otro camino más que el /encuentro cara a cara con ella.

En efecto, un problema es algo con lo que puedo enfrentarme, algo cósico, que admite y reclama su dilucidación. Con un problema puedo enfrentarme, pero no encararme, encontrarme cara a cara con él. Sólo es posible encararnos con un otro personal; y cuando nos encaramos enfrentándonos con él, no le tratamos como a una persona, sino como a un objeto que nos amenaza. Enfrentarme a un problema es la condición de posibilidad de su solución como tal; enfrentarme con una persona es tener la garantía de su cosificación, de su disolución intencional como tal. Pero, contrariamente a lo que acontece con el problema, un /misterio es algo que me compromete. A la distinción sartreana del en sí y del para sí le falta el esencial ante mí, le falta un otro personal que no sea un infierno. La persona es la protesta del misterio, es su resistencia, que se presenta como repugnancia (que lucha) de ser captada y aprehendida acabadamente, desposeyéndola de su más íntima constitución personal.

Y si a mí mismo me percibo como un misterio para mí mismo, ¿cuánto más lo serán los otros para mí? Además, ¿quién puede afirmar que se conoce a sí mismo en todos los recodos de su alma, por completo? No hace falta recurrir al psicoanálisis para probarlo, pues esa autoincognoscibilidad plena es una evidencia palmaria. Y si sobre mí mismo no puedo decir una palabra absolutamente definitiva, ¿cómo atreverme a lanzarla sobre otra persona? Por tanto, el misterio del otro no nos es asible por completo y de forma acabada y plena, pues su ser más íntimo no podemos —aunque lo pretendamos— aprehenderlo por completo; el otro, por el contrario, debe ser respetado y reverenciado, como lo más sublime, lo más digno e incluso lo más sagrado que existe en lo creado.

En resumen, ¿qué es, en definitiva, el otro? No es la amarga realidad a que alude Sartre cuando afirma que el infierno son los otros; pero tampoco es la edulcorada y optimistamente ingenua realidad del «¡Cielo mío!» de la madre amante: He aquí la fórmula: es una mezclada e indecisa posibilidad de infierno y de cielo; que el otro y yo, con nuestra respectiva y recíproca conducta, en alguna medida podemos cielificarla —ser para el otro un cachito de cielo-, cuando nuestra conducta hacia él sea amor, entrega, /compromiso, /responsabilidad y sacrificio; y en alguna medida llegamos a infernarla —ser para el otro un pedazo de infierno— cuando nuestra conducta para con él sea cruel o desabrida. O, simplemente, gravativa: cuando el otro y yo, cada uno por nuestra parte, seamos el uno para el otro eso que los españoles solemos llamar «un pelma»: alguien que nos quita la soledad y no nos da la compañía20.

 

NOTAS: 1 PLATÓN, Timeo, 32 d. – 2 ID, Sofista, 244b-245e. – 3 ID, Teeteto 1746. - 4 ARISTÓTELES, Política 1, 2, 12526. – 5 Cf E. LÉvINAS, Humanismo del otro hombre. – 6 Recordemos que el paso de la retribución corporativa a la personal se llevó a cabo con el profeta Ezequiel: 18,4ss. – 7 R. DESCARTES, El Discurso del Método-Meditaciones Metafísicas, Espasa-Calpe, Madrid 1980', 128-129. – 8 Cf G. W. F. HEGEL, Fenomenología del Espíritu, FCE, México 1991', 117-119. – 9 ID, 113. – 10 P LAÍN ENTRALGO, Teoría y realidad del otro, 141. – 11 M. SCHELER, Die Stellung des Menschen unn Kosmos, Berna 1975, 13. – 12 M. HEIDEGGER, Kant y el problema de la metafísica, FCE, México 1954, 175. – 13 E. MOUNIER, El Personalismo, en Obras completas III, Sígueme, Salamanca 1990, 475. – 14 J. P. SARTRE, El Ser y la Nada, Losada, Buenos Aires 1976', 363. – 15 E. LÉVINAS, Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad, 297: «La exterioridad no es una negación sino más bien una maravillan. – 16 E. MOUNIER, o.c., 473. – 17 ID. – 18 E. GALEANO, El libro de los abrazos, Siglo XXI, Madrid 1991", 59. – 19 J. LACROIX, crisis de la democracia, crisis de la civilización, 55. – 20 Este artículo ha sido redactado por el Dr. Mariano Moreno. Generosa e inteligentemente ha sabido dar expresión precisa a lo más esencial de cuanto sobre el tema «Otro» he escrito. Pero, a la vez, ha enriquecido el contenido del texto con valiosos complementos, procedentes de su propio saber. Haciendo constar explícitamente mi agradecimiento cumplo un grato deber (PEDRO LAÍN ENTRALGO).

BIBL.: BUBER M., Yo y Tú, Caparrós, Madrid 1993; CASPER B., Das dialogische Denken. Eine Untersuchung der religion.sphilosophischen Bedeutung. Franz Rosenzweigs, Ferdinand Ebners und Martin Bubers, Herder, Friburgo 1967; DÍAZ C., Diez miradas sobre el rostro del otro, Caparrós, Madrid 1993; EBNER F., La palabra y las realidades espirituales, Caparrós, Madrid 1995; LACROIX J., Crisis de la democracia, crisis de la civilización, Popular, Madrid 1966; LAíN ENTRALGO P., Teoría y realidad del otro, Alianza, Madrid 1983; ID, Sobre la amistad, Espasa-Calpe, Madrid 1986'; ID, Hacia la recta final. Revisión de una vida intelectual, Círculo de Lectores, Barcelona 1990; ID, Cuerpo y alma, Espasa-Calpe, Madrid 1992; ID, Cuerpo, Alma, Persona, Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, Barcelona 1995; ID, Ser y conducta del hombre, Espasa-Calpe, Madrid 1996; LÉVINAS E., Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad, Sígueme, Salamanca 1977; ID, De otro modo que ser, o más allá de la esencia, Sígueme, Salamanca 1987; iD, Humanismo del otro hombre, Caparrós, Madrid 1993; MORENO VILLA M., El Hombre como Persona, Caparrós, Madrid 1995; ID, La opción fundamental del ideario personalista y comunitario, Acontecimiento 36 (Madrid 1995) 30-35; ID, Filosofía de la liberación y barbarie del otro, Cuadernos Salmantinos de Filosofía XXII (1995) 267-282; ID, Sobre la categoría de «relación» en la reflexión sobre la persona, Scripta Fulgentina I I (Murcia 1996) 61-76; THEUNISSEN M., Der Andere. Studien zur Sozialontologie der Gegenwart, Berlín 1965.

P. Laín Entralgo-M. Moreno Villa