IGUALDAD
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I. INTRODUCCIÓN.

Hablar de igualdad es responder afirmativamente a la llamada del otro. Hay en la vocación ética un irrenunciable fondo de búsqueda, y eso no está en los libros; la ética es una pasión, pero no una pasión inútil, sino la búsqueda de un entusiasmo. La libertad es nuestro verdadero fin. La /felicidad absoluta, si existe, será obra de la gratuidad y del poder de Dios, ya que es evidente que nosotros no podemos conseguirla por nuestras fuerzas. Lo propio del hombre es la búsqueda, la felicidad del camino: así podríamos definir la /alegría; esa vivencia que surge cuando estamos haciendo nuestro verdadero ser, cuando conseguimos la /libertad de ser libres integralmente: libres para amar. La alegría no requiere como condición indispensable el bienestar, sino el bienhacerse para bienser.

Hablar de la igualdad es hablar de la dignidad y de la libertad en que se fundamenta. La /dignidad absoluta de todo hombre nos dice que nadie puede tomar a otro como un medio para sus fines, sino como fin en sí mismo, como absolutamente valioso en sí mismo. La libertad, que es la posibilidad de ser hombre, es también la posibilidad de reconocer que somos dignos. No es posible separar el trinomio libertad/igualdad/fraternidad; como tampoco es posible separar el trinomio: fe-esperanza-amor, con el que se vive, cuando la inteligencia humana: sentiente/proyectivaafectiva, descubre la absoluta dignidad del hombre. Pero hablar de la igualdad no parece posible sin recordar, al menos, cómo la hemos vivido en el último decenio de la historia que hemos construido los hombres.

II. LA IGUALDAD HOY.

Según el Informe presentado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo Humano (PNUD) en 1992: el decenio que va de 1980-1990 se ha caracterizado, en el mundo entero, por el crecimiento de la desigualdad entre ricos y pobres, bien sean países o personas. En la distribución de la actividad económica como porcentaje del total mundial: en 1989, los mil millones de seres humanos más ricos contaban con el 82,7% de los ingresos de la actividad económica, el 81,2% del comercio mundial, el 94,6% de los préstamos comerciales, el 80,6% del ahorro interno y el 80,5% de la inversión. En cruel contraste, los mil millones de personas más pobres disponía del 1,4% de los ingresos, el 1% del comercio mundial, el 0,2% de los préstamos comerciales, el 1% del ahorro interno y el 1,5% de la inversión. En cuanto a los recursos, la cuarta parte de la población mundial consume el 70% de la energía, el 75% de los metales, el 85% de la madera y el 60% de los alimentos. En cuanto a los ingresos: si en 1960 el 20% de la humanidad registraba ingresos 30 veces más elevados que los del 20% más pobre, en 1990 el 20% más rico recibía 60 veces más. Si, además, se tiene en cuenta la desigual distribución en el seno de los distintos países, el 20% más rico de la gente del mundo tiene ingresos por lo menos 150 veces superiores a los del 20% más pobre. Los mercados globales no operan libremente. Esto, unido a su condición de socios desiguales, le cuesta a los países en desarrollo más de 500.000 millones de dólares anuales, o sea 10 veces más de lo que reciben en ayuda exterior. Cifra equivalente al 20% de su PNB y a más de 6 veces lo que gastan en prioridades de desarrollo humano: educación básica, sanidad primaria, agua potable y eliminación de la desnutrición. Las secuelas de esta situación son espeluznantes: dos mil millones de seres humanos viven en la pobreza absoluta y otros mil millones más en el margen de la pobreza; mil trescientos millones carecen de agua potable; dos mil quinientos millones no disfrutan de servicios sanitarios básicos. Alrededor de 75 millones dejan su tierra y se convierten en refugiados, desplazados, emigrantes legales o ilegales, etc. En el primer mundo, la dualización ha situado en la exclusión y en la penuria a un 20% de la población; muchos más viven de un trabajo precario, en condiciones infrahumanas y mal pagado, la desmovilización social y el miedo son frecuentes, la manipulación de las conciencias es cada vez mayor; y el abismo entre los más ricos y los más pobres va en aumento. En los países pobres no es la calidad de vida lo que corre peligro: es la vida misma.

El verdadero problema del último decenio ha sido que el crecimiento internacional se ha distribuido de forma muy poco equitativa. Pero tal vez el mayor problema no sea la desigual distribución del crecimiento; quizás el mayor problema sea: ¿por qué se ha organizado el mundo así?, ¿qué idea del hombre predomina en el mundo para que se organice tan concienzudamente un desorden tan deshumanizador, tan homicida? Cuando hablamos de /fraternidad, pensamos en una familia, una comunidad de personas unidas por el amor y su forma más explícita: la acogida, la entrega, el don de sí. En una familia todos caben, cada uno ocupa su insustituible lugar, sea guapo o feo, listo o tonto, sano o enfermo, y las posibilidades se ponen al servicio de cada cual en su situación concreta, promoviendo su peculiar forma de poder y querer ser persona, el desarrollo de su vocación, y recibiendo más apoyo el más débil. De cada cual no se pide más de lo que pueda dar, y aun esto, respetando su proceso personal y su libertad. Una familia es el lugar por excelencia para crecer como hermanos, para despertar al ser personas.

La fraternidad nos lleva a un mismo padre y este sólo puede ser Dios. Es, por tanto, un ideal religioso que ha impregnado toda la cultura occidental y que hemos abandonado, salvo excepciones (E. Bloch), al pasar por las experiencias socialistas, trasmutándola en solidaridad, menos cálida y comprometida, desde nuestro punto de vista. La igualdad sugiere una situación menos hogareña: la envuelve el aroma de la justicia; parece que la relación entre iguales se da entre personas de una misma estatura humana, unas mismas posibilidades de partida, una reciprocidad; sin duda, evoca más la justicia que el amor. Pero tal vez la diferencia no sea más que aparente. A poco que hurguemos en las razones de la igualdad nos damos cuenta de que aparece la Fraternidad, si no queremos dejar fuera a muchos, sobre todo a los más débiles. La apuesta es inevitable. La libertad aparece en la apertura para dejarse afectar y en la conversión a la fraternidad o al egoísmo. El reconocimiento de la dignidad humana exige una respuesta de amigo. No hay término medio. Para nosotros, la Igualdad, reclama la Fraternidad, y las dos, la Libertad, sin la que el amor no es posible.

III. LA IGUALDAD NO ES UN HECHO.

La realidad más bien desmiente que la igualdad sea un hecho. Ni siquiera la razón es algo que podemos esgrimir todos los hombres para recibir el título de igual. La igualdad, como la fraternidad y la libertad, es una /creencia, una mezcla de conocimiento y fe. Nos encontramos, pues, ante una apuesta: la fe en el hombre, el reconocimiento de su absoluta igualdad ontológica, la aceptación incondicional de su inviolable dignidad. Algunos darwinistas sociales han pretendido fundamentar las desigualdades sociales sobre las desigualdades de naturaleza. Esta propuesta es consecuencia de una gran reducción del ser hombre y de lo que significa la igualdad. Vivir la igualdad es haber optado por una forma de vivir en la que las desigualdades de naturaleza sean superadas por el reconocimiento de la absoluta igualdad ontológica de cada ser humano, tanto en el tú a tú de la relación cotidiana e interpersonal, como en la organización social. La relación interpersonal y la organización social, por tanto, se fundamentan en una fe previa y sin condiciones en el valor único de cada persona, en su razón dialogante y en su derecho absoluto a que se organicen las condiciones para que pueda desarrollarse plenamente. La fe en el hombre vuelve a manifestarse como una creencia con una dimensión ineludiblemente política. Cuando del hombre se trata es inevitable hablar de un individuo que se realiza en la comunidad y en la historia. ¿Cómo hemos llegado a donde estamos?

IV. EL CAMINO DE LA IGUALDAD.

En el mundo antiguo las desigualdades eran enormes. A cada uno lo suyo, podría resumir la situación: «Parece que la igualdad es lo justo, y lo es, pero para los iguales; y lo desigual parece que es justo, y lo es, pero sólo para los desiguales»1. En la antigüedad, ni los hombres más lúcidos tenían problema alguno en considerar a otros hombres, mujeres o niños, como esclavos. Para Aristóteles, lo injusto no era la esclavitud, sino tratar a la gente de la manera que no le corresponde: a los iguales como desiguales y a los desiguales como iguales. Aunque es cierto que también se abrían nuevos horizontes en un ambiente en el que se aceptaba sin críticas la esclavitud. Sócrates se afanaba por demostrar a un esclavo de Menón que también él era poseedor de una verdad universal que habitaba en cada espíritu. Sócrates es el signo de esa igualdad que reconoce a todos los hombres la misma alma. Sin embargo, la igualdad se situaba, sobre todo, en el dominio de la política. Tanto la libertad como la igualdad pertenecían a la esfera de la polis, a la búsqueda desinteresada del bien público. La igualdad se reconocía entre los ciudadanos, pero no se reconocía a los extranjeros, ni a los esclavos, ni a las mujeres, ni a los niños.

En este contexto, es la tradición judeocristiana la que da un impulso definitivo a la idea de igualdad esencial de todos los hombres. En el Antiguo Testamento, los hombres tienen en común ser imagen de Dios; tener el mismo apellido: Adán, que significa hombre, hecho de la tierra; en este hombre se incluyen todos los hombres; la mujer es reconocida como semejante al hombre: carne de mi carne y hueso de mis huesos, lo cual supone un gran avance respecto a la mentalidad de la época, que hacía a la mujer propiedad del varón (Ex 20,17; Dt 5,21). Sin embargo, la universalización se da en el Nuevo Testamento, que declara definitivamente la igualdad de todos los hombres: «En Cristo no hay ni libre ni esclavo, ni varón ni mujer» (Gál 3,28).

Pasado el período medieval, la igualdad se impone como una idea-fuerza introducida por las clases emergentes en el período de la historia en que la aristocracia feudal va desapareciendo. En la Inglaterra de la Revolución parlamentaria (1700), la exigencia del derecho a la existencia de los desheredados y la igualdad que promovía la burguesía se unen. Este movimiento se va formando desde el Renacimiento y culmina en la Ilustración. Desde el siglo XVIII, el ideal de igualdad ya forma parte de nuestra estructura cultural; no es posible pensarnos sin ella. La igualdad es ya patrimonio de todos los hombres. Aunque por caminos tortuosos, es indudable que la historia de los hombres, en su corto recorrido como naturaleza y libertad dentro de la larga línea de la evolución, ha avanzado deprisa. Hemos sido capaces de descubrir que lo que constituye lo más hondo del hombre, en su origen, en su historia y en su fin es una profunda comunión. La vida de cada hombre, desde sus posibilidades de partida, es también la historia, más o menos lograda, de este descubrimiento. Tal vez los acontecimientos vividos en este siglo nos han vuelto más sensatos y hemos recuperado, humildemente, la necesidad de creer en el hombre, para poder organizar un mundo humano. Sobre esta fe, de irrenunciable base ética, está hecha la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Una declaración que constituye la cima a la que ha llegado, por el momento, la conciencia moral del hombre. El reconocimiento de la dignidad del hombre y de los derechos que se derivan de esa dignidad. Eludiendo, eso sí, las razones que avalaban la evidencia de su justicia. Esta Declaración de 1948, ha dado lugar a tres generaciones de derechos.

a) La primera generación es la de las libertades civiles, piedra angular de un estado de derecho, o libertades de pensar, expresión, prensa, asociación, movilidad geográfica..., etc., y de libertad política: derecho a participar en la legislación de su propia comunidad política. Estos derechos son valores de libertad, y los sacó a la luz, sobre todo, el liberalismo.

b) Los derechos humanos de segunda generación son los de /liberación: del /hambre, de la ignorancia, de la enfermedad, que sólo pueden lograrse con el derecho a la asistencia sanitaria, a la educación, a una vida digna... Estos derechos son valores de igualdad, y en el empeño de su cumplimiento han originado el Estado de bienestar en el que el Estado ha ido asumiendo cada vez más competencias, haciendo, por el otro lado, que los ciudadanos sean más clientes. En esta situación, la dejación de los ciudadanos es la principal responsable de la debilidad de las sociedades y del gigantismo estatal. Con estos derechos se trataba de dotar de un apoyo real a las libertades y fue el socialismo quien les dio un gran impulso. Sin liberación, las libertades no son posibles; sin libertades, el totalitarismo es una realidad.

c) Los derechos humanos de tercera generación exigen, cada vez más, la /solidaridad internacional. Derecho a nacer y vivir en paz y en un ambiente sano. Son derechos de solidaridad. Si se vivieran, nos convertirían en ciudadanos del propio país y del mundo. Por otra parte, no se ve cómo son posibles los otros derechos, si no se respetan la paz y la naturaleza.

Al hombre no se le dan las cosas hechas. Dado el primer empuje, la realidad está en sus manos. El hecho diferencial del dinamismo humano, es que la anticipación instintiva propia del animal en su trato con el mundo, en el ser humano es anticipación consciente y personal, proyecto. Quiera o no quiera, el hombre vive hacia el futuro. Este sólo existe cuando se propone una meta personal y se mueve activamente hacia ella. Los conocimientos en biología, astronomía, psicología o sociología no han impedido optar a quien los tenía, por un darwinismo evolutivo o social. Se requiere algo más que conocimiento, por tanto, para creer en el hombre como igual. Se requiere escuchar y acoger la auténtica condición humana y pronunciar un apasionado fiat, hágase. Puesto que la igualdad no es un hecho y creemos en ella, es menester hacerla.

V. IGUALDAD NO ES UNIFORMIDAD.

La uniformidad es propia de las producciones en serie; del abaratamiento de coste; del rechazo del conflicto; de la discrepancia y de la crítica; de los ejércitos. La persona, en cambio, es un ser para la libertad del amor; creativa, dialogante, única, singular; con conciencia de su imposibilidad de ser y de existir sin los demás; histórica. La igualdad es ausencia de dominación; Diálogo; asunción del conflicto y promoción de la diferencia como una riqueza. Somos iguales ontológicamente. La realidad de la historia hay que hacerla. Por eso, sólo un ser libre puede ser igual, porque sólo un ser libre puede comprometerse por lo que cree.

La igualdad es una creencia. Sólo existe, en la práctica, cuando se ponen las condiciones históricas para reducir las desigualdades de naturaleza y proporcionar a todos las mismas posibilidades de realización personal. La igualdad se construye y se mantiene porque hay personas que libremente dedican su vida a posibilitar que los hombres sean iguales. No se trata de un mundo feliz, sino de un mundo de personas, una verdadera comunidad. Una comunidad, en la que la libertad, que tiende hacia el individualismo, y la igualdad, que tiende hacia el colectivismo, se vayan transformando en fraternidad: síntesis perfecta de la relación intersubjetiva. La única que puede aupar, más allá de la justicia, al más débil, porque rompe los criterios de reciprocidad. La igualdad es el espacio de la justicia. Un espacio que, por haber reconocido una fundamentación metafísica –igualdad de esencia–, recoge todo lo que por el hecho de ser hombre corresponde al ser humano, al menos lo que hoy entendemos por derechos humanos. Sin embargo, para que la dignidad sea respetada absolutamente, en todos los hombres, es necesario organizar los medios de tal manera que garanticen la posibilidad de desarrollo personal de cada cual. Esta organización que respeta la libertad y la igualdad, y que aspira a la fraternidad, es la democracia.

VI. IGUALDAD Y POLÍTICA.

La /Democracia, históricamente, supone el paso del vasallaje al ciudadano de pleno derecho. Para que la democracia sea tal no es suficiente el paso político, es necesario el paso moral, que consiste en asumir, como persona, la propia autonomía. Hacerse cargo, cargar y encargarse de lo que cada uno puede hacer él, personal y comunitariamente. Mas la democracia es una creencia, una especie de acto de fe: es admitir que todos los hombres somos iguales y, en consecuencia, organizar todos los medios para que cada uno pueda desarrollar su peculiar forma de ser persona, su vocación; la forma personal e insustituible de descubrirse como individuo-comunitario, de adherirse libremente al desarrollo de su dimensión política, su forma de colaborar en la historia humana. Un demócrata es el que rechaza el desprecio y la indiferencia, el que no se apropia de los saberes, ni de las técnicas, para dominar o situarse en posición privilegiada y, por encima de todas las razones en contra, mantiene inquebrantable su fe en el hombre y en su posibilidad de comunión. El reconocimiento vivido de la absoluta dignidad humana es la conversión de todo hombre en un prójimo, una persona diferente e igual a mí, a la que me acerco y con la que decido no emplear los medios del poder. No está lejos esta actitud de la amistad, cuyos rasgos son: beneficencia, benevolencia y confidencia.

Tal vez la /justicia –a cada uno lo suyo– parezca un camino más corto. Pero si hemos comenzado por la fe en el hombre como persona, el camino de la justicia difícilmente puede detenerse en una relación de frialdad. La fraternidad va de suyo fecundando y promoviendo una relación entre iguales. La amistad sólo es posible entre iguales. Es un hecho que cuando la relación no es de amistad deviene, frecuentemente, en opresión en alguna de sus muchas maneras: manipulación, encubrimiento, imposición. El respeto a la igualdad reclama la disposición a una profunda amistad.

NOTA: ARISTÓTELES, Política, 1280a.

BIBL.: CORTINA A., La Ética de la sociedad civil, Anaya, Madrid 1994; DÍAz C., Manifiesto para los humildes, Centro de Estudios Pastorales, Valencia 1993; ID, Vocabulario de formación social, Edim, Valencia 1995; GUTIÉRREZ G., Teología de la Liberación, Sígueme, Salamanca 1990; LACROIX J., Crisis de la Democracia, crisis de la civilización, Popular, Madrid 1966; Ruiz DE LA PEÑA J. L., Antropología teológica: Imagen de Dios, Sal Terrae, Santander 1988; ID, El Don de Dios, Sal Terrae, Santander 1991; ID, Creación, Gracia, Salvación, Sal Terrae, Santander 1993; SCHILLEBEECKX E., Los hombres, relato de Dios, Sígueme Salamanca 1994; TORRES QUEIRUGA A., Creo en Dios Padre. El Dios de Jesús como afirmación plena del hombre, Sal Terrae, Santander 1986.

A. Calvo Orcal