FORTALEZA
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Existe un sentido biológico de la fortaleza, que es la fuerza bruta, el vigor físico, la salud corporal y la primavera de la tierra. La vitalidad animal, el tono anímico, el ethos biofísico exuberante, siempre puede servir como fuente de energía creadora, pero no debe ser tomado como expresión sinónima de fortaleza virtuosa. Por lo demás también ocurre que, en sentido contrario, muchas veces personajes frágiles de cuerpo (Gandhi, Teresa de Calcuta) casi desmayados, pavesitas, aparentemente arruinadas, por cuya garganta apenas fluye un hilo de voz, imponen severa admiración y respeto desde su naturaleza física derrumbada, porque el vigor moral no es el vigor físico. En todo caso, la virtud de la fortaleza no procede de la virtú defendida por el renacentista Nicolás Maquiavelo, esa capacidad de imponerse por la fuerza o por cualquier medio fraudulento sobre las demás personas, pues nada que no sea bueno para los demás puede ser virtuoso, y por eso afirma Aristóteles, en el libro primero de su Retórica, que «los justos y los fuertes son los más queridos, porque resultan ser los más útiles en la guerra y en la paz»1 Por eso hay una fortaleza mucho más

honda que la biológica, la cual mira hacia el sentido anímico; de ahí que ánimo y fortaleza resulten sinónimos en la expresión coloquial fortaleza de ánimo.

1. LA VIRTUD DE LA FORTALEZA.

La fortaleza dista mucho de parecer una virtud simple, sobre todo si atendemos a Macrobio2, el cual enumera nada menos que siete partes de la fortaleza, a saber: magnanimidad, confianza, seguridad, magnificencia, constancia, tolerancia y firmeza. Y otro tanto piensa Andrónico, añade santo Tomás, pues también cita siete virtudes anejas a la fortaleza, a saber: eupsiquía, lema (hábito pronto que capacita para emprender lo que conviene y soportar lo que dicta la razón), magnanimidad, virilidad, perseverancia, magnificencia y andragacia (bondad viril, valentía). Por su parte Aristóteles la definió, igual que a las demás virtudes, como el justo término entre la temeridad y la cobardía; por lo demás, para el filósofo macedonio la cobardía es el peor extravío y la temeridad en cambio una falta menor. Por su parte san Ambrosio la ensalzó más tarde en el De officiis con las siguientes palabras: «Es propia de un alma nada mediocre la fortaleza, la cual por sí sola defiende la belleza de todas las virtudes y custodia los juicios; lucha implacablemente contra todos los vicios. Incansable en el trabajo, fuerte en el peligro, inflexible contra el placer, pone en fuga a la avaricia, peste que debilita la virtud». Tan fuerte es la fortaleza, valga el pleonasmo.

Según santo Tomás la fortitudo o fortaleza tiene dos vertientes o aspectos, uno pasivo (sustinere, soportar) y otro activo (aggredi, emprender). Como recuerda J. L. López Aranguren, «entre ambos santo Tomás da la primacía al primer sentido de la pasividad, por tres razones: porque el que soporta sufre el ataque de algo que, en principio y puesto que le ataca, puede reputarse más fuerte que él, en tanto que quien emprende algo, lo hace porque se siente con fuerzas para ello; porque quien soporta siente inminente peligro, en tanto que el emprendedor se limita, por el momento, a preverlo como futuro; y, en fin, porque el soportar supone continuidad en el esfuerzo, en tanto que puede emprenderse algo por un movimiento súbito» 3. De todos modos, el valor emprendedor de la fortaleza sólo se demuestra en la perseverancia y en la cotidiana permanencia, habida cuenta que no es fuerte aquel que tras el primer embite decae, sino aquel otro que persevera en dicho embite; de ahí la acertada afirmación aristotélica: algunos se lanzan rápidamente a los peligros, pero cuando están en ellos se retiran; lo contrario de lo que hacen los fuertes4. Más tarde lo ratificaría el dramaturgo Bertolt Brecht: hay quien lucha un día y es bueno, pero quienes luchan toda la vida son los insustituibles.

Desde el punto de vista de la pasividad, la fortaleza conlleva la capacidad para aguantar los peligros y soportar los trabajos, así como para sobrellevar reciamente sufrimientos, congojas, y penalidades; por eso exclama el estoico Marco Aurelio: «Vergonzoso es que tu alma desfallezca cuando tu cuerpo no lo hace5. El propio Aristóteles también había afirmado en esa dirección –en el capítulo III de la Ética a Nicómaco- que «esta virtud se dice de algunos que son fuertes sobre todo por resistir a la tristeza». Pero la pasividad y la resistencia no apuntan hacia una actitud conservacionista, retardataria, agobiada y reculante, sino, muy por el contrario, hacia la excelencia de una actividad sublimemente propositiva, aunque expresada en su forma de reacción o resistencia, pero al fin y al cabo de una resistencia asertiva, de una resistencia que se afirma mientras aguanta y contiene; hasta el punto que el ojo de san Agustín vio ya claramente, en su libro De moribus Ecclesiae, que la fortaleza es «el amor que soporta fácilmente todo por el objeto amado», añadiendo en otro lugar que es amor al que no intimidan las adversidades ni la muerte, tal y como escribe san Juan de la Cruz: «Si el hombre se determina a sujetarse a llevar la cruz, que es un determinante de veras a querer hallar y llevar trabajos en todas las cosas por Dios, en todas ellas hallará grande alivio y suavidad para andar»6.

Santo Tomás asegura que el dolor del martirio oculta incluso la alegría espiritual por el acto grato a Dios, «a no ser que sobreabunde la gracia y eleve con más fuerza el alma a las cosas divinas»7. Por este motivo J. Pieper comenta lo siguiente: «Ante la áspera y nada romántica realidad que cobra expresión verbal en el rigor de estas manifestaciones, el entusiasmo fraseológico y las simplificaciones se diluyen en lo esencial. Pero sólo de ese modo queda libre la mirada para captar el sentido real de este dato inquebrantable: que la Iglesia cuenta a la disposición para el martirio entre los fundamentos de la vida cristiana». El martirio aparecía a los ojos de la Iglesia primitiva como una victoria, aun cuando fuera una victoria mortal: «El que muere por la fe, triunfa; si viviera sin la fe, sería derrotado», asegura refiriéndose a los mártires san Máximo de Turín, obispo del siglo V. Y Tertuliano afirma por su parte: «Allí donde somos pasados a cuchillo, triunfamos; y cuando se nos lleva ante el juez, quedamos en libertad»8.

La fortaleza, como virtud, consiste en el sentido moral de la entereza o de la firmeza del ánimo, así como del autodominio del alma, según afirmaron, primero Aristóteles y más tarde los estoicos que habrían de entregar el relevo a E. Kant, el filósofo que más insobornablemente defendió la /autonomía en la vida moral. Mantenerse espartanamente en la verdad, y atreverse a pecho desnudo a manifestarla en escueta libertad, choca contra todo y contra todos en un mundo demasiadas veces asendereado, por lo que algunos han denominado «miedo a la libertad». Mantener erguido el tipo en ese contexto constituye una carga demasiado pesada, precisada de mucho valor, de mucha presencia de ánimo. Por ello, la fortaleza se acrecienta en la perseverancia: «De nadie puede decirse que es perseverante mientras vive, si en vida se arruga y no es capaz de mantener esa su perseverancia hasta la muerte», escribe san Agustín9, pues la perseverancia, manifiesta en otro lugar, «es la permanencia estable y perpetua en aquello que la razón ha decidido defender». Y es que la razón se muestra decididamente per se verante (de por sí veraz) en la medida en que ella manifiesta en /verdad lo que ella misma de suyo es.

Además, mucha fortaleza pide mucha magnificencia, de la cual dice Tulio que es propia no sólo la administración de cosas grandes y elevadas, sino también la amplia y espléndida reflexión de ánimo sobre ellas10. La magnificencia se acoge al manto tutelar de la magnanimidad, seno de un ánima magna, a la que ya los griegos denominaron megalopsijía o grandeza de ánimo: aquella que se cree capaz de grandes obras y en ellas se dignifica (aunque también puede degenerar en filotomía, amor al honor). En el libro De quattuor virtutibus asevera por ello Séneca: «Si está en tu alma la magnanimidad, también llamada fortaleza, vivirás con gran confianza». Y en ese mismo sentido, Tulio escribe en su obra De officiis: «Queremos que los varones fuertes sean también magnánimos, amigos de la verdad y de ninguna manera mentirosos». La magnanimidad se nota en el /rostro, por aquello de que la cara es el espejo del alma; al menos así lo estima Aristóteles cuando escribe aquello tan sonoro de que «el paso del magnánimo parece lento, su voz grave y su hablar reposado»11. En cierto modo, recuerda el magnánimo al héroe ético kantiano; como es sabido, E. Kant –que sustituye la moral de las / virtudes por la moral del /deber– trata de la virtud, rigurosa y rigoristamente entendida, como «fortaleza moral», es decir, como aquella que procede de la autonomía de la voluntad no doblegada por ningún impulso o interés ambiental histórico, social, personal o de cualquier otra naturaleza.

Como ha puesto de relieve R. A. Gauthier12, hay dos magnanimidades en la magnanimidad pagana: la del político a la conquista del mundo desde la autarquía y desde la afirmación de sí mismo, y la del filósofo estoico mediante el desprecio del mundo, la perseverancia y el coraje para soportar ese desprecio. Por su parte la magnanimidad cristiana se identifica con la humildad (consistente en estimar lo que es verdaderamente grande y en menospreciar lo que es vil), y por ende con la espera y con la esperanza; esta última como pasión por lo grande y lo difícil, por una parte, y como virtud sobrenatural, por otra.

Dentro de la tradición medieval, la fortaleza (fortitudo) iba habitualmente asociada a la constancia (constantia), que se acredita más en la resistencia pasiva frente a las tentaciones provenientes del interior de uno mismo, que en la acción misma. Pero también, como escribe san Juan de la Cruz, es en el vacío y sequedad de Dios donde ha de probar Dios a los soldados fuertes. Es allí donde se prueba la resistencia frente a lo injusto y frente a lo malo; como dice O. F. Bollnow, «en la fortaleza se esconde siempre algo que sólo puede definirse negativamente, el no-ceder y el quebrarse antes que doblarse. En la fortaleza no tiene por qué haber flexibilidad, sino la incondicionalidad de todo lo que surge de una exigencia absoluta»13. En esa compacidad de lo que carece de fisuras parecería residir la condición de inabatible, de ahí el aserto de Pasea]: «Reunir la justicia y la fuerza, y para esto hacer que lo que es justo sea fuerte». Esa dimensión de la virtud de la fortaleza resalta sobre todo cuando la comparamos con sus contrarios, a saber, el desánimo, el no tener gusto por nada, el cansancio, el abatimiento, la pusilanimidad, la debilidad, la timidez, la poquedad: quien se encuentra desanimado, ni emprende nada, ni afronta nada, ni resiste nada. En él se ha aflojado el vigor del espíritu.

Paradójicamente, cuanto más se presume de fortaleza tanto más suele padecerse de debilidad y de flojera, por aquello del «dime de qué presumes y te diré de qué careces». Por eso la auténtica fortaleza conlleva el reconocimiento de la propia debilidad, y así lo reconoce clara y permanentemente san Pablo: «Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis flaquezas, en las injurias, en las necesidades, en las persecuciones y las angustias sufridas por Cristo: pues, cuando estoy débil, entonces es cuando estoy fuerte» (2Cor 12,9). Cuanto más fuerte, tanto más débil: esto es lo auténticamente humano, y no reconocerlo no sería propio de personas fuertes. El reconocimiento de la debilidad conlleva, por ende, el marchamo de la verdadera autenticidad, la cual lucha continuamente por disminuir la distancia y el doblez, la ambigüedad y la inconsecuencia. De ahí que san Juan de la Cruz asegure decididamente respecto de ella que «no es virtud de principiantes». La auténtica fortaleza reconoce la debilidad, pero la debilidad reconoce asimismo la fortaleza en Aquel que es la Fuerza de nuestra fuerza y el muro de contención de nuestra propia debilidad: «En esperanza y silencio será mi fortaleza»14. El hombre que pretenda derrumbar las murallas del exterior, habrá de levantar alta previamente la fortaleza de su interior, pues nadie da lo que no tiene. Mas el hombre auténticamente interior se dice a sí mismo con audacia: Dios es tu fortaleza y, por ende, también tu audacia.

II. CONSIDERACIONES FINALES.

Por lo que hemos visto, la fortaleza se alza como virtud antropológica profunda; de ahí que vaya mucho más allá de los dos escuderos aguerridos, pero muy peligrosos, que suelen flanquearla habitualmente: a) En primer lugar va más allá de la valentía, porque se es valiente tan sólo en determinadas situaciones, mientras que la fortaleza se tiene para todo, en la medida en que es un hábito bueno, una virtud; b) Igualmente va más allá de la audacia, esa interesante capacidad para tomar puntualmente decisiones atrevidas, en que la persona que planea y proyecta se arriesga; comportamiento que, confiando en la fuerza de lo bien pensado, avanza en el terreno de lo no comprobado todavía por la experiencia, apelando a las posibilidades descubiertas, y cuyo riesgo es la osadía. Por eso mismo, la valentía y la audacia son hábitos infinitamente mejores que sus contrarios, la cobardía por un lado, pues allí donde hay cobardía no puede aparecer fortaleza de ninguna clase, y la enorme variedad de derivaciones degeneradas de la audacia, por otro: la temeridad, la presunción, la osadía, la ligereza, la frivolidad, la insolencia y otras muchas. En definitiva, los valientes y los audaces, en cuanto fuertes, distan de los mediocres, ya que avanzan sus filas hasta el primer lugar de la presencia, y allí actúan. Oigamos al respecto a santo Tomás: «Por tanto, la virtud de la fortaleza se ocupa sobre todo del temor a las cosas difíciles, que podrían retraer a la voluntad de seguir la razón. Por otra parte, es necesario no sólo soportar con firmeza las embestidas de estas dificultades reprimiendo el temor, sino también atacar moderadamente, por ejemplo, cuando sea necesario eliminar esas dificultades para tener seguridad en el futuro. Y esto parece propio de la audacia. Por tanto, la fortaleza tiene por objeto los temores y audacias, en cuanto reprime los primeros y modera las segundas»15

Esa fortaleza que no grita ni se contonea, que pasa derramando /paz y señorío, apenas sin ser notada en la superficie, mueve montañas, porque es verdadera fuerza, antítesis de la violencia: «La verdadera fuerza se ve menos. Reside en la perseverancia más que en el ataque y la duración es su medida. Permanecer firmes durante los dilatados intervalos en que ningún impulso nos sostiene o ningún ardor, ni de la sangre ni del alma, están presentes para fustigar: es en ese momento, sin duda, en el que la fuerza se halla más despojada de todo y ofrece la suprema medida. La fuerza sólo adquiere grandeza en aquel ser humano que, desde la entraña de su rebelión, mira fijamente a la serenidad. Esto equivale a decir que la fuerza no se mide por su intensidad, sino por el valor de aquello a lo que sirve. Se inserta en la justicia como en la temperancia. Su grandeza es la violencia de una abnegación a vida y muerte. Su medio natural, las historias por las cuales damos la vida. Su alma, para expresarlo totalmente, la esperanza. Por tanto, la verdadera fuerza nutre los corazones de miel, no de amargura. La paz de la indiferencia es el cauce por donde penetra la dureza. La fuerza, por su parte, se distiende en ternura. Suaviter et fortiter, suave y fuertemente. Ahora entendemos por qué la paz es el distendimiento de la fuerza. La paz, la verdadera paz, no es un estado débil en que el hombre dimite. Tampoco es una reserva indiferente tanto a lo bueno como a lo pésimo. Es la fuerza. La paz no se declara, se hace desde el interior»16.

En definitiva, la fortaleza deviene siempre expresión de una vida espiritual profunda, como bien sabía por experiencia propia E. Mounier: «La única fuerza creadora es la fuerza espiritual. Todas las demás potencias se revisten y fecundan de lo que toman de ella, pero se esterilizan por el ruido que le añaden y las polvaredas que levantan. La fuerza no está en el gesto, sino en la presencia sita bajo el gesto, y que en ocasiones no lo necesita. Un hombre llega un día a la puerta de un monasterio, cuenta una historia y da a entender que quiere vivir allí; se instala en los jardines. De su vida no dice una sola palabra. Pero su santidad es tal que las multitudes acuden a él y lo veneran. Enferma de gravedad y los fieles, a la cabecera de su cama, suplican que les diga una palabra, una sola palabra que puedan llevar como herencia en sus corazones. Entonces el asceta se levanta y dice: ¡Fuego!; y se deja caer en el lecho. Al instante el monasterio y la villa entera se prenden como una antorcha. He ahí las formas silenciosas de la fuerza. Recientemente hemos observado en la India cómo el prestigio espiritual de un hombre rompía con los prejuicios que siglos de historia y de profetas no habían conseguido romper. Hay que tener estos pensamientos presentes en el espíritu, para preservarnos del prestigio del número, de la agitación y de los medios ricos. Y de todas esas pequeñas ingenuidades sobre la violencia que germinan en la descomposición de la verdadera espiritualidad»17.

NOTAS: 1 ARISTÓTELES, Retórica, 1366b 5. - 2 In Somn. Scipion., 1, 1. c. 8. — 3 J. L. LÓPEZ ARANGUREN, Etica, 256. – 4 ARISTÓTELES, Et. Nic., 1 115b 21. — 5 Meditaciones, V, 29. -6  Subida del Monte Carmelo, II, 7, 8. — 7 TOMÁS DE AQUINO, S. Th., 11-Q, 123, 8. — 8 Las virtudes fundamentales, 186-187; el texto de Tertuliano es de Apologeticum, 50. — 9 De perseverantia, c. 1. — 10 TULIO, Rhet., 1. 2 c. 54. — 11 Et. Nic., 1 125a 12. — 12 En su magnífico libro Magnanimité. L'idéal de la grandeur dans la philosophie paienne et dans la théologie chrétienne, J. Vrin, París 1951. – 13 O. F. BoLLNOW, Esencia y cambios de las virtudes, 132. - 14 TERESA DE JESÚS, Exclamaciones del alma a Dios, 17, 6. — 15 S. Tb., II, y. 123, a. 3. - 16 E. MOUNIER, Revolución personalista y comunitaria, 349-351. — 17 ID, 347-348.

BIBL.: ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, Instituto de Estudios Políticos, Madrid 1970; BoLLNOw O. F., Esencia y cambios de las virtudes, Revista de Occidente, Madrid 1960; LÓPEZ ARANGUREN J. L., Etica, Alianza, Madrid 1981; MOUNIER E., Revolución personalista y comunitaria, en Obras completas 1, Sígueme, Salamanca 1992; PIEPER J., Las virtudes fundamentales, Rialp, Madrid 1988; TERESA DE JESÚS, Obras completas, BAC, Madrid 1982'; TOMÁS DE AQUINO, Suma de Teología, 5 vols. BAC, Madrid 1988-1994.

C. Díaz