FELICIDAD
DicPC


I. INTRODUCCIÓN.

Los términos felicidad y feliz (y sus sinónimos en las diversas lenguas) han jugado un papel importante a lo largo de la historia de la filosofía moral. Que la vida moral consiste en la búsqueda de la felicidad, ha sido sostenido por influyentes doctrinas, de las que quizá el eudemonismo (con su variante hedonista) por un lado, y el utilitarismo por el otro, sean las más características. Las diferencias entre ambas son, por cierto, notables: mientras que para el eudemonismo es la propia felicidad la que constituye para cada uno el bien supremo (summum bonum), y por tanto es la orientación hacia ella lo que sirve como criterio de la corrección de nuestras acciones, para el utilitarismo sólo la mayor felicidad general (de todos los seres humanos e, incluso, de todos los seres capaces de sentir) es el verdadero criterio de la corrección moral, incluso si el ajustamiento a él comporta, en ocasiones, la propia infelicidad.

A pesar de la semejanza en las fórmulas definitorias (que ha llevado a catalogar ambas doctrinas bajo los términos de eudemonismo individual y eudemonismo universal, como especies del mismo género)1, las diferencias entre eudemonismo y utilitarismo son muy profundas. La más patente, desde luego, es que, mientras el eudemonismo es a la vez una teoría de la acción y una teoría de la moralidad (en la terminología clásica: ofrece tanto una interpretación de la sanción moral cuanto del criterio de moralidad), el utilitarismo, al menos en su exponente más sistemático, J. S. Mill 2, se limita a ofrecer una teoría de la moralidad (una teoría del criterio). Las diferencias, sin embargo, no se limitan al orden lógico interno, sino que son también de orden histórico-cultural. Concebir la vida correcta fundamentalmente como búsqueda de la propia felicidad o de la felicidad ajena, son modos de pensar que corresponden a formas muy distintas de interpretar la relación entre individuo y sociedad, y suponen seguramente la existencia de estructuras sociales muy diferentes. Al no poder abordar aquí una historia de las diversas doctrinas éticas acerca de la felicidad3, dejaremos de lado también el utilitarismo que, en el aspecto que aquí nos ocupa, es decir, en la determinación de aquello en que consiste la felicidad, se remite generalmente al 7 hedonismo. Nos ocuparemos, pues, exclusivamente del eudemonismo clásico, y de su variante, el hedonismo epicúreo.

II. EL DOBLE SENTIDO DE «FELICIDAD».

Comenzaremos por unas consideraciones histórico-culturales que pueden ayudar a comprender mejor los posteriores análisis internos. Las doctrinas éticas y políticas no son respuestas a problemas intemporales, o, por mejor decir, son respuestas a problemas intemporales que se presentan de una forma temporal y concreta. El eudemonismo clásico, representado ante todo por Aristóteles, es una propuesta que responde, de manera plausible, a los problemas educacionales y políticos planteados en la ciudad antigua. Se trata, como es bien sabido, de una sociedad estrechamente unida por el sentido del bien común y por creencias religiosas compartidas acerca del destino del hombre y del sentido de la vida humana; pero además (y esto la diferencia de sociedades anteriores, más holistas), de una sociedad libre, creativa y relativamente igualitaria, a medio camino entre el holismo de las sociedades orientales y el individualismo moderno4. Resulta plausible pensar, en este ambiente, que el verdadero bien del /individuo, su felicidad, coincide con el bien de la ciudad, y consiste en la realización inteligente de las actividades que son necesarias para orientar positivamente la vida social, y en la adquisición de los hábitos necesarios para ello. Al menos parcialmente, la felicidad no puede separarse de la excelencia (areté) del ciudadano. El hecho de que el eudemonismo tenga, por así decir, su hábitat natural en una determinada sociedad y cultura, no significa por supuesto que no contenga elementos que sean, al menos relativamente, intemporales, ni nos exime por lo tanto de su análisis interno. Nos sirve, sin embargo, para explicarnos lo que para nosotros constituyen ciertas ambigüedades en su formulación clásica.

De manera reiterada se ha subrayado, por ejemplo, la vaguedad que encierra la afirmación de Aristóteles5 de que la felicidad es el /bien supremo, es decir, aquel objetivo de la acción que es deseado por sí mismo, mientras que todos los demás son deseados por él6. Es cierto, desde luego, que si entendemos felicidad de una manera sumamente vaga, como, por ejemplo, la realización de cuanto deseamos o queremos, es analíticamente verdadero que buscamos siempre la felicidad, puesto que desear o querer una cosa, o un cierto estado de conciencia, es desear o querer que se realice; pero de ello no puede deducirse que en todas nuestras acciones tengamos un único objetivo (la adquisición del estado de conciencia que llamamos felicidad), a no ser en el sentido vago recién indicado: que nuestras acciones tienen siempre algún motivo (pero no necesariamente el mismo motivo). Más aún: incluso si admitiéramos que cada uno de nosotros actúa siempre, en última instancia, por un mismo motivo, la obtención de la felicidad (como un estado, por así decir, adicional a la satisfacción causada por la realización de cada deseo), nada sugeriría que ese motivo adicional fuera el mismo para todos los hombres: es decir, que todos los hombres buscaran siempre, en sus acciones, la producción de un mismo estado de conciencia, la felicidad, como bien supremo7. Es natural que los filósofos cristianos, y de modo especial santo Tomás, ofrecieran de las vagas afirmaciones aristotélicas esta interpretación, que preparaba su introducción de la beatitudo, o visión beatífica, como prolongación de la búsqueda de la felicidad.

Lo esencial de la doctrina aristotélica de la felicidad no debe, probablemente, buscarse en la idea de un estado de ánimo que actúa como polo atrayente en todas nuestras acciones, sino en la realización de la actividad específicamente humana8. De acuerdo con ella, no debemos pensar en la felicidad como en un estado de conciencia placentero, sino como en la actividad específicamente humana. Ser feliz consiste en comportarse de un modo característicamente humano: no sólo en realizar las actividades exclusivamente humanas (como la contemplación teórica), sino también en realizar humanamente aquellas actividades (como alimentarse, procrear, vivir en sociedad) que tenemos en común con los animales. Podemos llamar excelencias (aretaí) a los modos realmente humanos de realizar esas actividades (cosas tales como la sobriedad, la continencia, la justicia...) y excelencia (areté), en general, al conjunto de esos modos. Aristóteles, por lo demás, busca determinar ese modo humano de actuar por medio del concepto de razón (logos). Pero a toda costa debemos evitar dar a este concepto el significado, mucho más preciso, que le atribuye la modernidad, como razón calculadora. Como razón tiene el mismo sentido que en dar razón, es decir hacer comprensible, no rompe necesariamente con los presupuestos de sentido, es decir, con las instituciones y las tradiciones, y con los juicios de valor que se hallan en su base. El presunto criterio universal de racionalidad y de humanidad se halla así severamente condicionado (como por lo demás sucede, en grados diversos, en cualquier formación histórica).

III. LA AMBIGÜEDAD DE «FELICIDAD» Y EL HEDONISMO.

La interpretación de la felicidad como actividad racional es netamente diferente de la de felicidad como estado de ánimo; pero las dos, aunque en distinto grado, conforman la noción aristotélica de felicidad. En efecto, como ha señalado G. H. von Wright, en la noción aristotélica de bien del hombre coexisten un aspecto hedónico (felicidad como estado de conciencia) y un aspecto utilitario o energético (felicidad como actividad)9. Este segundo es sin duda el elemento más importante, pues Aristóteles tiene del hombre una concepción energética: la felicidad no consiste (contra Epicureos) en la búsqueda del placer (pues no existe un elemento genérico, el placer, común a todas las satisfacciones que experimentamos al obrar voluntariamente), sino más bien en actuar de la manera que es buena para el hombre: bien en cuanto la acción exprese directamente la naturaleza humana desarrollada, como es el caso del hombre excelente, bien como medio para alcanzar esa capacidad de expresión, como sucede con el aprendiz de excelencia: «Pues la vida es una actividad y cada uno se ejercita en y con aquello que más ama... El placer completa la actividad y, por tanto, también el vivir, que es lo que todos desean»10. En lo que de él depende, por lo tanto, el hombre encontrará la felicidad en el despliegue de su naturaleza (que no es sino el despliegue de la excelencia: la excelencia no contradice, sino que realiza a la naturaleza) y en el placer que acompaña a ese despliegue. Evidentemente, Aristóteles está convencido de que hay una única dirección en el despliegue de la naturaleza humana, y de que él y cualquier persona bien educada conocen esa dirección: precisamente la que apunta hacia la figura y los deberes del buen ciudadano. El bien supremo, o al menos aquel elemento suyo que está por encima de los embates de la fortuna, la excelencia, es un concepto unívoco e indiscutible.

En este punto, precisamente, reside la fortaleza de la ética aristotélica (para su tiempo) y su debilidad (para el nuestro). El hedonismo antiguo no ha significado una alternativa seria al eudemonismo. Como ha mostrado G. Ryle, es una tesis lógicamente más débil que la eudemonista, en cuanto supone la existencia de un mismo elemento psíquico, el placer; común en todas las acciones o decisiones voluntarias11. Es cierto que, destruido el ideal del buen ciudadano por el derrumbamiento de la polis, tiene que recurrir a un nuevo modelo de felicidad, el sabio, que sabe estimar y comprender el orden de los placeres y actuar de acuerdo con él. Tal modelo es evidentemente más débil desde el punto de vista de una moral de la acción, puesto que sugiere una actitud de pasividad y de selección inteligente de los placeres, más que una vida política activa. Es también evidente que el orden de los placeres no hace más que trasponer al interior del individuo un orden de actividades (placeres de la inteligencia, de la sociabilidad, de la sensibilidad) que estaba bien establecido en las tradiciones del pueblo griego. Por todo ello podemos considerar al hedonismo antiguo como una forma débil, pero no sustancialmente diferente del eudemonismo.

IV. LA IDEA DE FELICIDAD Y EL PENSAMIENTO MORAL MODERNO.

El problema, naturalmente, se plantea cuando, en el desarrollo del pensamiento individualista, la noción de un bien supremo que, por así decir, planee sobre la voluntad del individuo, parece resultar contradictoria. Lo deseable es simplemente lo deseado; y lo deseado es tan variable como los objetivos que los hombres persiguen: tot capita, tot felicitates. Naturalmente (Hobbes lo demostró) se puede llegar a construir una moral objetiva sobre la diversidad de fines individuales: basta considerar las reglas morales como limitaciones, iguales para todos, de la libertad. Pero entonces la moral parece perder todo contacto con la idea de felicidad y convertirse más bien en su negación. Aun aceptando en parte esta concepción austera de la moral, dos consideraciones podrían, sin embargo, contribuir a hacernos comprender por qué el concepto de felicidad, aunque no sea ya el concepto central, sigue desempeñando un papel importante en cualquier reflexión ética. En nuestra opinión, y con ello enlazamos con ciertas ideas predominantes en la ética antigua, en cualquier concepción de la moral tiene importancia la idea de una cierta Lebensweisheit, de una sabiduría de la vida, que se basa en el reconocimiento del carácter antifelicitario de ciertos vicios. Es posible que, en tiempos de duda acerca del sentido del bien humano, no podamos estar seguros del carácter felicitario de cualquier virtud, pero sí podemos, en cambio, estar razonablemente convencidos del carácter desgraciador de determinados vicios. Pensemos, para entendernos rápidamente, en la doctrina, de origen estoico, de los pecados capitales. En cuanto basados en ideas falsas acerca de nosotros mismos (B. Spinoza), estas maneras de sentir y de comportarse no pueden por menos de introducir en nosotros una importante disonancia cognitiva, una contradicción con cuanto hay en nosotros de espontáneo y original. Se trata, sin duda, de un argumento meramente prudencial, pero no por ello carente de claras resonancias morales, pues aquellos vicios tienen inequívocas consecuencias morales12.

Hay aún una segunda consideración, más próxima a la constelación de conceptos característica de la ética moderna. Pues si bien las reglas morales pueden considerarse, en cierta manera, como limitadoras de la libertad, no es ciertamente razonable considerar esa limitación como incompatible con la felicidad, sino como una condición de que sea posible. Pues a la idea de felicidad le pertenece, si no queremos utilizar el término de manera abstracta y, por así decir, en el vacío, la consecución en notable medida de algunas cosas tales como amor, amistad, buenas relaciones sociales, un sentido de comunidad, etc.; cosas que, por supuesto, van más allá de las exigencias de la moral sensu stricto (es decir, de las reglas limitadoras de la libertad), pero que, sin duda, se fundamentan en ella. Aunque la moral, en una interpretación moderna, no sea de por sí comunitaria, pues se limita a hacer posible la colaboración pacífica entre individuos independientes, forma indudablemente la base de cualquier comunidad. Y con ello, podemos añadir, de cualquier vida humana que merezca ser vivida.

NOTAS: 1 Cf H. REINER, Die philosophische Ethik, 46-49. — 2 Cf J. S. MILL, Utilitarianism, c. 2. — 3 Cf R. SPAEMAN, Glückseligkeit, 679-707. — 4 Cf L. DUMONT, Horno aequalis: Génesis y apogeo de la ideología económica, 13-42. — 5 ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco 1, 1, 1095a 18-22. – 6 Cf A. KENNY, Happiness, 43-49; W. F. R. HARDIE, The Final Good in Aristotle's Ethics, 297-302. – 7 A. KENNY, o.c., 50-52. - 8 Ética a Nicómaco 1, 6, 1097b 25ss. – 9 G. H. VON WRIGHT, The Varieties of Goodness, 86-92. – 10 Ética a Nicómaco, X, 4, 1175a 10-17; Cf J. MONTOYA-J. CONILL, Aristóteles: sabiduría y felicidad, 111-113. – 11 G. RYLE, Dilemmmas, 54-67. – 12 Cf A. SCHOPENHAUER, Aphorismen zur Lebensweisheit.

BIBL.: DUMONT L., Homo aequalis: Génesis y apogeo de la ideología económica, Taurus, Madrid 1977; HARDIE W. F. R., The Final Good in Aristotle's Ethics, en MORAVCSIK J. M. E. (ed.), Aristotle, Macnullan, Londres 1968; KENNY A., Happiness, en FEINBERG J. (ed.), Moral Concepts, Oxford University Press, Londres 1969, 43-52; MILL J. S., Utilitarianism, en Collected Works X, Routledge, Toronto-Londres 1969; MONTOYA J.-CONILL J., Aristóteles: sabiduría y felicidad, Ediciones Pedagógicas, Madrid 1994; REINER H., Die philosophische Ethik, Heidelberg, Quelle & Meyer, Heidelberg 1964; RYLE G., Dilemmmas, Cambridge University Press, Cambridge 1966; SCHOPENHAUER A., Aphorismen zur Lebensweisheit, Insel, Frankfurt 1976; SPAEMAN R., Glückseligkeit, en Historisches Wórterbuch der Philosophie III, Schwabe, Basilea/Stuttgart 1974, 679-707; URMSON J. O., Saints and Heroes, en FEINBERG J. (ed.), Moral Concepts, Oxford University Press, Londres 1969; WRIGHT G. H. VON, The Varieties of Goodness, Routledge, Londres 1972.

J. Montoya