CRISTIANISMO
DicPC

 

La definición que daremos es deliberadamente provocativa. Presentar un fenómeno tan extenso y tan complejo como el cristianismo en tan breve espacio, sólo puede hacerse provocativamente, para que la interpelación impida que el lector se dé rápidamente por enterado, obligándole a rumiar, digerir y dar vueltas a lo que, de otro modo, tendería a despachar en media hora. Por otro lado, la extraordinaria inflación de eso que cabría llamar el imaginario católico, con infinita cantidad de detalles barrocos, puestos todos al mismo nivel, desfigura muchas veces al factor cristiano y hace también aconsejable cierta terapia de choque. En este contexto, y siguiendo una metodología de carácter más inductivo o atenta a la génesis del cristianismo, vamos a definir a este como «Reinado de Dios contra ->religión». El primer miembro de la frase trata de encerrar el sentido teologal o revelador del hecho cristiano. Mientras que el segundo miembro muestra la incidencia de esa revelación de ->Dios en el mundo y la historia de los hombres.

1. REINADO DE DIOS. Una de las frases más indiscutidas de Jesús de Nazaret es aquella que manifiesta la voluntad de Dios como «misericordia quiero y no sacrificio» (Mt 9,13 y 12,7). Se insinúa aquí una primera crítica de la religión (el sacrificio, o el culto) que presenta a esta como «excusa» para evitarse la ->solidaridad y el ->amor a los hombres (sobre todo a los más necesitados), y que es constante en todas las fuentes cristianas. En otra síntesis menos antitética, el Nuevo Testamento afirma con frecuencia que la verdadera religión (o el verdadero sacrificio) es precisamente la misericordia (cf Sant 1,27).

1. En el Antiguo Testamento. Esa revelación ha tenido en realidad una preparación: al pronunciar la frase citada, Jesús está evocando toda una línea del Antiguo Testamento que acabará condensándose en la predicación profética (ver Os 6,6, pero también 1Sam 15,22 y Si 35,4.5: «Socorrer al pobre es el mejor sacrificio de alabanza, y la justicia es la mejor expiación»). Esta era la línea que iba preparando el amanecer de Dios sobre la historia de los hombres. Pero era también, para Jesús, la línea menos atendida. Por eso la evoca diciendo: «Andad y aprended lo que significa misericordia quiero y no sacrificio»; o (en el otro pasaje citado de Mateo) «si hubieseis sabido lo que significa...». El Maestro está, por tanto, acusando a sus correligionarios no de ser flojos o inconsecuentes, sino de no ser religiosos, o de serlo falsamente. De ahí la profunda conflictividad que encierran tanto sus palabras como los hechos que han dado lugar a ellas... Se cumple ya ahí el antiguo adagio de que el Antiguo Testamento se dilucida (patet) en el Nuevo.

2. En el Nuevo Testamento. Lo que acabamos de exponer puede confirmarse con otras muchas referencias al Nuevo Testamento. Elegiré sólo dos, que ya no son palabra de Jesús, sino reflexión global sobre el significado de su presencia en la tierra. La Carta a los hebreos (10,5-10) imagina a Jesús dirigiéndose a Dios en el momento de su venida a este mundo: «No quieres holocaustos ni sacrificios ni víctimas por los pecados; por eso, aquí estoy yo para cumplir tu Voluntad». Esa voluntad de Dios que viene a cumplir Jesús es la donación de sí, la misericordia. Y con ello -añade expresamente el texto de Hebreos- «suprime lo anterior para establecer lo nuevo». Por eso, nadie podrá «amar a Dios» (al que no ve) si no ama a su hermano al que ve (cf 1Jn 4,20): a quien tal pretenda le ocurrirá sencillamente que no ama a Dios (citando con más exactitud: que no puede amarlo). Y, por tanto, que no puede tener religión, por mucho que haya en él de culto o de sacrificios. En resumen: toda la religiosidad humana no es más que el sueño imposible de atrapar a Dios. El hombre puede, en cambio (sea religioso o no), dejarse atrapar por Dios, si entrega su vida a la misericordia. He aquí la novedad fundamental del mensaje cristiano.

3. En la predicación de Jesús. Jesús es entonces, para el cristianismo, el anunciador de esta revolución, pero también el anuncio de ella. Proclama que Dios no quiere religión, sino misericordia. Pero él es a la vez la Misericordia de Dios encarnada y, por eso, puede convertirse de Mensajero en Mensaje, pero sin que este cambio pueda servir nunca de excusa para volver a olvidar lo que Jesús anunció y él mismo encarna. Por eso se ha vuelto un tópico, tanto en la ->teología como en la investigación crítica actual, el señalar que Jesús no anunció a Dios, sino el Reinado de Dios. Lo hizo así porque esta es la única manera posible de anunciar a un Dios de quien el Nuevo Testamento acabará diciendo, no simplemente que tiene misericordia, sino que es Solidaridad y Amor (lJn 4,8). El Reinado de Dios que Jesús anunciaba como de algún modo inminente, es una situación humana, en la que el hombre no está sometido a ningún otro poder que no sea el poder del amor: por eso es un reinado de libertad, de vida, de fraternidad, de gratuidad, de justicia y de paz. Como se ve por lo dicho, la antigua frase que hablaba del cristianismo como religión verdadera (y que hoy suena a profundamente imperialista), no pretende proclamar la superioridad del cristianismo institucional sobre otras instituciones religiosas, sino declarar sencillamente cuál es -según el cristianismo- el verdadero sentido de la religiosidad humana. Como religión revelada, el cristianismo no pretende ser la revelación de una doctrina o de un conjunto de verdades, sino la revelación de Dios mismo: y revelación, no de los misterios inaccesibles de su Ser, sino de su relación de Amor para con los hombres. Y porque Dios es Misericordia, la fe en Jesús como Dios encarnado en esta historia cruel implicará una especie de autonegación de Dios (Flp 2,7) que hará que Jesús, «aunque sea el Hijo», no disponga de ventajas para escapar del «dolor y las lágrimas», sino que ha de aprender «en sus propios sufrimientos» lo que la Misericordia pide (ver Heb 5,7-9 que, junto con el anterior pasaje de Flp 2, me parecen los dos textos más importantes de todas las fuentes cristianas). Este es el contenido teológico de la frase «Reinado de Dios contra religión», en la que -provocativamente- hemos resumido al cristianismo, y que convirtió la vida de Jesús en una especie de polémica sobre Dios, con sus representantes oficiales (un enfoque al que parece muy sensible el cuarto evangelio). Pero esa frase tiene, además, importantes contenidos antropológicos.

II. DIOS FUERA DEL CIELO. Amén de su contenido, la centralidad del Reino en el anuncio de Jesús evoca un contexto menos religioso y más ateo. El hombre religioso suele suponer que Dios reina ya en el hecho de su propia religiosidad. Por el contrario, mucha gente no religiosa no puede creer, porque en este mundo inhumano no parece reinar Dios. Jesús anuncia a Dios partiendo más bien de ese segundo presupuesto. Por eso: a) anuncia la venida del Reino (lo cual supone su ausencia); pero b) recuerda a los hombres que sin su cambio de rumbo (conversión) Dios no podrá reinar (cf Mc 1,15: «El Reino de Dios está cerca; convertíos y creed esa buena noticia»). Y la oposición que encuentra ese anuncio revela no sólo que este ->mundo está en algún sentido dejado de la mano de Dios, sino también que está en otras manos: en manos de esas potestades que, a la vez, «quitan la libertad y se hacen llamar bienhechoras» (cf Lc 22,25) y que son el dinero, los poderes políticos y religiosos y, en la cima del triángulo, esa figura misteriosa de «el príncipe de este mundo» que es una formulación claramente antitética a la del Reinado de Dios. La conversión que pide el fundador del cristianismo no es, por tanto, una conversión genérica al ->bien o a la moralidad en abstracto, sino una conversión a la historia y a los hombres, desde Dios y para orientarlos hacia la fraternidad perfecta, la cual es la única forma de que Dios reine. Se comprende desde aquí la tentación frecuente de las Iglesias cristianas que, para dispensarse de esa conversión, prefieren a veces identificar el Reinado de Dios con ellas mismas o con lo religioso en general. Jesús prevenía contra esa tentación avisando que Dios no reina allí donde se le dice «Señor, Señor», sino sólo donde se cumple la voluntad del Padre (cf Mt 7,21). Y es que semejante tentación redundaría en una equiparación idolátrica entre Cristo y la Iglesia, contra la que reacciona el eslogan (puesto últimamente de moda y también discutible): «Jesús sí, Iglesia no». La reacción poco matizada de muchos dirigentes eclesiásticos contra esa frase muestra que no estaban inmunes frente a la tentación descrita de identificar el Reinado de Dios con la Iglesia. Pues la frase, por un lado, contiene un elemento fundamental de la identidad cristiana: sólo Jesús es objeto de fe, no la Iglesia, ya que esto último (como comentaron largamente los teólogos medievales) sería un acto de idolatría, porque la Iglesia es una creatura. Pero, por el otro lado, la frase citada falsifica también la identidad cristiana ya que, al creer en Jesús, el hombre se hace necesariamente Iglesia. O, con otras palabras, no el término pero sí el hecho de creer es intrínsecamente eclesial. Y una fe en Jesús sin Iglesia, no pasaría de ser un vano intento de cristianismo a la carta.

III. ALGUNAS CONSECUENCIAS PRÁCTICAS. De toda la síntesis anterior se sigue una serie de actitudes o pautas de conducta que marcan el carácter cristiano de una vida, y de las que vamos a señalar cinco.

1. En primer lugar, hay que decir que, a la luz de lo anterior, no son verdaderamente cristianos todos los movimientos de corte «espiritualista» que quieren hacer del cristianismo una especie de refugio, y del nombre de Dios una excusa para desentenderse de la difícil historia humana. En ellos se concibe al Espíritu de Dios como ajeno a la carne y no como presente en ella; se prefiere con frecuencia el culto a la misericordia, y se concibe a Dios primariamente como un Dios castigador o Dios del miedo, y no como el que -mediante el don de su Espíritu (Rom 5,5,)- quiere ayudar a la libertad humana a ser misericordiosa. No obstante, hay que dar por supuesto que, a través de formulaciones, muchas veces falsas o supersticiosas, el hombre puede dar cauce a actitudes profundamente creyentes y de la mejor calidad religiosa. Por eso todos esos movimientos no deben ser sin más barridos, sino convertidos. Y esta última actitud integradora también es muy propia de la identidad cristiana, que considera al Señor resucitado como recapitulador de todo lo existente (cf Ef 1,14).

2. En segundo lugar, lo expuesto anteriormente obliga a decir una rápida palabra sobre todo ese conjunto de prácticas religiosas típicas de todas las religiones y que, también en el cristianismo, suelen llamarse malamente culto. Lo que llamamos culto no es una necesidad de Dios, sino una necesidad nuestra; y no aporta nada a Dios, sino que debería aportarlo al hombre. El cristianismo se mueve en una difícil dialéctica, en virtud de la cual la máxima cercanía de Dios (expresada en su encarnación y en el Dios-con-nosotros: cf Mt 1,23), no disminuye nada de la absoluta trascendencia, de la total inapresabilidad e inmanipulabilidad de Dios. La radical pobreza humana no puede aportar nada a Dios, y el cristianismo empalma aquí con la clásica línea veterotestamentaria que se conoce como crítica del culto: odio vuestros sacrificios y me aburren vuestras ofrendas; si necesitara algo, ¿creéis que tendría que pedirlo a vosotros? (cf Is l,llss; Jer 6,20; Am 5,21 ss, entre otros). Sin embargo, hay algo profundamente humano que sí es grato a Dios (porque en definitiva es un don del Espíritu de Dios), y es la misericordia que brota de una libertad. Eso es lo que los cristianos aprendieron de Jesús y por eso la vida entregada de Jesús sustituyó a todos los antiguos sacrificios inútiles y se convirtió en verdadero sacrificio. Y eso es lo que los cristianos celebran en todas sus reuniones litúrgicas que, por eso, merecen más el nombre de celebraciones agradecidas (eu-charísticas), que el de culto. El culto cristiano no debería, por tanto, apartar al hombre de la historia, sino devolverle cambiado a ella, dado que la historia es el campo de ejercicio de la misericordia. De esa misericordia de la que brota la lucha por la justicia, como de la justicia brota la paz. Y al afirmar esto, el cristianismo sabe perfectamente que esa misericordia que hace al hombre dichoso (cf Mt 5,7) es inasequible para el ->corazón humano. Pero el hombre puede recibirla de Dios en ese contacto misterioso y oscuro con él que se llama oración, y que consiste, fundamentalmente, no en intentar atrapar a Dios, sino en dejarse atrapar por el Espíritu de Dios, que va trabajando poco a poco el corazón humano. Ocurre con la oración como con otra de las mayores y más elementales necesidades humanas, cual es el sueño: el hombre no puede apresarlo (y los intentos de agarrar al sueño provocan más insomnio), sino que ha de ser vencido por él.

3. En tercer lugar, y de acuerdo con lo dicho, el cristianismo puede definirse como una «vuelta de la religiosidad humana a la historia». El campo de la historia humana no es uno de tantos campos (junto al culto, la naturaleza y otros) en los que puede haber unas obligaciones derivadas del hecho religioso. Es más bien el campo de la voluntad creadora de Dios a la que el hombre está asociado. La naturaleza, por ejemplo, puede ser sugerencia de Dios, pero la revelación de Dios está en la historia. Y el hombre no debe servir a Dios como a él le gustaría, sino como Dios quiere ser servido. En efecto: característica del hecho cristiano parece ser que, con su enseñanza de la creación (el mundo no es divino ni malo) y de la encarnación (el mundo es objeto del amor privilegiado de Dios, que se ha identificado con él), des-encantó o desacralizó y dessatanizó al mundo, permitiendo así el nacimiento de una civilización del progreso y de dominio de la tierra. Aunque esta observación tiene su complemento dialéctico: el hombre tomó su dominio sobre la creación como una ocasión para hacerse «igual a Dios» (cf Gén 3,5) y para dictar él «el bien y el mal» (cf Gén 2,17), con lo que todo el progreso histórico y la labor del hombre sobre la tierra se hallan hoy originalmente empecatados. Por eso, hablar de la dimensión teologal de la historia no implica la promesa de ningún paraíso intrahistórico y ningún reino de la libertad. La vida de Jesús pone de relieve que el anuncio del Reino y el compromiso con la historia están marcados por el fracaso, la condena y la cruz. Y, aunque el cristiano debe buscar éticamente la eficacia en su compromiso con la historia, debe saber también que en ningún lugar se le promete el éxito de ese compromiso, sino que más bien se le avisa de que puede encontrarse con la cruz y el martirio. Lo único que se le dice al cristiano es que esa condena y esa cruz están iluminadas por la resurrección de Jesús y que, por consiguiente, también se construye la historia aceptando el abandono de Dios y las derrotas como Jesús: «Entregándolas a las manos del Padre» (cf Lc 23,46). De este modo, la vuelta a la historia deja de ser prometeica, pero sigue siendo teofánica y subversiva. La mejor prueba de ello, es aquella breve frase con la que Pablo resumía su predicación: «Bautizados en Cristo Jesús, ya no hay creyente ni pagano; ni siervo y libre; ni varón o mujer Todos sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3,28). Una frase que hoy sigue siendo en la historia tan inaudita como antaño, aunque en la teoría sea ya un poco más reconocida.

4. Por todo lo anterior, el compromiso con la historia deja de ser lo que la tradición cristiana condenó siempre como fariseísmo o «justificación por las obras»: un camino en el que el hombre busca su propia realización, su propia honorabilidad y su superioridad sobre los demás. Es cierto que todo hombre lleva dentro esa necesidad de buscar la propia justificación. Pero la fe cristiana avisa que no sólo el camino del deseo (que erige la propia avidez en ley de la realidad), sino también el de la moral, son caminos equivocados. La única salida del hombre la ve el cristianismo en la fe de Jesús: la fe en el amor de Dios a este mundo y a mí mismo, la cual inserta al hombre en esa corriente de amor creativo, liberándole de la preocupación por el propio valer y la propia justificación (como suele ocurrir, por lo demás, en toda auténtica experiencia amorosa; pero con la diferencia de que ahora el hombre no es amado por Dios porque valga u obre bien, sino que vale y obra bien porque es amado por Dios). Es muy importante dejar claro que la vuelta solidaria hacia la historia sólo será plenamente cristiana cuando libere al hombre de esa sobreexigencia tan típica de todo ser humano, de actuar siempre ante sí mismo o ante el propio superego, para probarse a sí mismo, a ver si da la talla y, en definitiva, quedarse justificado. Esto suele formularse también diciendo que es el Reinado de Dios y no el del propio proyecto, lo que el hombre busca en su vuelta a la historia.

5. Y por último: si el compromiso con la historia no tiene garantizado un éxito intrahistórico, sino que está avisado de que puede acabar en la cruz, porque la historia está en manos de libertades empecatadas, se comprende por qué las fuentes cristianas -por así decir- comienzan con la buena noticia (evangelio) y acaban con el Apocalipsis. Ya el Antiguo Testamento arranca de una experiencia de ->liberación, de salida (éxodo) de la esclavitud, pero su final es un conjunto de literatura más bien tremendista que suele conocerse como apocalíptica. De igual manera, la vida de Jesús comienza con el anuncio del Reino inminente y termina con unos discursos difíciles (Mc 13; Mt 24; Lc 21) que los especialistas califican como sermones apocalípticos. Incluso en el cuarto evangelio, que está escrito desde otra óptica, esos discursos parecen quedar sustituidos por la sencilla frase, más sobria pero también más ambigua: «Mi Reino no es de este mundo» (18,36). La apocalíptica es un intento de leer creyentemente la historia en los momentos de persecución y de fracaso, e intenta decir, en definitiva, que la historia está, a pesar de todo, en manos de Dios. A pesar de la enorme complejidad de esta literatura, podemos afirmar que su característica no es necesariamente el tremendismo, aun cuando muchas veces parezca ir por ahí el tenor literal de sus palabras (guerras atroces, catástrofes naturales, estrellas que caen...). Sin embargo ese lenguaje no pretende anunciar un futuro: no se dicen esas cosas porque vayan a pasar, sino para evitar que pasen. Y nadie negará hoy que nuestro mundo está seriamente amenazado por calamidades de ese tipo (catástrofes nucleares, desastres ecológicos, desesperación de los hambrientos...), las cuales no han de ocurrir necesariamente pero, si se produjeran, serían fruto de la no conversión de los hombres al Reinado de Dios. En este sentido hay que añadir que la llamada ->teología de la liberación (que ha recuperado dimensiones fundamentales del mensaje cristiano, pero que ha sido rechazada y calumniada por muchos sectores instalados del cristianismo burgués), tiene hoy ante sí la tarea nueva de pasar de un lenguaje liberacionista a una nueva reflexión apocalíptica.

IV. SISTEMATIZACIÓN. Esto es más o menos el cristianismo: el amor al hermano, que deja de ser un mandamiento moral para convertirse en experiencia teologal y, por eso, con dimensiones universales y como realizador de todos los mandamientos morales. Ahora, antes de pasar a una rápida exposición de la trayectoria histórica del cristianismo, permítaseme resumir lo dicho en un par de observaciones.

1. El centro de nuestra exposición ha sido Jesucristo: pero él nos ha llevado a decir una palabra sobre Dios (en la cual han ido apareciendo espontáneamente el Padre, el Hijo y el Espíritu), y nos ha llevado también a decir una palabra sobre la Iglesia, una palabra sobre el hombre y la historia (y sobre el fin de la historia), y también sobre la relación, celebrativa más que cúltica, de la ->comunidad cristiana con el Dios al que espera. Cristología, ->Trinidad, eclesiología, antropología, escatología y sacramentología son, por eso, los tratados fundamentales en cualquier exposición amplia del cristianismo. Si seguimos ese hilo conductor podríamos condensar la fe cristiana en el siguiente credo o símbolo. (Aclarando primero que sím-bolo es la primera denominación que se dio a los credos cristianos, y significa algo así como resumen, composición, conjunto, síntesis; en oposición a lo dia-bólico: lo que está dividido, desintegrado). Este podría ser, pues, el símbolo a que nos lleva lo expuesto, y que expondremos con referencias al credo clásico:

a) Todo cuanto existe procede de Dios: no de una manera productiva y preestablecida -como las obras del hombre-, sino de una manera autónoma, creadora y que culmina en la ->libertad humana (creo en Dios Padre... creador de cielo y tierra).

b) Dios es Donación de sí y Autocomunicación. Por eso, a pesar del mal (por nosotros y por nuestra salvación), todo cuanto existe está recapitulado en esa Autocomunicación de Dios (su único Hijo) y es movido por el Viento de Dios que intenta configurarlo todo de acuerdo con el ->Ser de Dios (El Espíritu... Señor y dador de vida).

c) De ahí se sigue que el destino de esta historia y de la vida humana es la entrada en la ->Vida misma del Dios eterno (la vida del mundo futuro).

d) Se sigue también que Dios es Comunión absoluta: no simplemente poder absoluto o sujeto absoluto. Y esa fe en el Amor ->absoluto es también el contenido de toda fe humana verdadera (Creo en Dios, Padre..., Hijo... y Espíritu Santo).

e) Se sigue, finalmente, que la vida del hombre en esta tierra está marcada por estos tres rasgos:

-Por la vida humana de Jesús (fue concebido, nació, padeció, murió en fechas y lugares bien concretos), que le llevó a ser resucitado por el Padre y a enviar el Espíritu, y que da a toda vida humana una dimensión teologal y teofánica (está sentado a la derecha del Padre).

-Por la intrínseca comunitariedad de la fe en ese Dios, y de todo lo humanamente valioso (creo que existe la Iglesia, creo en la comunión de los santos).

-Por diversas señales anticipadoras de ese Futuro absoluto (bautismo, perdón de los pecados).

2. Eso sería el cristianismo hacia dentro. Hacia fuera cabría decir también que lo que queda de esta exposición, como precipitado del hecho cristiano, son casi las mismas palabras con las que K. Marx resumió su crítica a la religión: «El imperativo categórico de echar por tierra todas las relaciones en que el hombre sea una esencia humillada, esclavizada, abandonada y despreciable, relaciones que no pueden describirse mejor que con la exclamación de un francés cuando se proyectaba crear un impuesto sobre los perros: "¡Pobres perros!, quieren tratarlos como a seres humanos"»1. La única y radical diferencia es que, en el cristianismo, no se trata de un mero imperativo categórico sino de una "Gracia que (por respetar la libertad del hombre) es a la vez tarea. Porque tampoco se funda en que «el hombre es el ser supremo para el hombre» sino en que Dios (único ser Supremo) es Amor y es un Dios de los hombres.

V. BREVE ESBOZO HISTÓRICO. Sólo después de la exposición anterior es posible echar una ojeada rápida a la presencia del hecho cristiano en la historia humana. Y todavía, esa mirada deberá ir precedida por el juicio global de N. Berdiaeff: «No está en tela de juicio la dignidad del cristianismo sino la indignidad de los cristianos». La historia del cristianismo tiene cierta semejanza con el esquema de la historia del pueblo de Israel, tal como puede ser captado en el Antiguo Testamento. En nuestra exposición vamos a seguir de lejos ese mismo esquema.

1. La experiencia liberadora de la Resurrección de Jesús, en la que Dios ratificó su modo de vida y convirtió esa vida de Jesús en Palabra propia, no llevó a los cristianos a la tierra prometida sino al desierto de la persecución y de la división interna. Es increíble que doce campesinos casi analfabetos lograsen plantar cara al imperio político de los romanos, al imperio cultural de los griegos, y al totalitarismo religioso del Sumo Sacerdocio. Y es sorprendente que las primitivas Iglesias débiles lograsen superar tres siglos de persecuciones cada vez más violentas, y de divisiones o tentaciones internas (gnosticismo, evangelios apócrifos, tentaciones judaizantes o docetas...).

2. Es por ello comprensible que el llamado giro constantiniano, por el que el cristianismo pasaba de ser perseguido por el poder, a ser preferido por él, fuese leído por la Iglesia de la época como la llegada del reinado de Dios. Era un descanso imprescindible, aunque pronto hizo ver sus peligros: el cristianismo pasó de ser proscrito por la ley a propagado mediante la ley, y de ser levadura a ser privilegiado. Es significativo que, precisamente en estos momentos, aparezcan los primeros movimientos intraeclesiales de protesta que, al ser inevitablemente asimilados, irán dando lugar a lo que luego se llamó la vida religiosa. No obstante, tanto la vitalidad todavía intacta del joven cristianismo, como la evolución posterior de la historia europea con la oscura noche que siguió a la caída del imperio romano, mantuvieron al cristianismo relativamente incontaminado durante casi todo el primer milenio, que hoy constituye, en muchas de sus prácticas, un punto de referencia para todas las Iglesias cristianas.

3. El giro más discutible en la historia del cristianismo tiene lugar prácticamente a fines del primer milenio, con lo que se llamó el poder temporal de los papas y la restauración del antiguo imperio en la persona de Carlomagno. Un giro que puede ser equiparado a la aparición de la monarquía en el pueblo de Israel, con sus mismas ventajas a corto plazo y sus mismas facturas a largo plazo: la Iglesia creyó que podía ser como los demás pueblos (cf 1Sam 8,5) y que tenía derecho al poder para evangelizar al mundo (llegando incluso a la falsificación de la llamada donación constantiniana para justificar ese poder político de los papas).

4. La primera consecuencia de este giro fue la corrupción personal por el poder en lo que suele llamarse siglo de hierro, a fines del primer milenio, que marca la época más oscura de la historia cristiana. La Iglesia sólo logró superar ese profundo bache a nivel de conductas personales, pero no de reforma estructural: más aún, para emprender esa reforma de conductas personales fue necesaria una mayor estructura de poder que acabó en un totalitarismo del papado (Dictatus papae) y llevó a la primera gran división de las Iglesias en el siglo XI, de modo semejante a como se dividió la monarquía de Israel.

5. El cristianismo no supo aprender la lección de esta tragedia y continuó encerrado en esa dialéctica de corrupción, clamor de reforma y respuesta insuficiente. Atravesó momentos de síntesis y de brillantez llamativas (siglo XIII), pero la necesidad de reforma seguía dejándose sentir y sin recibir respuesta. La cautividad de Aviñón y el llamado cisma de Occidente (en el siglo XV) fueron el último aviso de la historia, cuya lección tampoco fue escuchada. Hasta que la necesidad insatisfecha de reforma acabó llevando a una nueva ruptura con Martin Lutero, en el siglo XVI. Por supuesto, en todas estas rupturas hubo siempre ambigüedad, y culpa por ambas partes. Los cristianos de entonces se encontraron con situaciones prácticamente insolubles a las que nunca se debió haber llegado. Ciñéndonos ahora a la Iglesia católica, hubo siempre también eso que el Antiguo Testamento llama un resto fiel (cf Is 7,3; 10,20-22) y que, según la Biblia, acaba salvando a todo el pueblo. Pero la Iglesia va a quedar profundamente marcada por el miedo y por la autocentración que todo pavor produce. Esta será su característica durante la segunda mitad de este segundo milenio.

6. El concilio de Trento, como respuesta a la reforma luterana fue, en algún sentido, el concilio del miedo. Es innegable que realizó una reforma profunda y valiente de la Iglesia. Pero quizás era una reforma más hecha para evitar la reforma luterana, que para cumplir la voluntad de Dios: los papas reformaron sus conductas personales, pero no su estructura de poder. Y la Iglesia se reformó quizá más para sobrevivir que para evangelizar: la condena de las grandes experiencias evangelizadoras de los siglos XVII-XVIII (Paraguay, China, India), por la misma autoridad eclesiástica que permitía el tráfico de esclavos, y mientras los papas se dedicaban a ser más soberanos temporales que otra cosa, parecen confirmar este juicio. En este sentido no es inexacto el nombre de contrarreforma dado a la reforma tridentina. Es una época similar a aquella en que Israel fue anatematizando a sus mejores profetas. Se comprende así que uno de los historiadores más fieles a la Iglesia (Daniel Rops) se pregunte por qué en estos siglos los papas «han tenido que concebir su papel de un modo que la época ya no aceptaba, empeñándose en seguir siendo unos príncipes italianos, con su influencia en las combinaciones políticas y el fausto con que rodearon su gobierno, como si sus obligaciones materiales fuesen más importantes que las espirituales»2.

7. Por eso, la ->Modernidad nacerá fuera de la matriz cristiana, y la Iglesia sólo sabrá condenarla nada más nacer, en lugar de inculturarse en ella para poder cristianizarla, como había hecho antaño con el mundo griego. Y esa modernidad que nacía de semillas cristianas (aunque gestada fuera de la matriz eclesial) crecerá totalmente contra la Iglesia, e intentará llevarla al exilio y a la cautividad, como la del pueblo escogido en Babilonia. El cristianismo histórico no tuvo la fina percepción de los hombres del Antiguo Testamento para reconocer en esta hostilidad el juicio de Dios, que es capaz de realizar su año sabático valiéndose de hombres como Nabucodonosor (cf Jer 21 y 27,5-6): cuando se le quitaron por fin los estados pontificios, eso podía ser fruto de una mala intención anticristiana, pero era también el medio de que podía valerse Dios para purificar a su Iglesia. Papas posteriores lo han reconocido así, pero el papa del momento no supo reconocerlo: compensó con mayor centralización y mitificación espiritual la pérdida de poder terreno. Y aún conservó el título de Jefe de Estado que, aunque simbólico, es cierto, mantiene hoy a la Iglesia oficial sentada a la mesa de los poderosos de la tierra, cuando ella nació para compartir como Jesús la suerte de los ->pobres.

8. El significado histórico del Vaticano II, ya en el siglo XX, puede compararse al regreso de Israel del exilio («cuando el Señor cambió la suerte de Sión nos parecía soñar»: Sal 126,1). Por algo se habló de él como el final de la contrarreforma. Y esta panorámica debe detenerse aquí: después del Vaticano II ha vuelto a surgir el miedo (provocado quizás por algunas insensateces milenaristas, comprensibles tras tantos siglos de espera), pero han surgido también infinidad de semillas que vuelven el cristianismo hacia la misericordia histórica, a través de una experiencia del Espíritu de Dios presente en el diálogo, en el servicio y en la promoción de la justicia. El cristianismo del futuro se encontrará ante una doble opción: o una estrategia de supervivencia defensivo-agresiva, que acabará poniendo «la luz bajo el celemín» (Mt 5,15), aunque pueda tranquilizarse la conciencia colocando ese celemín ante las cámaras de la televisión. O escuchar la llamada de su Señor, «aprendiendo lo que significa misericordia quiero y no sacrificio», y encontrando al Dios de Jesús en el amor a los pobres (como sacramento del amor a todos los hombres), y haciéndole así presente en la historia. Porque el cristianismo no nació para defender a Dios, sino para hacerle presente entre los hombres, evitando así las falsificaciones que los hombres tienden a hacer de Dios.

9. Nota final. A pesar de su extensión, esta voz del Diccionario no es una visión histórica del cristianismo, sino de lo que sociológicamente podría ser llamado cristianismo oficial o cristianismo institucional. La verdadera historia del cristianismo transcurre como una corriente subterránea por debajo de ese armazón visible, y está hecha por los santos (reconocidos unas veces y anónimos las más); ellos, y no las autoridades oficiales, son ante Dios los verdaderos representantes de la Iglesia. Ello es así porque el problema que suscita verdaderamente el cristianismo y la pregunta más seria contra él es la que formuló el Gran Inquisidor de Dostoievski: si no exige demasiado al hombre, precisamente porque también le promete demasiado. Esta es una pregunta muy seria, aunque pueda ser también la garantía de que el cristianismo remite al hombre a Dios, pero no a un Dios hecho por sus manos.

NOTAS: 1 K. MARX, Contribución a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel, en K. MARx, F. ENGELS, Werke, Berlín 1958, 378391. - 2 D. Rops, La Iglesia de los tiempos clásicos 1, 147.

VER: Agnosticismo, Ateísmo, Dios, Fraternidad, Judaísmo, Personalismo, Relación y persona, Trinidad.

BIBL.: AA.VV, Conceptos fundamentales del cristianismo, Trotta, Madrid 1993; BOFF L., Jesucristo y la liberación del hombre, Cristiandad, Madrid 1981; GONZÁLEZ FAUS J. I., La humanidad nueva. Ensayo de cristología, 2 vols., Sal Terrae, Santander 19794; ID, El factor cristiano, Verbo Divino, Estella 1994; ID, Vicarios de Cristo. Los pobres en la teología y la espiritualidad cristianas, Trotta, Madrid 1991; ID, Acceso a Jesús, Sígueme, Salamanca 1991'; KÜNG H., Ser cristiano, Cristiandad, Madrid 1977; MARTÍNEZ GORDO J., Dios amor asimétrico, DDB, Bilbao 1993; METZ J. B., La fe en la historia y la sociedad, Cristiandad, Madrid 1979; MOLTMANN J., El Dios crucificado, Sígueme, Salamanca 1975; PENNA R., Un cristianismo posible. Pablo de Tarso, San Pablo, Madrid 1993; RAHNER K., Curso fundamental sobre la fe, Herder, Barcelona 1979; SEGUNDO J. L., ¿Qué mundo?, ¿qué hombre?, ¿qué Dios?, Sal Terrae, Santander 1993; SOBRINO J., Jesucristo libertador, Trotta, Madrid 1991; TILLARD J. M. R., Carne de la Iglesia, carne de Cristo, Sígueme, Salamanca 1994.

J. I. González Faus