ANTIPERSONALISMO Y ANTIHUMANISMO
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Entendemos por antipersonalismo toda doctrina y práctica que niega la dimensión personal humana, su carácter de sujeto racional y libre, dotado de una dignidad ontológica y de una altura axiológica irreductible a los niveles inferiores de existencia. Como existen posiciones teóricas que tratan de explicar al ser humano en términos naturalistas, pero que, de un modo u otro, reconocen la peculiar dignidad de lo humano, en lo que sigue entenderemos el término antipersonalismo de modo restringido, y en el sentido en que se han designado en el siglo XX ciertas posturas teóricas como antihumanistas. Así pues, hacemos equivaler antipersonalismo y antihumanismo. El antihumanismo, fruto extraño de la cultura moderna, se significa por su impugnación del hombre como sujeto y por su pretensión de explicarlo de manera exhaustiva en términos objetivos, científicos y reducibles a las leyes que regulan los fenómenos subhumanos. El antihumanismo es un fruto extraño de la cultura moderna, pues, si algo ha caracterizado a esta cultura, ha sido precisamente el haber hecho del hombre su centro absoluto, hasta el punto de concebir al Ser, la Naturaleza y al mismo Dios en función suya. Entendiendo, sin embargo, las claves y el devenir de la "modernidad se puede comprender el antihumanismo como un fruto amargo, pero coherente, de un proceso ambiguo. Y un fruto, además, del que es posible extraer lecciones positivas.

I. EL HUMANISMO, PRESUPUESTO DEL ANTIHUMANISMO. El anti del antihumanismo supone la afirmación previa del humanismo. Hablando con propiedad, el Humanismo es una atmósfera y un movimiento cultural que surge en el Renacimiento. Eran humanistas aquellos que se dedicaban al cultivo de las humanidades y, dentro de ellas, al estudio de historia, poesía, retórica, gramática y literatura, y filosofía moral. Lo peculiar es que este estudio no se hacía a modo de especialización técnica, sino con un estilo que los definía como tales: se dedicaban a estas materias y disciplinas no como profesionales, como los juristas, canonistas, legalistas, artistas, etc., sino como hombres, esto es, pura y simplemente como hombres. Este interés por lo humano en cuanto tal, contrasta con el interés prevalente por lo divino en el medievo inmediatamente anterior. En un sentido más amplio, el Humanismo es una actitud intelectual, que arranca precisamente del Humanismo renacentista y se generaliza en toda la modernidad, y que hace del ser humano el centro de su consideración, exaltando su dignidad ontológica y axiológica por encima del resto de la realidad mundana'.

El antropocentrismo es, en efecto, uno de los signos distintivos de la modernidad. Tal vez, el signo distintivo. Mientras que la cultura griega clásica es fundamentalmente cosmocéntrica, pues es desde el Cosmos desde donde aborda y comprende toda otra realidad, incluido el hombre y Dios; y, mientras el medievo cristiano es teocéntrico, pues es Dios la clave de bóveda desde la que toda otra realidad queda comprendida y justificada, la modernidad hace del hombre el centro y la clave de comprensión y legitimación de todo: la naturaleza, concebida como objeto de investigación y dominio, la sociedad, fruto de voluntades libres por medio del contrato social, y el mismo Dios, sometido a los dictados de la razón humana y obligado a justificarse ante su tribunal inapelable. Si el ser es para los antiguos griegos physis, naturaleza; y para los cristianos medievales es el Ipsum Esse Subsistens, Dios, para los modernos el ser será ante todo el ser humano, comprendido como individuo, y cuya especificidad está en la conciencia (racional y libre). Descartes lo dijo meridianamente, en el pórtico de la modernidad, al situar en el ego-conciencia la primera e incontrovertible evidencia: el ser es para los modernos ego sum. Y Kant, en la madurez de este período, hace gravitar en la pregunta sobre el hombre el sentido entero del filosofar. La pregunta por el conocimiento, la acción y las esperanzas humanas, esto es, el problema del ser, del valor y de Dios, se resumen en la pregunta: ¿Qué es el hombre?

El antropocentrismo dinamiza poderosamente la edad moderna, pues centrada en la afirmación de la autoconciencia, se va forjando poco a poco como un formidable proyecto de emancipación que tiene como meta la conquista de la plena autonomía humana. ¿De qué pretende emanciparse el hombre moderno? De las sujeciones de la naturaleza, de la religión y de la sociedad. El individuo humano ya no se ve a sí mismo como mera parte de la naturaleza, sino que se eleva por encima de ella gracias a su razón, que descubre las leyes naturales, y gracias a su libertad, que escapa a la necesidad natural. Sin negar siempre y necesariamente a Dios -sobre todo en los dos primeros siglos de la modernidad-, el hombre aspira a desligarse de la tutela de la religión, que ya no ha de legitimar su pensamiento y su acción, sino limitarse a su esfera. Por fin, el hombre moderno ya no se siente miembro de un orden social superior y anterior a él que le marca su lugar social por naturaleza o por voluntad divina, sino que ve la sociedad como realidad segunda y derivada, fruto de un cálculo racional y de una decisión entre voluntades libres.

La conquista de la plena posesión de sí, en todos los ámbitos, que significa la autonomía se fía al poder de la razón en su nueva modulación físico-matemática que, renunciando a conocer inútiles esencias (fines y bienes), se centra en los puros hechos cuantificables, de modo que alcanza una exactitud hasta entonces inimaginable y consigue una unanimidad que antes se fragmentaba en disputas escolásticas. Se trata de aplicar la nueva racionalidad, más allá de la física, a todos los campos de pensamiento y actividad: a la metafísica y la antropología, a la ética, a la política, a la economía y hasta a la religión. Equipado con el arma de la razón, el moderno aspira a disfrutar plenamente de su libertad, que ya no entiende como mera libertad de elección respecto de fines parciales o medios, pero inexorablemente abocada a un fin último natural o divino no elegible. La libertad se sustantiva como plena autonomía, capacidad de dotarse de leyes propias y de fijarse verdaderos fines últimos en los más diversos campos de su actividad, sin necesidad de recurrir a una ley natural o divina que haya de tutelar su ejercicio. Razón y libertad así entendidas, son las armas de que el antropocentrismo moderno se equipa para encarar con optimismo su proyecto. Pero este está afectado de una ambigüedad crónica que viene a comprometerlo y que consiste en la escisión de la experiencia humana en dos ámbitos irreconciliables: el planteamiento de la razón, contraída a su dimensión objetual físico-matemática, y de la libertad, que tiende al subjetivismo, impide su mutuo acuerdo y complementación. Si la 'razón se entiende como aquella que capta leyes necesarias y universales de los fenómenos, de manera enteramente objetiva, la libertad lo es precisamente en la medida en que es capaz de sustraerse de cualquier coacción de necesidad. La razón se refiere al ámbito de lo no-libre. La libertad lo es en cuanto no-racional y, por ende, no-necesaria. Este carácter inconciliable de razón y libertad, de naturaleza y conciencia, de objetividad y subjetividad, se pone de manifiesto con modulaciones diversas a lo largo de la modernidad. Es ya patente en la incompatibilidad de res extensa y res cogitans en el dualismo cartesiano; en la escisión empirista (Hume) entre el ser, del que se ocupa la razón, y el deber, cosa del sentimiento; en los usos irreconciliables de la razón teórica (ciencia, determinismo) y práctica (ética, libertad) kantiana. El humanismo de Feuerbach pretende colocar al hombre en el lugar de Dios, pero acaba reduciéndolo a naturaleza (Der Mensch ist, was er isst, « el hombre es lo que come»). Marx teoriza el acceso al reino de la libertad por sumisión a las leyes necesarias, independientes de la conciencia, de la sociedad y de la historia.

II. MODERNIDAD: ANTROPOCENTRISMO Y DESCENTRAMIENTO DEL HOMBRE. Puede decirse, en general, que la modernidad es la sucesión de los intentos fallidos de la síntesis entre las dos instancias que definen el proyecto moderno: razón científica y libertad subjetiva. Allí donde se subraya la línea de la libertad, triunfa el humanismo. Pero, cuando es la razón científica la que tiene prioridad, entonces el sujeto humano queda comprometido. Mientras la ciencia tiene como objeto la naturaleza física, el sujeto humano queda a salvo. Pero ya en pleno Barroco, y después en la Ilustración, comienzan a dibujarse los rasgos de un antihumanismo de corte cientista. Spinoza es paradigmático: una razón aplicada more geometrico a la metafísica, la ética y la antropología concluye en la negación de la libertad y sus categorías, esto es, al hombre como sujeto. Kant pretendió, mediante su filosofía crítica, poner a salvo el sujeto humano: «Sólo a través de la crítica es posible cortar las mismas raíces del materialismo, del fatalismo, del ateísmo, de la incredulidad librepensadora, del fanatismo y de la superstición, todos los cuales pueden ser nocivos en general, pero también las del idealismo y del escepticismo, que son más peligrosos para las escuelas y que difícilmente pueden llegar a las masas»2.

Pero el bastión crítico no va a ser suficiente. El siglo XIX es el siglo de las ciencias humanas, que hacen del hombre objeto de su indagación, explicándolo según el patrón de la física: mediante leyes naturales y necesarias que remiten el fenómeno humano al complejo de fuerzas subhumanas que lo constituyen. En realidad, el proyecto emancipatorio moderno está simultáneamente acompañado de un proceso de progresivo descentramiento del hombre, precisamente por mor del desarrollo científico: descentramiento cosmológico en virtud de la revolución copernicana, que saca al hombre del centro del universo; descentramiento biológico, que le quita su centralidad como rey de la creación, al reducirlo a producto de la evolución, pariente próximo de los animales; descentramiento psicológico, que le expropia de la soberanía sobre su propia alma, reducida a epifenómeno de pulsiones inconscientes; descentramiento sociológico, que reduce la conciencia a producto de leyes necesarias de la sociedad y de la historia; finalmente, descentramiento lingüístico-estructural, que disuelve al sujeto humano en estructuras impersonales en las que no existe centro alguno.

III. LA ENCRUCIJADA DE HUMANISMO Y ANTIHUMANISMO: F. NIETZSCHE. Nietzsche es una encrucijada en el proceso histórico moderno en que humanismo y antihumanismo se van dibujando progresivamente. En él se dan cita paradójicamente, de modo que en Nietzsche podemos descubrir con nitidez los rasgos esenciales del antihumanismo cientista y del más prometeico de los humanismos. Para Nietzsche el hombre real, su consciencia y su libertad, es una nada: detrás del pensamiento no se esconde el supuesto Yo cartesiano, ni detrás de la volición existe ninguna volición libre, sino que todo se reduce a una pluralidad de tendencias impersonales, cuya personificación no produce más que una máscara. Frente al humanismo moderno, que pretende apoyarse en la Razón, la Libertad, la Ciencia..., Nietzsche denuncia la postulación de todo horizonte transcendente que pretenda situarse por encima del hombre. El anuncio de la muerte de Dios significa la destrucción de toda trascendencia, de todo arriba y abajo, de todo bien y mal, verdad y mentira a que el hombre haya de someterse. De esta forma, el antihumanismo nietzscheano lo es del hombre pequeño: el hombre no es un fin-en-sí, porque la evolución no tiene por qué detenerse en él. El hombre real es un puro eslabón entre la bestia y el superhombre. El antihumanismo del hombre pequeño, gracias al acontecimiento de la muerte de Dios, permite la posibilidad de un nuevo humanismo, de un hiperhumanismo, en el que el superhombre ocupe el lugar de Dios, más allá del bien y del mal, creador de sus propios valores, que se afirma a sí mismo y afirma la vida. Pero la fidelidad ala tierra señala los límites del superhumanismo nietzscheano, de modo que esta suerte de finalidad intrahistórica está llamada a frustrarse. Eliminado todo horizonte de trascendencia por la muerte de Dios, la realidad afirmada se vuelve sobre sí y el tiempo se torna una rueda inexorable: es la doctrina del eterno retorno, en virtud del cual el superhombre ya no es meta final o nuevo puente hacia metas superiores, sino mera fase que será destruida y reaparecerá de nuevo, igual que todo, incluido lo inferior. Un profundo hastío y pesimismo de fondo parece emerger y sobreponerse al optimismo del Zaratustra: «El hombre volverá eternamente. ¡El hombre pequeño volverá eternamente! En otro tiempo vi yo a los dos desnudos, al hombre más grande y al más pequeño: demasiado parecidos el uno al otro... ¡demasiado humanos, aun el más grande!: Esto es lo que me da asco en el hombre. ¡Y el eterno retorno hasta del más pequeño!... ¡En esto estaba el cansancio de toda existencia! ¡Ay! ¡Asco! ¡Asco! ¡Asco!»3. El antihumanismo nietzscheano da lugar, sí, a un superhumanismo, pero desfondado. Si el hombre es una nada, entonces el superhombre es una supernada, como afirma C. Díaz. La voluntad de poder conduce al tedio, desemboca en el vacío. Nietzsche critica certeramente el nihilismo humanista, carente de verdadero fundamento y anticipa ambiguamente un superhombre, que no es más que una ensoñación prometeica y la negación de todo humanismo.

IV EL DOMINIO DE LA RAZÓN Y LA PROTESTA DE LA LIBERTAD. El potenciamiento de la línea de la razón conduce al positivismo que es, como afirma certeramente Ortega', una operación intelectual consistente en vaciar el mundo de sentido y dejarlo reducido a un montón de puros hechos. El positivismo lógico y el Tractatus de Wittgenstein lo ha expresado de manera paradigmática: «El mundo es la totalidad de los hechos, no de las cosas. El mundo está determinado por los hechos y por ser todos los hechos». «El sentido del mundo debe quedar fuera del mundo. En el mundo todo es como es y sucede como sucede: en él no hay ningún valor, y aunque lo hubiese no tendría ningún valor. Si hay un valor que tenga valor, debe quedar fuera de todo lo que ocurre y de todo ser-así». El análisis se agota en sí mismo. Y todo lo que se salga del análisis es poesía: «Ética y estética son lo mismo», esto es, emotividad, cosa de la psicología empírica.

Aunque el positivismo en sus diversas versiones no niegue explícitamente al hombre, su postura teórica bloquea todo discurso humanista y aporta los materiales del antihumanismo. Pero si el antihumanismo es la impugnación del humanismo, se da todavía en el siglo XX una versión del humanismo que ha de entenderse como extrema reacción antipositivista y que encuentra en el humanismo existencialista de Sartre su mejor expresión. «Sobre todo interesa hacer mención de este humanismo existencialista, ya que -especialmente la filosofía de J. P. Sartre- puede ser considerada como la expresión cumbre del humanismo, como auténtico paroxismo de todo aquel humanismo que tiene como hitos punteros a Pico della Mirandola en el renacimiento, Fichte en la modernidad y Sartre en la contemporaneidad. Sartre representa el paroxismo del antropocentrismo, de la afirmación absoluta de la subjetividad, que es al mismo tiempo fundamento de ella misma y negación de todo lo demás» 6. El humanismo de Sartre bien pudiera llamarse un humanismo contra el hombre, pues, al ser su telos llegar a ser Dios, y no siendo Dios sino un concepto contradictorio, síntesis imposible del ser-en-sí y del ser-para-sí, se revela finalmente como una pasión inútil, que descubre el absurdo de la existencia.

V LA IMPUGNACIÓN DEL HUMANISMO. 1. ¿Antihumanismo a favor del hombre? Paradójicamente, si el de Sartre (fuertemente emparentado con el de Nietzsche, como es fácil comprender) es un humanismo en contra del hombre, existen posiciones formalmente antihumanistas que lo son por amor del hombre mismo. Es el caso de Heidegger, que en su Carta sobre el humanismo denuncia la posición de Sartre (en El existencialismo es un humanismo), porque este no coloca la humanitas del hombre suficientemente alta. Y, en perspectiva marxista, el antihumanismo teórico de L. Althusser, que denuncia el discurso teórico como ideología y considera que la única forma de favorecer la causa del hombre real es atender a las condiciones reales de su necesidad. No se favorece al hombre mediante el discurso, sino mediante la praxis, esto es, mediante la ciencia económica en los parámetros del Marx maduro. Pero es del antihumanismo en sentido fuerte del que hemos de ocuparnos sobre todo.

2. El antihumanismo, conclusión de un proceso ambiguo. El antihumanismo es la negación del hombre en cuanto hombre, como ser específico, diverso y superior, por dignidad y valor, a todos los demás seres de la naturaleza. Se niega su dimensión espiritual y su calidad de sujeto libre y se reducen todos los fenómenos en que, al parecer, manifiesta su superioridad a instancias inferiores a él, como impulsos fisiológicos o mecanismos biológicos, parificables al resto de los fenómenos de la naturaleza física. Esta es la conclusión lógica de una ciencia entendida en sentido positivista, que privilegia la razón físico-instrumental como la única forma de racionalidad posible. La imposibilidad de descubrir racionalmente valores, bienes y fines en los puros hechos provoca la pretensión de reducir aquellos a estos. Pero también es conclusión de un modo de entender el humanismo, que pretende defender la causa del hombre o echando mano de la »ciencia, con mentalidad positivista y sin crítica, o poniéndose al margen de la racionalidad, incluso contra ella, en un subjetivismo que renuncia a confrontarse con las resistencias objetivas de la realidad.

3. Versiones del antihumanismo. El antihumanismo estaba ya preanunciado en diversas posiciones, algunas de ellas explícitamente humanistas, que aparecen en el siglo XIX y aun antes. Su germen está en la aplicación del espíritu científico positivo al hombre, como mero objeto de investigación, en el que se buscan leyes objetivas que determinan de manera completa el conjunto de la realidad humana. Esto sucede con el advenintiento de las ciencias humanas, que toman como ideal cognoscitivo de su investigación la ciencia física. Así, por ejemplo, la sociología de Comte, entendida como ciencia empírica de la sociedad: «Por física social entiendo yo la ciencia que tiene por objeto el estudio de los fenómenos sociales considerados con el mismo espíritu que los sujetos astronómicos, fisicoquímicos o fisiológicos, esto es, sujetos a leyes naturales invariables, cuyo descubrimiento constituye el objeto especial de esta investigación»'.

Las interpretaciones reductivas se encuentran también en el origen mismo de la psicología, tanto en su orientación conductista como en el psicoanálisis freudiano: «El psicoanalista se distingue por su fe en el determinismo de la vida psíquica, y muestra que el hombre racional y moral, en el sentido tradicional del término, el hombre responsable de sus pensamientos y de sus actos, es una ficción... Entre, de un lado, el Supe»-yo, y, de otro, a nivel inferior, el ello, entre las órdenes expresas de lo suprapersonal y el dinamismo de lo infrapersonal, el hombre ya no puede definirse en términos de sujeto, sino únicamente en términos de estructura»8. Fijémonos que, frente al naturalismo griego, que levantaba acta de la superioridad de hecho del ser humano sobre el resto de lo real (en virtud de su alma racional), el naturalismo moderno pretende una explicación estrictamente reductiva de todo lo superior, desde instancias inferiores en las que esto se agota. En la historia reciente de la cultura nos encontramos con antihumanismos, más o menos acentuados, de diverso signo: psicológico (en Skinner), biológico (en Monod), sociobiológico (en Wilson; Dawkins, Ruse). Todas estas líneas se concentran de manera meridiana en el estructuralismo.

4. Un antihumanismo paradigmático: el estructuralismo. El estructuralismo, en sus diversas versiones, es decisivo para la comprensión de todos los otros descentramientos en clave antihumanista. Él es el que ha proporcionado «el modelo de lectura a todos los antihumanismos: antropología estructural (Lévi-Strauss), arqueología del saber (Foucault), marxismo (Althusser), psicoanálisis (Lacan), heideggerianismo (Dernda)» (G. Amengual, 216). El estructuralismo recibe diversas influencias (Wittgenstein, positivismo lógico, Escuela lingüística de Praga, etc.), pero se enmarca genéricamente dentro de la actitud cientista extrema. Según él, sólo hay un tipo de saber y de verdad: el de las ciencias naturales experimentales. Y esto significa además la añadidura, de tipo ontológico, de que sólo hay un tipo de realidad: la que constituye el material de las ciencias naturales. No hay, por tanto, una verdadera dialéctica objeto-sujeto, sino sólo realidad objetiva: la subjetividad, la historia, la cultura, la antropología, todo ello debe reducirse a ciencia positiva. Lévi-Strauss ha sabido decirlo de manera meridiana: «El fin primordial de las ciencias humanas no es constituir al hombre, sino disolverlo..., reintegrar la cultura en la naturaleza y, finalmente, a la vida en el conjunto de las condiciones fisicoquímicas».

El antropocentrismo (y, en consecuencia, todo humanismo) no es, si se toma en serio la perspectiva científica, sino un prejuicio; y no hay motivo para conceder a las ciencias humanas un estatuto especial en el ámbito del saber. Precisamente lo que las ciencias humanas certifican es la desaparición del hombre como sujeto (Foucault). La realidad no es más que una constelación de objetos, y el hombre no es más que una estructura más dentro de la estructura del mundo, un nudo en la trama objetiva de lo real, un elemento infinitesimal de la estructura, soporte, y no sujeto, de relaciones extrínsecas. No hay tampoco historia humana, sino sólo historias extrahumanas: «El hecho histórico es lo que ha sucedido realmente; pero, ¿dónde ha pasado algo? Cada episodio de una revolución o de una guerra se resuelve en una multitud de movimientos psíquicos e individuales; cada uno de estos movimientos traduce evoluciones inconscientes, y estas se resuelven en fenómenos cerebrales, hormonales, nerviosos, cuyas referencias son también de orden físico o químico... Por consiguiente, el hecho histórico no es más dado que los otros; es el historiador o el agente del devenir histórico, el que los constituye por abstracción»".

El objetivismo extremo del estructuralismo puede y debe hacer abstracción de la hipótesis hombre, que, en esta perspectiva, se revela como efímera y llamada a una pronta desaparición: «En todo caso, una cosa es cierta: que el hombre no es el problema más antiguo ni el más constante que se haya planteado el ser humano... El hombre es una invención reciente... El hombre es una invención cuya fecha reciente muestra con toda facilidad la arqueología de nuestro pensamiento. Y quizás también su próximo fin. Si estas disposiciones del (saber) desaparecieran tal como aparecieron..., entonces podría apostarse que el hombre se borraría, como en los límites del mar un rastro de arena», como afirma Foucault. Si la vida es, como dice Lévi-Strauss, una mera función de la materia inerte, y el funcionamiento libre del espíritu mera actividad de las células de la corteza cerebral, es lógico que se proponga sustituir la antropología por la entropología, en la que el progreso de la humanidad es pura regresión: «Veo evolucionar la humanidad, no en el sentido de una liberación, sino de una esclavitud progresiva, y cada vez más completa, del hombre hacia el gran determinismo natural». El mito del hombre, el sueño humanista, sólo merece una risa filosófica, en cierto modo silenciosa, afirma Foucault, para quien se atiene a la pura facticidad de los fenómenos. El estructuralismo enlaza con Nietzsche: si este firmó el certificado de la muerte de Dios, aquel viene a firmar el de la muerte del hombre: « Se descubre que la muerte de Dios y el último hombre han partido unidos: ¿acaso no es el último hombre el que anuncia que ha matado a Dios?... Más que la muerte de Dios..., lo que anuncia el pensamiento de Nietzsche es el fin de su asesino, es la desintegración del rostro humano y el retorno de las máscaras» ".

5. El triunfo del fragmento. De la negación teórica a la negación práctica del hombre. El problema del antihumanismo teórico, más allá de su carácter anecdótico (el estructuralismo fue una especie de moda intelectual, actualmente superada), es su carácter de síntoma de una cultura que dispone de inmensos medios de coacción sutil, de manipulación técnica del hombre. Nunca como ahora fue posible manipular al hombre. El sujeto que se endiosó a sí mismo, pretendiendo ponerse más allá del bien y del mal, acaba en realidad, reducido a objeto, carente del puesto privilegiado que pretendió haber heredado del mismo Dios, o que quiso darse a sí mismo prometeicamente, una vez decretada la muerte de Dios; carente además de sentido y producto casual del «azar y la necesidad» (J. Monod), no ha conseguido situarse, como profetizara Nietzsche, más allá del bien y del mal, sino que, enredado en las leyes físicas que elevó a ley suprema del ser, se encuentra exiliado del paraíso que quiso construirse en la tierra y en la historia, «más allá de la libertad y la dignidad» (Skinner). Los escepticismos posmodemos no son sino un epígono más de este proceso de pérdida del sujeto y de la instalación del hombre en el fragmento sin horizontes.

6. Las lecciones del antihumanismo. Leído el antihumanismo en clave histórica, como producto de un determinado proceso cultural, la modernidad, cuyas luces indudables no han dejado de proyectar las sombras de sus numerosas insuficiencias, el antihumanismo no deja de presentar una lectura optimista: es antihumanismo de un humanismo prometeico, narcisista, centrado en sí y dominador despótico de lo otro, un humanismo inflacionado pero, por eso mismo, insuficientemente humano, un humanismo ególatra, que rompe su comunión con la naturaleza a la que pertenece, con el otro hombre, al que está ligado, quiéralo o no, con Dios, del que procede y al que se encamina, no inexorable sino dialogalmente, y cuyo puesto ilusamente quiere ocupar. Así como la muerte de Dios habla de la muerte del Dios sociológico, legitimador próximo o lejano de estructuras sociales injustas, proyección de deseos insatisfechos, opio del pueblo o inmadura neurosis colectiva, y abre la posibilidad de una más plena autonomía humana, más acorde, además, con el creacionismo bíblico, y de una más pura imagen de Dios, que no se deja definir ni aferrar por ninguna estructura social ni conceptual; así, del mismo modo, la muerte del hombre preconizada por el estructuralismo abre la posibilidad de un nuevo humanismo más acorde con el verdadero rostro del hombre: un ser personal, pero creado, cuya dimensión de absoluto le es gratuitamente donada y confiada como responsabilidad, inserto en la naturaleza, sobre la que se eleva sin romper su comunión con ella, constituido en su concreción por la relación que le precede y le posibilita, y abierto en su proyecto biográfico a la relación oblativa, que, sin agotarse en ningún tú, aboca a la relación plenificante con el Tú trascendente. Este humanismo, afortunadamente designado por Lévinas como humanismo del otro hombre, no parte de la afirmación fuerte de sí, ni concluye en el angosto cuidado del propio cuerpo, sino que su punto de partida es la afirmación del otro -y de la afirmación que otros hacen de ély la capacidad de perderse, pues sólo el que es capaz de perder su vida la encuentra, verdad evangélica que muestra, en los umbrales del nuevo humanismo, profundas resonancias antropológicas y personalistas.

VER: Estructuralismo, Humanismo, Opresión, Personalismo, Sujeto.

BIBL.: ALTHUSSER L., La revolución teórica de Marx, Siglo XXI, México 1972; AMENGUAL G., Lectura humanista del antihumanismo, Diálogo Filosófico 20 (mayo/ agosto de 1991) 200-240; DALLA NOGARE P, Umanesimi e antiumanesimi. Introduzione alla antropologia filosofica, Pavía 1980; DIAz C., E1 sujeto ético, Narcea, Madrid 1983; FERRI L.-RENAUT A., La pensée 68. Essai sur l'antihumanisme contemporain, París 1985; FoUCAULT M., Las palabras y las cosas, Siglo XXI, México 1968; LÉvI-STRAUSS C., El pensamiento salvaje, FCE, México 1964; RUBIO CARRACEDO J., El hombre y la ética, Anthropos, Barcelona 1987; RUIZ DE LA PEÑA J. L., Las nuevas antropologías, Sal Terrae, Santander 1983; VEGAS J. M., Introducción al concepto de persona, IEM, Madrid 1990; ID, Reencantamiento de la realidad en clave personalista, IEM, Madrid 1992.

J. M. Vegas