DEVOCIÓN MARIANA
DicMA
 

SUMARIO: I. Términos con que se designa el fenómeno de la devoción mariana - II. Culto y culto mariano - III. Devoción v devociones. Piedad y culto referidos a María - IV. La devoción mariana en la actualidad. Primera aproximación - V. Del Nuevo Testamento a la edad media - VI. Paganismo y devoción a María - VII. Asunción por el cristianismo de elementos paganos - VIII. Devoción mariana y arquetipo femenino - IX. El movimiento mariano de la contrarreforma - X. La devoción mariana desde el s. XIX hasta el Vat II - XI. El concilio Vat II - XII. La crisis del posconcilio - XIII. Causas de la crisis - XIV. Elementos para una valoración de la devoción mariana en la actualidad - XV. Algunos principios sugeridos por la historia y la situación actual para vivir la devoción mariana en nuestro tiempo - XVI. Rasgos de una devoción mariana actual - XVII. Culto, prácticas devocionales v devociones marianas populares - XVIII. Conclusiones.

Bajo este título extraordinariamente amplio nos proponemos ofrecer la descripción de los rasgos más importantes de este fenómeno en el catolicismo actual y algunos criterios que permitan valorar las diferentes formas que reviste. Por tratarse de un hecho que se ha ido gestando a lo largo de toda la historia cristiana, la comprensión de su situación actual requiere la consideración, aunque sea somera, de las principales fases de esa historia. Introducimos nuestra descripción con la discusión delos diferentes términos con que se designa el hecho. La perspectiva de nuestra consideración es fundamentalmente fenomenológica.

1. Términos con que se designa el fenómeno de la devoción mariana

Pablo VI en la Marialis cultus (MC) habla expresamente de culto mariano ya en el título de su exhortación. Pero desde la introducción se ve en el deber de precisar, sin que eso suponga dudar de la legitimidad del culto ni de la corrección del término empleado, que el culto mariano se inserta en el cauce del único culto que justa y merecidamente se llama cristiano'. Lo que parece indicar que "existe en la iglesia un único culto: el cristiano, que tiene su origen y eficacia en Cristo y que conduce, por medio de Cristo, en el Espíritu Santo, al Padre y que dentro de él se inserta la relación singular de los cristianos con María, que recibe también en las teologías católica y ortodoxa el nombre de culto, nombre que la teología protestante excluye por temor a que suponga la expresión en el lenguaje de una perversión de la relación con María, que se ha denominado algunas veces "mariolatría.

La misma dificultad comporta el uso de la palabra devoción para expresar la relación con María. La devoción es el término con que en el vocabulario religioso, y no sólo cristiano, se designa una actitud que comporta la entrega total de sí; que, como la fe de la que es equivalente, sólo puede tener por término a Dios. Si, pues, el lenguaje católico habla de devoción mariana, será en la medida en que el catolicismo se ha impuesto un uso analógico del término, que nunca convendrá perder de vista.

El tratamiento del problema que plantean los términos con que es designado el fenómeno que queremos describir nos introducirá, pues, en la naturaleza misma del fenómeno. Lo haremos precisando, con el recurso a la historia, el significado de las dos palabras.

Con el término latino devotio designa Tito Livio —en un texto al que remite santo Tomás al hablar de la "devotio" en la Summa theologica el acto por el que Publio Decio Mus se ofrece a sí mismo, entregándose a la muerte en la batalla, a los dioses manes y a la Madre Tierra para liberar de la derrota y de la muerte al ejército con el que luchaba. Designa, pues, una forma excepcional de votum en la que el ofrecimiento de sí y de las legiones enemigas es realizado antes de que la petición de quien hace el voto haya sido escuchada, obligando por ello a los dioses a responder con su contrapartida. La devotio es también una forma peculiar de autosacrificio en la que el que se ofrece se constituye en piaculum, es decir, una víctima que porta sobre sí, con fines purificatorios, la impureza, los miasmas, la pestis del pueblo romano, que habían atraído la ira de los dioses sobre ese pueblo.

A partir de este primer sentido la palabra sufre numerosas variaciones semánticas, a través de las cuales llega a la terminología cristiana. Entre otros significados, interesan a nuestro objeto: devoción como respeto por el Estado y devoción como entrega de sí mismo por la salvación y el bien del príncipe.

El término latino se refiere en el contexto preciso de la religión romana a un hecho en el que se expresa una actitud que se repite, con diferentes términos, en todos los contextos religiosos. Así, bhakti en el hinduismo designa la entrega confiada e incondicional, teñida de amor, de la persona en las manos de la divinidad personalmente representada como Ishvara. Así también islam designa la entrega confiada e incondicional de la persona en manos de Alá. Por eso no es extraño que los autores cristianos se apropiasen el término latino para expresar la dedicación exclusiva del fiel a su Señor divino, el servicio que el hombre debe a Dios como su creador", o la misma actitud creyente representada en Abrahán.

En la edad media la devoción designará la disposición interior fundamental del cristiano en relación con Dios, resumida en la actitud teologal, de la que se subraya como fuente de todos los otros aspectos la caridad. A partir de este significado fundamental la devoción designará también los consuelos derivados de la caridad, los afectos y repercusiones sensibles del amor de Dios y los actos —devociones en que la actitud religiosa se expresa.

Santo Tomás resume a la perfección la doctrina cristiana sobre la devoción dentro de los límites de su tratamiento de la religión y de su concepción del hombre. Resumiendo los rasgos principales que le atribuye, podríamos definir la religión como la virtud por la que la voluntad del hombre se reconoce radicalmente dependiente de Dios, principio y fin último de toda la creación, y le tributa el honor, la reverencia y el culto que le son debidos.

En ese contexto la devoción constituye el acto interior primero de la virtud de religión, definido como "voluntad de darse prontamente al servicio de Dios". La condición corporal del hombre hace que ese acto interior no pueda realizarse si no es a través de actos externos y visibles. Por ello la devoción comporta actos concretos de devoción que tienen a Dios por objeto. Así se efectúa el paso de la devoción a las devociones, y la relación de éstas con la actitud originaria de la que proceden permite el uso analógico del término para la devoción y los actos en que se expresa.

Pero falta todavía la justificación del uso de la palabra referida no a Dios, que es su término propio, sino a otras realidades, como los santos o María. Esta se encuentra en un inciso de la misma cuestión: "Las devociones que se tienen hacia los santos de Dios, muertos o vivos, no se detienen en ellos, sino que superándolos llegan a Dios, a quien reverenciamos en sus representantes"

H.J. Newman y, en la línea abierta por él, J. Guitton, han expresado de nuevo, con diversa terminología, la diferencia entre la devoción y las devociones para justificar frente a la iglesia anglicana y la teología protestante la devoción mariana. El cardenal Newman, en su carta al rev. E.B. Pusey, establece una distinción "capaz de eliminar no pocas dificultades", la distinción entre fe y devoción. Por fe entiende la regla de la fe y la adhesión a esa regla, que es otra forma de designar la que santo Tomás llamaba devoción; con devoción designa "el culto religioso que es debido a los objetos de nuestra fe y las prácticas de este culto", que es otra forma de referirse a lo que santo Tomás designaba como actos de devoción y que podemos llamar devociones. La relación entre las dos realidades queda resumida por Newman inmediatamente después: "No podemos ser devotos sin tener fe, pero podemos creer sin tener sentimientos de devoción. Este hecho explica que una fe idéntica, a través de los tiempos, se exprese de forma diversa en diferentes y cambiantes devociones.

Pasemos al segundo término con que se designa el fenómeno que queremos describir: el culto mariano.

II. Culto y culto mariano

El fenómeno del culto, parte importante del complejo fenómeno religioso, puede ser abordado desde muy diferentes perspectivas y presupuestos, que condicionan el sentido que se atribuye al término. En la tradición cristiana, donde se ha reducido el estudio de lo religioso al de la actitud religiosa concebida en términos de virtud de religión, el culto, palabra que toma su sentido de la expresión latina Deos colere, es sobre todo el acto o los actos — las manifestaciones corporales-- en los que vivimos y expresamos el reconocimiento de nuestra dependencia de Dios y por los que elevamos nuestra mente a él. Así, por ejemplo, define el culto santo Tomás ". Existen según el Aquinate actos del culto internos, por los que tendemos directamente a Dios, y externos, que proyectan externamente nuestra aspiración a lo divino. El culto es, pues, expresión y medio de realización de la religión, que tiene su primer acto en la adoración y la devoción. Como expresión del reconocimiento de la dependencia absoluta, el culto, como la latría y la pietas, se debe sólo a Dios.

Esta concepción del culto nos lleva a enfrentarnos inmediatamente con la dificultad de utilizar la palabra culto para expresar la relación del hombre con cualquier otra realidad que no sea Dios. Y, en efecto, si nos remitimos a la palabra que en el griego del NT corresponde al término cultus latino: proskynesis, observamos que el NT aplica ese término a Dios sólo y a Jesucristo glorificado, excluyendo positivamente su aplicación a cualquier criatura.

De ahí que los protestantes, que identifican la proskynesis —el culto— con la latreia o adoración, rehúsen hablar de culto en relación con María [>Culto].

Pero es bien sabido que desde bastante pronto la iglesia comenzó a venerar, incluso con fiestas litúrgicas, a los apóstoles, a los mártires y, después, a otros santos y a la virgen María. Este hecho hará distinguir diversas formas de veneración y de culto. De tales distinciones se hace eco san Agustín. Tras un largo razonamiento, en el que ha dejado claro que la devoción de la propia persona sólo puede tener por objeto a Dios, dirá que esa forma de culto —por no disponer de ningún término latino adecuado— lo designará con la palabra griega latreia. Y en relación con el culto,'concluirá: "Por esto es verísimo que el culto, según una cierta significación privativa de esta palabra, sólo se debe a Dios. Pero como al culto se dan también otras acepciones, en latín no puede expresarse por una sola palabra el culto debido a Dios".

Es muy probable, como indica Ortiz de Urbina, que la praxis haya ido por delante de la precisión terminológica y que, después de celebrar actos en honor de los santos y de la Virgen, se haya sentido la necesidad de esa precisión de los términos. Tal precisión tuvo lugar en el segundo concilio de Nicea (787). En él se establece la legitimidad de la veneración de las imágenes contra el movimiento iconoclasta y se establece una distinción entre la proskynesis latréutica, reservada a Dios, y la proskynesis honorífica, que es lícito atribuir también a las imágenes de la Virgen y los santos y, por tanto, a sus personas. En ésta, además, se distingue entre la veneración a los santos, sus imágenes y reliquias —que se denomina dulia— y la hyperdulia, sin sinónimo latino, que se reserva para la veneración de María.

Las ciencias de la religión abordan el fenómeno del culto desde otras perspectivas. Para ellas religión designa sobre todo el conjunto de elementos de todo tipo que componen ese complejo hecho humano, cuya evolución describe la historia de las religiones. Dentro de ese fenómeno religioso, el culto designa uno de sus aspectos visibles más importantes, una parte del conjunto de sus mediaciones. Con una definición sólo aproximada podríamos decir que el culto consiste en el sistema de variadas acciones simbólicas (ritos) periódicamente repetidas por una comunidad para vivir y expresar la relación de sus miembros con los poderes superiores 23. La definición se expresa en términos suficientemente vagos para poder aplicarse a todos los contextos religiosos, sin imponer a todos la forma de realización propia sólo de alguno de ellos. Por eso no se precisa cuál sea la calidad de la relación, como hacen las definiciones que toman como modelo el culto cristiano. Así la definición puede aplicarse a casos frecuentes de cultos mágico-religiosos. Tampoco se precisa la naturaleza de los poderes, ordinariamente relacionada con la calidad de la relación. En la definición se subraya en cambio el carácter social del culto, la condición simbólica de los actos que lo componen y el hecho de que tales actos se repitan periódicamente.

A partir de esta definición no es difícil señalar algunos elementos propios de todo sistema cultual. Señalemos en primer término la existencia de un lugar en el que discurre la acción, hacia el cual se orienta o desde el cual parte, y que es el resultado de la espacialización de la relación con el mundo de lo sagrado. Esto origina la existencia en todo culto de templos, grutas, santuarios, y hace que entre las acciones cúlticas se cuenten los desplazamientos, las procesiones, las peregrinaciones. El segundo elemento del culto responde a la necesidad de temporalizar la relación con el mundo de lo sagrado repitiendo periódicamente el contacto que se mantiene con él y gracias al cual el hombre comunica su vida en devenir con la estabilidad de lo sagrado, que le da consistencia y le permite evitar el desgaste del tiempo. Por eso el culto comporta la determinación de las fiestas que con su periódica recurrencia jalonan el tiempo profano y sirven para darle sentido y orientarlo.

El culto comporta en tercer lugar una serie de acciones: ritos, oraciones, sacrificios, danzas, celebraciones, todas ellas simbólicas, es decir, en las que se hace presente algo superior y mayor que lo que se realiza; todas también gratuitas, al mismo tiempo que perfectamente reguladas, y que pretenden hacer eficazmente presente el poder superior en beneficio de quienes las realizan. Las acciones exigen un número más o menos grande de objetos que constituyen un nuevo elemento del culto. Entre éstos se cuentan las imágenes, estatuas, altares y todos los instrumentos con que se llevan a cabo las acciones. El culto exige, por último, unos actores, que pueden ser el conjunto de la comunidad que lo celebra o algunos representantes de la misma, elegidos ocasional o permanentemente para ello.

En todos los cultos intervienen estos elementos, pero el sentido que a través de ellos se hace presente depende de la actitud religiosa de la que son expresión, del conjunto de la religión a la que pertenecen y de la naturaleza de los poderes con que los sujetos del culto se ponen en contacto.

El culto cristiano contiene todos los elementos externos enumerados por la fenomenología del culto religioso, aunque para poder ser identificados como cristianos tienen que cumplir dos condiciones, que constituyen otras tantas características del sistema religioso que conocemos como cristianismo. En ellos se ha de expresar esa actitud de reconocimiento de la absoluta dependencia, que resume el término devoción como manifestación de la actitud teologal. Todos esos actos han de dirigirse, además, a la única realidad capaz de suscitar tal reconocimiento, la realidad soberana del Dios único revelado en Jesucristo.

Desde las precisiones terminológicas que preceden podemos proponer, a modo de conclusión, algunas consideraciones sobre los términos relativos a la devoción mariana que nos introduzcan en la descripción de la realidad designada por ellos.

III. Devoción y devociones. Piedad y culto referidos a María

Con la palabra devoción designamos la actitud interior por la que la persona entra en relación con la realidad objeto de esa devoción. Esta actitud tiene como aspectos principales la entrega, surgida de la raíz de la caridad, de su propia persona a través de una confianza incondicional, impregnada de fuertes componentes afectivos, y que pone al sujeto en situación de asidua y fiel dedicación y dependencia.

La misma palabra es utilizada para designar el acto concreto y, más frecuentemente, los múltiples actos en los que se expresa la actitud interior. La devoción como acto o conjunto de actos puede revestir dos formas más importantes. La primera se refiere a los actos devocionales con los que un sujeto aislado expresa su actitud interior. Tales devociones, aunque sean realizadas por muchas personas a la vez, tienen por sujeto a cada una de ellas y cada una busca en su devoción particular un bien concreto. Pueden estar ligadas a unlugar, una ocasión, una imagen y unos actos peculiares. Con frecuencia esos actos han tenido su origen en un movimiento originado por una familia religiosa, una congregación o una persona carismática, y frecuentemente el atractivo del objeto de la devoción radica en un hecho extraordinario —como la aparición de María o la frecuencia de curaciones milagrosas-- que ha señalado el lugar y el objeto de la devoción.

La segunda forma de devoción es la designada como devoción popular. Sin entrar en las discusiones que el empleo del término ha originado, al hablar de devoción popular nos referimos aquí a hechos cuyo origen no es fácilmente determinable, transmitidos tradicionalmente y que han influido notablemente en la identidad cultural de quienes los viven, que tienen por sujeto a una comunidad determinada y en los que participan activamente todos los miembros de esa comunidad. Otros rasgos de estas devociones son el estar ligadas a un lugar muy estrechamente vinculado con la historia de la población, el que su celebración constituya un ejemplo palpable de lo que sociólogos, antropólogos e historiadores de la religión denominan como fiesta. Que en su celebración se manifieste una notable riqueza imaginativa y emotiva y que posea una existencia simbólica en la que predominan las mediaciones activas y sensibles sobre las mediaciones racionales y que suelen estar ligadas por el tipo de lugares, las épocas de la celebración o los contenidos de la misma con el mundo de lo cósmico-biológico, con la naturaleza y el fenómeno de la vida.

Frente a la devoción y las devociones, el culto mariano se refiere fundamentalmente al sistema de ritos y celebraciones que tienen por objeto a María, celebrados por el conjunto de la iglesia y sancionado y regulado por ella e incluido como un elemento del mismo en el sistema más amplio del culto cristiano. Sin que el culto se agote en la liturgia, es indudable que adquiere en ella un "valor preeminente", ya que la liturgia tiene "un reconocido valor de ejemplo para las otras formas de culto". Por eso con la expresión culto mariano vamos a referirnos nosotros, en lo que sigue, principalmente al culto de María en la liturgia de la iglesia.

Así, la alusión al vocabulario y el recurso al sentido de las palabras en el contexto que ofrece el estudio del hecho religioso nos permite iniciar la descripción de ese complejo fenómeno que llamamos devoción o piedad mariana o culto mariano.

El primer aspecto lo constituye la devoción o piedad mariana, concreción de la actitud de reconocimiento de Dios en relación con quien constituye una de sus magnalia o maravillas para con nosotros.'

El segundo abarca el número casi incontable de devociones con que los fieles cristianos expresan esa actitud interior de devoción o piedad. Es, pues, el abigarramiento devocional con sus gestos propios, sus lugares preferentes; las ocasiones con que se realizan; las peculiaridades de la actitud interior que traducen; los actos concretos; las modalidades de estos actos; las fórmulas manejadas y la forma de la utilización de las mismas.

El tercero está compuesto por lo que hemos llamado las devociones tradicionales y populares. De él son rasgos característicos la conexión con la tradición y la cultura de los que participan en ella; el carácter participado y comunitario de sus celebraciones; la conexión con un lugar central para la historia y la vida de la sociedad; la riqueza festiva de las celebraciones y la conexión con la naturaleza y la vida.

La cuarta y última manifestación de la devoción mariana la constituye lo que hemos denominado culto mariano, más ligado con la religiosidad oficial, que utiliza fórmulas creadas o sancionadas por la autoridad de la iglesia y que mantiene una relación más definida con el conjunto del culto cristiano.

Ante la imposibilidad de abarcar todos los aspectos enunciados, nos contentaremos con aludir a la devoción mariana en el sentido de actitud fundamental y al culto mariano tal como aparece en la liturgia de la iglesia, y prestaremos especial atención a las devociones marinas en el segundo sentido enumerado y a la devoción tradicional y popular.

IV. La devoción mariana en la actualidad. Primera aproximación

¿Cómo se presenta la devoción mariana en la actualidad, preferentemente en estos dos aspectos?

Desde los años que siguen al concilio Vat II resulta casi tópico hablar de la crisis de la devoción mariana. La misma exhortación de Pablo VI habla de la posibilidad de que los cambios produzcan una momentánea desorientación y reconoce que la devoción mariana ha sido en estos últimos años "objeto de estudio, de revisión y también de cierta perplejidad". Más recientemente no es extraño leer diagnósticos de la cuestión mariana que subrayan un "redescubrimiento de María", un "auge de la devoción" y una "vuelta de María" tras un tiempo de marginación..

Tales afirmaciones contrapuestas reflejan en el terreno de la piedad mariana la ambigüedad y el malestar de los diagnósticos actuales sobre la situación religiosa y suponen una referencia obligada a ella al iniciar su descripción. Pero ésta, para ser mínimamente fiel, para captar el sentido del fenómeno descrito, debe comenzar por analizar los antecedentes que han conducido a tal situación. Por eso creemos indispensable referirnos primero a los resultados de la historia de la devoción mariana. Después deberemos analizar con más detalles las razones del malestar actual y la situación de los diferentes aspectos que comporta el culto o la devoción mariana.

No es posible recorrer aquí detalladamente los resultados de la historia de la devoción y el culto mariano; tampoco lo creemos necesario por ser un trabajo ya hecho y existir excelentes resúmenes del mismo. Pero, en cambio, creemos indispensable, para comprender la situación actual, referirnos a los hechos que la han desencadenado y a aquellos momentos de la historia anterior que pueden suponer precedentes de la misma y que ofrecen la perspectiva que permite situar los acontecimientos actuales.

V. Del Nuevo Testamento a la edad media

La historia de la devoción mariana presenta ciclos repetidos de expansión y de contención e incluso decadencia. Refiriéndonos tan sólo a los más importantes, el cristianismo medieval constituye un primer momento culminante en el desarrollo y la expansión de la devoción mariana. Las características de la devoción en este período son las de la devoción popular llevadas a su extremo. La devoción y el culto que, enraizada en los textos sobrios del NT y con antecedentes en los primeros siglos, comienza a expresarse en imágenes, fiestas, templos, títulos y 'oraciones desde finales del s. III y, sobre todo, desde después del concilio de Efeso entra en occidente "a partir del s. xi, en un desarrollo propio, rápido y abigarrado" que culminará en el final de la edad media y el principio de la edad moderna. Durante este período la piedad mariana se caracteriza por "una explosión formidable de hermandades, devociones, relatos de milagros"., santuarios, peregrinaciones, leyendas y reliquias. La descripción que E. de la Ruelle hace de la piedad popular de la edad media puede aplicarse a la devoción mariana: "Religión que tiene necesidad de signos y que es esencialmente exterior, que tiene necesidad... de ver. Religión que gusta de lo maravilloso, lo fantástico, que está en continua espera del milagro. Religión antropocentrista, más ocupada de la salvación... que de la alabanza de Dios. Religión separada de la moral y reducida al culto o a las buenas obras, en todo caso a observancias". Religión, por lo demás, con un fondo de superstición, testigo del paganismo antiguo que contiene. ¿Cuáles son las razones de esta transformación tan importante? Las hay sin duda de índole socio-cultural. Así las condiciones precarias de vida del pueblo y su exposición a hambres, pestes y toda clase de desgracias. Así también la estructura piramidal de la sociedad medieval, que se refleja en la nueva forma de ubicar a María, que de figura, tipo y símbolo de la iglesia y de hermana de los hombres pasa a ocupar un lugar intermedio entre Jesucristo y la iglesia y a ser honrada como reina más que como humilde sierva y como madre más que como hermana de los hombres.

Es indudable que también han influido en esta situación razones derivadas de la organización misma de la vida cristiana. Así el alejamiento de la cultura teológica, encerrada en círculos de especialistas alejados de un pueblo mantenido en la ignorancia, propiciaba la proliferación de lo legendario; la rigidez del culto oficial, hecho en una lengua cada vez menos conocida por el pueblo, originaba en éste la creación de expresiones propias más libres y espontáneas que compensasen la aridez de las formas oficiales, con el consiguiente peligro del recurso a lo maravilloso e incluso lo supersticioso y lo mágico.

Pero existen otras de carácter religioso, a las que debemos aludir. Nos referiremos a las dos que nos parecen más importantes para nuestro propósito.

VI. Paganismo y devoción a María

Con frecuencia se ha recurrido para explicar la irrupción de esta devoción femenina, de este culto de una mujer en una religión marcadamente patriarcal como la judeocristiana, al influjo del paganismo y más concretamente del culto de las diosas-madres, tan extendido en el oriente medio y en toda la cuenca del Mediterráneo. La tesis del origen pagano de la devoción mariana ha sido presentada por autores como Gressmann, Norden, Dibelius, Loisy, de formas más o menos radicales. Para algunos se trataría de un influjo de la mitología pagana relativa a las diosas vírgenes y madres sobre los relatos de la infancia.

Pero la diferencia de mentalidad de estructura e incluso de datos materiales entre esas mitologías, con sus teogamias y sus antropomorfismos que reproducen los ciclos naturales, y los relatos de la infancia, con su insistencia en la acción soberana de un Dios trascendente que llama a una persona, es tal que resulta imposible establecer una relación efectiva de las mismas con los relatos evangélicos de la infancia.

La segunda forma que reviste esa tesis puede expresarse con este texto de Fr. Heiler: "Sobre el fundamento natural de la creencia en las diosas-madres se desarrolló la fe cristiana en María como madre de Dios". Textos semejantes pueden encontrarse en S. Reinach, G. van der Leeuw y en otros muchos autores, hasta convertir la hipótesis en una especie de lugar común cuya repetición evitaba el deber de la prueba.

Es un hecho que el cristianismo no ha podido dejar de tener contacto con las innumerables diosas del paganismo en la época del helenismo: la cananea Astarté, la babilonia Istar, las griegas Rea y Gaia, la frigia Cibeles, la Artemisa de Éfeso, la Deméter de Eleusis, la egipcia Isis, etc.

¿Pero qué efectos han tenido eso contactos? La violenta oposición del cristianismo a la actitud sincretista hace difícil comprender una asimilación por el cristianismo de elementos importantes de la religiosidad pagana. Más bien el temor a la introducción de este elemento de las divinidades femeninas del paganismo en el seno del cristianismo podría haber actuado como freno al desarrollo di la piedad mariana. En todo caso hay dos diferencias fundamentales entre el culto cristiano a María y los cultos paganos: la clara conciencia de la absoluta trascendencia de Dios, que opera como factor que elimina cualquier tendencia idolátrica y la oposición por parte del cristianismo a una divinización de la vida que ponga en peligro el carácter absolutamente libre de la decisión creadora de Dios.

VII. Asunción por el cristianismo de elementos paganos

Pero, establecida la originalidad del culto cristiano de la Virgen, queda por resolver el problema de si este culto, que de hecho ha sustituido al de las diosas madres en las poblaciones entre las que se extiende el cristianismo, no ha tomado elementos de estos cultos anteriores, integrándolos en una nueva síntesis. El problema tiene dos aspectos diferentes: el primero es la existencia de tomas concretas de elementos paganos por el cristianismo al extenderse entre las capas populares; el segundo, la posible influencia de los esquemas simbólicos o arquetipos que, presentes en el alma humana, se expresaban en los símbolos paganos de las diosas madres e impregnan el culto cristiano de la virgen María.

En cuanto a la primera cuestión parece cierto que el cristianismo ha asumido elementos de la religiosidad anterior. Es claro, por ejemplo, la sustitución por el cristianismo de fiestas paganas anteriores. Al pueblo, decía san Gregorio Nacianceno, le gustan las fiestas, y muchas de las del ciclo estacional o del proceso agrícola serán sustituidas y cambiadas de sentido por el cristianismo. Todo parece indicar, además, que la consigna de san Gregorio Magno en 595 de que no hay que destruir los templos (paganos), sino transformarlos en iglesias ha sido seguida en más de una ocasión. El p. Noyon reconoce que "el culto de María ha sucedido en algunos casos a un culto local femenino". H. Rahner ha mostrado en qué medida el cristianismo ha asumido elementos tales como fiestas, símbolos, temas míticos del paganismo, integrándolos en el conjunto de su culto y en el del culto mariano. Ante la imposibilidad de hacer un recuento de estos elemento, nos referiremos a uno particularmente importante en la historia de la devoción mariana: los santuarios.

De hecho, en la eclosión primera y la proliferación posterior de santuarios que se produce tras la crisis iconoclasta, se constata que los santuarios surgidos en torno a los sepulcros de los mártires y a los lugares de los ermitaños se extenderán después a otros santos y posteriormente serán con frecuencia reemplazados por santuarios marianos. Pues bien, entre las razones que se aducen de esta proliferación de santuarios, se citan "las urgencias de la pastoral rural de superar el paganismo restante, sustituyendo los lugares campestres del culto idolátrico por medio de santuarios cristianos". Es, pues, un hecho que la implantación del cristianismo entre poblaciones previamente paganas ha llevado a la asunción de determinados elementos del paganismo, aun cuando es preciso afirmar también que esa integración ha supuesto una notable transformación en los elementos asumidos.

VIII. Devoción mariana y arquetipo femenino

En relación con el segundo tema, no es difícil encontrar en estudios del fenómeno religioso afirmaciones genéricas que dan por supuesto ese enraizamiento de la devoción mariana en arquetipos relativos a lo femenino, que se habrían manifestado igualmente en los cultos paganos. "En la figura femenina —escribe, por ejemplo, G. Widengren—se dan sobre todo los rasgos que ciertos adoradores buscan y encuentran en la divinidad. El tierno y cálido amor de la diosa madre se ofrece a sus creyentes como a hijos suyos. El amor místico a Dios del adorador masculino va a buscar con gusto rasgos femeninos en la imagen de Dios; así en la devoción a la Virgen del cristianismo...". Pero es sin duda la psicología analítica de orientación jungiana la que más ha desarrollado este tema. De acuerdo con ella, en la figura de María se expresaría el arquetipo de lo femenino con sus distintos aspectos de virgen, esposa y madre, después de eliminar los lados negativos que contiene ese arquetipo y que se concretan en las figuras femeninas de Gorgona, Hekate, Astarté, etc., que son madres terribles que absorben y castran la libertad, o esposas que enloquecen al hombre, y que en el cristianismo tal vez se habrían concretado en la figura de Eva.

El descubrimiento de la presencia de este arquetipo humano en el aspecto mariano del cristianismo lleva a algunos autores a reducir la figura de María a una cristalización de ese arquetipo. Fr. Heiler, por ejemplo, después de afirmar que "todas las religiones antiguas conocieron la veneración de la gran diosa madre" y que el cristianismo, religión eminentemente patriarcal por sus orígenes judíos, se complementa "con la figura femenina de la sabiduría divina, de la madre iglesia y de la Virgen madre de Dios", describe la evolución del culto a María, para concluir: "al final del largo y complicado desarrollo del culto mariano está la imagen puramente humana del eterno femenino". Pero un estudio detenido de los rasgos concretos de la figura de María en la doctrina de la iglesia, en el culto oficial y en la misma devoción popular permite detectar rasgos diferenciales esenciales en ella en relación con las divinidades femeninas de otros contextos, llevando a concluir en una originalidad radical de la figura de María, aun cuando en la relación que los cristianos mantienen con ella se manifiestan anhelos, necesidades, orientaciones profundas del alma humana que ha tenido su expresión en los diferentes símbolos concretos de lo femenino que atestigua la historia de la religión y la historia de la humanidad. Señalemos entre esos rasgos originales la condición estrictamente histórica de la figura de María, su igualdad con los hombres y su incondicional supeditación al Dios único, al que en ningún momento suplanta, sino al que sirve y obedece; su condición de discípula modelo que cree, escucha la palabra y permanece fiel hasta la cruz.

Así pues, la devoción mariana popular de la edad media ha podido sufrir la influencia de la religiosidad precristiana en las expresiones que ha utilizado, pero en modo alguno constituye una sustitución de la devoción y del culto de los primeros siglos por un culto de carácter sincretista. Probablemente esta evolución quede mejor expresada con el término de folclorización del cristianismo, que ha sido utilizada para el mismo fenómeno en épocas posteriores.

IX. El movimiento mariano de la contrarreforma

Los hechos son bien conocidos y, dado que aquí no pretendemos una historia de la devoción mariana, sino ofrecer una selección de sus configuraciones que nos permita comprender nuestra situación, me limitaré a insistir en lo que me parece característico de la devoción y el culto mariano en la época moderna.

La reforma protestante es en buena medida una reacción contra los abusos de una piedad popular que corría el riesgo de caer en la superstición. El concilio de Trento se contenta con recordar la legitimidad del culto a los santos y especialmente a María. Más tarde la controversia protestante-católica tendrá uno de sus puntos importantes en la cuestión mariana.

A partir de 1600 comienza a desarrollarse en el seno de la reforma católica un verdadero movimiento mariano, que determinará las nuevasformas de devoción a María. Con los peligros de simplificación que comporta todo resumen, tal vez lo esencial de la situación podría expresarse así. Durante la época moderna perdura en las capas populares una devoción contagiada de esa folclorización que tenderá a la superstición heredada del cristianismo medieval en las masas populares. Muestras de ello son la persistencia de la mentalidad animista, el universo mágico, los encantamientos, el recurso a los exorcismos, las creencias en brujos y brujas y la presencia de Satán, a que se refiere la historia del catolicismo. Que la devoción mariana no deja de verse afectada en estos estratos por tales males lo muestran las críticas que contra sus formas extremas representan varios documentos importantes de la época: los avisos saludables de la virgen María a sus fieles indiscretos de Widenfeld; las censuras a la Mística Ciudad de María Jesús de Agreda; la crítica de Pascal en la 9.a provincial al "Paraíso abierto..." del p. Paul de Barry y la obra de L. A. de Muratori Della regolata divozione dei cristiani, "obra de notable modernidad y ya en el espíritu del Vat II".

Pero frente a las desviaciones, criticadas tal vez con exceso en esos textos, la época de la reforma católica, empalmando con los esfuerzos reformistas de la espiritualidad anteriores a la reforma protestante, va a suponer un esfuerzo considerable de cristianización de las masas y de espiritualización del sentimiento religioso, que se reflejará en una purificación paralela de la devoción mariana. Los medios para ello serán las medidas reformadoras del concilio de Trento. Mejor formación del clero, la reglamentación de su forma de vida, la extensión de la formación por las "pequeñas escuelas", la predicación y el catecismo, las misiones populares, la mejor asistencia sacramental en las parroquias y la lucha contra determinados usos folclóricos introducidos en la práctica religiosa. El resultado en nuestro tema es una multiplicación y una mejora de las prácticas de devoción a María; el nacimiento de numerosas familias religiosas consagradas a su culto; la fundación de cofradías y congregaciones marianas; el culto a imágenes de nuevas advocaciones (frecuentemente vestidas con túnica y manto); la construcción de nuevos santuarios en el suntuoso estilo barroco y rococó con la novedad del camarín; las fiestas con ocasión de coronaciones de esas imágenes. Probablemente el dato más importante sea la extensión de formas nuevas de devoción mariana, centradas en la oblación de los devotos, la vida "mariforme"; la esclavitud mariana, etc.

El resultado del desarrollo de la piedad mariana es el crecimiento 59 del aspecto devocional, tanto por el cultivo de la actitud interior como, sobre todo, por la multiplicación de mediaciones devocionales. Estas, cultivadas por una iglesia que intenta cristianizar la religiosidad folclorizada del pueblo, son el resultado de un movimiento de popularización, de una devoción surgida en círculos más cultivados y expresada en la cada vez más desarrollada mariología. Se trata, pues, de una tendencia a "popularizar el modelo cristiano de las minorías". Esto ha supuesto, sin duda, una notable purificación del cristianismo popular, "un esfuerzo gigantesco de cristianización". Pero si se tiene en cuenta que esta cristianización se ha servido con frecuencia del recurso al temor a los castigos y de la presión ejercida por la sociedad civil, se comprende que esta popularización, en la que con frecuencia los actos de devoción, las devociones concretas, se han ido separando de la devoción interior que las animaba, haya conducido también a esa vida devocional ritualista, individualista y sentimental, muy orientada a la obtención de favores concretos, que constituye la forma de vivir el cristianismo de la masa de los practicantes que está ahora exigiendo un nuevo esfuerzo de cristianización 62.

X. La devoción mariana desde el s. XIX hasta el Vaticano II

El s. xviii, con la ilustración y las sucesivas revoluciones, supone una crisis importante para la vida religiosa y concretamente para la devoción mariana. La crisis comenzará a superarse a partir de 1830. El cerco de críticas que rodea a lo cristiano hace crecer en los fieles una especial situación psicológica. Desde ella se comprende mejor el renacimiento de la devoción mariana y las características que reviste.

El elemento más importante y más nuevo del movimiento es la serie de apariciones de la Virgen, que comienza por la de la medalla milagrosa (de la rue du Bac) en 1830, sigue con la de la Salette (1846) y tiene en Lourdes (1858) uno de sus puntos culminantes. Tras ésta vienen: Pontmain (1871) y, ya en nuestro siglo, Fátima (1917) y Boraing y Banneux (Bélgica, 1932-1933). El fenómeno se hace tan frecuente que, sólo de los años treinta a los setenta, se han contado más de 200 apariciones de María no aprobadas por la iglesia, en 30 países diferentes. No es extraño, pues, que se haya caracterizado a este período como el tiempo de las epifanías de María. Elementos comunes a casi todas las / apariciones son la condición sencilla de los videntes, la transmisión de un mensaje que llama a la conversión e invita a la práctica de devociones; la constitución de un santuario en el que se producen hechos milagrosos y que se convierte en lugar de peregrinación".

Junto a las apariciones, la nueva etapa de la devoción mariana se caracteriza por una participación activa de la jerarquía en la promoción de la devoción mariana popular. Entre las iniciativas de distinto rango que influyen en esa promoción se cuentan la definición de la inmaculada, el fomento de congresos marianos, fundados en Italia en 1895, convertidos a partir de 1900 en internacionales, y que en sus diferentes niveles locales, nacionales, internacionales, se cuentan por centenares; la fundación a partir de 1935 de sociedades mariológicas nacionales, con sus correspondientes revistas. Este lado oficial del movimiento mariano tiene otro elemento importante en el desarrollo progresivo de la mariología, como rama independiente de la teología, que da lugar a tratados de mariología.

Este movimiento oficial pasa también por las campañas de firmas para la petición de la definición por el magisterio de la iglesia de determinados títulos marianos. El celo del movimiento mariano fue asumido por Pío XII, en los últimos años de cuyo pontificado se produjeron las más grandes manifestaciones marianas: definición de la asunción de María (1950), año santo mariano (1954), en el centenario de la definición de la inmaculada concepción, con proclamación de la realeza de María.

Junto a este aspecto oficial del movimiento mariano, en el que se ha señalado una desproporción entre la generosidad que lo animaba y la mediocridad o el artificio de sus realizaciones, discurre el lado popular del movimiento, en el que tienen especial relieve las peregrinaciones a los numerosos santuarios marianos (especialmente a los surgidos en torno a las apariciones), la multiplicación de devociones en forma de meses, novenas, triduos, en honor de la Virgen bajo diferentes advocaciones, el uso de hábitos y escapularios; la instauración de congregaciones y cofradías en torno a las órdenes religiosas y a las parroquias y una notable extensión de determinadas devociones, entre las que sobresalen el rosario en las familias y en la vida privada de numerosos católicos. Puede afirmarse que, entre los rasgos del católico practicante que constituye el perfil del creyente ordinario a lo largo de esta etapa, se destacan una serie de prácticas que tienen por objeto a María bajo la forma de devociones, que discurren por cauces paralelos a la vida sacramental y litúrgica y en algunos casos llegan a suplirla, produciendo una especie de devocionalización de la vida sacramental e incluso de la vida cristiana.

XI. El concilio Vaticano II

El concilio Vat II, cuya influencia sobre la vida cristiana del catolicismo ha sido extraordinaria, va a influir también considerablemente sobre la teología católica en relación con María y sobre el conjunto de la vida mariana de los fieles.

Es, como se ha observado con razón, el concilio ecuménico que más extensamente se ha ocupado de María. Pero basta una lectura somera del c. VIII de la constitución Lumen gentium para percibir que su tratamiento del tema no se sitúa en la línea de lo que constituía el "movimiento mariano" del último siglo, ni en la del magisterio pontificio del último de los papas anteriores al concilio. No faltaron obispos que lo concibieran, en esta como en otras cuestiones, en línea de perfecta continuidad. Testigos de ello, los trescientos obispos que pidieron a Juan XXIII la definición por el concilio del título de María mediadora. Pero tal continuidad no se produjo. Al contrario, la doctrina conciliar sobre María y las orientaciones prácticas que se derivan de ella y que explicitará la exhortación Marialis cultus, de Pablo VI, constituyen el punto de partida de una reorientación fundamental de la piedad mariana.

Como puntos más importantes de esta reorientación cabe señalar: la reconducción de las innumerables devociones, cuya legitimidad se reconoce, pero cuyos peligros se denuncian, al culto litúrgico de la iglesia a María y de éste al único culto cristiano: el tributado al Padre por Jesucristo". El paso de una mariología orientada al descubrimiento progresivo de nuevos títulos honoríficos para María a un redescubrimiento del lugar de María en la historia de la salvación en la línea de los textos de la Escritura y en especial del NT. De figura aislada (que en algunas devociones podría correr el peligro de sustituir al único mediador, para en casos extremos constituirse en una especie de divinidad femenina) María pasa a ser considerada en el concilio a partir de su relación con el misterio del Hijo y del Padre, que en él nos comunica su Espíritu. Por último, la decisión —adoptada en votación muy reñida— de tratar el tema de María en el conjunto de la constitución sobre la iglesia es una muestra de la intención de situar a María en relación con la iglesia como tipo de la misma y como modelo de los creyentes.

XII. La crisis del posconcilio

Al final del concilio se manifiestan abiertamente síntomas, latentes los años inmediatamente anteriores, de una crisis de este movimiento mariano nacido en el clima de la contrarreforma y exacerbado en el siglo que va de 1850 a 1954. Los términos con que se designa el fenómeno varían según las posturas ideológicas y los talantes espirituales de los autores de los diagnósticos: perplejidad, crisis, abandono, malestar, desconcierto. Se trata en todo caso de una puesta en cuestión de muchas de las manifestaciones de la devoción a María y de la orientación misma de esa devoción y de la doctrina que la acompañaba. Los aspectos más manifiestos de la crisis son una notable disminución de la práctica devocional tanto en la esfera pública como en la familiar y la privada. El paso de la figura de María del papel protagonista en las actividades pastorales y en la práctica devocional a un discreto segundo plano, que termina en algunos sectores en una especie de oscurecimiento o de eclipse total.

El paso de un estado de ánimo que se expresaba en el de Maria nunquam satis (sobre María nunca se dirá bastante), a un estado de ánimo compartido por algunos pastores y por cristianos pertenecientes a sectores críticos que se expresaba en el de Maria nunc est satis (ya está bien), aplicado sobre todo a las extrapolaciones de algunas devociones marianas

Otro síntoma de la situación de crisis de los años sesenta y primeros años setenta lo constituye el establecimiento de dos corrientes teológicas notablemente distintas entre sí y las vacilaciones de la teología a la hora de tratar el tema de María y de situarlo en el conjunto de la doctrina cristiana, vacilaciones que reflejan los materiales catequétios [>Catequesis] y el resto de las actividades pastorales. La devoción mariana, se dirá, tiende a aparecer en el cristianismo como accesoria, secundaria,superpuesta y en cierta medida artificial. En poco tiempo se ha pasado de una "mariología triunfalista" a una "mariología vergonzante". Por último, es clara expresión de la situación de crisis el abandono por parte de muchos católicos de los actos de devoción personal, que ha llevado a muchos a constatar después un período en su vida de "abstinencia mariana".

XIII. Causas de la crisis

Más difícil que describir el hecho resulta descubrir sus causas. Pero es imprescindible intentarlo si se quiere comprender el fenómeno con vistas a valorar nuestra actual situación.

La primera causa de la crisis está en un desgaste interno al movimiento mismo. Las prácticas devocionales, cultivadas con más preocupación por la cantidad que por la calidad, terminan por agotarse. En efecto, no se pueden ignorar deficiencias muy considerables desde el punto de vista religioso y cristiano de muchas de esas devociones. Así, no pocas han surgido como consecuencia de una "pastoral del miedo", utilizada con demasiada insistencia desde la época de la contrarreforma. En otras predominaba la búsqueda del propio interés, bajo la forma del propósito de la salvación, que la devoción mariana había canalizado en el catolicismo desde la edad media. En muchas devociones marianas se había cultivado de forma excesiva el recurso al sentimiento, tal vez como compensación de un catolicismo oficial excesivamente polarizado por una comprensión doctrinal de la fe. No pocas veces contaba más en la práctica devocional la materialidad del acto que las disposiciones interiores previas —comenzando por la atención— y la actitud en el momento mismo desu realización. Las devociones, además, habían colaborado a esa reducción empobrecedora del cristianismo que es su privatización a ultranza, dado que las devociones —incluso realizadas por grandes masas— pocas veces consiguen superar el individualismo de los que toman parte en ellas sin dar lugar a actos comunitarios y participados. Señalemos, por fin, el peligro de que las devociones sustituyesen a la vida sacramental y litúrgica de la iglesia y las desviaciones ya aludidas, que llevaban a algunos devotos a sustituir a Jesucristo y a Dios mismo por una figura de María claramente mitificada y alejada de la que de ella nos presenta el NT.

En este desgaste interno a las propias devociones, mal cultivadas por una pastoral defectuosa, está la razón más importante de su trance. Pero a esto hay que añadir otras razones que han intervenido en esa crisis, más amplia que la de la devoción mariana e incluso que la crisis devocional, que ha afectado al cristianismo y a la religión en los dos últimos decenios: la más importante radica en el cambio socio-cultural operado en los países occidentales después de la segunda guerra mundial y cuyos efectos comenzaron a percibirse en España diez años después. Con esa expresión nos referimos, en primer lugar, al cambio en las condiciones materiales de vida, a las transformaciones en los procesos de producción, al paso de grandes masas de población de la agricultura a la industria, del campo a las grandes ciudades; al crecimiento del nivel de vida y al acceso de las masas a formas de vida más cómodas y más fáciles. Esa expresión connota también el cambio consiguiente en la mentalidad de las personas, en su forma de pensar, con predominio, por una parte, del pensamiento científico-técnico y, por otra, la tendencia a la autonomización, al pensar poruno mismo, que a veces termina en una verdadera inmanentización de la razón. El cambio socio-cultural comporta igualmente una transformación en la escala de los valores a que se aspira, las pautas de comportamiento y las costumbres en que aquéllas se plasman.

El cambio socio-cultural profundo, acelerado y universal de los decenios pasados en el que culminaba, extendiéndose a las masas del mundo occidental, un proceso que había comenzado con la época moderna, produjo rápidamente como primer efecto la secularización de la sociedad y de la vida de esas poblaciones, sustrayendo al influjo directo de la vida religiosa zonas y sectores hasta entonces condicionados y hasta dirigidos y dominados por ella. En muchos casos la transformación de la mentalidad y de la moral de las personas socavaba una fe excesivamente y defectuosamente ligada a expresiones y mediaciones de todo tipo, creadas en situaciones culturales muy diferentes

Así, no es extraño que el cambio socio-cultural provocase desconcierto y crisis en ese aspecto de la vida cristiana que es la devoción mariana. En esta coyuntura se produjo la celebración y sobre todo la aplicación del Vat II.

En realidad, se trataba de una reflexión eclesial con la que se respondía a los retos de la nueva situación. Pero hay que reconocer que la aplicación del concilio no estuvo a la altura de lo que se pretendía aplicar. Desconcertados por corrientes o modas teológicas poco sedimentadas como la teología de la secularización y la teología radical; desconcertados sobre todo por el impacto del cambio socio-cultural, no pocos agentes de pastoral intentaron aplicaciones del concilio faltas de tino, de hondura religiosa y cristiana y de pedagogía. Esta pastoral realizada a veces desde la improvisación y la superficialidad, el miedo, la inseguridad y el acomplejamiento frente a lo moderno condujo en ocasiones al menosprecio hacia lo popular, a la eliminación de lo que el concilio había querido purificar, al vaciamiento puritano de lo devocional en el cristianismo y a la búsqueda de fórmulas anónimas o clandestinas de realización de lo cristiano.

La lectura de las causas de esa profunda crisis que ha vivido el cristianismo en los últimos años hace pensar que ésta sólo podía desembocar en la desaparición pura y simple del cristianismo visible y sobre todo de su aspecto devocional. Hacia ahí apuntaban por lo demás los pronósticos hechos en aquellos años. Según muchos de ellos, se caminaba hacia un cristianismo, hacia una religión invisible, reducida al ámbito privado de la conciencia y desprovista de todo relieve y de toda significación social.

Sin embargo, los hechos no están dando la razón a tales pronósticos, y hoy asistimos a una efervescencia religiosa, a una pervivencia de la religión, a una transformación, un redescubrimiento de lo sagrado que constatan sociólogos de la religión, teólogos y pastoralistas.

En este contexto se sitúa el último episodio de ese complejo fenómeno que es la devoción mariana que intentamos describir. En efecto, en estos últimos años se constata un retorno de María, una vuelta de María a la iglesia, en el que, según las ideologías de cada uno, hay quien ve un síntoma de que las aguas vuelven a su cauce y otros ven el fruto de la renovación surgida del concilio. Síntomas del cambio de situación pueden ser: la notable mejora del culto litúrgico que ha supuesto la aplicación de los principios del Vat II en lo relativo a fiestas marianas, los textos de la liturgia eucarística reformada, el leccionario de la misa, los textos incluidos en la liturgia de las horas; la pervivencia y el crecimiento de la frecuentación de los santuarios marianos surgidos en torno a las apariciones. La recuperación de la religiosidad popular --tradicional—, que tiene una de sus principales manifestaciones en santuarios, peregrinaciones, cofradías y procesiones marianas; la atención y el aprecio crecientes de la pastoral y de la teología --incluso en sus orientaciones más comprometidas socio-políticamente— hacia el fenómeno de la religiosidad popular; la búsqueda de renovación en algunas prácticas devocionales; el mayor vigor de la producción teológica en mariología.

XIV. Elementos para una valoración de la devoción mariana en la actualidad

Comenzamos por proponer, como marco general para esta valoración, una hipótesis que nos sugieren muchos de los análisis actuales sobre nuestro tema y, sobre todo, los datos más salientes de la historia reciente a que hemos aludido.

La pérdida de relieve social que supone el proceso de secularización, el clima culturalmente inhóspito que crea la difusión de las críticas del cristianismo y de las ideologías de la increencia, la mentalidad teñida de racionalismo y de positivismo suscitan una reacción en parte inconsciente de las capas populares del catolicismo hacia formas visibles y tangibles, seguras, masivas, afectivas de encarnar la vida cristiana, que originan ese devocionalismo en el que desempeñan un papel preponderante la creencia en apariciones y milagros, que constituirían especies de pruebas y verificaciones de lo sobrenatural; las concentraciones en peregrinaciones y celebraciones festivas en torno a los santuarios; la multiplicación de actos con fuerte contenido emotivo y fácilmente contabilizables; en una palabra, la inclinación a encarnar el cristianismo en esa forma practicante y devocionalista que ofrece la seguridad, compensación afectiva y relieve social de que las nuevas circunstancias han privado al ejercicio de la vida cristiana. De este cristianismo devocionalista es, desde la época de la contrarreforma, una manifestación privilegiada el culto mariano. Situado el eje de la vida cristiana en la práctica cultual devocionalmente orientada, es normal que la acción pastoral se oriente a promover esas devociones apoyando y difundiendo sus manifestaciones. Así, durante el siglo que va de 1850 a 1954 asistimos al hecho nuevo de que la acción pastoral de la iglesia oficial, que en otras épocas se había mostrado reticente en relación con las devociones populares, se convierta ahora en uno de sus principales apoyos, como sucede en el pontificado de Pío XII, en el que culmina lo que se ha llamado la era mariana.

El catolicismo que aquí se expresa no es ciertamente el catolicismo folclorizado de la edad media. Le faltan los rasgos de lo tradicional, culturalmente hablando, y de lo popular. Por otra parte, los elementos más llamativamente contaminados de superstición han sido eliminados. Se trata de un catolicismo, de una religión, más que popular, popularizada, producto de la divulgación —es decir, de la extensión en el pueblo— de unas devociones nacidas en círculos generalmente minoritarios y especialmente congregaciones religiosas, que las difunden a través de la predicación, las misiones populares, las cofradías y congregaciones de seglares, la acción ejercida desde los santuarios. Los resultados de estetipo de catolicismo no son puramente negativos, pero tomado como forma ideal de encarnar el cristianismo resulta notablemente pobre y sus manifestaciones se agotan pronto, incapaces como son de resistir el impacto de las transformaciones culturales cuando éstas debilitan el apoyo social, externo, que en otros tiempos tuvieron.

Felizmente, en el seno del cristianismo católico fue madurando desde finales del siglo pasado y a lo largo del actual una reacción diferente a la nueva situación cultural y social del cristianismo. Es obra de grupos reducidos de pioneros en distintos campos del estudio y la acción, y cristaliza en lo que después se ha conocido como movimiento bíblico, litúrgico, ecuménico, evangelizador-misionero, catequético y de compromiso socio-político. Rasgos comunes de estos movimientos son el retorno a las fuentes bíblicas interpretadas de forma rigurosa, la búsqueda de la convergencia con las demás iglesias cristianas, la insistencia en devolver a la persona de Jesucristo el lugar central que le corresponde y hacer de la fe personal en él y del seguimiento de su persona el eje de la vida cristiana. Posteriormente se desarrollará una nueva forma de conciencia eclesial, una manera distinta de entender la presencia de la iglesia en el mundo y una preocupación por transformar desde la fe las condiciones sociales y personales de injusticia que presenta el mundo actual. Estos movimientos crecen paralelamente al desarrollo del catolicismo devocional promovido por las instancias oficiales de la iglesia, suponen en muchos casos una crítica tácita o expresa a muchos de sus elementos y producen un malestar en la iglesia oficial, que se traduce a veces en desconfianza y advertencias hacia los mismos por parte de la jerarquía.

El Vat II significa en buena medida la sanción oficial de estos movimientos reformadores del catolicismo. No es extraño que su aplicación agravase la crisis que otros factores venían causando en el catolicismo devocional y más concretamente en el culto y la devoción mariana.

Pero, superada la fase de un casi inevitable desconcierto y malestar, la aplicación del concilio al campo de la devoción mariana está llevando a él los beneficios innegables de una reforma providencial que venía preparándose desde hacía mucho tiempo.

La exhortación apostólica Marialis cultus, de Pablo VI, ha señalado magistralmente las líneas fundamentales de esa aplicación del concilio al culto mariano.

Nosotros terminaremos nuestra exposición proponiendo, a partir de dicha exhortación, algunos principios para una renovación de la devoción mariana que tenga en cuenta las circunstancias de nuestro tiempo y las previsibles de ese futuro próximo, que ya se anuncia en sus principales tendencias.

XV. Algunos principios sugeridos por la historia y la situación actual para vivir la devoción mariana en nuestro tiempo

Una encarnación de la devoción mariana adecuada a las exigencias del cristianismo y a la conciencia cristiana de nuestro tiempo pide, en primer lugar, una definición de la identidad misma del cristiano devoto. Con frecuencia, como muestra el recorrido histórico que hemos resumido, el devoto ha subrayado un aspecto del hecho complejo de la devoción conduciendo a unilateralizaciones peligrosas. Se trata ahora de integrar armónicamente la devoción a María en el conjunto de una identidad cristiana correctamente definida y auténticamente realizada, y de integrar en esa devoción los distintos elementos que comporta, situados orgánicamente de acuerdo con el puesto que les corresponde en el conjunto y con la función que están llamados a ejercer.

Comenzando por este segundo punto, hemos subrayado cómo el centro del fenómeno de la devoción es la actitud devota, la entrega de sí con lo que comporta de relación personal, de dedicación y de servicio. Así entendida, la devoción en sentido propio sólo puede dirigirse a Dios. Pero es indudable que ese reconocimiento del Dios que en Jesucristo nos ha manifestado su amor a los hombres, que llamamos fe y devoción cristiana, podrá legítimamente adjetivarse como mariano; no porque haga de María su término, sino, en primer lugar, porque esa actitud tiene en María —bienaventurada porque creyó y esclava del Señor que supo aceptar incondicionalmente, devotamente, el designio de Dios sobre ella, que era parte del designio de Dios sobre nosotros—un modelo admirable. Y, en segundo lugar, porque reconocer al Dios revelado y comunicado en su Hijo encarnado comporta admirar y reconocer como bienaventurada a la mujer que con su maternidad física y, antes y sobre todo, con su actitud creyente hizo de hecho posible la realización de esa encarnación de Dios. El valor en la realización de ese primer rasgo de la vida devota dependerá sobre todo del equilibrio con que se consiga la adjetivación mariana de ese reconocimiento del Dios encarnado en Jesucristo, que es la fe cristiana. Nunca se insistirá bastante en que la devoción cristiana no puede dirigirse a ninguna criatura que eclipse o sustituya la presencia del Dios único. Pero también conviene recordar que el realismo que la encarnación impone a la revelación del Dios cristiano hace que no podamos reconocerle más que en Jesucristo y que éste, en su ineliminable humanidad, aparece nacido de santa María virgen, con lo que la madre del Señor adquiere así, en el credo cristiano, una presencia no sólo de compañía y de ejemplo, sino de mediación querida por Dios. Tarea de cada generación cristiana, con la sensibilidad, la forma de pensar propia de su época, será encarnar esa adjetivación mariana del acto interior de la devoción, de la fe cristiana de la que se alimenta el ser, la identidad de los cristianos.

XVI. Rasgos de una devoción mariana actual

¿Cuáles podrían ser algunos rasgos de la adjetivación mariana de una devoción cristiana que corresponda a la actual conciencia histórica de los cristianos? En otros tiempos se han subrayado la sentimentalización, su capacidad de ser fuente de consuelo: sub tuum praesidium confugimus...; Mater misericordiae... Yo no creo que tales aspectos de la devoción deban ser eliminados, aunque creería peligroso que cristalizasen exclusivamente en torno al aspecto mariano de la devoción cristiana. Sin ánimo de ser exhaustivo, subrayaré otros que la piedad y la teología de los cristianos actuales está desarrollando y, en primer lugar, uno que han puesto de relieve los cristianos más sensibles a los sufrimientos de los pobres. El carácter mariano de la devoción cristiana subraya la predilección de Dios por los pobres y los sencillos, a los que revela el reino y declara bienaventurados, a los que favorece con su gracia, a los que eleva por encima de los poderosos. De ahí que en el lado mariano de la devoción cristiana se refleje el poder transformador de la persona y las estructuras que comporta el ser cristiano; tal vez radique ahí una de las verdaderas razones de la predilección de los pobres y los pequeños por el aspecto mariano de la vida cristiana [>Libertad II].

En la misma línea aludiré a otro aspecto en el que el lado mariano de la devoción puede colaborar a llenar lagunas importantes en la realización del ser cristiano. La figura de María pone de relieve la humanidad del Dios cristiano. Por eso el aspecto mariano de la devoción cristiana podría manifestar más explícitamente los gérmenes humanizadores que contiene el cristianismo. Entre los temas que ganarían con ser reconsiderados desde visiones renovadas aludamos al de la sexualidad humana y al del feminismo.

La devoción mariana de nuestros días debería, a mi modo de ver, prestar una ocasión —no la única, por supuesto— para responder al malestar que esa mitad larga de los cristianos, que son las mujeres, experimentan en el seno de un cristianismo que se ha configurado en contextos culturales fundamentalmente masculinos y que ha dejado que sus estructuras y mediaciones de todo tipo reflejen demasiado los condicionamientos de ese contexto. ¿No podría la devoción mariana facilitar a los cristianos y cristianas de nuestros días la reconciliación de esas dos dimensiones de lo humano que son lo masculino y lo femenino, que siglos de tradición patriarcal y movimientos feministas puramente reactivos tienden a oponer o a separar afirmando la una a costa de la otra?

Aludamos, para terminar, a otro aspecto importante de la identidad cristiana, que la devoción mariana renovada podría ayudar a revitalizar: la dimensión eclesial.

Con estas alusiones queremos tan sólo indicar el cambio importante que convendría imprimir al tratamiento teórico y práctico de la devoción mariana en el seno del cristianismo. Establecidos por el Vat II y documentos como la Marialis cultus los principios para su correcta realización, se trataría ahora, dando un paso más, de descubrir teórica y prácticamente el enriquecimiento que la vivencia de este aspecto de la vida cristiana puede aportar al conjunto del ser cristiano cuando se sitúa armónica y correctamente en su interior.

De esta raíz de la devoción que es la actitud interior surgen las expresiones y las mediaciones de la misma, entre las que hemos señalado como más importantes el culto mariano, las devociones populares tradicionales y las prácticas piadosas del cristianismo devocional.

XVII. Culto, prácticas devocionales y devociones marianas populares

¿Qué propiedades deben tener estas tres ramas de la devoción mariana? Anotemos, antes de entrar en cada una de ellas, alguna consideración relativa a las tres.

Y, en primer lugar, la necesidad de todas ellas. Contra las consideraciones puramente espiritualistas, interioristas, de la fe y la devoción es preciso insistir sobre la necesidad ineludible que el hombre tiene de encarnar en mediaciones de todo tipo su actitud interior de reconocimiento de Dios.

Esta necesidad radica, como santo Tomás mostró muy certeramente, en la condición humana, que no comienza a ser con ningún hombre aislado, sino que se enraíza en una tradición y una cultura que lo originan y a las que debe recrear con su aportación personal; que no existe más que encarnada en la corporalidad,que es lugar de realización, de expresión y de comunicación de un hombre, que es todo él corporal; y que al existir social y comunitariamente, necesita de medios, como son los símbolos y ritos cultuales, en los que se expresa y se constituye la identidad de la comunidad.

Por eso están llamados al fracaso todos los proyectos pastorales que ignoren o intenten reprimir las diferentes mediaciones, también las marianas, de la actitud de devoción cristiana.

Pero, afirmada la necesidad de las mediaciones, necesitamos insistir igualmente en su relatividad. El centro de la devoción no está en sus mediaciones. Estas, además, son relativas a las situaciones en las que nacen, y por eso la fidelidad a la devoción exige la transformación, todo lo cuidadosa que se quiera, de sus expresiones, de acuerdo con las diferentes situaciones culturales por las que pasa el hombre. Este principio es especialmente importante en una época que se distingue por la profundidad y la rapidez de los cambios. A partir de él se comprende la equivocación de los restauracionismos, es decir, de la vuelta a toda costa a mediaciones que el paso del tiempo ha hecho inservibles para la encarnación actual de la fe-devoción cristiana. Es verdad que las transformaciones deben hacerse con pedagogía, con cuidado y sobre todo con sentido hacia lo religioso y lo cristiano. Pero actuadas con el debido respeto hacia la realidad que se hace presente en ella, la transformación es una condición indispensable para la fidelidad a una tradición, que sólo puede ser transmitida a las generaciones siguientes en la medida en que sea asimilable —y por tanto encarnada en nuestras propias formas— por la nuestra.menzando por el culto litúrgico, en él tiene la vivencia de la devoción mariana el primer recurso para su renovación. Ha habido momentos en los que una piedad devocional exuberante ha eclipsado el culto litúrgico, ocultándolo bajo un aluvión de fórmulas y de actos públicos y privados que ocupaban la atención y el tiempo de los fieles e incluso imponiendo su ley a la piedad sacramental y litúrgica, que eran rebajadas al nivel de lo simplemente devocional. El Vat II y la reforma litúrgica surgida de él han establecido las bases para un planteamiento correcto de la relación del culto litúrgico con los actos devocionales.

En relación con el culto mariano, cabe destacar los siguientes aspectos: inserción de la devoción a María "en el cauce del único culto que justa y merecidamente se llama cristiano". Esta inserción aparece especialmente en la ordenación de las fiestas que celebran la memoria de la Madre en una conexión más estrecha con la celebración de los misterios del Hijo, como medio para impedir la tendencia, presente en algunas formas de piedad popular, a separar el culto a la Virgen de su necesario punto de referencia: Cristo. También el análisis de los contenidos de las oraciones y de la disposición de las lecturas propuestas para la celebración de estas fiestas lleva a la constatación de que, siguiendo la inspiración del movimiento litúrgico, la instauración posconciliar "ha considerado con adecuada perspectiva a la Virgen en el misterio de Cristo y, en armonía con la tradición, le ha reconocido el puesto singular que le corresponde dentro del culto cristiano, como madre santa de Dios, íntimamente asociada al Redentor".

Pero la renovación conciliar de la liturgia ofrece otro principio general importante para orientar el ejercicio del culto litúrgico mariano y la relación de éste con las prácticas devocionales y populares.

La liturgia constituye el culmen y la fuente de la vida cristiana, tiene preeminente valor cultual, posee "un rico contenido doctrinal", "una incomparable eficacia pastoral y un reconocido valor de ejemplo para las otras formas de culto". Por eso no es extraño que, al recomendar el culto a la Virgen, la Marialis cultus subraye especialmente el culto litúrgico.

Sería importante en el empeño personal y en los proyectos pastorales por mejorar la devoción mariana sacar consecuencias concretas de esos principios y fecundar las prácticas devocionales a María con las riquezas del culto litúrgico que le consagra la iglesia. Pablo VI lo hacía cuando en la sección II de la Marialis cultus proponía a la Virgen como modelo de la iglesia en el ejercicio del culto. En otra línea cabe señalar algunas propiedades de la acción litúrgica capaces de purificar y enriquecer la vida devocional privada.

El culto litúrgico se distingue, en primer lugar, por la densidad, la riqueza y la pureza doctrinal de sus fórmulas. La referencia en ellas de la Escritura y de la tradición las convierte en una auténtica lex orandi, en la que la verdad cristiana es revivida en oración y que por eso puede ser tomada como lex credendi. Las fórmulas de la oración litúrgica, aquilatadas a lo largo de la vida de la iglesia, son eco de esa tradición perenne que nos pone en comunicación con los orígenes fundantes. Fruto de la oración de innumerables generaciones, han trascendido los acentos exclusivamente privados y por eso en ellas se reconoce fácilmente la comunidad orante de la iglesia. En ellas brilla con frecuencia ese fulgor de la verdad que es la belleza y todas contienen un fervor remansado, capaz de alimentar con sobriedad el sentimiento y la emoción de quienes oran con ellas: Laeti bibamus sobriam ebrietatem Spiritus, como recuerda Guardini citando el himno del breviario. En la liturgia nos podemos reconocer los hombres de épocas distantes porque en sus mejores fórmulas toman la palabra las aspiraciones, las nostalgias, las esperanzas que laten en el corazón de todos los hombres.

Después de unos años de alejamiento de la liturgia, las comunidades cristianas van volviendo en la actualidad a ella. Ha bastado una pedagogía más adecuada que las prepare para la comprensión y la degustación de unas fórmulas que, por ser más profundas, no entregan su secreto a lecturas superficiales o a utilizaciones apresuradas o rutinarias. Por eso me atrevo a sugerir —para vivir la devoción mariana— que antes de multiplicar las devociones divulgadas, rebajadas para uso del pueblo, intentemos acercar al pueblo a la piedad mariana contenida en el culto litúrgico a través de una paciente tarea de iniciación y de ejercitación litúrgica, que seguramente resultará un camino excelente para la ejercitación y la iniciación —la mystagogia— en el misterio cristiano.

• Las prácticas devocionales. Pero es verdad que el pueblo cristiano necesitará siempre recurrir a fórmulas devocionales más espontáneas, más próximas a las circunstancias concretas de la vida, para expresar y vivir ese reconocimiento del misterio —esa actitud teologal—que constituye el alma de la vida cristiana. Por eso el concilio Vat Il exhorta a promover, junto al culto litúrgico, otras formas de piedad; y la exhortación Marialis cultus reconoce como un hecho valioso que "la veneración de los fieles hacia la madre de Dios ha tomado formas diversas según las circunstancias de lugar y tiempo, la distinta sensibilidad de los pueblos y su diferente tradición cultural".

¿Qué hacer para que esas formas de piedad, "sujetas al desgaste del tiempo", sean renovadas de forma que se sustituyan en ellas "los elementos caducos", se dé valor a "los perennes" y se incorporen "los nuevos datos doctrinales adquiridos por la reflexión teológica y propuestos por el magisterio eclesiástico"?.

Sin pretender un elenco exhaustivo, cabe proponer algunos medios que parecen importantes para responder a la necesidad expresada en esas cuestiones. Son conocidos los peligros que acechan al catolicismo devocional en general, y particularmente a las devociones marianas. En ellas puede expresarse una poco sana búsqueda de seguridad; el sujeto de las devociones puede caer en la tentación de buscar a través de ellas su propio interés, sublimado a veces en términos de búsqueda de la salvación; a la práctica devocional le acecha el peligro de la rutinización, que separa los actos de las actitudes que debieran vivificarlos; no es raro que sirvan para fomentar un sentimentalismo ayuno de ideas y de compromiso; y, por último, tienen su peor peligro en la caída en actitudes fanáticas, que ponen las devociones sobre todo y excluyen del cristianismo a quienes no participan en ellas con el mismo entusiasmo.

La existencia de tales peligros no autoriza la eliminación de este elemento de la vida cristiana y, en concreto, de la devoción mariana. La condición temporal, espacial y corporal del hombre exige la encarnación de sus actitudes interiores en actos externos, repetidos, referidos a objetos y lugares precisos, es decir, en las mediaciones devocionales. Negarlos es, como advierte santo Tomás, ignorar la condición humana.

Y tales ignorancias terminan vengándose con la desaparición de esas actitudes que se pretende realizar de manera puramente interior.

El problema es cómo realizarlas de manera que se eviten esos peligros y se promueva la mejor realización de la devoción interior y de la vida cristiana en su conjunto. El recurso más importante es sin duda la insistencia en el cultivo, la promoción de esa actitud interior que las diferentes devociones expresan. La devoción mariana exige como primera condición de autenticidad el desarrollo por el devoto de la actitud de devoción, que tiene su centro en el reconocimiento de Dios y la experiencia personal de Jesucristo salvador, actitud de la que María es modelo insuperable.

Las devociones deberán, en segundo lugar, reflejar los elementos esenciales de la vida cristiana y, por tanto, las dimensiones teologal, cristológica, pneumatológica y eclesial que constituyen la riqueza del ser cristiano. Por otra parte, sus fórmulas concretas, alimentándose de los resultados de los grandes movimientos de reforma del catolicismo que han culminado en el Vat II, deberán reflejar los rasgos bíblico, litúrgico, ecuménico, antropológico, evangelizador y práctico con que se ha enriquecido la conciencia católica a partir del último concilio ecuménico.

Particular relieve tiene la exigencia de comunitarización, que comporta la realización de la eclesialidad en las circunstancias actuales y que impone a las devociones una orientación y un estilo que refleje y promueva el sello comunitario que caracteriza a la actual conciencia de la iglesia.

Las devociones marianas, por último, deberán resultar, más que objeto de obligaciones que se asumen, expresiones festivas de una gozosa vivencia de la fe cristiana que reflejen la fe de aquella a quien llaman bienaventurada todas las generaciones.

Es importante en este campo de lo devocional que a partir de estos principios generales las congregaciones religiosas, los institutos seculares, las comunidades cristianas, el clero, el pueblo fiel —también y sobre todo el pueblo fiel— desarrollen de manera creativa fórmulas de piedad que se hagan eco de las necesidades más profundas del hombre de nuestros días y que respondan a ellas con un lenguaje, una sensibilidad y unas coloraciones valorativas adecuadas a aquellas en las que se reconocen los hombres y mujeres de nuestra generación. No habremos hecho lo necesario para revitalizar el campo de las devociones mientras no hayamos dado con temas, imágenes y símbolos, palabras, músicas y gestos en los que puedan reconocerse y expresarse las generaciones actuales, incluidas las más jóvenes.

• Devociones marianas populares. Pasemos, para terminar, al capítulo de las devociones populares de carácter tradicional. Parece cierto que éstas se encuentran en un momento de clara recuperación. Es posible que ello se deba a las facilidades de traslado y al auge del turismo; a la asfixia vital y cultural que provocan las grandes aglomeraciones urbanas; a la esterilidad simbólica de la cultura científico-técnica; a la agobiante sensación de desarraigo y soledad que vive el hombre al sentirse desplazado de su lugar de origen e instalado en unas condiciones propias de la tierra de nadie. Pero, aunque ese auge se debiera a estas razones de índole socio-cultural, esto no nos eximiría de cultivar las manifestaciones devocionales para que, al tiempo que responden a esas carencias naturales, sirvan de ocasión de evangelización y se conviertan en esas legítimas expresiones y encarnaciones de la fe en la cultura de un pueblo que han sido y están llamadas a ser en la actualidad.

Los peligros de estas manifestaciones son bien conocidos: ambigüedad mágica de las actitudes; riesgo de caída en la superstición; búsqueda desenfrenada de lo maravilloso; sustitución de las tareas éticas y de los compromisos socio-políticos de la fe por una manifestación folclorizante de la misma; contaminación del cristianismo con una búsqueda de ganancias económicas que contradicen el espíritu de pobreza y pueden llevar a la acumulación de riquezas, en contraste con la pobreza de los fieles que frecuentan esas fiestas; utilización política del sentimiento de identidad experimentado por las masas en torno a los santuarios.

Pero todos éstos son peligros evitables y, aunque es preciso estar atentos a ellos y denunciarlos permanentemente, es más eficaz encontrar fórmulas para ayudar a los innumerables fieles que participan en las manifestaciones de la devoción popular tradicional a encontrar en ellas una ayuda para la mejor realización de su fe cristiana.

La pastoral renovada de no pocos santuarios, en línea con lo que escribíamos más arriba sobre las prácticas devocionales, ha progresado notablemente en los últimos años, haciendo de ellos, y de las peregrinaciones que allí acuden, lugares importantes para el encuentro personal y comunitario con Dios.

Aludamos también a esos otros santuarios que son centro de irradiación de una región y a la que acuden en días señalados cada año masas de fieles en peregrinación bajo la forma de la romería. Las posibilidades de evangelización de éstas pueden parecer más remotas. Pero no hay que olvidar que la religión está llamada a expresarse en todas las dimensiones de la persona y que esas romerías, debidamente preparadas a lo largo del año y purificadas de los ribetes mágicos o supersticiosos que puedan presentar, pueden ser una excelente ocasión para la encarnación de la admiración, la fascinación, la alabanza que provoca la experiencia de lo divino, y de la que es buen testimonio el canto de María, en sentimientos, gestos y ritos heredados tradicional y culturalmente y participados por una comunidad, gracias a los cuales la vida de esa comunidad se inscribe en una atmósfera que favorece el desarrollo de la vida cristiana. Y no podemos olvidar que si esa atmósfera no sustituye la decisión personal de la fe, sí puede favorecerla legítimamente, sobre todo en un tiempo en que tantos elementos culturales confluyen en problematizar y dificultar la misma vivencia de la fe.

XVIII. Conclusiones

Como resumen de lo anterior, pueden proponerse algunos principios prácticos para la valoración de las diferentes formas de la devoción mariana.

La devoción mariana es un hecho pluriforme dentro del complejo y pluriforme hecho cristiano. El primer criterio para la validez de sus formas es la coherencia con el conjunto del hecho cristiano, la sintonía con su esencia, con sus leyes estructurales y con su estilo.

A partir de ahí, asegurada esa coherencia, es posible una considerable libertad en las formas concretas de realización. Recordemos que las mediaciones son necesarias, múltiples y densas, por la sencilla razón de que son el resultado de la encarnación de una actitud interior. Como tales es normal que, a partir de la fidelidad fundamental a lo cristiano, reflejen la cultura, el sentimiento, las condiciones de vida de las comunidades y las personas devotas. Pretender suprimir estos elementos comportaría suprimir las condiciones reales para la realización efectiva de lo cristiano. Pero insistamos en la necesidad de que sea lo cristiano lo que se encarne. Y lo cristiano tiene su criterio en Jesucristo y su vida, centrada en la adoración de Dios y el servicio a los hombres.

Esta originalidad de lo cristiano impondrá a las manifestaciones devocionales una serie de condiciones. Señalemos como más importantes las siguientes: que tales devociones estén en relación con los demás aspectos de la vida y no separadas de ellos; que colaboren en la transformación de la realidad y no sean ética y humanamente estériles; que colaboren en la salvación y liberación del hombre y no le sometan a nuevas esclavitudes; que sean posibles medios para hacer presente el único evangelio de la presencia salvadora de Dios en Jesucristo.

Juan Martín Velasco