CONSAGRACIÓN
DicMA
 

SUMARIO I. Consagración en una época de eclipse de lo sagrado II. Consagración según la palabra de Dios: 1. Consagración del pueblo en el contexto de la alianza; 2. Consagrados por Dios en el bautismo y viviendo para él; 3. María y la consagración del cristiano: a) María, la "consagrada" por Dios, se entrega totalmente a él. b) María, al servicio de la alianza con Dios en Jesucristo, c) La acogida de María para vivir la alianza - IlI. Consagración mariana en el camino espiritual de la iglesia: 1. María, consagrada a Dios y modelo de vírgenes; 2. El recurso confiado a María; 3. "Siervo de la esclava de mi Señor" 4. "Nos consagramos a ti"; 5. La entrega de sí mismo ("traditio", "commendatio"...); 6. La "deditio" de los Siervos de María; 7. El amor caballeresco a María; 8. La "oblatio" de las congregaciones marianas; 9. Del patrocinio a la vida mariforme; 10. La "santa esclavitud" para con la madre de Dios; 11. Consagración como contrato de alianza; 12. Consagración a Jesucristo por medio de María; 13. Consagración a la Inmaculada; 14. Consagraciones nacionales y del mundo; 15. Juan Pablo II: "Totus tuus" - IV. Consagración: propuesta espiritual para nuestro tiempo: 1. Inserción en la única consagración a Dios; 2. Consagración a María, reconocimiento vital de su misión; 3. La dimensión eclesial; 4. Consagración y cultura actual - V. Acto de consagración e itinerario de los con-sagrados: 1. Relación entre consagración social y personal; 2. La opción fundamental y la relación tiempo-eternidad; 3. Itinerario litúrgico y culto en la vida.

1. Consagración en una época
de eclipse de lo sagrado

A los ojos del hombre metropolitano, encerrado en el tiempo y alérgico a lo sagrado, la consagración resulta algo incomprensible, irrelevante, superado e improductivo. La apertura al Absoluto y, más aún, una espiritualidad consecratoria se presentan como opio alienante o pérdida de tiempo, incapaces realmente de transformar el mundo.

También en el ámbito de la teología católica, bajo el impulso de la secularización, se han hecho algunas críticas a la consagración como si fuera un residuo del mundo mágico-sacral, que implica una separación, mientras que el cristianismo es esencialmente comunión.

En particular, la consagración a María, tanto en su forma comunitaria como personal, ha sido objeto de revisiones, de críticas y de objeciones. Se ha preguntado: ¿Es legítimo dirigir a María un acto de entrega total, que es reconocimiento de la trascendencia de Dios? Incluso admitiendo su legitimidad en sentido analógico, la consagración a María, ¿no resulta acaso superflua en relación con la consagración a Dios que tuvo lugar en el bautismo? Finalmente, ¿qué significado puede tener la consagración colectiva de las parroquias, de las naciones y del mundo, que no compromete la libertad personal o que es contraria a ella, incluyendo a los ateos y a los indiferentes?'

Por los mismos años en que se siente la exigencia de una revisión de la consagración a María, madura también el convencimiento de que el fenómeno de la secularización no tiene un carácter monopolizante, en cuanto que va acompañado por la persistencia de la religiosidad popular [>Piedad popular] de un inesperado despertar espiritual y de un hambre de lo sagrado, que desconcierta las previsiones de los sociólogos. Mientras que en los años sesenta se daba por descontada la caída de lo sagrado, en 1978 F. Ferrarotti observa una inversión de tendencia debidamente motivada: "¿Crisis de lo sagrado? Ni mucho menos. Todo lo contrario: la crisis de la racionalidad burocrático formal ensancha el espacio de lo sagrado, lo exalta como alternativa, como ocasión y como instrumento de supervivencia humana... La paradoja de lo sagrado, reducida a lo esencial, es la siguiente: lo sagrado es lo meta-humano que más se necesita en la convivencia humana, so pena de vulgarizar el achatamiento de la vida y perder el sentido del problema; es decir, so pena de perder lo que hay de propiamente (de únicamente) humano en el hombre".

En concomitancia con esta rehabilitación de lo sagrado en la cultura occidental ha surgido una nueva atención a la consagración mariana. El autor de este relanzamiento ha sido sin duda Juan Pablo II, que ha hecho del lema Totus tuus un elemento característico de su vida espiritual y de su servicio pontifical. Sus viajes apostólicos incluyen siempre por lo menos una peregrinación a un santuario mariano célebre, en donde el papa se consagra o se entrega (se encomienda) a sí mismo, a las diversas iglesias y continentes a la virgen Maria.

Más allá de estas vicisitudes alternas de la consagración, nos interesa aquí establecer su valor teológico y espiritual a la luz de la palabra de Dios, de la experiencia de los fieles a lo largo de la historia de la iglesia y de las exigencias del hombre y del cristiano de nuestro tiempo.

II. Consagración según la palabra de Dios

El contacto con la biblia es fundamental para la consagración a María como para cualquier otra consagración, para verificar su legitimidad, sustraerla de los peligros del devocionalismo y encuadrarla dentro del marco integral de la salvación. De la revelación bíblica surgen algunas orientaciones que es preciso tener en cuenta para dar un planteamiento teológico a la consagración mariana.

1. CONSAGRACIÓN DEL PUEBLO EN EL. CONTEXTO DE LA ALIANZA. La vida de Israel se desarrolla dentro de la comunidad: con ella, y no con cada uno de los individuos, es como Dios establece su alianza en el Sinaí (Ex 19-24). La alianza hace a Israel un pueblo consagrado al Señor, es decir, un pueblo que le pertenece a él y que está en relación con su poder y santidad: "Ahora, si queréis escuchar mi voz y guardáis mi alianza, seréis para mí la propiedad entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra. Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa" (Ex 19,5-6; cf Dt 7,6; 14,2.21; 26,19). La pertenencia religiosa a Dios exige que el pueblo se distinga de los demás pueblos por lá observancia de las leyes de culto (Ex 20,3-5; Dt 7,5) y del código moral, llamado ley de santidad (Lev 17-26). Las diversas prescripciones van precedidas o seguidas del criterio teológico: "Sed santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo" (Lev 19,2; cf 20,7.26). Aquí la santidad de Dios no se ve ya como cualidad teomorfa incomunicable, sino que es su divinidad en cuanto que entra en acción en la historia e irradia en los hombres. El pueblo responde a la iniciativa divina con su compromiso pronunciado a coro: "Cuanto el Señor ha dicho, lo haremos" (Ex 19,8; cf 24,3; Dt 5,27). La comunión con Dios queda sancionada con el sacrificio (Ex 24) y es recordada por el arca de la alianza y por la tienda de la reunión (Ex 25,10-22; 33,7-11); la alianza se renueva solemnemente en especiales circunstancias de conversión (Jos 24,24; 2Re 23,3; Neh 5,12).

Lo que surge de la confrontación entre las dos alianzas es la continuidad de la relación comunitaria en orden a la salvación: por la mediación de la iglesia, verdadero Israel (Gál 6,16; Rom 9,6) y nuevo pueblo de Dios (IPe 2,9), los individuos participan del misterio pascual de Cristo en el Espíritu (cf Ef 3,6.10; ICor 12,13). Se le aplican a la iglesia las denominaciones del pueblo de la antigua alianza y se mencionan de forma particular su elección, su pertenencia a Dios y su prerrogativa sacerdotal (cf lPe 2,9-10). La exigencia de un "código de santidad" que es preciso traducir en la vida se hace urgente para los bautizados: "A imagen del Señor que os ha llamado, haceos santos también vosotros en toda vuestra conducta, porque está escrito: Seréis santos, porque yo soy santo" (lPe 1,15-16).

2. CONSAGRADOS POR DIOS EN EL BAUTISMO Y VIVIENDO PARA ÉL. Tampoco para el NT se puede hablar de consagración como gesto espontáneo del hombre fuera de la iniciativa salvífica de Dios. Dios es el que predestina, el que llama, el que justifica y el que glorifica (Rom 8,30). En particular, la santificación o consagración (aguiázein) es un acto divino, que hace a los cristianos santos, es decir, santificados (ICor 1,2; Rom 15,16). Este sentido pasivo es expresado por Pablo mediante una afirmación con base trinitaria: "Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios" (ICor 6,11; cf 2Tes 2,13; Ef 2,1-6). Los cristianos no se consagran por sí mismos, sino en virtud del bautismo administrado "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28,19). "En el nombre" es una fórmula utilizada por los rabinos para apelar al poder mismo del Señor más allá del encargo que él les ha confiado; el bautismo en el nombre de Jesús (He 10,48; 19,5) y en el nombre de la Trinidad (Mt 28,19) subraya que los cristianos se convierten en propiedad de las tres divinas Personas, mejor dicho, son entregados al Señor resucitado y por medio de él participan del Espíritu y de la relación filial con el Padre.

A esta consagración ontológica, que une al bautizado con Cristo y lo hace participar de su misterio de muerte y de resurrección (Rom 6,3-5; Col 2,12), tiene que corresponder una consagración vital a Dios, expresada en términos de culto existencial. Los "santificados en Jesucristo" están "llamados a ser santos" (lCor 1,2), es decir, a transformar su propia vida en un don total o en una ofrenda agradable a Dios. El cristiano sustituye la tradicional ofrenda material por la ofrenda personal de su vida terrena: "Así pues, hermanos, os exhorto por la misericordia de Dios a que ofrezcáis vuestros cuerpos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios; éste es vuestro culto espiritual" (Rom 12, 1). En este ofrecimiento total de sí mismo a Dios entran todos los demás aspectos de la vida cristiana, contemplados por la revelación bíblica: el culto, la moral, la misión.

En la vida de consagración Jesús es la fuente y el modelo paradigmático, según nos indica él mismo en su oración sacerdotal: "Conságralos en la verdad... Por ellos me consagro a mí mismo, para que también ellos sean consagrados en la verdad" (Jn 17,17.19). Se trata siempre de términos sacrificiales y cultuales, que indican cómo los discípulos según el ejemplo y en virtud de la ofrenda de Jesús en la cruz se hacen capaces de consagrarse con el don total de sí según las exigencias de la revelación salvífica.

Jesús, a quien "Dios consagró en Espíritu Santo y poder" (He 10,38), se convierte a su vez en término inmediato de la consagración de los fieles. Estos tienen que vivir no para sí mismos, "sino para aquel que murió y resucitó por ellos" (2Cor 5,15); tienen que reconocer la pertenencia a Cristo confesándose siervos suyos en el amor (Rom 1,1; Gál 1,10; Flp 1,1); tienen que creer en él, esto es, abrirse totalmente y entregarle su propia vida (Jn 4,39; 6,35).

3. MARÍA Y LA CONSAGRACIÓN DEL CRISTIANO. Los evangelios presentan la figura de María de varias maneras y profundamente relacionada con la alianza y la consagración del pueblo de Dios.

a) María, la "consagrada" por Dios, se entrega totalmente a él. Amparada de antemano por la mirada amorosa del Dios que salva, María es la llena de gracia, es decir, "objeto permanente del favor divino" (cf Lc 1,28). Como >hija de Sión, o sea, como personificación dela comunidad mesiánica destinada a acoger al Señor en su seno (Sof 3,14-17), María es consagrada mediante el ensombrecimiento (Lc 1,35) por parte del Espíritu Santo; se convierte en el nuevo tabernáculo de Dios (Ex 40,35) y en el arca de la alianza (2Sam 6,1-11; Lc 1,39-56). Ahora no es ya en los lugares, sino en las personas donde habita Dios con una presencia salvífica: en María (Lc 1,35), con Cristo (Jn 1,14; 2,19.21), en la comunidad (Ef 2,21-22) y en cada uno de los fieles (ICor 3,16-17), en la humanidad necesitada (Mt 25,31-45). María inaugura esta presencia del Dios-con-nosotros con la maternidad mesiánica que la sitúa en una relación de intimidad excepcional con el Santo (Lc 1,35).

A esta elección divina para ser madre de Jesús y para representar a la comunidad de la alianza responde María con una entrega total de sí misma a Dios: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). Son palabras densas de significado religioso, que indican un acto de disponibilidad, de aceptación obediente, de fe y confianza plena en Dios y en su plan de salvación. En el contexto de esta condición de vida totalmente ofrecida al Señor, que le permite dar su sí a la alianza, que en vano se había esperado del pueblo de Israel, se inserta y se comprende la decisión de permanecer virgen que señala María al ángel (Lc 1,34).

María renueva su oblación a Dios el día de la presentación de Jesús en el templo, cuando tiene lugar "su purificación" (Lc 2,22), que en este contexto equivale a consagración. Pero se trata sobre todo de la consagración de Jesús según la prescripción mosaica (Éx 13,2.11), ya que el verbo presentar que aquí se utiliza "hace pensar en una especie de ofrenda sacrificial, la misma a la que recurre el apóstol cuando exhorta a los cristianos de Roma a que ofrezcan sus cuerpos como una hostia viva, santa, aceptable a Dios (Rom 12,1; 6,13-19). La presentación en el templo es una consagración al servicio divino; más tarde Jesús recordará que él tiene que estar, por consiguiente, en la casa de su Padre (Lc 2,49). Es significativa esta "consagración de Jesús al Señor por manos de su madre"; aquella que había prestado su colaboración maternal a la consagración sacerdotal de Cristo en su venida al mundo (Jn 10,36; Lc 1,35), ahora participa activamente en su consagración sacrificial, que se llevará a cabo en el Calvario (Jn 17,19; Lc 2,23, en donde reaparece la misma expresión de Lc 1,35).

b) María, al servicio de la alianza con Dios en Jesucristo. Al ejemplo de una vida transformada en culto espiritual, María añade su obra de servicio en favor de la alianza. Ya en la encarnación María contribuye a la salvación del pueblo, no sólo dando la vida humana al Hijo de Dios, sino iniciando con su consentimiento de fe la comunidad de la nueva alianza

En Caná este papel de mediación destaca claramente en la relación de Juan, que se sitúa dentro de la perspectiva de la alianza del Sinaí: "María se mantiene entre Jesús y los criados, de la misma manera que Moisés estaba entre el Señor y el pueblo... Ella, por consiguiente, es la creyente bienaventurada, es la mujer que, representando en su misma persona al antiguo Israel llegado a la plenitud de los tiempos, hace suyo y transmite a los siervos el acto de fe, típico de la comunidad del antiguo pacto: Cuanto el Señor ha dicho, lo haremos (Ex 19,8). Haced lo que él os diga (Jn 2,5)".

En la hora de la cruz, que sella en la sangre de Cristo la nueva y eterna alianza, María es dada como madrea la comunidad mesiánica representada por el discípulo amado (Jn 19,25-27). La misma María es tipo de la maternidad universal de Sión, en donde se encuentran los hijos dispersos (ls 60,4; Bar 4,37; 5,5; cf Jn 11,52) [l Biblia V, 2, d].

Finalmente, también en pentecostés, fiesta de la renovación de la alianza, María está presente en la comunidad cristiana'para implorar y recibir al Espíritu Santo (He 1,14; 2,1-4), que es la ley y el dinamismo de la iglesia de Cristo.

c) La acogida de María para vivir la alianza. Mirar a María como a modelo de consagración y acoger su invitación a aceptar la alianza con Dios en Jesucristo, todo ello no agota las actitudes de los cristianos ante la Virgen. La escena tan importante de la entrega del discípulo a María y viceversa (Jn 19,25-27) nos ofrece el fundamento bíblico de una relación directa con la madre de Jesús, que se expresará también con el término de consagración a María.

Según estudios recientes v, la escena de María al pie de la cruz está descrita según el género literario del esquema de revelación, que le confiere un profundo significado teológico-salvífico más allá de la perspectiva familiar-privatista. Esta escena describe las nuevas relaciones de maternidad-filiación que surgen entre María y el discípulo amado, mediante una transferencia de propiedad que constituye el sentido fundamental de la perícopa.

Precisamente la respuesta del discípulo amado, que representa al hombre de fe (Dibelius) por el amor íntimo, práctico y perseverante que tenía a Jesús (Jn 13,23-25; 14,21), es de un enorme interés para establecer un paradigma de la actitud para con María. Juan presenta esta actitud con la breve frase final, cuya traducción exacta ha de ser: "Y desde aquella hora el discípulo la acogió (= élaben) entre sus bienes (= eis tá ídia)" (Jn 19,27). Se trata de una acogida de fe, análoga a la acogida de Jesús (Jn 1,12), que implica apertura y disponibilidad para con María en su maternidad. El discípulo recibe a María entre sus cosas propias, entre los dones que le vienen por el hecho de ser amado por Jesús y por pertenecer a él (Jn 13,1); la acoge como madre dejándole un espacio en el ambiente vital de fe en Jesús, en donde ha colocado su existencia.

No hay nada que permita concebir estas relaciones del discípulo con la madre en sentido monopolizante: la pertenencia a Cristo y la intercomunión personal con él son un presupuesto necesario (Jn 1,12; 10,4; 13,1), así como la acogida de los demás dones de Jesús que constituyen la herencia del discípulo: su palabra (Jn 12,14; 17,8), la eucaristía (Jn 6,51-58), el Espíritu (Jn 7,39; 14,17; 20,22), la gracia (Jn 1,16). La actitud de fe que acoge a María en la propia existencia cristiana no puede, sin embargo, desvirtuarse, ya que mantiene toda la densidad de lo que significa creer en el vocabulario de Juan y está llena de ideas por desarrollar. Si se entiende por consagración a María "el reconocimiento filial de su maternidad dentro de la perspectiva que nos abre Jn 19,26-27"10, se puede afirmar que su fundamento bíblico es bien sólido; se vivirá de diversas maneras y se expresará a lo largo de los siglos en el ámbito de la vida espiritual.

III. Consagración mariana en el camino espiritual de la iglesia

Si entendemos la consagración mariana en el sentido general de ofrecimiento o don de sí mismo a María en el contexto de la pertenencia a Dios, como reconocimiento de la misión de la Virgen en orden a la salvación, podemos distinguir diversas etapas y concreciones de la misma a través de la historia cristiana. Las vicisitudes de la actitud de entrega vital a María están ligadas a la sucesión de las épocas culturales, que encarnan y expresan los valores cristianos según ciertos esquemas específicos, así como a la personalidad y al carisma de los testigos y doctores de la misma consagración mariana.

1. MARÍA, CONSAGRADA A Dios Y MODELO DE VÍRGENES. El primer dato de la tradición eclesial sobre nuestro tema es la colocación de María en el orden de la santidad y de la consagración a Dios. Se trata de una intuición transmitida de forma ingenua y popular por el apócrifo Protoevangelio de Santiago, que los estudiosos —después de la publicación del papiro Bodmer V en 1958— piensan que se remonta a la segunda mitad del s. II; allí efectivamente se cuenta que María fue presentada en el templo para ser consagrada al Señor, en un ambiente de pureza legal y de separación de lo profano' I. Con el desarrollo del monaquismo y de las formas de vida virginal, consideradas después del martirio como signo de amor total y de consagración a Dios, la apelación a María se hace habitual. Orígenes (t h. 254) adscribe a María "la primicia de la virginidad"; Epifanio (t 403) hace de ella la "abanderada"; Ambrosio (t 397) invita a las vírgenes a tomar como espejo la vida de María, descrita según los cánones ascéticos de la época, pero siempre atenta a "buscar a Dios". El vínculo entre consagración objetiva y entrega personal fue subrayado por Gregorio de Nisa (+ 392) al afirmar que María plantea justamente al ángel el problema de su opción virginal, en cuanto que "era necesario conservar intacta e íntegra, como una santa oblación, la carne consagrada a Dios". Estas primeras intuiciones presentan a María como la consagrada por excelencia, modelo para todo cristiano, sobre todo para las vírgenes, de entrega al Señor.

2. EL RECURSO CONFIADO A MARÍA. La relación directa con María en clave cultual está documentada ya en el s. III por la breve oración Sub tuum praesidium, con la que una comunidad amenazada por un grave peligro se refugia confiada bajo las alas misericordiosas de la madre de Dios. No se puede hablar de consagración, ya que se trata de un acto singular y no se explicita el concepto de disponibilidad o de don a María; pero queda así levantado el primer escalón hacia la misma en esa actitud de ponerse bajo el patrocinio o la protección de María. Todo esto sirve de base a las futuras consagraciones sociales de una ciudad o de una nación a María, en primer lugar de Constantinopla, que profesa su pertenencia a María y experimenta su ayuda en la invasión de los bárbaros del 626. Por eso el 1 Akáthistos conmemora esta protección añadiéndole este proemio: "Defensora y caudillo, ¡a ti el triunfo! >Liberada de cruel desventura, a ti este canto, yo, tu ciudad, te dedico, ¡oh madre de Dios!" [>Oración mariana III; >Liturgia].

3. "SIERVO DE LA ESCLAVA DE MI SEÑOR". Esta expresión de san Ildefonso de Toledo (+ 667) abarca en el servicio de la madre de Dios todos los contenidos que más tarde explicitaría la consagración. En la gran oración final del De virginitate sanctae Mariae, Ildefonso se profesa siervo de la madre y esclava del Señor, no como acto de devoción esporádica, sino como actitud permanente de vida ("Ansío no verme nunca borrado de tu servicio"). Este servicio se deriva del reconocimiento de la condición real de la madre de Dios, "esclava" y al mismo tiempo "Señora entre las esclavas", y va dirigido al servicio de Cristo: "Para ser siervo devoto del Hijo, busco fielmente el servicio a la madre". En efecto, no existe incompatibilidad entre el servicio a Cristo.y el servicio a María, puesto que "redunda en el Hijo todo lo que se le atribuye a la madre". El servicio a María implica el anuncio, el amor, la alabanza, la obediencia a los mandatos de la Señora; pero excluye todo sentimiento de constricción o de condición degradante, ya que es, por el contrario, "un título de libertad y un pacto de nobleza". Aunque el título de siervo de la madre de Dios se encuentra antes y después de san Ildefonso, por ejemplo en san Efrén (+ 373) y en Juan VII (+ 707), sin embargo en ningún otro autor aparece con toda la plenitud de sentido y con tanto fervor como en el obispo de Toledo. Su influencia se extiende a la liturgia visigótica del s. vu, que refleja el tema del servicio mariano ("Nos alegramos de experimentar el suave yugo de tu servicio"), en una dimensión comunitaria: "Santísima esclava y madre del Verbo..., recibe con acogedora y maternal bondad al pueblo que a ti acude... Hija de Sión, consagrarás al Señor la multitud de los pueblos... Jesús, tú consagras a ti la muchedumbre de los pueblos por medio del misterio de tu madre bienaventurada..." En este texto aparecen identificados los temas del servicio y de la consagración.

4. "Nos CONSAGRAMOS A TI". El primer ofrecimiento total de sí mismo a María, expresado en términos de consagración, se encuentra en una homilía de san Juan Damasceno (+ 749), en donde convergen las enseñanzas mariológicas de los padres. "También hoy nosotros nos presentamos a ti, oh Soberana; sí, lo repito, oh Soberana, madre de Dios virgen; nosotros aplicamos nuestras almas a ti, esperanza nuestra, como a un ancla totalmente firme e inquebrantable, consagrándote nuestra alma, nuestra mente, nuestro cuerpo, todo nuestro ser...". Notemos que el verbo que aquí se emplea (anatíthemi) designa una verdadera consagración, como la que se hace a una divinidad, salvadas las debidas proporciones. Se tiene ya en Juan Damasceno una verdadera espiritualidad mariana con las características de la totalidad y de la perennidad, aun cuando no tenga todavía una estructura sistemática. No faltan, sin embargo, preciosas indicaciones sobre la presencia de María en la vida espiritual y sobre las actitudes que han de tomar sus servidores.

5. LA ENTREGA DE SÍ MISMO ("TRADITIO", "COMMENDATIO"...). Pasando ya al corazón del período medieval, no tiene por qué extrañarnos que el feudalismo con sus instituciones del vasallaje, de la clientela y de la servidumbre voluntaria haya influido también en las relaciones religiosas. Cuando a un hombre libre no le iban bien los asuntos, se presentaba a un señor con la cuerda al cuello y se entregaba a su servicio. Esto es precisamente lo que hicieron san Odilón (± 1049), abad de Cluny, y Marino, hermano de san Pedro Damián, respecto a la Virgen, ofreciéndose a ella en calidad de siervos perpetuos. Las expresiones que aparecen en las plegarias a María en los ss. x-xi son commendatio y traditio. ("Ecce tibi me commendo, / me ut servum tibi trado"), que indican la confianza, la entrega, el don, la sumisión de uno mismo a la Virgen. A veces esta entrega era hecha por la madre del niño, como sucedió con el hijo de la reina Gertrudis (+ 1108), confiado por ella a María para que fuera siervo suyo y de Jesucristo, o con el futuro obispo de Angers, Eusebio Bruno (+1081). En una larga oración del s. xi, que recoge muchas expresiones de Fulberto de Chartres (+ 1208) y contiene una clara referencia a la consagración bautismal, es el mismo Jesús el que confía el orante a María: "Acuérdate, Señora, de que en el bautismo fui consagrado al Señor y profesé con mi boca el nombre cristiano. Desgraciadamente, no he observado todo lo que prometí. Sin embargo, fui entregado y confiado a ti por mi Señor, Dios vivo y verdadero. Salva a aquel que te fue entregado y guarda al que se te confió". Esta dinámica, que parte de la condición de miseria y de infidelidad, apela al gesto de Jesucristo en la cruz confiando el discípulo a su madre y llega finalmente a una entrega total a ella, se encuentra en dos oraciones compuestas por san Anselmo de Lucca (+ 1086) para la condesa Matilde de Canosa: "Recurro a tu mansedumbre y singular piedad, gloriosísima Señora, y pongo en tus manos santísimas mi alma y mi cuerpo... Sabes que me he entregado a ti con toda mi devoción; he aceptado las señales de tu servicio, dispuesta a morir antes que contradecir a tu voluntad". Mediante las mismas expresiones ("A tu protección se confía todo mi ser"), san Anselmo de Aosta (+ 1109) entiende una actitud de amor unida al servicio, en conformidad con la afirmación de María como "madre nuestra" o como "soberana madre".

6. LA "DEDITIO" DE LOS SIERVOS DE MARÍA. En el s. xiii nació en torno a siete mercaderes de Florencia la orden de los Siervos de santa María, que se propone realizar el servicio al Señor mediante una deditio a la Virgen. Esta dedicación a María toma su lenguaje e inspira sus expresiones en el sistema social de la edad media: se llega a una especie de contrato entre el siervo que se entrega libremente a María y le rinde sus servicios, su reverencia y su obsequio, para recibir de ella a cambio su protección (tuitio). "Los hermanos —dice la Legenda de origine— de la orden particularmente consagrada a nuestra Señora, y con razón distinguida por ella misma con su nombre, no tienen ningún fundador de su orden, fuera de la misma Señora nuestra, al servicio de la cual están singularmente dedicados..." La idea de la consagración como ofrenda total de sí mismo aparece desde el principio en las fórmulas de profesión ("Queriendo servir a Dios y a santa María..., se ofreció a sí mismo y sus bienes a Dios y a la bienaventurada siempre virgen María..."), pero además constituye todo el trasfondo de las Constituciones de la orden, que se abren de una forma original con el capítulo sobre las reverencias a la Virgen. Son ellas las que encuadran e informan la vida comunitaria y personal: cada una de las acciones tiene su inspiración en la salutación angélica y se ve coronada por la Salve regina; se celebran las principales fiestas marianas de la liturgia y se tienen semanalmente las Vigiliae Dominae nostrae (el viernes) y la misa de Beata (el sábado). El servicio que se debe a la Virgen se concreta sobre todo en la actitud interior: mantenerse "delante de ella con la debida reverencia y temor, limpios de corazón y de cuerpo". A lo largo de los siglos se ha verificado en la orden, al principio, una distribución del único misterio mariano en títulos particulares, luego una concentración unilateral en los dolores de María. Con las Constituciones de 1968 se intentó recuperar la "vocación de servicio" al Señor y a los hermanos, mediante una inspiración constante en María, "madre y sierva del Señor" (I, 1). No aparece con tanta evidencia el servicio tradicional a santa María, contenido implícitamente en la invitación a buscar también en las tradiciones las formas de la piedad mariana (I,6). En esta línea hay que señalar a Ricardo de San Lorenzo (t h. 1260), que en el De laudibus B. V. Mariae desarrolla con amplitud "el tema de la servidumbre de la que sin duda puede llamarse el Doctor"".

7. EL AMOR CABALLERESCO A MARÍA. En la tardía edad media el movimiento de los trovadores, procedentes de la Provenza, introduce un nuevo tipo de amor, llamado cortés o caballeresco: el caballero rinde homenaje a una dama casada, de la que está enamorado aunque sólo sea con amor platónico, en cuanto que se queda en un ideal intangible. En el terreno religioso el amor cortesano influye en las relaciones con María, la dama por excelencia o la Señora, inalcanzable en su virginidad y santidad y al mismo tiempo digna de un amor intenso. El concepto de consagración adopta matices de espíritu caballeresco que compromete por voto a los caballeros teutónicos a amar a María: "Prometo ser puro en el cuerpo, sin bienes propios y obediente a Dios, a santa María, y a ti, maestro de la orden". En este contexto san Ignacio de Loyola acude en 1522 en peregrinación a Montserrat, en donde practica su "vela de armas" según el rito que había leído en Amadís de Gaula: cuelga su espada del altar de la Virgen y se consagra definitivamente a ella, "que no es ni condesa ni duquesa, sino de condición mucho más alta". Este amor cortesano desembocará en lo bucólico y popular, con expresiones de enamoramiento o sencilla confianza. Lo constatamos en algunos versos de nuestros poetas: "¿A quién debo yo llamar / vida mía, I sino a ti, virgen María? / Todos te deben servir, / virgen y madre de Dios, / que siempre ruegas por nos..." (Juan del Encina). O en los requiebros de Lope: "Zagala divina, / bella labradora, / boca de rubíes, / ojos de paloma / santísima Virgen, / soberana aurora, / arco de los cielos / y del sol corona..." (Pastores de Belén, II).

8. LA "OBLATIO" DE LAS CONGREGACIONES MARIANAS. Fundadas en Roma por el jesuita belga Juan Leunis en 1563, las congregaciones marianas reconocieron desde el principio a María como protectora (las Reglas comunes de 1587 no van más allá de ello). Ya en 1576, el p. Francisco Coster (+ 1619) introdujo en el ceremonial de entrada un acto de ofrecimiento que sella el pacto entre el congregante y María. La fórmula, que reconoce a María como "señora, patrona y abogada" y promete un servicio perpetuo, fue publicada por Spinelli el año 1613 en el libro Maria Deipara Thronus Dei. Fue aceptada oficiosamente antes de 1622 en Nápoles y en 1652 en Roma; alrededor de 1671 resulta ya parte integrante del rito de admisión. En 1630 el p. Poiré habla del ofrecimiento a María que hacen "en toda la cristiandad" las congregaciones erigidas en las casas de la Compañía de Jesús y lo presenta como "donación solemne e irrevocable" o como "una protesta solemne que el alma devota hace a la sacratísima Virgen, en presencia del cielo y de la tierra, de querer pertenecer a ella con la opción realizada por una voluntad sincera e inmutable, de querer depender de ella en todo dentro de un estado o condición de humildísima esclavitud, de reconocerla perpetuamente como Señora y Soberana, de abandonarse a toda su voluntad y su poder, de ofrecerle cada uno de los momentos de la vida, cada uno de los actos desus facultades interiores y exteriores, todo lo que puede llegar a ser o esperar en el orden de la naturaleza y de la gracia". La idea de ofrecimiento y de entrega total a María está presente en el Manual de la Congregación de la Virgen bienaventurada, de A. Girard (1650), traducción del Manuale Sodalitatis, de F. Veron (1614), donde se habla de los congregantes que han escogido a María "como Señora y madre, y se han consagrado enteramente a su servicio". La oblatio a María toma el nombre de consagración en las Reglas comunes de 1910 y recibe una clara ilustración de contenido en las palabras de Pío XII (21 enero 1945). Los principios generales de 1968 eliminan la expresión "consagración a María" y ven en "el filial amor a la virgen María" un vínculo de unión entre los miembros de las comunidades de vida cristiana; se presenta a María como modelo de colaboración en la misión de Cristo y la unión con ella como un modo de vivir "la entrega total a Dios" (nn. 6 y 8).

9. DEL PATROCINIO A LA VIDA MARIOFORME. La actitud de consagración caracteriza a la tradición carmelitana y vuelve a proponerse en las diversas épocas con varias matizaciones vitales. Ya en el s. mil los eremitas latinos del >Carmelo dedican su iglesita a la virgen María; se trata de un gesto importante, ya que la elección "del título de la iglesia suponía una orientación espiritual, dado que en la concepción feudal que por entonces reinaba, quien estaba al servicio de la iglesia se ponía al servicio del santo al que se dedicaba aquélla. Y debe entenderse en todo su valor la palabra servicio...; significaba la traditio personae; es decir, ponerse por completo a disposición, consagración personal, ratificada por juramento, tanto más cuanto que todo aquello se veía sancionado por la profesión religiosa"". En 479 Arnoldo Bostio escribió el De patronatu et patrocinio, en donde presenta a María como patrona, pero también como madre y >hermana, desvinculándola así del módulo jurídico-feudal; le dice al carmelita: "Todo lo que tienes preparado para ofrecérselo a Dios, no tardes en ponerlo en manos de ella". Bostio propone, además de la imitación y del amor a María, el contacto frecuente con ella mediante la invocación asidua y recuerdo frecuente. Entre los autores carmelitanos de los siglos sucesivos la palabra y el concepto de consagración aparecen con frecuencia; Marcos de la Natividad de la Virgen (t 1696) llega a ofrecer a María incluso sus propios méritos; en efecto, "el religioso carmelita le da a María todo cuanto le puede dar" (G.M. Fornari, 1690). La consagración va acompañada de términos como encomienda, ofrecimiento, expropiación, entrega, dedicación, pertenencia total, oblación... Un texto de León de San Juan (t 1634) añade todavía otros: "El homenaje más perfecto y el holocausto más completo que puede hacer un alma devota es consagrarse a Dios, a Jesús, a María y a toda su bendita familia. Y esto a título de estado perpetuo, de dependencia actual, de filiación cordial, de esclavitud amorosa y de servidumbre eterna" 27. María de Santa Teresa (t 1677) afirma que ha sido "expropiada" de sí misma y se ha "consagrado totalmente" a la Virgen, mientras que su director espiritual Miguel de San Agustín (i. 1684) le aconseja: "Después de haber hecho la oblación a la santísima Trinidad de ti misma, de todas tus cosas y de tus obras con la intención de Cristo y en unión con sus méritos, acostúmbrate a ofrecer de manera especial a tu amabilísima madre a ti misma, todas tus cosas y tus ejercicios". Los dos son célebres por haber vivido y propuesto su "vida marioforme y mariana" como experiencia de continua conversación, identificación y adhesión de amor a María, de manera que se viva así más intensamente la vida divina. Se trata de una elevada forma de espiritualidad, que no procede de un acto solemne de consagración, peró que realiza de manera admirable sus contenidos vitales'".

10. LA "SANTA ESCLAVITUD" PARA CON LA MADRE DE DIOS. A finales del s. xvi la relación de entrega a María se expresa con la fórmula inusitada de esclavitud, que encontró una gran popularidad en el mundo europeo, pero también críticas y condenaciones. Se trata de una historia compleja, cuyas vicisitudes han sido expuestas, mejor que por otros autores, por el infatigable investigador P. Eijckeler (+ 1977). El primer testimonio de una asociación de esclavitud se encuentra en Alcalá, donde sor Inés Bautista de San Pablo, franciscana concepcionista, fundó una en 1595; para esta cofradía los franciscanos Juan de los Angeles (1608) y Melchor de Cetina (1618) escribieron las primeras obras teológicas sobre la santa esclavitud. Esta devoción se difundió en España por obra del trinitario De Rojas (+ 1624), del agustino De los Ríos (+ 1652) y del benedictino Alvarado (+ 1617). De España la esclavitud mariana pasó a Francia gracias a De Bérulle, que en 1614-1615 propuso al Oratorio y a las carmelitas el doble voto de esclavitud perpetua a la Virgen y a Jesucristo. Siguió una encendida polémica que llegó a la "censura del formulario por un cuarto voto" hecha por las universidades de Lovaina y de Douai, así como de Lessius, sobre la base de ciertos textos de De Bérulle manipulados. Lessius en particular volvió sobre este tema y explicó cómo había intentado excluir la obligatoriedad de un voto nuevo, pero no el acto "según el cual nos entregamos a Jesucristo en el bautismo con el compromiso de vivir bien". Esta orientación bautismal fue acogida y profundizada por De Bérulle en su Narré o memorial sobre la polémica suscitada por los votos de servidumbre a Jesús y a María. Pero el bautismo no se puso en relación con la oblación a María, la cual se basa en la unión de Jesús y de María y en la entrega del Hijo a la madre en la encarnación.

En Francia el representante más cualificado y popular de la esclavitud mariana es el arcediano de Evreux, H. Boudon, que en 1667 escribió el libro Sólo Dios, o la santa esclavitud de la admirable Madre de Dios. En esta obra señala cómo esa devoción va más allá de los signos exteriores y consiste en "una santa transacción con la Reina del cielo y de la tierra, con la que se le consagra la propia libertad para pasar al número de sus esclavos, constituyéndola dueña absoluta del propio corazón, cediéndole el derecho que se tiene sobre todas las buenas acciones, dedicándose por entero al servicio de su grandeza y haciendo una elevada protesta de todo ello" Boudon debe muchas de sus ideas a Jobert y a De Bérulle, aunque prolonga sus orientaciones en un propio y verdadero tratado de naturaleza espiritual y apologética; sin embargo, no recoge la referencia al bautismo.

También en Bélgica, en Alemania y en Polonia se difundió el esclavage, suscitando varias obras; recordemos la del jesuita Estanislao Fenicki, publicada en Lublin en 1632, a petición de Vladislao IV, con el título Mariae mancipatus.

En Italia se difundieron a comienzos del s. xvii algunos píos sodalicios de esclavos de María, por obra sobre todo de los teatinos. Algunos libros que recomendaban el uso de las cadenillas fueron condenados por el Santo Oficio en 1673 a fin de prevenir los abusos y de proscribir cualquier forma de constricción en las relaciones con Dios y con María. Por consiguiente, no se vieron tocados por la condenación autores como De Bérulle, Boudon y Montfort, que proponían una esclavitud de amor, voluntaria, santa y en armonía con la revelación.

11. CONSAGRACIÓN COMO CONTRATO DE ALIANZA. En la línea de De Bérulle se situó san Juan Eudes (+ 1680), que vuelve a proponer la entrega a Jesús y a María con algunas variantes originales. Profundiza en el tema y traduce en términos pastorales la teología del bautismo en la obra Contrato del hombre con Dios por medio del bautismo (1654), donde presenta el bautismo como una alianza en la que Dios y el hombre se comprometen a un don recíproco. En particular, el hombre se ofrece, se da y se consagra a Dios obligándose a dos cosas principales: renunciar a Satanás y adherirse a Jesucristo. La fórmula "ofrezco, entrego y consagro" aparece en las oraciones a Cristo y a María con la acentuación de sus sagrados corazones, considerados ad modum unius: "Recíbeme, bondadosísimo Señor, en el número de los servidores e hijos de tu sagrado corazón y del de tu digna madre, que es una sola cosa con el tuyo". La ampliación de la noción de contrato esponsal a las relaciones con María, con las diferencias y las consonancias requeridas por su status, tiene lugar en la obra Contrato de una santa alianza con la sacratísima virgen María, madre de Dios (1668), de san Juan Eudes.

Estas mismas perspectivas estuvieron presentes en el s. xlx con el padre Chaminade (t 1850), que insistió entre otras cosas en la consagración como alianza, y con san Antonio María Claret (+ 1870), que preconizó la consagración al corazón inmaculado de María. Los dos insertan la consagración mariana en la religiosa.

12. CONSAGRACIÓN A JESUCRISTO POR MEDIO DE MARÍA. Heredero de la tradición espiritual y misionera de la Francia postridentina, san Luis María de Montfort representa una cima de la devoción a María: "Se puede decir que con él la idea de la consagración alcanzó su más perfecta expresión". Madurada en un período de plena crisis mariana, esta consagración es cristocéntrica, en cuanto que respeta la única mediación de Cristo y constituye un camino para llegar a la madurez espiritual. Aunque Montfort recurre a varios términos para explicar su contenido (esclavitud de amor, contrato de alianza...), cuando tiene que definirla insiste en el concepto de consagración, vinculándola directamente al bautismo. En el Tratado de la verdadera devoción a María (publicado como obra póstuma en 1843 y que pasó muy pronto a ser un bestseller mariano), Montfort titula esta parte: "La perfecta consagración a Jesucristo", y la presenta con las célebres palabras: "Por consiguiente, la perfecta consagración a Jesucristo no es más que una consagración perfecta y total de sí mismo a María, o, en otras palabras, una perfecta renovación de los votos y de las promesas del santo bautismo. Es ésta la devoción que yo enseño" (n. 120). A pesar de inspirarse en muchos predecesores, como Boudon, De Bérulle, Eudes, san Luis María de Montfort alcanzó en esta identificación entre la consagración a María y los votos bautismales una meta desconocida hasta entonces, que preserva las relaciones con María de cualquier devocionalismo y las pone al servicio de la vida en Cristo. Bien por algunos de sus escritos, entre los que destacan El secreto de María y El amor a la eterna Sabiduría; bien sobre todo por su Tratado de la verdadera devoción a María, Montfort sigue siendo "el autor clásico" de la consagración. No sólo señala a las personas a las que va dirigida, es decir, Cristo como fin último y María como fin próximo y como medio, sino que presenta orgánicamente la consagración en sus fundamentos (nn. 60-89), en su naturaleza (nn. 120-134), en sus motivos (nn. 135-182), en sus efectos (nn. 213-225), en sus expresiones (nn. 226-256) y en los compromisos vitales que lleva consigo (nn. 257-273). Por esta síntesis de orden teológico, espiritual y experiencial, Montfort ejerció un influjo decisivo en la piedad cristiana y muchos bebieron fructuosamente en su cauce.

13. CONSAGRACIÓN A LA INMACULADA. Es difícil seguir el camino de la consagración en los últimos siglos, cuando gana terreno en el nivel de la espiritualidad y de la pastoral. Penetra en las congregaciones masculinas y femeninas, en las asociaciones, en los seminarios, en la vida del pueblo (el mes de mayo [>Mes mariano] terminaba con la entrega del corazón a María). Entre otros hemos de recordar a J. Picot de Cloriviére, P. Libermann, T. Vénard, L.-M. Baudouin, Gomá y Tomás, D. Mercier, S. Gallotti, E. Poppe, F. Duff... Atención especial merece san Maximiliano Kolbe (+ 1941) por la seriedad de su compromiso en actualizar y profundizar la consagración a María. El p. Kolbe, en su deseo de especificar una consagración total e ilimitada a María, utiliza diversas expresiones (siervo, esclavo de amor, hijo...), pero descubre también sus límites; por consiguiente, se pronuncia por la expresión cosa y propiedad, que subraya la pertenencia e instrumentalidad de los consagrados, aun dejando abierta la puerta a un nuevo lenguaje: "Y si luego otros encuentran otras expresiones que signifiquen mejor una inmolación, una oblación de sí mismo, éstos se acercarán todavía más al espíritu de la Milicia de la Inmaculada". A pesar de ser sustancialmente tributario de Montfort, de cuya devoción dice que es "totalmente nuestra", el p. Kolbe se distingue de él porque subraya dos matices: el misterio de la Inmaculada, que define el ser de María y la dimensión apostólica a fin de "ganar a todo el mundo para la Inmaculada". Estas acentuaciones quedan codificadas, por así decirlo, en el acto de consagración a la Inmaculada compuesto por el p. Kolbe para la Milicia de la Inmaculada.

14. CONSAGRACIONES NACIONALES Y DEL MUNDO. Ya en la edad media no sólo las diócesis estaban dedicadas a María (mediante la catedral), sino también algunas naciones que, como Hungría, reconocían a María como reina y protectora; pero en el s. xvii se registran verdaderas consagraciones de naciones a la Virgen en concomitancia con la afirmación del sentimiento patriótico: Francia (1638), Portugal (1644), Austria (1647), Polonia (1656)... Después del movimiento del s. xix, que culminó en 1899 con la consagración del género humano al sagrado Corazón de Jesús, se promovió en varias ocasiones la consagración del mundo al Corazón inmaculado de María. Adhiriéndose a las súplicas del episcopado portugués en el 25 aniversario de las apariciones de la Virgen en Fátima, Pío XII consagró el mundo al Corazón inmaculado de María: "... En esta hora trágica de la historia humana os confiamos a Vos, a vuestro Corazón inmaculado, os entregamos y consagramos no sólo la santa iglesia..., sino todo el mundo, desgarrado por feroces discordias..." (31 octubre 1942). El mismo papa consagró luego ala Virgen, Rusia (1952) y España (1954). En 1959 se le consagraron Italia y los Estados Unidos de América. También Pablo VI (21 noviembre 1964) y Juan Pablo II (7 junio y 8 diciembre 1981; 13 mayo 1982; 25 marzo 1984) renovaron la consagración del mundo a María. Estos gestos son otras tantas invitaciones a que la consagración personal se conjugue con la eclesial y social, añadiendo una perspectiva que estaba ausente en los grandes autores espirituales del s. xvn [>Fátima].

15. JUAN PABLO II: "TOTUS TUUS". Si los últimos papas han hablado en tono positivo de la consagración mariana", Juan Pablo II ha hecho de ella uno de los puntos programáticos de su pontificado. Tanto con sus gestos como con sus discursos ha realizado el lema de su escudo episcopal Totus tuus. En sus peregrinaciones a los santuarios marianos y en particulares circunstancias, como en su elección pontificia o en el atentado de mayo de 1981, Juan Pablo II renovó personalmente o con fórmulas colectivas la consagración a María. En el papa Wojtyla convergen muchas aportaciones de los siglos precedentes, sobre todo de Montfort y del p. Kolbe, que él utiliza libremente según la oportunidad pastoral, sin ligarse a una presentación estereotipada. Esto explica la variedad del lenguaje al que recurre para explicar o expresar los contenidos de las relaciones de total pertenencia y disponibilidad a María: confiar, consagrar, ofrecer, dedicar, encomendar, poner en las manos, comprometerse, servir, entregar-entrega (más del 30 por 100 de las veces), seguida después de un largo margen por consagrar-consagración (cerca del 20 por 100) y más a distancia por otros términos.

El papa Wojtyla, además de fundamentar la encomienda a María en su presencia en el plan de la salvación, sobre todo como madre a la que Jesús encomendó la humanidad, indica que todo ello "no es renuncia, sino movilización", y pide una renovación total de la vida cristiana. Especifica el contenido de la ofrenda a María ampliándolo a la problemática de nuestros días: evangelización, ecumenismo, paz en el mundo, aquellos que llevan la vida más dura, el futuro... Finalmente, en el radiomensaje del 7 de junio de 1981 esta entrega se dirige al Espíritu Santo, en continuación con la que tuvo lugar en María: "Espíritu Santo Dios... acepta estas palabras de humilde entrega a ti en el corazón de María de Nazaret, tu esposa y madre del Redentor..." La consagración a María ha alcanzado una cima de oficialidad con Juan Pablo II.

IV. Consagración: propuesta espiritual para nuestro tiempo

Más allá de las fórmulas con que se ha expresado la consagración a María a lo largo de los siglos, su contenido esencial está constituido por un encuentro personal, íntimo, perseverante con María, que supone confianza, pertenencia, don de si, disponibilidad y colaboración efectiva en su misión salvífica según los planes de Dios. Se trata ahora de transmitir este valor de la consagración, vivida de una forma propia en las diversas épocas culturales, a los cristianos de nuestro tiempo, en otras palabras, "hay que abrirse a una reflexión crítica sobre las palabras y sobre las fórmulas y poner de relieve el sentido pleno de este acto, teniendo en cuenta las corrientes actuales". Así pues, intentaremos llevar a cabo aquella "diligente revisión..., respetuosa de la sana tradición y abierta a la acogida de las instancias legítimas de los hombres de nuestro tiempo", que requiere la Marialis cultus (n. 24) para los ejercicios de piedad con la Virgen. De la mirada al pasado y de la apertura al presente brotan algunas orientaciones fundamentales en torno a un planteamiento teológico de la consagración a la madre del Señor.

1. INSERCIÓN EN LA ÚNICA CONSAGRACIÓN A DIOS.

La relación con María, para que pueda asumir su doble proporción y su finalidad, tiene que insertarse en la respuesta global del hombre, dada libremente bajo el influjo de la gracia, a la revelación divina. Pues bien, la biblia exige con toda claridad que los fieles se consagren a Dios, transformando su propia existencia en una ofrenda agradable a él (Rom 6,11 - 13; 12,1) y viviendo para Jesucristo (2Cor 5,15). Este culto espiritual dirigido a Dios en Jesucristo es un reconocimiento de su trascendencia como creador, redentor y fin último, y por eso mismo reviste los caracteres de la adoración o del amor a Dios sobre todas las cosas (Dt 6,5, Mc 12,30, Lc 10,27). En este sentido preciso está claro que la consagración queda reservada para Dios y que no puede dedicarse a María más que en una acepción semánticamente distinta. Sería de desear en este sentido que se procediera a un movimiento de reflexión teológica sobre el tipo de la distinción entre latría (adoración) y dulía (veneración), con que se denota, respectivamente, el culto a Dios y a los santos. Pero este proceso no eliminaría el uso analógico de los términos, dada la pobreza del lenguaje humano; por eso la misma palabra, como culto o amor, sirve para designar tanto las relaciones con Dios como con las criaturas. De todas formas, lo cierto es que la consagración a Dios y a Jesucristo es el contexto necesario de cualquier otra consagración, que siempre habrá de ser dependiente de aquélla y dirigida a ella. Si la tendencia postridentina ha preferido generalmente fijar la mirada en María, proponiendo una consagración a la misma que desemboque en una vida cristiana intensamente vivida, el clima actual que ha establecido el Vat II requiere un cambio de dirección. Lo mismo que hay que descubrir y situar a María en el misterio de Cristo y de la iglesia, también las relaciones vitales con ella tienen que insertarse en el amplio movimiento de consagración a la Trinidad, como parte de la respuesta existencial al plan de la salvación.

Este planteamiento lleva consigo dos consecuencias:

a) La consagración a María no debe presentarse nunca como una actitud autónoma, separada o simplemente yuxtapuesta a la consagración fundamental del cristiano a Dios. Tiene que insertarse orgánicamente en el movimiento consecratorio, realizado por la gracia en el hombre y con el hombre. La referencia a este cuadro de conjunto ha movido a los teólogos y a los autores espirituales a hablar de "voto de esclavitud u oblación a Cristo y a María" (De Bérulle) o, mejor aún, de "consagración a Jesucristo por medio de María" (Montfort). El encuentro experiencial con María no se presenta de forma aislada, sino siempre en el contexto de la experiencia de Dios, no es una segunda vida espiritual, sino una nueva manera de vida en Dios (Miguel de San Agustín). Una consagración a María por así decir hipostasiada y colocada en primer plano sería hoy fácilmente rechazada como un sustitutivo indebido de la dedicación del ser cristiano a Dios.

b) Puesto que la consagración cristiana tiene lugar en el bautismo, que comunica la vida filial, une con Cristo glorioso y hace sacerdote al bautizado mediante la unción del Espíritu (LG 10-12), representa también el punto de partida de la consagración a María. Si De Bérulle habló elocuentemente de la consagración bautismal como "voto de una religión solemne, primordial y suprema, frente a la cual son posteriores o subalternas todas las profesiones religiosas", le corresponde a Montfort el mérito de haber intuido y presentado la consagración a María como "una perfecta renovación de los votos y de las promesas del santo bautismo". Esta perspectiva sigue siendo válida, ya que vincula las relaciones con María con el corazón del cristianismo, excluyendo de él todo carácter privatista-devocional y toda tentación sustitutiva de la consagración al Padre por medio de Cristo en el Espíritu. Montfort explica la entrega a María como perfecta renovación de las promesas bautismales en cuanto que conlleva tanto el compromiso responsable del cristiano adulto como su referencia a la criatura más conforme y más consagrada a Jesucristo, o sea, "el medio más perfecto de todos: la virgen María". La consagración a María se convierte en un modo privilegiado para despertar la conciencia bautismal y ayudar en el camino de fidelidad al Señor.

Hoy es de desear la presentación de la espiritualidad Mariana partiendo de la teología del bautismo o, mejor dicho, de los sacramentos de la iniciación cristiana en todos sus aspectos, tal como los han señalado la biblia, los santos padres y la reflexión eclesial. En particular es necesario desarrollar el aspecto ontológico del bautismo como consagración, que dedica completamente al servicio filial de Dios y hace partícipes del oficio sacerdotal, profético y real de Cristo mediante la acción del Espíritu. En este sacramento del renacer de los hombres en Cristo hay que recuperar la doctrina patrística de la analogía entre el agua y María, en la maternidad en el orden de la gracia, en esta participación ontológica de María en la salvación del hombre se basarán unas relaciones de amor y de disponibilidad que pueden asumir el significado de una consagración. Antes de ser un compromiso o ideal por realizar, la consagración es una llamada, una gracia, una acción de Dios que toca y transforma al ser humano en su realidad más profunda.

De la atención a la gracia del bautismo se deriva ante todo una actitud receptiva de acogida del don de Dios, esencialmente consecratoria. En la base de todo compromiso activo está una apertura mística al Espíritu Santo, que actúa en el cristiano y lo conduce a lo largo del itinerario que lleva del bautismo a la gloria. El cristiano es aquel que se deja animar por el Espíritu, amar por el Padre, unir a Cristo. La donación a María tiene el objetivo de hacer disponibles al Espíritu y dóciles a la gracia. Tiene valor cuando ayuda a vivir el aspecto místico del cristianismo, que es actualizar la espiritualidad de María constituida por una pobreza radical, una receptividad, una disponibilidad, una acogida del proyecto de Dios; es ésta la espiritualidad de los pobres del Señor, entre los que destaca María y cuya cima está representada por Jesucristo, "manso y humilde de corazón" (Mt 11,19).

Al revalorizar la ontología del bautismo, la consagración a María se muestra análoga a la vida religiosa presentada por el Vat II como "una especial consagración que tiene sus raíces más profundas en la consagración bautismal y es una expresión más perfecta de la misma" (PC5). Tanto la una como la otra (y esto vale para cualquier consagración, la matrimonial y la consagración por excelencia, que es la sacerdotal) están ordenadas a hacer "recoger más copiosamente los frutos de la gracia bautismal" (cf LC 44). Por tanto, queda en pie la única consagración fundamental, que es dada por el bautismo, mientras que la entrega a María no hace más que actualizarla, explicitarla y recoger sus frutos. Presentar y subrayar la consagración bautismal implica un valor terapéutico para el hombre de hoy, que con frecuencia tiene atrofiado su sentido religioso. Sin embargo, habrá que poner mucha atención para evitar proponer de nuevo en forma repetitiva una idea inexacta de lo sagrado y de la consagración. Ésta no es en primer lugar separación o reserva para Dios (el bautismo es sacramento de comunión y de misión lo mismo que la confirmación y la eucaristía, estrechamente vinculadas con él), sino la inmersión en la corriente de vida trinitaria en una trasfinalización del ser humano. La consagración no exige una separación sociológica, sino solamente una distancia moral de lo profano, que en el cristianismo es sólo el pecado, es decir, todo cuanto aleja de la propia referencia trascendental a Dios. Ya en el plano natural, "la sacralidad es la relacionalidad histórica de la creación con el Dios santo..., una determinación trascendental de todo lo existente creado (omne ens est sacrale) mientras que lo sagrado "es ante todo no ya lo que está reservado cultualmente, sino el horizonte dentro del cual pueden aparecer los objetos y las personas como sagrados. Según la revelación cristiana, lo sagrado no constituye un algo aparte, sino que se sitúa en una perspectiva existencial: el hombre es transformado en su intimidad por el Espíritu Santo en el bautismo y queda referido no ya a un Dios impersonal, sino al Dios trinitario: al Padre por medio de Cristo en el Espíritu. Consagrarse significa aceptar esta relación con Dios-Trinidad y vivirla en la iglesia.

Consagrarse a María significa dejarse ayudar por su ejemplo y por su intercesión a fin de encontrar el verdadero sentido de la vida cristiana, determinado por el bautismo. "¿Cómo podríamos vivir nuestro bautismo —se pregunta Juan Pablo II— sin contemplar a María, la bendita entre todas las mujeres, tan acogedora del don de Dios? Cristo nos la ha dado como madre. Se la ha dado por madre a la iglesia... Todo católico le confía espontáneamente su oración y se consagra a ella para consagrarse mejor al Señor".

2. CONSAGRACIÓN A MARÍA, RECONOCIMIENTO VITAL DE SU MISIÓN.

La idea de consagración, que evoca la de un don total, no parece a primera vista que pueda aplicarse a María, sino únicamente a Dios. La consagración a la Madre de Dios —afirma Pío Xll— "es un don completo de sí mismo, para toda la vida y para la eternidad; es un don no de pura forma o de puro sentimiento, sino efectivo, realizado en la intensidad de la vida cristiana y mariana, en la vida apostólica". Como añade el documento doctrinal de la Sociedad mariana nacional, "consagrarse a María es ponerse bajo su protección, pero es también hacerse disponibles a su misión maternal, entregarse a ella con total confianza, asumir el sentido y el contenido de su vida, establecer una relación de amor, de diálogo y de dependencia, entretejida de totalidad y de perennidad; es sintonizar con María, para vivir con mayor intensidad y fidelidad la consagración a Cristo". Para legitimar este don total a María es preciso ante todo distinguirlo del que implica el reconocimiento de la trascendencia de Dios y que equivale a adoración o a amor sobre todas las cosas. Es el amor appretiative summus del que hablan los teólogos y que no puede compartirse con ninguna criatura, por santa que sea. La consagración a María está esencialmente dirigida a ese amor, pero difiere de él de una manera sustancial. La única forma de poder aplicar un término a Dios y a la criatura es la de recurrir a la analogía, que se basa precisamente en la semejanza dentro de la diferencia. El uso análogo de la palabra consagración referida a María mantiene un sentido de don total y perenne, que es preciso legitimar a la luz de la revelación y de la teología.

a) Desde el punto de vista bíblico, además de los pasajes en los que se presenta a María como modelo de consagración (Lc 1,38) y como guía de la alianza con Dios en Jesucristo (Jn 2,5), el paso que se puede citar como fundamento de la donación a María es Jn/19/27: "Desde aquella hora el discípulo la acogió entre sus bienes". La importancia de esta escena en su significación histórico-salvifica ha sido señalada en recientes estudios exegéticos. Gracias a ellos percibimos el sentido tan denso que tiene esta acogida de María por parte del discípulo. Acoger (lambánein) es en el vocabulario de Juan el verbo de la fe: indica una actitud espiritual, "implica una disponibilidad y participación del sujeto" y una disposición interior de apertura. Cuando se dirige a la persona de Jesús, como en Jn 1,12, "es prácticamente sinónimo de pistéuein" (creer) —dice I. de la Potterie—, por lo que "acoger a Jesús y acoger a su madre son, en definitiva, dos actitudes equivalentes". Pues bien, es perfectamente sabido que la fe en san Juan no es solamente aceptar con asentimiento intelectual las afirmaciones de Jesús, sino que significa "someterse a Cristo" (H. Dodd), "decir que sí a la persona de Jesús..., decisión fundamental y total..., vinculo personal con él dentro de una creciente comprensión, confesión abierta y amor activo" (R Schnackenburg), "entrega a la sabiduría de Dios" (D. Mollat).

La acogida de María se inserta en la acogida de Jesús por parte del discípulo. En efecto, éste acogió a la madre de Jesús, en adelante madre suya, "entre sus bienes" (eis tà ídia). Estas cosas propias o bienes espirituales son ante todo y esencialmente su fe en Jesucristo y su comunión con él. La expresión tà ídia "no describe en ningún lugar del cuarto evangelio cosas inertes, bienes materiales (por ejemplo, una casa). Se trata siempre de relaciones existenciales entre personas". Por tanto, la "relación con Cristo se prolonga ahora en una relación nueva del discípulo con la madre de Jesús. En otras palabras, la acogida que el discípulo reserva a la madre de Jesús conserva un significado cristológico", incluso porque es también la obediencia a Cristo la que le hace recibir a María en su vida de creyente.

La actitud del discípulo frente al don que es María supone apertura, entrega, vinculación o comunión personal, disponibilidad, acogida filial, fe confiada y amorosa. Se tiene además una "transferencia de propiedad": María pertenece al discípulo y el discípulo pertenece a María. Juan explícita solamente la respuesta del discípulo, que acoge a María en su vida de fe o "en las realidades constructivas de la iglesia" (A. Marranzini); pero también María consiente en la voluntad de Cristo y acoge al discípulo entre los mismos bienes espirituales, sobre todo en su fe en el Hijo. El discípulo puede decir entonces: "Tú eres mi madre y yo soy tuyo". Si no es una entrega explícita a María, estamos de todas formas muy cerca de ella.

b) Las exigencias del amor al prójimo según la revelación son totalizantes. La espiritualidad del s. XVII, al disminuir a la criatura en su ser y en su causalidad (cf el ocasionalismo de Malebranche), ha centrado el esfuerzo cristiano en el amor a Dios, visto como contraposición al amor a las criaturas. Éstas eran consideradas como competitivas respecto a Dios o todo lo más como etapas que recorrer en el camino hacia él. La confrontación con la revelación neotestamentaria hace inaceptable este planteamiento: el amor al prójimo no sólo tiene una posición central en el mensaje cristiano (Jn 13,14; Gál 5,14; Rom 13,8-9), sino que se trata de un amor intenso; más aún, de "un amor sin medida, ya que tiene como modelo el amor de Cristo, que no tiene limites". Puesto que el prójimo tiene que ser amado según el ejemplo de Cristo ("como yo os he amado"), ese amor tiene que llevar al servicio y a la entrega de sí mismo, hasta llegar al sacrificio de la vida. La moral, para san Pablo, se puede resumir en la entrega cada vez más perfecta al prójimo, ofrecida a Dios a ejemplo de Jesús: "Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridísimos, y caminad en la caridad, del modo con que también Cristo amó y se dio a sí mismo por nosotros, ofreciéndose a Dios en sacrificio de suave olor" (Ef 5,1-2).

La entrega total de sí mismo a María es posible y legítima como expresión del amor al prójimo, requerido a los miembros de la comunidad eclesial. Por tanto, el prójimo no es una simple ocasión para amar a Dios; en ese caso estaría instrumentalizado y no tendría ya ninguna consistencia. El don de sí mismo al prójimo en el amor supone que el hombre pueda ser considerado como un fin, no definitivo, pero intermedio, ya que está finalizado a su vez al fin último, que es Dios. "La teología de las realidades terrenas nos ha enseñado que las criaturas no son simples escalones para ir hacia Dios, sino fines secundarios que hay que valorar en su orden inmanente querido por el mismo Dios. En particular tenemos que amar al hombre, decimos, no como instrumento, sino como primer término hacia el término supremo, trascendente, principio y razón de todo amor. Por tanto, está permitido a nuestro culto fijarse directamente en María, aceptando de manera vital su persona y su función".

En esta perspectiva el don a María no se presenta en competición con el don a Dios, ya que entra dentro del plan de la salvación y mantiene su finalización en la adoración trinitaria. Montfort intuye espiritualmente estas realidades y las expresa de una forma precisa y articulada cuando afirma: "... El fin último es sólo Jesucristo. Se sirve a la santísima Virgen como fin próximo, como ambiente misterioso y medio fácil para encontrarnos con Cristo". Es legítimo hablar de consagración a María, pero es más exacto y completo hablar de consagración a Cristo o a Dios-Trinidad realizada en la acogida a María en la propia vida.

c) La dinámica de la intercomunión. La filosofía personalista, representada entre otros por Buber, Levinas y Mounier, ha establecido que "la verdad más profunda del hombre es su relación con los demás... El hombre comprende su propio misterio encontrando al otro y estableciendo con él unas relaciones interpersonales". Estas relaciones personales se resumen en ser un tú el uno para el otro, es decir, en recibir un auténtico amor y en convertirse en don. Quedan excluidos el conflicto y la indiferencia, el amor es benevolencia, promoción y reciprocidad. Esta reciprocidad, que implica ser con el otro y para el otro (principios de solidaridad y subsidiaridad), arranca del propio yo para centrarse en la persona amada en un movimiento oblativo. Es la doctrina clásica del amor extático (que lleva fuera del yo) transmitida por el PseudoDionisio: "Existe un amor divino extático, que no deja a los que aman pertenecerse a sí mismos, sino a los que ellos aman... Por eso san Pablo, arrebatado por este amor divino y participando de su fuerza extática, dijo con palabras divinas: Vivo yo, pero no soy yo, sino Cristo el que vive en mí; como verdadero amante y en su impulso hacia Dios, como dijo él mismo, vivió no ya su vida, sino la vida vehementemente amada del amado".

La dinámica de la relación viva entre dos personas sigue ordinariamente este trayecto: atención recíproca, entendimiento mutuo, intercambio de dones, coloquio amistoso, tácita atmósfera de confianza, amor desinteresado libremente oblativo: tú te entregas a mí, yo me entrego a ti. El otro desempeña una función cognoscitiva y formativa de la persona: "Porque yo respondo como regalo, me comunico a mí mismo surgiendo y capacitándome así para la vida, para la vida dialogal... Me convierto en yo, pero únicamente porque tú estás ahí, porque yo existo orientado hacia ti... Y cuanto más me entregue a ti, tanto más yo me hago, tanto más sé de mi persona". También el Vat II confirma que el esquema de la entrega es necesario al hombre para ser él mismo en plenitud; el hombre "es la única criatura que Dios haya querido por ella misma; no puede encontrarse plenamente más que a través de una entrega sincera de sí mismo (cf Lc/17/33)" (GS 24). La cita evangélica recuerda la paradoja vivida por Cristo y transmitida a sus discípulos: el que se aferra egoístamente a su vida la pierde, pero el que la pone al servicio de los demás hasta sacrificarla por ellos la salva. La revelación y las ciencias humanas están de acuerdo en confirmar que el hombre es él mismo y responde a las esperanzas divinas cuando su amor se hace oblativo.

3. LA DIMENSIÓN ECLESIAL.

La consagración a Dios no es un acto de generosidad del individuo a título personal, cada uno de los cristianos ha sido consagrado por Dios y para Dios como miembro de la iglesia, pueblo de Dios que le pertenece y para el que tiene que vivir. En efecto, "Cristo amó a la iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para hacerla santa (= consagrarla), purificándola por medio del lavado del agua acompañado de la palabra" (Ef 5,25-26). El título de esposa y virgen que se le atribuye a la iglesia indica que tiene que responder al amor de Cristo con el sí de la fe y la consagración a él de toda su vida. María es la clave y el tipo de esta vocación, en cuanto que hace conocer el sí que hay que dar al Señor mediante su ejemplo de consagración a la persona y a la obra de Jesús. El cristiano que se consagra a Jesucristo, con la guía maternal y el ejemplo de María, sabe que con su gesto hace surgir la naturaleza íntima de la iglesia, pueblo consagrado al Señor (cf Dt 7,6; IPe 2,9). Este pueblo, que tiene que conservar su unidad en el Espíritu y crecer en un solo cuerpo (Ef 4,3-6; ICor 12,13), ha sido confiado por Cristo a la madre en la persona del apóstol amado. Ella es la Jerusalén-madre, que acoge a los hijos dispersos de Dios (cf Jn 11,52) y que es acogida como don de Cristo para obedecer a su voluntad (cf Jn 19,27). Esta doble acogida, de donde surge la comunidad mesiánica una e indivisa, es símbolo de la unidad de la iglesia. Personalizar la entrega hecha por Cristo acogiendo a María dentro de la propia vida debe tender al crecimiento en la unidad con todos los miembros del pueblo de Dios, excluyendo disensiones y creciendo en el amor. La consagración, al tiempo que orienta a Dios, tiene que afianzar los vínculos de fraternidad y de comunión con la iglesia y con todas las familias de los pueblos. En la biblia encontramos el fundamento de una recta relación entre la consagración social, propia del pueblo de Dios llamado a renovar la alianza con él, y la consagración personal, que consiste en actualizar la primera sobre todo a través del camino litúrgico-eclesial mediante un don de sí mismo madurado en la responsabilidad y la libertad: María, madre de la iglesia y de cada uno de los fieles, recuerda y une estas dos dimensiones.

4. CONSAGRACIÓN Y CULTURA ACTUAL.

Planteada cristológicamente y anclada en el bautismo, la consagración a la madre de Dios posee validez teológica como reconocimiento vital de la misión maternal y ejemplar de María en la vida cristiana. La entrega a María es analógica a la que se hace a Dios, ya que mantiene el significado de ofrenda total y perenne, pero con la diferencia de nivel propio de la criatura.

Esta referencia a María ha asumido varias formas a lo largo de los siglos y se ha expresado según los esquemas interpretativos que presentaban las diversas épocas culturales. Hoy se impone respecto a dichos esquemas un examen crítico o una revisión "respetuosa para con la sana tradición y... abierta a recoger las legítimas aspiraciones de los hombres de nuestro tiempo" (MC 24). Entre las diversas expresiones, más allá de su contenido válido, hay algunas que no parecen representables. Una referencia a María bajo la forma de esclavitud de amor o de esclavitud/servicio no encuentra fácil audiencia en la cultura de hoy, caracterizada por un marcado sentimiento de libertad. Utilizar los términos esclavitud/servicio, explicando cómo son compatibles con la libertad, resulta una empresa pedagógicamente ardua y pastoralmente desaconsejable. Lo mismo hay que decir por lo que respecta al lenguaje que recuerda instituciones o modelos medievales, como el amor caballeresco o el vasallaje protector, o bien costumbres del s. XVII, como contrato, dependencia, expropiación, servidumbre, abandono...

Mientras que las congregaciones marianas se muestran favorables al término compromiso permanente en donde se valora la responsabilidad personal, otros prefieren, con Juan Pablo II, la palabra confiar o confianza. "La palabra confianza —escribe B. Lewandowski— tiene su fundamento en la historia de la salvación y expresa, mejor que la palabra consagración, la naturaleza de esa consagración entendida rectamente... También Jesús desde la cruz confió a su propia madre su iglesia. El hombre se confía, se ofrece a sí mismo y todas sus cosas a Dios para que queden consagradas por el Espíritu de Dios". El término confianza tiene la ventaja de subrayar el aspecto místico de disponibilidad y de seguridad amorosa del que quiere hacerse conducir por el Espíritu Santo según el ejemplo de María y a través de ella; siempre habrá necesidad de explicarla en el sentido de abandono activo y consciente, descartando la idea de declinar toda responsabilidad y recurriendo quizá oportunamente a la institución moderna de tutela familiar.

La palabra consagración no está exenta de cierta ambigüedad y también necesita algunas puntualizaciones (se distingue esencialmente de la que se dirige a Dios, no es separación sociológica, sino ética...); sin embargo, es el término más usual, preferido por la tradición espiritual y adoptado por el magisterio. En el uso corriente significa "dedicar por entero..., comprometer la propia vida en favor de los demás, sacrificándose y luchando por ellos, poner a disposición de los demás las propias capacidades de trabajo y de pensamiento" sería una lástima abandonar un término tan significativo. Una sabia solución pastoral podría ser la que ha adoptado Juan Pablo II, que atiende a la sustancia e intenta expresarla de varias maneras sin ligarse a una sola expresión. En la búsqueda de nuevos esquemas expresivos más en consonancia con nuestra época, se presentan a nuestra mente algunas fórmulas densas de contenido como vivir a María que usan los focolares, o bien opción fundamental por Cristo con María, amor oblativo, comunión interpersonal con la virgen María y a través de ella con el Señor, pronunciamiento vital por Cristo y por María, entrega de sí mismo... Son ejemplos loables de esta búsqueda de un nuevo lenguaje.

Si tuviéramos que expresar una preferencia, lo haríamos en favor de una expresión bíblica que se ha puesto de relieve en nuestro tiempo con la exégesis de Jn 19,27: la acogida de María por parte del discípulo amado por Jesús. Acoger a María, con toda la riqueza de actitudes espirituales que encierra este término en san Juan, es una propuesta realista y sencilla, que tiene la ventaja de ser bíblica y por tanto también potencialmente ecuménica. Acoger a María significa abrirse a ella y a su misión maternal, introducirla en la propia intimidad espiritual en donde se ha acogido ya a Cristo y los demás dones suyos en la fe; es una expresión que evoca toda la espiritualidad cristiana y mariana (aunque en distinto nivel) del NT. Desde el punto de vista cultural, la acogida del otro es imperativo categórico para construir una sociedad que sea verdaderamente comunión.

V. Acto de consagración e itinerario de los consagrados

El acto de consagración no puede improvisarse; es un acto tan denso en compromiso vital, que requiere una maduración o preparación, en la que la comunidad tiene que desempeñar un papel específico. Veamos sus antecedentes, la decisión personal y el itinerario de vida que ha de seguir al acto de consagración.

1. RELACIÓN ENTRE CONSAGRACIÓN SOCIAL Y PERSONAL.

Mientras que en los siglos anteriores se podía presentar la consagración u oblación a María en una perspectiva personal hoy no es posible ignorar que las diversas naciones, la iglesia y el mundo han sido consagrados en varias ocasiones con actos colectivos. Hay que recordar sobre todo los actos de consagración del mundo al corazón de Jesús (León XIII, 1899) y al corazón inmaculado de María (Pío XII 1942). En ambos casos la consagración fue efectuada por el papa, como padre y representante de la familia humana, como responsable dentro de la comunidad confiada a él, consagró al Señor y en primera instancia a María todos los fieles reales y los posibles. No hay que olvidar que esta consagración no es un acto jurídico, sino que se realiza bajo la forma de una oración; se trata, por consiguiente, de una apertura a Dios para sí mismo y para los hermanos, como sucede con cualquier otra oración bíblicamente considerada, y tiene el significado de una intercesión.

La consagración personal sigue siendo indispensable, ya que Dios salva respetando la libertad de cada uno. El cristiano toma conciencia de los vínculos de solidaridad que lo unen al pueblo de Dios: consagrándose personalmente, sabe que lo hace en comunión con la iglesia y realizando la vocación de pueblo consagrado al Señor.

2. LA OPCIÓN FUNDAMENTAL Y LA RELACIÓN TIEMPO-ETERNIDAD.

La reflexión sobre la condición humana ha llevado a descubrir, más allá de cada una de las acciones, una opción de fondo que explica las opciones particulares y llega a definir la esencia misma de la persona que las realiza. Esta opción fundamental determina el tipo de hombre que uno adopta, el núcleo de su personalidad, lo que él desea y espera ser. El hombre se realiza en su libertad cuando consigue crear actos definitivos que deciden su futuro. Para el cristiano se trata de insertar el tiempo en la eternidad mediante un acto de amor a Dios con todo el corazón. Este momento del tiempo en la eternidad es una gracia de Dios, ya que la salvación viene de Dios, pero el hombre tiene que acogerla en la libertad a fin de "poder disponer por completo de sí mismo, alcanzar la plena disponibilidad en las últimas profundidades de sus propias posibilidades, poder acrisolar sin residuos el mineral de la vida, hasta que ésta pueda consumarse sin reservas y sin escorias en la fusión de la única imagen de Dios".

Para K. Rahner la consagración es precisamente "el intento serio, meditado y concentrado de realizar el momento de la eternidad en el tiempo, como acto de amor". No se trata de pronunciar una fórmula, sino de pronunciarse a sí mismo, en un pronunciamiento que quiere ser total y definitivo. Cuando ese intento se logra alguna vez, entonces suena en el secreto de Dios la hora de la salvación. Esta plenitud antropológica y sobrenatural requiere una preparación según el tipo de los ejercicios espirituales, cuyo objetivo es precisamente el de ayudar a hacer opciones cristianas irrevocables de compromiso al servicio de Dios; pero exige también la repetición del acto consecratorio como un intento renovado de llegar hasta el don total de sí mismo al Señor en comunión con María.

3. ITINERARIO LITÚRGICO Y CULTO EN LA VIDA.

La consagración a Cristo y a María tiene que vivirse ante todo en la liturgia, ya que es allí donde la iglesia expresa su culto a Dios como pueblo consagrado a él. Todo el año litúrgico está orientado a la celebración del misterio pascual de Cristo, que alcanza su cima más alta en la solemne vigilia del sábado santo. Es concretamente en dicha vigilia donde la comunidad reafirma su propia consagración a Dios renovando las promesas bautismales. Aunque no hay allí una referencia explícita a María, la iglesia es continuación e imitación de ella, su tipo en la consagración a Cristo en la fe, esperanza y caridad. No hay nada que impida explicitar la presencia de María en el bautismo como madre en el orden de la gracia (LG 61-64), mediante la aceptación vital de su maternidad y una actitud de disponibilidad y de don de sí mismo. La consagración mariana alcanza en la vigilia pascual el lugar privilegiado donde pronunciarse y renovarse cada año: allí es donde se pone a salvo su carácter cristocéntrico y trinitario y en donde al mismo tiempo se le garantiza la eficacia de la celebración litúrgica como acción conjunta de Cristo y de la iglesia.

De forma semejante hay que vivir en la liturgia la referencia a María por parte de los consagrados. Éstos celebrarán de modo especial las fiestas dedicadas a la Virgen que van poniendo ritmo a todo el año litúrgico, entrando en sus dimensiones mariana, cristológica y eclesial. Y así cumplirán la indicación de la Marialis cultus, que presenta a María "como ejemplo de la actitud espiritual con que la iglesia celebra y vive los divinos misterios" (MC 16).

De la liturgia se saca como de una fuente la gracia de actuar en la vida todo lo que se celebra en los misterios de la salvación. Se trata sustancialmente de ejercitar en la existencia de cada día el oficio sacerdotal, profético y real que se deriva del bautismo. Una mistagogia debidamente orientada, es decir, una iniciación en la experiencia religiosa, no puede prescindir del consejo de los maestros de espiritualidad mariana, que consiste en el ejercicio ascético de referirse a María en cada una de nuestras acciones. Esto supone una constante inspiración en su ejemplo, un recurso confiado y suplicante a su intercesión, una renovación frecuente de la consagración a ella y a Jesucristo, una identificación con ella para ser dóciles al Espíritu, un compromiso por fomentar su culto y el reinado de Cristo en el mundo. Este ejercicio sigue siendo necesario para que la vida quede impregnada: de espíritu mariano, orientado siempre al servicio de Cristo y de los hermanos.

Los consagrados de hoy se ejercitarán sobre todo en sintonizar con María a lo largo de la jornada, en los momentos de alegría y de dolor, de tensión y de relajamiento, de encuentro y de soledad. Procurarán especialmente llevar a cabo este programa en línea con su bautismo: como María ofrecerán a Dios su propia vida, aceptando su voluntad en cada uno de los acontecimientos; con María irán hacia sus hermanos para anunciar la salvación, ayudarles en sus necesidades, leer los signos de Dios en la historia y llevarles a Jesús; ayudados por María rechazarán el mal y el pecado y edificarán el reino de Dios impregnando del espíritu de las bienaventuranzas evangélicas las diversas expresiones de la sociedad. El ideal del consagrado es llegar a una identificación con María, de forma que pueda hacerse capaz de una íntima comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, así como de un amor cordial y creativo al prójimo. Es la etapa que han alcanzado todos los que pudieron experimentar la presencia especial de María en su vida.

S. DE FIORES
DICC-DE-MARIOLOGIA. Págs. 471-495