PSICOLOGÍA
Y ESPIRITUALIDAD
DicEs
 

SUMARIO: I. La dimensión espiritual del hombre - II. El Vat. II y las ciencias humanas - III. Aportación de la psicología a la teología espiritual: 1. El factor psicológico en la teología espiritual; 2. Las condiciones humanas de la acción de la gracia - IV. Relación entre salud mental y vida espiritual - V. Orientaciones para la educación espiritual: 1. Integración de lo natural y de lo sobrenatural; 2. Exigencia de adaptación a las condiciones personales - VI. Conclusión.


Jamás estuvo la cultura —incluso la llamada cultura profana (filosofía, historia, literatura, etc.)— tan centrada como hoy en el hombre, y nunca ha asumido como en la actualidad un matiz tan netamente personalista y existencial. La dignidad de la persona ocupa un puesto de primera línea en el pensamiento actual. El mismo Vat. II ha reivindicado para el cristianismo lo mejor de la antropología moderna, ha acogido y ha hecho suyo el crecimiento del hombre en todos los niveles y en todas las direcciones, transformando la cultura moderna —como se ha afirmado en fuentes autorizadas— en un comentario de la Sagrada Escritura y del evangelio de la encarnación.

De esta forma, la típica aspiración del hombre contemporáneo (conciliar su sed de absoluto con los valores terrestres, recibir la gracia sin renunciar a la naturaleza y extender lo divino a todo lo profano para consagrarlo y exaltarlo) aparece como un dato real, que los educadores y los directores espirituales no pueden menospreciar. Desde este punto de vista, precisamente se plantea el problema de fondo que aquí sometemos a examen; es decir, el de un planteamiento exacto de la vida espiritual.

No hace falta demostrar lo necesario que es establecer sólidas bases para levantar un edificio espiritual de gran altura y solidez; para lograr, dicho en otros términos, que el hombre pueda adherirse más espontánea y más responsablemente a la llamada de Dios. En el plano humano se establecen, en efecto, las condiciones que más favorecen la acción de la gracia. El axioma de que "la gracia supone la naturaleza" se vuelve a plantear de una forma más vital, más viva, más satisfactoria, en este clima postconciliar, que ha favorecido la revalorización de la naturaleza, es decir, de los medios humanos entendidos corno instrumento, como escala por la que pueda ascender el hombre a Dios.

Se impone inmediatamente un problema fundamental ¿Es posible una psicología de la vida espiritual que, en realidad, no es otra cosa que una psicología de la gracia? A primera vista. parecería que habríamos de dar una respuesta negativa. Efectivamente, el misterio de la gracia es un misterio divino. Trasciende totalmente las fuerzas de nuestra humanidad creada y pecadora. La gracia es una participación de la vida divina en nosotros. A Dios no se lo puede experimentar. La opción fundamental de la gracia escapa necesariamente a nuestra experiencia psicológica. Por otra parte, la influencia de lo sobrenatural, que eleva esta opción al nivel de participación de la vida divina. no la penetra desde lo exterior como un cuerpo extraño, como una fuerza coercitiva que interrumpiera la acción de nuestra libertad.

Nadie muestra mayor respeto a la libertad del hombre que el mismo Dios. Y es precisamente a la búsqueda de este respeto de Dios por el hombre a lo que se orienta el presente estudio sobre la relación entre psicología y espiritualidad. La problemática de fondo de este estudio se contempla en el ámbito de una concepción personalista del hombre, que considera la educación como acción orientada al perfeccionamiento de la persona humana en la completa totalidad de sus componentes. de entre los cuales se destacan en primer plano los psicológicos.

I. La dimensión espiritual del hombre

La psicología profunda pretende desvelar, a través de la ciencia contemporánea, la enorme importancia que en la naturaleza humana adquiere la estructura fundamental, que recibe el nombre de carácter. Es necesario conocer los principales tipos humanos para poder valorar el influjo de sus actitudes, positivas o negativas, en la consecución yen la realización de la vida espiritual. Si logramos situarnos con precisión ante este abanico de tipos fundamentales, podremos colaborar más fructuosamente en la búsqueda de la sabiduría integral, que nos proponemos alcanzar con la ayuda de la gracia. Se trata de sacar el mayor provecho posible de todas las informaciones que pueden ofrecernos las ciencias biológicas, psicológicas y sociales en lo que atañe a la influencia de los factores subjetivos y accidentales sobre el libre desarrollo de la actividad humana y sobre los procesos que preceden a la adquisición y al funcionamiento de las virtudes naturales.

Se ha insistido siempre en la necesidad de tener en cuenta, a la hora de valorar el acto humano, su contenido específico y las circunstancias muy particulares en las que se sitúa, sus motivaciones múltiples y frecuentemente conflictivas, la interferencia entre la sensualidad y la deliberación racional, los efectos de una conciencia errónea, como también de los juicios reflejos y de la continua presión de los hábitos adquiridos mucho antes. El principio inmediato a la acción no debe indagarse en la naturaleza humana en general, sino en la condición individual de la persona, responsable de la ejecución intencional y deliberada de tal o cual acto particular.

Estamos obligados a proceder con gran cautela al aplicar los diversos criterios de la responsabilidad moral a una conciencia turbada, deformada o supersticiosa. Especialmente resulta difícil este planteamiento cuando, en presencia de una conducta que aún se encuentra obstaculizada por los residuos infantiles e irrealistas de un psiquismo desequilibrado, se intenta sugerir los medios principales con que se podría transformar esta conducta, adaptándola a las exigencias tan elevadas de la moralidad cristiana, y someterla poco a poco a las reglas delicadas y complejas de la razón y de la virtud.

Los recientes descubrimientos de la psicología dinámica, de la psicología social y de la antropología cultural pueden dar un impulso considerable a un estudio más comprensivo y a una dirección más eficaz de la conducta moral. Estos datos, sin embargo, no pueden incorporarse en bruto al campo de la teología espiritual. Tan sólo a la luz de una fenomenología mucho más amplia y diferenciada que la que constituye la base actual de nuestros conocimientos aplicados, será posible afinarlos y ampliar su campo de aplicación. Se exigirá, por lo tanto, un esfuerzo enérgico para extender la aplicación de la ética cristiana a la solución de conflictos profundamente radicados en la conciencia humana y a la dirección de innumerables almas que en el pasado recibieron inevitablemente muy poca atención.

Un estudio minucioso ha revelado que los mismos mecanismos psicológicos fundamentales se encuentran en las operaciones mentales subyacentes a tipos de conducta extremadamente variados, racionales o irracionales, normales o anormales. Aunque de origen y esencia diferentes, la angustia experimentada por el santo en los conflictos más cruciales de su vida desencadena las mismas fuerzas psíquicas que la angustia del hombre medio o del neurótico, inmerso en situaciones mucho más banales. En un grado más alto de integración psíquica, se puede decir que el carácter sobrenatural de las virtudes infusas no impide su funcionamiento a la manera humana.

La mayor parte de las acciones humanas resulta de la interacción compleja de motivos cuya multiplicidad escapa demasiado fácilmente a nuestra atención. Por eso deberá insistirse en las líneas fundamentales que enlazan entre si las virtudes morales, a pesar de su gran diversidad aparente, dando a las manifestaciones de las mismas la unidad característica de un organismo espiritual. Un solo acto moral puede ser el resultado de una determinación libre, motivada por la atracción ejercida simultáneamente por diversos fines; puede, por tanto, considerarse como el producto de toda una constelación de virtudes, cuyas relaciones dinámicas son susceptibles de presentar aspectos diversos según las circunstancias y según los individuos. El espíritu humano es el suelo fértil en el que la vida espiritual puede germinar y desarrollarse según leyes que le son propias y que deben ser interpretadas a la luz de su naturaleza y de su dinamismo específico. La psicología se ha contentado con demasiada frecuencia con su propia interpretación de la vida espiritual, reduciendo los problemas relativos a los estrechos limites del propio análisis mecanicista. Semejante instrumento no debe quedar exclusivamente en manos de aquellos que, por ignorancia o por convicción naturalista, están tentados a eliminar la espiritualidad del corazón de los hombres.

Conviene advertir que una tendencia no desaparece por el simple hecho de que sea reprimida, es decir, por el hecho de que se vea simplemente inhibida o reducida al inconsciente en lugar de ser orientada hacia cualquier fin aceptable o intrínsecamente modificable con medios deliberados y racionales. No desaparece, pero escapa totalmente a la observación del director espiritual por experimentado que sea. Por otra parte —y esto hace que la situación no tenga casi salida—, dicha tendencia resulta impensable para el individuo (por estar separada de las representaciones verbales que le dan expresión habitualmente bajo su verdadera luz), aunque permanezca activa en su inconsciente y continúe impregnando las imágenes, las actitudes y el comportamiento del individuo mismo.

Sin una dotación psicológica madura y bien diferenciada, que permita percibir objetivamente lo real, estimar correctamente los sucesos pasados y anticipar con precisión las posibilidades futuras y que sea capaz de sacar provecho de la experiencia adquirida y de razonar con lógica, de tener un sentimiento de culpabilidad equilibrado y el dominio de la propia capacidad de inhibición, la virtud de la prudencia no puede ser un instrumento dinámico de integración al servicio de un desarrollo espiritual regular y seguro.

Según la perspectiva cristiana.,que no deja de influir profundamente en la vida psíquica y en la personalidad, el hombre está llamado por Dios a una vida superior, cuyos fermentos están depositados en nosotros por un don permanente que está en manos del hombre aceptar o rechazar, y que le permite a partir de entonces inaugurar con Dios y con los hombres un sistema de relaciones nuevo, una vida de comunión abierta y confiada, que debe ser el preludio de la vida futura. Por esto, y en virtud de este don, el espíritu del hombre recibe luces capaces de orientar su conducta, una fuerza que ayuda a su voluntad a cumplir lo que vislumbra y que supera sus fuerzas naturales, y como una nueva sensibilidad, que le permite percibir oscuramente la realidad existencial, y no sólo nocional, de las fuerzas trascendentes que actúan en él y en el mundo. De ello se deduce para el hombre, además de una nueva dimensión de su personalidad, una reestructuración de su ser, una nueva forma de vida y nuevas motivaciones para su conducta ético-religiosa.

El hombre nuevo no es transformado inmediatamente en virtud del don que le ha sido dado; pero la gracia le confiere los medios necesarios para su desarrollo progresivo, que debe conducirlo hacia una perfección que él mismo no se habría atrevido antes ni siquiera a concebir.

En la perspectiva que estamos proyectando, y en orden a una exacta situación de las relaciones entre psicología y espiritualidad, conviene evitar un doble extremismo: por una parte, el de atribuir una total autosuficiencia a las capacidades naturales del hombre; por otra, el de permanecer sujetos a una concepción excesivamente pesimista del hombre mismo. Si la existencia del pecado original no debe ignorarse, tampoco esto puede llevarnos a la negación de un sano optimismo respecto a las potencialidades de bien inherentes a todo ser humano.

Contra la posición extremista de alguna corriente cristiana no católica y contra las exageraciones de ciertos escritores católicos, el magisterio eclesiástico ha afirmado siempre una concepción positiva de la naturaleza humana, sustancialmente inmutada después del pecado original. En un discurso pronunciado el 13 de abril de 1953 ante los participantes en el V Congreso Internacional de Psicoterapia y de Psicología Clínica, Pío XII, hablando del hombre como unidad y totalidad psíquica, afirmaba que "el pecado original no le quita la posibilidad y la obligación de gobernarse a sí mismo mediante el alma". En otro discurso pronunciado el 25 de septiembre de 1949 y dirigido a los participantes en el Congreso de Estudios Humanísticos, el mismo Pontífice se expresaba en los siguientes términos: "Sin tener en cuenta las opiniones efímeras que se han expuesto en las diversas épocas, la Iglesia ha afirmado el valor de lo que es humano y conforme a la naturaleza: sin dudar ha buscado desarrollarlo y ponerlo de manifiesto. Ella no admite que ante Dios el hombre no sea nada más que corrupción y pecado. Por el contrario, a sus ojos el pecado original no ha corrompido absolutamente a nivel intrínseco sus hábitos y sus fuerzas, sino que esencialmente ha dejado intacta la luz natural de su inteligencia y su libertad". Y añadía: "La naturaleza sana, si se abre toda ella a la aportación que significa la fe cristiana, puede muchas cosas. Puede salvar al hombre de las estrechuras de la tecnocracia y del materialismo".

El mundo de la naturaleza no se contempla con un sentido de exagerada suspicacia o de excesiva desconfianza. La personalidad del hombre tiene capacidades intrínsecas de reorganización, que la moderna psicología ha sabido valorar de una forma sistemática y eficiente. Pero el factor personal —quede esto bien claro— no basta por sí solo para la formación integral del hombre. Toda concepción que no tenga en cuenta el carácter espiritual e históricamente sobrenatural de la persona humana, será siempre una concepción parcial e inadecuada. Y tal sería la orientación aquí propuesta, si se apelara únicamente a factores humanos y faltase la levadura espiritual de una conciencia cristiana.

II. El Vat. II y las ciencias humanas

Hoy se comprende lo oportuno que resulta profundizar en las bases y los aspectos psicológicos de la vida espiritual: no con la simple intención de introducir innovaciones, sino para adaptar y hacer más eficientes los métodos que una tradición rica de sabiduría humana nos ha transmitido. Para que la educación espiritual responda a las exigencias del momento presente, es necesario poner en práctica los medios de acción que son propios de nuestro tiempo. La psicología es uno de ellos y, sin duda, de los principales cuando se trata de la conducta humana.

Esta es precisamente la forma de plantear la cuestión a nivel teórico y práctico, tal como se nos confirma con abundancia en los documentos conciliares. En efecto, el Vat. II invita frecuentemente a un adecuado tratamiento de la personalidad con todas las técnicas que nos ofrecen las ciencias humanas, yen particular la psicología'. Consideramos útil por esta razón el analizar aquí los pasajes más significativos de los documentos conciliares en los que se afirma la validez y la importancia de las ciencias humanas con respecto a los fines de la acción formativa.

En la Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual se afirma que "los progresos de las ciencias biológicas, psicológicas y sociales permiten al hombre no sólo conocerse mejor, sino aun influir directamente sobre la vida de las sociedades por medio de métodos técnicos" (GS 5). En la misma Constitución v al tratar del tema de la atención pastoral, se exhorta a "reconocer y emplear suficientemente en el trabajo pastoral no sólo los principios teológicos, sino también los descubrimientos de las ciencias profanas, sobre todo la psicología y la sociología" (GS 62).

Los obispos deberán emplearse a fondo a fin de que los catequistas sean convenientemente preparados para el desempeño de su misión y para que "aprendan" teórica y prácticamente las leves psicológicas y las disciplinas pedagógicas" (CD 14). En nuestros días la cultura humana y también las ciencias sagradas avanzan a un ritmo que antes nos era desconocido. Por ello "incítese a los presbíteros a que perfeccionen adecuadamente y sin intermisión su ciencia acerca de materias divinas y humanas, y así se preparen a entablar más oportunamente diálogo con sus contemporáneos" (PO 19).

El Val. II ha reclamado la atención sobre los cambios psicológicos, morales y religiosos que se verifican en la sociedad a un ritmo realmente vertiginoso. "El cambio de mentalidad y de estructuras somete con frecuencia a discusión las ideas recibidas. Esto se nota particularmente entre los jóvenes" (GS 7). Se abren nuevos caminos a la cultura, "preparados por un ingente progreso de las ciencias naturales y humanas, incluidas las sociales, por el desarrollo de la técnica, y también por los avances en el uso y la recta organización de los medios que ponen al hombre en comunicación con los demás". Las ciencias exactas han afinado en gran medida el sentido critico y, en consecuencia, "los más recientes estudios de psicología explican con mayor profundidad la actividad humana" (GS 54).

La acción educativa debe actuar de forma que el desarrollo de la vida tenga lugar "en plena armonía con las normasde la sana psicología" (OT 3). Debe ser "convenientemente perfeccionada con los datos recientes de la sana psicología y pedagogía" (0T 11). En el mismo decreto sobre la formación sacerdotal se exhorta de nuevo a "utilizar los medios que pueden ofrecer las ciencias pedagógicas, psicológicas o sociológicas" (OT 20).

Una visión incompleta de las cosas nos aislaría del mundo real y nos impediría utilizar cuanto hay en él de bueno. Es más, nos haría asistir como espectadores, antes que corno actores, a la evolución de disciplinas que exigen de los cristianos su correspondiente aportación, especialmente teniendo en cuenta que se trata de problemas relacionados directamente con la persona humana. Además, hay que tener en cuenta que todas las realidades científicas, entre las que se incluyen las modernas conquistas de la biología y de la psicología, han sido reconocidas explícitamente por el Vat. II como un bien en si mismas, al igual que las otras realidades terrestres. "Los expertos en las ciencias, especialmente en las ciencias biológicas, médicas, sociales y psicológicas, pueden aportar una gran contribución al bien del matrimonio y de la familia y a la paz de las conciencias" (GS 36).

Todas las realidades que constituyen el orden temporal no solamente son medios con los que el hombre puede alcanzar su fin último, sino que tienen un "valor" propio, que Dios ha puesto en ellas, tanto si se las considera en sí mismas como si se las valora como partes de todo el orden temporal. Esta su bondad natural recibe una dignidad especial de la relación que ellas tienen con la persona humana, para cuyo servicio han sido creadas. "Este destino, sin embargo, no sólo no priva al orden temporal de su autonomía, de sus propios fines, de sus propias leyes, medios e importancia para el bien del hombre, sino que, por el contrario, lo perfecciona en su valor y excelencia propia y, al mismo tiempo, lo ajusta a la vocación plena del hombre en la tierra" (AA 7). La investigación metódica que se realiza en toda disciplina, si procede de forma verdaderamente científica y con arreglo a las normas morales, "nunca será, en realidad, contraria a la fe, porque las realidades profanas y las realidades de la fe tienen su origen en el mismo Dios" (GS 36).

En efecto, "según el designio de Dios Creador, las mismas cosas terrenas y las instituciones humanas se ordenan también a la salvación de los hombres y, por ende, pueden contribuir no poco a la edificación del cuerpo de Cristo" (CD 12). Se respetan, por lo tanto, "las exigencias del método propias de cada una de las ciencias o las artes" (GS 36). Estas realidades contribuyen en el plano moral al perfeccionamiento humano: este perfeccionamiento, además de ser un bien verdadero, prefigura la realidad nueva que nos espera en la eternidad, e incluso parece que nos predispone más fácilmente a la gracia (GS 38).

III. Aportación de la psicología a la teología espiritual

En sus aplicaciones a la vida espiritual, las ciencias humanas no pueden gozar de una autonomía absoluta en relación con la teología, sino tan sólo de una autonomía relativa, allí donde buscan metódicamente los medios para suscitar las disposiciones más favorables a la gracia según la diversa edad y los diversos momentos del desarrollo individual y social. Las conclusiones de estas ciencias positivas se limitarán siempre a problemas de origen y de sucesión de los fenómenos y se prohibirán a sí mismas, por su propio método, cualquier tipo de juicio de valor y de fines últimos. Los datos y las leyes de estas ciencias no son sino "causas dispositivas".

La aportación de las ciencias del hombre, y en particular de la psicología, a la teología espiritual suscita diversas cuestiones de principio. En el momento actual, se advierte a este respecto una toma de posición decisivamente positiva. Durante demasiado tiempo se pensó en hablar al hombre únicamente de sus deberes morales, en esclarecer sus convicciones racionales, en discutir sus objeciones contra la fe: se apeló a su cerebro y, a veces, a sus emociones. Sin embargo, esta apelación cerebral y sentimental a un tiempo parece hoy insuficiente, superada y estéril. Es necesario que la acción educativa afecte al hombre en su totalidad y que tenga en cuenta las condiciones humanas de la personalidad en las que se desarrolla la acción de la gracia.

Tanto bajo el aspecto teórico como bajo el aspecto aplicado, el hombre no se puede dividir en dos partes: el hombre psíquico, por un lado, y el hombre moral y religioso, por otro. La acción educativa será siempre inadecuada si no se basa en un conocimiento seguro de los sujetos a que se dirige. Los progresos de la psicología moderna abren al sacerdote, al director espiritual y al educador en general no sólo un campo de informaciones, sino que le ofrecen también unas técnicas determinadas para conocer y para influir en los demás. La eficacia de estas técnicas adquiere cada vez mayor importancia a medida que se dispone de un conocimiento más adecuado de las mismas.

Aquí queremos aclarar algunos conceptos en torno a la naturaleza de la teología espiritual, a fin de estar mejor capacitados para determinar el ámbito y el cometido de las ciencias humanas, sobre todo de la psicología, en relación con la misma disciplina.

1. EL FACTOR PSICOLÓGICO EN LA TEOLOGÍA ESPIRITUAL - Afrontando este problema desde el punto de vista de la valoración crítica, Moioli llama la atención sobre tres divergencias fundamentales: a) la acentuación de la insuficiencia de un procedimiento puramente descriptivo: b) la superación de la distinción entre ascética y mística: c) la generalización del término "espiritualidad" para calificar tanto el objeto del estudio como el estudio en sí mismo. Este autor pone de relieve ante todo que la teología espiritual no puede reducirse a una simple observación y descripción de la experiencia cristiana como fenómeno'.

A propósito de la distinción entre mística y ascética, se pone de relieve que se trata de dos manifestaciones de una misma realidad: la misma vida cristiana. Se ha intentado establecer si yen qué medida lo esencial de la vida mística debe considerarse como una expresión madura de la vida cristiana en cuanto tal y debe mirarse como el criterio concreto de la perfección.

Sobre la expresión "espiritualidad" Y "vida espiritual" hay que decir que ejerció desde el principio la función de afirmar la unidad del estudio de la ascética y de la mística con un término que en alguna forma comprendiera ambos aspectos. Sin embargo, pronto asumió el término una clara connotación paulina; no se trata de la vida del alma, sino de la vida cristiana según el Espíritu, indicando los caminos para llevarla a su plenitud.

La controversia, que en un principio se limitó a la naturaleza de la teología mística, tuvo su origen en el libro de A. Stolz, en el que la naturaleza de la mística se estudiaba a partir de los principios teológicos, mientras que el aspecto psicológico de la cuestión se confiaba a Meyer. Según Stolz, los místicos españoles, y en particular los carmelitas, habían descuidado en demasía la explicación teológica de los estados místicos. Entonces, el padre Gabriel de Santa María Magdalena se sintió obligado a defender su causa. El debate se prolongó y abarcó no solamente los estados místicos, sino también la naturaleza de la teología espiritual. Se preguntó si ésta debía ser esencialmente dogmática o simplemente descriptiva: se preguntó si era legitimo contentarse con explicar los principios doctrinales que sostienen y guían la ascensión espiritual del alma, haciendo abstracción del condicionamiento psíquico del sujeto.

Stolz, aunque admitía la necesidad de unir los dos aspectos del problema, tendía inequívocamente a mantener el aspecto psicológico al margen de la teología espiritual, porque la gracia, tanto en sus comienzos como en su desarrollo, depende de factores psíquicos especiales. Meyer, en cambio, había insistido, quizá excesivamente, en el cambio radical que aporta la conciencia mística al psiquismo humano.

El padre Gabriel, al intervenir en el debate, sostuvo con fuerza y convicción que el punto de vista teológico no puede excluir el punto de vista psicológico. En efecto, es preciso reconocer que los dos aspectos son complementarios; santa Teresa de Avila, por ejemplo, proporciona descripciones psicológicas precisas, mientras que san Juan de la Cruz aporta una explicación teológica profunda sobre ellos: los dos unidos presentan una teología espiritual auténtica. Se sigue de ello, según el citado autor, que para guiar las almas hacia la perfección no podemos limitarnos a dar unos principios teóricos, sino que es preciso tener en cuenta también los condicionamientos psíquicos del sujeto. Actuando de esta forma no somos indulgentes con un psicologismo puro, porque en el primer plano está siempre la referencia esencial al organismo sobrenatural de la gracia.

En coherencia con cuanto hemos afirmado hasta aquí, la teología espiritual es definida como "el estudio del desarrollo de la vida espiritual en sus condiciones psicológicas"'. Se trata, entonces, de situar propiamente el estudio de la espiritualidad en el cuadro de la antropología cristiana para captar su significado objetivo.

Un problema de especial interés es el que concierne al valor y al uso de la "experiencia" en la vida espiritual. Como observa acertadamente A. Léonard, la experiencia espiritual no realiza, si no es de una forma ampliamente analógica, la noción y la forma de experiencia humana a la que estamos acostumbrados en otros campos". Lo prueba la dificultad, por no decir la imposibilidad, con que se encuentra la psicología religiosa para aplicar las leyes comunes de la psicología al organismo sobrenatural de la vida cristiana. Si es preciso distinguir el campo de las fuerzas psíquicas, reducibles a los determinismos, del campo de las fuerzas morales, sostenidas por la libertad e irreducibles a los determinismos, con mayor razón es preciso subrayar la irreductibilidad a condicionamientos naturales de las cualidades propiamente sobrenaturales del hombre.

El hombre es naturaleza y corporeidad, pero debe realizarse como libertad y como espiritualidad, y en esto radica el cometido de la acción educativa; pero, evidentemente, no sería posible realizar el deber ser sin tener en cuenta la situación real del hombre. Por lo demás, las mismas ciencias biológicas y psicológicas tienden hoy día a situarse más allá de toda situación puramente científica, es decir, como ciencias de la conducta humana, por la profunda exigencia que se ha advertido de conocer al hombre en su verdadera totalidad: y por ello no existe antinomia alguna entre ciencia, moral y religión —y más concretamente entre psicología y teología espiritual— cuando la investigación científica se afirma como condicionante, y no como disolvente, del acto moral concreto y de la realización del destino del hombre.

La libertad concreta no es la libertad "trascendental", sino la libertad "encarnada'''. La misma educación a la vida espiritual no implica solamente lo corpóreo del hombre en sus diversas manifestaciones, sino que exige en el cristianismo un elemento divino que se ha revelado y que se entrega al hombre en el misterio de la encarnación.

Por lo que concierne a la relación entre "espiritualidad" y "corporeidad", las ciencias de la educación se traducen frecuentemente en dos posiciones intensamente contrastantes: por una parte, una pedagogía que mira siempre con suspicacia al cuerpo y lo considera como una realidad rebelde a la espiritualidad, fuente de mal, enemigo que combatir y vencer; por otra parte, una educación fundada sobre la ética del placer hedonista, que propone el culto al cuerpo como fin esencial del hombre. Se puede observar que una y otra posición tienen un fundamento filosófico común: el de una metafísica dualista, de la cual una exalta solamente lo "espiritual", mientras que la otra invierte el orden de los valores y afirma solamente lo "corporal". La solución del problema de la espiritualidad y de la corporeidad del hombre se debe buscar en una síntesis existencial de la persona humana; síntesis en la que la dimensión espiritual del hombre ocupe el puesto irrenunciable que le compete.

2. LAS CONDICIONES HUMANAS DE LA ACCIÓN DE LA GRACIA - Al afirmar el problema de las relaciones entre gracia y naturaleza humana, dos tendencias se contraponen, según sea el punto de vista con que se enfoque el problema; esto implica también, consecuentemente, una elección de los medios de solución.

Por un lado, están los que parten del hecho innegable del pecado original y del consiguiente contraste entre naturaleza y gracia: miran con suspicacia el desarrollo de las fuerzas naturales, sobre todo de las que aparecen unidas a la parte orgánica del hombre; no prestan atención al ejercicio de las virtudes naturales y a la influencia del sustrato psicofísico en la vida espiritual e incitan a la lucha para suprimir o debilitar la sensibilidad y la afectividad; son los maestros del espíritu para los cuales la perfección cristiana consiste en crucificar la naturaleza, y el centro de la religión está en el calvario y la cruz.

Por otro lado, están los que toman como punto de partida el hecho de la redención y afirman que las fuerzas naturales, corroboradas y elevadas también ellas al orden divino, quedan armoniosamente entrelazadas con las de la gracia; sostienen que es una deformación del cristianismo presentarlo en su aspecto negativo, como un conjunto de prohibiciones, de renuncias, de desprendimientos y de dolores, que resultan tanto más lúgubres por la infinita noche del viernes santo dominado por la cruz; el cristianismo es la religión de la encarnación, es decir, de la sublimación de toda nuestra naturaleza en la humanidad de la persona de Jesucristo; es alegría, audacia, magnanimidad, espontaneidad, libertad, amor y amistad.

Entre las dos tendencias prevalece claramente la segunda, porque parece más coherente con los datos de la revelación y más conforme con las exigencias de hoy día. Para el hombre contemporáneo, "el cristiano perfecto, como el Verbo encarnado, será un hombre regenerado, un hombre perfecto", porque en Jesucristo toda nuestra humanidad, con todas sus dotes, ha sido elevada al máximo honor; porque es válido el axioma de que la gracia no destruye, sino que perfecciona la naturaleza, sometiendo a su dominio y elevando cuanto de bueno hay en ella: recursos naturales, temperamento, tendencias, pasiones, hábitos adquiridos, descartando únicamente el pecado.

GRACIA/ESFUERZO: Es más, la naturaleza no sólo es elevada, sino reclamada por la gracia como condición, es decir, como presupuesto; porque la vida de la gracia se inserta en la actividad psicofísica del hombre y depende, por lo tanto, de los datos presentes igual que de los pasados. A este propósito ha escrito Truhlar: "Que el sol brille o no en el cielo no depende de que el suelo esté cultivado o no; pero si el sol brilla no es indiferente el que el suelo esté cultivado o sin cultivar: un erial es obstáculo para la eficacia fecundadora del sol. Lo mismo ocurre con la gracia; tener o no tener la gracia no depende del hombre, sino de la libertad de Dios; el hombre, sin embargo, puede poner obstáculos y frustrar sus efectos cuando Dios le ofrece la gracia" ".

La condición natural puede decirse que es una preparación para la actividad de la gracia. Efectivamente, siendo ésta un don racional, puede establecer determinadas condiciones para su recepción y eficacia: si éstas faltan, o no se da o no se da eficazmente. Pero no es exacto pensar que algunas personas son más dignas y otras menos dignas de recibir la gracia de acuerdo con sus dotes naturales; no obstante, existe una ley de armonía y de correspondencia entre naturaleza y gracia; ordinariamente, la gracia exige algunas condiciones en la naturaleza. A este respecto, De Guibert se expresa en los siguientes términos: "Los actos sobrenaturales, que constituyen esencialmente nuestra vida espiritual de cristianos y que se han formado bajo la influencia de la gracia, no escapan a las condiciones generales del resto de nuestra vida psíquica: éstas consistirán en actos de inteligencia y de voluntad, que vienen a insertarse en la cadena de nuestro mecanismo interior sin romperlo, y, por consiguiente, sufrirán la influencia de los actos anteriores, estarán al menos parcialmente condicionados por ellos y, a su vez, tendrán resonancia".

La vida espiritual es una actividad vital del hombre y se inserta en su natural dinamismo psicofísico. Queda, por tanto, condicionada en su expresión y en su desarrollo por la "realidad humana" de cada individuo. La acción sobrenatural no es una fuerza coercitiva que impida el uso de las facultades humanas; al contrario, las penetra, las guía, las ennoblece, las eleva, las estimula y les da vigor.

El estudio de la acción sobrenatural nos sitúa ante elementos diversos, unos de orden natural y otros de orden sobrenatural, que reaccionan con recíprocas influencias y se funden tan bien, que muchas veces resulta difícil precisar lo que proviene de la naturaleza y lo que procede de la gracia. "La gracia —escribe G. Thibon— constituye sin duda en la vida humana un factor gratuito, imprevisible, cuya influencia ningún estudio psicológico puede medir. Por otra parte, no es menos cierto que la naturaleza y la gracia no constituyen dos realidades independientes en nosotros: existe continuidad y concordancia entre ellas; todo don sobrenatural de Dios, por más inesperado que sea, queda misteriosamente `adaptado' al alma que lo recibe"

La gracia se inserta en las facultades naturales del hombre y, consecuentemente, sufre su condicionamiento. "Se puede afirmar que el esplendor de la vida sobrenatural se hace tanto más vivo v luminoso cuanto más vigorosa y robusta es la base natural sobre la que se alza. La vida sobrenatural crece en proporción al desarrollo de la vida natural".

La gracia actúa siempre de forma concreta, y sus manifestaciones siempre tienen un determinado tono psicológico: de aceptación o de rechazo por parte del individuo, de buena o mala voluntad. Una palabra buena o una inspiración, por ejemplo, se presentan a veces como factores inmediatos a la acción; pero éstos pueden sobreentender siempre una acción más profunda, precisamente la de la gracia".

La gracia no destruye la naturaleza, sino que la restaura, la purifica y la transforma (S. Th., 1, q. 2 a. 2, ad 1). En cierto sentido y por vía ordinaria, la naturaleza condiciona la gracia, ya que su acción es facilitada en las personas psicológicamente ricas y es amortiguada en las psicológicamente pobres. Hay condiciones humanas que favorecen, y otras que impiden más o menos la manifestación de la perfección de la gracia. Es preciso, por lo tanto, hacer que las condiciones humanas sean más eficientes y más válidas, a fin de que la gracia no sólo pueda obrar, sino obrar de la forma más perfecta posible.

El progreso hacia tina personalidad genuina, libre y responsable no se realiza ordinariamente sino en la condición contingente en que vivimos. De tal forma que el axioma gratia supponit naturam debería completarse de esta forma: gratia supponit naturam in persona humana existentem. La gracia supone la naturaleza existente en la persona humana, en sus condiciones psicosociales y, naturalmente, en sus condiciones bío-fisiológicas.

Por cuanto atañe al problema de la relación entre gracia y naturaleza humana, hay dos perspectivas diversas y aparentemente opuestas, en las que se puede considerar esta relación. Hay, en efecto, quien se sitúa en la perspectiva de la naturaleza y quien, por el contrario, adopta la perspectiva de la gracia. Hay quien se coloca del lado del hombre, y es ésta la posición típica del psicólogo, y quien, por el contrario, se coloca del lado de Dios, que constituye la posición típica del teólogo. Según la diversa perspectiva que uno adopte, se hablará de la gracia como de una realidad que se "recibe", o bien como una realidad que se "da".

En este contexto, y situándonos en la perspectiva del psicólogo, nos ponemos evidentemente del lado del hombre, y entonces la gracia se entenderá como una realidad que es recibida y, por tanto, puede ser "aceptada" o "rechazada". Concebimos la gracia como un don de Dios, pero considerándolo desde el punto de vista del hombre y propiamente según el modo humano de recibirlo. Este don, en términos psicológicos, puede entenderse como un "proyecto" que se le ofrece al hombre desde fuera, es decir, de parte de Dios. En este sentido, la gracia puede ser aceptada o rechazada por el hombre como persona libre y responsable. Y es precisamente en este "rechazo" del proyecto de Dios por parte del hombre donde se concretiza la idea del pecado, cuya gravedad será proporcional a la entidad misma del rechazo, medido también por las condiciones existenciales de la persona humana.

Esta actitud de aceptación o de rechazo implica, pues, una opción fundamental por parte del hombre: una opción que será tanto más válida cuanto más consciente y libre sea el hombre al llevarlo a cabo. Tal opción, una vez realizada, es por si misma virtualmente suficiente para orientar toda la vida de un hombre. No obstante, será tanto más eficaz cuanto más se la renueve y fortalezca mediante la libertad de elección. En efecto, la opción fundamental, aunque permanezca esencialmente válida para caracterizar espiritualmente la conducta de una persona, acusará una tendencia natural a traducirse en formas de comportamiento que podríamos calificar como "automatismos espirituales". Pues bien, será precisamente el ejercicio de la libertad personal, actualizada en las circunstancias más diversas de la vida, lo que permitirá conferir a los actos del hombre la condición de propiamente humanos y, por tanto, perfeccionar la adhesión del hombre al proyecto de Dios.

IV. Relación entre salud mental y vida espiritual

Se suele hablar de una doble relación entre naturaleza humana y acción de la gracia; una relación "extrínseca" y una relación "intrínseca"

Relación "extrínseca" en el plano de la santificación en sentido general; la santificación, en su esencia, no depende intrínsecamente de las disposiciones psíquicas, sino del acto espiritual que abandona amorosamente a la persona a la presencia y a la acción del Espíritu. Este acto es posible en cualquier estado psíquico, incluso patológico. Una dependencia extrínseca es, sin embargo, innegable; hay ante todo una especie de umbral más allá del cual, en la demencia, por ejemplo, no se plantea ya el problema espiritual relacionado con la existencia del acto humano; hay, por otra parte, disposiciones psíquicas tan fuertes que ejercen una influencia decisiva en la conducta del hombre.

Relación "intrínseca" en el plano de la total manifestación de los frutos de la gracia: la obra de la gracia no se limita, en efecto, al acontecimiento espiritual en que consiste la santificación fundamental de las almas. La vida de gracia tiende a difundirse por toda la personalidad y a irradiarse hacia el exterior. El acto espiritual quiere dar frutos visibles. Para que la caridad divina se establezca más profundamente, para que sea poseída con mayor seguridad y se manifieste más plenamente en los individuos, es necesario que el hombre actúe y se adapte lo más posible a las orientaciones dinámicas que le confiere la gracia.

Este progreso y esta madurez psíquica —cuyas leyes estudia la psicología e intenta promover mediante sus técnicas en el plano natural— son precisos para favorecer la plenitud del crecimiento y de las manifestaciones cristianas. Las cualidades psíquicas, aunque no sean ni una garantía de perfección o de virtud cristiana, ni fundamento de relación humana fructífera, condicionan su expresión normal y su pleno desarrollo [>Madurez espiritual]. El escrupuloso, por ejemplo, puede ciertamente santificarse en su neurosis obsesiva, pero no será más que un testigo imperfecto de ciertos aspectos del perdón divino y de la alegre confianza de Dios.

Examinando las condiciones de salud mental de cada individuo, se intentará comprender cuáles son los aspectos positivos y los elementos de desviación, junto con las posibilidades de conflicto. Y esto para hacer a la naturaleza humana —en concreto, la persona de cada individuo— lo más madura y, por tanto, lo más válida posible, en orden a la acción de la gracia. A este respecto, hay tres cuestiones principales que deben atraer nuestra atención para llevar a cabo un examen más profundo del problema.

La primera atañe a las condiciones y características de cada individuo; desde el punto de vista psicológico, la personalidad es la expresión de todas las condiciones y las características humanas mediante las cuales se manifiesta y se va desarrollando el individuo a lo largo de toda su vida.

La segunda atañe a las imperfecciones y las desviaciones que se pueden revelar en este desarrollo del individuo y que pueden hacer menos perfecta, imperfecta o inmadura a una personalidad; éste es el punto céntrico de la cuestión.

La tercera pretende ser la síntesis de las dos precedentes; partiendo de estas condiciones humanas, se trata de ver cuáles son las exigencias de la naturaleza en orden a la gracia o, en términos más científicos, cuáles son las modalidades de vida espiritual que se revelan sobre la base de determinadas premisas bío-psicológicas.

Para llegar a conclusiones suficientemente claras en lo que concierne a la compatibilidad o incompatibilidad de la expresión más elevada de vida espiritual, la santidad, con los trastornos mentales, debemos procurar no olvidarnos de que algunas veces los elementos psicológicos y los elementos sobrenaturales están inseparablemente mezclados. Como es evidente, si se tienen en cuenta únicamente las manifestaciones exteriores, algunos elementos aparecen netamente patológicos. Sin embargo, no todos son signos de enfermedad mental, porque fenómenos idénticos se deben a veces a causas preternaturales o sobrenaturales.

Cuando los fenómenos extraordinarios o anormales provienen de un estado patológico, pueden deberse tanto a una perturbación funcional como a una perturbación de la estructura fisiológica (es el caso de las afecciones neurológicas, glandulares o cerebrales), o bien a un desorden puramente mental (por ejemplo, cuando la inteligencia o la voluntad no se han perfeccionado con el desarrollo de las virtudes). Las predisposiciones inmediatas a los estímulos susceptibles de desencadenar reacciones anormales se manifiestan generalmente con ocasión de una crisis o de un conflicto. El estado emocional que resulta de ello es origen de una tensión o de una angustia más o menos oprimente para el individuo.

Cuando una persona se ve afectada por una lesión cerebral, no está en condiciones de utilizar las funciones controladas por la sección del cerebro donde reside la lesión. Ahora bien, la relación entre cuerpo y espíritu es tan estrecha que incluso sus facultades espirituales pueden quedar obstaculizadas. En este caso, dicha persona deberá perder toda esperanza de tener una personalidad bien integrada, porque su vida escapa definitivamente al control completo de la razón. Si, por el contrario, la lesión afecta solamente a uno u otro de sus sentidos exteriores, como la vista, la palabra o una función motriz, no existe una enfermedad mental propiamente dicha y la persona sigue siendo capaz de acceder al estado auténticamente místico y a la santidad.

Así pues, si una persona se ve mentalmente afectada a consecuencia de una lesión orgánica, si no puede afrontar la realidad y su ambiente y si su juicio moral queda falseado, esta persona no posee ya la integridad necesaria para la santidad. Esto no quiere decir que dicha persona sea responsable de su propio estado; puede perfectamente participar en la acción de la gracia; pero mientras subsistan las perturbaciones mentales no puede alcanzar la plenitud de la perfección cristiana.

En el caso de enfermedad mental por intoxicación, el enfermo se encuentra en una situación muy distinta. Si él ha tenido la culpa de su enfermedad —por ejemplo, si se trata de un alcohólico o de un toxicómano—, entonces es realmente culpable. Sin embargo, teniendo en cuenta que la alteración del cerebro no es definitiva, puede curarse y hacerse incluso santo, a condición, naturalmente, de que deje de intoxicarse. Si, por el contrario, sus lesiones son definitivas, se encuentra en la misma situación frente a la santidad que aquel cuyas lesiones son orgánicas.

Cuando se trata de enfermedad mental procedente de un desorden fisiológico o de un extravío de la inteligencia o de la voluntad, se puede decir que mientras persista el desorden funcional —cualquiera que sea su causa— el individuo es incapaz de someterse al control de la propia razón y de afrontar las exigencias de su ambiente. Ahora bien, si la práctica de las virtudes conduce a un equilibrio perfecto y a la santidad, un desorden funcional es signo de carencia de algunas virtudes (frecuentemente se trata de la virtud de la prudencia) o al menos de su imperfección. Comportamientos como la racionalización, la regresión, la identificación, la proyección y la segregación demuestran que el individuo no está maduro y sufre en cierto modo la influencia de una fuerza distinta de su razón.

Si es cierto que la Providencia en sus misteriosos designios ha permitido a veces que en la misma vida de los santos aparezcan formas patológicas de tipo neurótico, es preciso recordar que se trata siempre de una disminución con respecto a la perfección del orden natural, el cual facilita la acción de la gracia. Si es cierto que una misma acción defectuosa puede deberse a la libre elección del hombre o bien al efecto condicionante de dinamismos psíquicos neuróticos o caracteriales, también es cierto que el hombre, especialmente el hombre consagrado a Dios, debe intentar realizar un comportamiento objetivamente correcto y auténticamente maduro.

La vida espiritual es la vida de la gracia santificante en cuanto que se expande en la conducta humana en una relación particular con las facultades de la inteligencia y la voluntad; esto nos lleva a hacer algunas observaciones a propósito de la vida espiritual de los retrasados mentales. La teología enseña que existe una santificación que se actúa sin la colaboración del sujeto, mediante la infusión de la gracia santificante, dada en el bautismo; es el caso del recién nacido bautizado, cuya gracia deriva de Cristo mediante la regeneración espiritual. Los retrasados mentales profundos se pueden considerar en un estado semejante a los recién nacidos por lo que atañe a su vida espiritual. En cuanto se refiere a los débiles mentales ligeros, el caso es distinto; parecen tener un sentido religioso más afinado de lo que permite prever su grado de desarrollo intelectivo.

Estudiando la relación entre equilibrio psíquico y vida espiritual, Léonard se pregunta si existe una correlación perfecta, de manera que un grado determinado de perfección corresponda a un nivel determinado de autonomía psíquica; se pregunta, en particular, si aquellos que padecen escrúpulos, obsesiones, manías o neurosis son capaces de llevar una elevada vida espiritual. Para dar una respuesta a estos interrogantes, Léonard parte del concepto de "santidad" entendida como "plenitud de la caridad", y más en concreto como "conformidad con el valor divino, expresada en un continuo y exacto cumplimiento de los deberes propios de su estado". Ahora bien, se trata de ver si y en qué modo estos criterios se pueden aplicar a un neurótico o a un enfermo mental.

A propósito del enfermo mental, Léonard piensa que éste no puede presentar un tipo de santidad ejemplar, en cierto modo oficial, a causa de ciertas incapacidades congénitas que no le permiten el desarrollo de una perfecta armonía en su personalidad; pero nada nos impide pensar, según el citado autor, que la gracia pueda actuar en él hasta el punto de llevarlo a un elevado grado de vida espiritual. "Sólo el pecado voluntario y formal constituye un obstáculo a la gracia, y no los trastornos, de los que ni la voluntad ni la conciencia pueden ser culpables"

La condición personal de un neurótico hace más difícil la acción de la gracia y, por tanto, disminuye sus efectos positivos en orden a la perfección. A la tensión inherente a la vida espiritual, igual que al peso normal de la condición humana, la neurosis añade una carga suplementaria, que implica unos obstáculos tanto más insuperables cuanto más irreal es su objeto. La neurosis no constituye una ocasión de mérito si no es por vía indirecta, es decir, por el esfuerzo suplementario y la confianza redoblada que exige; pero considerada en sí misma no representa una condición favorable para la vida espiritual y no aporta beneficio alguno. Aquel que sufre de culpabilidad neurótica, por ejemplo, no llega a la verdadera conciencia del pecado y, por tanto, tampoco a la idea del perdón y del amor. La neurosis en cuanto tal es un obstáculo para la realización de las exigencias humanas de la vida espiritual. Si el hombre normal es ya un ser lacerado de algún modo, el neurótico lo es por doble partida; su unidad personal está dolorosamente amenazada. Y, precisamente en este sentido, el equilibrio psíquico o la ordenación del psiquismo favorece singularmente una vida espiritual auténtica y plenamente desarrollada.

V. Orientaciones para la educación espiritual

La educación es verdadera formación del hombre siempre que tenga "unidad". Educar al hombre significa desarrollar e intensificar en él la unidad en la "totalidad" de la persona, dando el justo realce a la dimensión espiritual de la misma. La unidad de la educación no puede ser otra cosa que unidad religiosa. "La religión, en efecto —escribe Rosmini—, es el único principio que puede aportar unidad a la educación humana; y por eso podríamos decir que la idea de la verdadera educación humana ha germinado y ha florecido en el mundo del espíritu gracias a la acción del cristianismo". Fue el cristianismo el que presentó y descubrió claramente al hombre este último fin, al que debe orientar todo su ser.

1. INTEGRACIÓN DE LO NATURAL Y DE LO SOBRENATURAL - La doctrina cristiana enseña que el hombre no se forma, no se perfecciona claramente, en el orden actual de la Providencia, sino mediante la vida sobrenatural. Dios ha elevado la humanidad a una altura muy superior a la que es propia de las aspiraciones naturales; ha querido que fuéramos partícipes de su naturaleza divina; no nos ha dejado en el mero estado de hombres, sino que, en su amor infinito, nos ha divinizado; la gracia nos transforma y nos comunica una vida nueva. La educación consiste por ello en la formación del cristiano (es decir, del hombre divinizado), que no puede concebirse sin la intervención y sin la ayuda sobrenatural de Dios. El hombre no se basta a sí mismo.

Orientándose a una realidad concreta, la acción educativa no puede prescindir de ninguno de los factores objetivos que constituyen tal realidad; y no puede, por tanto, ni ignorar ni descuidar los datos revelados. Pío XI nos advierte a este respecto que "nunca se ha de perder de vista que el sujeto de la educación cristiana es el hombre todo entero, espíritu unido al cuerpo en unidad de naturaleza, con todas sus facultades naturales y sobrenaturales, cual nos lo hacen conocer la recta razón y la revelación.

La formación del cristiano —subraya F. Olgiati— no es una entidad separada o añadida a la formación del hombre. Quien forma al cristiano forma al hombre, y no se puede formar al cristiano si no es formando al hombre. Ni se piense que la acción humana y la obra divina de la gracia pueden constituir fuerzas independientes, cuyos efectos se manifiesten en dos fases sucesivas, sino que se trata de dos elementos completamente integrados, sin que uno de ellos suprima la eficiencia del otro.

Lo sobrenatural no aniquila en absoluto las energías individuales, sino que potencia al máximo las mismas; por lo tanto, no llevará a negar ni a amortiguar en materia de educación las exigencias legítimas de la naturaleza. La intervención de lo sobrenatural —advierte Casotti— no vuelve "milagrosa" a toda pedagogía y no nos debe hacer considerar como inútil para la educación toda intervención del arte humano. Lo sobrenatural supera, pero no es una abolición ni una contradicción de la naturaleza; antes bien, la contiene y la desarrolla de una manera eminente. Todos los esfuerzos de la actividad humana para el mejor desarrollo y para la elevación de la personalidad, lejos de ser inútiles, adquieren con su sobrenaturalización un valor mucho mayor.

A este respecto, Pío XI reafirma un principio de extraordinaria importancia; dado que el orden sobrenatural no sólo no destruye ni aminora el orden natural, sino que lo eleva y lo perfecciona, se colige de ello que "ambos órdenes se prestan mutua ayuda y como complemento respectivamente proporcionado a la naturaleza y dignidad de cada uno, precisamente porque uno y otro proceden de Dios, el cual no se puede contradecir. Aquí se proyecta una auténtica luz sobre la función original y propia del orden natural, incluso con respecto a los fines de la economía divina; en efecto, en caso contrario no se podría hablar de cooperación ni 'de complementariedad proporcionada, sino únicamente de subordinación. Y esto es asi no porque Dios tenga necesidad del hombre o porque lo sobrenatural tenga necesidad de lo natural, sino porque lo natural es también obra de Dios.

El hombre ha sido elevado a un fin sobrenatural y a la vida de la gracia. Lo sobrenatural se inserta, por lo tanto, en el orden natural: pero no lo sustituye ni mucho menos lo suprime. La gracia respeta la libertad del hombre y deja intactas todas las fuerzas naturales, encauzándolas por caminos, que nosotros desconocemos, hacia aquella forma de equilibrio y de integración característica de una personalidad humana y cristiana. Lo natural por sí solo no trae la salvación, pero tampoco lo consigue lo sobrenatural sin el concurso de la naturaleza. El hombre sobrenatural no es la sustitución, sino la elevación del hombre natural. Ahora bien, para elevar mejor es necesario poner sólidas bases a la personalidad humana.

Quizá no sea superfluo llamar la atención aquí sobre un aspecto fundamental e irrenunciable del hombre: su dimensión espiritual, aunque se considere desde un punto de vista psicológico. De esta manera, nos vemos llevados a escrutar las realidades celestiales sin menospreciar las realidades terrestres; nos sentimos empujados a elevarnos a los valores de la sabiduría sin ignorar los valores de la ciencia. En realidad, la "dimensión espiritual" del hombre no se opone a su "dimensión humana" ni la una puede ni debe existir sin la otra.

Pero también es verdad que unas veces la primera y otras la segunda asumen un papel preponderante en la vida del hombre. No raras veces estamos inclinados a acentuar fuertemente, e incluso a veces en exceso, la dimensión humana: nos sentimos movidos a buscar en las fuerzas y estructuras meramente humanas la fuente de la educación. Pero si queremos que ésta resulte satisfactoria, si queremos que la ciencia del hombre se convierta en sabiduría, tendremos que intentar superar los aspectos negativos de esta tendencia naturalista y la insuficiencia de un modo de ser enfocado de forma exclusiva hacia la dimensión humana.

En la orientación educativa que se presenta e inculca en este escrito, apelamos principalmente a los factores humanos, partiendo del convencimiento de que es un grave deber de todo educador el utilizar de la mejor forma posible los medios que la misma naturaleza del hombre y las circunstancias de la vida han puesto a su disposición. Pero esto no significa exclusión ni mengua de los medios sobrenaturales. El creyente, y más aún el educador religioso, no puede ignorar que a la formación integral del hombre concurre tanto la formación humana como la obra divina de la gracia; de ahí que, aunque se base su acción sobre los datos psicológicos, no puede eximirse de recurrir a los medios que la fe pone a su disposición.

2. EXIGENCIA DE ADAPTACIÓN A LAS CONDICIONES PERSONALES - Conviene tener presentes las condiciones psicológicas, las tendencias humanas y también las características propias de cada persona en cuanto elementos condicionantes de su modo de reaccionar a la gracia. Esto se puede afirmar tanto en relación con las expresiones comunes de la religiosidad como en relación con toda forma específica de experiencia religiosa. Una cierta "emotividad", por ejemplo, es una condición favorable a la expresión religiosa. La emotividad puede decirse que es un elemento positivo de la religiosidad, incluso cuando asume el carácter de hiperemotividad; de forma que entre dos sujetos, uno frío y otro más bien emotivo, sería preferible el tipo emotivo en orden a las manifestaciones de la vida espiritual, porque él tiene las condiciones básicas para poder realizarse y expresar una experiencia religiosa.

Un sujeto "psicopático" puede tener, en relación con la experiencia religiosa, dos manifestaciones típicas. La primera es la del escrúpulo religioso, condición psíquica que se incluye bajo el nombre de "psicastenia"; no se trata de una condición preocupante, porque se consigue, al menos parcialmente, modificarla y, en consecuencia, controlarla; pero no se debe pretender realizar un cambio en la naturaleza del individuo. La segunda, frente a la cual es preciso tener gran precaución, es la "tendencia paranoica", que es más frecuente en su faceta leve; así, una persona que, incluso teniendo una experiencia religiosa válida, comenzase a revelar manifestaciones insólitas del tipo de los fenómenos extraordinarios de la vida mística, podría revelar fácilmente una tendencia paranoica.

Uno de los aspectos más positivos de la psicología y de la aportación que puede hacer a la vida espiritual, es la correspondencia entre las exigencias de la vida espiritual y las exigencias planteadas a la luz de la psicología misma en orden al pleno desarrollo de la personalidad: en efecto, para que ésta alcance su armonización y el autocontrol, exige una cierta forma de ascesis, lo que significa un compromiso y lleva consigo una renuncia, en oposición a lo que afirman las concepciones que tienen puestas sus miras en la plena satisfacción de las exigencias instintivas.

No se trata de revalorizar una concepción superada y negativa de ascesis en contraste con la actitud positiva que ha puesto especialmente de manifiesto el concilio Val. II: es más, debemos estar decididamente a favor de esta orientación, en la que el acento se coloca en los aspectos positivos de la acción; por ejemplo, en el voto de castidad no es la "renuncia" lo que cuenta como tal, ni el "rechazo" de cualquier cosa, sino la capacidad de donación total o de "oblatividad", que no se puede conseguir sino mediante un aprendizaje, es decir, mediante un proceso ascético [>Madurez espiritual]. En esta línea y según una concepción positiva de la educación y de la ascesis cristiana, que inevitablemente lleva consigo también un cierto límite y un cierto control y, por lo tanto, una cierta forma de renuncia, tenemos las premisas y las condiciones necesarias para poder construir una verdadera personalidad espiritual.

Una acción educativa consciente e iluminada, es decir, planteada juiciosamente sobre bases humanas válidas puede hacer mucho para ayudar a una persona a desarrollarse corno personalidad plenamente integrada: puede hacer mucho para ayudar a esta personalidad a enriquecerse a todo lo largo del período de su desarrollo en la expresión de ludas sus capacidades psíquicas y en la asimilación de los valores naturales y sobrenaturales que ofrece la vida indi¡dual y social: puede también hacer mucho para ayudar a un individuo a corregirse, a impedir las regresiones o los desfases, a resolver los conflictos y a evitar, por lo tanto, o al menos a disminuir, las posibilidades de desviación patológica, aunque sea en forma leve. Una acción educativa consciente e iluminada puede hacer mucho para poner a una persona en las condiciones más favorables en orden a una auténtica ascesis cristiana, es decir, para realizar en ella una sólida, robusta y fructífera vida espiritual.

VI. Conclusión

En resumen, si todos los hombres poseen un mínimo de disposiciones religiosas, sus actitudes frente a una vida interior dinámica varían en infinitas posibilidades: el conjunto organizado de sus funciones físicas y psíquicas tiene repercusiones en sus posibilidades espirituales en orden a aumentarlas o limitarlas. A estos datos primitivos se asocian las influencias exteriores de tiempo y lugar y los efectos de los acontecimientos a los que cada uno está sujeto. A ellos se añade la acción de la gracia, que actúa de mil modos diversos e incontrolables.

Si es cierto que la vida espiritual no depende en su misterio más que de la gracia y trasciende, por lo tanto, al psiquismo humano, también es cierto que este último condiciona su eficacia. Por eso tiene gran importancia el hecho de que la personalidad de cada individuo se haga más rica humanamente, para servir de la mejor forma posible como instrumento y signo de la llamada del Espíritu.

La acción educativa se propone precisamente favorecer las condiciones humanas de los individuos, orientándolas o mejorándolas cuando convenga, de forma que las haga más propicias a la acción de la gracia: en otros términos, se propone ayudar a la gracia misma para que actúe con eficacia. Y tanto mejor será el resultado de la acción educativa cuanto más se tengan presentes las condiciones tanto normales como patológicas de los individuos. De esta forma, podrán realizarse aquellas condiciones que convierten a la persona humana en un instrumento válido para la obra divina de la gracia.

La acción de la gracia no puede analizarse directamente: pero sus efectos, que varían notablemente de individuo a individuo, admiten una investigación científica. "Los teólogos —escribe E. Hugon— no pueden dejar de acoger favorablemente los estudios de psicología, que tienden a mostrar el misterioso trabajo que paulatinamente tiene lugar en las almas en busca de un ideal y las etapas sucesivas que las llevan a Dios'.

Se advierten grandes diferencias en las posibilidades y en el rendimiento religioso de cada individuo, lo mismo que sucede desde el punto de vista intelectual o artístico. "Nuestros actos de piedad —escribe O. Lemarié— son ante todo diferentes por razón de la vocación especial que Dios otorga a cada uno. Pero lo son también en virtud de numerosas disposiciones muy distintas: temperamento, carácter y aptitudes: todo aquello por lo que se distinguen nuestras personas se encuentra también de alguna forma en la trayectoria y en las modalidades de nuestras expresiones religiosas".

Se ha escrito con acierto que sólo Dios conoce el verdadero rostro del hombre. Pero estudiando a los diversos individuos en sus características personales, podemos echar un vistazo al laboratorio de Dios. Cuanto más penetremos en la variedad de las expresiones religiosas, tanto mejor descubriremos los reflejos de la gracia divina en la persona humana.

R. Zavalloni

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