OBEDIENCIA
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SUMARIO: I. Obediencia según la Palabra - II. Obediencia en la primitiva experiencia eclesial - III. Obediencia evangélica inculturada - IV. Verificación histórica de la obediencia inculturada - V. Criterio preferencial entre las formas de obediencia - VI. La obediencia en la perspectiva del Vat. II - VII. Obediencia como redención de la autoridad según el Vat. II1 - VIII. Obediencia en la actual inculturación espiritual - IX. Recapitulación sobre la obediencia cristiana.


I. Obediencia según la Palabra

Dios se encuentra con los hombres en su vida cotidiana; lleva a cabo su historia de la salvación participando de su historia terrena. "¿Qué nación hay tan grande que tenga dioses tan cercanos a ella como lo está de nosotros Yahvé, nuestro Dios, siempre que lo invocamos?" (Dt 4,7). Un Dios que habita cerca de los hijos de los hombres (Núm 35,34) establece con ellos múltiples y ricas relaciones; crea relaciones de autoridad-sumisión, de mando-obediencia, de superioridad-respeto. La adhesión humana a la voluntad divina se convierte en un momento privilegiado de la historia de la salvación; se constituye como signo de que se ha establecido una convivencia de amor con Dios salvador. La comunidad de los creyentes consigue su propia liberación en la medida en que sabe acoger y vivir en coloquio continuado en la intimidad vital con su Dios; en la proporción con que sabe expresar amor y obediencia a ese Dios.

La obediencia a Dios se hace posible solamente en virtud de un don divino, gracias a su voluntad salvífica, por su gratuita benevolencia. En efecto, es un signo de su amor el hecho de que él manifieste su voluntad, que eleve a la criatura a mantener coloquio con él, que la haga capaz de vivir según su beneplácito. Dios salva al hacer a los hombres conscientes de su voluntad, al constituirlos capaces de obedecer a sus designios, al educarlos dentro de su historia de manera que sean respetuosos con él, al destinarlos a convivir en la intimidad de sus confidencias de amigo.

La alianza ha manifestado en la obediencia este nuevo rostro; la ha señalado como el don carismático ofrecido por Dios a los hombres; la ha propuesto como desposorio de intimidad entre Yahvé y su pueblo. "Entonces te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en la justicia y el derecho, en la benignidad y en el amor; te desposaré conmigo en la fidelidad y tú conocerás a Yahvé" (Os 2,21-22). La alianza sugiere el sentido y el modo de vivir la obediencia. Las criaturas, favorecidas por la amistad de Dios, tienen que amarlo a través de la conformidad con su voluntad; capacitadas para estar con él, tienen que saber "caminar ante la mirada de Yahvé"; llamadas a su intimidad, tienen que saber intuir sus deseos para cumplirlos. Los hombres tienen que practicar la obediencia como una manera de atestiguar que son una sola cosa con Dios, como un modo de conocer los pensamientos secretos del Omnipotente y realizarlos, como una expresión de estar en intimidad de amor con el Padre celestial (Gén 17,9; Ex 19,5s; Sal 119; 2 Mac 7,1-42).

La obediencia, por ser un modo de convivir en la intimidad de amistad con Dios, orienta a los hombres hacia una vida divina al modo de la vida de Dios; los capacita para una existencia de amor caritativo; los hace madurar hacia la participación en las relaciones intratrinitarias divinas. San Pablo precisaba que la obediencia cristiana está enea-minada hacia la libertad de los hijos de Dios: orienta a experimentar un vivir libre en el Espíritu de Cristo en comunión con el Padre (Gál 4,31; 2 Cor 3,17). La obediencia, en el espíritu de la alianza, es tender a vivir como Dios vive.

Si la revelación nos ha hecho conscientes del compromiso de obedecer a Dios para experimentar y atestiguar una vida libre en el amor divino, nos ha manifestado también que la voluntad divina en la existencia actual sólo puede captarse de ordinario a través de las vicisitudes y de las peripecias terrenas, mediante los intermediarios autoritativos humanos, escudriñando los signos de los tiempos. Unicamente en una futura era escatológica será posible captar la voluntad divina inmediatamente en Dios. Actualmente tendemos a ello a través de ciertos signos difundidos en la creación y mediante ciertos imperativos autoritativos humanos. Al presente los hombres, incluso cuando quieren obedecer a Dios, dan su adhesión a las autoridades que hacen sus veces; cuando quieren conformarse con los deseos divinos, intentan poner en práctica leyes formuladas por los hombres; cuando quieren mostrarse respetuosos con el plan divino, se someten a unos superiores terrenos. Los mismos israelitas sentían la necesidad de una palabra autoritativa que fuese humana. Decían a Moisés: "Háblanos tú y te escucharemos; pero que no nos hable Yahvé, para que no muramos" (Ex 20,19). Aunque en su actitud de observancia legal buscaban siempre el sentido recóndito de la voluntad divina, investigaban la manera de unirse al Omnipotente: "Mi corazón te habla y te busca mi rostro; es tu rostro, Yahvé, lo que yo busco" (Sal 27,8).

El pueblo elegido, educado en la religiosidad de los escribas y los fariseos, se había convencido de la necesidad de mostrarse respetuoso con la ley de Moisés; procuraba practicar con esmero las numerosas prescripciones legales y rituales existentes; se comprometía a querer todo lo que le inculcaba la autoridad legitima. En este laudable intento de uniformarse con la ley se fue, sin embargo, abandonando lentamente y cayendo en un lamentable olvido; ya no buscaba unirse amorosamente con su Dios a través de la ley, sino que se detenía en la materialidad de la prescripción legal. Los israelitas habían dejado de buscar el rostro de Dios, pues ponían sus complacencias en el representante de su autoridad; no expresaban ya la intención de conocer la voluntad del Señor, pues les bastaba con escuchar los dictámenes preceptivos formulados en la torah; no se esforzaban ya en convivir en la intimidad del omnipotente Yahvé, porque consideraban suficiente vivir dentro del orden sancionado por la autoridad. En el primer puesto no estaba ya la relación inmediata con Dios, sino el cumplimiento literal de la ley. Dios vio entonces que los israelitas buscaban una seguridad humana: "Su corazón no era recto con él, y no eran leales a su alianza" (Sal 78,37). Comprendió que se sentían ricos con sus prescripciones legales, seguros de conquistar la salvación en virtud de sus propias obras conformes con la ley; no tenían ya necesidad de suplicarle para que les manifestase su voluntad salvífica.

Jesús, a través de su palabra y de su vida, vuelve a proponer la autoridad-obediencia dentro del espíritu de la alianza, que él renueva y perfecciona. Muestra que la obediencia debe tender a realizarse como vida íntima de amor con el Padre por encima de todo intermediario; como convivencia con Dios y en Dios. Toda su existencia tuvo como único intento uniformarse con la voluntad del Padre (Jn 8,29; 16,32), de manera que se sentía una sola cosa con él (Jn 10,30). La experiencia pascual de Cristo manifestó no sólo su adhesión a la voluntad divina, sino también un modo de convertirse en espíritu resucitado y de poder introducirse de esa forma en la vida divina de caridad (Jn 10,17-18), para conocer así la voluntad del Padre dentro de una intimidad confidencial.

La vida de obediencia de Cristo se ofrece como modelo para todos los hombres; obediente es el que participa del misterio pascual del Señor para ser hecho capaz de esta forma de convivir caritativamente con el Padre, y de aprender a conocer así sus deseos y vivirlos con amor respetuoso.

Jesús replanteó dentro del contexto de la nueva alianza no sólo la obediencia, sino también la misión de la autoridad. Prescribió que toda autoridad se esforzase en reflejar realmente la voluntad divina. Y este nuevo rostro de la autoridad es el que el mismo Cristo vivió entre los hombres; él quiso ser sacramento perfecto de la autoridad del Padre (Jn 13,13; Mt 28,18). Fue no tanto un representante de Dios Padre, cuanto el que pone en contacto inmediatamente con lo que el Padre desea: "Las palabras que os digo no las digo de mi cuenta, mas el Padre, que está en mí, hace sus obras. Creedme que yo estoy en el Padre y el Padre en mi" (In 14,10-11). Para el Evangelio, la autoridad no hace las veces de Dios; no lo sustituye mandando según sus propios criterios humanos sobre los súbditos. La autoridad está llamada a poner en una convivencia inmediata al súbdito con Dios en el Espíritu de Cristo: "Tiene la misión de hacer presentes y como visibles a Dios Padre y a su Hijo encarnado" (GS 21); tiene la función de educar a los fieles para que se sepan poner a escuchar inmediatamente la voz del Padre.

II. La obediencia en la primitiva experiencia eclesial

Jesús, en su vida y en su Evangelio, puso de manifiesto el corazón de la obediencia perfecta; indicó el auténtico sentido profundo de la obediencia cristiana. Recordó que una observancia de los preceptos es cristiana sólo si tiende de alguna manera a adherirse a la palabra del Padre; precisó cuál es el criterio espiritual primario al valorar la autoridad y a los súbditos; recordó que no existe una obediencia evangélica si no expresa caridad hacia el Padre.

En la comunidad eclesial se procuró indicar y experimentar en qué medida era posible armonizar el espíritu evangélico de obediencia con la situación de creyentes implicados en asuntos terrenos, en la maraña de normas civiles y religiosas, sin tener nunca la posibilidad de encontrarse personalmente con el Señor. Si Jesús señaló la autoridad-obediencia en su perspectiva utópica de convivencia con el Padre, la Iglesia reestructuró esta indicación evangélica del Señor adaptándola a las situaciones históricas vividas por el pueblo creyente, pueblo enfrascado en los negocios de este siglo y privado de la intimidad cercana con el Señor. La comunidad de los creyentes debe comprometerse en medio de los problemas terrenos; debe estimular a practicar reglas y ordenaciones humanas; debe mostrar de qué manera y hasta qué punto ha de vivirse la enseñanza de su Señor.

¿Cómo interpretó y vivió la comunidad eclesial esta obediencia evangélica? En primer lugar, mantuvo su fe en la enseñanza del Señor sobre la caridad. Aceptó el deber de tender a vivir laobediencia de forma ideal como respuesta a la Palabra, como sumisión a la voluntad de Dios en Cristo, como participación-continuación de la obediencia del Señor. La obediencia entra en la historia salvífica sólo si existe una manera de vincularse con Dios en Cristo según las indicaciones de la nueva alianza; si en cierto modo es expresión de una vida caritativa, que consiste en inaugurar en sí mismo una coparticipación de la vida divina trinitaria. Por eso la autoridad eclesial no se estructura como un oficio que se justifique en sí mismo, sino como epifanía de la autoridad de Dios en Cristo; como sacramento que pone al mismo superior en situación de escuchar inmediatamente al Espíritu; como carisma que Cristo emplea para la salvación de los hombres. La autoridad y la obediencia, en la comunidad eclesial, están ancladas en Cristo (2 Tes 3,14) para llegar a Dios Padre (He 6,7; Rom 1,5; 2 Tes 1,8).

Esta propuesta ideal evangélica de obediencia, que la Iglesia inculca fielmente entre los creyentes, no se declara realizable en virtud de un compromiso personal; no se propone ante todo como deber moral o ascético. Es siempre una situación que depende de cómo vive una persona en la vida caritativa, de cómo se inserta en el Cristo integral, de cómo es partícipe del reino del Padre, de cómo está pneumatizada en el yo de tal manera que sepa comulgar con los demás dentro del amor de Dios. Precisamente porque la autoridad-obediencia indica la manera de vincularse y vivir identificados con el querer íntimo de Dios en Cristo. ¿Acaso puede uno con su propio esfuerzo comprender "cuál es la anchura, la longitud, la altura y además la profundidad y conocer el amor de Cristo, que sobrepuja todo conocimiento" (Ef 3,18-19)? Para conocer los pensamientos del Padre y conformarse con ellos, es necesario ser transformado en nuestro propio yo y en nuestra propia vida, de manera que nos convirtamos en espíritu del mismo modo que Cristo resucitado. "Nadie conoce las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios" (1 Cor 2,11).

¿De qué manera se le comunica al alma este don del Espíritu, que capacita para obedecer a Dios en la propia intimidad? A través de la participación en el misterio pascual, que se verifica prácticamente en la recepción de los sacramentos. Ya en virtud del bautismo, el yo va adquiriendo lentamente una transformación radical; se convierte en un ser resucitado, se cualifica como espíritu. se hace uniforme con la vida divina caritativa, adquiere capacidad para estar en unión de intimidad con el Señor. Y a medida que el yo va siendo pneumatizado en virtud del misterio pascual del Señor, tiene la posibilidad de obedecer en sintonía con los deseos del Padre, según un espíritu caritativo, en unión con la voluntad divina. El misterio pascual de Cristo, comunicado al alma, confiere la capacidad o la posibilidad de realizar una obediencia cristiana según el espíritu filial del Señor Jesús. En este sentido, la espiritualidad tradicional ha afirmado que la obediencia con espíritu filial al Padre es posible al creyente sólo cuando éste se inscribe en la obediencia de Cristo Señor al Padre.

Como el creyente nunca en la tierra está transformado por completo en sentido pascual, no ha resucitado del todo, no está nunca totalmente pneumatizado, no posee jamás definitivamente la caridad completa, su obediencia está siempre fundamentalmente retenida por la voluntad de la autoridad mundana; si bien, por vivir en el Espíritu de Cristo, tiene que mostrar en cada uno de sus actos obedienciales cierta intención dirigida a Dios en Cristo; en cada una de sus adhesiones al superior terreno, tiene que saber remontarse al contacto personal con el Señor; en el cumplimiento de las disposiciones humanas, tiene que intentar descubrir el plan divino.

De hecho, entre los cristianos este empeño de obediencia cristiana se realizó de diversas maneras en su forma inicial. Podemos indicar algunas intenciones obedienciales que los mismos apóstoles sugerían a los fieles de la primitiva Iglesia. Unas veces les invitan a elevarse con el pensamiento y con el corazón al Señor Jesús, de manera que le obedezcan directamente a él como a Hijo del Altísimo: "Sometemos todo entendimiento a la voluntad de Cristo" (2 Cor 10,5). Se deja de lado toda autoridad humana para poder encontrarse únicamente con la del Señor. Otras veces se parte del reconocimiento de la presencia válida del superior humano y de sus mandatos; se acogen con respeto esos preceptos terrenos, pero con espíritu de fe se los ve como si estuvieran dictados por Cristo, como si fueran preceptos utilizados por Dios para comunicarse a nosotros, como si el rostro del Señor se presentase bajo el del superiorterreno. "Las mujeres sean sumisas a sus maridos, como si fuese el Señor...; siervos, obedeced a vuestros amos temporales con temor y respeto, con sencillez de corazón, como a Cristo" (Ef 5,22; 6,5). En otras circunstancias se advierte a los fieles que tienen que permanecer dentro de una obediencia humana (inherente a la vida política, social o familiar), que puede valorarse de forma crítica según su radio de capacidad realizadora. Sin embargo, incluso en esta hipótesis, los cristianos son invitados a motivar su obediencia en el amor al Señor, a fin de seguir su ejemplo y atestiguar socialmente cómo obedece un discípulo de Cristo: "Vivid sujetos a toda autoridad humana por amor al Señor" (1 Pe 2,13).

Sucede también a veces que se propone como obligatoria la obediencia por ser virtud social; que se justifica por una exigencia de bien común, de orden público, de cooperación entre los hombres, como respeto a las jerarquías constituidas. Se advierte una ausencia de relación intencional explícita con Dios en Cristo. Pero incluso en esta hipótesis se acepta la obediencia en cuanto implícitamente se la considera como virtuosa, ya que objetivamente puede referirse a los deberes exigidos por el orden providencial divino, puesto que Dios quiere que entre los hombres exista una autoridad con vistas al bien común. "Siervos, someteos con todo respeto a los amos, no sólo a los buenos e indulgentes, sino también a los violentos, pues agrada a Dios soportar por causa suya las vejaciones injustamente inferidas" (1 Pe 2,18s). Según las diversas situaciones sociales y eclesiales y el grado de formación espiritual de los individuos, se han sugerido en la comunidad eclesial diferentes modalidades de practicar la única obediencia cristiana evangélica.

III. Obediencia evangélica inculturada

La obediencia cristiana caritativa se va dibujando según modalidades no siempre conscientemente claras, entre otras cosas porque no aparece como una realidad distinta, como un don exclusivamente carismático. Está llamada a presentarse y a estructurarse en el interior y a través de la experiencia humana de las relaciones sociales y culturales existentes. Como la Palabra de Dios se comunica mediante palabras humanas, como el Hijo de Dios viene a convivir entre los hombres asumiendo la carne mortal, como la voluntad salvífica del Padre en Cristo se expresa a través de la sacramentalidad de la Iglesia, como el amor caritativo del Espíritu se difunde a través de los modos humanos del amor, así también la obediencia caritativa en Cristo y con Cristo al Padre entre los hermanos se ofrece como fermento en el interior de las maneras humanas de obedecer.

La obediencia caritativa cristiana está llamada a encarnarse en los diversos rostros históricos culturales de la obediencia humana. Entre los hombres se alternan varias formas de humanismos; se establece una variada riqueza expresiva de modalidades autoritativas y de sumisión; se configuran nuevos aspectos en las relaciones sociales o jerárquicas; se dibuja una evolución histórica en los modos de vivir virtuosamente en la obediencia. Todo esto es un aspecto de lo humano que debe asumir la caridad evangélica para ofrecérselo redimido a los hombres. Cuando los cristianos asumen el estilo cultural del tiempo a propósito de las relaciones sociales de autoridad-sumisión y lo saben redimir testimoniando con ello un espíritu evangélico, desarrollan un carisma al servicio de la Iglesia. Es propio de la misión evangelizadora de la Iglesia asumir el humanismo cultural histórico, a fin de expresar en él y a través de él la fuerza renovadora del acontecimiento salvifico. De esta manera "se acomodará la vida cristiana a la índole y al carácter de cada cultura y se incorporarán a la unidad católica las tradiciones particulares, con las cualidades propias de cada familia de pueblos, ilustradas con la luz del Evangelio" (AG 22).

La inculturación de la obediencia caritativa atestigua que el Señor es inagotablemente rico en su intimidad amorosa con el Padre y puede permitir a su Iglesia participar de sus bodas místicas a través de las más diversas experiencias humanas. Y al mismo tiempo permite a la Iglesia denunciar críticamente los modos culturales de autoridad-obediencia vividos en la sociedad actual, atestiguando proféticamente en ella que semejante experiencia cultural podría o debería vivirse de modo evangélico.

La inculturación demuestra a la Iglesia qug no puede detenerse en una misión evangelizadora que sea definitiva.

El mundo se encuentra en una continua renovación de su tensión humanista y la Iglesia es consciente de que su misión se desarrolla en jalones sucesivos, con paciente longanimidad, adhiriéndose con sentido realista a las situaciones históricas culturales, comprometiéndose con las visiones humanas para redimirlas, reviviendo en continuidad el misterio pascual del Señor.

Sería humana y cristianamente fatal encuadrar la vida de los fieles dentro de una ordenación fija en lo que respecta a la práctica virtuosa de la obediencia; eso sería alienar su disponibilidad de leer y valorar la experiencia espiritual en devenir, anular su creatividad cultural, imponer a los acontecimientos un sentido preconstituido, limitar la realidad a un sentido único, mostrar la espiritualidad cristiana reducida a una monotonía asfixiante. Ahora bien, la misma virtud cristiana de la obediencia está interesada en saber interpretar, leer y renovar la realidad concreta, en despertar la creatividad e inventiva, que suscitan continuamente nuevas formas de bien.

Por otra parte, históricamente la práctica de la obediencia cristiana no ha sido nunca concebida de una manera ahistórica, fuera de un contexto cultural concreto. Ha sido siempre el aspecto de un conjunto armonizado de valores existente en una época determinada, el reflejo de un determinado modo espiritual de vivir imperante en una iglesia particular. En general, se tiende a absolutizar el sentido de autoridad-obediencia tal como se ha comunicado durante la educación de la adolescencia. Por esta tendencia a absolutizar, siempre que cambia el contexto socio-cultural espiritual se suscitan crisis. Se tiende a pensar que se rechaza el principio mismo de autoridad-obediencia, y no solamente una de sus formas culturales. Ello también porque la comunidad eclesial no se muestra dispuesta y oportuna en testimoniar la actuación evangélica profética de la nueva forma de autoridad-obediencia. Y todo esto engendra una desorientación espiritual. No pocas veces la desobediencia o contestación juvenil es una repulsa de la inculturación anticuada con que se presenta la virtud de la obediencia, más que un sustraerse a una vida virtuosa obediente. Los nombres de las virtudes siguen sin variar, pero su contenido experimenta una continua modificación. El que ve las cosas desde fuera tiene laimpresión de que la vida espiritual es un sector terriblemente fijado de una vez para siempre, vinculado a unos valores detalladamente imposibles de superar. Pero lo cierto es que está profundamente sometida a un devenir sociocultural-eclesial.

IV. Verificación histórica de la obediencia inculturada

Para hacer concreto y convincente el discurso sobre la obediencia inculturada. será conveniente poner algunos ejemplos. Según la antigua sabiduría griega, el universo es un cosmos debidamente armonizado en sus partes con el todo, estructurado con gran arte, dirigido y basado en una voluntad divina. El hombre tiene que mostrarse obediente. conformándose con este orden estable. Lo que fundamenta la obediencia humana no es la antropología sino la cosmología. Los estoicos, en cambio, partiendo de la experiencia de los límites y de los males existentes en el mundo, no aconsejan la inserción corpórea en la unidad del cosmos ni la contemplación bienaventurada de sus bellezas, sino la huida del ambiente de los sentidos y del cuerpo para refugiarse en un mundo totalmente distinto a través de la experiencia vivida del ápice del alma. La obediencia se presenta como ascesis del yo para introducirse en una atmósfera nueva, donde se une lo bello con lo bueno.

Para la Sagrada Escritura el cosmos yace en un estado imperfecto, y además en decadencia, debido al pecado del hombre. No se prescribe la obediencia para insertar la conducta humana en el orden universal ni para huir de él, sino para poner al hombre en comunión con Dios. Y puesto que la palabra revelada habla de una escucha inmediata y mediata de la voluntad divina, los cristianos han procurado ponerse en situación reverente al Espíritu de Dios de dos maneras fundamentales: directamente o mediante intermediarios.

En primer lugar, orientándose hacia la comunión inmediata con Dios, algunos creyentes han intentado purificar su propio yo a fin de capacitarlo para sintonizar con el Espíritu; así lo hicieron los carismáticos o pentecostales (cf 1 Cor 3,16; 6,19; LG 4). Otros han seguido a un director espiritual penumatizado, como en los tiempos monásticos de san Antonio abad, en los que el padre espiritual no ejercía una autoridad desde fuera, sino que ofrecía solamente el testimonio del Espíritu que actuaba en él. Otros constituyeron una fraternidad en la que se edificaban mutuamente para lograr todos juntos detectar y atestiguar las inspiraciones del Espíritu y constituir una koinonía o comunidad dócil a los carismas vividos entre hermanos; es lo que sucedió en la comunidad apostólica (He 4,32s), en el cenobitismo de Pacomio o en el programa primitivo monástico de san Francisco de Asís. En la fraternidad se intenta trascender la autoridad humana; cada uno de los miembros, mediante una ascesis personal, se esfuerza en identificarse con el Espíritu, haciéndose "sacramento de filiación" O. Brianchaninov).

San Buenaventura intentó presentar la visión de la obediencia según el Espíritu de Cristo en una estructuración teológica. Considera que la perfección de la obediencia depende del grado de amor caritativo que le sirve de fundamento. La obediencia es perfecta en cuanto que expresa y se identifica con la caridad. En la proporción en que el alma se purifica pascualmente, en la medida en que se transforma en el Espíritu de Cristo, según el grado de participación en la vida divina caritativa, tiene también la posibilidad de intuir los deseos del Padre, de elevarse con obediencia inmediata hasta sus sentimientos y sus deseos. Esta concepción espiritual, basada en el acto de fe, más que detenerse en el superior que representa al Señor, intenta llegar directamente al Padre mediante el Espíritu de Cristo, aunque ordinariamente esto es posible sólo a través del diálogo con los hermanos (sobre todo con el superior) y al servicio del bien de la comunidad.

En la comunidad eclesial se ha vivido otra experiencia obediencial, la de no buscar la comunión inmediata con el Espíritu de Cristo, sino someterse "con espíritu de fe a los superiores que hacen las veces de Dios" (PC 14). Dios, en su orden providencial, se dirige a los seres más pequeños mediante intermediarios; se vale de personas constituidas en autoridad para coordinarlo todo según su orden providencial; manifiesta ordinariamente su voluntad a través de los superiores. La autoridad se convierte en un oficio, se institucionaliza, va asumiendo una configuración muy condicionada por el contexto cultural de los tiempos.

En el monasterio benedictino la autoridad-obediencia se establece dentro de los módulos feudales; se estructura según una modalidad altamente jerárquica, en la que "todo ha de ejecutarse con el consentimiento del abad" (Regla, 49), ya que "se va hacia Dios siguiendo las huellas de Cristo, obedeciendo" al abad (C. Marmion). Para san Ignacio de Loyola la perfección consiste en adherirse de la manera más completa al superior, teniendo "con él no sólo un mismo querer y no querer", sino "sometiendo el propio juicio al de él". "Haga cuenta que cada uno de los que viven en obediencia se debe dejar llevar y regir de la divina Providencia por medio del superior, como si fuere un cuerpo muerto, que se deja llevar adonde quiera y tratar como quiera, o como un bastón de hombre viejo, que sirve a quien lo tiene en cualquier sitio y para cualquier cosa". Se puede llegar a la obediencia ciega; el alma, dejando aparte toda consideración prudencial humana, con sentimientos de fe se abandona al querer del superior (alieno judicio ambulare), sabiendo que en él se manifiesta la voluntad de Dios. Se sabe por la fe que el superior hace las veces del Señor, está "en lugar de Cristo".

Lo mismo que san Buenaventura es el teólogo teórico más eminente sobre la obediencia como adhesión inmediata a Dios en Cristo, así lo es santo Tomás para la obediencia como adhesión a Dios mediante el precepto del superior. Para santo Tomás el criterio de la obediencia perfecta depende de la presencia del mandato y de su completa ejecución (S. Th. 11-11, q. 104, a. 4). La atención primera no se dirige tanto a superar el precepto humano para centrarse en la palabra del Señor, cuanto a considerar el modo de acoger y ejecutar el precepto. Esto puede hacerse con una doble modalidad de perfección; primeramente, ejecutando su contenido por estar mandado; no por su aspecto prudencial, sino por su forma imperativa (S. Th. 11-I1, q. 104, a. 2); entonces el obediente implícitamente acata la autoridad en cuanto prescribe determinadas acciones; en segundo lugar, se puede expresar un ánimo obediente más perfecto todavía, cuando el súbdito se empeña en obedecer más allá del ámbito común; cuanto más extensivamente acepta uno ser súbdito, más perfecto es en la obediencia (S. Th. II-II, q. 104, a. 5, ad 3). El perfecto obediente se muestra dispuesto a dejarse mandar en todo por el superior, sin poner límites a su competencia legítima. La perspectiva tomista no es propiamente la de la fe, sino una consideración teológica sobre el ejercicio de la obediencia como virtud moral. En consecuencia, santo Tomás pide que el súbdito proceda, incluso en la obediencia, valorando la bondad de lo que se le manda, asumiendo una responsabilidad crítica, expresando una presencia personal digna. "La persona, así como está obligada a proceder según su propio consejo en todas sus acciones, así también debe hacerlo en actitud de obedecer al superior" (S. Tb., II-II, q. 104, a. 1, ad 1). Santo Tomás intuía fácilmente que, al fundamentar la obediencia no en el Espíritu de Cristo, sino ante todo en el mandato de los superiores, se podía dar lugar a no pocos abusos: la autoridad puede sentir la tentación de imponer la adhesión a una visión inadecuada de valores subordinados a sus órdenes, de exigir la aceptación absoluta de unas propuestas de suyo contingentes, de obligar a tener como voluntad de Dios ciertos preceptos puramente humanos, de hacer aceptar como sagrada la orden existente impidiendo cualquier tipo de contestación y de evolución. El súbdito ha de ser un colaborador críticamente responsable con la autoridad a fin de promocionar la verdad y el bien común.

San Francisco de Sales y santa Juana Francisca de Chanta] (+ 1641) buscan un nuevo perfeccionamiento de la concepción ética tomista sobre la obediencia. Para ellos la obediencia es perfecta cuando se muestra integrada en el fondo de su acto por un conjunto de virtudes, dado que la obediencia está destinada a completarse con las demás actitudes virtuosas de la persona. La obediencia no se configura aisladamente, sino sólo como momento de una vida enteramente virtuosa. El obediente consigue ser verdaderamente tal sólo si en el mismo acto de obediencia ejercita la piedad filial, el espíritu de caridad, el sentido de sacrificio, la prontitud de la adhesión, la docilidad prudente, la sagacidad eficiente, la humildad paciente y otras cualidades espirituales. No existe la persona virtuosamente obediente, sino que el obediente es virtuoso si es tal en sentido integral (principio de la totalidad virtuosa en dimensión personal). Si para santo Tomás la obediencia guarda relación con las demás virtudes, sobre todo porque éstas pueden ser objeto del precepto del superior (S. Th. II-II. q. 104, a. 2, ad 1), para san Francisco de Sales y santa Juana F. de Chantal la obediencia se constituye integrándose en el ejercicio de las demás virtudes.

La inculturación de la obediencia puede depender no solamente del contexto socio-político-eclesial o de una propia visión teológico-espiritual, sino también inconscientemente de predisposiciones personales de los espiritualistas, de sus estados psico-caracteriales, de los modos propios de vida ascética o de sus experiencias comunitarias. Puede resultar útil recordar algunos ejemplos. San Francisco de Asís propuso al principio a su comunidad religiosa la observancia evangélica de la fraternidad; después de una amarga experiencia de convivencia religiosa comunitaria, impuso a los hermanos una obediencia eminentemente canónica; pasó de la forma evangélica de caridad a la estructuración legalista-eclesial.

Pedro de Bérulle (t 1629), profundamente consciente de su dignidad cardenalicia, acogió la concepción metafísica neoplatónica del Pseudo-Dionisio, que contempla una visión jerárquica del mundo espiritual. Según Bérulle, las gracias divinas trinitarias descienden sucesivamente sobre las almas a través de Cristo, la Virgen y el superior. Y el súbdito no puede remontarse hasta Dios para recibir sus gracias más que a través del superior. La acción de Dios se perfila mediante una gradación de unidades jerárquicas. "De este modo Dios, que es unidad, lo conduce todo a la unidad y por grados distintos de unidad viene y desciende hasta el hombre y el hombre va y sube hasta Dios y llega a disfrutar así de la unidad suprema y original de la divina esencia.

Carlos Condren (+ 1641) tiene la experiencia de su ser psicasténico, de su vida interior atormentada, de su existencia psíquica y socialmente agitada. Partiendo del presupuesto de la nada de la criatura, propone la obediencia como un anonadamiento. "Cuando Dios hizo salir de sí a las criaturas, les dio un ser hecho de la nada y de este modo, al darles un ser formal y visible, el ser real y verdadero de esas cosas ha permanecido siempre en él (...]; lo que ahora vemos nosotros en las cosas creadas y en las criaturas no es su ser real y verdadero, ya que las cosas creadas y las criaturas no tienen en sí mismas su realidad". El Espíritu, "al darse a los hombres, los aniquila en su misma donación; a tal punto ésta es santa y no puede tolerar nada creado, ni puede sufrir nada fuera de su pureza" (Carta inédita). Y así, la obediencia vivida, como un renegar de sí mismo, es la única manera de acercarse hasta Dios.

V. Criterio preferencial entre las formas de obediencia

Si la obediencia ha tenido múltiples expresiones (de las que no hemos puesto más que unos breves ejemplos), si ha conocido una continua inculturación, si ha indicado diversas maneras de acatamiento del Espíritu, si ha considerado que era posible practicar la imitación de Cristo de formas distintas, si ha manifestado una comunidad eclesial caracterizada por formas carismáticas diferentes, ¿podría establecerse una preferencia entre esas formas? ¿Se puede hacer una valoración crítica sobre el modo más evangélico de expresar la obediencia cristiana?

Quizá no sea conveniente expresar un juicio preferencial absoluto. Toda forma virtuosa de obediencia ha correspondido a un contexto socio-cultural determinado; ha querido indicar un kairós o gracia eclesial propia de una época determinada en la historia de la salvación; ha reflejado una etapa espiritual particular experimentada por la comunidad cristiana. Precisamente por esto, cuando se oye discutir la forma con que a uno lo han educado o con que ha vivido la obediencia de su vida pasada, no debe imaginarse que ha vivido una ascesis equivocada o malgastada. Tiene que pensar que se ha portado tal como lo exigía el propio tiempo salvífico y eclesial. Por otra parte, los mismos que hoy son renovadores puede que se encuentren también, en una edad más avanzada, discutidos a causa de unas nuevas costumbres a propósito de la obediencia.

Lo que permanece como espiritualmente esencial es vivir con espíritu de fe-caridad la obediencia dominante; no detenerse en la red de la ley humana, sino remontarse a la unión íntima con el Señor Jesús; no pensar nunca que basta con respetar la voluntad del superior, sino intentar relacionarse con la voluntad del Padre. Si las relaciones humanas con la autoridad intermedia son imposibles de eliminar, cristianamente no está permitido olvidar la tensión hacia un contacto directo con el Padre en el Espíritu de Cristo. En la regla de la fraternidad de Taizé leemos: "Si esta regla hubiera de considerarse como un resultado final y nos dispensara de la continua búsqueda de los designios de Dios, de la caridad de Cristo, de la luz del Espíritu Santo, significaría entonces cargarse con un fardo inútil; mejor sería no haberla escrito nunca".

VI. La obediencia en la perspectiva del Vat. II

La obediencia cristiana tiene una exigencia irrenunciable: que la autoridad humana sea cada vez más transparente a la voluntad divina, de forma que la misma obediencia de los creyentes pueda expresarse y orientarse como sumisión inmediata a Dios Padre en Cristo. Semejante perspectiva de la autoridad-obediencia refleja la índole escatológica de toda la vida cristiana: desea ser una anticipación de la vida caritativa futura; quiere ser participación de la autoridad-obediencia que vive el Cristo Señor en el esplendor de su gloria (LG 42).

¿Cómo presenta el Vat. II la autoridad-obediencia? ¿Sabe poner de relieve la novedad evangélica de la virtud de la obediencia? El Vat. II recuerda la indicación esencial del evangelio cuando habla de la jerarquía eclesial: "En la persona de los obispos, a quienes asisten los presbíteros, el Señor Jesucristo, Pontífice supremo, está presente en medio de los fieles" (LG 21; CD 2). La jerarquía, al hacer presente a Cristo, no hace más que facilitar una auténtica obediencia cristiana entre los fieles, obediencia que puede definirse de este modo: un ofrecer directamente "a Dios, como sacrificio de sí mismos, la plena entrega de su voluntad" (PC 14).

El Vat. II, al señalar una perspectiva ideal de la autoridad eclesial, no ha pretendido negar las posibles deformaciones de las situaciones existenciales autoritativas. Cristo está presente en la jerarquía, aun cuando sus titulares puedan ser intermediarios y representantes indignos. El concilio se muestra consciente de los límites de lo humano, incluso cuando está revestido de carácter sagrado. La autoridad humana, por muy noblemente elevada que se encuentre, esconde en sí misma la tentación de lo demoniaco; a veces se expresa en la ambigüedad de desahogar sus ansias de poder; en sus mismos gestos de entrega puede cultivar la pretensión de poseer; en los mismos momentos de purificación ascética puede engañarse sobre la eficacia de su juicio inapelable. La autoridad, constituida para manifestar el Espíritu, puede quizá apartar en parte de él; instituida para liberar a los hombres a fin de que se abandonen con confianza en manos del Señor, los somete a veces a las estructuras terrenas y a su propia persona. Precisamente por esto el Vat. II recomienda a todos los que están constituidos en autoridad en la Iglesia que "no sofoquen el Espíritu" (LG 12) y que sean conscientes de que junto con toda la comunidad también ellos "están siempre necesitados de purificación" (LG 8; UR 4,7). "La Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, pertenecientes a este tiempo, la imagen de este siglo que pasa, y ella misma vive entre las criaturas, que gimen con dolores de parto al presente" (LG 48).

El Vat. II dirige unas palabras análogas a los fieles sobre el deber de la obediencia. Recordando que tienen que vivir en una sumisión dirigida inmediatamente al Señor, les recomienda que se preserven sobre todo de la ilusión de estar iluminados de modo carismático y que no se crean autosuficientes en su caminar hacia el Señor. Al mismo tiempo, les invita a recordar que son posesión de Cristo, evitando vivir en el servilismo respecto a los superiores. La vida cristiana caritativa es esencialmente libre por ser vida de hijos de Dios, por estar impregnada de la espontaneidad del amor caritativo e injertada en Cristo liberador (PO 15). "Vosotros, en efecto, hermanos, fuisteis llamados a la libertad" (Gál 5,13). El Vat. II reconoce repetidas veces la vocación del cristiano a la libertad (LG 9; GS 39; 42), aunque luego ese cristiano se degrade fácilmente en actitudes de servilismo y de lisonja respecto a la persona de los superiores, o bien se incline a rechazar esa libertad por miedo a asumir responsabilidades personales, a tal punto que resulta casi artificioso aquel testimonio del concilio, de que la obediencia cristiana "conduce a la libertad más madura de los hijos de Dios" (PO 15).

El Vat. II no tiene la pretensión de establecer ya en la tierra una autoridad-obediencia exactamente al estilo de la caridad futura; no exige que se tenga tal fe en un poder, que se le mire como un espejo totalmente terso de la luz del Espíritu; ni sugiere a los fieles que se crean capaces de mantenerse dentro del querer de Dios sin necesidad de prescripciones terrenas; ni se imagina que los cristianos puedan vivir la obediencia con la plena libertad de los hijos de Dios que viven en la consumación del amor caritativo. El concilio se limita a sugerir el espíritu renovador evangélico, que lentamente debe imbuir las relaciones de autoridad-obediencia; quiere que en cierto modo se sepa enunciar proféticamente su futura forma caritativa; una iniciación cristiana de nuevas relaciones caritativas de autoridad-obediencia, que se traduce concretamente en la función de "servicio".

La autoridad debe desempeñarse como un servicio y no como un dominio: "Aquel de entre vosotros que quiera ser grande, que sea vuestro servidor" (Mt 20,26s; Rom 11,13; LG 24.27,32). De manera semejante, los cristianos son obedientes siempre que, siguiendo el ejemplo de Cristo y haciéndose conformes a su imagen, obedientes en todo a la voluntad del Padre, se consagren con todo su ánimo a la gloria de Dios y al servicio del prójimo (LG 41-42). Concebir la autoridad y la obediencia como un servicio de cada uno a todos los demás y de todos a cada uno es definir esas actitudes como capacidad de hacer el bien como obsequio al Espíritu interior; es comunicar la caridad en las relaciones humanas, sintiéndose cada uno movido a sacrificarse por los demás a imitación de Cristo y por su gracia; es hacer que germine la auténtica libertad en las comunidades, ya que los miembros aprenden a dejarse iluminar ya vivir según los dones del Espíritu (1 In 2,26). El Vat. II ha indicado el fermento evangélico de servicio que debe introducirse y difundirse entre las experiencias humanas de autoridad y de obediencia, aunque es consciente de que no pocas veces ha estado ausente entre la autoridad y los súbditos. Estos bienes caritativos de la autoridad, de la obediencia, del servicio y de la libertad hay que brindarlos continuamente a los hombres y "después de haberlos propagado en la tierra, en el Espíritu del Señor y de acuerdo con su mandato, volveremos a encontrarlos limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados, cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal" (GS 39).

VII. Obediencia como redención de la autoridad según el Vat. II

Los estudios de psicología y de sociología están de acuerdo en presentar el poder como sometido a una radical ambigüedad, con una potencialidad contaminada por lo demoníaco, con una tendencia a la prevaricación, imposible de eliminar. La autoridad, incluso cuando es conferida por el sacramento, permanece inclinada a extralimitarse en su misión de servicio. El sacramento incoa una potencialidad; genera el deber de realizarse progresivamente; no asegura una realización virtuosa. Por el sacramento, la autoridad se confiere dentro del dinamismo pascual, con el compromiso de purificarse cada vez más de su propio egoísmo radical y con el convencimiento de ofrecerse continuamente a la redención de Cristo.

La autoridad se plantea en términos dialécticos. De ella hay que decir al mismo tiempo que habla en nombre de Cristo y que tiene que uniformarse con el Espíritu para poder expresarse en nombre de Cristo; que representa al Señor y que debe capacitarse para dirigir en nombre del Señor; que es Cristo en la tierra y que tiene que hacerse imagen viva y perfecta de Cristo. El error está en escoger o proponer uno solo de los dos elementos. Si nos detenemos exclusivamente en la identidad actual con Cristo Señor, se forja un absoluto que sabe a idolatría; se desconoce que el mismo poder eclesial experimenta un continuo paso pascual del vivir según la carne al vivir según el Espíritu. Limitarse a considerar la autoridad como si fuera sólo un compromiso de conformarse con la autoridad de Cristo, es desconocer la fe, que nos impone el deber de descubrir a Cristo actualizado en su Iglesia (LG 20-21; CD 2).

De una manera análoga, también el acatamiento por parte del fiel de la autoridad eclesiástica se sitúa en una actitud dialéctica. En primer lugar, no hay que escandalizarse de la posible ambigüedad latente en la autoridad, buscando en ello el pretexto para sustraerse a la obediencia. En relación con la misma jerarquía eclesiástica, el Señor ha dejado al creyente dentro del contexto de no haber resucitado todavía definitivamente en Cristo, de no estar aún en disposición de mirarse con seguridad en la voluntad del Padre, sino de tener que adherirse a ella a través de la mediación eclesial. El presente no es un tiempo de posible unión total con el Señor, sino de un paso pascual hacia él por medio de la autoridad eclesial. De este modo, la misma obediencia caritativa del cristiano, en el acto mismo de adherirse al precepto del superior, está totalmente inmersa en el devenir purificativo pascual; se arraiga en la fe, ya que no goza con claridad de la palabra del Señor; se integra en la esperanza, ya que no se siente suficientemente iluminada por la luz del Espíritu [PC 14; Pablo VI, Evangelica testificatio: AAS 63 (1971) 510].

Al mismo tiempo, el fiel tiene la obligación de no habituarse a una autoridad eclesial situada en la ambigüedad; tiene que aguijonearla para que se convierta al Señor. Entre otras cosas, la jerarquía eclesiástica está llamada a atestiguar en el mundo cómo puede y debe ser redimido el poder difundido en las asambleas humanas. La autoridad eclesial, en relación con el mismo ejercicio del poder que se practica entre los hombres, tiene que saber suplicar a Dios lo mismo que hacía Jesucristo: "Por ellos yo me santifico, para que también ellos sean santificados en la verdad" (Jn 17,19).

Al fiel se le ha confiado la salvación de la autoridad. Con respeto filial y con amor caritativo tiene que comprometerse a promover en la asamblea eclesial la presencia de una autoridad que corresponda lo mejor posible a la grandeza de Cristo. Se trata de una tarea inherente al estado mismo del cristiano. Un creyente es por vocación una persona que sigue a Cristo, que se conforma con él, que se convierte en una actualización de la misión del Señor en el día de hoy. Esto supone que el cristiano, a medida que es redimido y hecho partícipe del cuerpo místico del Señor, tiene que ser con Cristo y en Cristo un redentor. El cristiano ha sido salvado no para sí, sino para los hermanos; no para una ventaja propia, sino para difundir la caridad entre los demás. Por esa vocación suya tiene el cometido de santificar filialmente a sus mismos superiores.

En conclusión, según el Vat. II el fiel tiene que asumir frente a la autoridad actitudes sumamente dialécticas; se muestra estabilizado en adhesión respetuosa al superior, pero al mismo tiempo intenta trascenderlo para vincularse inmediatamente al Padre en el Espíritu de Cristo; reconoce a la autoridad como gracia para remontarse al plan de Dios y llevarlo a cabo y, al mismo tiempo, se compromete a promoverla para hacerla menos alienada de los deseos de Dios; tiene fe en que en la jerarquía está presente el Señor, pero sabe también que el rostro de Dios en Cristo es inefable; se abandona a la obediencia como camino para adquirir la libertad cristiana, pero al mismo tiempo ha de comprometerse a ir más allá de la persona del superior para no caer en el servilismo.

VIII. La obediencia en la actual inculturación espiritual

Es tarea de la comunidad eclesial dedicarse a la evangelización, no sólo anunciando la palabra revelada, sino sobre todo intentando traducirla al lenguaje corriente, concretándola según los problemas actuales, expresándola según las culturas corrientes. En particular, a propósito de la autoridad-obediencia, la comunidad eclesial tiene el deber apostólico de indicar, bien la enseñanza revelada, bien cómo esta enseñanza está llamada a redimir y a expresar de una forma nueva las relaciones actualmente vigentes entre autoridad-obediencia. Las indicaciones conciliares sobre la obediencia eclesial no libran a esta virtud de la aventura de progresivas inculturaciones posteriores. El Vat. II se limitó a ofrecer algunos aspectos teológico-pastorales, que es preciso tener en cuenta en las experiencias sucesivas sobre la práctica de la obediencia.

La comunidad eclesial suele expresar la evangelización a través de palabras y de prácticas, interpretadas y vividas por dos grupos diversos de sus miembros: los laicos y los religiosos. Ellos ofrecen dos modos de vida cristiana llamados a integrarse entre sí, y, juntos, señalan una catequesis eclesial menos incompleta. La praxis cristiana de la autoridad-obediencia entre los fieles y los religiosos se denomina carisma eclesial. En efecto, su experiencia no sólo tiene la finalidad de acoger y traducir en su propia existencia la enseñanza evangélica sobre la autoridad-obediencia, sino también la de proclamar a todos —creyentes y no creyentes— que la comunidad eclesial vive la enseñanza del Señor sobre la autoridad-obediencia, que la Iglesia es creíble por la verdad que profesa y practica, que es hermoso y provechoso vivir según el Espíritu, presente y operante en la Iglesia. Por eso la autoridad-obediencia han de vivirla la jerarquía eclesiástica, los laicos y los religiosos como servicio de la Iglesia, como apostolado entre los no creyentes, como modo insustituible de evangelización.

La autoridad-obediencia, vivida por los laicos y los religiosos, es necesariamente evangélica, aun cuando los laicos v los religiosos la ejerzan de diversa forma. El pluralismo de experiencias eclesiales de autoridad-obediencia (existentes entre las múltiples familias religiosas o entre los diversos grupos de laicos creyentes) se estructura y se armoniza como en un mosaico, para manifestar mejor la hermosura del rostro de la Iglesia. No hay que establecer comparaciones de preferencia entre estas experiencias cristianas, a no ser en cuanto que consigan de hecho expresar una mayor caridad, en cuanto que sepan atestiguar una más profunda reactualización de la presencia del Señor entre los hombres.

Si se quisiera presentar la obediencia cristiana inculturada en un sentido moderno, ¿cómo habría que describirla? ¿Cuáles serían sus características actuales permanentes? ¿Dentro de qué notas culturales y espirituales podría expresarse hoy? El mundo actual se caracteriza por el establecimiento de unas nuevas costumbres: se ha pasado de una sociedad unitaria y jerárquica a otra pluralista, democrática y liberal; de una comunidad diferenciada a otra igualitaria; de la época de competencias universales a la de la especialización; de la estructura política monárquica a la de los órganos de gobierno; de una sociedad estable a otra dinámica. Si ayer los hombres se sentían fascinados ante perspectivas trascendentes ultraterrenas, hoy se va introduciendo una mentalidad marcadamente horizontal, que limita la culpa a la falta contra las exigencias sociales, respecto al bien que se debe a los demás, en relación con una sociedad futura que construir. Se trata de una "solidaridad sin Dios": superación del egoísmo, basada en una motivación social que pretende prescindir de una obediencia orientada a Dios. Además, el hombre moderno mira el cosmos no tanto como un orden sagrado, en el que insertarse y al que adherirse, cuanto como una energía escondida e inagotable que hay que aprovechar y reordenar, superando todas las resistencias nocivas. El hombre está llamado a ser sobre todo responsable, para dominar y transformar el mundo en provecho suyo y saber situarse en él como en una casa hecha a su propia medida.

Dada la cultura actual que hemos señalado, la comunidad eclesial tiene la misión de asumir todo lo que es válido en este nuevo estilo autoritativo, para redimirlo y atestiguarlo en su posible forma evangélica.-La asamblea creyente, en el contexto actual, es invitada ante todo a considerar la autoridad, más que como prerrogativa de una persona, como valor comunitario que se ha de vivir "en" y "para" la comunidad. Por parte cristiana habrá que testimoniar que la comunidad, jerarquizada en otras épocas, prefiere hoy presentarse como fraternidad caritativa. A través del mismo modo de ejercer la autoridad, hay que saber crear un contexto eclesial, que predisponga y favorezca una vida caritativa entre los fieles, que haga aflorar el deseo ardiente de instalarse en relaciones interpersonales al estilo de las relaciones trinitarias existentes en Dios. Por la presencia de la autoridad, los individuos tienen que sentirse llamados a una corresponsabilidad comunitaria que sea expresión de una riqueza carismática interior; han de ser promovidos a gozar de la gracia pentecostal en favor de un sentir propio en el Espíritu de Cristo; tienen que capacitarse para una madurez espiritual, de modo que puedan autodirigirse con vistas a un vivir comunitario. Por tanto, autoridad como servicio para educar cristianos adultos en Cristo, como formación y fraternidad caritativa.

En particular, cuando se trata de autoridad eclesial que haya de ejercerse entre los fieles laicos, ha de consentir en éstos la autonomía personal y política necesaria. Los laicos cristianos están llamados a hacer surgir de las realidades profanas, de los problemas vividos en el mundo, de los asuntos cotidianos, de las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, el sentido evangélico con iniciativas propias; tienen que dar testimonio de una fe ricamente responsabilizada. Pero todo esto no es posible si el creyente no testimonia autonomía personal, discernimiento prudencial propio, aportación creativa individual. No se tolera someterse a una obediencia cristiana que despersonalice al individuo, que lo sujete pasivamente. La experiencia cristiana debe saber mostrar que en la práctica es posible intuir y adherirse a la voluntad del Padre, descubrir la acción de Dios dentro de los acontecimientos humanos, escuchar al Espíritu de Cristo en medio de las situaciones terrenas. En sentido cristiano, parece más apropiado hablar de responsabilidad personal y colectiva que de autonomía. Un laico cristiano, más que autónomo en el significado estricto de la palabra, es corresponsable con los hermanos ante el Señor en su colaboración por establecer el reino de Dios. Si se distingue como contestatario, no es por independencia de juicio, ni por convicciones personales, sino para combatir cuanto impide la llegada del reino.

El testimonio de autonomía responsable se propone como misión eclesial obligada en la actualidad para todos los grupos laicos de perfección evangélica y de apostolado. Su servicio apostólico primordial consiste en ser comunitariamente testigos de una auténtica vida adulta en Cristo; en saber irradiar el sentido caritativo a través de una personalidad integrada con esplendor en todos sus valores humanos y cristianos. No se genera una desviación individualista, sino un afinamiento del sentido espiritual, ya que los laicos comprometidos en la perfección evangélica se sienten estimulados a ser cada vez más adultos, abiertos a la solidaridad comunitaria y entregados a la promoción de sus hermanos. El que ejerce entre ellos la autoridad se llama "responsable", pues no se sitúa sobre el grupo. sino dentro del grupo; tiene la finalidad de estimular a la comunidad a autorreguiarse; está empeñado en hacer experimentar una fraternidad de integración mutua: es un estímulo para la colaboración comunitaria. Su poder autoritativo de decisión aparece solamente cuando falta la concordia autodisciplinada entre los miembros. Es verdad que esta colaboración sólo puede practicarse comunitariamente si se expresa y se vive como caridad fraterna, de manera que el grupo se parezca mucho a "una familia bien organizada en la que todos se quieren y todo resulta amable".

La autoridad-obediencia, cuando es vivida actualmente como un carisma entre los religiosos, ¿qué mensaje evangélico pretende anunciar primordial-mente? ¿Qué verdad desea atestiguar en el mundo actual? Dada la cultura espiritual de nuestra época, en la que se indica como ejemplar a la persona adulta en Cristo, en la que se admira a los que asumen conscientemente la responsabilidad según el Espíritu del Señor, en la que uno se siente comprometido a atestiguar su propio carisma eclesial, se vislumbra la necesidad de que la espiritualidad consagrada sea vivida con un nuevo estilo. Bajo la influencia del nuevo contexto cultural, también el monje y el religioso desean presentarse, no ya como una persona sacrificada dentro de una obediencia sofocante sin iniciativas personales, no ya como el ejemplo del que camina guiado solamente por los demás. Quiere mostrar que en el convento se vive una obediencia que no limita la libertad ni la responsabilidad evangélicamente entendidas. "El súbdito no sacrifica su propia libertad. La falsa mitificación de la obediencia religiosa debería desaparecer de la literatura ascética. El sacrifica su libertad lo mismo que la sacrifica cualquier otra persona (en el matrimonio, en los deberes sociales, etc.), y lo hace para realizar una vida libre, de dimensión comunitaria" (K. Rahner).

En particular, la comunidad religiosa está llamada a atestiguar el sentido de la caridad como fraternidad. El superior y los súbditos se comprometen a vivir juntos para integrarse fraternalmente en la búsqueda de la voluntad auténtica del Padre. Se corrigen mutuamente en sus propias angulosidades egoístas o de imposición para poder comprender juntos qué es lo que Dios quiere. Intentar hacer ver que la vida fraternal es maravillosa. "¡Qué bueno y sabroso es vivir juntos como hermanos! (in unumi". Cuando existe la verdadera caridad fraterna, Dios está presente y comunica sus deseos salvíficos. El convento, por vocación, es la "casa de la fraternidad evangélica".

IX. Recapitulación sobre la obediencia cristiana

En una perspectiva cristiana, el creyente tiene que acoger a la autoridad como una invitación para descubrir la voluntad divina, como un camino para llegar a la comunión de intenciones con Dios en Jesucristo, como una llamada a contemplar detrás de una orden el rostro del Señor. Por esta exigencia de fe el cristiano debería ir haciéndose poco a poco adulto en Cristo, sintiéndose cada vez más liberado de la exigencia de tener un guía humano; debería intentar crecer en autonomía espiritualhacia el bien, sintiendo cada vez más superflua la acción autoritativa.

Para favorecer en los fieles su abandono en manos del Espíritu interior, el superior —y su actitud orientativa—debería limitarse a atestiguar personalmente cómo se vive según el Espíritu de Cristo. En este sentido, podía afirmar el Señor: "Yo os he dado ejemplo, para que hagáis vosotros como yo hice" (Jn 13,15). Y san Pablo insistía: "Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo" (1 Cor 11,1; cf Flp 3,17; 1 Tes 1,6). El abad Poimene, a un monje que le consultaba si tenía que aceptar el cargo de superior entre los hermanos, respondió: "De ninguna forma. Sé para ellos un ejemplo, no un legislador" (PG 65, 363). El superior tiene que ser el que testimonia y educa sobre cómo hay que obedecer a Dios, cómo hay que vivir en espíritu de adhesión a la voluntad del Padre, cómo es preferible dejarse guiar por el Señor.

Puede ser que la comunidad no tenga una visión clara sobre lo que Dios quiere o que los súbditos no acojan la invitación a la vida ejemplar que testimonia el superior. En esa hipótesis es obligado el coloquio entre el superior y los súbditos, coloquio que enriquezca a las dos partes. La autoridad y los súbditos intercambian opiniones y se integran en un espíritu de escucha mutua para poder descubrir juntos la voluntad del Padre. Cuando ni siquiera a través del coloquio fraternal se logra aclarar de forma concorde la voluntad divina, el superior tiene que dictar lo que crea más oportuno para el bien espiritual de cada uno y de la comunidad. Estamos ante una obediencia que demuestra la fragilidad del espíritu humano, incluso cuando está comprometido a escuchar al Espíritu. Es que la obediencia evangélica en el Espíritu es una meta de perfección a la que deben tender todos los fieles, pero cuya posesión segura y total nadie tiene. Esta es propia de Cristo, y los creyentes la comparten en la medida en que la reciben como don del Señor. Todos los cristianos deberían suplicar: "Señor, concédeme poder obedecer según la forma de tu espíritu caritativo".

T. Goffi

BIBL.—AA. VV.. La obediencia en el cristianismo, en "Concilium", 159 (1980).—AA. VV., La autoridad en la Iglesia, en "Communio", n. 5 (1980).—AA. VV., Madurez cristiana y comunión eclesial, en "Rev. de Espiritualidad". 164 (1982).—Collins, S. Coraje y sumisión, Che, Tarrasa 1978.—GofTi, T. Obediencia y autonomía personal, Mensajero, Bilbao 1969.—Gutiérrez, L, Autoridad y obediencia en la vida religiosa, Inst. Teol. de Vida Religiosa, Madrid 1974.—Hausherr, 1, La obediencia religiosa. Teología de la voluntad de Dios y obediencia, Mensajero, Bilbao 1968.—Metz, J. B, La fe, en la historia y en la sociedad, Cristiandad, Madrid 1979.—Moreno, A, El Opus Dei. Anexo a una historia, Planeta, Barcelona 1977.—Müller, A, El problema de la obediencia en la Iglesia, Taurus, Madrid 1970.—Rahner, K, Marginales sobre la pobreza y la obediencia, Taurus, Madrid 1962.—Rueda, B. Redescubrir la obediencia, Inst. Teol. de Vida Religiosa, Madrid 1975.—Sólle, D, Imaginación y obediencia, Sígueme, Salamanca 1971.—Véase bibl. de las voces Consejos evangélicos y Contestación profética.