MODELOS ESPIRITUALES
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SUMARIO: I. Función del modelo en el proyecto espiritual del cristiano: 1. El uso de modelos en la cultura contemporánea: a) Epistemología y modelos, b) Etica y modelos, c) Psicosociologia del modelo heroico; 2. Hacia una teología de la vida: a) La atención a la vivencia histórica, b) Biografía como teología - II. Modelos espirituales: 1. San Francisco de Asís: el amor universal; 2. Santa Teresa de Jesús: la experiencia de la "verdad"; 3. Charles de Foucauld: la imitación de Cristo de un "hermano universal"; 4. Madeleine Delbrél: santidad para la gente de la calle; 5. Martin Luther King: un creyente con un sueño; B. Teilhard de Chardin: pasión cristiana por el "fenómeno humano"; 7. Dietrich Bonhoeffer: ser cristiano en un mundo adulto; 8. Mons. Romero: la defensa de los humildes.


I. Función del modelo
en el proyecto espiritual del cristiano

1. EL USO DE MODELOS EN LA CULTURA CONTEMPORÁNEA - Es convicción general que la nuestra es una época de transición cultural. En todos los rincones del globo se llevan a cabo transformaciones radicales. Las culturas tradicionales y sacrales de Asia y de África asimilan velozmente la tecnología occidental; una vez mordida la manzana, se encuentran fuera del paraíso terrenal del mito y del tiempo cíclico e insertas en el curso imprevisible y angustioso de la historia. Nuestra misma cultura occidental ha perdido la confianza en sí misma, se destroza con su autocrítica, se siente angustiada por remordimientos de conciencia. Pasó ya el tiempo de las construcciones ideológicas cerradas y totalitarias. Se camina a tientas. Sobre este trasfondo se comprende la atención renovada a los modelos que aparecen en los campos más diversos de la cultura. Recogemos a continuación algunas de las reflexiones más significativas que han contribuido a definir de nuevo el papel que corresponde a los modelos en el saber y en la vida moral. Esta reseña elemental nos indicará que nuestro proyecto de proponer algunos modelos de espiritualidad contemporánea se inserta orgánicamente en una de las exigencias más acusadas de la cultura de nuestro tiempo.

a) Epistemología y modelos. Las diversas disciplinas del saber, a pesar de sus necesarias diferencias, tienen un rasgo en común: utilizan modelos. Todas, desde las ciencias del hombre hasta las de la naturaleza. Y también la teología, ese saber particular que se basa en la revelación. Por este motivo consideramos con especial interés una reflexión epistemológica centrada en el uso de modelos. Este tipo de consideración ha sido expuesto sobre todo por I. T. Ramsey, el conocido filósofo y teólogo del lenguaje. Su teoría epistemológica de los modelos nos invita a superar la idea ingenua según la cual los modelos a los que recurre la ciencia son descripciones pictográficas directas, una especie de representaciones en miniatura o ampliaciones fotográficas de la realidad considerada. Esto no es verdad —si consideramos los terrenos de aplicación más extremos— ni en física ni en teología; ni cuando se describe la luz tal como se ha hecho, como ondulaciones en un éter invisible, ni cuando las realidades del misterio cristiano se presentan en términos antropológicos, como si fueran representaciones a escala humana y visible de lo que es divino e invisible. El funcionamiento del modelo en el discurso científico, sea cual fuere el objeto de ese discurso, es más articulado. Los modelos, como las metáforas, nacen del "misterio". Es el misterio mismo el que se abre a una intuición; el modelo se refiere a él. pero sin tener la pretensión de reproducirlo o describirlo. Pasamos la vida intentando arrojar fielmente cada vez más luz sobre el misterio en el que tiene su origen el modelo. De aquí la pluralidad de modelos, su duración relativamente breve en el uso científico y su recíproca complementariedad. El modelo no traduce de forma exhaustiva el significado cósmico del "misterio"; entre el modelo y lo que la mirada del entendimiento capta en él existe un salto lógico irreductible.

En una teoría epistemológica de amplio alcance, puede también aspirar a ocupar un puesto la teología. Como las otras disciplinas, también el discurso teológico hace uso de modelos. No se encuentra en una posición lógica superior respecto a las ciencias naturales, la sociología o la psicología; no puede dictar sus conclusiones a las otras ciencias. En efecto, todas las diversas formas del saber se refieren al "misterio", y la conciencia de que está haciendo un discurso mediatizado por los modelos preserva también a la teología de la pretensión de imponer sus axiomas de modo dictatorial. La única función específica que la teología puede y debe reclamar es la de ser guardián y portavoz de la intuición y del misterio; su tarea primaria es la de mantener despierta la atención de las otras disciplinas a las exigencias del misterio que las sostiene y sensibilizarlas con ese misterio, que toda disciplina intenta comprender a su modo. "Las otras disciplinas serán juzgadas ante todo por la calidad de su articulación; la teología será juzgada primariamente por su capacidad de señalar el misterio. Pero todas las disciplinas mezclan la comprensión y el misterio; esto significa que hemos de esperar encontrar en ellas palabras y frases que hablen de intuición, así como modelos que aseguren la posibilidad de expresar el misterio".

Una reflexión epistemológica. aunque necesariamente se vea obligada a moverse en un plano abstracto y formal, no equivale a un juego de conceptos etéreos. Se ve estimulada por el mayor problema que afecta al humanismo en nuestra sociedad de bienestar: el de descubrir nuevas ocasiones en las que pueda abrirse el "misterio". La función que se propone la reflexión religiosa no está en contradicción con la verdadera ciencia, ya que lo que desea es estimular la visión, recordarnos el misterio. Pero el misterio sigue siendo inaccesible. El pensamiento no puede fotografiarlo; el lenguaje no puede reproducirlo. Sólo es posible acercarse a él mediante el uso de modelos. Esta perspectiva pone fin a la altanera descalificación del discurso teológico por parte de una ciencia positivista que pretenda ser la única forma de saber seguro. La teoría epistemológica de los modelos desbloquea esta situación de inercia. Nos advierte que toda forma de saber humano, tanto el científico como el humanista, es un uso articulado de modelos. Esto lu relativiza y al mismo tiempo lo vincula a las profundidades del misterio. En nuestro esfuerzo por vivir de la mejor manera posible, los modelos nos destinan a vernos continuamente rodeados de incertidumbres, tanto teológicas como científicas. A las incertidumbres sólo es posible enfrentarse mediante el recurso a la verificación constante.

En el modo de verificar los modelos divergen la teología y las ciencias. En la teología, al contrario que en la ciencia, el modelo no se usa para engendrar deducciones que pueden o no verificarse experimentalmente. El modelo teológico no puede confirmar o falsificar la teoría que está en nuestros labios. Funciona de una manera que podríamos comparar con la manera de probarnos unos zapatos. Tenemos una doctrina particular o, mejor aún, un modelo concreto de existencia cristiana; como un zapato que nos gusta. parece responder a nuestras necesidades empíricas. Solamente una prueba más detenida mostrará si ese zapato nos aprieta, si es impermeable al agua, si nos permite andar cómodamente. El probarse unos zapatos, más que una prueba técnica es una actividad que exige cierta agudeza de espíritu; exige capacidad para comparar las propias necesidades con las prestaciones del objeto, las desventajas que vale la pena tolerar y la funcionalidad a la que no se puede renunciar. Un arte mucho más refinado es lo que la teología está llamada a ejercitar cuando se pone a buscar modelos lingüísticos y éticos para acercarse al misterio que anuncia. Pero tampoco aquí puede decirse la última palabra hasta que no se haya "probado" el modelo. La teoría epistemológica de los modelos y de su referencia al "misterio" nos anima en este sentido. El método de prueba empírica no descalifica a la teología desde el punto de vista epistemológico. Por eso mismo la audacia de los creyentes en el uso de modelos, tanto en el terreno doctrinal como en el moral, no podrá menos de recibir un mayor estímulo.

b) Etica y modelos. El uso de modelos afecta plenamente al campo de la ética. Con estas consideraciones entramos ya en la problemática teórica que se deriva de la elección de ciertos modelos espirituales. Tomemos como paradigma el proyecto filosófico, que, a primera vista, parece el más ajeno a la tematización de los modelos éticos, es decir, la crítica del lenguaje metafísico y ético que ha hecho L. Wittgenstein. Su posición ha sido interpretada como una irrupción del neopositivismo en la escena filosófica de nuestra cultura, empantanada en una crisis insoluble del lenguaje. Se ha repetido a menudo que su Tractatus logico-philosophicus es una de las obras más importantes del pensamiento contemporáneo, pero sólo para reducir su proyecto a una vulgar repulsa de toda afirmación que no pueda verificarse empíricamente ("De lo que no se puede hablar, mejor es callarse")'.

La crítica del lenguaje que realiza Wittgenstein puede tener otras muchas salidas distintas de la reducción al absurdo de toda proposición de índole metafísica, religiosa, ética o poética'. Es verdad que su aventura filosófica comienza poniendo en discusión la validez del uso del lenguaje para describir el mundo. El lenguaje parecía haberse despegado de los hechos descritos. En particular, Wittgenstein ha puesto en discusión la validez del procedimiento que lleva a usar el mismo lenguaje para enlazar los hechos y proposiciones y, a la vez, para convalidar críticamente las relaciones existentes entre el lenguaje y el mundo; esto se parece mucho al intento de subir por una escalera sin apoyarla en el suelo, sosteniéndola mientras se sube. La posibilidad de enlazar hechos y proposiciones puede mostrarse y, por tanto, puede verse; pero no hay manera ni de expresarla ni de probarla.

Wittgenstein intentaba construir una crítica general del lenguaje que mostrase no solamente que la lógica y la ciencia tienen un papel fundamental en el lenguaje descriptivo común (lenguaje con que producimos una representación del mundo análoga a los modelos matemáticos de los fenómenos físicos), sino también que los problemas sobre la "ética, el valor y el significado de la vida", que van más allá de los límites del lenguaje descriptivo, pueden todo lo más convertirse en objeto de una visión mística, que sólo puede expresarse mediante comunicaciones "indirectas". Los neopositivistas han explotado esta distinción para negarle toda validez al segundo tipo de discurso. Pero no era ésta la intención de Wittgenstein. Según la interpretación que nos ofrece su amigo Paul Engelmann, que mantuvo correspondencia con el filósofo mientras elaboraba su Tractatus, él intentaba exactamente lo contrario de lo que comprendieron luego los neopositivistas. El positivismo sostiene que lo que importa en la vida es aquello de lo que podemos hablar de modo científico; Wittgenstein, por el contrario, creía apasionadamente que lo que importa realmente en la vida es precisamente aquello sobre lo que, desde su punto de vista, había que callar.

El proyecto del filósofo vienés era separar lo que es ético de la esfera del discurso racional. El significado del mundo está fuera de lo factual; en su esfera, hecha de valores y de significados, sólo hay paradojas y poesía. Naturalmente, él no quiere afirmar que la moralidad se oponga a la razón, sino sólo que su base está en otra parte. La ética no es una ciencia. Su verdad no puede demostrarse, sino sólo mostrarse. En la práctica, este mostrar toma la forma de testimonio. Para expresar el significado de la vida humana, de la verdad moral, de las cosas más importantes de la vida, hay que recurrir a otra cosa distinta del lenguaje de la vida cotidiana y de la ciencia. Para el hombre bueno la ética es un modo de vivir, no un sistema de proposiciones. Semejante concepción de la ética nos lleva a atribuir una singular importancia al hecho de que el mismo Wittgenstein, una vez acabada la redacción del Tractatus, abandonara la vida académica y el mundo burgués de Viena, donde había crecido, para ir a enseñar en las escuelas elementales de las aldeas perdidas de los Alpes austríacos. Esta decisión de vida se convierte en un momento hermenéutico fundamental que descubre el significado de su obra filosófica.

P. Engelmann ha sintetizado la postura de Wittgenstein en la afirmación de que su lenguaje es el de "la fe no expresada en palabras". La perspectiva es fecunda en ideas: "Semejante actitud, cuando sea adoptada por otros hombres de la talla requerida, será la fuente de donde broten nuevas formas de sociedad; formas que no necesitarán una comunicación verbal, porque se las vivirá, y de este modo se manifestarán. En el futuro los ideales no se comunicarán por medio de intentos aptos para describirlos (lo cual no puede menos de realizar una acción de distorsión), sino por medio de ejemplos de una conducta adecuada de vida. Y estas vidas ejemplares serán de enorme valor educativo; no habrá doctrinas expresadas en palabras que puedan sustituirlas".

Estas palabras aclaran uno de los presupuestos teóricos que nos guían al presentar unos cuantos modelos de espiritualidad para nuestro tiempo. Tenemos plena conciencia del valor pedagógico que esos modelos asumen en el contexto cultural de hoy. La vida vivida, más que las palabras, puede expresar lo inexpresable, es decir, la calidad humana de la vida. Y esto tiene vigencia también cuando contemplamos unas existencias que sólo pueden comprenderse desde el Espíritu de Cristo.

Una doctrina ética es una llamada a la comprensión; una vida ejemplar es una invitación a la imitación. La imitación, rectamente entendida, ocupa un puesto y una función en la vida moral. Con frecuencia se la ha despreciado como una decisión ética inferior, indigna de un hombre moralmente adulto. Gracias a algunos filósofos modernos es posible revalorar su calidad ética. En este sentido revisten una especial importancia los análisis fenomenológicos que Max Scheler ha dedicado al proceso ético de la imitación. Scheler distingue entre jefe y modelo. El jefe actúa en virtud de autoridad y de mandato; su influencia se ejerce a través de la obediencia. En cambio, el concepto de modelo dice algo muy distinto; el "modelo", en el sentido profundo de la palabra, implica siempre una idea de valor; actúa por vía de ejemplo o mediante la fuerza que emana de su personalidad. No impone el valor; éste se hace vivo y estimulante a través del modelo. Quienes lo siguen reaccionan ante su influencia mediante una actitud propia, que es la imitación (Nachfolge). Esta imitación no debe entenderse en el sentido de copia, de reproducción material (Nachahmung). Los jefes mueven sólo nuestra voluntad; los modelos estructuran nuestro mismo ser. Scheler define el modelo como "el valor encarnado en una persona, una figura ideal que está continuamente presente al alma del individuo o del grupo, de forma que ésta va captando poco a poco sus rasgos y se transforma en ella; su ser, su vida, sus actos, consciente o inconscientemente, se regulan por ella, tanto si el sujeto debe felicitarse por seguir a su modelo como si tiene que reprocharse por no imitarlo" 7

Aunque Scheler conoce la fidelidad refleja y consciente a un modelo, su análisis se detiene sobre todo en esa especie de fidelidad "vital" que se imprime misteriosamente en el alma —aunque escape a la percepción distinta, y acaso a la conciencia— de aquel a quien anima. "La persona (o el grupo) que sigue a un modelo no necesita conocerlo de manera consciente ni saber que lo tiene por modelo y que día tras día va formando su propio ser por el suyo, modelando su propia personalidad conforme a la suya. Incluso me atrevo a afirmar que muy raramente lo conoce como un ideal cuyo contenido positivo fuera capaz de definir y que lo conoce tanto menos cuanto más poderosa es su acción formativa sobre ella".

El "discípulo", en todo caso, no obedece a una fuerza de sugestión que emanaría de su modelo. Y tampoco lo copia. Su conducta cambia porque el modelo ejerce sobre él una "atracción" (Zug), que, al desarrollarse y precisarse, se convierte en amor. Este amor no concierne a algún que otro aspecto o acto del modelo, sino al centro mismo de todo su ser, a su esencia espiritual, de la que de este modo llegamos a participar. Bajo esta forma, la relación de fidelidad es capaz de suscitar en el discípulo una transformación moral, una conversión de su espíritu, una renovación de su ser que ni la obediencia ni el respeto de normas abstractas podrían producir. El origen y el estímulo eficaz al progreso moral hemos de buscarlo en la influencia de personas concretas, con un destino ejemplar, y no en reglas puramente formales de alcance universal.

A esta misma conclusión llegaba también Bergson cuando oponía la moral cerrada, basada en la generalidad imperativa de fórmulas impersonales, a la moral abierta, que se encarna en una personalidad privilegiada que se convierte en un ejemplo: "¿Por qué los santos tienen imitadores? ¿Y por qué los grandes hombres de bien han arrastrado a las turbas tras de sí? No piden nada, pero lo consiguen. No tienen necesidad de exhortar; lo único que hacen es existir; su existencia es la mejor llamada.

De estos filósofos que han propugnado una ética personalista podemos aceptar sus peroraciones en favor del modelo en la vida moral. Al mismo tiempo, aprendemos a distanciarnos de una imitación ciega y literal, que nos llevaría a sofocar la existencia moral auténtica en una serie de tipos fijos. Los modelos presentan una cierta composición de valores en una perspectiva histórica que, por reciente que sea, no se identifica nunca con la nuestra. Pueden servirnos de inspiración, de señales indicadoras del camino, pero no deben sustituir el esfuerzo moral creativo que se le exige a cada uno.

c) Psicosociología del modelo heroico. Una articulación ulterior del discurso nos permitirá señalar en qué sentido la cultura actual nos autoriza una referencia a los modelos espirituales. Ella nos invita a definir nuestro proyecto distinguiendo entre el modelo espiritual y el modelo heroico. No se trata de volver al mundo de los héroes y de los ideales heroicos. Vivimos en una época que, a diferencia de las anteriores, quiere ser antiheroica. Cuando un conjunto de valores se llena de tanta vitalidad que la gente quiere vivir de él y morir por él, nacen las figuras heroicas. Los héroes acompañan necesariamente a un sistema de valores y de pensamiento que ha sido abrazado por una comunidad. Las motivaciones heroicas cambian con el tiempo. Pueden derivar del sentido de la persona, de la idea nacional o del celo religioso; así, Aquiles le cede el puesto a Eneas, para ser luego suplantado por Parsifal. De todas formas, el héroe y el sistema de pensamiento en que está encuadrado dicen siempre una relación de complementariedad: el primero es el aspecto activo del segundo. Los valores y las ideas que no dan origen a ningún héroe, se quedan en meros ejercicios mentales abstractos; los héroes que no se integran en un sistema de valores y de ideas se parecen mucho a esos vacíos habitantes de los tebeos.

En la infancia de la cultura humana los héroes respondían a la necesidad psicológica de seguridad, a la dirección política y social, a la necesidad moral de tender a la perfección en pensamientos y acciones. Nuestra cultura parece haberse alejado del mundo heroico. Hemos desmitificado la literatura sagrada con nuestra nueva capacidad de leer y de comprender los textos antiguos; hemos privado de romanticismo a las grandes personalidades del pasado con nuestra comprensión de los motivos oscuros que subyacen en el comportamiento humano. El examen psicoanalítico en los estudios históricos ha llevado a un sofisticado desenmascaramiento de los pretendidos ideales y motivaciones de los grandes hombres del pasado. Se ha puesto de moda despreciar las "buenas razones" que se ofrecían como explicación del comportamiento humano y nos hemos especializado en la búsqueda de las "verdaderas razones" escondidas detrás de ellas. En el vocabulario de estas ciencias reductivas no queda ya sitio para términos como "grande" o "pequeño" en relación con las personalidades individuales, expuestas todas ellas a una sospecha metódica. Uno de los aspectos más vistosos de este humor antiheroico es el desencanto cada vez mayor respecto a los líderes de la vida política nacional.

Una critica a fondo de la idea tradicional de héroe ha surgido en la concepción del antihéroe de tipo existencialista. Es distinta de los prototipos de héroes negativos, como Lucifer o Prometeo, por el hecho de que se deriva de una experiencia de confusión o de fracaso, que es un elemento constitutivo de la condición humana de los tiempos modernos. Una justificación filosófica por extenso del antiheroísmo se encuentra en los escritos de J.-P. Sartre. Su intelectual se ve condenado al fracaso debido a su misma lucidez. Porque semejante héroe es necesariamente consciente de sí, es incapaz de perderse arrojándose a ciegas en el compromiso de una acción. Cuanto más intensamente se entrega a los demás. tanto más completamente solo se encuentra, prisionero de su yo privado. Esa es su tragedia, afirma Sartre.

Más que cualquiera otra forma artística, ha sido la novela la que ha ayudado a reflexionar sobre el derrumbamiento del antiguo orden de cosas. Como testimonio del nacimiento de la época moderna, ha trazado para nosotros un nuevo modelo de realidades. El resultado ha sido un cuadro de la realidad tan lejano del mundo de nuestros padres, que su tradicional idea del héroe no puede ya concebirse como posibilidad artística. La Odisea de Homero se ha visto sustituida por el Ulises de Joyce. Leopold Bloom, cuya jornada está marcada por las funciones fisiológicas más humildes, sirve de antítesis al héroe homérico. Bloom es el último héroe de hoy; la aureola de nobleza que le rodea es la de la vida ordinaria. Es la vida ordinaria, con toda su consistencia mundana, el rey y el héroe de hoy. Todo hace creer que por mucho tiempo ya no podremos tener a ningún héroe como compañero de viaje.

Nos guste o no, hemos de tener en cuenta esta situación al presentar ciertas aventuras espirituales personales como modelos. Sobre nuestra cultura sopla un viento antiheroico que amenaza con naufragios. Son cada vez más numerosos los que someten a la criba de un análisis minucioso las figuras destacadas de nuestro tiempo antes de aceptarlas como extraordinarias. Muchas de ellas acaban revelándose como producto de los fabricantes de imágenes. En el pasado se adoptaron héroes con demasiada facilidad; se nos ha engañado muchas veces. Ahora somos más cautos. Una cosa es cierta: la figura espiritual que hoy pretenda tener audiencia debe evitar presentarse con el cliché del héroe. Ni siquiera la visión eclesiástica del héroe, o sea el santo, puro en sus motivaciones y sobrehumano en el ejercicio de las virtudes, tiene acceso a los hijos escépticos de nuestra época. Por eso un modelo espiritual, tal como lo reclaman la crítica del saber y las exigencias de la ética, no puede ser una versión del héroe puesto al día.

La segunda parte de esta exposición de los presupuestos metodológicos de nuestro proyecto desea señalar positivamente las características de un modelo espiritual desde el punto de vista de la teología.

2. HACIA UNA TEOLOGÍA DE LA VIDA - a) La atención a la vivencia histórica. Entre las numerosas exigencias de una renovación teológica que haga frente a la crisis actual, se cuenta la instancia original que postula el retorno a una dimensión narrativa del hacer teología. Esta propuesta puede parecernos lógica si consideramos que los textos sobre los que se basa el cristianismo son narraciones. Jesús de Nazaret se nos presenta ante todo como una persona objeto de narración; los discípulos son personas que escuchan y transmiten esos relatos; el cristianismo se estructura como comunidad que narra.

Sin embargo, muy pronto perdió el cristianismo su inocencia narrativa. En el mundo helenístico en que se insertó hacía ya tiempo que la narración (el mythos) estaba subordinada a la razón (el logos). La teología desempeñó la función de transformar de la manera más rápida y completa posible las historias transmitidas en no-historias, en sistema especulativo de nociones. En la época moderna el divorcio entre sistema teológico y experiencia religiosa, entre dogmática y mística, se ha ido radicalizando. La biografía religiosa, es decir, la articulación de la historia personal vivida ante Dios, se ha ido alejando cada vez más de lo que la teología científica reconocía como su tarea propia. Al erigir esta última en sistema, su desdén por el contacto con la vida se transformó en una doctrina que confunde la atrofia con la objetividad científica.

Todo discurso en favor de la narración corre el peligro de caer hoy en la indiferencia. No sólo las ciencias argumentativas, sino también las históricas, desprecian cada vez más la narración. En la sociedad contemporánea parece como si, exceptuando la transmisión expeditiva de las noticias escuetas, no quedara ya sitio para el relato. Críticos de la cultura de profunda intuición, como Walter Benjamín y Th. W. Adorno, han diagnosticado el fin de la narración. Sin embargo, la teología, si quiere ser un verdadero servicio al mensaje cristiano, no puede repudiar pusilánimemente el narrar. El teólogo J. B. Metz ha propuesto una revaloración teológica del relato recurriendo a la categoría del "recuerdo peligroso". Es una deformación reservar el potencial narrativo del cristianismo para los niños ingenuos: lo cierto es que tiene efectos críticos y liberadores: "Relatan los `pequeñuelos' y los oprimidos; pero éstos no sólo narran historias que les llevan constantemente a exaltar su propia opresión o minoría de edad. sino también historias peligrosas que buscan la libertad... Naturalmente. la fuerza crítica liberadora de tales historias no puede ser demostrada ni reconstruida a priori. Es preciso encontrarse con ella. escucharla y, hasta donde sea posible, continuar narrándola. Pero ¿no es verdad que también en nuestra era, calificada de postnarrativa, existen numerosos `narradores de historias' que nos permiten reconocer lo que hoy pueden o podrían ser tales 'historias': no precisamente cuadros artificiales, arbitrarios, de carácter privado, sino narraciones con una efectividad y un atractivo público y, en cierto modo, crítico de la sociedad, es decir, 'historias peligrosas?".

Una teología que, dando la debida importancia a la narración, lograse reconciliar la dogmática con la historia vivida, sería sumamente significativa para el cristiano medio. Ya que es precisamente la vivencia histórica del pueblo, la experiencia religiosa cotidiana de los creyentes, la que se vería reflejada en el relato de unas vidas determinadas. Semejante teología sería más importante todavía por el hecho de que vivimos en una sociedad en la que los posibles modelos de vida aparecen como prefabricados, dotados de un sello estereotipado que corroe a las almas con el cansancio de su identidad o con el aburrimiento de la repetición en serie.

Sería preciso afirmar que esta dimensión narrativa, centrada en la vida individual, ha sido proscrita por completo de la praxis eclesial. La teología católica, en polémica más o menos directa con la protestante. ha subrayado siempre que la herencia cristiana se transmite por la tradición viviente, la cual se expresa en la vida misma de los cristianos, particularmente en los santos. La veneración de los santos ha producido no sólo las numerosísimas biografías de tipo devocional, sino el inmenso trabajo científico de los bolandistas. Pero esta actividad se desarrolló en un terreno autónomo, sin integrarse en la teología verdadera y propia. El trabajo teológico se ha dedicado a proseguir la reflexión de la neoescolástica de origen tomista o a investigar aquellos problemas teológicos especiales que ha creado la época moderna. Los teólogos profesionales no se han ocupado de los santos de un modo temático.

Entre los teólogos de nota se observan sólo dos excepciones. La primera es Romano Guardini. En la totalidad de su obra —según declara en la introducción a Libertad, gracia y destino— intentó conseguir "una visión unitaria y total de la existencia cristiana", tal como la tenía el pensamiento cristiano primitivo. Su modelo ideal era Agustín, el cual "no distingue sistemáticamente entre filosofía y teología; dentro de la filosofía, entre metafísica y psicología; y dentro de la teología, entre dogmática teórica y doctrina de la vida práctica. Sencillamente, partiendo de la totalidad de la existencia cristiana, hace sus lucubraciones sobre ese todo y sus diversos contenidos'. Para semejante proyecto teológico, la vida histórica concreta de los cristianos eminentes es un terreno privilegiado. Guardini estudió explícitamente el alcance teológico de la vida de los cristianos en un volumen, El santo en nuestro tiempo, concebido como introducción a una serie de vidas de santos. En los santos ve él unos modelos para nuevos estilos de existencia cristiana; ellos abren senderos que otros pueden seguir. Guardini augura un "nuevo género de santos", capaz de encarnar la santidad de esta generación. La senda no es hoy la del desprendimiento y el ascetismo; se ha de realizar mediante un abandono obediente a las directrices de Dios tal como se traducen en la situación secular en que nos encontramos. Por eso la vida del santo no habrá de ser extraordinaria, y nadie podrá identificar fácilmente a un santo moderno.

La vivencia histórica ocupa un lugar más orgánico todavía en la visión teológica de Hans Urs von Balthasar. En su obra de mayor envergadura, Herrlichkeit, se ha propuesto dar cuerpo a una "estética teológica", es decir, a una contemplación del Dios de la revelación cristiana, no en cuanto que comunica la verdad o en cuanto que se muestra benévolo con el hombre, sino en cuanto que se acerca al hombre para manifestarse a sí mismo "en el eterno esplendor de su amor trinitario"'. En otras palabras, una contemplación de Dios a la luz no de las categorías tradicionales de lo "verdadero" y de lo "bueno", sino de la categoría de lo "bello". Todo lo que es bello y espléndido para el mundo es la epifanía, el resplandor de los principios de ser poderosos y escondidos que, mediante la revelación de Dios en Jesucristo, brotan en una figura expresiva.

La estética teológica tiene la tarea de dar a las proposiciones abstractas el color y la plenitud propios de la historia. Por eso el teólogo suizo, después de haber considerado en el primer tomo de su obra al sol divino en sí mismo, en el segundo se dirige a los rayos que proyecta sobre la humanidad. Y entonces hace desfilar ante nuestros ojos toda una serie de teólogos cristianos y de personalidades espirituales excepcionales, elegidas en virtud de su importancia histórica. La pluralidad de sus visiones cristianas del mundo muestra la gloria de la revelación divina en la diversidad de sus manifestaciones. Es como la refracción de la luz blanca en la multiplicidad de colores al atravesar un diamante. Los testimonios de vida y de doctrina de teólogos, de laicos y de "espirituales" se yuxtaponen sencillamente, con la conciencia de la imposibilidad de reducir a sistema la multiplicidad de las contemplaciones históricas de Dios en toda su belleza. Se nos presenta a Agustín junto a Dante, a Juan de la Cruz junto a Péguy. En este conjunto, Von Balthasar dedica una atención más particular a los laicos que a los teólogos de escuela. Y con razón, ya que de los laicos ha brotado con frecuencia la oposición a las estrecheces de la teología cristiana, reducida a formación pastoral, a especialización, a rutina académica. Con los ojos fijos en la historia del mundo y en el presente, no pocos cristianos excepcionales han sido fuente de creatividad para la vida cristiana más que cualquier sistema teológico. La obra de Von Balthasar desea rendir un homenaje a esta aportación original a la comprensión de la belleza del rostro humano de Dios.

Sirva la mención explícita de la obra de estos dos teólogos para sugerir la ventaja que puede obtener la teología asumiendo como punto de partida la vida concreta de los cristianos. El hecho de que estos intentos teológicos sean una excepción subraya la urgencia de adoptar un modo de hacer teología en que se conceda el debido espacio a la visión espiritual de algunos cristianos ejemplares.

b) Biografía como teología. Hemos prestado oído a las voces que desde varias partes reclaman una renovación de la teología a partir de una mayor atención a la vivencia histórica. También se han considerado algunos esbozos de realización en este sentido. Ahora podemos definir mejor nuestro proyecto, señalando su objetivo y su método. En resumen, deseamos investigar algunas vidas en las que el principio directivo de la fe cristiana ha sabido crear, mediante una especial coherencia de acción y de doctrina, una forma nueva de existencia evangélica ".

En efecto, las creencias cristianas no son "proposiciones" que pueden catalogarse y juzgarse con criterios impuestos por una referencia externa y objetiva, sino convicciones vivas que dan forma a unas vidas actuales y a unas comunidades actuales. El examen crítico adecuado a las creencias cristianas es, por consiguiente, aquel que comienza con la atención a las vidas concretas. Aprovechamos aquí las instancias de orden epistemológico y ético que hemos aceptado de la cultura contemporánea.

Hemos advertido que la ciencia depende de modelos, el arte de formas abstractas, la religión de imágenes. No intentamos rechazar estos campos del conocimiento humano, sino abrir el camino a la manifestación plena de la visión que evocan. El modelo se abre al misterio, es decir, a la cosa verdadera de que se trata en la ciencia, en el arte y en la fe. Aunque el modelo es inadecuado para expresar la totalidad del misterio, sigue siendo todavía un camino legítimo —incluso el único válido—hacia él. Hablar verdadera y fielmente de Dios es hablar mediante modelos, imágenes, analogías; no tenemos otra elección. La convalidación de la visión que evoca el discurso teológico depende en parte de la cualidad de la vida que traduce y encarna esa misma visión. Las vidas que llevan una imagen dan testimonio de la visión que representan. Por eso la teología no puede prescindir del material biográfico. La teología recibe su sustancia de la biografía. Al dirigirse a esas vidas creyentes, la teología encuentra el camino para reformarse a sí misma, para hacer creíble su discurso —"mostrando" lo que no puede "demostrar"—, para incrementar la fidelidad a la visión original y la adecuación a nuestra época.

Este procedimiento se diferencia de aquel con que la Iglesia, en su magisterio oficial, propone autoritativamente a los santos canonizados como ejemplo concreto de vida cristiana para una época determinada o para ciertas categorías de personas. Nuestra búsqueda de modelos se dirige a las personalidades singulares que en épocas pasadas o en nuestro tiempo han vivido lo esencial del cristianismo de un modo creativo, convirtiéndose así espontáneamente en puntos de referencia para otros muchos creyentes que andaban buscando. En efecto, en la comunidad cristiana aparecen de vez en cuando ciertas vidas singulares o impresionantes; vidas de personas que dan cuerpo a las convicciones de la comunidad de un modo original; que comparten la visión de la comunidad, pero con un nuevo horizonte y una nueva fuerza; que muestran el estilo de vida de la comunidad, pero con diferencias significativas.

El impacto de estas vidas abre, ensancha y quizá corrige la visión espiritual de la comunidad, actuando como estímulo contagioso o como atracción en el sentido de Max Weber. Despierta sobre todo nuevas convicciones en la comunidad acerca de su modo de entender a Dios, de su concepción del hombre, de su aprecio de la tierra y de las actividades humanas.

La vida de estas personalidades significativas, con su atractivo y su belleza, puede ofrecer elementos a los pensadores cristianos, realizando así la tan deseada fecundación de la teología por obra de la vivencia concreta. Más aún, se puede considerar como una de las tareas específicas de la teología justamente el empeño por abordar este tipo de reflexión. Así pues, tanto el magisterio como la teología pueden y deben ocuparse de la vida de los cristianos ejemplares; el primero, para canonizar a los santos oficiales; la segunda, para elaborar una reflexión sobre la vivencia concreta de la fe. Pero desde nuestro punto de vista, la presentación de modelos espirituales desempeña una función que se distingue tanto de la autoritativa del magisterio como de la doctrinal de la teología. Se propone hacer sensible a lamirada interior la síntesis vital del mensaje cristiano realizada por algunos creyentes de nuestro tiempo. En la experiencia cristiana, la parte relacionada con la representación visual es especialmente importante. Baste pensar en el puesto que ocupa la visión interior en los Ejercicios espirituales de san Ignacio y la imagen en la pintura sagrada como apoyo de la meditación y representación de una mirada interior. El postulado teológico que fundamenta esta primacía de la mirada es la encarnación: Dios se ha hecho hombre y, por tanto, visible. También la biografía de los hombres que se sitúan en el seguimiento de la única imagen adecuada, Jesús de Nazaret, puede ser captada por la mirada de los creyentes como transparencia suya. Más en concreto, estamos autorizados a considerar la vida de esos cristianos excepcionales como una parte de la vida de Cristo, el resucitado que derrama su Espíritu y anima la comunidad de los discípulos a través de los siglos. Ellos están en Cristo y Cristo en ellos (cf Gál 1,22; Rom 8,10). Porque la vida de Cristo no puede exponerse sin el Nuevo Testamento entero, sin la historia entera del "movimiento" que tuvo su origen en el Evangelio, sin la vida de sus seguidores en el correr de los siglos.

La atención privilegiada al aspecto visual de estos modelos espirituales nos sugiere destacar ante todo las imágenes que dominan en las vidas que presentamos. La convergencia de estas imágenes constituye la visión espiritual homogénea que caracteriza a una persona. Por eso nuestros perfiles no serán biografías en el sentido tradicional de la palabra, ni tampoco exploraciones psico-biográficas al estilo de la que Erik Erikson ha dedicado a Martín Lutero. Nos esforzaremos más bien en poner de relieve la visión dominante de estos creyentes; la que gobernó su vida y la unificó en un todo significativo para sus contemporáneos.

Así pues, lo que nos interesa no serán las virtudes personales —a diferencia de la hagiografía clásica—, ni tampoco la consistencia teológica de su vivencia —tarea de una "teología de la vida" todavía por hacer—. El elemento doctrinal en la vida de estos modelos espirituales no es primario; es su vida lo que atrae. Podemos filtrar y eventualmente erigir en sistema su visión espiritual. Pero si el mundo doctrinal de estos testigos nos atrae es porque se ha encarnado previamente en su vida y puede encarnarse de nuevo en la vida de otros. Cuando penetramos en su mundo interior, no encontramos solamente unas proposiciones que satisfacen intelectualmente, sino reflejos de aquel misterio que vivieron esos hombres. Así pues, intentaremos trazar los rasgos de una imagen global, hermosa para la mirada espiritual, que visualice una posibilidad auténtica para el que quiera vivir con fidelidad y creatividad el Evangelio en nuestros días.

Este tipo de consideración tiende a comprometer a la persona. Entramos en un movimiento que nos lleva de las vidas que examinamos a nuestras propias vidas; los examinadores pasan a ser examinados. Estos "modelos" espirituales se hacen para nosotros significativos en la medida en que les planteamos nuestras cuestiones sobre el seguimiento de Cristo como hijos de nuestra época. Nos interpelan. No quieren ser examinados ni copiados; quieren ser más bien un estímulo para una nueva creatividad en la vida espiritual.

S. Spinsanti

II. Modelos espirituales

1. SAN FRANCISCO DE ASÍS: EL AMOF UNIVERSAL - San Francisco es un modelo antiguo, pero clásico y perenne, lleno de humanismo, verdaderamente revolucionario.

Nace y vive Francisco en la plenitud de la Edad Media (1182-1226), en su periodo más áureo, que él ayuda a crear. Asiste al crecimiento de la pequeña burguesía, nacida del comercio e industria ciudadanos, y a la decadencia del feudalismo. Ha visto al pontificado, bajo Inocencio 111 (1198-1216), en su máximo esplendor. Sus ojos han contemplado el nacimiento de las catedrales góticas, las Sumas teológicas y las universidades, símbolos de la universalidad y la armonía. Es el tiempo heroico de las cruzadas.

Francisco es hijo de un rico mercader de Asís, Pietro di Bernardone, traficante de lanas. En su juventud tuvo el alma llena de lirismo, de música y poesía, como los trovadores de su originaria tierra provenzal; posee un espíritu caballeresco y soñador, mundano y gaudente, lúdico, vanidoso, suntuoso en el vestir, generoso en el dar. Dotado excelsamente para la amistad, la relación, la compañía y el liderazgo.

Un día dejó los ricos vestidos de lana por la coraza de guerrero y se alistó en la milicia para defender la libertad ciudadana de su Asís natal. Perdió la guerra Asís contra Perusa, perdió la libertad Francisco, que pasó en prisión un año. Otro día caminaba hacia Apulia para combatir otra vez como guerrero; pero su destino no era la guerra, sino la paz, la violencia del amor. Cristo le detiene en Espoleto y le invita a servir no al siervo, sino al Señor. Fue su primera conversión. A partir de entonces, las costumbres de Francisco cambian: se entrega a la soledad, a la oración, al servicio de los marginados leprosos. En una segunda visión, Cristo le invita a reparar la Iglesia en ruinas, y él se pone a reconstruir ermitas.

Francisco, con sus extrañas acciones, pletóricas de amor a los pobres, a Cristo, a su Iglesia, resulta ridículo a sus conciudadanos, molesto a su padre, quien le deshereda. El se siente libre de la esclavitud de los apellidos, del dinero y del negocio familiar. Ante el obispo de Asís desprecia su traje burgués y la bolsa del dinero, se lo entrega a su padre, que le demandaba por despilfarrador; se viste una humilde túnica y se pone bajo la tutela de la Iglesia. En este momento, 1026, Francisco ha conseguido la total liberación. Puede considerarse más hijo de Dios que de Pietro di Bernardone. Es un paso firme en su segunda conversión. Libre para el servicio, para el amor universal: ésta es la profunda significación de la vida de Francisco. Vocación de servicio itinerante como predicador del Evangelio, mensajero del Gran Rey. Vivirá la pobreza como signo externo de valor profético y evangélico, como identificación con el mensaje de salvación. Pero, sobre todo, como signo de libertad.

Mensaje franciscano. Varias fuerzas configuran a Francisco de Asís como modelo espiritual.

a) La primera, fundamental, es el amor a Cristo, enamoramiento que vive desde la fe, pero también desde su exquisita sensibilidad de poeta enamorado, lleno de humanidad y de lirismo. Cristo en sus misterios: encarnación, nacimiento, pasión, muerte y resurrección. El nacimiento lo expresó plásticamente en la reconstrucción del Belén, por primera vez en el mundo, el año 1223, en Greccio. La pasión y la muerte. identificándose con el Crucificado en la impresión de los estigmas. Su inmersión en el misterio de Cristo viviente y resucitado renace en otras devociones y creencias: la comunión, los ritos y el culto litúrgico, las iglesias y ermitas, estima reverencial a los sacerdotes, la palabra evangélica, la oración del padrenuestro, la "santa madre Iglesia romana" con su jerarquía. A su misión salvífica se incorpora como misionero itinerante y pobre. Finalmente, María, la madre de Jesús, por lo cual Cristo es nuestro "hermano" y ella la "madre de toda bondad", en la cual veía resplandecer la humildad y la pobreza.

b) Amor universal a las criaturas. Francisco de Asís no es un poeta lírico enamorado de la belleza creada, sino un creyente que goza de la hermosura que Dios puso en la creación. Todo tiene en él un fundamento religioso, un brote de piedad. Ve en la creación un rastro de la presencia de Dios; Dios se hizo hombre en Cristo, y su humanidad se encarna en todas las cosas. Todo se hace "hermano" en el hermano mayor. Cristo. Briznas de su presencia descubre en las cosas más elementales: la luz, que le recuerda el resplandor de Cristo, su presencia vivificadora; por eso le duele que los hombres la apaguen. El cordero, el mismo pergamino en el que los hombres de su tiempo escribían, le recuerdan a Cristo humilde. Poco amante de la ciencia sistematizada, sin embargo, estima cualquier papel porque puede contener palabras del Verbo encarnado. Todas las cosas, animadas e inanimadas, son "hermanas" en él y por él: el agua, el sol, la luna y las estrellas, hasta los animales más feroces, como el hermano lobo, y la espera y temida muerte. Francisco, con el amor a todas las cosas, revive los mejores tiempos mesiánicos, en los que todos los hombres vivirán unidos en hermandad. Tiempos lejanos para el hombre, pura utopía lírica. Por eso Francisco será siempre el ideal supremo de la humanidad. En él las cosas imposibles adquieren valor de esperanza.

c) Paz y alegría de vivir. La paz es fruto de la armonía interior del espíritu, que nace de amar a amigos y enemigos, de no ambicionar ni envidiar; de amar a todos, especialmente a los más indefensos y marginados. La paz procede también de la pobreza amada como suprema riqueza, como ejercicio de liberación. Dar limosna era para él "devolver" al pobre lo suyo, aunque fuese la raída túnica que vestía. Abrazado a la pobreza, a la desnuda tierra, quiso morir. Vivir en pobreza es relativizar todo lo creado, que amaba desde la lírica mística. Junto a la pobreza, la humildad, hasta el despojo de la propia personalidad, hasta la sumisión y obediencia a todos.

De aquí procedía la alegría de vivir, el gozo supremo de la fraternidad. Es el santo de la "perfecta alegría", nacida de la libertad. Este gozo es el que transparenta en el Cántico de las criaturas, que tiene un fuerte sabor de sobrenaturalidad, de evangelismo; es netamente cristiano, profundamente humano, porque las dos fuentes de gozo se funden en una. Desaparecen los dualismos. Su gozo es alegría de vivir cumpliendo el destino; sencillamente, vivir inmerso en las cosas que le rodean, con los hombres sus hermanos, a quienes acompaña en su camino hacia la meta.

Francisco es modelo de humanidad para cualquier ideología. Es un valor universal de la humanidad.

2. SANTA TERESA DE JESÚS: LA EXPERIENCIA DE LA "VERDAD" - Teresa nació en Avila el 28 de marzo de 1515 y murió en Alba de Tormes (Salamanca) el 4 de octubre de 1582. En el siglo que nosotros llamamos "de oro" y que ella motejó de "tiempos recios", mientras la Iglesia estaba en "grandes tempestades" por la herejía protestante y otros movimientos heterodoxos. Epoca de "reformas" intra y extraeclesiales, el siglo del concilio de Trento (1545-1562), de mística y picaresca.

Cuarenta años después de su muerte, en 1622, el papa Gregorio XV la declaraba "santa", después de un largo proceso canónico. Un santo canonizado es para los católicos modelo de santidad porque ha dado ejemplo de "virtudes heroicas". Pero nuestra época crítica sabe que detrás del proceso canónico se encubren ciertos reduccionismos y manipulaciones, casi un secuestro de la personalidad real de los protagonistas. No es que los procesos se monten sobre la mentira, sino que la vida real de los canonizados se acomoda a los gustos y a las necesidades del momento: y, sobre todo, se ocultan ciertos rasgos de la personalidad "humana" de los santos, con su carga de fragilidad, de talante crítico, de realismo. Se encumbra un modelo canónico de santidad que no siempre sirve como modelo espiritual. Las revisiones históricas que se están haciendo en nuestro tiempo de las biografías antiguas y de los procesos de canonización, sin desmejorar en nada el modelo de santidad, enaltecen a la santa como modelo integral de mujer y de cristiana.

En pocas líneas quisiera recoger una actitud vital que integra otros muchos valores y define su destino creador, marca la raíz ontológica de su vida: la experiencia de la verdad.

a) El camino de la verdad. Cuando en 1565, a los cincuenta años, Teresa recupera su pasado para redactar la Autobiografía, se da cuenta de que su destino ha estado marcado por la "verdad". Se admira de que ya desde muy niña —quizá a los siete años— le "quedase imprimido el camino de la verdad" (Vida, 1,5). La transparencia de la niñez se turba en la tempestad de la adolescencia, pero de modo pasajero. La buena compañía de una monja de clausura de Santa María de Gracia, un monasterio de agustinas, resucitó en ella el rastro de verdad que yacía en el fondo de su yo: "Vine a ir entendiendo —comenta y resume— la verdad de cuando niña" (V 3,5). La "verdad" que pervive como rescoldo en el fondo de su ser es Dios como su único y definitivo destino; la única verdad suprema que le interesa; las demás son mediaciones, partículas de luz en el universo de tinieblas. Ese rastro de verdad pervivirá durante los años borrascosos de la juventud y reaparecerá luminoso en la experiencia mística.

b) Vivir en la verdad. Solemos los hombres entender la verdad como adecuación entre lo que pensamos y lo que decimos. Es parte de la verdad total. Teresa va al fondo del problema: a la verdad ontológica, metafísica, que funda la realidad de la vida. Ha descubierto que "todos los hombres son mentirosos", como dice la Escritura (Sal 115,11); y que sólo Dios es la verdad absoluta; las demás, relativas. "Mostrar Dios en sí mismo una verdad, que parece deja oscurecidas todas las que hay en las criaturas... y muy claro dado a entender que él sólo es verdad, que no puede mentir... es verdad que no puede faltar" (6 Moradas, 10,6).

En este encuentro con la verdad ontológica, Teresa descubre que los hombres no pueden mentir en sentido moral, pero en el fondo ser "mentirosos", traidores a su definitivo destino, porque no conocen a Dios. Por eso propone que "estudiemos siempre mucho de andar en esta verdad" y no nos conformemos con "no decir mentiras" (6M 10,7). Vivir en la verdad, como ella vivió, es centrar la vida equidistantemente entre cuatro puntos cardinales. Por una parte, teniendo a Dios como la única realidad absoluta, como el único valor verdaderamente axial; segundo, vivir en dependencia de Dios, porque sin él la vida no tiene sentido; tercero, valorar las realidades humanas en lo que son y valen, sin sacralizarlas absolutizándolas, ni despreciarlas; cuarto, no sobrevalorarnos ante los demás, porque, de lo contrario, el hombre "anda en mentira" (6M 10,7-8).

c) Vivir en la verdad de la comunidad: sentido eclesial. No basta adecuar la vida a la verdad metafísica encontrada en la experiencia mística. Cabe en ello lo subjetivo, la alucinación del egoísmo. Teresa buscó la comprobación de "su" verdad en la institución eclesial, en los jueces de la Iglesia. La búsqueda de la verdad objetiva es en Teresa una aventura apasionante y dolorosa. Es deseo de comunión, superación del individualismo particularista, nunca miedo a la Inquisición. Es deseo de luz. En Teresa no cabe ni el cisma ni la herejía, porque tiene un espíritu esencialmente "católico", universal. Se somete al discernimiento ajeno, el de los letrados. Para ellos escribe su Vida, radiografía de su personalidad. El letrado no es el humanista, sino el teólogo, el exegeta bíblico, que mide las experiencias subjetivas con el canon de la verdad de Dios revelado en palabras. Por una sola verdad de esa Escritura estaba dispuesta a pasar "mil muertes" (V 33,5). Porque sabía que "la verdad padece, pero no perece" (Carta a María de San José, 3-V-1579, 26), se sometió a todos los análisis de los jueces eclesiásticos. Al final de su Vida escribe: "Ya no me queda más por hacer lo que es en mí" (Epíl. 4). Detrás del juez, de la Iglesia. de la misma Escritura, está la Verdad absoluta, Dios, que se ha revelado en Cristo. Buscar la verdad en las mediaciones es acomodarse a la verdad absoluta de Dios. El sentido profundo de comunión con la institución no fue obstáculo para ejercer una sabia crítica apasionada y amorosa.

d) Decir la verdad. Para un buen discernimiento por parte de los otros se requiere absoluta fidelidad y transparencia en el relato de la interioridad. Decir lo que se siente. Excluir la mentira. Eso fue lo que hizo Teresa. Buen maestro tuvo en su padre, que "era de gran verdad", como comenta la hija (V 1.2). Ella, cuando radiografía su vida interior, dice repetidamente que lo hace con libertad, pero sobre todo "con toda claridad y verdad" (V, pral.): "Va todo lo que escribo dicho con toda verdad" (1 8.3). escribirá también. Lo mismo al final del relato: "Poniendo lo que ha pasado por mí con toda la llaneza y verdad que yo he podido" (V 40,24). Su persona aborrece la mentira como al mismo demonio, a quien define como "todo mentira" (V 15,10). Amiga de la verdad, como de la luz, de la transparencia y la llaneza, ha podido escribir esta ambiciosa y grandiosa confesión: "Puedo errar en todo, mas no mentir, que por la misericordia de Dios antes pasaría mil muertes" (4M 2,7).

D. De Pablo Maroto

3. CHARLES DE FOUCAULD: LA IMITACIÓN DE CRISTO DE UN "HERMANO UNIVERSAL" - Basta apenas evocar su nombre para desencadenar una serie de asociaciones mentales: fascinación siempre nueva de la vida contemplativa, florecimientos de vocaciones religiosas entre hombres y mujeres que desean compartir la existencia de los más humildes como "hermanitos" o "hermanitas", recuperación de la misión cristiana a partir de la silenciosa presencia de servicio. La estrella de Charles de Foucauld ha sorprendido a los observadores del firmamento espiritual por su trayectoria absolutamente imprevisible. Nada durante su vida hacía presagiar el "éxito" estrepitoso que habría de convertirlo en una de las figuras más representativas de la espiritualidad cristiana de nuestro siglo. Personalmente, él buscó un ideal de ocultamiento, que le llevó a encerrarse sucesivamente en trapas, en conventos de clausura, en el yermo del desierto. La única obra que anheló e intentó repetidas veces —la fundación de comunidades religiosas que vivieran dentro del estilo de "pequeñas fraternidades"— cayó en el vacío durante su vida (1858-1916) y sólo se realizaría veinte años después de su muerte.

Su vida espiritual se desarrolló en varias etapas, que vivió, sin embargo, más bien como outsider de las instituciones eclesiásticas tradicionales. Entra al principio en la trapa para santificarse observando la regla del Císter: pero pronto la abandona para explorar nuevos caminos, atraído —en apariencia—por aquel vértigo que lleva a ciertos animales a preferir los senderos que se asoman al abismo. Abandona la dignidad del estado monástico para ir a servir de criado en un convento de clarisas de Nazaret; se traslada luego a Beni Abbés (Argelia) a dar testimonio de Cristo entre los musulmanes, pero fuera del marco misional de tipo colonial: se retira luego a Tamanrasset, en el centro del Sahara, para compartir la vida de los pobrísimos Tuareg y llegar a convertirse en uno de ellos. Monje sin convento, sacerdote sin comunidad, misionero sin apoyo del soldado o del comerciante, Charles, "hermano universal", parece haber tenido el don de crear formas atípicas de vida cristiana, que se apartan de las formas homologadas de su tiempo. Es precisamente esta creatividad la que fascina a los creyentes de hoy. A la sensibilidad contemporánea le agrada subrayar que la vida espiritual es búsqueda más que copia pasiva de unos módulos reconocidos. La fidelidad en el campo ético y espiritual es algo más que un ancla arrojada de una vez para siempre en el pasado; es al mismo tiempo un resorte tenso hacia un futuro sin rostro. En la vida de Charles de Foucauld la fidelidad demostró que la estabilidad no es contraria a la novedad, a la continuidad, a la creatividad. Las múltiples formas que asumió su proyecto de vida pueden reducirse fácilmente a unidad, sintetizándose en una única imagen, la más antigua y la más plástica de la historia de la espiritualidad cristiana: la imitación de Cristo.

La vida en el Espíritu de Charles de Foucauld parece responder en el más alto grado a las exigencias de una espiritualidad de la imitación en su expresión más lineal. Ya en la época de su conversión le había impresionado una frase del abate Huvelin, que siguió siendo durante toda su vida su padre espiritual: "Jesucristo ocupó hasta tal punto el último lugar que nadie se lo puede arrebatar". Esta frase fue el corneta tras el cual se desarrolló toda su vida. Desde que los creyentes musulmanes y hebreos, con los que se encontró casualmente, abrieron en su vida de refinado epicúreo una ventana de inquietud religiosa, se vio arrebatado por la espiral del absoluto: "Apenas creí que hay un Dios comprendí que no podía menos de vivir sólo para él". La conversión al cristianismo le señala luego en Jesús de Nazaret el camino para llegar al Dios inaccesible; desde aquel momento no tendrá más preocupación que la de buscar el último lugar entre los hombres de su tiempo, ya que sólo allí podrá estar cerca de Cristo, dando cuerpo de este modo a su aspiración de vivir sólo para Dios.

Buscar el último lugar y compartirlo con Cristo para ser totalmente de Dios: ésta es la idea que unifica toda la vida de aquel que quiso llamarse "Charles de Jesús". Pero los hombres del Espíritu. más que de ideas, se alimentan de imágenes. La imagen dominante en el mundo de Charles de Foucauld fue la de Jesús carpintero de Nazaret. Otros se han sentido atraídos por Jesús maestro y profeta del reino, o terapeuta benéfico, o varón de dolores. Charles de Foucauld prefirió ver al Jesús salvador del mundo como oscuro carpintero de una remota aldea de la despreciada Galilea. Encontramos esta imagen en todas las dimensiones de su búsqueda espiritual. En particular, en el momento que puede considerarse como el giro decisivo de su aventura cristiana: el abandono de la vida cisterciense para aventurarse por terrenos inexplorados. En aquel periodo escribió: "Tengo sed de llevar la vida que estoy buscando desde hace siete años (que he buscado inútilmente en la trapa); la he vislumbrado y adivinado caminando por las calles de Nazaret, que recorrió en otros tiempos nuestro Señor, pobre artesano escondido en la abyección y en la oscuridad". Su camino se define como un seguimiento del Jesús escondido de Nazaret: "Veo claramente que es voluntad de Dios que yo le siga en una perfecta conformidad con su vida".

Charles de Foucauld no teorizó ninguna nueva vía espiritual. Si de hecho renovó las cosas, en sus intenciones no encontramos nada más que un proyecto esencial y monolítico: imitar a Cristo. La mejor expresión de su búsqueda se encuentra en el opúsculo en que recogió algunos textos evangélicos con el título El único modelo. El mismo título y su lema ("El criado no es mayor que su maestro; es perfecto si es semejante a su maestro... ¡Seguidme!") resumen toda su doctrina espiritual. Por lo demás, el opúsculo no contiene más que las palabras de Jesús —sobre sí mismo, sobre el Padre, sobre el Espíritu, sobre nuestra vocación—, mezcladas con los ejemplos que él dio. Charles traza el retrato de Jesús, que lo ha seducido; esta imagen, contemplada y retocada con amor incansable, se ha hecho viva a través de su propia vida.

En sus escritos, el tema sinfónico de la imitación vuelve continuamente, casi sin variaciones. A una religiosa, por ejemplo, le escribía: "El medio más sencillo y mejor para unirnos al corazón de nuestro Esposo es hacerlo, decirlo y pensarlo todo con él y como él, manteniéndose en su presencia e imitándolo... Cualquier cosa que uno haga, diga o piense, decirse: ¿Cómo hacía, decía, pensaba él en semejante circunstancia? ¿Qué es lo que haría, diría o pensaría en mi lugar? El mismo Jesús indicó a sus apóstoles este método tan sencillo de unión con él y de perfección: `Venid y ved'... Venid, es decir, seguidme, venid conmigo, seguid mis pasos, imitadme, haced como yo; ved, es decir, miradme, permaneced en mi presencia, contempladme... Presencia de Dios, de Jesús, e imitación de Jesús: aquí está toda la perfección".

Con sus palabras y con su vida, Charles de Foucauld se situó inequívocamente en ese filón de espiritualidad cristiana que puede designarse sumariamente como "imitación de Cristo". Ese filón está unido orgánicamente con el desarrollo de la devoción a la humanidad de Cristo, de origen medieval. El movimiento franciscano fue su cuna y Francisco de Asís su fruto inigualable'''. Aunque el verbo "imitar" no se encuentre literalmente en el Evangelio, los cristianos han comprendido que la invitación a "seguir" a Jesús significaba una llamada a imitarlo. La ecuación entre seguimiento e imitación fue establecida por primera vez por Agustín ("Quid est enim sequi nisi imitan?"). Solamente con la reforma protestante se asiste a una discusión sobre la doctrina de la imitación. A la predicación de Cristo-modelo, Lutero opone la predicación de Cristo salvador. No se trata de una rotación insignificante de los términos; en el trasfondo puede reconocerse la doctrina de la justificación solamente por la fe. Aun admitiendo que Cristo es al mismo tiempo "don" y "ejemplo", los reformadores subrayaron más bien el primer aspecto, a fin de impedir que la imitación se convirtiera en un intento orgulloso del hombre deadquirir méritos y salvarse en virtud de ellos. A la imitación (Nachahmung) de Cristo opusieron el seguimiento (Nachfolge), concebido como una respuesta en la fe y en la obediencia a la llamada de Cristo.

La crítica luterana tiene algunas buenas razones en su favor. No se puede imitar a Cristo como a un ser humano. El esfuerzo del creyente por asemejarse a su Maestro se desarrolla en el terreno de la gracia, y no en el del empeño voluntarista; por eso mismo es más bien obra del Espíritu que del ascetismo. La imitación espiritual cristiana tiene también ciertas características peculiares: es sacramental, además de moral (en las cartas de san Pablo se señala el valor imitativo de los sacramentos del bautismo y de la eucaristía); es eclesial, además de individual (sólo la Iglesia posee la imagen integral y auténtica del Cristo modelo, y es la Iglesia la que garantiza la fidelidad y la validez de nuestra imitación de Cristo). Charles de Foucauld ofrece con su vida la prueba de que la imitación literal no coincide con el literalismo. Tras las huellas de Francisco y de otros numerosos cristianos en el curso de los siglos, intentó alcanzar, a través de la letra que mata, al Espíritu que salva. Este es también el Espíritu que "hace nuevas todas las cosas". Porque una imitación que tienda a interiorizar el Espíritu de Cristo es fuente de novedad.

La imitación de Jesucristo sigue siendo una exigencia constante de la vida cristiana, desde el momento en que ésta se estructura como un "seguimiento". El carisma de Charles de Foucauld parece ser el de recordarnos a todos los que recorremos este siglo que él inauguró esta verdad esencial. Quizá sea necesario que en cada época surjan hombres que practiquen un tipo de imitación literal más acentuada para recordar a los demás cristianos qué es lo que constituye el núcleo específico e irrenunciable de toda vida cristiana.

Charles de Jesús. "hermano universal", murió de una forma sorprendentemente parecida a la de Cristo. Traicionado por uno de los suyos, sufrió una muerte violenta a manos de unos revoltosos. El mismo, en su ardor de imitación, había deseado el martirio como la mejor manera de consumar la semejanza más alta con Cristo. Y así murió. ¿Simple coincidencia? ¿O más bien sello de Dios a la vida de aquel a quien se le había confiado la misión de hacer visible para el s. xx que la forma esencial de la vida cristiana es la que le dio una vez para siempre Jesús de Nazaret?

4. MADELEINE DELBRÊL: SANTIDAD PARA LA GENTE DE LA CALLE - El padre J. Loew, cuyo nombre va ligado a la actividad misionera de vanguardia en los ambientes obreros, ha definido a Madeleine Delbrél como "una mujer preparada por Dios durante treinta años para hacernos vivir el postconcilio En efecto, aunque su actividad se desarrolló en los decenios anteriores al Vat.II —murió en 1964, a la edad de sesenta años—. Madeleine Delbrél empezó a ser conocida por grupos cada vez más amplios de cristianos tras la ola de renovación posterior al concilio. Sin embargo, su popularidad no es aún tan grande que pueda dispensarnos de ofrecer algunos rasgos biográficos esenciales.

Hija de un funcionario de los ferrocarriles franceses, tuvo una juventud brillante, ennoblecida por el arte, por la poesía (a los veintidós años obtuvo un premio por un volumen de poesías) y por el estudio de la filosofía. El ambiente influyó negativamente en su vida religiosa; perdió la fe. Escribía entonces: "Dios ha muerto; ¡viva la muerte!". Luego, un día se repitió la escena del camino de Damasco; según nos dice ella misma, "una conversión violenta sucedió a una búsqueda religiosa razonable". La mujer nueva que nació de la prueba de la incredulidad estaba ya marcada por los rasgos inconfundibles que la acompañarían durante toda su vida. H. U. von Balthasar ha descrito su carácter y el de sus escritos mediante una serie de paradojas: profunda seriedad y humor sonriente, infantil "saberse en Dios" y análisis exacto y realista del ambiente social y psicológico, eclesialidad hasta el meollo de sus huesos y completa libertad frente a los clichés eclesiásticos. Sólo la calidad de su oración le permitió asumir estas contradicciones en una obra de vida unitaria.

Madeleine se sintió aferrada para siempre y se entregó a Dios sin reservas. Pero en vez de consagrarse a él en un carmelo, como pensó en un primer tiempo, decidió vivir en medio del mundo el doble amor de Dios y del prójimo. En el corazón de las masas; pero no para un repliegue resignado sobre sí misma, sino con la plena conciencia de las posibilidades espirituales que le ofrecía la situación mundana.

En su ensayo, que ha servido de prólogo para una colección póstuma de sus escritos, desarrolló la espiritualidad de los que se reconocen hijos de la ciudad. Lo tituló Nosotros, gente de la calle:

"Hay gente a la que Dios toma y pone aparte.
Pero hay otros a los que deja en medio de la multitud, 'sin retirarlos del mundo.

Hay gente que realiza un trabajo ordinario, que tiene una familia ordinaria, que vive una vida ordinaria de solteros. Gente que tiene enfermedades ordinarias y lutos ordinarios. Es gente de la vida ordinaria. Gente con la que nos encontramos en cualquier calle.

Esos aman la puerta que da a la calle lo mismo que sus hermanos invisibles al mundo aman la puerta que se ha cerrado definitivamente sobre ellos.

Nosotros, gente de la calle, creemos con todas nuestras fuerzas que esta calle. este mundo en donde Dios nos ha puesto, es para nosotros el lugar de nuestra santidad".

Madeleine atribuyó a los cristianos audaces de nuestro tiempo la posibilidad de encontrar en el tráfico de la vida ciudadana lo que los ermitaños buscan en el desierto y los religiosos dentro de las paredes de su convento: la contemplación amorosa de su Señor. Exigió la libertad de vivir codo a codo con los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, con la confianza de que esto no irá en mengua del amor: "Los de la calle estamos segurísimos de que podemos amar a Dios todo cuanto él quiera que le amemos... Cada acto de docilidad nos hace recibir plenamente a Dios y dar plenamente a Dios con una gran libertad de espíritu. Y entonces la vida es una fiesta".

La santidad de la gente de la calle que Madeleine se propuso vivir tuvo coordenadas geográficas muy concretas. Dejando su familia y su ambiente, con un diploma de asistenta social, fue a establecerse en Ivey, suburbio obrero de París. Allí estuvo más de treinta años, hasta el día en que murió. En aquel rincón de la ciudad aprendió a conocer la condición obrera y la realidad marxista; allí tomó conciencia de la urgencia misionera. Ivey, decía Madeleine al final de su vida, fue su escuela de fe aplicada. Ella misma describió su experiencia en un libro de título programático: Ciudad marxista, tierra de misión. En la ciudad comunista de los años treinta descubrió una situación de agudo conflicto: los cristianos se portaban comouna minoría autóctona que soporta a un invasor; los sacerdotes y los católicos notorios eran saludados en la calle con pedradas e insultos; entre los niños se trababan verdaderas batallas en la escuela y en los descampados. La población estaba dividida en católicos y comunistas; cuando uno llegaba por primera vez, se le exigía que declarase su filiación y tomase posición en los bandos constituidos de antemano.

Los cristianos que vivían en Ivey daban muestras de haberse acostumbrado a la situación. Pero Madeleine no la aceptó. Observando su "ciudad marxista" con ojos no partidistas, se dio cuenta de que entre los católicos y los comunistas la separación oficialmente aireada ocultaba toda una trama de relaciones inevitables; la religión viva y la ideología militante querían la ruptura, pero la ruptura total no existía porque era sencillamente imposible. En esta densa trama humana de relaciones mutuas fue donde se situó Madeleine. Le parecía natural asumir el lugar que se había asignado con la decisión de hacer de la calle su convento. El trabajo de asistenta social, que desempeñó con pasión y competencia, la destinaba además a la participación plena en la vida de la ciudad.

El barrio se convirtió en la base misionera de Madeleine. La misión es algo distinto de ese proselitismo que constituye una tentación para todos los grupos de cuño ideológico, lo mismo para los cristianos que para los comunistas. Madeleine describió con agudeza la seducción comunista, sus atractivos reales, la abnegación heroica de sus militantes, su lucha sincera contra la injusticia. Es comprensible que con toda honradez esos hombres esperasen "convertir" a Madeleine, de la que sabían que estaba perfectamente de acuerdo con lo que ellos pensaban "sobre el mundo escandaloso en que hemos de vivir juntos y la eficacia que exigiría la supresión de su escándalo".

Pero ni por un minuto pensó ella en "trapichear con Dios" o en "robarle a Cristo ni uno solo de sus cabellos". La misma Madeleine nos habla de sus disposiciones más profundas: "He sido y sigo estando deslumbrada por Dios. Me era y me sigue siendo imposible poner en una misma balanza a Dios por un lado y todos los demás bienes del mundo por otro, bien para mí o bien para toda la humanidad". Pero habiendo establecido un verdadero encuentro conlos marxistas, inspirados en el ateísmo, sobre la base de una misma lucha por la misma justicia humana, Madeleine se encontró en medio del conflicto más típico en que hoy se debaten tantos cristianos de nuestro tiempo.

En el libro mencionado, Ciudad marxista, tierra de misión, M. Delbrél afronta sin ambigüedad la cuestión que se plantea a los creyentes: "Para resistir al peligro marxista y para dar una respuesta apostólica, parece necesario encontrar en la fe los motivos de toda vida misionera, los dos mandamientos de Cristo, inseparables y semejantes, pero de los que el segundo no es tan grande más que por el hecho de ser la consecuencia del primero. Del riesgo marxista yo no creo que puedan defendernos las normas o las disciplinas. Sus tentaciones son demasiado íntimas para ciertas inquietudes, su sutileza transfiere con demasiada habilidad aspiraciones humanas y necesidades evangélicas incompletas, pero dolorosas... En cuanto a nosotros, quizá conviene que sepamos que, llegada a ese absoluto, la negación atea, marxista o no, puede abordarse por muchos caminos, pero que su encuentro no puede `probarse' más que en un solo terreno que le es propio: la roca misma de nuestra fe".

La fe vivida en un ambiente ateo se ve continuamente referida por las negaciones y los interrogantes de los no creyentes a lo que es fundamental en la vida cristiana. Teniendo en cuenta esta necesidad de coherencia, Madeleine pudo afirmar que el ambiente ateo es una circunstancia favorable para la propia conversión. En su misma vida la concentración en lo esencial se expresó por la referencia constante a los "dos mandamientos", unidos e interdependientes, y al Evangelio como regla de vida. En él buscaba una simplificación de todo el ser, un desprendimiento de todas las adquisiciones anteriores para entrar en un tipo de pobreza que capacita para todo tipo de encuentros. Madeleine vuelve continuamente al Evangelio para intentar conformar con él toda su vida; lo considera el único estatuto del grupo de vida común del que forma parte y del que es la animadora; lo lee y lo relee, lo copia, lo anota, lo escudriña para obedecer a todos sus consejos y para denunciar en su vida todo lo que pudiera romper la semejanza con Jesucristo. Su ideal es "el Evangelio leído como se come el pan".

Por eso mismo el cristiano que tiene su casa en la ciudad —marxista o no, pero en el fondo atea— se encuentra en una situación misionera. La misión, según ella la definía, es el "contacto del amor de Dios y del rechazo del mundo. El cristiano se ve atravesado por lo uno y por lo otro, que se encuentran en él. Entonces no puede menos de sufrir como una tentación viviente. Pero esta prueba es la participación en la prueba apostólica de la Iglesia; la Iglesia tiene armas para supérarla; la Iglesia cuenta con la fuerza que puede resistir y triunfar".

Por los años cuarenta la Iglesia francesa sintió una especie de escalofrío. Descubrió, según el título de un célebre libro, que se había convertido en "país de misión"; el cardenal Suhard fundaba la Misión de París. Madeleine, por su parte, no cedió al alarmismo; creía firmemente que la clase obrera lleva dentro de sí la misión como una mujer que no sabe que está en dolores de parto y que no comprende nada de sus dolores, paralizando así en su interior el cuerpo que quiere nacer. Reconocer el propio estado significa para la Iglesia comenzar la nueva misión, la que tiene lugar en las calles de la ciudad. Madeleine saludó de forma lírica su nacimiento:

"En todo tiempo, el Espíritu ha empujado al desierto a los que aman. Misioneros sin batel, atenazados por el mismo amor, el mismo Espíritu nos empuja a nosotros hacia nuevos desiertos. Desde su duna arenosa, el misionero de blanco ve toda la amplitud de tierras no bautizadas. Desde lo alto de una gran escalinata del Metro, misioneros de chaqueta e impermeable, vemos en cada escalón, cuando la multitud es más numerosa, un montón de cabezas, gente que se inquieta esperando que abran las puertas del ascensor. Sombreros, gorras, boinas, cabellos de todos los colores. Centenares de cabezas: centenares de almas. Y nosotros allí, arriba. Y más arriba, y en todas partes, Dios".

Metida en el "equipo" de vida en común —ese "equipo" que ella descubrió bastante antes que el movimiento comunitario posterior al concilio como un valor humano y apostólico—, Madeleine vivió en primera persona la nueva estación misionera de la Iglesia. Y la descubrió precisamente en donde otros habían diagnosticado el fracaso definitivo de la aventura del Evangelio. P. Loew fijó en una imagen el sentido de su paso entre nosotros; una imagen que le habría complacido a la persona a la que se aplicaba: "Madeleine estaba muy atenta a los signos de la Providencia; a mí me agrada ver uno en el nombre que llevaba y en la santa que era su patrona. La mañana de Pascua las piadosas mujeres encontraron el sepulcro vacío; los apóstoles, al saberlo, acuden, y vuelven a marcharse. Pero María Magdalena no acepta ese vacío, no acepta la desaparición de su Señor; sigue junto al sepulcro, se inclina, mira, no se decide y, finalmente, es la primera en volver a ver a Cristo. Así, Madeleine, frente a las negaciones del ateísmo. busca más profundamente, se fía de las palabras de Cristo y. hasta que no se le da la respuesta infinitamente más hermosa, no abandona lo que parece ser un sepulcro vacío".

La paciencia contemplativa de Madeleine, junto con su actividad solidaria con los pobres, realizó el mismo milagro que obraron los ojos de un anciano pontífice, que supo reconocer la primavera en donde otros no anunciaban más que los rigores del invierno.

5. MARTIN LUTHER KING: UN CREYENTE CON UN SUEÑO - El pastor bautista Martin Luther King se ha convertido en una de las figuras más representativas de nuestro tiempo. Sus luchas no violentas por la integración racial de los negros en los Estados Unidos, el premio Nobel de la paz, su muerte violenta en aquel dramático 1968 —en muchos aspectos, un año que supuso un giro enorme en la civilización que estamos construyendo— le han merecido indiscutible popularidad. Las simpatías han dado origen a una especie de "beatificación" de cuño popular. Pero en lo relativo a la comprensión de su obra y de su persona está lejos de existir unanimidad. Entre todas las interpretaciones, la que lo asocia a John Kennedy es quizá la más deformante. King se guardó mucho de definir su propia tarea en términos heroicos, al revés de lo que parecía agradarle al asesinado presidente. "Las grandes crisis producen grandes hombres", había escrito Kennedy en su juventud; y, una vez asumido el poder, mostró que tenía en las grandes crisis la seguridad del hombre que se sabe elegido por la insondable decisión de Dios para "pagar cualquier precio y llevar cualquier carga" a fin de defender los baluartes de la libertad. Nada, en cambio, es más extraño a M. Luther King que el cliché heroico.

Otros intérpretes han querido ver en la parábola del pastor King pura y simplemente un fracaso; además, él ni siquiera se habría dado cuenta de que provocaba esos mismos desórdenes que deploraba. Otra tesis menos radical se inclina por la tragedia: King habría sido un orador de grandes dotes y un político con influencia en las turbas, aunque con escasa habilidad para la organización y con una notable ignorancia de las realidades políticas. Una nueva interpretación prefiere considerar a King exclusivamente como un líder racial, uno más en la larga serie de notables hijos de Africa que han conducido a su pueblo por el camino tortuoso que lleva de la esclavitud al reconocimiento de los derechos humanos; King sería entonces esencialmente el campeón de la "negritud" de los negros de América.

Toda interpretación reductiva resulta seductora; da la ilusión de comprender ahorrando esfuerzos. Pero la verdadera comprensión no se alcanza si no se capta el núcleo generador de las palabras y de los gestos de una persona. Pues bien, en el caso de M. Luther King, si queremos comprenderlo en su propia perspectiva, no podemos prescindir de su religiosidad personal, que. a su vez, no era algo genérico, sino esa forma particular de cristianismo que cultivan las comunidades bautistas negras de los estados meridionales de América.

No cabe duda de que King introdujo elementos nuevos en esa religiosidad. Así, desplazando el acento consolatorio del sermón de la acción no violenta de masas, dotó de una nueva dimensión al cristianismo social americano, tradicionalmente preocupado por las mejoras sociales, pero inhibido ante las instituciones opresivas. Sin embargo, el terreno que dio origen a su acción fue, como para sus antepasados, el de su iglesia; y su fuente de energía fue la oración. Sin dejar de actuar, sin disminuir su realismo, a tiempo y a destiempo, King rezó. Su oración fue el diálogo íntimo del hombre consciente de que su último recurso es Dios, no él mismo, ni mucho menos la acción política que dirigía. De su iglesia King sacó, además, todo un bagaje de imágenes bíblicas y de reminiscencias sagradas, que pululan en todos sus discursos y escritos. No se trata de meros expedientes oratorios. El cristianismo negro está impregnado hasta los huesos del éxodo y de sus símbolos. King aprendió de sus padres, aquellos que durante siglos compusieron y cantaron los spirituals, a interpretar la situación presente y el papel de líder por medio de la Biblia. En armonía con la más pura tradición bíblica, se sentía depositario de un "sueño" destinado a todo el pueblo oprimido; tenía que conservarlo y transmitirlo a los desconfiados y a los desilusionados.

De este sueño habló explícitamente en el memorable discurso que pronunció en la escalinata del monumento a Lincoln en Washington en 1963, el año de la gran marcha para obtener la aprobación del Congreso al proyecto de ley presentado por Kennedy sobre la igualdad de derechos civiles:

"También tengo un sueño... Tengo el sueño de que un día esta nación surgirá, vivirá el verdadero significado de su credo; hemos considerado como lógica la verdad de que todos los hombres han sido creados iguales. Tengo el sueño de que un día en las rojas colinas de Georgia los hijos de los antiguos esclavos y los hijos de los antiguos esclavistas serán capaces de sentarse juntos a la mesa de la fraternidad. Tengo el sueño de que un día también el estado del Mississipi, un estado sofocante por el bochorno de la opresión, se transformará en un oasis de paz y de justicia. Tengo el sueño de que mis cuatro hijos vivirán algún día en una nación en que no serán juzgados por el color de su piel, sino por el contenido de su carácter, Tengo un sueño...".

Encontramos este mismo tono en el otro famoso discurso pronunciado en Memphis en 1968, adonde se había dirigido King para ayudar a los negros encargados de recoger las basuras, que habían organizado una huelga ciudadana. La violencia, el antiguo enemigo, iba minando la unión compacta del movimiento. Reaccionando contra el desánimo momentáneo, King evocó una vez más su visión: "He estado en la cumbre de la montaña... El me ha concedido subir a la montaña. Y he mirado más allá y he visto la tierra prometida". Si el discurso anterior adopta el tono de Isaías, aquí domina la imagen de Moisés; también él cree que ha visto la tierra prometida sólo desde la cima del monte y que debe animar a su pueblo a proseguir su camino, antes de que la bala asesina, pocos días después, truncase su camino, pero no su esperanza.

Como pastor, como líder, como hombre de fe, comprende que su misión es animar a su pueblo a enfrentarse con los sueños desvanecidos sin dejar quese pierda la esperanza. La frustración de los negros de América era haber soñado largos años con la libertad y verse todavía encerrados en la dura cárcel de la segregación y de la opresión. En un mundo en el que no se realizan las más elevadas esperanzas, se reacciona ordinariamente con la amargura, con la renuncia o con el fatalismo. La tentación típica de los negros, que veían alejarse las perspectivas de una transformación rápida de su situación, era la violencia. A ella, en sus formas espontáneas o en las formas organizadas del Black Power o de los Black Panthers, intentó King oponerse hasta el final. A la muchedumbre tumultuosa de negros que se reunieron ante su casa de Montgomery, destruida por un atentado, el pastor les gritaba:

"Si traéis armas, lleváoslas a casa; si no las tenéis, no intentéis buscarlas. No podemos resolver el problema devolviendo violencia por violencia. Hemos de enfrentarnos a la violencia con la no-violencia... Jesús proclamaba: `Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os ofenden, rezad por los que os persiguen'. Esto es con lo que hemos de vivir nosotros".

King estaba convencido de que la capacidad humana de afrontar constructivamente los sueños rotos se debe en último análisis a la fe en el Dios de Jesucristo. La fe cristiana nos hace posible aceptar con nobleza lo que no puede cambiarse; afrontar las desilusiones y el dolor con un equilibrio interior, absorber la frustración sin abandonar la apertura a la esperanza. Permaneciendo aferrados a una esperanza infinita es posible aceptar una desilusión finita.

Esta sensibilidad por las posibilidades consoladoras y animadoras de la región le venía del cristianismo baptista que había heredado. Pero al mismo tiempo__ era consciente de los peligros de esa religiosidad. Muchas veces había servido de evasión ante la tristeza cotidiana, de consuelo en forma compensatoria, siguiendo de ese modo el juego a los opresores y consolidando la explotación. La esperanza que él deseaba mantener firme en su pueblo no debía servir de opio. Esto sucede cuando el hombre cree que su fe religiosa le dispensa de la acción para cambiar su situación temporal. La fe bíblica de King reconoce tanto el papel del hombre como el papel de Dios en la historia, juntos ambos en una tensión productiva. Si hubiera exaltado solamente la ética humanista de la liberación, habría sido un militante negro más, decidido a tomarse la revancha de todas las injusticias de ayer; si hubiera hablado solamente del plan de redención de Dios, habría caído en la religiosidad de tipo compensatorio. Pero para King, el hombre debe actuar lo mismo que Dios actúa. Afirmó que la paradoja cristiana es creíble sólo si se toma en su totalidad: "Dios-con-el-hombre". Una sola mitad suena a falso; las dos mitades juntas producen, en cambio, la verdadera misión del plan de Dios y el significado de la historia de los hombres.

M. Luther King pertenece a esos cristianos para quienes el Evangelio no se reduce a una inspiración ideal, sino que estructura también las intervenciones dirigidas a alterar las situaciones de injusticia. La acción social emprendida en Montgomery y realizada luego a gran escala en todo el territorio americano tenía sus raíces en el sermón de la montaña. No cabe duda de que King le debe mucho a Gandhi y a su doctrina de la resistencia pasiva; él mismo lo reconoció abiertamente. El concepto de satyagraba (satya es verdad que equivale a amor, graba es fuerza; por eso satyagraba significa verdad-fuerza o amor-fuerza) del mahatma lo iluminó sobre la fuerza del amor, sobre la no-violencia como arma a disposición de un pueblo oprimido en su lucha por la libertad. Pero si Gandhi ofrecía el método, era Cristo el que ofrecía el espíritu y los motivos. En la exhortación evangélica a poner la otra mejilla y a amar a los propios enemigos, vio él una mano poderosa tendida al enemigo para hacerlo salir de su alienación. Para King, el corazón del evangelio era creer que el amor puede realmente cambiar una situación humana de enemistad en algo completamente distinto. Este amor es una voluntad inflexible de encuentro, un no querer dejar solo al otro bajo el yugo del odio que lo oprime. "Recordadlo —ha dicho de él su mujer, Coretta—, como a un hombre que se negó a perder la fe en la redención final de la humanidad". Como discípulo de Jesús, creyó que la única fuerza capaz de conseguir la redención es el amor, incluso cuando el mal toma la forma de conflictos sociales y raciales.

M. Luther King personificó la forma de fe cristiana que consiste en abrigar un sueño y en despertarlo en cuantos lo han dejado extinguir. Es un sueño que recuerda viejos relatos, contados haceya mucho tiempo, de un Dios que no abandonó a su pueblo en su peregrinar terreno, sino que caminó delante de él noche y día, en un éxodo de liberación; caminó haciendo milagros, pero tam bién llevando la cruz. Un sueño cuya in terpretación pedía una voz para gritar, unos pies firmes para caminar y un alma para rezar. M. Luther King se ofreció a sí mismo a este sueño hasta caer bajo la violencia; pero sigue gritando, caminando y rezando incluso por encima de ella.

6. TEILHARD DE CHARDIN: PASIÓN CRISTIANA POR EL "FENÓMENO HUMANO" - El nombre de Teilhard de Chardin llegó a conocimiento del gran público en un contexto de aureola de escándalo. Se le presentó como al religioso en contraste con sus propios superiores, apartado de la enseñanza en el Instituí Catholique de París, exiliado a misiones científicas en China y cuyos escritos, publicados sólo después de su muerte en 1955, no habían obtenido nunca el nihil obstat de la autoridad eclesiástica; en una palabra, como al "jesuita prohibido", según lo presentaba en Italia un libro sensacionalista. Sus dificultades con las autoridades eclesiásticas fueron reales; pero nada más tendencioso que presentar la vida de Teilhard de Chardin bajo el signo de la desobediencia. No sólo porque de hecho no rompió nunca los vínculos con su orden religiosa y con la Iglesia, sino sobre todo porque precisamente la fidelidad es lo que constituye la puerta de acceso al misterio de su personalidad interior y al significado de su obra. Vivió él un tipo de fidelidad exigente; de aquella fidelidad que rehusa reducirse a una sumisión externa, o incluso de razón, pero que en la práctica supone un abandono de la propia misión. "Tendría la impresión de que traicionaba al universo entero si abandonara el puesto que se me ha asignado"; de esta sólida perseverancia nacía su investigación. Se le había pedido lo que '-constituye el tormento y la riqueza de las grandes vidas: la fidelidad simultánea a valores que parecen contradictorios, para poder llegar a través del crisol de una fidelidad sufrida a una síntesis más alta.

En un escrito formulaba así la doble fidelidad que sostenía su vida y la comprensión de su propia misión: "Por todas partes en la tierra, en este momento, fluctúan en un estado de sensibilización mutua en su más alto grado elamor de Dios y la fe en el mundo, los dos elementos esenciales de lo ultrahumano. Estos dos elementos no son, en general, bastante fuertes los dos juntos para combinarse uno con otro en el mismo sujeto. En mí, por pura casualidad (temperamento, educación, ambiente...), al ser favorable la proporción entre ambos, la fusión se ha realizado espontáneamente, demasiado débil todavía para propagarse de modo explosivo, pero suficiente para establecer que la reacción es posible y que un día u otro se establecerá la cadena".

Con estas palabras aludía Teilhard a la alquimia prodigiosa que se había realizado en su vida: la unión de su consagración religiosa —que exigía una adhesión a Dios de toda la inteligencia y de todas las facultades con un amor sin divisiones— y de un amor apasionado a la tierra. En su primera infancia esto había revestido a veces el aspecto de una adoración casi pagana de la tierra; se sentía fascinado por aquella especie de absoluto encerrado en el cosmos material con sus dimensiones y su duración enormes y con las leyes que dominan el tiempo. Más tarde, la mística de la tierra adoptó la forma severa, pero no menos apasionada, del saber organizado en torno a la geología y a la paleontología. La tarea científica le absorbió cada vez más; tomó parte en exploraciones destinadas a redactar una página de la comprensión que el hombre tiene de sí mismo (como el descubrimiento del sinántropo); la colaboración y la amistad con científicos de todas las convicciones, situados en la vanguardia del saber y de la investigación, le dieron a conocer el hechizo que ejerce la ciencia en quienes dedican su vida a su servicio.

Tratando con los hombres de ciencia, Teilhard asimiló personalmente la visión antropológica y la instancia ética de los científicos. Sus opciones filosófico-religiosas pueden ser diferentes, pero todos ellos coinciden en una visión del hombre a partir del aspecto biológico-genético de su realidad; es lo que Teilhard llamará en su obra principal "el fenómeno humano". De este interés apasionado por el hombre nace una nueva ética. Una vez descubiertas las maravillas insólitas de su propia aventura en la tierra, es menester que el hombre se enamore de ella y la defienda de las nuevas amenazas. Porque la aventura misma, desde el punto de vista biológico-ecológico, es frágil. La presencia de los hombres en el planetapuede transformarse en una "epidemia" de parásitos que se difunden en un grado superexponencial, preparando así su propia destrucción.

Los hombres de ciencia se dan cuenta de que la humanidad ha llegado a una encrucijada. La forma singular del espíritu humano, en el que la inteligencia libre y consciente ha superado los instintos genéticamente transmitidos, crea nuevas responsabilidades. La evolución ha llegado a un punto del que no se puede volver y en el que por primera vez nos acechan amenazas mortales, que podrían abortar el proyecto-hombre, pero que podría proporcionar también los medios para alejarlas. Esto suscita en los científicos el sentimiento de una urgencia, cuyo aspecto ético esencial es el empeño en garantizar la evolución del fenómeno humano; proyecto prioritario, único, central, hacia el que han de tender todas las energías.

Desde su punto de vista, Teilhard de Chardin traducía esta urgencia en la necesidad de una nueva espiritualidad. Para él, discípulo de Cristo y mantenido dentro del surco de la tradición eclesial por unas fidelidades muy concretas, a las que jamás renunció a pesar de las dificultades y de las tribulaciones, no podía tratarse más que de espiritualidad cristiana. La fecunda espiritualidad de los cristianos de siempre que, acogiendo la invitación a la tarea urgente que se deriva de la autocomprensión científica del hombre, se demuestra capaz de crear nuevas respuestas a problemas inéditos.

Teilhard unía en sí mismo una vida religiosa convencida y una participación activa en la más terrena de las ciencias de la tierra. La tensión entre estas dos fidelidades se resolvió en su vida en un crecimento de calor espiritual hasta un punto de ignición mística. Estaba convencido de que el don que había recibido suponía una misión. Sentía que tenía una palabra que decir a todos los creyentes que han consagrado su vida a una tarea terrena. La condensó en un libro, escrito durante su estancia en China en el invierno 1926-1927, en una pausa del trabajo de exploración científica. Sabía muy bien que aquel breve ensayo reflejaba la intuición fundamental que inspiró toda su vida. En vano intentó publicarlo. Aparecido también después de su muerte, El medio divino se ha revelado como un buen compañero de viaje para muchos cristianos abiertos a las voces de la tierra, temerosas de perder su identidad o de quedar disminuidos al permanecer en la línea del Evangelio. A todos ellos, Teilhard con la comunicación de su visión interior, quiso "probarles con una especie de verificación tangible que esta preocupación es vana, ya que el cristianismo más tradicional, el del bautismo, el de la cruz y el de la eucaristía, es susceptible de una traducción que reco ja lo mejor de las aspiraciones propias de nuestro tiempo". Este propósito podría hacer pensar en una obra apologética. Teilhard pretendió más bien trazar las grandes líneas de esa espiritualidad que le era propia, confiándole la tarea de disipar los temores de los cristianos que ven su compromiso terreno en conflicto con el seguimiento de Cristo.

El libro está dedicado "a los que aman el mundo". La expresión resulta por lo menos sorprendente, si pensamos en las afirmaciones evangélicas que declaran inconciliables el seguimiento de Cristo y el apego al mundo y, sobre todo, en una tradición ascética que, con la Imitación de Cristo en cabeza, predica el desprendimiento, la mortificación y la renuncia. Pero en su dedicatoria Teilhard no se dirige a los que se abandonan a un vitalismo que canoniza todas las pasiones que brotan de los oscuros rincones de la naturaleza. Sus interlocutores son más bien aquellos que viven, según otra frase suya, "entregados a las fuerzas positivas del mundo", como él mismo vivió.

El amor al mundo de que se trata no es el amor contemplativo. Los creyentes han afirmado desde siempre que veían a Dios escondido y oculto en el mundo. Aquí se trata más bien del amor de quienes no persiguen la contemplación pura, sino el dominio de la naturaleza y de sus fuerzas, a fin de garantizar un porvenir al fenómeno humano. Es absolutamente cierto que las actividades humanas están ligadas a la pasividad; incluso cuando actuamos con la mayor espontaneidad y vigor, nos vemos en parte dirigidos por las cosas que creemos dominar. Nos recibimos mucho más aún que nos hacemos. Estas pasividades tienen también su sentido para el crecimiento humano. Constituyen una de las dos manos con que Dios nos abraza. El cristiano lo sabe; lo ha aprendido de la fecundidad de la cruz de Cristo; lo ha oído repetir sin descanso a la ascética tradicional. Sin embargo, Teilhard considera que hoy es necesario hablar al cristiano sobre todo de la otramano de Dios, la de la acción. Con la ayuda de la acción y a través de la extensión total de la misma, lo divino intenta entrar en nuestra vida. En la acción nos adherimos a la potencia creadora de Dios; nos hacemos, más bien que un instrumento, su prolongación viva. De este modo el esfuerzo humano queda divinizado. El trabajo humano, cualquier obra profana dirigida a humanizar la tierra, es una colaboración con Dios, que construye el cuerpo de su Hijo a través del curso de la historia. "En virtud de la creación, y más aún de la encarnación, no hay nada profano aquí abajo para el que sabe ver". La santificación del esfuerzo humano lleva a Teilhard a pensar en una forma de santidad que consiste en realizar en el mundo la tarea exacta a la que uno está destinado. "Vemos en la Iglesia toda una clase de comunidades cuyos miembros se dedican a la práctica perfecta de tal o cual virtud particular: la misericordia, el desprendimiento, el esplendor de los ritos, las misiones, la contemplación. ¿Por qué no va a haber también hombres dedicados a la tarea de dar con su vida el ejemplo de la santificación general del esfuerzo humano?: ¿hombres cuyo ideal religioso común sea el de ofrecer su plena explicitación consciente a las posibilidades o exigencias divinas que encierra cualquier ocupación terrena?".

Si en el pensamiento de Teilhard había algún matiz apologético, se trata de esa apologética legítima que consiste en tener tina respuesta para cuantos nos pidan una "razón de la esperanza que hay en nosotros" (cf 1 Pe 3,15). El consideraba que una aceptación sincera y cordial de la acción refutaba la gran objeción de nuestro tiempo contra el cristianismo, es decir, la sospecha de que esta religión hace a sus fieles "inhumanos", llevándoles no por encima de la humanidad, sino fuera de ella. Como científico y creyente defiende al cristianismo de la acusación de que no cree en el esfuerzo humano. Los cristianos no están cansados del género humano; para ellos, como para cualquier otro hombre, es una cuestión de vida o muerte el que la tierra pueda lograrse, incluso en sus fuerzas más naturales; para ellos, el éxito del "fenómeno humano" significa incluso la coronación de la obra de Dios. Teilhard puede decir con la credibilidad que deduce de la síntesis realizada con su misma vida, a cuantos aman la tierra: "En nombre de nuestra fe tenemos el derecho y el deber de apasionarnos por las cosas de la tierra".

El cristiano tal como él lo ve es, al mismo tiempo, el más apegado y el más despegado de los hombres. Convencido, más que cualquier otro "mundano", del valor y del interés insondables escondidos bajo los logros terrenos, no busca, sin embargo, más que a Dios, sólo a Dios, a través de la realidad de las criaturas.

La humanidad está atravesando una crisis de crecimiento. Va tomando oscuramente conciencia de lo que le falta. La fe pone en labios de Teilhard el nombre del astro que el mundo espera: no puede ser otro más que el Cristo en quien esperamos. Sin embargo, la fe no le hizo abandonar la consideración del fenómeno humano desde el punto de vista de su hacerse, como evolución que. una vez atravesado el umbral de la humanización, se administra a sí misma. El creyó que tenía una palabra que decir a los creyentes en Cristo de nuestra época: la invitación a esperar abriendo sus dos brazos al mundo, el brazo de la acción y el de la contemplación: su abrazo no estrechará el vacío, sino que se encontrará con el abrazo con que Dios atrae hacia sí a su creación, que se va haciendo.

7. DIETRICH BONHOEFFER: SER CRISTIANO EN UN MUNDO ADULTO - Un teólogo tímido y aristocrático. Durante su vida fue conocido en el círculo estrecho de los académicos y de los hombres de iglesia. Murió joven, a los treinta y nueve años, ajusticiado por haber intentado oponerse al régimen nazi asociándose a algunas otras conciencias libres. Durante su vida publicó algunos libros, apreciados por los especialistas en teología. Pero fue un libro particular el que le hizo célebre. Publicado pocos años después de su muerte, recogía las cartas con que desde la cárcel procuraba comunicar a un amigo los pensamientos que le ocupaban en el ocaso de su vida terrena (abril 1945). El libro se titulaba Resistencia y sumisión.

Una de las razones de la fascinación del pensamiento de Bonhoeffer ha de buscarse en las fórmulas incisivas con que expresaba sus intuiciones. Nada de elaboraciones sistemáticas, sino unas breves ráfagas de pensamiento proyectadas hacia el futuro. ¿Visiones proféticas o alucinaciones? Cual en una estatua incompleta de Miguel Angel, las formas esbozadas apenas destacan de la masa, como bajo la amenaza constante de volver a caer en lo informe.

La preocupación constante de Bonhoeffer en los últimos meses de su vida de prisionero era el porvenir de la fe cristiana en un mundo que en todos los campos del saber y de la acción se había emancipado de la religión. Su punto de partida era la observación de que Dios se ve cada vez más excluido de los dominios de un mundo que se ha hecho adulto, al igual que de nuestra vida y de nuestro conocimiento; el hombre ha aprendido a arreglárselas él solo en todas las cuestiones importantes sin recurrir a la "hipótesis de trabajo: Dios". Esta actitud de autonomía se presenta con caracteres de estabilidad. No se trata de una crisis pasajera de nuestra civilización; Bonhoeffer la diagnostica como el punto de llegada de un proceso secular que ha llevado sucesivamente al mundo moderno a bastarse a si mismo en la ciencia, en la vida social y política, en el arte, en la filosofía y en la moral.

Esta evolución se interpreta a sí misma como anticristiana. En el teólogo encarcelado se enciende, por el contrario, una intuición y una esperanza que suenan a desafío, a saber: que dicha evolución del mundo hacia su mayoría de edad desbroza el terreno de una falsa visión de Dios y abre el camino hacia el Dios de la Biblia. Este no es el Dios de los filósofos, que se impone a la razón como el omnipotente, sino el Dios de Jesucristo. que adquiere poder y espacio en el mundo por medio de su impotencia. En unos apuntes casi taquigráficos para un futuro ensayo teológico escribía: "¿Quién es Dios? No, en primer lugar, una fe genérica en Dios, en la omnipotencia de Dios y cosas semejantes. Esta no es auténtica experiencia de Dios, sino un trozo de mundo prolongado. Encuentro con Jesucristo. Tomar conciencia de que aquí ha tenido lugar una inversión de todo ser humano, que Jesús `existe sólo para los demás' ". Y en una carta a su amigo: "La conquista de la mayoría de edad nos lleva a un verdadero reconocimiento de nuestra situación delante de Dios. Dios nos hace saber que hemos de vivir como hombres que se las arreglan sin Dios. El Dios que está con nosotros es el Dios que nos abandona (Mc 15,34). El Dios que nos hace vivir en el mundo sin la hipótesis de trabajo Dios, es el Dios ante cuya presencia estamos en cada momento. Con Dios y en presencia de Dios vivimos sin Dios. Dios se deja arrojar del mundo, Dios es impotente y débil en el mundo y así y solamente así permanece con nosotros y nos ayuda".

La moda de la secularización se apoderó de Bonhoeffer y lo convirtió en su profeta. Algunos llegaron a ver en él un precursor de ese momento patológico del pensamiento teológico conocido con el nombre de "teología de la muerte de Dios". El estado fragmentario del proyecto teológico de Bonhoeffer explica la manipulación a que se ha sometido su pensamiento. Pero los críticos podrían haberse ahorrado la peregrinación por callejones sin salida, si hubieran tenido en cuenta que lo que Bonhoeffer tenía que comunicar, antes que un extracto del pensamiento, era un libro escrito con su propia vida. En él el pensador era una sola cosa con el creyente; su misma vida es la mejor exégesis de su pensamiento; su pensamiento es parte esencial de su teología.

Con su vida, el pastor y teólogo Bonhoeffer habló de Dios como en sus libros y mejor que en ellos. Un oficial inglés que lo conoció en el campo de concentración de Buchenwald dio de él este testimonio: "Bonhoeffer era todo dulzura y humildad; parecía como si difundiera siempre una atmósfera de felicidad, de gozo, a propósito de los más pequeños acontecimientos de la vida, así como de profunda gratitud por el simple hecho de estar vivo. Fue uno de los poquísimos hombres que he conocido para los que Dios era una realidad, y siempre cercana".

Lo que vio desde fuera este observador concuerda con las afirmaciones de Bonhoeffer que encontramos en sus escritos. De éstos se deduce que el objetivo que buscaba con su proyecto no era la rendición del cristianismo ante el mundo —ni siquiera esa especie de rendición honrosa en que pensaron los teólogos de la secularización, para la que el honor de las armas lo constituía el reconocimiento de que la existencia secular es en último análisis un producto del propio cristianismo—. El hombre en el que pensaba no era el hombre unidimensional, que resulta de la exclusión de Dios de la existencia terrena, sino un hombre de muchas dimensiones sinfónicamente armonizadas. Lo expresaba en una carta escrita en uno de los intervalos que le dejaban los bombardeos que sacudían la prisión: "Aquí observo una y otra vez que son pocos los hombres capaces de albergar en sí muchos sentimientos a la vez. Cuando llega la aviación, son sólo miedo; si hay algo bueno de comer, son sólo voracidad; si no se satisface uno de sus deseos, son sólo desesperación; si algo les sale bien, ya no ven nada más. Pasan de largo ante la plenitud de la vida y la integridad de su existencia personal sin encontrarla jamás. La realidad, tanto interior como exterior, se les desintegra en fragmentos. Al revés de semejante actitud, el cristianismo nos sitúa simultáneamente en muchas dimensiones distintas de la vida; albergamos en nosotros, por decirlo así, a Dios y al mundo entero... Es preciso arrancar a la gente de su modo de pensar rectilíneo —en cierto sentido a manera de `preparación' o `posibilitamiento' de la fe—, a pesar de que en realidad sólo es la fe misma la que hace posible la pluridimensionalidad de la vida y la que nos permite celebrar esta pascua de Pentecostés a pesar de las alarmas".

La causa a la que deseaba servir Bonhoeffer era la de la polifonía de la existencia. Su proyecto no era desterrar a Dios para darle a la vida del hombre su densidad terrena. Entre el amor de Dios y el amor humano —según otra imagen suya— existe la misma relación que entre un cantus firmus y las demás voces que forman el contrapunto. El amor terreno es uno de esos temas de contrapunto, totalmente autónomos y, sin embargo, relacionados con el cantus firmus; con ello el amor de Dios no queda debilitado ni perjudicado, sino más bien enriquecido. Lo mismo sucede con todas las voces restantes de la vida. Fue en el seguimiento de Jesús donde aprendió a apreciar las realidades humanas sin considerarlas en competencia con Dios: "No cabe duda de que Jesús se preocupó de los que existían al margen de la sociedad humana, de las prostitutas, de los publicanos; pero no sólo de ésos, ya que quería cuidarse de la humanidad en general. Jesús no puso nunca en discusión la salud, la fuerza, la felicidad de un hombre por sí mismas, no las consideró nunca como un fruto podrido; de lo contrario, ¿habría devuelto la salud a los enfermos y la fuerza a los débiles? Jesús postula para sí y para el reino de Dios a toda la vida humana en todas sus manifestaciones".

El proyecto cristiano que Bonhoeffer buscaba, que vivió él primero y que luego pensó en tematizar, se basa en la experiencia mística de Dios como Señorde toda la vida; no es reductivo, sino totalizante. Por eso se opuso drásticamente a toda forma de cristianismo que, poniendo buena cara al alejamiento de Dios del mundo y de la esfera pública de la vida humana, se contenta con reservarle todavía un puesto en la esfera de lo "personal", de lo "intimo", de lo "privado". Es una concepción de Dios que él califica agudamente como "Dios-tapa-agujeros". Atribuye su responsabilidad a la "religión"; por eso su proyecto teológico suele designarse como "cristianismo arreligioso". Para evitar equívocos, sería preferible usar otra terminología. En efecto, la actitud que Bonhoeffer reprocha a la "religión" es, en realidad, la actitud propia de la apologética; él intentaba promover una actitud religiosa auténtica, sin las ambigüedades de la apologética. De todas formas, está claro que Bonhoeffer reivindica para Dios el "corazón" del hombre, que en sentido bíblico no es su interioridad, sino el hombre entero, tal como se encuentra delante de Dios. "Yo pretendo —exclamaba con un énfasis en el que vibra todo el vigor de su búsqueda espiritual— que no se meta a Dios de contrabando por algún secreto y último rincón, que se tome simplemente en cuenta la mayoría de edad del mundo y del hombre, que no se 'recorte' al hombre en su mundanidad, sino que se le ponga frente a Dios en sus posiciones más fuertes... La palabra de Dios no se alía con la rebelión de la desconfianza, con la revuelta desde abajo: la palabra de Dios reina".

Bonhoeffer no se rindió ante la inmanencia del hombre moderno, como tampoco se rindió ante el régimen totalitario del nazismo. Su fe en Dios, su experiencia de Dios eran tan soberanas que se sentía autorizado a aceptar el desafío: "El mundo mayor de edad está sin Dios, y quizá por eso precisamente está más cerca de Dios que el mundo que no se ha hecho adulto todavía". Su experiencia mística le hace exigir para Dios el centro, sin comprometer por ello la densidad de las realidades humanas; su seguimiento de Jesús le muestra cómo se realiza la síntesis: en el vivir para los demás. Esta es, en efecto, la definición que él prefería de Cristo: "El hombre-para-los-demás". La relación que puede tener con Dios el hombre de la época secular, y, por tanto, su experiencia específica de lo trascendente, consiste en esa nueva vida que nace del "existir-para-los-demás". El cristiano lo ha aprendido de Jesús, modelo único incluso del cristiano "adulto".

En una carta escrita con ocasión del bautizo de un sobrino, para quien asumía la responsabilidad de padrino, Dietrich dejaba en herencia a su ahijado el resumen de su propia experiencia evangélica. Le confiaba que estaba convencido de que nuestro ser de cristianos se reduce hoy a dos cosas: "Rezar y trabajar entre los hombres según justicia". El renunciaba a la palabra; y pronto la violencia de una dictadura terrena se la quitaría para siempre. Dejaba a su propia vida, empapada de oración y de obras de justicia, la tarea de hablar del Evangelio; no como el arqueólogo habla del pasado, sino como el artista interpreta creativamente un modelo.

S. Spinsanti

8. MONSEÑOR ROMERO: LA DEFENSA DE LOS HUMILDES - Monseñor Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de El Salvador, salvajemente asesinado el día 24 de marzo de 1980, puede ser un símbolo trágico de la triste realidad de muchos pueblos subdesarrollados, cuya defensa se cobra víctimas inocentes. Modelo de valores humanos y espirituales en un mundo contradictorio. Se habla como nunca de la justicia social, pero nunca ha habido en el mundo tantas diferencias entre las oligarquías del poder económico, los millonarios y los deshereda-dos, que viven en la miseria, hacinados en la periferia de las grandes urbes. Hoy las diferencias son más clamorosas porque es mayor la riqueza potencial y real de las naciones y debería estar mejor repartida. Además, el mundo se con-mueve ante las grandes catástrofes y siniestros que suceden con frecuencia y se siente solidario con los damnificados, y, al mismo tiempo, permite, insolidario, las graves injusticias de los derechos humanos conculcados. Finalmente, existen grandes instituciones internacionales que defienden la dignidad de la persona humana y, de hecho, muchos viven en un "status" social infrahumano, en el subdesarrollo múltiple: cultural, social, político, económico, religioso, etc.

Por lo que se refiere a América Latina, donde con más vigor se oyó la voz de monseñor Romero, allí ha nacido una corriente de pensamiento, la teología de la liberación [—Liberación], que quiere interpretar los acontecimientos sociales desde la revelación y solucionar la injusticia integral con los postulados de la fe cristiana. En esa misma tierra se desarrollaron dos conferencias generales del Episcopado latinoamericano para concienciar a los cristianos de la gravedad de los problemas y buscar soluciones comunes, una en Medellín (Colombia) en 1969 y otra en Puebla (México) en 1979.

En este clima enrarecido y plural de América Latina, latifundio de pocos millonarios explotadores y prisión e infierno de la inmensa mayoría de los pobres, resonó durante años la voz crítica del arzobispo Romero, profeta y mártir de su Iglesia y de su pueblo. Cuatro facetas configuran la imagen modélica del arzobispo:

a) Testigo de unos hechos. Como pastor de su pueblo salvadoreño, observa de cerca la realidad, analiza los hechos. Es un testigo cualificado por la atalaya excepcional de su cargo, por las informaciones directas que le llegan de muchas partes. Analiza los pecados de injusticia: la opresión del pueblo y la represión que llevan a cabo las oligarquías del poder militar o económico; las muertes, las torturas, las desapariciones de ciudadanos, la corrupción en la administración de justicia y en los me-dios de comunicación social. Observa y juzga también la injusticia de las estructuras de pecado que favorecen la opresión y la represión, el "status" social del pueblo, que vive en condiciones infrahumanas.

b) Protagonista de los hechos. Compromiso con el pueblo. No basta ser observador de una situación injusta para ser héroe, modelo de valores humanos y espirituales; hay que sufrirla, ser protagonista. Ser pastor es estar con el pueblo, correr todos los riesgos. Alguna vez quisieron privilegiarle con la protección del poder militar, pero él la rechazó, porque quería seguir la suerte de su pueblo. Es testigo en el mejor sentido de la palabra, no como los periodistas o los teólogos desde una mesa de trabajo o en el laboratorio de las ideas, donde se construyen los sistemas de pensamiento.

c) Profeta en medio del pueblo. El pueblo sufre la injusticia, pero no puede protestar sino con la violencia armada o el silencio esperanzado. Monseñor Romero tenía una cátedra de papel en su oficina y otra en la catedral. Aprovechó estos medios como pastor de su pueblo, prestando su voz a los que no tienen voz, comprometiéndose con ellos. Hablaba de Dios, pero más de parte de Dios, como los antiguos profetas de Israel: Amós, Isaías, Jeremías o Ezequiel; como los antiguos Padres de la Iglesia. Su protesta profética se dirigió casi con exclusividad contra las injusticias sociales que sufría su pueblo. Era lo más urgente, porque los hechos clamaban al cielo. Pero no era un agitador político como muchos de su entorno, sino teólogo y profeta, que interpretaba la realidad social, las injusticias, desde la revelación y la fe para crear una sociedad nueva. Su voz era de gran transparencia evangélica, como la del pastor cristiano, imposible de confundir con la voz de los pastores mercenarios. Sin embargo, usaba el lenguaje común de otras voces revolucionarias, que también predican la liberación del pueblo desde la utopía marxista, con acentos materialistas y desde el desclasamiento social. Es el riesgo de luchar en la frontera. Por eso su voz ha confundido a algunos intérpretes y observadores lejanos, no comprometidos, que lo tienen como mero revolucionario social, subvertidor del orden establecido.

Su voz se hizo profética contra la opresión del pueblo, alienado por los poderosos de sus derechos humanos más elementales; contra la represión organizada desde el poder civil y militar para seguir manteniendo la opresión y quitar al oprimido toda posibilidad de protesta. Desenmascaró a los culpables con sus propios nombres, a los dirigentes del poder económico, militar y judicial, a los colaboradores en los medios de comunicación social. También clamó contra los pecados del pueblo, contra la violencia organizada, que engendra más violencia, porque la sangre no es buena simiente de paz; contra la conculcación de los derechos de Dios.

d) Mártir. Por su protesta profética fue abatido ante el altar donde celebraba la Eucaristía, el máximo símbolo del perdón, la concordia y la paz. Por eso allí, en el altar mayor de la catedral de El Salvador, se cometió la máxima violencia. Otra vez asesinato en la catedral. Como escribió el obispo poeta Pedro Casaldáliga:

"Tú ofrecías el Pan,
el Cuerpo vivo,
el triturado cuerpo de tu pueblo...
y el Verbo se hizo muerte
otra vez en tu muerte.

Como se hace muerte, cada día.
en la carne desnuda de tu pueblo".

Muchos pobres de su pueblo le han canonizado en su corazón hasta que llegue el veredicto de Roma, después de un largo y complicado proceso canónico. El pueblo intuye santidad, mientras que los letrados necesitan pruebas, raciocinios, mucho tiempo y dinero. Pocas veces los pobres son canonizados.

Fue mártir porque murió violentamente por predicar la justicia, por defender a los indefensos, por prestar su voz a los que no tenían voz; por crear una Iglesia y una sociedad para los pobres. De ellos es el reino de los cielos. Por gritar la verdad de la justicia a los poderosos de este mundo. Por hacer la paz. Por eso es ya bienaventurado. Perdura más allá de la muerte. Su sacrificio puede ser semilla de liberación para los pueblos de América, que ya tienen, además de un modelo, un mártir, que significa un alto protector. La muerte violenta fue su última homilía, como dijo otra vez el obispo poeta Casaldáliga. Fue la más elocuente predicación enmudecida, la que no puede apagar el odio ni el poder, ni siquiera el trepidar de las ametralladoras. Al morir se encarnó en su pueblo. El, que presentía la muerte porque ante las amenazas no quiso protección policial, lo ha dicho de la mejor manera en que se puede decir: "Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño".

D. De Pablo Maroto

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