MADUREZ ESPIRITUAL
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SUMARIO: I. Exigencias y signos de la madurez espiritual: 1. Signos de "infantilismo" espiritual; 2. Signos de madurez espiritual - II. Presupuestos humanos de la madurez espiritual: 1. Factores de maduración en el hombre; 2. Características de la madurez humana - III. Itinerario psicológico hacia la madurez espiritual: 1. El proceso ascético en la vida espiritual; 2. El estado místico en la vida espiritual; 3. Inmadurez psíquica y vida espiritual.

¿Es acaso posible y legítimo identificar la "personalidad madura" con el llamado "hombre natural", es decir, con ese tipo de hombre que está atado y en-cerrado en el aspecto terreno de la naturaleza humana? La respuesta debe ser necesariamente negativa, ya que personalidad madura significa personalidad integrada, y es, por tanto, sinónimo de una persona que ha respondido fielmente a todos los valores. Pues bien, no cabe duda de que entre esos valores ocupa el primer plano la llamada a lo trascendente, la apertura a una integración superior. El hombre natural no tiene derecho a ser y permanecer tal: Ad majora nati sumus! En la historia de la Iglesia nadie, quizá, mejor que Agustín puede ponerse como ejemplo típico de esa metamorfosis del hombre "natural" abierto a lo alto, a lo trascendente'.

Esta integración superior no podrá llevarse a cabo a través de un simple contacto estético. Si el hombre natural quiere elevarse a lo trascendente, necesita mucho más: una voluntad constante de autosuperación, una voluntad prácticamente eficaz. Esta elevación es posible; ni siquiera es un hecho extraordinario; puede estar determinada por diversos factores: un dolor grave, una gran tentación, una percepción clara y decisiva del fin último de la existencia; sin embargo, no podrá realizarse plenamente más que a través de un itinerario psicológico de tipo ascético, entendido como proceso hacia la "madurez" del hombre.

La madurez psico-afectiva, según los recientes documentos del magisterio eclesial, debe considerarse como la meta de los esfuerzos personales y sociales para lograr el desarrollo integral del hombre; como premisa de un vigoroso desarrollo espiritual, es decir, de la consecución de esa madurez de vida cristiana a la que san Pablo exhortaba a los Efesios para que llegaran a la dimensión del hombre maduro "a la medida de la edad de la plenitud de Cristo" (4,13).

La "madurez humana" debe entenderse como la plenitud consciente de todas las cualidades físicas, psíquicas y espirituales, bien armonizadas e integradas entre sí. La invitación a desarrollar una personalidad humana plena, aunque ha estado siempre presente en los documentos del magisterio, se ha hecho especialmente acuciante e insistente en los últimos tiempos, en consonancia con las conquistas de las ciencias humanas'. El crecimiento humano constituye una especie de síntesis de nuestros deberes. Pero hay más todavía: esa armonía de la naturaleza, enriquecida por el trabajo personal y responsable, está llamada a una superación. Mediante su inserción en Cristo, el hombre tiene acceso a una dimensión nueva, a un humanismo trascendente.

La educación cristiana no supone solamente la "madurez propia de la persona humana", sino que tiende a conseguir que los bautizados "se formen para vivir según el hombre nuevo en justicia y santidad de verdad, y así lleguen al hombre perfecto, en la edad de la plenitud de Cristo" (GE 2). Por medio de una educación sabiamente organizada, "hay que cultivar también en los alumnos la necesaria madurez, cuyas principales manifestaciones son la estabilidad de espíritu, la capacidad para tomar prudentes decisiones y la rectitud en el modo de juzgar sobre los acontecimientos y los hombres" (OT 11).

I. Exigencias y signos de la madurez espiritual

Tanto en el AT como en el NT es continua la invitación al progreso espiritual (Jer 6,16; Sal 26,12; 2 Cor 4,16; Heb 3,7; 4,10; 2 Pe 3,18; Ef 4,13ss; Col 1,10). La madurez o perfección cristiana es el desarrollo pleno de todas las potencialidades de la gracia en todos los niveles del organismo sobrenatural. Tiene ya en la fe su propia orientación, su significado y su impulso (Jn 6,29; Ef 3,17), pero se realiza esencialmente en la caridad (Mt 5,44ss; 1 Cor 13,1 ss; Jn 17,21). La fe y la esperanza teologales están relacionadas con la caridad, como preparación inmediata para ella; de tal modo que el dominio de la caridad en la vida del hombre no puede llegar a ser perfecto si al mismo tiempo no se hace perfecto el ejercicio de la fe y de la esperanza. Recibidas como gérmenes de vida eterna, estas tres virtudes están destinadas a crecer, a dar vitalidad al cristiano, a lograr su perfección.

San Pablo habla de ellas como de fuerzas dinámicas que tienen un papel decisivo en la maduración de la vida espiritual (1 Tes 1,3; 5,6s). Supone que hay un comportamiento cristiano "infantil", y lo opone a la conducta verdaderamente "adulta". Con frecuencia usa las antítesis "niños-adultos" o "imperfectos-perfectos" (1 Cor 2.6; 13,10s; 14,20; Flp 3,15; Col 1,28). Según san Pablo, "niño" es aquel que está en los comienzos de la vida cristiana, dando sus primeros pasos, todavía indecisos, y balbuciendo las primeras palabras; "adulto" o "perfecto" es el cristiano en el que los gérmenes de vida nueva recibidos en el bautismo se han desarrollado y han alcanzado aquella plenitud que poseían sólo en potencia y cuya personalidad está en constante apertura a nuevas profundizaciones.

Una etapa decisiva en la maduración de la personalidad cristiana la constituye el abandono del comportamiento pueril, para empezar a actuar como adultos, es decir, asumiendo las nuevas responsabilidades de la fe y de la gracia (Gál 4,1ss; 1 Cor 13,11).

1. SIGNOS DE "INFANTILISMO" ESPIRITUAL - ¿Cuáles son las expresiones de infantilismo espiritual de las que tiene que librarse el cristiano? ¿Cómo es posible reconocerlas? De los escritos del NT se deducen especialmente éstas:

a) La incapacidad de aceptar el evangelio en su totalidad de contenido y de exigencias (1 Cor 3,1ss). Es la señal de que uno está todavía demasiado atado a las concepciones religiosas naturalistas. Se portan aún como niños los corintios, que "van en busca de la sabiduría" humana en vez de buscar la "sabiduría de Dios", anunciada por "la locura de la predicación" (1 Cor 1,21s).

b) El dejarse mover por la "carne" y no por el "Espíritu". La oposición entre "hombres carnales" y "hombres espirituales" en san Pablo es paralela a la oposición "niños-adultos" (1 Cor 3,1; 1,10ss). Es señal de este infantilismo el dejarse llevar por motivos humanos, por envidias y rencores.

c) La falta de toma de conciencia de la posición exacta del creyente ante Dios; uno se cree ya sabio, conocedor de los caminos y de los secretos de Dios; en consecuencia, piensa que no tiene ya nada que aprender, siendo así que los secretos del reino no los "ha revelado la carne ni la sangre" sino Dios (Mt 16,17), que se los manifiesta a los humildes (Mt 13,11).

d) La autosuficiencia y la presunción del que cree demasiado en sus propias fuerzas y no reconoce que todo es don de Dios. El seguidor de Cristo, adulto en la fe, tiene que poseer ciertos aspectos positivos. del espíritu de infancia, que lo hagan capaz de sencillez, de acogida gozosa de la gracia, de ausencia de cálculos, de generosidad, de sinceridad y de inmediatez (Mt 19,14; 18,3s; Le 12,32).

e) El poner la atención en uno mismo más que en Dios; una afectividad centrada en uno mismo, en vez de una afectividad libre para poderse dar al Otro, que "nos ha amado primero" (1 Jn 4,10).

,f) La concepción de la libertad como libertinaje (1 Cor 8,9; 9,4s; 10,29), siendo así que hemos de estar en disposición de discernir las cosas y las acciones según los criterios de Cristo, puesto que todo nos pertenece a nosotros y nosotros pertenecemos a Cristo (1 Cor 3,23).

g) Dejarse llevar del afán de los carismas visibles, en vez de aspirar a los dones más altos y comprometerse por ese otro "camino muy superior", que es el de la caridad (1 Cor 12,31; 13,1ss).

h) La inestabilidad y la volubilidad de una fe no anclada sólidamente en el evangelio (Ef 4,14) y que por eso se ve sacudida por ciertas corrientes espirituales que no nacen de la pureza evangélica. Las convicciones sólidas, propias del adulto, son fundamento de la firmeza de la personalidad cristiana y de la comunidad entera.

2. SIGNOS DE LA MADUREZ ESPIRITUAL. - La superación de los infantilismos es sólo el aspecto negativo del proceso de maduración espiritual. Este no es solamente renuncia a lo imperfecto, sino desarrollo positivo hacia la vitalidad y la expresión más plenas de la gracia. Los signos de esta madurez espiritual son múltiples. Como no podemos hacer una lista completa, señalaremos los más manifiestos:

a) El convencimiento seguro (Rom 14,5) o la convicción plena (1 Tes 1,5), que engendra una especie de evidencia de la existencia de Dios y de su providencia (Rom 4,21). De este modo el hombre profundiza en sus relaciones con Dios y toma progresivamente conciencia del plan salvífico de Dios que se realiza en él.

b) La transformación y renovación de la mente y del corazón, es decir, de la personalidad en su centro más profundo (Rom 12,2), que permite un perfecto "discernimiento del bien y del mal" (Heb 5,14; 1 Cor 14,20); más aún, un discernimiento de "cuál es la voluntad de Dios, lo bueno, lo agradable a él, lo perfecto" (Rom 12,2). Esta "voluntad de Dios", esta "perfección" no se identifica ya con un código de leyes dado de una vez para siempre. La "perfección" del cristiano se caracteriza por la docilidad y sumisión a una voluntad divina que hay que buscar y discernir y cuyas exigencias no se pueden medir de antemano.

c) La docilidad al Espíritu Santo y la iniciativa para discernir lo que más agrada al Señor nos lleva a estar "llenosdel conocimiento de su voluntad con toda sabiduría e inteligencia espiritual", y de este modo a "fructificar en toda obra buena y crecer en el conocimiento de Dios" (Col 1,9s). Así también nos llevará a una abundante producción de los "frutos del Espíritu" y a un constante "caminar en el Espíritu" (cf Gál 5,22s).

d) Son cristianos maduros los que tienen la capacidad espiritual de penetrar hasta el fondo en el misterio de Cristo y de aceptarlo (1 Cor 2,6s; Ef 1,9; Col 1,27), abriéndose para ello a la edificación de la Iglesia, que es el sacramento de Cristo (Ef 2,20ss). Esto quiere decir capacidad para entrar en diálogo constructivo con los demás: diálogo con Dios, con los hermanos y con el mundo.

e) En la madurez cristiana, "el hombre entero" se compromete de forma radical y total por Dios y por la salvación del mundo. En efecto, una vida teologal madura hace salir al hombre definitivamente de una visión egocéntrica de la vida; le hace vivir la experiencia de que ya no se pertenece a sí mismo, sino a aquel que lo ha llamado a la salvación y pide su colaboración para la salvación del mundo. La fuerza sobrenatural de la gracia y de las virtudes teologales ordena de forma unitaria el entendimiento y la voluntad hacia un centro de unidad más alto, totalmente nuevo, que es Dios en si mismo; toda la persona se siente en tensión hacia ese único término que es Dios, suma verdad y sumo bien: "¡Señor mío y Dios mío!" (Jn 20,28).

,f) Otro signo de la madurez cristiana es la "estabilidad de la conversión" de la mente y del corazón. El compromiso del adulto no es como la promesa de un niño, sujeta a caprichos y veleidades, sino una toma de posición de la que no se vuelve uno atrás. Es un pacto serio con Dios, con el cual queda uno obligado no en virtud de una coacción, sino por una opción realizada en el encuentro del amor salvífico de Dios y de la libre voluntad del hombre que quiere ser salvado. Solamente el que ha llegado a la madurez espiritual es capaz de esa "desmundanización" estable. que significa renuncia a los cálculos terrenos y alejamiento del mal, así como de aquella "existencia escatológica", igualmente estable, que califica al cristiano como orientado definitivamentehacia Dios en Cristo (Mt 8,21) l-'Escatologíal.

g) Signo de madurez cristiana es la "integración" de la propia personalidad en Cristo, es decir, el hecho de que la vida entera del cristiano reciba su vertebración mediante las mismas virtudes de Cristo (1 Tes 5,23). La vida teologal, desarrollada en todas sus virtualidades, da unidad dinámica a los pensamientos, afectos, deseos y acciones. El cristiano adulto se ha purificado de aquellas tendencias afectivas que hacen de Cristo más bien una necesidad psicológica que una persona a la que uno se entrega libremente y, en consecuencia, está en disposición de mantener su decisión sean cuales fueren las circunstancias de la vida. El cristiano adulto "está en pie por la fe" (Rom 11,20), apartado del mal y orientado a Dios, que lo salva continuamente. Esta es la tensión que "integraba" en Cristo la existencia de san Pablo: "Si al presente vivo en carne, vivo en la fe, en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gál 2,20).

h) Finalmente, es también un signo de madurez cristiana el "compromiso por la Iglesia y el mundo", es decir, la capacidad de superar los estrechos límites del propio "yo" y de entrar en relación constructiva y creadora con los demás. Esta apertura a los demás la realiza el cristiano en la caridad, en el compromiso eclesial y en el empeño por salvar al mundo. La madurez cristiana no consiste en vivir la gracia de manera abstracta y desencarnada, sino en el encuentro de la vida teologal y del compromiso temporal. En la Iglesia y por la Iglesia, el cristiano adulto vive el compromiso de la santidad y de la comunión de la caridad, sabiendo aceptar incluso los defectos de la propia Iglesia y asumiendo el empeño de trabajar para que la Iglesia se acerque cada vez más a Cristo, su modelo y su cabeza (Flp 1,27; 1 Tes 1,7s; Ef 4,13ss).

El cristiano adulto da expresión a su vida en los actos externos del testimonio, del apostolado, de la vida moral (Sant 1,22; 1 Tes 1,3); no puede tener callado aquello que ha experimentado (He 4,20); no puede menos de repetir la palabra escuchada (2 Cor 4,13; 2 Tim 4,2). Y de este modo crece no sólo la vida de cada cristiano, sino también la de la Iglesia como totalidad. La Iglesia entera va tomando cada vez mayor conciencia de las implicaciones del evangelio para la salvación del mundo y va adaptando su misión al desarrollo del mismo. Así, la vida de los individuos y de la Iglesia se expresa como "servicio" o "ministerio", a ejemplo de Jesucristo (Mc 10,45). [>Misterio pascual IV, 4].

II. Presupuestos humanos de la madurez espiritual

La persona humana es un ser distinto, "incomunicable", autónomo; constituye una unidad sustancial. De esta singularidad y unidad de la persona se deriva la singularidad y la unidad de la personalidad. Y es precisamente este carácter específico el que convierte a la desunión o desintegración de la personalidad —por ejemplo, en el caso de la doble personalidad— en un fenómeno tan impresionante.

1. FACTORES DE MADURACIÓN EN EL HOMBRE - Con la situación concreta de cada individuo, que se expresa en una mayor o menor integración de la personalidad y, correlativamente, de un mayor o menor desarrollo de la misma, está íntimamente relacionado el problema educativo de la vida espiritual.

El concepto de "integración" significa esencialmente unidad funcional; significa armonía en el interior de la personalidad del individuo: armonía entre deseos, tendencias, pensamientos, ambiciones y propósitos, entre mentalidad y comportamiento °. La integración se refleja en la unidad de intencionalidad, así como también en la unidad de acción; se manifiesta en la capacidad de tomar decisiones sin una excesiva perplejidad frente a las dificultades que es preciso afrontar.

En la personalidad bien integrada se dan a menudo conflictos; pero esos conflictos no se resuelven nunca en formas de inadaptación o de neurosis. La solución del conflicto se verifica siempre de tal manera que queda preservada la unidad y se restablece la armonía entre las tendencias en conflicto. La personalidad bien integrada es aquella en la que los diversos rasgos y necesidades de la naturaleza humana se organizan en un todo que funciona como unidad. La integración es esencialmente una característica del proceso de desarrollo. Pero el desarrollo fisiológico no garantiza por sí mismo esta integración, debido a las múltiples influencias disgregadoras que ha de soportar el individuo durante la edad evolutiva.

El concepto de "desarrollo" es fundamental en psicología; significa progreso hacia una meta; y la meta que hay que alcanzar a través del desarrollo es precisamente la "madurez". Una personalidad madura es aquella en que se ha llevado a cabo un desarrollo completo de las capacidades y de los atributos requeridos por sus condiciones de ser adulto. La madurez, por consiguiente, es algo que se va adquiriendo gradualmente a lo largo del camino de la vida. Esto no quiere decir que el niño carezca de personalidad, sino solamente que hay una gran diferencia entre la personalidad del niño y la del adulto. El estudio de los factores responsables de este cambio nos permite comprender el desarrollo de la personalidad.

Podríamos inclinarnos a pensar que la personalidad madura de un individuo es el resultado final de las determinantes psíquicas y sociales junto con las cualidades físicas del organismo. Semejante conclusión sería un error muy grave, del que, sin embargo, está impregnada gran parte de la literatura psicológica. El hombre es la expresión compleja de múltiples influencias, tanto internas como externas; pero es también en gran medida lo que él hace de sí mismo. Además de la herencia, la motivación, la afectividad y el ambiente, está en el individuo la capacidad innata de elegir, de autodeterminarse en una línea de conducta, de trazar su propio destino. Si es verdad que los rasgos, las aptitudes y las características de un individuo no son materia de opción libre, también lo es que los factores personales pueden verse influidos grandemente por el proceso de autodeterminación y por la capacidad de autocontrol'.

Para que pueda darse un hombre "maduro", es menester que las fuerzas afectivas, integradas entre sí, se integren plenamente con la razón, de manera que ésta pueda utilizar dichas fuerzas de modo verdaderamente racional. De la fusión armónica de la razón y de la afectividad sin bloqueos, represiones o defensas, se obtiene el grado más alto de madurez y el mayor provecho del hombre. De este modo, la razón puede disfrutar de la aportación de energía y de gozo provenientes de la afectividad y, al mismo tiempo, asume a ésta en su propio nivel; el sujeto goza de unidad armónica interior y se encuentra en las mejores condiciones para alcanzar sus objetivos.

En el plano ontológico, la madurez afectiva es la plenitud de la afectividad espiritual y su integración con la afectividad sensible. Si falta esta integración, es decir, esta capacidad de la afectividad espiritual de asumir en su propio nivel a la sensible, entonces el hombre se verá arrastrado por las pasiones o quedará dividido en sí mismo. Se puede decir también, partiendo de una concepción inspirada en el pensamiento cristiano, que la madurez afectiva coincide con la madurez moral e incluso con la madurez del hombre en cuanto tal. Hay que observar igualmente que la falta de integración moral de la persona puede llevar a una "desintegración" cada vez mayor, agravando el conflicto entre el alma y el cuerpo y entre sus funciones relativas. Esta indicación coincide, en el plano propiamente científico, con las observaciones de la psicología dinámica y clínica, para las cuales cualquier parada en el crecimiento del hombre, o sea, en el proceso de maduración y de integración, coincide con una "regresión" a niveles más inmaduros y, por tanto, menos "humanos" del comportamiento.

La personalidad madura, para ser tal, tiene que alcanzar la madurez en todos sus aspectos, incluido desde luego de manera especial el aspecto afectivo. En efecto, el papel de la afectividad es considerado como elemento fundamental en la construcción de la personalidad, ya que es uno de los procesos que más contribuyen a su integración. Precisamente porque la afectividad es considerada como dimensión fundamental de la personalidad, la madurez afectiva se puede considerar requisito indispensable del funcionamiento óptimo de la personalidad misma.

En relación con la afectividad, adquiere una importancia particular la "dimensión sexual" del hombre. Aunque se lo entiende de diversas maneras, no es posible negar el estrecho vínculo que existe entre afectividad y sexualidad. ni su interdependencia en la integración de la personalidad. Lutte habla de la sexualidad como de un elemento esencial en el proceso hacia la madurez'. Según Callieri, la vida sexual humana debe considerarse como el indicador más sensible de las tendencias de base de cada individuo, incluso de las más controladas y menos expresadas.

Para que pueda hablarse de persona madura, el instinto sexual tiene que superar dos formas típicas de inmadurez: el narcisismo y la homosexualidad. y alcanzar la heterosexualidad. Es ésta una primera fase del desarrollo sexual; pero es necesaria, además, una segunda fase: el amor tiene que convertirse en don, no en búsqueda de sí mismo. Una sexualidad madura supone no sólo la aceptación del valor sexual integrado en el conjunto de los valores humanos, sino también la afectividad madura y la consiguiente capacidad de renuncia física, como un modo de perfección de la personalidad en otra dirección.

2. CARACTERÍSTICAS DE LA MADUREZ HUMANA - Con la expresión "madurez humana", usada para calificar la personalidad madura, queremos referirnos en general al hecho de que un individuo ha ido realizando una transición gradual desde la desorganización psíquica, característica de los primeros años de vida, a la integración, la coherencia, la constructividad y la creatividad de la edad adulta, cuyos problemas está en situación de arrostrar y cuya responsabilidad es capaz de asumir de forma racional. En este sentido, la madurez representa la cima de la vida humana.

La madurez se caracteriza por la armonía de todos los elementos de la personalidad de un individuo, de donde se deriva la adaptación a sí mismo y a los demás, la integración en la propia personalidad, el sentido de responsabilidad y la capacidad de autocontrol. Se trata de condiciones psicológicas altamente positivas, que llevan al equilibrio físico y psíquico, a la posibilidad de enfrentarse serenamente con cualquier situación nueva en la vida y que representan la meta final de todo educador.

La madurez humana se traduce, o debería traducirse, en la superación equilibrada de la antítesis juvenil "yo-ambiente", a través de una adaptación social constructiva y gradual, de la completa actuación de las potencialidades instintivas sublimadas de varias maneras, y viceversa, con la liquidación rápida y completa de las tendencias características de la edad más joven.

El diagnóstico sobre la obtención de esta madurez psicoflsica resulta sumamente complejo. Los rasgos de la personalidad que pueden representar esquemáticamente el perfil psicológico del hombre maduro son los siguientes:

  1. La capacidad de adaptarse a determinadas condiciones, modificaciones y responsabilidades en el contexto social en que puede encontrarse el individuo.

  2. La capacidad para cooperar con sus semejantes y de subordinarse a los planes de una autoridad en el ámbito familiar y social.

  3. La capacidad de. especializarse y, por tanto, de tener confianza en los propios recursos personales en un determinado campo de acción.

  4. La capacidad de afrontar de manera realista los problemas de la vida con un autocontrol adecuado de los propios impulsos.

El concepto de "madurez" así entendido se identifica sustancialmente con el concepto de "normalidad". En este sentido escribe M. Eck lo siguiente: "El hombre normal, equilibrado, no es para mí el soñador inactivo; dentro siempre de una vida de fe y de esperanza, es aquel cuyo equilibrio puede soportar el esfuerzo y el riesgo; el que camina sobre el alambre, el que reconstruye su casa destruida antes de la paz..., el que se niega a escribir la palabra fin".

Podemos hacer nuestra la descripción de la personalidad madura que nos ofrece G. Zunini, ateniéndose a los criterios de madurez propuestos por AII-port: "La personalidad madura es aquella que ha superado la referencia privilegiada a sí misma, abriéndose a la comprensión de los demás y participando activamente de su vida en una relación afectiva de intimidad y de respeto. Respecto a sí misma, la persona madura ha alcanzado capacidad de dominio, que no consiste en la eliminación de los impulsos y de los contrastes ni es beatífica y establemente serena, sino que es capaz de soportar las contrariedades, tanto las que vienen de los demás como las que nacen de su intimidad, con un sentimiento fundamental de seguridad que logra incluso moderar los entusiasmos y los temores desproporcionados. Tiene del mundo un conocimiento realista, adecuado a las circunstancias y es capaz de tratarlo adecuadamente, y con un compromiso efectivo en su trabajo. Puede observarse sin perderse en un análisis excesivo o deprimente, dándose perfecta cuenta de lo que depende de ella y de lo que tiene, en cambio, que tolerar con cierto sentimiento de despego, sin duda interesado, pero sabiendo sonreír también en medio de las vicisitudes propias y ajenas. Es capaz de mantener una línea coherente de su vida en referencia a principios de conducta, a valores directivos, de los que uno ocupa el puesto dominante'.

Una personalidad formada y. por tanto. madura exige el "equilibrio ordenado de los instintos bajo el dominio de la razón, en conformidad con la ley moral"". Pero semejante equilibrio no se podrá adquirir más que teniendo en cuenta la triple primacía de las leyes de la vida psíquica:

1. La primacía de lo total sobre lo parcial. Partiendo del presupuesto ya enunciado, de que el psiquismo es un todo orgánico, compacto y coherente, se sigue que las diversas actividades, tanto de orden cognoscitivo como de carácter volitivo, tienen que subordinarse a la finalidad del todo; y se sigue también que las diversas facultades no pueden desarrollarse más de lo que requiere su funcionalidad dentro del todo orgánico del psiquismo humano.

2. La primacía de lo objetivo sobre lo subjetivo. Todas las facultades humanas están orientadas al orden de los valores objetivos; por tanto, la sana psicología tiende a la victoria sobre el yo cerrado egoístamente, a la mortificación como condición normal de equilibrio vital; entregarse a la verdad y al bien, renunciando a las vanas satisfacciones del egoísmo, no es agotarse, sino participar de la naturaleza y de la riqueza de la verdad y del bien en sus múltiples manifestaciones e implicaciones.

3. La primacía de la evolución creadora. La tendencia al desarrollo y al potenciamiento propios es la ley de todos los vivientes, en especial del hombre; por consiguiente, seguir este impulso es una garantía de salud y de integridad; también se sigue de aquí que, estando la persona humana orientada especialmente a lo trascendente, el automatismo de los instintos tendrá que sujetarse a la libertad del espíritu. Todo proceso de formación humana es la realización de una nueva expansión y de una nueva consolidación de todo el ser, es decir, un hacerse algo más y mejor a través de la expansión armónica y del robustecimiento de todas las facultades del hombre; y es un proceso orgánico, en el que cada factormadura en provecho propio y en provecho de la totalidad. Una personalidad será tanto más madura cuanto más eficientes sean sus potencialidades y sus funciones, consideradas en sí mismas y en relación con el todo.

El proceso de formación podrá decirse tanto más logrado y, por tanto, la personalidad estará tanto más adecuadamente desarrollada y psíquicamente madura, cuanto más se verifiquen en ella estas condiciones: a) toda actividad está ordenada al servicio del espíritu; b) la entrega generosa a los demás prevalece sobre el egoísmo; c) domina el impulso a perfeccionarse continuamente. Tales son las leyes fundamentales de la madurez humana; y tales también los ejes en que se asienta la formación en la madurez espiritual.

III. Itinerario psicológico hacia la madurez espiritual

En la actualidad se acentúa el aspecto positivo del aumento de las virtudes frente al aspecto negativo de la mortificación [>'Ascesis IV]. Pero hemos de desconfiar de una concepción puramente mecanicista de la formación y del desarrollo de las virtudes. Para combatir un vicio, no basta cultivar el hábito contrario. Este procedimiento es la base del adiestramiento; pero no basta para adquirir las virtudes del cristiano, ya que éstas suponen necesariamente una motivación adecuada y el control de la razón. Las exigencias propias de la virtud superan con mucho las exigencias de un simple hábito de obrar de una manera determinada. No estará de más subrayar aquí que la perfección del cristiano se mide por el grado de caridad que gobierna e inspira sus acciones.

En el empeño cotidiano por adquirir la santidad, el cristiano se esfuerza en incrementar todas las virtudes, tanto las infusas como las adquiridas. Hay que tener presente que también las virtudes infusas pueden permanecer estáticas y estériles si el individuo no cultiva las virtudes adquiridas para poder utilizar las facultades sobrenaturales de que dispone, ya que la gracia obra siempre por medio de la naturaleza. Las virtudes adquiridas deberían alcanzar tal grado de perfección que pudieran combinarse armoniosamente con las virtudes infusas.

La vida espiritual es, en su esencia, una vida de crecimiento, de desarrollo y de evolución. El alma recorre diversas fases en su camino desde la conversión a la santidad; pero esas fases no han de considerarse como compartimientos estancos. La recepción de la gracia y su crecimiento hasta la plenitud no eliminan la iniciativa del individuo ni anulan su personalidad. Al contrario, la gracia perfecciona y diviniza a la persona humana con todas sus características. El camino hacia la santidad es estrictamente personal; los santos describen su ascensión personal hacia la perfección, pero su camino no es necesariamente el que todos los hombres pueden y deben seguir.

En este contexto resulta muy interesante el pensamiento de Erikson, el cual analiza la "fuerza del ego", recurriendo al antiguo término de "virtud" y pone de relieve, a partir de su misma experiencia clínica, las virtudes fundamentales cuya formación solicita y requiere cada una de las etapas del desarrollo: la esperanza, la voluntad (control e iniciativa), la tensión hacia el futuro y la plenitud, que hay que desarrollar sobre todo en la niñez y que habrán de constituir la base de toda la vida moral futura; la fidelidad o lealtad, como virtud de la adolescencia; el amor y la preocupación por lo que se ha engendrado (personas o ideas), como virtudes de la edad adulta; finalmente, la prudencia, virtud de la madurez plena, que permite descubrir el sentido último de la vida'.

Lo que sorprende en la concepción de Erikson es el puesto de honor que asigna a la virtud de la >esperanza. Es evidente que el término "virtud". que emplea para indicar un aspecto del psiquismo, asume el significado de una actitud (o un conjunto de valoraciones y expectativas) que tiene un efecto constructivo en el desarrollo de la conducta de una persona. La virtud de la esperanza es la confianza constante de que nuestros deseos y necesidades más profundas quedarán saciados, a pesar de las inevitables desilusiones y frustraciones parciales. El fruto de esta virtud es un optimismo fundamental, que permite al sujeto considerar como "benévola" la realidad con que entra en contacto, apreciar y amar esa realidad, permitiéndole, por consiguiente, salir del aislamiento y de la alienación del egoísmo. La opción fundamental, humanamente madura, a saber, la de aceptar la realidad y adecuarse a ella, se hace entonces posible gracias, sobre todo, a esta virtud de la esperanza. Y es esta mismavirtud, en el sentido que aquí le damos, el principio y estimulo para la actuación del itinerario psicológico hacia la madurez espiritual.

1. EL PROCESO ASCÉTICO EN LA VIDA ESPIRITUAL - Este itinerario se puede identificar con un proceso ascético que tiende no ya a contrariar y a reprimir las tendencias normales del hombre, sino a regular y dirigir sus mejores energías, tanto biológicas como psicológicas. Se confunde muchas veces la ascesis con las exageraciones del ascetismo; sale a relucir a menudo el viejo prejuicio de que la ascesis se reduce en el fondo a un fenómeno patológico. La verdad es, sin embargo, que el ejercicio ascético es perfectamente normal y que cierta forma de ascesis constituye un requisito esencial para el pleno desarrollo de la personalidad humana. El tender a la perfección psíquica no es más que un proceso ascético, entendido no como fenómeno extraordinario y reservado a unos pocos, sino como experiencia común y necesaria para todos.

En sentido restringido, es decir, limitado al aspecto puramente negativo del fenómeno, se concibe la ascesis esencialmente como "renuncia". a saber, como represión de las tendencias perniciosas del hombre, como mortificación y penitencia. En sentido más amplio, que abarca tanto el aspecto negativo como el positivo, la ascesis asume el significado de "esfuerzo metódico" o de ejercicio que se propone, bien el desarrollo de las actividades virtuosas, bien la regulación de las tendencias desordenadas [>Ascesis I-III].

Sobre la base de esta concepción más positiva del proceso ascético, los preceptos de la moral cristiana y los mismos consejos evangélicos parecen adquirir una mayor eficacia formativa. En esta perspectiva, el acto de purificación interior y de entrega altruista nace de una doble necesidad fundamental:

  1. La necesidad típicamente "natural" de restablecer la armonía entre las tendencias contrarias que se agitan en el ser humano.

  2. La necesidad tendencialmente "sobrenatural" de abrirse por completo al influjo y a la acción divina de la gracia.

La existencia de un conflicto interior del ser humano es un dato reconocido no sólo por la religión y la moral, sino también por la experiencia psicológica de cada individuo. No es necesario indicar aquí el origen de este estado de cosas; baste decir que, sea cual fuere su explicación, siempre permanece en pie el hecho indiscutible de este equilibrio roto o por lo menos inestable, propio de la personalidad humana. En su aspecto natural, la ascesis es el esfuerzo metódico para restablecer este "equilibrio psíquico"; en su aspecto sobrenatural, la ascesis es igualmente el esfuerzo metódico para alcanzar la "perfección cristiana". Pues bien, como la cima de la perfección cristiana consiste en la entrega total a la voluntad de Dios, se impone necesariamente un trabajo previo de despego de la propia voluntad.

Partiendo del presupuesto de que la ascesis es un esfuerzo dirigido al cumplimiento más perfecto posible de la voluntad de Dios, podemos asignar a la ascesis estas tres tareas: a) descubrir el ideal asignado por Dios; b) mirar hacia este ideal como objetivo de la vida; e) realizar este ideal según las leyes normales de la psicología. Tanto en esta tensión como en la adecuación progresiva a un ideal, la ascesis supone necesariamente un esfuerzo metódico por parte de cada individuo".

Según J. Maréchal, la ascesis es, sobre todo, un "obligar positivamente a las actividades inferiores a someterse con perfecta docilidad a las órdenes del espíritu". Pues bien, es evidente que "someter" no quiere decir "aniquilar". En efecto, estas actividades seguirán siendo siempre la condición, el apoyo y el instrumento de toda eficiencia. El ascetismo auténtico no conculca los recursos providenciales de la sensibilidad humana, no mutila ni reniega de las bellezas de la naturaleza.

Esta orientación es eminentemente positiva, en el sentido de que se pone el acento en el concepto de integración; pero ésta no puede realizarse sin cierto grado de renuncia, sin la eliminación de todo lo que no puede ser integrado. El esfuerzo que supone la ascesis no está exigido solamente por la necesidad de perfección del hombre, sino que es congénito a la actuación de todas las posibilidades dinámicas del individuo; es equilibrio de las diversas y a menudo desordenadas fuerzas emotivas, que no mutila en el hombre sus potencialidades ni le impone ningún tipo de antagonismo con sus deberes sociales.

En consecuencia, hablar de educación ascética está plenamente indicado cuando se quiere realizar a fondo la propia humanidad, precisamente porque la ascesis cristiana es una condición espiritual totalmente conforme con la naturaleza del hombre y que respeta todas sus leyes. Sin embargo, esto no debe llevarnos a desconocer que la ascesis ocupa una posición privilegiada en la vida del hombre y que, por tanto, aun dentro de la perspectiva de una espiritualidad plena, no siempre puede proponerse con facilidad, sobre todo en la edad adolescente, debido a las dificultades y resistencias que presenta la crisis evolutiva. Con esto se quiere afirmar que la educación ascética es una forma de educación que puede tener un éxito más seguro cuando el equilibrio psicofísico ha alcanzado una mayor consistencia y la madurez personal consiente opciones más comprometidas y ponderadas.

Muchas veces el ascetismo de la adolescencia se mira como síntoma patológico de una neurosis y no como un mecanismo normal de defensa de un sujeto todavía inmaduro frente al dominio de los impulsos. Este mecanismo de defensa, siempre que no presente signos patológicos evidentes, puede constituir "un medio de maduración humana y sobrenatural cuando la seriedad de las motivaciones y la acción de un sabio educador corrigen comienzos espúreos eventuales y guían la lucha contra los instintos reforzando el yo del adolescente y abriéndolo a un cuadro completo de valores"".

2. EL ESTADO MÍSTICO EN LA VIDA ESPIRITUAI. - El estado místico, en su esencia, consiste en una "vibración espiritual" que sacude el espíritu de arriba abajo, y en una "aspiración" a trascender todo tipo de preocupaciones conceptuales para captar lo divino a través del conocimiento y del amor. De este modo, lo divino penetra en lo más íntimo del alma, transformando la personalidad en sus modos de pensar, de obrar y de sentir ". Para llegar a esta unión que lo transforma, el místico tiene que superar muchas etapas, algunas de las cuales exigen un gran esfuerzo ascético. Si es verdad que la vida mística tiene momentos de gozo incomparables, también lo es que puede estar sembrada de fenómenos inquietantes y perturbadores. En la vida mística es menester distinguir entre lo que forma parte del impulso por llegar a lo divino y lo que ha de considerarse como el precio que se debe pagar a la debilidad de la naturaleza humana. "Por muy alto que estén —escribe Pascal de los místicos—, también ellos se parecen un poco a los más pequeños de los hombres". Se trata de distinguir entonces en la vida mística entre lo que es esencial y lo que es solamente accidental, entre lo que es normal y lo que es patológico.

Todo hecho místico es una experiencia, un acontecimiento, una vivencia, cuya trama viva y activa se encuentra en continuo desarrollo. La experiencia mística tiene como principio directivo una evolución incesante, que no se detiene prácticamente nunca; teóricamente se realiza en el llamado "matrimonio espiritual".

El camino real de la mística no es el razonamiento, sino la "fe". A través de la oración otorgada por la gracia, el místico llega al "conocimiento experimental" de Dios; es decir, Dios es sentido y podríamos decir como "tocado" por un sentido especial. La oración de recogimiento va acompañada de un sentimiento de certeza de la presencia de Dios. De la oración de unión pasa el místico al éxtasis, cuya última etapa se manifiesta mediante el rapto o arrobamiento del espíritu. Entonces el encadenamiento de los sentidos llega hasta el punto de quedar abolidas o, por lo menos, muy reducidas las funciones de relación con los demás.

El verdadero místico no aspira a estos transportes, sino a la unión espiritual con Dios. El místico se presenta como poseído realmente por Dios; como si fuese objeto de una "teopatía". En un estado místico auténtico, pueden presentarse a veces algunos desórdenes mentales, algunas enfermedades físicas, confundiendo sus elementos de tal manera que hacen muy delicada la distinción entre lo que pertenece al factor místico y lo que se deriva del factor patológico. A estas dificultades se añaden las que provienen de las falsificaciones de la vida mística, que con frecuencia hacen muy difícil separar lo verdadero de lo falso".

No faltan quienes, impresionados negativamente por el descubrimiento de sustratos sexuales en la ascesis y en la contemplación, toman pie de ello para considerar dichos fenómenos como mera forma de sublimación de la "libido" sexual y para ridiculizar la religión y sus ritos. A este propósito es necesario observar que semejante actitud es injustificada e injusta. Podría quizá valer en las formas de ascetismo desencarnado y de pseudo-misticismo, pero no en una concepción personalista del hombre, según la cual el camino de acceso a su conocimiento es el del descubrimiento de las admirables capacidades que revela el cuerpo cuando se ve invadido por la animación espiritual de la racionalidad. Por tanto, no debería extrañarnos que el hombre, en el ejercicio de sus facultades espirituales y en el deseo de elevarse hasta Dios, arrastre en esta ascensión a todo lo que en él hay de profundamente humano en su corporeidad racional.

Se les puede reprochar a muchos eruditos no haber sabido distinguir suficientemente lo esencial de lo accesorio, los temas fundamentales de los detalles patológicos. Según De Sinéty, se pueden distinguir cuatro categorías de místicos: a) los místicos afectados de graves formas psicopatológicas; b) los místicos neuróticos y psicópatas; c) los místicos auténticos con ligeras anomalías psíquicas; d) los místicos auténticos y plenamente normales.

El caso del misticismo estudiado, por ejemplo, por Janet pertenece a las experiencias del misticismo patológico que alternan con experiencias de misticismo casi normal. En este caso, como en algunos otros recogidos por Lhermitte, se trata de sujetos afectados por formas morbosas de carácter religioso, pero que en nada se diferencian de las comunes; su interés es relativo. Bastante más interesantes resultan los sujetos de la segunda categoría; se trata de personas virtuosas y devotas, con una vida espiritualmente rica, pero que presentan ciertas perturbaciones mentales más o menos graves, incluso formas ligeras y parciales de psicosis; esas perturbaciones pueden ser pasajeras y sin consecuencias serias, o pueden durar mucho tiempo junto con una vida espiritual intensa. Es típico en este último sentido el caso de P. Surin, autor de obras valiosas, apreciado director espiritual, constante y paciente en el ejercicio de las virtudes cristianas, pero que presenta un cuadro bastante variado de síntomas patológicos.

3. INMADUREZ PSÍQUICA Y VIDA ESPIRITUAL - Las diversas fases de la historia personal de un individuo dejan detrás de sí estratos de interés que mantienen a menudo fuertes cargas afectivas. Incluso cuando esos intereses llevan ya mucho tiempo caducados, pueden seguir manifestándose. A veces están modificados intrínsecamente y se integran sin dificultad en las motivaciones más maduras y matizadas del individuo. A veces, por el contrario, vuelven a aparecer más o menos en su forma primitiva y siguen ejerciendo influencia independientemente de la síntesis mental del sujeto. con riesgo de falsear a su vez la rectitud de los juicios.

En la historia personal de un individuo se pueden dar "retrasos" en el desarrollo, formas de "regresión" o bien "desfases" y "conflictos", además de verdaderas "desviaciones". Estos diversos modos del comportamiento son todos ellos expresión de inmadurez psíquica y hacen más dificil, por no decir imposible, el itinerario hacia la madurez espiritual.

La inmadurez neurótica y caracterial puede manifestarse en todos los terrenos de la actividad humana; consecuentemente, también en el ámbito de la realidad religiosa, tanto más que la religión y sus problemas son muy densos en carga afectiva, en sentimientos de gozo y de temor. etc. En general, se puede decir que el neurótico transferirá a Dios las necesidades afectivas frustradas por las figuras parentales y vivirá en relación con él sus problemas conflictivos inconscientes. El sujeto inmaduro vivirá la realidad religiosa, por ejemplo, como dependencia materna o como necesidad de afecto y de seguridad; esto le llevará a descargar en Dios la ambivalencia afectiva respecto al padre, odiado y querido al mismo tiempo. En particular, la relación con Dios puede vivirla una persona inmadura como necesidad de seguridad frente a la angustia o a los impulsos instintivos, percibidos como amenaza debido a la debilidad del propio yo; o bien como necesidad de castigo (por ejemplo, en los "ascetismos" adolescentes de sujetos atenazados por el sentimiento de culpa).

El inmaduro vivirá a Dios como poder mágico distribuidor de bienes, o como un ser lejano que lo ha abandonado, o como una autoridad protectora o punitiva a la que hay que tener propicia con sacrificios exagerados. También la confianza inquebrantable en la Providencia puede ser una defensa contra la angustia, si bien es verdad que, junto a esta motivación neurótica, puede coexistir y desarrollarse una motivación auténtica de fe, sostenida por la gracia. Para todos estos sujetos, el sentimiento religioso será fruto de racionalización; seráun sistema de defensa contra el temor, el abandono, el disgusto, la vergüenza, etc.

Nos encontramos entonces con todas las deformaciones de la religiosidad, vivida a menudo sin fe verdadera y sin amor auténtico, sin alegría ni esperanza, a veces como esclavitud formalista de unas prácticas entendidas de ordinario en sentido supersticioso o mágico. La religión podrá ser también una inversión privilegiada, acompañada unas veces por un perfeccionismo obsesivo y otras por las innumerables manifestaciones de neurosis fóbica y obsesiva, que se conocen con el nombre de escrúpulos; de esta manera el fóbico se sentirá protegido de su miedo a la muerte o a la condenación; el deprimido podrá acusarse de su indignidad; el masoquista podrá torturarse confesando con los más mínimos detalles culpas reales o imaginarias, o bien entregarse a penitencias inauditas.

Algunos sujetos neuróticos se refugian en la religión para soslayar las dificultades y los compromisos terrenos; pero tarde o temprano se dan cuenta de que tampoco allí encuentran la satisfacción de sus exigencias inconscientes. Esto puede suceder, por ejemplo, cuando se encuentran ante los defectos de las personas que para ellos encarnan la religión. Entonces afirman que "pierden la fe" y llegan a enfriarse realmente en la práctica religiosa, ya que se trata de una fe basada en motivaciones eminentemente neuróticas y, por tanto, carentes de autenticidad.

Otros sujetos desequilibrados parece como si tuvieran una vida de fe y de caridad envidiable, pero no la pueden injertar en los hechos de la vida, que de este modo siguen estando en disonancia con el ideal. El plano psicológico y el plano espiritual deberían unirse y armonizarse en un ser adulto normalmente evolucionado. En el neurótico, por el contrario, persisten la inmadurez del carácter y residuos de la afectividad infantil, que son la fuente de la neurosis, pero que pueden coexistir, por otra parte, con elementos indiscutibles de madurez. La persona adulta neurótica puede tener una vida espiritual válida y auténtica, pero a menudo presenta ciertos elementos equívocos en relación con la madurez espiritual entendida globalmente [>Patología espiritual].

De todo lo que llevamos dicho creemos que es posible sacar estas deducciones: si no existe ninguna relación entre la "salud física" y la madurez espiritual, sí que existe una relación, y determinante, entre la "salud psíquica" y la madurez espiritual [>Psicología y espiritualidad]. Las condiciones humanas de la vida espiritual serán tanto más idóneas para colaborar con la gracia cuanto más se acerque la persona que las posea a la perfección de su salud psíquica. "Cuanto mayor sea —escribe A. Snoeck— la parte de la libertad que se deje a salvo en el hombre, tanto mayor será la disponibilidad a la expansión del valor más alto de la humanidad: la oblación totalmente personal y plenamente libre al amor del Padre en Cristo"

La salud psíquica, en su forma más madura, es la que está abierta por completo a los demás mediante el amor; nos lo repite en varios tonos la psicología profunda de las diversas escuelas. El egoísmo cerrado lleva fácilmente al desequilibrio psíquico y está destinado necesariamente a desecar el ser personal, apartándolo de las fuentes de la expansión vital, que tienen su sede en la comunicación efectiva con los otros. De esto hemos de deducir que la verdadera normalidad, que se identifica con la madurez psíquica, reside en la relación dinámica entre el yo y el otro, es decir, en la realización plena del carácter bipolar de la personalidad.

Las condiciones humanas que favorecen la vida espiritual hasta su expresión más cualificada, se pueden resumir en el concepto de "madurez humana". Pues bien, intentar la maduración de la propia personalidad, ayudar a los demás a que maduren la suya, significa colaborar con la acción divina de la gracia para construir el edificio espiritual del hombre. Procurar la realización de la madurez humana del individuo quiere decir sentar las bases que hacen posible su "madurez espiritual".

En la medida en que el hombre es capaz de hacer de un modo verdaderamente responsable su opción fundamental frente a la gracia, se encuentra virtualmente en condiciones de poder realizar la expresión más perfecta del consentimiento a la misma, esto es, la santidad; al contrario, en la medida en que no es capaz de ser plenamente consciente y responsable, esto es, de ser verdaderamente humano —o por falta de desarrollo intelectual o por alteración mental—, también habrá de ser necesariamente limitada la expresión de la gracia. Decimos limitada, perosiempre existente. Creemos que en estos últimos términos se debe plantear el 'problema de la relación real entre madurez psíquica y madurez espiritual.

R. Zavalloni

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