IGLESIA
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SUMARIO: I. La experiencia de la Iglesia en la historia: 1. La espiritualidad eclesial en la Iglesia antigua: a) Liturgia y sacramentos, b) La experiencia del martirio, c) La necesidad pastoral, d) Predicación apostólica y sentido eclesial, e) El diálogo con la cultura, J) El caso de san Agustín; 2. Eclipse de la espiritualidad eclesial en el feudalismo: a) El régimen de cristiandad, b) La reforma gregoriana; 3. Movimientos de reforma heréticos y cismáticos: a) La Iglesia entre evangelio de Cristo y reino del Espíritu. b) La instancia de lo cualitativo, c) Reino y revolución; 4. Movimientos de reforma ortodoxos: a) La humanidad de Cristo y la santificación de la Iglesia, b) Reforma católica y caridad pastoral, e) Entre obediencia y libertad, d) Piedad popular y representación vicaria; 5. Renacimiento y despliegue de la espiritualidad eclesial: a) La Iglesia, tema explícito de espiritualidad, b) Renacimiento eclesiológico y misterio de la Iglesia, c) El despertar de la Iglesia en las almas, d) Espiritualidad laica en época de democracia - II. Los caminos de la espiritualidad eclesial abiertos por el Vat. II: 1. La Iglesia, lugar de experiencia de la comunión con Dios: a) La Iglesia y el Padre, b) La Iglesia y Cristo, c) La Iglesia y el Espíritu; 2. La Iglesia, lugar de experiencia de la comunión fraterna: a) El nuevo pueblo de Dios, b) Por ministerios y sacramentos, c) Elite, masa o pueblo, d) Diáspora, unidad y pluralismo, e) Iglesia de pueblo e Iglesia institucional,,f) Colegialidad y comunión, g) Orden y jurisdicción, h) De la diócesis a la iglesia local. i) Autoridad y libertad; 3. La Iglesia. sacramento de salvación para toda la humanidad: a) La Iglesia, inserta en la historia de la salvación, b) La Iglesia, esencialmente en relación al mundo, c) La Iglesia, esencialmente misionera, d) Catolicidad y universalidad pastoral, e) Ecumenismo y sentido de la verdad,,f) Libertad de la Iglesia y libertad de conciencia, g) Iglesia, reino y comunión de los santos; 4. Maria y la espiritualidad eclesial.

I. La experiencia de la Iglesia en la historia

Ni la teología, ni la pastoral, ni el compromiso de testimonio en el mundo agotan la vivencia eclesial, si bien se nutre de todas esas cosas. De ahí la importancia de cultivar expresamente la espiritualidad, sin la cual la Iglesia, en especial la Iglesia católica, corre el riesgo de convertirse en un cuerpo sin alma. La dimensión eclesial de la espiritualidad, muy viva en la patrística, experimenta un eclipse durante el feudalismo, traspasa el medioevo en forma de instancia de reforma de la Iglesia, se afirma como caridad pastoral en la época tridentina, pero sólo en la época de las revoluciones, de los totalitarismos y de la democracia explota y se despliega plenamente.

1. LA ESPIRITUALIDAD ECLFSIAL EN LA IGLESIA ANTIGUA - No existe experiencia que no esté estructurada; no existe vivencia eclesial que no esté "informada". Los factores que informan la riquísima y viva espiritualidad eclesial de la Iglesia antigua y del período patrístico se pueden sistematizar y ejemplificar como sigue:

a) Liturgia y sacramentos. En la Didajé (fin del s. 1 d.C.) tenemos el testimonio más antiguo de la Iglesia apostólica sobre la liturgia vivida por las comunidades judeo-cristianas de ambiente siríaco. En las oraciones eucarísticas se dice: "Como este pan partido estaba esparcido por las colinas y, reunido, se ha convertido en una sola cosa, así se reúna tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino; porque tuya es la honra y el poder por Jesucristo en los siglos" (n. 9). Y también: "Acuérdate, Señor, de tu Iglesia, para librarla de todo mal y para perfeccionarla en tu caridad, y recógela en tu reino, que le tienes preparado" (n. 10). Sorprende la claridad de algunas verdades vividas. La Iglesia es objeto de oración porque, aun siendo ya un fruto de la redención de Cristo y si bien a ella le pertenecen la gloria y el poder, no obstante debe ejercerse activamente aún sobre ella el señorío de Cristo glorioso para librarla del mal, perfeccionar su amor, reunirla en el espacio y en el tiempo y conducirla al reino preparado. Este señorío se descubre experimentando la salvación, es decir, siendo y sintiéndose asamblea de individuos salvados, y esta experiencia lo es a la vez de un camino de conversión y de santificación que recorrer para llegar al reino ya preexistente y preparado. Elementos de esta doble experiencia son la liberación del pecado y la santificación, la unidad de la dispersión en el espacio y en el tiempo y el perfeccionamiento del amor al Señor. No importa que esto se viva dentro del dualismo del judaísmo tardío, que se expresa en la invocación: "Venga tu gracia y pase este mundo" (n. 10), o en la concepción apocalíptica, que hace del reino invisible y final algo preexistente e hipostáticamente subsistente. Lo que cuenta es que la comunidad es consciente de vivir en su interior la tensión entre iglesia y reino, entre santidad y conversión, entre unidad y diáspora, entre iglesia y mundo. De ahí la importancia del nexo iglesia-eucaristía. En la asamblea litúrgica, la comunidad, que se reúne para consumir juntos la cena del Señor, para darle gracias e invocar su vuelta, realiza una experiencia concreta de unidad, de salvación, de liberación del pecado, de perfección del amor; experimenta en sí el señorío de Cristo resucitado, que atrae y se da. La eucaristía hace a la Iglesia en su mismo acontecer. Como el grano esparcido por las colinas se convierte en el pan partido, así la comunidad dispersa por el mundo se convierte en asamblea de santos, en pueblo de Dios en camino hacia el reino.

La Tradición apostólica, de Hipólito de Roma, compilada en torno al 215, expresa, en cambio, el intento de fijar en la liturgia las adquisiciones tradicionales contra las innovaciones heréticas y de hacer de la liturgia un instrumento para defender la fe ortodoxa y la organización eclesiástica.

La liturgia de la ordenación de los ministros (obispo, presbíteros, diáconos, etc.) supone la experiencia de una Iglesia como comunidad orgánica de pastores y fieles, en la cual los ministros, mediante la imposición de las manos, desarrollan la acción litúrgica verdadera y propia, y el pueblo participa de un modo articulado en ministerios y servicios no ordenados en el culto único de adoración y alabanza a Dios. La Iglesia, pues, difundida en el espacio y en el tiempo, ofrece dones a Dios por medio del obispo, y Dios, buen pastor, por medio del obispo apacienta al rebaño de Dios para la salvación de toda la humanidad.

Fuertemente integrista es la concepción subyacente a la praxis de la iniciación cristiana: la Iglesia es sociedad de santos; de ahí que, para ser plenamente incorporados a ella, es necesario recorrer un largo camino de purificación e iniciación, que culmina, después de la admisión a escuchar la palabra y al bautismo, en la participación de la eucaristía. Rigorismo comprensible por el creciente número de candidatos y para evitar el peligro de deserciones. La incompatibilidad de algunos oficios con el "status" cristiano testimonia no sólo el rigor moral, sino también la autosuficiencia cultural de esta tendencia tradicionalista, que deberá moderarse y, en definitiva, retroceder frente a una caridad pastoral más sabia.

b) La experiencia del martirio. En Ignacio de Antioquía (t 110 ca.) la experiencia del martirio tiene un profundo sentido teológico y eclesial. Sorprende la voluntariedad de su martirio. Exhorta a los romanos a no dar ningún paso en su favor: "Os suplico que no me mostréis un cariño mal entendido. Dejadme ser pasto de las fieras, por las cuales se alcanza a mi Dios. Trigo soy del Señor, y en los dientes de las fieras debo ser molido para convertirme en pan purísimo de Cristo" (Ad Rom., 4). Aquí no aparece tanto el martirio, según ocurrirá luego, como consecuencia de negarse a sacrificar al emperador. En ese caso la motivación sería un testimonio contra la legitimación religiosa del poder, contra el cesarismo de la política. En las cartas que Ignacio escribe a lo largo del viaje está ausente toda preocupación por la incidencia social y política del cristianismo o por su incompatibilidad con ideologías terrenas. El motivo es exquisitamente teológico; sectas de herejes judaizantes, de tendencias docetistas y gnósticas, niegan la humanidad de Cristo y su pasión por considerar que Dios no puede padecer. Cultivan una interpretación peculiar de las Sagradas Escrituras, no participan con toda la Iglesia en la asamblea eucarística y por eso están separados del obispo y siembran la división entre los presbíteros. Hablan mucho y enseñan, pero hacen poco. Sólo queda realizar un gesto y motivarlo: el martirio. Es un hecho, no una palabra vana. Y un hecho que se hace palabra (cf Ad Ram., 2; 4d Efes., 15). Su significado no es una conformación genérica con la pasión de Cristo para así salvarse. Es demostrar la seriedad y lo concreto de la pasión de Cristo, que se pretende negar: "Si él (Dios) padeció sólo en apariencia... ¿a qué viene el estar yo encadenado? ¿Para qué estoy pidiendo ser echado a las fieras? Inútilmente voy a inmolarme. Si es así, estoy mintiendo contra el Señor" (Ad Trall., 10; cf Ad Smyrn., 4). Debe ser un gesto voluntario, porque sólo él, al conformar con Cristo, explica el propósito: que él fue obediente al Padre y estuvo unido a él. Padeció en la carne para concordar con El en su espíritu, en el amor (cf Ad Magn., 7). Es la intuición infalible, el sentido vivo de una doctrina cristológica y trinitaria, aquí apenas esbozada, que desarrollará luego la iglesia antigua. Si Cristo no padeció verdaderamente en unión con el Padre, entonces tampoco la eucaristía es una verdadera pasión y resurrección de Cristo, que engendra la unidad de la Iglesia (cf Ad Rom., 7). Pero, entonces, la Iglesia no es una comunidad de individuos salvados y de personas unidas en el amor del Padre y de Cristo. Al obispo no le queda otra cosa que hacerse, con su cuerpo, trigo de Dios en favor de la unidad de su Iglesia. "Expiación vuestra soy yo, y me ofrezco, ¡oh efesios!, en sacrificio por vuestra Iglesia, la que por los siglos es celebradísima" (Ad Efes., 8; cf Ad Magn., 14). "Yo ofrezco mi vida por los que están sometidos al obispo, a los presbíteros, a los diáconos" (Ad Polyc., 6). Sólo el martirio del obispo, "que está sujeto al episcopado de Dios Padre y del Señor Jesucristo", demostrando así con los hechos el carácter concreto de la pasión de Cristo llevada a cumplimiento por los cristianos (cf Ad Magn., 5), puede hacer tangiblemente presente en la Iglesia la unidad de amor entre el Padre y Cristo, y exigir, por tanto, que los fieles estén unidos en la obediencia al obispo y en la celebración de la única eucaristía (AdMagn., 5; Ad Fil., 4; Ad Smyrn., 8; etc.) [>Mártir 1].

c) La necesidad pastoral. También las necesidades pastorales determinan el desarrollo de la conciencia eclesial. Un caso singular lo tenemos en san Cipriano (t 258). El es un valiente defensor de la necesidad de la Iglesia para la salvación. Suyas son las famosas frases: "No puede tener a Dios por padre el que no tiene a la Iglesia por madre" y "fuera de la Iglesia no hay salvación". Sin embargo, en el curso de la polémica sobre la readmisión de los "lapsi" a la comunión eclesial y eucarística, pasa de una posición inicialmente rigorista a una actitud de comprensión y benevolencia.

Durante la persecución de Decio, muchos cristianos cedieron a las presiones y ofrecieron los sacrificios prescritos (sacr icati), o al menos obtuvieron un certificado falso sobre el cumplimiento del decreto imperial (libellatici). Muchos de estos "lapsi" pidieron, sin embargo, ser readmitidos en la Iglesia. Las posturas dentro de ésta fueron varias, algunas blandas y otras duras. En un primer tiempo, Cipriano se alineó con los intransigentes, aunque admitiendo la posibilidad de una reconciliación. Luego, con ocasión de una devastadora epidemia, estimó que a los "lapsi" se les debía readmitir a la eucaristía si estaban enfermos. Finalmente, acabada la persecución, mientras se perfilaba en el horizonte otra, decretó que todos los "lapsi" inscritos ya en el orden de los penitentes pudieran reconciliarse inmediatamente.

No se trata de mero ablandamiento de la práctica pastoral, ni menos aún de una cesión en los principios doctrinales. Se trata, más bien, de una respuesta a las necesidades pastorales unida a una profundización de la conciencia eclesial y de la misma comprensión teológica. Como lo han puesto de relieve M. Flick y Z. Alszeghy, Cipriano mantuvo siempre el cuadro ortodoxo de pensamiento, cuya norma es la ley del evangelio, conocida mediante la Sagrada Escritura, interpretada según las directrices del obispo en unión del episcopado regional y con los obispos de todo el mundo, y habida cuenta del parecer del pueblo cristiano, aunque las opiniones sean opuestas. E igualmente mantuvo firmes los criterios de una actuación pastoral correcta, tales como la exigencia de los tiempos, la salvación de todos y la utilidad de curar las heridas. "¿Cómo se puede exigir que den su sangre por Cristo aquellos a quienes se ha negado la sangre de Cristo?" (Ep., 57,2).

d) Predicación apostólica y sentido eclesial. En la formación de la vivencia eclesial no hay que desvalorizar el "contenido" de la fe. No se puede comprender absolutamente la espiritualidad eclesial de la iglesia antigua y de la época patrística sin hacer referencia a las luchas por la defensa y el desarrollo del sentido correcto de la doctrina. Alimentados por la predicación apostólica y por su tradición viviente, así como por el contacto con la liturgia y las Escrituras, sentido de la Iglesia y sentido de fe (o sentido tradicional) están indisolublemente entrelazados. Lo que Eusebio de Cesares llamará "sentido eclesial" encuentra su formulación ejemplar en ]reveo de Lyon (+203 ca.).

Erróneamente pretenden los gnósticos acogerse a una interpretación suya de las Sagradas Escrituras, erróneamente apelan a una tradición secreta, erróneamente exaltan la experiencia privada de la verdadera gnosis en círculos iniciados. La verdad cristiana es una experiencia universal y ecuménica, se funda en una tradición pública y se nutre de las Sagradas Escrituras, interpretadas auténticamente a la luz de la predicación apostólica y del sentido eclesial de la universalidad de los fieles. El evangelio, en efecto, no es letra muerta, sino una realidad viva en el corazón de todos los fieles que se adhieren a la predicación de los apóstoles. Por eso la verdad se manifiesta como omonoia, como concordia en la fe de toda la Iglesia, dispersa en el espacio y en el tiempo e íntimamente "unida" en la proclamación de la verdad. El consenso interno a algunas proposiciones, creídas por todos y desde siempre, se convierte en regla de fe, a cuya luz se han de interpretar las mismas Sagradas Escrituras. Pero antes aun que proposiciones recogidas en un credo común "tenemos como regla la verdad misma" (Adv. Haer. 2; PG 41, 1), donde está claro que la verdad es una realidad viviente en el corazón mismo de los fieles, en la totalidad de la Iglesia, que precede a su misma formulación y es capaz de tener en sí los instrumentos para rechazar cualquier intento de falsificación.

El sentido de la fe, difundido en la realidad total y orgánica de la Iglesia, se convierte más claramente en sentido tradicional con Vicente Lerín (t 450 ca.): "En la Iglesia católica hay que tener gran cuidado de retener lo que en todas partes, siempre y por todos se ha creído" (Commonitorium, 2: PL 50, 639). Ello nace de la necesidad de distinguir el patrimonio de la verdad de fe de las opiniones teológicas privadas, aunque lícitas. La incomprensión de algunas frases del Lerinense ha llevado con frecuencia al inmovilismo: "Nada se ha de innovar, sino lo que se ha transmitido". "Abandonada la antigüedad, ha surgido la novedad" (Ib, 6: PI. 50. 646); o bien, al fixismo lingüístico: la inteligencia de la fe crece en cada uno y en todos "eodem sensu, eademque sententia" (Ib, 23: PI. 50, 668). En realidad, el Lerinense se refería a la necesidad de una relación reciproca entre el desarrollo, dentro de la identidad, de la inteligencia de la fe y la formulación de la misma, a la manera que el alma se desarrolla en relación con el cuerpo.

e) El diálogo con la cultura. La reflexión teológica en diálogo con la cultura, si bien arriesgada en la medida en que puede alejarse de la viva experiencia de la fe del pueblo de los fieles, es también un factor imprescindible de formación y desarrollo de la vivencia eclesial. Desde que paganos cultos, como Celso (s. u), dirigieron graves ataques al cristianismo basándose en argumentos filosóficos, ha resultado ineludible el diálogo del evangelio con la cultura. Dos momentos significativos de este diálogo están representados por Orígenes y por el Pseudo-Areopagita.

H. de Lubac ha puesto de manifiesto cómo Orígenes (185-254), al asumir la representación del mundo y las aspiraciones más auténticas de la cultura helenística, repensándolas y corrigiéndolas para hacerlas capaces de expresar la verdad cristiana, vinculó la ascensión intelectual hacia la verdadera gnosis con el proceso de interpretación de las Sagradas Escrituras. De forma que meditar la Biblia y captar en la letra no sólo la enseñanza ética, sino también la sustancia espiritual, se convierte simultáneamente en una liberación del mundo carnal y psíquico hacia el mundo de la contemplación espiritual. Interpretar significa aplicar la palabra a uno mismo, a la propia alma, y captar el sentido profundo de la Sagrada Escritura (que, por lo demás, es Cristo mismo, Verbo hecho carne) más allá de la letra; significa alcanzar la verdadera gnosis (que es, sin embargo, rigurosamente conocimiento de fe) hasta poseerla con plenitud el último día, cuando se manifieste el evangelio eterno.

El mismo De Lubac ha señalado en otro trabajo la relación, en la hermenéutica de Orígenes, entre la Iglesia y el alma. Todo lo que en la Sagrada Escritura conviene a la Iglesia puede referirse también al alma. Existe una correspondencia entre el crecimiento espiritual del mundo y el del alma individual. El alma es el microcosmos de aquel macrocosmos que es la Iglesia, de suerte que todas las etapas superadas por la Iglesia en su peregrinación las encuentra el alma en sí misma en las vicisitudes de su vida. Podría decirse: la ontogénesis mística reproduce la filogénesis. El motivo es la misteriosa comunicación entre los miembros y el cuerpo entero, del mismo modo que hay comunicación entre Cristo, la cabeza, y la Iglesia. el cuerpo. El valor espiritual de esta indicación es evidente; vivir la iglesia, sentir la iglesia, conduce a un itinerario espiritual más expedito y completo.

Se debe observar que, detrás de la interpretación alegórica del Cantar de los Cantares, la literatura mística posterior tradujo siempre el diálogo Cristo-Iglesia, entendidos como esposo y esposa, como diálogo entre Dios y el alma. Pero a menudo, como en san Juan de la Cruz, el sentido eclesial queda en el fondo y el alma individual ocupa toda la escena.

La reflexión de Dionisio el Pseudo-Ireopagita (hacia 500) para entablar diálogo con el neoplatonismo constituye otro momento delicado de la teología patrística. Su influencia fue grande, no sólo en la Iglesia ortodoxa y en la teología bizantina, sino en todo el Medioevo cristiano y en la espiritualidad de Occidente. Según L. Bouyer, en Dionisio es central y peculiar la noción de jerarquía. Reconsidera la visión neoplatónica del ser, concibiéndolo como el Uno que se expande en lo múltiple a través de la escala jerárquica de los seres hasta los inferiores (de manera que sea coherente con la idea cristiana de creación), mostrando con ello el movimiento de los seres como proceso y retorno al Dios trinitario, incesante circulación de vida, de modo que tal jerarquía cósmica aspira a la asimilación y a la unión con Dios, aquel Dios uno y trino, inmanente pero infinitamente trascendente e indecible, del cual procede y hacia el cual es atraída. Mas es la Iglesia de Cristo la que hace posible y efectiva la aspiración de todo lo creado. Por eso se refleja en la "jerarquía celeste" y se modela como "jerarquía eclesiástica" en torno a Cristo, Logos encarnado. Con la iluminación de la palabra y con la liturgia terrena, que expresa y actualiza la liturgia celeste, con los varios ministerios jerárquicamente unidos, la Iglesia permite realizar la "conversión" o retorno de todas las cosas a Dios. desde los grados inferiores a los superiores. Entre éstos. los monjes pregustan y anticipan la unión más perfecta en el amor.

Orígenes vinculó la experiencia de la Iglesia con la lectura de la Biblia; Dionisio, con la concepción del cosmos. Así le aseguraron a la civilización occidental el que interpretación del libro e interpretación de la naturaleza no quedaran separadas de la interpretación de la Iglesia, y ésta como el fruto más precioso.

f) El caso de san Agustín. Los factores de formación de la conciencia eclesial que hemos ilustrado se pueden encontrar en el singular itinerario de conversión de Agustín (354-430).

Es sabido que Agustín pasó de la filosofía materialista y de la práctica de una vida moralmente irregular al maniqueísmo, para arribar a la filosofía neoplatónica, penetrada cada vez más del mensaje cristiano. J. Maréchal ha señalado la importancia de la experiencia eclesial en el punto decisivo de su itinerario espiritual, precisamente donde su misticismo neoplatónico asume ya sin ambigüedades los rasgos de la fisonomía cristiana. La exigencia moral de liberarse de la sensualidad le había conducido al maniqueísmo y al desprecio de la carne. La exigencia de vivir abiertamente la espiritualidad le había llevado al neoplatonismo y a la búsqueda de la unión con Dios. La predicación de san Ambrosio y las oraciones de su cristiana madre le habían conducido al bautismo. Como observa L. Bouyer, todo esto sigue aún demasiado envuelto en el neoplatonismo y en la escisión entre corporeidad y espiritualidad, hasta que la liturgia le hace descubrir lo concreto de la Iglesia y con ello la lógica de la encarnación: "¿Qué necesidad tenéis de buscar a aquel (Dios) que habla, cuando está en vuestro poder ser aquel que buscáis? Sin embargo, no es un hombre solo; es un solo cuerpo, el cuerpo de Cristo, la Iglesia". Para ver a Dios no es suficiente dejar a un lado lo corpóreo, que para el neoplatónico limita al alma. Hay que acoger al Dios que viene en Jesucristo y que se hace en la tierra tabernáculo sensible en su Iglesia. Experimentar la Iglesia es preguntar sensiblemente la visión final de Dios.

La reflexión teológica y el debate pastoral le permiten luego a Agustín ampliar esta experiencia. La sustancia de la Iglesia es la caridad. No se trata sólo del tema neoplatónico según el cual el bien es "diffusivum sui", o de que el bien no puede ser poseído sino por todos juntos. Se trata más bien de entender que la caridad es participación de la caridad misma de Dios, y por ello la comunión en la caridad que se vive en la Iglesia es reflejo y comunicación de la caridad con que, desde la eternidad. se aman las personas de la Trinidad. Si en el De Trinitate llega a esta altura especulativa, ello no es solamente fruto de la reflexión sobre una experiencia personal y psicológica, sino que se debió asimismo al desarrollo en él de la caridad pastoral.

Es sabido que Pelagio, monje bretón (354-427), quería proponer a una cristiandad, no precisamente rigurosa y santa, la vía de un esfuerzo ascético para impedir el pecado y conquistar la santidad. Para promoverlo insistía en la bondad natural de la naturaleza humana (en orden a las cosas divinas) yen su capacidad de imitar a Cristo. Agustín restablece el primado y la necesidad de la gracia para obrar bien, dado el pecado de origen (y la absoluta trascendencia de Dios). Si bien no carente de tonalidades oscuras y dramáticas, la visión del hombre ofrecida por Agustín tendía exactamente a no hacer de la santidad divina una conquista de pocos, sino un don para muchos, incluso para los más sencillos. La respuesta a la gracia que ilumina, previene y salva es, además, para Agustín no tanto el esfuerzo ascético, también requerido, cuanto sobre todo la caridad, con la cual amamos a Dios sobre todas las cosas y a todas las cosas en Dios. El camino del monje no puede sustituir o contradecir la caridad del pastor o el recto esfuerzo mundano del "laico", del hombre del pueblo. No es un azar que el monaquismo instituido por Agustín sea "clerical", es decir, ligado a las tareas pastorales. Se puede comprender así su frase: "En la medida en que se ama a la Iglesia de Cristo se posee el Espíritu Santo" (In Joannem, 32, 8, PL 35, 1846).

2. ECLIPSE DE LA ESPIRITUALIDAD ECLESIAL EN EL FEUDALISMO - No ha faltado ni puede faltar a los cristianos una vivencia eclesial. No obstante, ha habido períodos en los cuales parece que no encontró caminos significativos de explicitación temática. De la Regla de san Benito (480-547) a la Imitación de Cristo (s. xiv), del De simplicitate christianae vitae, de Savonarola (1452-1498), a los Directorii, de Scaramelli (1687-1752), con frecuencia está del todo ausente en los escritos de espiritualidad la dimensión eclesial. Puede verse una motivación teológica general en la observación de que la Iglesia no puede anunciarse a sí misma, sino que ha de anunciar a Cristo al mundo, de suerte que la conciencia de ser Iglesia puede permanecer en sombra para evidenciar aquella transparencia. El amor a la Iglesia puede llegar a tal grado de purificación e identificación mística, que se convierta en el amor de la Iglesia a su Señor y esposo. Pero también es posible encontrar motivos histórico-sociales e histórico-eclesiales. La conciencia espiritual de la Iglesia no puede nunca desligarse de las relaciones concretas internas del cuerpo eclesial, y éstas referidas a las relaciones más generales de una sociedad determinada.

Desde este punto de vista, el eclipse de la espiritualidad eclesial se debe al régimen de cristiandad y a la identificación práctica, cuando no teórica, entre sujeto eclesiástico y sujeto político.

a) El régimen de cristiandad. Las etapas de la formación del régimen de cristiandad (así como las de su progresiva disolución) son conocidas. Ya en Constantino (+ 337) se pasa del conflicto entre cristianismo e imperio a la reconciliación y al sostén recíproco, de suerte que la Iglesia se ve forzada a asumir módulos de vida de la organización civil y legitimaciones teológicas del sacerdocio, preferentemente del AT. Cuando, luego, el imperio entra en fase de decadencia interna por la presión de los pueblos bárbaros, Gregorio Magno, papa grande y valeroso (590-604), asume tareas subsidiarias de dirección también social, civil y política, mientras inicia el proceso de evangelización de los bárbaros, y con ello de la nueva Europa. Entretanto, el cristianismo ha pasado progresivamente de las ciudades al campo, superando las resistencias paganas y acercando el clero al pueblo.

Con Carlomagno (+ 814) se forma el Sacro Imperio Romano, que experimenta, en la depresión cultural general, un cierto reflorecimiento de la teología, la intervención del emperador en los asuntos religiosos y un esfuerzo de la organización feudal de la sociedad.

Es sabida la importancia central del monaquismo en todo este proceso. Nacido como fecunda "fuga del mundo" frente a la disolución civil y moral del imperio, vino a desempeñar un papel no sólo religioso y espiritual, no sólo de continuidad cultural y de civilización, sino también de agregación de la nueva estructura económico-social, providencial al faltar un poder central tanto en la Iglesia como en la sociedad civil.

Nada tiene de extraño que la espiritualidad monástica occidental adoptara un cariz ético-práctico, centrado en la oración y el trabajo, en el perfeccionamiento moral yen la obediencia y la alabanza a Dios Padre. El abad no representa a la autoridad eclesiástica, sino más bien a la autoridad misma de Dios. Esto no quiere decir que el monasterio estuviera aislado o separado en la Iglesia. Testigo de ello es el papel que representa en la disciplina penitencial; hacerse hermano converso es un factor privilegiado de penitencia. La liturgia se extiende a las poblaciones aldeanas vecinas. El abandono social y espiritual en que vive el clero fuerza a los monjes a asumir cada vez más tareas pastorales.

Análogo razonamiento vale para la sociedad civil. La importancia concedida al trabajo hace del monasterio un centro, a menudo poderoso, de vida social y económica, cuya estructura modela el feudalismo. La propiedad de las tierras, los campesinos ligados a la tierra que trabajan, la división del trabajo manual como distinto del intelectual, que los monjes poco a poco se reservan: una estructura autosuficiente y jerarquizada, en la que reina una relación personalista por la ausencia total de un poder público.

Feudalismo no quiere decir sólo régimen de cristiandad y confusión entre sujeto eclesial y sujeto político. Para la sociedad quiere decir falta de distinción entre lo privado y lo público, dispersión y anarquía de los centros económicos y sociales, mantenidos unidos a duras penas por el vasallaje y el control imperial. Para la Iglesia quiere decir falta de una organización unitaria y, por tanto, carencia de condiciones para una conciencia eclesial común. Significa imposibilidad de sostener y cualificar la dignidad del clero y la fecundidad de su ministerio pastoral. Significa, sobre todo, incapacidad de resistir a los abusos de los señores y a las injerencias del poder laico en las cosas religiosas. Como observa Lagarde, "esta edad enseña también que la Iglesia resiste más fácilmente los asaltos masivos de un estado poderoso y unitario que la sorda conquista de una multitud de poderes minúsculos, cada uno de los cuales actúa en su propio ámbito con el impulso irresistible de las fuerzas naturales.

b) La reforma gregoriana. Puede comprenderse entonces la carga revolucionaria de la reforma promovida por el monje Ildebrando; que subió luego al solio pontificio con el nombre de Gregorio VII (1073-1085). El se preocupa de garantizar la libertad y autonomía de la Iglesia, forzando la distinción entre poder eclesiástico y poder civil. Dos cadenas había que quebrantar: a) el matrimonio o concubinato de los sacerdotes, con el cual el clero estaba ligado a la estructura feudal por medio de la sucesión hereditaria; b) la compraventa de cargos eclesiásticos, con los cuales los señores feudales controlaban el episcopado. La lucha por las investiduras (de los obispos por parte del emperador, pero también del emperador por parte del Papa) no es más que el fenómeno externo en que descargan aquellas contradicciones; de hecho, todo poder se basaba en una relación personalista de vasallaje y, por tanto, en un vínculo de fidelidad garantizado por una motivación sacra. Gregorio VII reserva para sí el derecho de nombramiento de los obispos, depone a los obispos simoníacos (que han comprado el obispado con el feudo anexo), restablece el celibato de los sacerdotes y le recuerda al emperador que el lazo de fidelidad por parte de los súbditos puede disolverlo la autoridad espiritual. La libertad y autonomía de la Iglesia no puede garantizarse más que con el desarrollo del ejercicio directo e inmediato del primado de Pedro. Comienza la centralización de la Iglesia en torno a la potestad pontificia a través del instrumento del derecho canónico, al que se otorga vigencia universal, de la ampliación de la curia romana y de los legados pontificios y del sistema fiscal centralizado.

Si la figura de iglesia que sale de ahí es exactamente la que hoy, sobre todo con el Vat. II, se intenta redimensionar mediante la recuperación de verdades teológicas y eclesiales quedadas en sombra, no hay duda de que la reforma gregoriana inició un proceso de cambio profundo, tanto en el plano de la sociedad civil como en el interno de la Iglesia.

En el plano temporal echa las bases para la superación del mismo sistema feudal e, indirectamente, estimula la formación del estado moderno. En efecto, all encaminar a la Iglesia y su organización jerárquica hacia motivos más rigurosamente pastorales y a una lógica autónoma, privará de un importante pilar de la vida social a la estructura feudal. Al diferenciar al sujeto eclesial del político, al promover la autonomía organizativa de la Iglesia y darle un poder central, estimulará a la autoridad temporal a hacer otro tanto, a buscar un poder central fundado en principios nacionalistas, a basar la legitimación no ya en un vínculo personal y sacro de fidelidad, sino en motivos políticos y autónomos (véase Felipe el Hermoso: 1268-1314). Se establecen las condiciones para el nacimiento del espíritu laico. En el plano eclesial da lugar a una dialéctica interna entre los tres estados de vida: monjes, clérigos y laicos. El monaquismo, sostén de la reforma ¡piénsese en la figura de san Pedro Damián (1007-1072) y más tarde de san Bernardo (1091-1153)] agota su función histórica primaria, pero no sale humillado; antes bien, sirve todavía de inspiración a la espiritualidad del clero y de los laicos. El clero queda incomparablemente promovido. Es verdad que no posee todavía una espiritualidad propia [hay que esperar a la escuela de san Sulpicio (s. xvii) y, más claramente aún, al Vat. II]; pero queda liberado de la sujeción a la tierra y al poder señorial y encaminado hacia un ejercicio desplegado de la pastoral (si bien sólo el concilio de Trento lo conseguirá ampliamente). La libertad del Papa es libertad para los obispos; la libertad de los obispos es libertad para el clero, y viceversa. Mientras se genera una indudable clericalización de la Iglesia (el clérigo vive en un estado de vida "separado"), se abre dialécticamente el espacio a los movimientos laicales y, por tanto, a una espiritualidad laica.

Si los bogomilias y los cátaros tienen una derivación cristiana no genuina, veteada de maniqueísmo; si la pataria milanesa puede considerarse como un fenómeno limitado de reacción a la corrupción del clero; si algunos movimientos tienen desenlaces heréticos o cismáticos, como los valdenses y los lollardos, mientras otros conservan un carácter ortodoxo y de vínculo eclesial, sin embargo, desde los hermanos de la vida apostólica a las beguinas y a la"devotio moderna", los factores comunes parecen ser su carácter laico y, las más de las veces, su organicidad con la nueva clase ascendente, la burguesía ciudadana.

Desde este punto de vista, también las órdenes religiosas, en especial la fundada por Francisco de Asís (ca. 1182-1226). pueden considerarse en sus orígenes como movimientos laicos atentos a los nuevos fermentos de la vida ciudadana. El que luego la previsora atención de los pontífices les confiriera un carácter más "clerical", de inserción en la vida cultural y en la organización unitaria de la Iglesia, es un testimonio de la importancia y de la capacidad de soldadura entre los dos polos de tensión.

3. MOVIMIENTOS DE REFORMA HERÉTICOS Y CISMÁTICOS - Sin embargo, las órdenes religiosas no pudieron impedir que se produjeran aquellas dolorosas rupturas que todavía hoy nutren la polémica religiosa y que tienen su raíz en el alto medioevo, en la Iglesia surgida de la reforma gregoriana: la ruptura entre Cristo y la Iglesia, entre Iglesia institucional e Iglesia del pueblo, entre Iglesia y reino de Dios. Desde el medioevo a la época contemporánea, la espiritualidad eclesial vive preferentemente en forma de anhelo de una reforma de la Iglesia con el intento de conciliar aquellas rupturas. A pesar de la grandeza de la obra de Gregorio VII, la Iglesia que sale de ella se presenta, de hecho, como una Iglesia poderosa, rica, que quiere influir y dirigir la cristiandad, clerical y jurista. No es posible reducir a un único común denominador los diversos impulsos y tendencias reformadoras de la Iglesia. Se puede, en cambio, identificar los rasgos comunes de aquellas aspiraciones, así como los gérmenes de su desenlace herético y cismático, o bien ortodoxo y efectivamente regenerador.

a) La Iglesia, entre evangelio de Cristo y reino del Espíritu. Los modos y la profundidad de la crisis se pueden estudiar en la obra del monje cisterciense calabrés Joaquín da Fiore (1145-1202). El distingue en la historia tres tiempos: el del Padre, que se extiende de la creación a Cristo; el del Hijo, que va del Hijo a la época contemporánea; el del Espíritu, que está próximo a llegar y a regenerar el mundo instaurando su reino terreno milenario. Es discutible si entendió realmente la venida del Espíritu como totalmente escatológica, o si su evangelio eterno no es otra cosa que la sustancia espiritual del mismo y único evangelio de Jesucristo, que debe desarrollarse en la historia hasta su plenitud. Si es hereje, su error consiste en no haber comprendido que el Espíritu se lo dio Cristo resucitado a la Iglesia de una vez por todas y que una división de la historia en períodos que distingue (por no decir opone) las personas de la Trinidad divina no es viable, puesto que cada una nunca obra si no es en compañía de las otras. De cualquier modo que se lo interprete, su pensamiento es expresión de una desviación del reconocimiento del misterio de la Iglesia. No consigue ver en la Iglesia actual su nexo pleno con el evangelio de Cristo, ni en la comunidad actual de los creyentes a la Iglesia de los santificados por el Espíritu, por lo cual establece como expectativa totalmente futura aquel reino milenario que, en realidad, está ya dado, si bien de manera oculta y germinal. Bien mirado, su utopía del reino milenario, en el que reinará la justicia, la pobreza y la comunidad de los bienes bajo la guía de los monjes, verdaderos hombres espirituales, es bastante regresiva, puesto que tiende a perpetuar un mundo ya en declive y a asegurar un nuevo papel al monaquismo, que está llegando al final de su función hegemónica en la Iglesia y la cristiandad. A pesar de ello, su pensamiento, por más torcido que sea, influirá no al azar en muchos movimientos espirituales y populares, desde los franciscanos "espirituales" de Angelo Clareno (1247-1337) al comunismo de ciertos anabaptistas (s. xvi) y a los furores pauperistas de Savonarola. Había comprendido, finalmente, la dificultad del reconocimiento pleno del misterio de la Iglesia y había encendido el fuego de la tensión entre evangelio e Iglesia, entre Iglesia institucional, poderosa y rica, e Iglesia popular, espiritual y pobre, entre reino de Dios y comunidad histórica.

Mas fue con Wyclef (1320-1384) cuando el malestar y las tensiones adquirieron la forma de una verdadera alternativa histórica. Las clases que surgían de la cristiandad medieval hacía tiempo que presionaban para que se reconociera el derecho de propiedad junto con la exigencia de un estilo de vida más laborioso y evangélico que el ofrecido por clérigos y feudatarios. Entretanto, a pesar de la exaltación del poder pontificio llevada a cabo por Gregorio VII, la Iglesia experimentó una grave crisis en suvértice, debida también a los impulsos nacionalistas y a las teorías conciliaristas, crisis que culminará en el llamado "cisma de Occidente" (1378-1449). Se deseaba una nueva ordenación de la misma estructura constitucional de la Iglesia. Resultó fácil recoger en un sistema único de pensamiento las aspiraciones reformadoras tradicionales: la vuelta al evangelio y a la absoluta normatividad de la Sagrada Escritura frente a los sofismas de los escolásticos y los gravosos intereses de la tradición; el rechazo, sutilmente maniqueo, de los ministerios y de los sacramentos en favor de una autogestión laica de la comunidad y de un compromiso ético dimanante del significado de los gestos litúrgicos; la neta oposición entre Iglesia espiritual de los santos (que tienen derecho de propiedad) e Iglesia institucional, poderosa, rica y corrompida (que no tiene derecho a poseer y a ejercer el ministerio). La mecha encendida por Wyclif explotó con J. Huss (1369-1415), el infatigable , reformador bohemio; pero sólo encontró su plena madurez y su desenlace cismático con M. Lutero (1483-1545).

b) La instancia de lo cualitativo. Los rasgos teóricos de la reforma de Lutero no son muy diversos de los de Wyclef y de toda la tradición reformista. En Lotero, sin embargo, son más robustas y profundas las líneas de una espiritualidad eclesial. En rigor, ni siquiera se podría hablar de una espiritualidad como disciplina distinta y separada, desde el momento que ésta quedó del todo absorbida en la "fe" que nace de la escucha de la palabra. Unico punto legítimo de partida para el conocimiento de Dios, la palabra evangélica absorbe toda la calidad de la existencia cristiana. Por eso la vida espiritual es radicalmente sólo la vida de la fe, mediante la cual el hombre, de pecador que era, se reconoce salvado. De suerte que también la Iglesia es radicalmente sólo una criatura de la palabra viviente. Su sustancia es el evangelio mismo, no los creyentes. Es la palabra la que convoca a los creyentes y hace de ellos una comunidad de santos. La escisión tradicional entre Iglesia y Evangelio queda superada de manera radical. Como también es superada la escisión entre Iglesia santa e invisible e institución visible y pecadora. Es la palabra, en efecto, la que constituye a la Iglesia en cuanto santifica a sus miembros pecadores. La verdadera Iglesia, pues, es sólo la de los santos; y las notas que permiten reconocerla son el evangelio puro y la recta administración de los sacramentos. Por eso la ordenación eclesiástica y los ministerios no tienen razón de ser, sino en cuanto y en la medida en que expresan el puro acontecimiento del evangelio y de la santidad que produce. Así se supera también la escisión entre clérigos y laicos (lo mismo que el estado de vida monástico); nadie en la Iglesia es objeto de cura pastoral; sólo puede ser objeto de la palabra, puesto que, en definitiva, es la palabra sola la que administra la misericordia de Dios y todos somos sujetos suyos. Se entiende que no existe tampoco separación entre comunidad de los santos y reino de Dios; la historia, en efecto, sólo es inteligible en cuanto movida por la palabra de Dios; y por eso, mientras la humanidad camina corrompida hacia su destrucción, es salvada por el evangelio la porción de humanidad fiel, según se manifestará en los últimos días, que ya están cerca. Entretanto, el reino de Dios vive oculto en una historia y en un mundo ambiguos.

Podría decirse que en Lutero la instancia de lo "cualitativo" cristiano y eclesial asume su forma más radical y exclusiva. Mas esta radicalidad y exclusividad constituyen también el grave límite de la reforma. La cualidad vive a expensas de "reducciones" gravísimas. El evangelio devora por completo la ordenación eclesial; lo propio hace el reino de Dios con la Iglesia; el laico absorbe totalmente al sacerdote (y al monje). La Iglesia se dispersa y se confunde en la cristiandad (que es, por lo demás, la de la clase ascendente, la burguesía, con la cual se corresponde la reforma), sin que la distinga apenas otra cosa que la disciplina de la palabra y de la fe interior.

e) Reino y revolución. Quien pierde inexorablemente es el alma revolucionaria y marginada por la reforma que presenta Th. Müntzer (1490-1525). Tenemos aquí no el centralismo de la palabra de Dios, sino la experiencia del Espíritu vivida por la comunidad eclesial. La Iglesia no es una criatura abstracta y aérea de la palabra, sino un pueblo concreto, una cristiandad llamada a conocer a Dios en una revelación abierta, no fijada en la letra muerta de la Sagrada Escritura, sino que vive en el corazón de los hombres. Müntzer veclaramente que la justicia imputada por la fe desemboca en el quietismo; no cambia moralmente al individuo ni el orden social existente. En realidad, para conocer a Dios en lo íntimo del corazón es preciso luchar duramente contra las pasiones carnales. Si no consiguen conducir al pueblo a la santidad y al conocimiento de Dios los ministros de la Iglesia católica (no puede conducir a la experiencia del Espíritu el que no tiene experiencia del Espíritu), mucho menos pueden conseguirlo los predicadores luteranos, que sustituyen a la Iglesia jurista y papista por el ministerio de las universidades y de la exégesis. Mas la palabra de Dios no es una palabra muerta, cuyo juez es un teólogo carnal, sino una palabra viva al servicio del crecimiento del pueblo. La Iglesia tiende aquí a identificarse poco a poco con la clase proletaria. Esta identificación nace de la crítica de la doctrina de Lutero de los dos regímenes. La autoridad política no tiene, como quiere Lutero, el cometido de mantener el orden exterior, sino de reprimir a los malvados y favorecer la santidad del pueblo. Al establecer una separación abstracta entre Iglesia y autoridad política, en realidad Lutero legitima el abuso de los poderes y convence con la predicación a los pobres de que estén sujetos a ellos. La autoridad política controlada por el pueblo debe acelerar, de hecho, el fin del "quinto reino", el de la alianza entre el poder espiritual y el poder temporal, y luchar por la instauración del reino de Dios, en el cual no haya ya conflicto entre Iglesia visible e Iglesia de los santos.

Movido por las preocupaciones decididamente pastorales, rota la unidad con la Iglesia católica, a Müntzer no le quedó otra salida que llevar a las últimas consecuencias los principios de la reforma (frente a sus soluciones conservadoras), hacia una lucha de los campesinos y de los obreros contra los príncipes y los burgueses. Testimonio de que las reformas luterana y müntzeriana, ésta mucho más, permanecen ligadas a la identificación medieval entre iglesia y cristiandad, sin encontrar en la búsqueda de lo "cualitativo" eclesial un camino de salida.

4. MOVIMIENTOS DE REFORMA ORTODOXOS - Característico de la tradición reformadora ortodoxa es, por el contrario, el rechazo de la oposición entre Cristo e Iglesia, entre Iglesia institucional e Iglesia santa y/o popular, entre Iglesia y reino de Dios. Ella lucha y sufre por la santidad de la Iglesia histórica y visible y por su reforma, pero sin pensar, en la búsqueda exasperada de lo "cualitativo" cristiano, en trastornar el ordenamiento eclesial recibido normativamente del NT e intentando formular poco a poco nuevas relaciones en la distinción frente al ordenamiento civil y político. Hay que observar, sin embargo, que esta tradición católica en su desarrollo acentuó excesivamente, a causa también de las tendencias heréticas y cismáticas, la defensa de la Iglesia institucional (véase contrarreforma) y puso sordina a la tensión escatológica lo mismo que a la radicalidad de la referencia evangélica.

a) La humanidad de Cristo y la santificación de la Iglesia. Una figura muy significativa de la reforma católica es la de santa Catalina de Siena (1347-1380)10, en la cual destaca netamente una espiritualidad eclesial auténtica. Es significativo el hecho de que Catalina, como Müntzer, el reformador popular no burgués, parta también de la experiencia espiritual y del problema del discernimiento del Espíritu, y que ambos, desde este patrimonio místico, desemboquen en una acción pastoral reformadora, si bien de un resultado muy diverso. La experiencia espiritual de Catalina, en efecto, está fuertemente arraigada en la humanidad crucificada y gloriosa de Cristo.

Ello le permite, en la experiencia del alma individual, no separar el diálogo con el Padre de la palabra evangélica de Cristo o ésta del don del Espíritu Santo. Conocimiento místico de Dios, revelación bíblica y experiencia del Espíritu están profundamente unidos en la realidad concreta del costado abierto de Cristo, vivo en la eucaristía, en los ministerios y en la Iglesia. Por eso la reforma de la Iglesia brota únicamente de la caridad crucificada del Verbo encarnado, el cual llama al hombre a colaborar y a todos los fieles a trabajar activamente en la viña del Señor para restaurarla. Esto se realiza comprendiendo y amando al corazón de Jesús, que manifiesta el amor del Padre. Hay que pasar del temor servil (el ordenamiento eclesiástico puramente jurídico) a la caridad, que acepta sufrir por la salvación de todos. Tenemos aquí una vuelta neta a la espiritualidad eclesial centrada en la noción de sustitución vicaria y enla comunión mística entre santos y pecadores. El que es santo pide sufrir con Cristo por la conversión de los pecadores, porque un lazo misterioso une a la comunidad eclesial, e incluso a todos los hombres. No es un lazo puramente invisible, sino orgánico. De hecho lo establece el Verbo encarnado, el cual nos une indisoluble y personalmente a los sacramentos y a los ministerios. De ahí que los santos deban rezar por la santificación de los ministros y de los pastores y fustigar con amor sus vicios y sus defectos. Con amor, porque no se puede prescindir de los ministros, aunque pecadores y corrompidos; de hecho, los sacramentos que ellos administran tienen valor en virtud de la acción de Cristo resucitado, y no por su santidad personal. Y mucho menos se puede recurrir al poder temporal para castigar a los pastores corrompidos. El cometido del poder político, en efecto, es promover la justicia, y no la santificación de la Iglesia. Esta es sólo obra de Cristo y de los fieles que aceptan sufrir con su corazón, haciendo crecer la caridad en el cuerpo místico de Cristo. La misma caridad de Cristo guía al discernimiento interior, a la profecía exterior, a la caridad social (que es el verdadero problema de la cristiandad y el secreto del mantenimiento de los estados) y a la caridad pastoral.

b) Reforma católica y caridad pastoral. Así quedan delineadas las directrices de la reforma católica. Perfección espiritual y compromiso para la santificación de la Iglesia aparecen frecuentemente unidos en los escritos y en las obras de muchos religiosos, desde santa Catalina de Ricci (1522-1590) a santa María Magdalena de Pazzi (1566-1607). La caridad social encuentra, especialmente en Italia, un fervor de iniciativas asistenciales, que constituirán a la larga el tejido vinculativo de la solidaridad social, ausente en el estado, primero, de los señores, absoluto luego y, finalmente, liberal. Pero, junto al poderoso impulso misionero hacia el nuevo mundo, el dato más característico de la reforma católica es la primacía de la caridad pastoral. La figura de obispo que sale de la reforma tridentina, representada simbólicamente por san Carlos Borromeo (1538-1584), rompe definitivamente con la confusión feudal entre sacerdocio y autoridad política. Aunque la influencia de la Iglesia en la dirección de la cosa pública tienda a seguir bajo la forma de la "potestas indirecta" (san Roberto Belarmino: 1542-1621), sin embargo, la pastoralidad de los ministerios no da ya lugar a equívocos. Los obispos tienen obligación de residir en las diócesis, se combate la acumulación de cargos eclesiásticos, con las visitas pastorales se ejerce el episcopado o la vigilancia sobre la enseñanza del catecismo, sobre la administración de los sacramentos y sobre la cura pastoral de los párrocos. El obispo, en una palabra, vuelve a ser el buen pastor que da la vida para que Cristo crezca en los fieles.

e) Entre obediencia y libertad. Aspectos negativos y limitaciones los hubo. La espiritualidad eclesial tiende, a partir de la contrarreforma, a hacerse inflexible en una defensa apriorista de la jerarquía, dando origen a una especie de voluntarismo eclesiástico. Escribe san Ignacio de Loyola (1491-1556) en las "reglas para obtener el verdadero sentido de la Iglesia militante", al término de sus "Ejercicios espirituales": "Debemos siempre tener, para en todo acertar, que lo blanco que veo, creer que es negro, si la Iglesia jerárquica así lo determina'. Esto se corresponde con el carácter batallador y pragmáticamente apostólico de la espiritualidad ignaciana y, por tanto, jesuítica. En los Ejercicios espirituales se pide escoger la bandera, realizar una elección de campo teórica y práctica, de fe y praxis, por la Iglesia y contra sus enemigos históricamente individuados. Y ello incluso en detrimento de las verdades naturales e históricas que pueden encerrarse en la posición de los adversarios. Lo que cuenta es escoger aquella parte históricamente determinada que lo incluye todo en sí potencialmente.

Se dice que la frase arriba referida iba dirigida contra el humanismo individualista de Erasmo de Rotterdam (1467-1536), enteramente carente del sentido de Iglesia. Pero nada podría contra el humanismo mucho más ortodoxo de santo Tomás Moro (1478-1535), el cual con su testimonio y su martirio anticipa los derechos de la libertad de conciencia. Desgarrado entre la fidelidad a su rey y la fidelidad a la Iglesia, Tomás Moro acepta subir al patíbulo no por una fidelidad apriorista a las razones del Papa, sino para no pecar contra la propia conciencia, condenando así su alma. Convencido de la verdad de las razones de la Iglesia, conjura a su soberano a mostrarle sus razones y a convencerle de que lo blanco es negro. Al no hacerlo, se inclina bajo el hacha para no contradecir la persuasión de su conciencia. Una desgarradora tensión entre obediencia a la autoridad y libertad de conciencia ha surgido no fuera, sino dentro de la misma espiritualidad eclesial.

d) Piedad popular y representación vicaria. En la época de los estados absolutos y del iluminismo no hay desarrollos significativos de la espiritualidad eclesial. El nuevo equilibrio de alianza entre trono y altar no favorece la explicitación temática de la realidad de la Iglesia en la espiritualidad. Esta, sin embargo, alcanza precisamente en este período su época clásica. También la teología atiende preferentemente a los temas antropológicos de la relación entre naturaleza y gracia. Mientras en la moral oficial hay que buscar un equilibrio entre laxismo y rigorismo, la piedad popular, ausente de estos excesos y sostenida por una religiosidad humana y afectiva (san Alfonso de Ligorio: 1696-1787), se desarrolla como un filón subterráneo que se inclinará, a través de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús y al Corazón Inmaculado de María, en el s. xix, a coincidir con el movimiento de exaltación del primado del Romano Pontífice (1870).

Hay que subrayar el papel de la piedad popular y de la espiritualidad de las devociones, porque en ellas viven y se mantienen presentes temas de espiritualidad eclesial ausentes de la teología docta. J. Ratzinger ha subrayado el valor cristológico y eclesial de la devoción al Sagrado Corazón. En él alienta el tema de la representación por amor que Jesús ejerce ante el Padre en sustitución de nuestra incapacidad de vencer sobre el pecado. La devoción al amor herido de Cristo expresa nuestra voluntad no sólo de reparar por amor las ofensas inferidas por los hombres. sino también de suscitar, mediante nuestra voluntaria aceptación por amor de los sufrimientos, la gracia de la conversión de los pecadores. De este modo se vive antes de ser pensado el misterio de la Iglesia, que es en el mundo servicio de salvación para muchos y signo eficaz de la solidaridad de todo el género humano.

El nexo entre movimiento mariano y principio petrino lo ha destacado H. U. von Balthasar. La devoción a María y la comprensión viva de su maternidad espiritual respecto a la Iglesia y a los cristianos desarrollan enormemente el sentido eclesial y, de hecho, están íntimamente unidas con la comprensión y el amor por el ministerio del Romano Pontífice.

Sin embargo, no rara vez estos movimientos populares de devoción adquieren tonos apocalípticos y catastróficos con la ingenua tendencia a individuar en la avanzada de las fuerzas históricas innovadoras los signos premonitores de los conflictos entre la Iglesia y el anticristo, que preceden al fin.

5. RENACIMIENTO Y DESPLIEGUE DE LA ESPIRITUALIDAD ECLESIAL - La espiritualidad eclesial experimenta un verdadero y auténtico renacimiento en la época contemporánea. La Revolución francesa (1789), con su fuga hacia un proyecto de sociedad programática y abiertamente laica, con su intento de transición democrática, lleva a la madurez los frutos de la distinción entre poder espiritual y autoridad política, los frutos del espíritu laico, que desde hacía tiempo se habían ido formando. Tampoco el intento de restauración católica puede evitar la novedad revolucionaria, y se ve forzado a asumir elementos de las nuevas concepciones, hasta asimilar la fecundidad positiva de las libertades civiles, de la democracia y de las instancias de la nueva socialización.

a) La Iglesia, tema explícito de espiritualidad. La espiritualidad eclesial se convierte en factor no colateral, sino esencial, y a menudo decisivo, de la perfección cristiana. Así lo vemos en A. Rosmini (1797-1855). En sus Massime di perfezione, por primera vez después de mucho tiempo de literatura espiritual, enumera entre los "fines del obrar cristiano en simplicidad" no sólo "desear única e infinitamente agradar a Dios, es decir, ser justo" (máxima primera), sino también "dirigir todos los pensamientos y acciones propios al incremento y a la gloria de la Iglesia de Jesucristo" (máxima segunda) y, asimismo, "permanecer con perfecta tranquilidad respecto a todo lo que sucede por disposición divina, no sólo en relación a sí mismo, sino también en relación a la Iglesia de Jesucristo, obrando en favor de ella según la llamada divina" (máxima tercera).

Trabajar por la Iglesia, ser Iglesia, mantener la tranquilidad espiritual en los sufrimientos propios y de la Iglesia, a causa de la Iglesia y por parte de la Iglesia, se hace finalidad espiritual explícita, lugar en el que se desarrolla la verdadera perfección cristiana.

Se ha de observar también que por Iglesia no se entiende ya, como en santa Catalina de Siena, los ministros sagrados, sino toda la comunidad de los fieles. de la cual los obispos y el Papa son "parte esencial", no caduca. Al ser puesta en tela de juicio toda la Iglesia en su mismo ser por parte de la ruptura revolucionaria, se adquiere entonces conciencia de la totalidad de la Iglesia como cuerpo místico de Cristo (con esta expresión santa Catalina, poco rigurosa en el uso de los términos teológicos, entendía, no al azar, la sola jerarquía).

Toda la Iglesia, objeto y fin de la espiritualidad, comprende en Rosmini no sólo la militante, como en san Ignacio. sino también la purgante y la triunfante. Así no se olvida la tendencia al reino de Dios. "Todas las complacencias del Padre están puestas en el Hijo y las del Hijo en los fieles que forman su reino". Pero hay que orar y desear que todos los miembros de la Iglesia lleguen a la perfección en el reino y así venga el reino, que glorifica al Padre.

El principio de pasividad, común a toda la tradición espiritual cristiana, se convierte en un sufrir serenamente en espíritu por todo lo que acaece en la Iglesia, seguros de la providencia divina y de la indefectibilidad de la Iglesia prometida por Cristo. Pero significa también sufrir con tranquilidad de espíritu por todo lo que acaece a uno a causa de la Iglesia y también por parte de la Iglesia (Rosmini lo experimenta en su propia situación personal).

Pasividad, sin embargo, quiere decir purificación, no inactividad. Al contrario, el obrar cristiano es indispensable y se orienta en estas tres direcciones insustituibles: hacia el perfeccionamiento de sí, hacia el perfeccionamiento de la Iglesia y hacia el perfeccionamiento de la sociedad. Aunque, y precisamente porque estas tres esferas tienden a independizarse relativamente, es preciso que estén coordinadas entre sí. De este modo se puede responder al desafío iluminista y revolucionario que busca al hombre emancipado y emancipador. Obrar en caridad, en efecto, debe ser un obrar inteligente; es decir, maduro y adulto. El abandono a la providencia es esencial para purificar en sentido cristiano la misma inteligencia.

La caridad y sólo la caridad, nos dice Rosmini en otras obras, es la sustancia y el fundamento de la Iglesia. Su constitución jurídica no podría regir los acontecimientos de no estar sostenida por el misterio de la caridad que el Padre tiene a su Hijo, el Hijo a los fieles y los fieles entre sí y al mundo. El verdadero ordenamiento de la Iglesia es un ordenamiento espiritual, el de la caridad.

Inteligencia de la historia y penetración del misterio le permiten a Rosmini el salto cualitativo en la espiritualidad cristiana. Consigue romper con muchos lugares comunes del pensamiento católico de la restauración. Animado, como el gran Gregorio VII, de la preocupación por la libertad de la Iglesia, comprende el principio de que ésta sólo queda garantizada dentro de una libertad (social, civil y política) para todos. Por eso no cae en el equívoco contrarrevolucionario. Antes bien, rompe con los galanteos medievalistas de los restauradores románticos y cuenta entre las llagas de la santa Iglesia la separación entre el clero y el pueblo verificada en la Edad Media. La reforma de la Iglesia debe realizarse al presente teniendo en cuenta tanto el misterio interno de la caridad y de la unión entre pastores y fieles, como las condiciones históricas externas posteriores a la revolución, no todas ellas malas; y, de todas formas, defendiendo siempre la libertad de la Iglesia.

b) Renacimiento eclesiológico y misterio de la Iglesia. La reflexión de los teólogos no tarda tampoco en hacer objeto de sus preocupaciones al misterio de la Iglesia. Precursores del renacimiento eclesiológico (que se desarrollará en nuestro siglo hasta culminar en el Vat. II) son: en Alemania, J. A. Moehler; en Inglaterra, J. H. Newman; en Italia, la escuela romana y, más tarde, J. M. Scheeben.

Característica de este renacimiento es la recuperación del misterio, pero de modo orgánico, en la unidad entre aspecto visible e invisible de la Iglesia, no ya, como en la reforma protestante, como una exasperación de lo "cualitativo", que extenúa el ordenamiento externo, sino superando también decididamente los límites de la eclesiología de la contrarreforma, la cual exalta el momento jurídico y el ordenamiento en menoscabo de lo "cualitativo" y, en definitiva, del misterio.

Es conocida la frase con que, irónicamente, resumía J. A. Moehler la concepción eclesiológica en vigor desde la contrarreforma: "Dios creó la jerarquía y con ello proveyó suficientemente a la Iglesia". Había que recuperar el cuerpo de la Iglesia, el pueblo de los fieles. Pero aún más había que recuperar el misterio. En el volumen L'unitá della chiesa presenta a la Iglesia fundada por el envío del Espíritu Santo en Pentecostés y, por tanto, como realidad íntimamente espiritual, pero que crece y se articula a la manera de un organismo viviente, cuya alma (el Espíritu, la comunión, la caridad) impulsa a los miembros a crecer y articularse en órganos cada vez más complejos.

En la obra siguiente, la Simbolica, completa la perspectiva, afirmando que la Iglesia nace ciertamente del Espíritu, pero es enviada de manera explícita y autorizada por Cristo, con el cual mantiene un vínculo místico. Ella es como una encarnación continuada. El aspecto interno, puesto de relieve en L'unitá sella chiesa, se coordina aquí con el aspecto externo; la predicación exterior, la administración de los sacramentos, la autoridad y la disciplina están vinculadas de manera visible y verificable con el mandato positivo de Cristo. De suerte que no se puede separar el alma del cuerpo, ni subordinar el cuerpo a las meras exigencias del Espíritu. No obstante, subsiste todavía en esta visión un marcado acento místico, que hace de la Iglesia en sus aspectos visibles e invisibles, exteriores e interiores, un único misterio de salvación.

También el itinerario de la conversión de J. H. Newman del anglicanismo al catolicismo pone de manifiesto el descubrimiento del misterio de la Iglesia, realidad inseparablemente visible e invisible. No le guía otra preocupación que buscar la plenitud de la verdad cristiana y su realización temporal e histórica en la verdadera Iglesia. La encuentra en la Iglesia católica, la cual poco a poco, en el estudio asiduo de los Padres y de la historia, se le revela como el estado adulto del cristianismo, como el punto más alto y completo del crecimiento y del desarrollo de la realidad cristiana.

La experiencia de Dios sólo puede tenerse plenamente en Cristo. La experiencia de Cristo sólo puede realizarse de un modo completo y manifiesto en la Iglesia, que es como una continuación de la lógica de la encarnación; y, concretamente, en esto: en la autoridad y en los sacramentos. Ahora bien, sólo la Iglesia católica ha mantenido a lo largo de la historia la plenitud de estos dos elementos. La autoridad eclesiástica, en efecto, en contra de cuanto afirma el espíritu racionalista, está movida en toda su actividad y en toda su razón de ser por la representación del misterio de la pasión de Cristo, el cual se hace siervo y obediente hasta la muerte para salvar a muchos. En cuanto a los sacramentos, ofrecen a lo largo de la historia a los contemporáneos la presencia reveladora de Cristo y permiten de forma concreta un verdadero encuentro con Dios. El aspecto visible e histórico de la Iglesia, que se articula en la autoridad y los sacramentos, es, pues, el instrumento esencial e indispensable para generar la comunidad de los santos, la cual une las almas con Dios a través de Cristo.

El acercamiento a la Iglesia católica no coincide en Newman, como sucede a menudo, con un endurecimiento conservador. Más bien lleva al catolicismo el estímulo de instancias renovadoras, desde la concepción dinámica del desarrollo de los dogmas a la instancia a hacer participar a todos los fieles en las definiciones dogmáticas de la Iglesia; desde la atención a una armonía entre dogma e itinerario psicológico y subjetivo de la fe al apostolado de los laicos. Historicidad, subjetividad, sentido comunitario entran en la Iglesia católica sin lacerarla, exaltando más bien el descubrimiento del misterio.

Los teólogos de la escuela romana, atentos y no moderadores obtusos de la ortodoxia y del catolicismo, acogieron las nuevas sugerencias, pero repensándolas sin solución de continuidad con la tradición controversista (G. Perrone) y escolástica (C. Passaglia, C. Schrader, J. Franzelin). Es genial la elaboración de C. Passaglia. En el tratado De Ecclesia Christi pone a punto la sustancia teológica de la Iglesia, mostrando su derivación trinitaria, encontrando así un nuevo equilibrio entre Iglesia de los justos atraída por el Padre, comunidad visible o histórica proveniente de Cristo, y realidad espiritual animada por el Espíritu Santo. Rehusa dar una definición unívoca y exhaustiva de la Iglesia, y emplea la multiplicidad de las imágenes bíblicas ofrecidas por la tradición patrística. Relaciona luego la Iglesia con la tradición viva, concibiendo la expresión "economía de la salvación" y de la transmisión de la verdad. De suerte que la Iglesia es en la historia órgano detransmisión de la revelación y de realización de la salvación transhistórica, pero también órgano de la salvación de todo el género humano en cuanto órgano de la palabra de Dios, la única soberana.

La no total identificación entre palabra de Dios y dogma, la no total identificación entre tradición viva y magisterio, entre Iglesia y jerarquía, y menos aún entre Iglesia y cristiandad, no es extraña a las aperturas liberales y conciliadoras de Passaglia, diplomático y escritor político. De gran relieve es también el hecho de que la doctrina de la gracia sea reconsiderada en él dentro de la eclesiología. La gracia no es sólo la gracia de Cristo transmitida a todo fiel, sino que es la gracia de la cabeza transmitida al cuerpo (la Iglesia) y a cada uno de los fieles. La gracia es eclesioforme. Y consiste no sólo en una presencia ontológica creada en el alma del justo, sino en la inhabitación personal del Espíritu, y con él, del Padre y del Hijo, en el corazón del creyente.

Sin embargo, esta gran ocasión teológica no prosperó mucho en la Iglesia, preocupada por la reforma pastoral, por la confutación de los errores filosóficos y políticos del tiempo, por la sacudida social y política; en una palabra, por los problemas de la "cristiandad".

e) El despertar de la Iglesia en las almas. Entre las dos guerras, al caer en la cuenta del carácter totalizador de la sociedad burguesa e intentar reaccionar globalmente frente a su decadencia, también la espiritualidad se ve estimulada a una reconsideración total del ser de la Iglesia y de su capacidad para responder a la plenitud de los problemas humanos dentro de un mundo concebido ahora como totalidad.

R. Guardini, sacerdote alemán de origen italiano, escribe en 1922 Il seno della chiesa, que comienza con estas palabras: "Un proceso de incalculable alcance ha comenzado: el despertar de la Iglesia en las almas". Intenta presentar a la Iglesia como la respuesta global a la crisis individualista de la sociedad burguesa. La Iglesia, en efecto, como realidad viva y orgánica responde a la necesidad comunitaria del hombre, que la evolución histórica de la sociedad reprime pero no suprime. Esto no quiere decir estrangulamiento de la personalidad. Al contrario, satisface la necesidad de un vínculo societario, al cual la persona está constitutivamente abierta y sin el cual no puede realizarse y desarrollarse plenamente. En este sentido, la Iglesia realiza el verdadero humanismo. A pesar de los pecados y de los errores, la Iglesia pone la realización del hombre en lo que le abre a una relación viva con el todo, con lo incondicionado, con lo absoluto. "La Iglesia es la realidad entera vista, valorada y vivida por el hombre total. Solamente en ella está la totalidad del ser... la totalidad de lo real, vivida y dominada por la totalidad de lo humano" (p. 91). Al abrir al hombre a la vida más allá de la historia, libra al hombre de las contingencias, y con ello lo emancipa, dándole un punto de vista nuevo y superior, un principio de vida nuevo e integral.

Si esto es así, entonces es preciso que la Iglesia sepa renovarse y transformarse en sus expresiones históricas de forma que ponga de relieve: a) La vida comunitaria, "descendencia de la comunidad divina" (p. 110); b) la anterioridad de la Iglesia, realidad sobrepersonal, respecto a la gracia de los individuos; c) la armonía entre lazo societario y realización de la personalidad; d) su capacidad de estar próxima a la humanidad; y e) que para gustar la libertad en la Iglesia tienen que tener todos el sentido de ser Iglesia.

El mismo Guardini, en el prefacio a la edición del 33, señalaba los límites de su trabajo, consistentes en su falta de historicidad. Podemos añadir que se resiente de los limites de aquella cultura romántica y vitalista, a la cual quería oponerse en sus éxitos individualistas. El movimiento juvenil que suscitó permitió ofrecer una alternativa a la "Freideutsche Jugend", terreno fecundo para el nacimiento del nacionalsocialismo. La comprensión incompleta de las razones de la crisis de la burguesía, así como el indudable límite integralista, no suprimen el mérito de haber colocado en el primer plano de la conciencia de la Iglesia entera, y sobre todo de los jóvenes, la importancia y la necesidad, en el ambiente atormentado de la historia, de vivir de modo personal, comunitario, liberador y responsable la realidad de la Iglesia, así como su papel en la cultura y en la sociedad.

d) Espiritualidad laica en época de democracia. El desarrollo de la democracia y el reforzamiento del movimiento obrero han orientado la atención de la espiritualidad eclesial hacia el significado cristiano y eclesial del estado laico, hacia la relación entre Iglesia y mundo, entre Iglesia y condición obrera.

En la teología del laicado se busca nq sólo aclarar el papel activo, maduro y responsable del laico en la Iglesia, sino también definir los rasgos de una moderna santidad del laico y los valores de una santificación en el mundo. De la idea tomasiana de la magnanimidad (el alma tiene un radio de apertura coinci, dente con el mundo y quiere asimilarse a él, transformándolo; la vida cristiana repite la actitud universalista del geste de Jesús) se pasa a una visión más orgánica, que valoriza la legítima autonomía de las realidades terrenas, indicando los caminos de una santificación en le profano. Entonces la adhesión a la voluntad de Dios, santa y santificadora, se expresa como vocación, servicio, compromiso y responsabilidad. Se trata, en suma, de hacerse responsable del mundo ante Dios, viviendo aquí la experiencia de la cruz y recuperando las funciones profética, sacerdotal y real de Cristo y de la Iglesia en el corazón mismo de la condición de laico, de hombre del pueblo inmerso en las realidades seculares.

Semejante espiritualidad está orientada a llevar a la Iglesia, por encima del ordenamiento jerárquico, al corazón del mundo, de las realidades profanas; pero también, viceversa, las cosas laicas, en su bondad natural y transformadas por la santidad, al interior de la Iglesia en cuanto prolongación de la encarnación de Cristo o anticipo del reino. Semejante espiritualidad, si bien corre el riesgo de ser entendida como la espiritualidad separada de un estado preciso de la Iglesia, el de los laicos, es consciente, sin embargo, de la totalidad de la Iglesia, al tiempo que mantiene la insustituible distinción entre pastores y fieles. derivada de la índole apostólica de la Iglesia no menos que de su articulación constitutiva en sacramentos y ministerios. La orientación actual hacia la ambigua teología de la secularización puede considerarse como una radicalización de la espiritualidad laica, madurada en terreno protestante, no del todo adaptada a la espiritualidad católica.

De mayor actualidad histórica es el estimulo a recuperar una espiritualidad eclesial bajo las incitaciones del movimiento obrero. Son famosas las palabras de Pío XI, según el cual el gran escándalo del s. xix es el hecho de haber perdido la Iglesia a la clase obrera. A pesar de los grandes méritos del movimiento social católico, el divorcio se ha consumado. La cuestión es de una importancia tan decisiva, que su solución no puede menos de implicar una reformulación de la "misión" y del "ser" Iglesia en la historia.

La experiencia de los sacerdotes obreros puso al desnudo, con su fracaso, la profundidad de la separación y la amplitud de las tareas que conlleva una reconciliación. Desde una profunda espiritualidad misionera y con el propósito de ganar de nuevo al mundo obrero para la Iglesia, la experiencia demostró, por un lado, la necesidad de una reconversión radical de la Iglesia en su cultura teológica, en su estructuración histórica, en sus métodos pastorales, y, por otro, la necesidad de afrontar el mido histórico del movimiento obrero organizado. Este no ha de entenderse sólo como un movimiento emancipador de las clases proletarias en el plano puramente económico, social y político, sino como poderoso reformador moral e intelectual, y en cuanto tal capaz de suscitar la cuestión de la verdad humana, filosófica y moral; más aún, de cuestionar la concepción de la religión y la cualidad misma del mensaje cristiano como mensaje de salvación.

La dificultad pastoral, que de momento parece insuperable, consiste en la incapacidad de mostrar con los hechos, por encima de las palabras, que la Iglesia no está ligada, en su razón de ser, a los intereses de los ricos y de las clases dominantes. En otras palabras, la Iglesia aparece de hecho muy poco religiosa y espiritual allí donde se cree que la religión no debe alienar de las tareas encaminadas a transformar la tierra y de las luchas en pro de la justicia, y sí expresando su rebeldía frente a una condición (la de la sociedad burguesa) "privada de espiritualidad" (Marx), favorecer los rectos esfuerzos de emancipación humana, a la vez que mostrar y hacer vivir las cosas divinas (Maritain).

II. Los caminos de la espiritualidad eclesial
 abiertos por el Vat. II

No se trata aquí de exponer la eclesiología del Vat. II, sino de destacar la toma de conciencia del misterio de la Iglesia y de identificar los caminos para vivir una espiritualidad eclesial concreta según las indicaciones que pueden deducirse del concilio.

Vivir el misterio de la Iglesia significa: 1) experimentar en ella el acontecimiento de la salvación, o sea la comunión con Dios; 2) experimentar en ella la comunión fraterna; 3) hacerse, con ella, sacramento de salvación para toda la humanidad.

1. LA IGLESIA, LUGAR DE EXPERIENCIA DE LA COMUNIÓN CON Dios - Según el Vat. II, misterio no significa sólo una verdad inaccesible a la razón humana, sino más bien el plan de salvación del Padre revelado en Cristo y ofrecido en signos sensibles a todos los hombres. Por tanto, vivir en la Iglesia, comunidad concreta, significa encontrarse con la persona concreta de Jesucristo y, por lo mismo, a través de él, tener la experiencia del Padre, conocer y amar su voluntad salvífica.

Por eso, vivir la Iglesia como misterio significa tener la experiencia de la comunión con Dios (cf LG 1). La Iglesia, en efecto, es "un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (LG 4). Es la circulación de amor entre el Padre. Cristo crucificado y resucitado, y el Espíritu de pentecostés, el cual hace vivir a la Iglesia como realidad divina y comunica a cada uno la vida teologal.

a) La Iglesia y el Padre. La Iglesia debe sentirse como una asamblea convocada por el Padre, que camina para volver a él (cf LG 2). Tal vocación invisible y eficaz comprende a todos los justos o a los elegidos, aunque no los veamos pertenecer de hecho a la comunidad visible. El Hijo, en efecto, ha sido enviado para reunir a todos los justos; pero esto sólo se manifestará a su vuelta.

Quiere esto decir que la vocación del Padre es universal (cf LG 13) y que se consumará en los últimos tiempos. Vivir como Iglesia en relación con el Padre significa entonces tener el ansia de universalidad pastoral y misionera, tener el ansia de consumación escatológica a través de la paciencia de la historia y del impulso a congregar a los hombres en unidad. El que gusta la comunión con Dios, revelado como Padre, no puede consumar esta comunión para sí solo.

b) La Iglesia y Cristo. El Padre realiza a través de Jesucristo, palabra de Dios hecha carne, su voluntad salvífica (cf LG 3). Por eso la Iglesia, comunidad visible que sigue las huellas de Cristo, vive y se nutre de él, cumpliendo su mandato de transmitir la salvación a todos los hombres y en todo tiempo hasta su vuelta. Vivir la Iglesia como comunidad históricamente determinada supone superar el escándalo de la encarnación. Dios quiere salvar a través de pocos a muchos; a todos los hombres a través de un hombre y a través de algunos a quienes ha llamado a seguirle. La dificultad radical de la aceptación de la Iglesia estriba en este escándalo. Elegir la Iglesia significa superarlo, encontrándose con Cristo, palabra de Dios hecha carne, y no con un simple hombre, por más capaz que sea de suscitar admiración. Elegir la Iglesia, pequeño rebaño, histórica y socialmente "extraño", significa haber captado la realidad invisible (la comunidad llamada y elegida por el Padre) en la realidad visible (la comunidad histórica que continúa la misión de Cristo, no sin defectos y errores).

La separación (querida por la economía divina) entre la asamblea visible de los justos y la comunidad históricamente individuada provoca ya de por sí sufrimiento y cruz, pero también anhelo de reforma, deseo misionero y santificación. Hoy cuando, más que nunca, el pequeño rebaño histórico se encuentra en un mundo contradictorio, aunque no falto de aspiraciones y obras de justicia, las fricciones entre la Iglesia y la comunidad humana, más amplia, provocan en quien escoge responsablemente la Iglesia, ya en esta elección, la experiencia de la cruz y del consuelo del resucitado. No es posible ser santos sin sufrir por la Iglesia, en la Iglesia y por parte de la Iglesia. Al que acepta la cruz inherente al ser consciente y responsablemente Iglesia se le abre el consuelo de experimentar en la propia carne el carácter concreto del amor del Padre, el cual se complace en su Hijo obediente en su condición humana y lo resucita.

Así pues, vivir lo concreto de la comunidad histórica significa conformarse a la "kénosis", a la humillación de Cristo, el cual para servir se despojó de la forma divina y para enriquecer a muchos se hizo pobre. Ser Iglesia es un servicio a la humanidad. Entonces la comunidad puede experimentar en el acontecimiento de la eucaristía la pascua del Señor, el cual está presente, glorioso, en medio de ella. Entonces la Iglesia escogerá como estilo suyo de ser y de realizar su misión los medios pobres (cf LG 8), o sea, la pobreza desarmada de la predicación, la fuerza discreta del testimonio, y no permitirá que el uso de los bienes externos, si bien necesario, impida la transparencia de Cristo crucificado.

e) La Iglesia y el Espíritu. La pequeña comunidad histórica, en efecto, recibe constantemente el Espíritu de complacencia del Padre, que es el mismo Espíritu de Cristo resucitado y vivo, enviado de una vez por todas a la Iglesia el día de Pentecostés. Vivir la Iglesia significa realizar la experiencia del Espíritu; no solos, sino juntos, porque todos comulgamos en el mismo Espíritu, en el mismo cuerpo de Cristo resucitado (cf LG 4). No para nosotros solos, sino para toda la humanidad y para la renovación del mundo, en el cual el Espíritu obra misteriosamente.

Vivir el Espíritu de la Iglesia y en la Iglesia significa experimentar la filiación de Dios y la libertad a la que hemos sido llamados. Significa pasar del temor servil del Dios de la religión opresiva y de la ley inexorable a la alegría de la confianza y el perdón recibido. Significa también obrar para ampliar los espacios de la libertad y de la dignidad de los hijos de Dios en la Iglesia, tentada siempre de convertirse en "religión" y "ley".

Vivir la libertad del Espíritu en la Iglesia no significa oponer el entusiasmo carismático a la opacidad de la institución y a la inercia del pueblo. El mismo Espíritu, que se ha dado a toda la comunidad y otorga carismas a los particulares para la edificación de todo. es también el que se ha autovinculado soberanamente a los sacramentos y a los ministerios, garantizando que no faltará. Vivir el Espíritu en la Iglesia significa entonces intentar comprender el Espíritu de la Iglesia (de la totalidad de los fieles unidos a sus pastores) sin impaciencias ni perezas. Si luego el Espíritu conduce a la verdad toda entera, entonces nos da el sentido interior de la fe verdadera e íntegra. Pero el sentido de la verdad no es una posesión individual. Es infalible en la medida en que se comunica con la universalidad de los fieles unidos a sus pastores (cf LG 12; 25). Si, finalmente, el Espíritu santifica a la Iglesia y la enriquece con los dones del Esposo, impulsándola constantemente a convertirse, entonces vivir el Espíritu de la Iglesia no significa sólo creer en la santidad originaria e indestructible de la Iglesia, a pesar de los pecados, sino también recibir de ellanuestra santidad y no negar a ninguno en la Iglesia los instrumentos para su santificación.

2. I.A IGLESIA, LUGAR DE EXPERIENCIA DE LA COMUNIÓN FRATERNA - "Fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente" (LG 9). A la Iglesia la define el Vat. II como un pueblo inserto en la sociedad, en camino por la historia, el cual experimenta la salvación como comunión fraterna y hace experimentar en toda comunión fraterna un momento de salvación. Comunión con Dios y comunión entre los hombres son, en efecto, aspectos íntimamente correlacionados y necesarios del acontecimiento de salvación único.

a) El nuevo pueblo de Dios. Sin embargo, el pueblo de Dios no se identifica. como el antiguo Israel, por un lazo étnico, ni por una alianza con Dios testimoniada por un signo en la carne, sino que "tiene por cabeza a Cristo... por condición la dignidad y la libertad de los hijos de Dios... por la ley el nuevo mandato de amar como el mismo Cristo nos amó... como fin la dilatación del reino de Dios" (LG 9). El germen de unidad, de comunión y de salvación que en él se puede experimentar es un signo eficaz, un fermento para todo el género humano hasta la unidad final, cuando no habrá ya Iglesia en la humanidad, sino la humanidad entera salvada en torno a Cristo y la pecadora rechazada.

b) Por ministerios y sacramentos. La carta de identidad del pueblo de Dios no puede ser, pues. sociológica, cultural o política, sino que su estatuto, arriba definido, hace de él un pueblo que no se distingue de la sociedad en que está inmerso más que por el hecho de ser pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, que crece y se articula mediante los ministerios y sacramentos. No se ha destacado bastante el hecho de que la noción de pueblo de Dios, más histórica o social respecto a la noción jurídica de sociedad perfecta, o a la espiritual de cuerpo místico, no justifica algunas interpretaciones sociológicas que se han dado de él. Mediante los sacramentos y los ministerios es como una porción del pueblo se convierte de conjunto sociológico en pueblo de Dios. El organismo sacramental entero, a través de los diversos ministerios, articula y hace crecer a un pueblo amorfo, dándole unidad orgánica y haciéndolo cuerpo de Cristo. Pues bien, todos los sacramentos culminan y están compendiados en la eucaristía. Por eso es la eucaristía la que hace a la Iglesia. La experiencia litúrgica no puede entenderse, pues, como simple momento de culto que realiza en cada participante la virtud de la religión. Es no sólo lugar privilegiado de la experiencia de la Iglesia, sino vértice al que tiende y fuente de la que mana toda la vida cristiana de la comunidad y de los individuos (cf SC 10).

c) Elite, masa o pueblo. Hay que superar una peligrosa escisión que se está produciendo. Por una parte, pequeños grupos experimentan casi en laboratorio la novedad conciliar de la Iglesia como comunidad, como comunión intensa, pero corriendo el riesgo de olvidar o de eliminar a la gran masa del pueblo cristiano. Por otra, ésta aspira a vivir la espiritualidad eclesial promovida por el Vat. II y tiende a proponer de nuevo a la Iglesia como cristiandad sociológica o bien como sociedad jurídica que no se deja reformar por la realidad del misterio. Habrá que superar semejante escisión. Ello supone claridad doctrinal y sensibilidad pastoral. La Iglesia no es una élite de reformadores iluminados, ni una cristiandad, o sea, una masa cultural, social y políticamente identificada. Es un pueblo que del bautismo a la eucaristía, en torno a los ministros salidos de su seno y capacitados por el sacramento del orden, sigue un camino orgánico, por lento que pueda parecer, de conformación y de asimilación del Espíritu santificador, de vuelta al Padre. Hacer la experiencia de esta comunidad fraterna significa ser solícitos con toda la Iglesia, atendiendo a los modos específicos de su crecimiento. Esto supone en todos un vivo sentido de la pastoral. o sea, de la obra de auto-construcción de la Iglesia.

d) Diáspora, unidad y pluralismo. Es preciso que todos los bautizados que buscan el reino de Dios sepan buscar el rostro del hermano, sepan gustar la alegría de encontrarse juntos en nombre de Cristo, incluso fuera de la asamblea litúrgica. Aun viviendo como en diáspora en medio del mundo, hecho providencial y querido por Dios, no pueden menos de recibir con gratitud, como don de Dios, la oportunidad de encontrarse juntos incluso con desconocidos, incluso entre concepciones, mentalidades, culturas diversas, y gustar la unidad reforzando la comunión. Unidad y pluralismo, en efecto, no son valores antitéticos (cf LG 13). Precisamente la unidad de los cristianos, incluso en medio de tanta diversidad de pueblos, de clases sociales y de culturas, es un signo potente de credibilidad del acontecimiento cristiano y poderoso fermento de conciliación, de paz y de unidad entre los hombres. Por eso amar a la Iglesia significa buscar siempre su unidad, trabajar por ella. El deseo de unidad no oculta los contrastes reales, ni sofoca en la uniformidad el pluralismo legítimo, sino que busca lo que une más bien que lo que divide. La unidad de la Iglesia, en efecto, es la unidad misma de Cristo, la unidad de los fines y la unidad misma del Espíritu.

e) Iglesia de pueblo e Iglesia institucional. Otro equívoco que puede surgir de la noción de pueblo de Dios es la contraposición de principio entre Iglesia de pueblo e Iglesia institucional, entre realidad de base y autoridad jerárquica. El Vat. II no puede dar a entender esto. Por ser un pueblo orgánicamente unido y articulado en ministerios y sacramentos debe manifestar siempre la unidad orgánica entre pastores y fieles. Ni reforma, ni contrarreforma. No hay pueblo de Dios sin sucesión apostólica (cf LG 20) y ministerios ordenados (cf LG 21: 28s), igual que no hay cabeza separada del cuerpo o autoridad eclesial que no se nutra de la fe de todo el pueblo y se ponga a su servicio. En esto la autoridad eclesial es a imagen de Cristo, que da la vida por los suyos y está entre nosotros como el que sirve; pero, a diferencia de Cristo, ella se sitúa en religiosa escucha de la palabra de Dios y enseña sólo lo que ha recibido de toda la Iglesia desde siempre (cf DV 10).

f) Colegialidad y comunión. Al definir la colegialidad episcopal y la sacramentalidad del episcopado, el Vat. II ha abierto nuevas y amplias vías a la espiritualidad de la Iglesia, pueblo de Dios orgánicamente unido a sus pastores. Decir colegialidad episcopal significa, en efecto, dejar transparentar también a nivel de gobierno pastoral el misterio intimo de la Iglesia, que es misterio de comunión. Los esquemas secularistas de gobierno propios de la sociedad civil no son viables para la Iglesia; no son másque una analogía muy extrínseca y como tal deben verse. La Iglesia no es ni una monarquía absoluta, ni una democracia, ni algún otro sistema mixto. Desde un punto de vista jurídico, el gobierno de la Iglesia (el colegio de los obispos con el Papa y bajo el Papa) es un monstruo. Desde un punto de vista teológico y espiritual, es un misterio de comunión y de caridad. Sin embargo, la colegialidad no es algo que se refiere sólo a los obispos en sus relaciones entre sí con el Papa. Por una cierta analogía, a saber, en cuanto expresa a nivel de gobierno pastoral el misterio de comunión que es la Iglesia, puede extenderse a toda forma de gobierno pastoral, como, por ejemplo, entre fieles y párroco, entre presbiteros y obispo. Esto no ha de entenderse como una concesión al democratismo, sino como una expresión de la participación de todos los fieles, en la medida de su orden y grado, en la resolución de los problemas pastorales de toda la Iglesia. No es cuestión sólo de eficiencia (lo que se decide con la responsabilidad de todos y, por tanto, con consenso, es seguido mejor por todos), sino de espiritualidad: participar en el sufrimiento del servicio de la autoridad estimula la caridad pastoral y el amor hacia la Iglesia.

g) Orden y jurisdicción. También la definición de la sacramentalidad del episcopado tiene gran importancia histórica y espiritual. Significa que el aspecto jurídico de la Iglesia, es decir, su articulación jurisdiccional, sin perjuicio de la potestad inmediata y directa del Papa, debe plegarse, reformarse y conformarse a la sustancia teológica de la potestad episcopal, la cual está arraigada y tiene su fuente en el sacramento del orden. Esto quiere decir que el aspecto jurídico de la Iglesia, tan temido y tan poco amado, no debe concebirse como algo inmutable y extraño, e incluso opuesto al espíritu de la Iglesia o dejado de cualquier forma a una lógica enteramente suya, dado que no se puede prescindir de él. Por el contrario, encuentra en la sustancia teológica y, en definitiva, en el misterio de la caridad, el criterio al que ha de conformarse y servir.

h) De la diócesis a la iglesia local. De la sacramentalidad del episcopado deriva también la noción de iglesia local. Donde hay obispo hay iglesia local. Donde se celebra la eucaristía en comunión con el obispo hay Iglesia. En efecto, allí están representados todos los elementos que constituyen la esencia de la Iglesia. Un obispo, se entiende, que esté en comunión con todos los obispos y con el Papa. Desde el punto de vista de la conciencia eclesial, hay que pasar de la diócesis (entendida como realidad puramente administrativa) a la iglesia local (pero ¡cuidado con caer en el localismo!). Esto supone no sólo un amor no localista a la propia iglesia local, sino una solicitud y una "koinonía" concreta hacia todas las iglesias (aspecto horizontal) y un sentido más vivo que nunca de la Iglesia universal y de su unidad garantizada por el Romano Pontífice (aspecto vertical).

i) Autoridad y libertad. La tensión normal entre autoridad y libertad en la Iglesia encuentra en las líneas del Vat. II el camino para vivirla con una mayor riqueza espiritual. No hay duda, en efecto, de que él exalta como nunca anteriormente la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, fundada no sólo en el respeto absoluto debido a toda conciencia, incluso invenciblemente errónea, y a la índole radicalmente libre de la adhesión de fe (cf DH 2s; 10), sino también en el sacerdocio bautismal y en la confirmación crismal, que confieren a todo fiel autonomía de iniciativa y capacidad de participación en lo que se refiere a toda la Iglesia (cf LG 30-38). Por otra parte, la autoridad eclesial es purificada de preocupaciones extrañas y enriquecida con motivaciones teológicas, y rigurosamente encaminada al servicio pastoral para el crecimiento del pueblo cristiano, a la obediencia exclusiva a Dios y a su palabra de conformidad con Cristo siervo obediente. Se ha puesto en marcha un estilo nuevo. Asumir la tensión entre autoridad y libertad teniendo en gran estima ya sea el valor de la obediencia, ya el respeto de la conciencia, es un medio poderoso de crecimiento espiritual de toda la Iglesia como reino de Dios (no siempre y necesariamente como interés visible). Lo que se sufre a este propósito no se pierde, sino que hace crecer a la totalidad en la verdad y la caridad. Téngase presente que la verdad evangélica, que la Iglesia posee también en plenitud, no se desarrolla en la historia sino progresivamente (cf DV 8), y por ello el tiempo requerido para el reconocimiento de una verdad puede ser largo; y, por otra parte, que un pueblo es tanto más fuerte cuanto más firmes están en el Señor sus pastores; y, viceversa, que los obispos son tanto más libres en su autoridad cuanto más unidos están a ellos los sacerdotes y el pueblo por el consenso.

3. LA IGLESIA, SACRAMENTO DE SALVACIÓN PARA TODA I.A HUMANIDAD - La definición de la Iglesia como sacramento de salvación para la humanidad (cf LG 1; 9) está en continuidad con la noción de economía o historia de la salvación de la Constitución dogmática sobre la revelación divina (cf DV 2) y con la nueva comprensión de la misión del mundo en términos de diálogo establecida en la Constitución pastoral (cf GS 40-45).

a) La Iglesia, inserta en la historia de la salvación. La Dei verbum define la revelación como una economía de salvación integrada por palabras y acontecimientos íntimamente conexos entre sí y que culmina en el acontecimiento-palabra-persona, que es Jesucristo. "Economía" significa que el plan divino de salvación es realizado por Dios progresivamente en la historia, de modo que todos los pueblos se salven a través de la elección de un pueblo y que todos los hombres reciban la gracia a través de un solo hombre.

Ahora bien, esto quiere decir que la Iglesia, comunidad histórica que sigue a Cristo, realiza su misión salvífica en un tiempo peculiar de la historia de la salvación que va de la resurrección a la parusía; mas con un estatuto especial para ello, que lejos de absorber o negar a la humanidad y al mundo, se sitúa en medio de él como mediación saludable hasta la unidad final en el reino definitivamente manifestado en el retorno de Cristo. Anticipa, pues, para todos lo que seremos todos, mientras que ella misma va perfeccionándose y purificándose en la historia. Por tanto, es germen, fermento y signo eficaz o sacramento de todo el género humano y de su vocación en Cristo, como de su destino escatológico.

b) La Iglesia, esencialmente en relación al mundo. Se sigue de ahí consecuentemente que el diálogo entre la Iglesia y el mundo contemporáneo no es una táctica pastoral supletoria y reversible, sino una definición más profunda de su auténtica misión pastoral, consiguiente a una comprensión más profunda, de naturaleza dogmática, del misterio de la Iglesia.

La Gaudium et spes traza las líneas de este cambio esencial e insustituible entre Iglesia y mundo, en el cual ocurre la salvación, lo mismo que Cristo salva en cuanto, como Hijo de Dios, asume la carne humana en la historia. No hay sitio para el integralismo. La Iglesia no puede dejar de acoger cuanto de verdadero, de bueno y de bello viene realizando en la historia la actuación autónoma de los hombres, en los cuales la Iglesia reconoce la imagen de Dios creador, que no puede contradecir al Dios salvador. Además de la acogida crítica de cuanto hay de bueno en el mundo moderno, la Iglesia anuncia y testimonia la vocación más plena e integral en Cristo de toda la humanidad (cf GS 45) y llama a todos los hombres a entrar en la Iglesia, sin la cual no podemos salvarnos (cf LG 14).

Sin embargo, la necesidad de la Iglesia para la salvación no se entiende en sentido exclusivo, excepto cuando existe un rechazo culpable, sino que indica positivamente la naturaleza íntimamente eclesial de toda salvación. El que se salva se salva siempre y sólo a causa de la Iglesia. Su gracia, aunque no se perciba, es no sólo cristiforme, sino también eclesioforme; y por ello dice relación en grado diverso a la única Iglesia visible e invisible y aspira a ella íntimamente. Por tanto, los que tienen el don y la responsabilidad de vivir en la plena pertenencia a la Iglesia han de saber que su "ser Iglesia" es un servicio misteriosamente eficaz para todos los que se salvan sin conocer a la Iglesia (o acaso, sin culpa, rechazándola). Se es Iglesia para la humanidad.

b) La Iglesia, esencialmente misionera. La Iglesia, pueblo profético, sacerdotal y real, tiene prefigurada en sí, como en un sacramento, la plenitud, o sea, el señorío escatológico de Cristo (cf LG 17), que es reconciliación de todas las cosas, naturaleza e historia, carne y espíritu, ahora y por siempre. Su misión a todos los pueblos hasta el fin de los siglos, al mismo tiempo que se continúa incesantemente para implantar la Iglesia donde no existe y conducir a todo hombre a su seno, ha de reconsiderarse de manera adecuada a la totalidad de las líneas vectoriales que conducen en la historia al señorío de Cristo, superando el escándalo de lo sectorial o bien del pequeño rebaño que se repliega tras sus propios intereses o en el reducido proselitismo olvidando la totalidad final. El alma misionera tradicional de los pastores, de los "misioneros" y de los contemplativos debe adueñarse de toda la Iglesia, que es esencialmente misionera (cf AG 2), y, por tanto, también de los obreros y de los hombres cul, tos. No sólo en sentido espacial y horizontal (ganar a todos y a cada uno de los hombres), sino también en sentido cualitativo y orgánico (orientar a todos los fieles y todo el trabajo de la historia al señorío escatológico de Cristo).

c) Catolicidad y universalidad pastoral. Tener el sentido de la catolicidad no significa tanto vanagloriarse de la representación de todos los pueblos quo la Iglesia contiene en su seno, ni sólo profesar devoción al Romano Pontífice, que es jefe y garante visible de la catolicidad y la unidad. El reino de Cristo no es de este mundo, sino del futuro, y por eso "no disminuye el bien temporal de ningún pueblo" (LG 13); al contrario, la Iglesia estimula la necesidad y la ten, dencia a la unidad de esfuerzos, in, cluso temporales, situándose en las naciones como signo de paz y de un orden más avanzado en la justicia. Mas esta función de reconciliación católica en medio de los pueblos no sería posible si no se desarrollara dentro de la Iglesia el sentido de la universalidad pastoral, que no se deja limitar por la diversidad de las clases sociales, por orientaciones culturales y políticas, confiando en que es siempre posible una comunicación material y espiritual entre todos los hombres. Somos deudores del evangelio a todos los hombres. Somos deudores de los medios de santificación a todos los bautizados.

e) Ecumenismo y sentido de la verdad. Tener sentido ecuménico no significa sólo tener celo por la unidad del cuerpo de Cristo y trabajar para superar el escándalo de la división de las iglesias, sino que ante todo significa reconocer los elementos de la verdad católica presentes en las iglesias separadas (cf UR 3; LG 15). La catolicidad, en efecto, no se identifica nunca "totalmente" en una sola iglesia visible, si bien la fe atestigua sin sombra de duda que la Iglesia establecida por Jesucristo "subsiste" en la Iglesia católica gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él (cf LG 8). Además, la integridad y catolicidad de la doctrina no reposa en una adhesión formal y positivista, sino que reconoceuno jerarquía de la verdad por su nexo con el fundamento de la fe cristiana (cf UR 11). Sin caer en una fe vaga no formada eclesial y competentemente, el movimiento ecuménico estimula a tener un sentido más vivo y calibrado de las verdades cristianas en la diversidad lícita e incluso enriquecedora de las tradicione

f) Libertad de la Iglesia y libertad de conciencia. La Iglesia no debe exhibir los derechos de la verdad cuando la sociedad civil se encuentra en condiciones de fuerza y los derechos de la libertad cuando se encuentra en condiciones de debilidad. Semejante escisión es inadmisible en virtud del principio de que "la verdad no se impone de otra manera que por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y a la vez fuertemente en las almas" (DH 1), o en virtud del principio de que la búsqueda de la verdad y la obediencia a la misma tiene su raíz en la naturaleza inteligente y libre de la persona humana (DH 2ss), o también en virtud del carácter esencialmente libre del acto de fe (cf DH 10ss). Así pues, la Iglesia reivindica para sí la libertad religiosa como parte indivisible de la libertad para todos en la sociedad civil (cf DH 13), libertad que es condición externa y política para la maduración total de toda verdad humana o religiosa, racional o revelada. Esto no debe significar en modo alguno indiferentismo religioso o descuido en el celo por la libertad de la Iglesia, sino reconocimiento de la soberanía absoluta de Dios sobre las conciencias y, por lo mismo, de las conciencias, tanto respecto a la sociedad civil como respecto a la Iglesia, y siempre también exigencia de autonomía recíproca entre Iglesia y sociedad civil.

g) Iglesia, reino y comunión de los santos. Si la Iglesia es un pueblo de Dios que, inserto en la familia humana más amplia como signo de salvación, camina en la historia hacia el cumplimiento del reino final, entonces quiere decir que la tendencia escatológica del cristiano no puede entenderse ya sólo en sentido individualista como unión del alma particular con Dios en la visión beatífica, sino que debe contener un elemento eclesial e histórico. Esperar en Dios significa desear unirse a los santos en el reino final de Cristo, pero significa también desear que se realice en la historia para que el mundo sea transformado y recapitulado en Cristo. Por tanto, la esperanza se hace ya aquí activa no sólo para merecer para sí el paraíso con las buenas obras, sino más bien para acelerar el reino final con la lucha por un mundo humanamente más justo (cf GS 45) y, a la vez, para convertir y santificar a la Iglesia, a fin de que venga el Esposo (cf LG 48). Entre tanto, la piedad de la Iglesia peregrina no puede prescindir de alimentar la comunión con la Iglesia celeste, la de los santos. que esperan impacientes la resurrección y la reconciliación final y por esc interceden por nosotros para que la historia se cumpla pronto (cf LG 49s).

4. MARÍA Y LA ESPIRITUALIDAD ECLESIAL - El nexo entre María y la espiritualidad eclesial debe tratarse aparte y de modo privilegiado. La experiencia espiritual enseña que la comprensión vital de María y la devoción a ella facilitan el acceso a la verdades católicas y a la espiritualidad eclesial concreta. Pero también, recíprocamente, el que vive en la Iglesia el sentido genuino de la fe, antes o después llegará a la comprensión del misterio de María y no encontrará dificultad en profesarle devoción. Este nexo entre María y el sentido de la Iglesia se funda en la maternidad espiritual respecto a la Iglesia, lo mismo que respecto a cada uno de los cristianos y a la humanidad entera, que María mereció bajo la cruz cuando Jesús la confió a la Iglesia naciente y la Iglesia naciente a ella (cf LG 60-65). María es ciertamente modelo de fe y figura de la Iglesia, y, por tanto, la primera criatura de la obra salvífica del Padre y de Cristo. Mas por su estrecha participación y colaboración, totalmente singular, en el plan de salvación del Padre y en los misterios de la vida de Jesús (cf LG 55-59), es también objeto de la devoción de los cristianos debido a la capacidad mediadora que con esto se conquistó (cf LG 66ss).

P. Mariotti

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